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La Camara Sangrienta Copy 2

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él lo habría obsequiado a sus otras esposas, y r…),

tomó mi manita huesuda entre las suyas para


consolarme en el último acto, pero yo tan sólo oía
la gloria de su voz.
Tres veces casado en el breve lapso de mi vida con
tres diferentes gracias y ahora, como para
demostrar el eclecticismo de su gusto, me había
invitado a formar parte de su galería de mujeres
hermosas, a mí, la hija de una viuda pobre, con mi
pelo color ratón que aún conservaba las onditas de
las trenzas de que poco antes me había liberado,
mis caderas huesudas, mis nerviosos dedos de
pianista.
Era rico como Creso. La víspera de nuestra boda —un
trámite sencillo, en la Mairie, dada la reciente
desaparición de su condesa— nos llevó a mi madre
y a mí, curiosa coincidencia, a ver Tristán. Y,
¿sabéis?, fue tal el dolor que sentí durante el
Liebestod que hasta creí amarlo de verdad. Sí. Lo
creí. Tomada de su brazo, todos los ojos estaban
fijos en mí. La muchedumbre que cuchicheaba en
el foyer se abrió como el mar Rojo para dejarnos
pasar. La piel se me erizaba a su contacto.
Cuánto habían cambiado mis circunstancias desde la
noche en que escuchara por primera vez esos
acordes voluptuosos, esa música inflamada de una
pasión de muerte tan intensa, tan irrevocable…
Esta vez estábamos sentados en un palco, en
butacas de terciopelo granate, y en el intervalo un
lacayo de trenzada peluca nos agasajó con
champaña en un cubo de plata. La espuma rebasó
el borde de mi copa y me mojó las manos. Yo
pensé: mi cáliz ha desbordado. Y esa noche lucía un
modelo de Poiret. Pese a las reticencias de mi
madre, él había pagado mi trousseau. ¿Cómo
hubiera podido, de otro modo, aparecer en su
compañía? ¿Con mis enaguas dos veces
remendadas, mis raídas blusas de algodón, mis
faldas de colegiala? ¿Con esos trapos viejos que
siempre me daban de regalo, por no decir por
caridad? Ahora, para la ópera, me había puesto una
sinuosa túnica de muselina blanca atada bajo los
pechos con un cordón de seda. Y todo el mundo me
miraba. A mí, y a su regalo de boda.
Su regalo de boda: una ancha gargantilla de rubíes tan
ceñida que me mordía la piel y, como una
infinitamente preciosa rajadura, parecía
seccionarme la garganta.
Después del Terror, en los primeros tiempos del
Directorio, aquellos aristos que se habían salvado
de la guillotina tuvieron el irónico capricho de
atarse, como un emblema de la herida, una cinta
roja alrededor del cuello, justo a la altura en que la
cuchilla lo habría cercenado. Y su abuela, seducida
por aquella fantasía, había encargado a su joyero
una cinta recamada de rubíes. ¡Qué gesto el suyo,
qué lujurioso desafío! Aquella noche en la Opera
aún hoy vuelve a mí… el vestido blanco, la frágil
criatura que lo habitaba; y las resplandecientes
piedras escarlatas alrededor del cuello, brillantes
como sangre arterial.
Yo lo veía observarme en los espejos con el ojo
avezado de un experto que inspecciona ganado
caballar, o como un ama de casa que examina en la
carnicería, sobre el mármol, los distintos cortes.
Nunca había visto en sus ojos, o al menos no había
reparado en ella, esa mirada, esa desnuda avaricia
carnal que el monóculo incrustado en su ojo
izquierdo magnificaba de un modo extraño.
Cuando lo vi mirarme así, con esa lascivia, bajé los
ojos, pero al hacerlo descubrí en el espejo mi
propia imagen. Y me vi, de pronto, tal como me
veía él, el rostro pálido, los músculos del cuello
tensos como hebras de acero. Advertí cuánto me
embellecía aquella gargantilla cruel. Y por primera
vez en mi existencia inocente y retirada, percibí en
mí una secreta aptitud para la corrupción que me
cortó el aliento.
Al día siguiente nos casamos.
El tren aminoró la marcha, trepidó, se detuvo. Luces;
rechinar de metales; una voz que proclama el
nombre de una estación ignota, que jamás
visitaríamos; el silencio de la noche; la respiración
acompasada de mi esposo a cuyo ritmo yo tendría
que dormir el resto de mi vida. Y no podía dormir.
Me incorporé sin hacer ruido, levanté un poco la
celosía y acurrucada contra el frío cristal que se
empañó al calor de mi aliento escudriñé la oscura
plataforma, los rectángulos de luz doméstica que
prometían calor, compañía, salchichas siseando en
la sartén sobre la hornalla para la cena del jefe de
estación, los niños ya en cama, durmiendo
arropaditos en esa casa de ladrillo con postigos
pintados… toda la parafernalia del mundo
cotidiano del que yo, con mi casamiento fabuloso,
acababa de exiliarme.
Al matrimonio, al exilio; lo sentí, lo supe: supe que de
ahora en más siempre estaría sola. Sin embargo,
aquello era parte del peso ya familiar de ese ópalo
de fuego que refulgía como la mágica bola de cristal
de una gitana, esa gema de la que me era imposible
apartar la mirada cuando tocaba el piano. Aquel
anillo, la sangrante banda de rubíes, el ajuar de
Worth y de Poiret… y su fragancia, ese olor a cuero
de Rusia —todo había conspirado para seducirme a
tal extremo que no puedo decir que haya sentido
entonces el menor picotazo de nostalgia por ese
mundo de tartines y maman que se alejaba de mí
como un juguete tirado de una cuerda, ahora que el
tren empezaba de nuevo a trepidar, como si ya
imaginara con maligna fruición la lejanía y la
soledad a que me condenaba.
Los primeros celajes del alba estriaron el cielo y una
media luz fantasmal se coló en el camarote.
Aunque no percibí en su respiración cambio
alguno, mis sentidos sobreexcitados, exacerbados
me anunciaron que estaba despierto y me
observaba. Un hombre enorme, un hombrón, y sus
ojos, oscuros e inmóviles como los que los antiguos
egipcios pintaban en sus sarcófagos, clavados en
mí. Al verme observada así, de esa manera, tan en
silencio, sentí una opresión en la boca del
estómago. 01 el chasquido de una cerilla. Estaba
encendiendo un Romeo y Julieta gordo como el
brazo de un bebé.
—Pronto —dijo, con esa voz tonante que era como el
tañir de una campana, y tuve, de repente, un vívido
presentimiento de terror que duró apenas el
instante en que se encendió la cerilla y pude ver su
cara ancha, blanca, como si flotase sin cuerpo por
encima de las sábanas, iluminada desde abajo,
semejante a una grotesca careta de carnaval.
Entonces la llama se extinguió y el cigarro ardió y
llenó el compartimiento del recuerdo de una
fragancia que me hizo pensar en mi padre, mi
padre que me abrazaba envuelto en la cálida
humareda de un Havana, cuando yo era pequeña,
antes de besarme, dejarme y morir.
Tan pronto como mi marido me ayudó a descender
del alto estribo del tren, el aliento salobre,
amniótico del océano invadió mis sentidos.
Noviembre; los árboles, ateridos por los cierzos del
Atlántico, estaban desnudos; y el apeadero
solitario, desierto salvo el chófer con altas botas de
cuero que esperaba en actitud sumisa junto al
automóvil negro y reluciente. Hacía frío. Yo me
arrebujé en mis pieles, una capa blanca y negra,
anchas franjas de armiño y de marta cibelina, con
un cuello del cual mi cabeza emergía como el cáliz
de una flor silvestre. (Lo juro: nunca en mi vida
había sido vanidosa hasta que lo conocí). Sonó la
campana; el tren, resoplando, soltó amarras y nos
dejó en ese solitario e ignoto apeadero en donde
sólo él y yo habíamos descendido. Oh qué
maravilla; que todo ese poder de hierro y vapor se
hubiera detenido allí para su sola conveniencia. El
hombre más rico de Francia.
—Madame.
El chófer me miraba de soslayo. ¿Estaría
comparándome, insidioso, con la condesa, la
modelo, la cantante de ópera? Me oculté detrás de
mis pieles como tras de una coraza de suaves
escudos. A mi marido le agradaba que yo usara el
ópalo de fuego encima de mi guante de cabritilla,
un capricho teatral, ostentoso; pero en el momento
en que el sarcástico chófer lo vio en mi dedo con su
brillo rutilante, esbozó una sonrisa, como si esa
joya fuese la prueba definitiva de que yo era la
esposa de su amo. Y así partimos hacia el creciente
amanecer que ahora estriaba la mitad del cielo con
un ramo invernal del rosa de las rosas, del naranja
de las tigridias, como si mi marido hubiera
encargado para mí un cielo a una florista. El día se
desplegaba alrededor de mí como un sueño frío.
Mar; arena; un cielo que se funde con el mar: un
paisaje de brumosos tonos pastel que se diría
siempre a punto de desvanecerse. Un paisaje con
todas las armonías delicuescentes de Debussy, de
los études que yo tocaba para él, la rêverie que había
tocado en el salón de la princesa aquella tarde en
que lo conocí, entre las tazas de té y los pastelillos.
Yo, la huérfana, contratada por caridad para
proporcionarles su digestivo de música.
Y, ah, su castillo. La feérica soledad de aquel paisaje;
las torrecillas de un azul brumoso, la explanada, la
barbacana erizada de púas; ese castillo recostado
sobre el pecho del mar, las gaviotas graznando en
torno a las buhardas, las ventanas abriéndose a las
evanescentes fugas verde y púrpura del océano,
aislado del continente por la marea durante la
mitad del día… aquel castillo que no era de la tierra
ni del agua, ese lugar misterioso, anfibio, que
parecía transgredir la materialidad de la tierra y de
las olas con la melancolía de una ondina que,
encaramada en su roca, espera hasta la eternidad al
amante que se ha ahogado allá lejos, hace tiempo.
La triste, inefable belleza de esa ínsula, una sirena
marina.
Había bajamar; a esa hora tan temprana, el camino de
acceso subía desde la playa. Cuando el automóvil
enfiló hacia los adoquines mojados de las lentas
márgenes del agua, él me tomó la mano, la que
ostentaba ese anillo maléfico, lascivo, me oprimió
los dedos y me besó la palma con singular ternura.
Su rostro estaba tan inmóvil como yo lo había visto
siempre, inmóvil como un estanque escarchado,
pero sus labios, siempre tan extrañamente rojos y
desnudos entre las negras orlas de su barba, ahora
se curvaban un poco. Sonreía. Daba la bienvenida a
su esposa.
Ningún aposento, ningún corredor donde no
resonaran los murmullos del mar; y todos los cielos
rasos, los muros en los que sus ancestros se
alineaban ataviados con las austeras galas de su
rango, los ojos sombríos y los rostros pálidos,
rielaban a la luz refractada por las olas siempre en
movimiento; ese castillo luminoso, susurrante del
que yo era ahora la châtelaine, yo, la pequeña
estudiante de música cuya madre había tenido que
vender todas sus joyas, incluso su alianza para
pagar las clases del Conservatoire.
Ante todo, debí soportar la pequeña ordalía de mi
entrevista con el ama de llaves, la persona que se
encargaba de mantener en perfecto orden de
funcionamiento esa maquinaria singular, aquel
transatlántico varado y a la vez fortaleza
inexpugnable, quienquiera que ocupase el puente
de mando. ¡Cuán tenue, pensé, podría ser allí mi
autoridad! Bajo la cofia de lino blanco
impecablemente almidonada característica de la
región, tenía un rostro insulso, pálido, impasible,
desdeñoso. Su saludo, correcto pero distante, me
heló la sangre en las venas. En mi fantasía, me
había hecho demasiadas ilusiones respecto de mi
poder; había llegado a preguntarme por un
momento si no podría reemplazarla por mi vieja
nodriza, tan querida pese a sus indiscreciones y a
su incompetencia. Vanas quimeras. Él me dijo que
esa mujer había sido su madre adoptiva, que estaba
ligada a su familia por los lazos de la más estrecha
complicidad feudal; y que su persona «es tan parte
de la casa como lo soy yo, querida mía». Ahora los
labios de ella me ofrecieron una sonrisita altiva.
Mientras yo fuese la aliada del señor, ella sería mi
aliada. Y con eso debía contentarme.
Pero aquí, aquí sería fácil estar contenta. Desde los
aposentos de la torre que él había elegido para mí,
para mí sola, podía contemplar el tumultuoso
Atlántico e imaginarme la Reina de los Mares.
Había un Bechstein para mí en la sala de música y,
en la pared, otro regalo de boda: una obra
temprana de un flamenco primitivo, Santa Cecilia
en su órgano celestial. En el pudibundo encanto de
esta santa, con sus mejillas fofas, macilentas y los
bucles castaños de su peinado, me vi tal como yo
misma pude haber deseado ser. Y esa prueba de
una sensibilidad amante que hasta entonces no
había sospechado en él, me tocó el corazón. Luego
me condujo hasta mi dormitorio por una delicada
escalera de caracol; antes de desvanecerse
discretamente, el ama de llaves lo hizo reír,
supongo, con alguna bendición procaz para recién
casados en su bretón nativo. Que yo no comprendí.
Y que él, con una sonrisa, rehusó interpretar.
Y allí estaba el imponente lecho matrimonial
hereditario, tan grande, casi, como mi alcoba de
París, las gárgolas esculpidas en las superficies de
ébano, laca bermellón, hoja de oro; los baldaquines
de gasa ondulando en la brisa del mar. Nuestro
lecho. ¡Y cuántos espejos lo rodeaban! Espejos en
todas las paredes, espejos en majestuosos marcos
de oro labrado que reflejaban más aros de Etiopía
que cuantos había visto yo en toda mi existencia.
Había llenado de esas flores la habitación para
recibir a la novia, a la recién casada. La joven
desposada convertida ahora en esa multitud de
mujeres que yo veía en los espejos, idénticas todas
en sus elegantes tailleurs azul marino, para el viaje,
madame, o para el paseo. Una doncella se había
hecho cargo de mis pieles. En adelante, una
doncella se haría cargo de todo.
—Mira —dijo, señalando con un amplio ademán a
todas aquellas mujeres elegantes—. He adquirido
todo un harem para mí, para mí solo.
De pronto, me di cuenta de que estaba temblando. Me
faltaba el aire. No me sentía capaz de enfrentar su
mirada y volví la cabeza, por orgullo, por timidez, y
vi cómo una docena de maridos se aproximaban a
mí en una docena de espejos y lenta, metódica,
burlonamente, desabrochaban los botones de mi
chaqueta y la quitaban de mis hombros. ¡Basta!
¡No, más! La falda cae; luego la blusa de linón
albaricoque que costara más cara que mi vestido de
primera comunión. El juego de las olas al frío sol
del invierno cabrilleaba en su monóculo; sus
movimientos se me antojaban deliberadamente
groseros, vulgares. La sangre volvió a subir a mi
rostro, y allí se quedó.
Y sin embargo, lo confieso, yo sospechaba que podía
ser así; que habría un rito, una ceremonia de
burdel para desnudar a la novia.
Aun protegida como había vivido hasta entonces,
incluso en mi mundo de pacata bohemia, ¿cómo
hubiera podido no tener alguna noticia de la
existencia del suyo?
Él, el glotón, me desnudaba, ahora como quien
desprende una por una las hojas de una alcachofa
—mas no imaginéis una extremada delicadeza;
aquella alcachofa no era un manjar especialmente
apetecible para la cena, ni él tenía un hambre
voraz. Enfrentaba su plato rutinario con un apetito
desganado. Y cuando no quedó más que mi
escarlata, palpitante desnudez, encontré, en el
espejo, la vívida imagen de un grabado de Rops, de
la colección que él me mostrara cuando nuestro
compromiso permitió que nos viéramos a solas… la
niña de piernas y brazos como astillas, desnuda a
no ser por las botas y los guantes, cubriéndose la
cara con la mano como si su rostro fuera el último
bastión de su modestia; y el viejo libidinoso
examinándola a través de su monóculo, palmo a
palmo. Él, con su elegancia londinense, ella
desnuda como un pernil. El más pornográfico de
todos los contrastes. Así mi comprador desenvolvía
su ganga, y como en la ópera, cuando por primera
vez vi mi carne reflejada en sus ojos, me horrorizó
mi propia excitación.
De repente, él cerró mis piernas como quien cierra un
libro y una vez más advertí ese raro movimiento de
sus labios que indicaba que sonreía.
Todavía no. Más tarde. La espera es la mejor parte del
placer, mi amorcito.
Yo temblaba ahora como un caballo de carrera antes
de la prueba, pero a la vez como con miedo, pues
sentía una extraña, impersonal excitación ante la
idea del amor y, al mismo tiempo, una repugnancia
que no podía disimular por esa carne suya, blanca,
fofa, que tanto tenía en común con esos enormes
ramos de aros de Etiopía que llenaban mi alcoba,
en grandes jarrones de cristal, esas flores de capilla
ardiente con el espeso polen que se pega a los
dedos como si se los hubiera sumergido en
cúrcuma. Esas flores que siempre asocio con él;
que son blancas. Y ensucian.
Esta escena de la vida de un libertino había acabado
ahora bruscamente. Ocurre que él tiene negocios
que atender; sus propiedades, sus empresas…
¿incluso en tu luna de miel? Incluso, sí, dijeron los
labios rojos que me besaron antes de dejarme sola
con mis atribulados sentidos; un roce húmedo,
sedoso, de su barba; un toquecito de la punta
aguzada de la lengua. Furiosa, decepcionada, me
envolví en un négligé de encaje antiguo para tomar
el desayuno de chocolate caliente que me trajo la
doncella; y luego, ya que ello era en mí una
segunda naturaleza, no tenía otro sitio adonde ir
más que a la sala de música, y pronto me senté al
piano.
Sin embargo, sólo una serie de sutiles disonancias
fluyeron bajo mis dedos: desafinado… sólo un poco
desafinado; pero yo estaba dotada de oído absoluto
y no pude tocar una nota más… las brisas del mar
son nefastas para los pianos; necesitaremos un
afinador de pianos residente en el castillo, si es que
voy a continuar mis estudios. En un fugaz arrebato
de cólera y desencanto, dejé caer de golpe la tapa
sobre el teclado; cómo podría pasar las largas horas
a la luz del mar hasta que mi marido me llevara a la
cama.
De sólo pensar en eso me ponía a temblar.
La biblioteca era la fuente de su habitual fragancia a
cuero de Rusia. Fila sobre fila de libros
encuadernados en piel de becerro, parda y verde
oliva, los títulos en letras doradas en los lomos, los
volúmenes en octavo en brillante tafilete escarlata.
Un sofá de cuero capitoné, un atril tallado como un
águila con las alas extendidas y sobre él, abierto, un
ejemplar del Là-bas de Huysmans, una edición
para bibliófilos, de una imprenta privada; había
sido encuadernado como un misal, en cobre, con
cuentas de cristal. Las alfombras de Ispahan y
Bokhara, mullidas, con el pulsátil, profundo azul
del cielo y el rojo de la sangre secreta del corazón;
el suave resplandor de la oscura boiserie; y la
arrulladora música del mar y un fuego de leños de
manzano. Las llamas reverberaban en los lomos de
los libros de una biblioteca acristalada, todavía
nuevos y sin deshojar. Eliphas Levy, un nombre
que no significaba nada para mí. Eché una ojeada a
un título o dos: La iniciación, La llave de los
misterios, El secreto de la caja de Pandora, y
bostecé. Nada que atrajera la atención de una
recién casada en espera de su primer abrazo. Me
hubiera gustado, más que cualquier otra cosa, una
de esas novelas en papel amarillo; sólo ansiaba
apelotonarme sobre la alfombra, delante del fuego
crepitante, y abismarme en la lectura de una novela
barata mascando pegajosos bombones de licor. Con
sólo pedirlos, una doncella me los traería.
No obstante, un poco a la ventura, abrí la puerta de la
biblioteca. Y creo que supe, lo supe por un cierto
cosquilleo en las yemas de los dedos, aun antes de
abrirlo, lo que encontraría en el interior de ese
delgado volumen sin un título en el lomo. ¿No me
había sugerido él, cuando me mostró el Rops recién
comprado a un precio exorbitante, que era un
connaisseur en la materia? Sin embargo, yo no me
esperaba encontrar una escena como ésa, la niña
con lágrimas como perlas rodando por sus mejillas,
la vulva un higo partido al medio bajo los grandes
globos de las nalgas donde los nueve cabos
lacerantes de la disciplina estaban a punto de
descender, en tanto un hombre con un antifaz
negro se toqueteaba con la mano libre una verga
que se curvaba hacia arriba como la cimitarra que
blandía. El cuadro tenía una leyenda: «Castigo a la
curiosidad». Mi madre, con toda la precisión de su
excentricidad, me había explicado lo que hacían los
amantes; yo era inocente pero no naïve. Las
aventuras de Eulalia en el harem del gran Turco
habían sido impresas, según rezaba la guarda, en
Amsterdam en 1784, una rara pieza para
coleccionistas. ¿Lo habría traído de aquella ciudad
del norte alguno de sus antepasados? ¿O lo habría
comprado mi marido en una de esas pequeñas
librerías de la Rive Gauche en las que un viejo te
escruta a través de unas gafas de una pulgada de
espesor, desafiándote a que inspecciones sus
mercancías? Volví las páginas con anticipado
temor; la impresión era color herrumbre. Otro
grabado: «La inmolación de las esposas del
Sultán». Yo sabía lo bastante como para que lo que
veía en ese libro me cortara el aliento.
Hubo una acre intensificación del olor del cuero; su
sombra cayó sobre la matanza.
—De modo que mi monjita ha encontrado los libros
de oraciones —inquirió, con una rara mezcla de
sorna y deleite; luego, reparando en mi furiosa,
dolorida turbación, se rió de mí a carcajadas, me
arrancó el libro de las manos y lo depositó sobre el
sofá—. ¿Qué, las figuritas cochinas han asustado a
Bebé? Mi Bebé no debería jugar con juguetes para
mayores hasta que haya aprendido a manejarlos,
¿no te parece?
Entonces me besó. Y esta vez sin reticencias. Me besó
y posó imperiosamente su mano en mi pecho, bajo
mi vaina de encaje antiguo. Tambaleándome,
empecé a subir la escalera de caracol que conducía
a mi alcoba, al lecho de ébano tallado y hoja de oro
en el que él fuera concebido. Balbuceé,
atolondrada: si todavía no hemos almorzado; y
además, es pleno día…
Para verte mejor…
Quiso que me pusiera la gargantilla, esa joya de
familia heredada de una mujer que había escapado
al cadalso. Con dedos trémulos me la abroché al
cuello. Estaba fría como el hielo, y me estremecí. Él
enroscó mis cabellos en una soga y los apartó de
mis hombros para poder besarme mejor la pelusilla
del cuello, debajo de las orejas; esa caricia me hizo
temblar. Y besó también los ardientes rubíes. Los
besó antes de besarme la boca. Extasiado, entonó:
—Sólo guarda de su atuendo / su sonora pedrería.
Una docena de maridos empalaron a una docena de
esposas mientras allá afuera, en el aire vacío, las
gaviotas graznaban columpiándose en trapecios
invisibles.
El insistente chillido del teléfono me volvió a la
realidad. Él yacía junto a mí como un roble talado,
la respiración jadeante, entrecortada como si
acabara de batirse a duelo conmigo. En el
transcurso de aquella lucha unilateral, vi su mortal
compostura despedazarse como un jarrón de
porcelana arrojado contra una pared; lo había oído
gritar y blasfemar durante el orgasmo; yo había
sangrado. Y había visto, tal vez, su rostro sin la
máscara. Y tal vez no. Pero la pérdida de mi
virginidad me había trastornado hasta lo indecible.
Sacando fuerzas de flaqueza, metí la mano en el
gabinete cloisonné que ocultaba el teléfono junto a
la cama, y atendí el llamado. Su agente de Nueva
York. Urgentísimo.
Lo sacudí para despertarlo, y me di vuelta otra vez,
acunando entre mis brazos mi cuerpo exhausto. Su
voz zumbaba como un enjambre de abejas a la
distancia. Mi marido. Mi esposo, que, con tanto
amor, llenara mi alcoba de tantas calas que se
hubiera dicho el gabinete de un embalsamador. De
esos somnolientos aros de Etiopía que ahora
meneaban las pesadas cabezas esparciendo su
incienso lascivo, insolente con reminiscencias de
carne ahíta de lujuria.
Cuando concluyó con el agente, se volvió hacia mí y
acarició el collar de rubíes que me mordía la
garganta, pero esta vez con una ternura tal que yo
me abandoné sin reticencias, y me acarició los
pechos. Mi adorada, mi amor, mi niñita, ¿te ha
dolido? Cuánto lo lamenta, tanta impetuosidad, no
pudo contenerse; es que, ya ves, te quiere tanto… y
ese recitativo de enamorado hizo brotar de mis ojos
un torrente de lágrimas. Me aferré a él como si sólo
quien me había infligido el dolor pudiera ahora
consolarme de haberlo padecido. Por un momento
me murmuró al oído con una voz que nunca le
había oído antes, una voz como las tiernas
consolaciones del mar. Pero luego desenroscó los
zarcillos de mi pelo de los botones de su smoking,
depositó un beso presuroso en mi mejilla y me dijo
que su agente neoyorquino lo había llamado por un
asunto tan apremiante que tendría que marcharse
no bien la marea bajara lo suficiente. ¿Abandonar
el castillo? ¡Salir de Francia! Y permanecería fuera
del país seis semanas por lo menos.
—¡Pero es nuestra luna de miel!
Un negocio, una operación que dependía del azar y de
la suerte, con varios millones en juego, dijo. Se
apartó de mí para encerrarse en ese silencio suyo,
de figura de cera; yo era sólo una chiquilla, yo no
comprendía. Y mi vanidad herida le oyó decir, sin
palabras, he tenido demasiadas lunas de miel para
que puedan significar para mí, cualquiera de ellas,
compromisos impostergables. Bien sé que esta
criatura que he comprado por un puñado de
piedrecitas de colores y pellejos de animales
muertos no se escapará. Sin embargo, una vez que
hubiese telefoneado a su agente de París a fin de
reservar un billete a los Estados Unidos para el día
siguiente —un llamadito, nada más, mi pequeña—
tendremos tiempo de cenar juntos.
Y yo debía contentarme con eso.
Un plato mejicano, faisán con avellanas y chocolate;
ensalada; un queso blanco, voluptuoso; un sorbete
de uvas moscatel y Asti espumante. Un brindis con
Krug, festivo, burbujeante. Y por último café negro,
amargo, en unas tacitas preciosas tan delgadas que
el brebaje ensombrecía los pájaros pintados en la
porcelana. En la biblioteca, adonde él me llevó para
sentarme sobre sus rodillas en un sillón de cuero
frente al chisporroteante fuego del hogar, con los
cortinados de terciopelo púrpura corridos sobre la
noche, yo bebí cointreau, él su coñac. Había querido
que me pusiera esa casta túnica de Poiret de
muselina blanca. Parecía agradable especialmente,
mis pechos se veían a través de la levísima tela,
decía, como dos blancas y suaves palomitas que
durmieran, cada una, con un ojo rosado abierto.
Pero no quiso que me quitara el dogal de rubíes,
que me molestaba cada vez más, ni que recogiera
mi cabello suelto, símbolo de una virginidad tan
recientemente desflorada que era una dolorosa
presencia entre nosotros. Enroscó sus dedos en mis
rizos hasta que mi rostro se contrajo en una mueca
de dolor; yo, lo recuerdo, hablé muy poco.
—La doncella ya habrá cambiado nuestras sábanas —
dijo—. Aquí ya no colgamos de las ventanas las
sábanas manchadas de sangre para demostrar a
toda Bretaña que tú eras virgen, no en estos
tiempos civilizados. Pero te diré que ésta habría
sido la primera vez, en todas mis vidas de casado,
que hubiera podido mostrar semejante trofeo a mis
curiosos arrendatarios.
De pronto comprendí, con un sobresalto, que debió de
ser mi inocencia lo que lo cautivara —la música
silente de mi candor, decía, como La terrasse des
audiences au clair de lune ejecutada en un piano
con teclas de éter. No debéis olvidar cuán
incómoda me sentía yo en medio de todo ese lujo,
hasta qué punto la desazón había sido mi constante
compañera durante todo el tiempo de mi noviazgo
con ese sátiro grave que ahora martirizaba con
ternura mi pelo. Saber que mi ingenuidad le
proporcionaba algún placer me infundía valor.
Courage! Haré el papel, aunque más no sea por
inercia, de la dama nacida en cuna de oro.
Luego, lenta pero juguetonamente, como quien
entrega a una niña un regalo magnífico, misterioso,
sacó de un escondrijo del interior de su chaqueta
un manojo de llaves… llaves y más llaves, una llave,
dijo, para cada cerradura de la casa. Toda suerte de
llaves, algunas antiguas, enormes, de hierro negro;
otras gráciles, delicadas, casi barrocas; yales
delgadas como hostias para las cajas fuertes y
gavetas. Y era yo quien, en su ausencia, sería su
depositaria.
Yo miré el pesado manojo con circunspección. No
había pensado, hasta ese momento, en los aspectos
prácticos de un matrimonio con una gran casa, con
una gran fortuna, con un gran hombre que parecía
poseer tantas llaves como el guardián de una
cárcel. Allí estaban las bastas y arcaicas llaves de
las mazmorras, pues mazmorras teníamos, y en
abundancia, aunque convertidas ahora en bodegas
para sus vinos; hileras y más hileras de botellas
polvorientas habitaban ahora aquellas cuevas de
dolor excavadas en la roca sobre la cual se alzaba el
castillo. Éstas son las llaves de las cocinas, ésta es
la llave de la galería de arte, un verdadero museo
de tesoros enriquecido por cinco siglos de ávidos
coleccionistas, ah, él estaba seguro de que yo
pasaría allí horas y horas.
Había satisfecho con creces su gusto por los
simbolistas, me dijo, con un fulgor de codicia en la
mirada. Y allí estaba el célebre retrato de su
primera esposa, pintado por Moreau, La víctima
ataviada para el sacrificio, con la marca de las
cadenas dibujando un encaje sobre su piel
translúcida. ¿Conocía yo la historia de ese cuadro?
¿Sabía que cuando se desnudó ante él por primera
vez, ella, recién rescatada de su café de
Montmartre, se había cubierto de un rubor que le
enrojeció los pechos, los brazos, los hombros, todo
el cuerpo? Él había recordado esa historia, a esa
niña tan querida, la primera vez que me desnudó…
Ensor, el gran Ensor, su lienzo monolítico: Las
vírgenes locas. Dos o tres Gauguin de la última
época, su favorito el de la joven indígena en éxtasis
en la casa solitaria, llamado De la noche venimos,
hacia la noche vamos. Y además de sus
adquisiciones personales, las maravillas heredadas
de su familia, los Watteau, los Poussin, y un par de
Fragonards muy particulares, encargo de un
antepasado licencioso quien, se decía, había posado
en persona para el pincel del maestro con sus dos
hijas… Interrumpió bruscamente la descripción de
sus tesoros.
Tu rostro pálido, delicado, chérie, dijo, como si me
viera por primera vez. Tu rostro pálido y delicado,
con sus promesas de perversión que sólo un
connaisseur podría detectar.
Un leño al caer entre las ascuas instigó una lluvia de
chispas; en mi mano, el ópalo fulguró en verdes
llamaradas; yo tenía una sensación de vértigo, de
vacío, como en el borde de un precipicio; tenía
miedo, no tanto de él, de su presencia monstruosa,
pesada como si al nacer lo hubieran dotado de una
gravedad específica mayor que la del resto de
nosotros, esa presencia que, incluso en los
momentos en que más enamorada de él creía estar,
siempre me oprimía de una manera inexplicable.
No; no era de él de quien tenía miedo; era de mí.
Era como si yo hubiera nacido de nuevo en esos
ojos suyos sin reflejos, como si hubiera renacido
bajo formas insospechadas. No me reconocía en las
descripciones que él hacía de mí, y sin embargo, sin
embargo… ¿No habría en ellas, quizá, un grano de
verdad brutal? Y de sólo pensar que él pudo
haberme elegido por eso, por haber percibido en mi
inocencia un raro talento para la perversión, un
intenso rubor, disimulado por la roja lumbre de las
llamas, volvió a cubrirme.
Aquí tienes la llave del gabinete de las porcelanas, no
te rías, querida; en esa alacena hay el botín de un
rey en Sèvres y el botín de una reina en Limoges. Y
la llave del cuarto cerrado, trancado, en que se
conservaban cinco generaciones de platería.
Llaves, llaves, llaves. Él me confiaría las llaves de su
despacho, aunque yo fuese apenas un bebé; y las
llaves de sus cajas de seguridad, donde guardaba
las joyas que yo usaría, me prometió, cuando
regresáramos a París. ¡Y qué joyas! Oh, podría
cambiar mis pendientes y collares tres veces al día,
como la emperatriz Josefina se cambiaba la ropa
interior. Dudaba, dijo, con ese ruido hueco,
entrecortado que le servía de risa, que me
interesaran demasiado los títulos de sus acciones,
aunque desde luego eran infinitamente más
valiosos.
Fuera de la casa, más allá de nuestra privacidad a la
luz de las llamas, podía oír el rumor de la marea en
reflujo sobre los cantos rodados de la playa; era
casi la hora en que él debía partir, dejándome sola.
Sólo quedaba en el aro una llave que no había
explicado, y ahora parecía vacilar. Por un momento
pensé que la separaría de sus hermanas, la
deslizaría en su bolsillo y se la llevaría.
—¿Qué llave es ésa? —inquirí, porque sus bromas
cariñosas me habían envalentonado—. ¿La llave de
tu corazón? ¡Dámela!
Provocativamente, balanceó la llave por encima de mi
cabeza, fuera del alcance de mis dedos ansiosos; y
aquellos labios rojos, desnudos se distendieron en
una sonrisa.
—Ah, no —dijo—, no la llave de mi corazón. Más bien
la llave de mon enfer.
Sin retirar la llave, volvió a cerrar el aro y lo sacudió
musicalmente, como un carillón. Luego lo dejó caer
en un tintineante montón, sobre mi falda. Yo sentí,
a través de la tenue muselina de mi vestido, el frío
del metal helándome los muslos. Él se inclinó para
depositar en mi frente el beso enmascarado de su
barba.
—Todo hombre necesita tener un secreto, siquiera
uno, algo que su esposa ha de ignorar —dijo—.
Prométeme, mi pálida pianista; prométeme que
usarás todas las llaves del manojo salvo ésta
última, pequeñita que acabo de mostrarte. Juega
con todo cuanto encuentres, joyas, platería; haz
barquitos de papel con los títulos de mis acciones,
si así lo deseas, y échalos a navegar rumbo a
América, en pos de mí. Todo es tuyo, todas las
puertas se abrirán para ti, menos la que abre esta
llavecita. De todos modos no es más que la llave de
un cuarto pequeño al pie de la torre del oeste,
detrás de la despensa, al final de un corredorcito
oscuro, lleno de horrendas telarañas que se
prenderán de tus cabellos y te aterrorizarán, si es
que allí te aventuras. Oh, encontrarás un cuartito
tan anodino… Pero debes prometerme, si me amas,
que no entrarás en él. Es sólo un estudio personal,
un escondrijo, una guarida, un «den», dirían los
ingleses… adonde voy, de tanto en tanto, en esas
raras pero inevitables ocasiones en que el yugo del
matrimonio parece pesar demasiado sobre mis
hombros. Allí puedo ir, ¿entiendes?, para saborear
el raro placer de imaginarme sin esposa.
Sólo unas pocas estrellas titilaban, pálidas sobre la
explanada, cuando envuelta en mis pieles lo
acompañé hasta el automóvil. Sus últimas palabras
fueron que había telefoneado al continente y
contratado un afinador de pianos para que
residiera en la casa; el hombre vendría a hacerse
cargo de su empleo al día siguiente. Me estrechó
contra su pecho de vicuña, sólo una vez, y partió.
Yo había dormitado toda la tarde y ahora no podía
conciliar el sueño. Di vueltas y vueltas en su lecho
ancestral hasta que otro amanecer palideció en los
espejos, que rutilaron, iridiscentes, con los reflejos
del mar. El perfume de las calas embotaba mis
sentidos; de sólo pensar que en adelante siempre
habría de compartir aquellas sábanas con un
hombre cuya piel, como la de esas flores, parecía
rezumar la viscosa humedad de los sapos, sentía
una vaga desolación dentro de mí, que ahora, mi
herida de mujer ya restañada, despertaba un ansia
inquietante, algo así como los antojos comunes en
las embarazadas de comer carbón, o creta, o
alimentos putrefactos. ¿Acaso sus palabras, su
carne, sus miradas no me habían dejado entrever
las mil y una barrocas intersecciones de la carne
sobre la carne? Y yo yacía en el ancho lecho con la
sola, insomne compañía de mi oscura curiosidad
recién nacida.
Estaba sola en el lecho. Y lo deseaba. Y me repelía.
¿Habría joyas suficientes en todas sus cajas de
seguridad para contrarrestar la angustiosa
dualidad de mis sentimientos? ¿Contendría ese
castillo riquezas bastantes como para
recompensarme por la compañía del libertino con
quien debería convivir? ¿Y cuál era, precisamente,
la naturaleza del fascinado horror que me inspiraba
ese ser misterioso que, para demostrar su poder
sobre mí, me había abandonado en mi noche de
bodas?
De pronto me incorporé en la cama, bajo las máscaras
sardónicas de las gárgolas, asaltada por una loca
sospecha. ¿Y si me hubiera abandonado no por
Wall Street sino por alguna amante importuna,
escondida Dios sabe dónde, que sabría complacerlo
mucho mejor que una niña cuyos dedos sólo se
habían ejercitado hasta entonces en la práctica de
escalas y arpegios? Y lentamente, ya más serena,
me dejé caer de nuevo sobre el montón de
almohadas. Reconocí que mi repentino ataque de
celoso temor no había estado exento de un dejo de
alivio.
Por fin, cuando ya la luz del día inundó la alcoba y
ahuyentó los malos sueños, caí en un profundo
letargo. Pero lo último que recordé antes de
dormirme fue el alto jarrón de calas junto a la
cama, cómo los gordos tallos, deformados por el
grueso cristal, parecían brazos, brazos
desmembrados flotando a la deriva en el agua
verdosa.
Café y croissants para consuelo de este solitario
despertar nupcial. Una delicia. Y miel, por
añadidura, un trozo de panal en un cuenco de
cristal tallado. La doncella exprimió el zumo
aromático de una naranja en un copón helado
mientras yo la observaba desde el perezoso lecho
de mediodía de los ricos. No obstante, esa mañana
nada me proporcionó más que un placer fugaz,
salvo el enterarme de que el afinador de pianos ya
había estado realizando su tarea. Cuando la
doncella me lo dijo salté de la cama y me puse mi
vieja falda de sarga y mi blusa de franela, mi
uniforme de estudiante en el que me sentía mucho
más a gusto que con cualquiera de mis espléndidos
vestidos nuevos.
Después de mis tres horas de práctica, llamé al
afinador para darle las gracias. Era ciego,
naturalmente; y joven y con una boca delicada y
unos ojos grises que se clavaron en mí aunque no
pudieran verme. Era hijo de un herrero de la aldea,
al otro lado del camino; era el director del coro de
la iglesia a quien el buen párroco enseñara un
oficio para que pudiese ganarse el sustento. Todo
era en extremo satisfactorio. Sí. Él creía que allí
podía ser feliz. Y si de vez en cuando, agregó
tímidamente, pudiera oírme tocar… porque,
¿sabéis?, él adoraba la música. Sí. Desde luego,
dije. Claro que sí. Parecía saber que yo le sonreía.
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Cuando me despedí de él, y aunque me había
despertado tan tarde, era apenas la hora de mi
«five o’clock». El ama de llaves, que, prevenida por
mi esposo, se había abstenido de interrumpir mi
música, me hizo ahora una solemne visita con un
largo menú para un almuerzo tardío. Cuando le
dije que no lo necesitaba, me miró de soslayo por
encima de su nariz. Comprendí al instante que una
de mis principales funciones de castellana consistía
en proporcionar trabajo al personal.
Pero de todas maneras, no di el brazo a torcer y dije
que esperaría hasta la hora de la cena, aunque
aguardaba con nerviosa impaciencia esa comida
solitaria. Ahora, comprendí, debía decirle qué me
gustaría que me preparasen; y mi imaginación,
todavía la de una colegiala, se desenfrenó. Un pollo
a la crema… ¿o me anticiparía a la Nochebuena con
un pavo al caramelo? No: lo he decidido.
Aguacates, gambas, gambas a montones, ninguna
entrada, no. Pero para postre sorpréndame con
todos los helados que haya en la nevera. Ella tomó
nota de todo y alzó la nariz, desdeñosa; la había
escandalizado. ¡Vaya gustos! Niña como era, me
reía a solas cuando se marchó.
Pero ahora… ¿qué podré hacer ahora?
Hubiera podido pasar una hora feliz desempacando
mi trousseau de los baúles, pero ya lo había hecho la
doncella, los vestidos, los tailleurs estaban ya
colgados en el guardarropa de mi cuarto de vestir,
los sombreros encasquetados en cabezas de madera
para que no perdieran la forma, los zapatos
calzados en pies de madera como si todos esos
objetos inanimados imitaran la apariencia de la
vida para mofarse de mí. No me apetecía
permanecer en mi atestado vestidor, ni en mi
alcoba con el fúnebre olor de las calas. ¿Cómo
pasar el tiempo?
¡Tomaré un baño en mi propio cuarto de baño! Y
descubrí que los grifos eran pequeños delfines de
oro, con ojos de esquirlas de turquesa. Y había un
estanque de pececitos dorados que nadaban
apareciendo y desapareciendo entre móviles
frondas de algas, tan aburridos, pensé, como yo
misma. ¡Cuánto deseaba que él no me hubiese
dejado sola! Cuánto deseaba poder charlar,
siquiera, con una doncella; o con el afinador de
pianos… Pero sabía que mi nuevo rango me
impedía entablar amistades con el personal.
Me había propuesto diferir el llamado cuanto me
fuera posible, con la vaga esperanza de encontrar
algo que hacer en las horas muertas que me
aguardaban después de la cena, pero a las siete
menos cuarto, cuando ya la oscuridad rodeaba el
castillo, no pude contenerme. Telefoneé a mi
madre. Y yo misma me sorprendí estallando en
lágrimas al oír su voz.
No, no, nada malo. Mamá, mi bañera tiene grifos de
oro. ¡Grifos de oro!, dije.
No, supongo que no tengo ningún motivo para llorar,
mamá.
La línea era mala, a duras penas pude escuchar sus
felicitaciones, sus preguntas, su preocupación, pero
cuando colgué el receptor me sentía un poco menos
desconsolada.
Sin embargo, me quedaba aún una larga hora hasta
que me sirvieran la cena, y todo el inimaginable
desierto del resto de la noche.
El manojo de llaves aún estaba allí donde él lo dejara,
sobre la alfombra de la biblioteca, delante del fuego
encendido que había calentado el metal, y ya no
estaban frías al tacto sino casi tan tibias como mi
propia piel. Qué imprudencia la mía; una doncella,
que arreglaba la leña, me lanzó una mirada de
reproche como si yo le hubiera tendido una trampa
al recoger el tintineante manojo de llaves, las llaves
de las puertas interiores de esta hermosa prisión de
la cual yo era a la vez la reclusa y la alcaldesa, y que
casi no había visto aún. Cuando tomé conciencia de
ello, experimenté la loca euforia del explorador.
¡Luces! ¡Más luces!
Al toque de un interruptor, la soñolienta biblioteca
quedó brillantemente iluminada. Enloquecida,
corrí por el castillo, encendiendo cuanta luz
encontraba a mi paso, y ordené a la servidumbre
que iluminaran también todas sus dependencias,
para que el castillo resplandeciera como una tarta
de cumpleaños en el pecho del mar, a la luz de mil
bujías, una por cada año de su existencia, para que
todo el mundo en la costa se maravillara de verlo.
Cuando toda la casa estuvo iluminada y tan
resplandeciente como el café de la Gare du Nord, el
significado de la posesión de ese manojo de llaves
ya no me intimidaba, pues ahora estaba resuelta a
investigar con su ayuda la verdadera naturaleza de
mi esposo.
Primero su despacho, obviamente.
Un escritorio de caoba de media milla de ancho, con
un secante impecable y una barricada de teléfonos.
Me di el lujo de abrir la caja fuerte que contenía las
joyas y exploré entre los estuches de piel lo
suficiente para descubrir que mi matrimonio me
había dado acceso al tesoro de un genio —alhajas,
brazaletes, anillos… Mientras estaba así rodeada de
diamantes, una doncella llamó a la puerta y entró
antes que yo respondiese; una sutil descortesía. Le
hablaría de ello a mi marido. Echó una mirada
desdeñosa a mi falda de sarga; ¿no piensa vestirse
madame para la cena?
Hizo una mueca despectiva cuando me reí al oírla:
ella era, mucho más que yo, la señora. Pero
imaginad engalanarme con una de las
extravaganzas de Poiret, el turbante enjoyado y la
aigrette, ensogada de perlas hasta el ombligo, para
sentarme a solas en el comedor señorial, a la
cabecera de esa mesa enorme en la que se decía
que el rey Marco había agasajado a sus caballeros.
Me sosegué bajo la fría mirada de su
desaprobación. Adopté las tajantes inflexiones de
la hija de un oficial. No, no me vestiría para la cena.
Por lo demás, tampoco tenía hambre. Debía decirle
al ama de llaves que cancelara el festín en el
dormitorio que antes le ordenara. ¿Podrían
dejarme unos sándwiches y un termo con café en
mi sala de música? ¿Y harían el favor de retirarse
todos, durante la noche?
Mais oui, madame.
Comprendí, por el tono compasivo de su voz, que los
había defraudado una vez más; pero no me
importaba; me sentía armada contra ellos por el
esplendor de sus tesoros. Sin embargo no hallé su
corazón entre aquellas piedras rutilantes; tan
pronto como la doncella se hubo marchado inicié
un registro sistemático de los cajones de su
escritorio.
Todo estaba en orden, y no encontré nada. Ni un
garabato trazado al azar en algún sobre viejo, ni la
desvaída foto de una mujer. Nada fuera de las
carpetas de correspondencia comercial, los recibos
de los arrendatarios, las facturas de los sastres, los
billets-doux de las financieras internacionales.
Nada. Y esta ausencia de pruebas de su vida real
empezó a despertar en mí una extraña sospecha; si
se toma tanto trabajo para guardarla en secreto,
reflexioné, ha de tener mucho que ocultar.
Su despacho era una habitación singularmente
impersonal, que miraba a la explanada del castillo,
como si él deseara volver la espalda al mar y a sus
cantos de sirena para tener la mente clara mientras
tramaba la bancarrota de un pequeño comerciante
de Amsterdam o —advertí con un escalofrío de
repulsión— concertaba un negocio en Laos que, a
juzgar por algunas alusiones crípticas a su
entusiasmo de botánico amateur por ciertas
amapolas raras, debía de estar relacionado con el
opio. ¿No era acaso lo bastante rico como para
prescindir del crimen? ¿O sería el crimen mismo su
fuente de recursos? En todo caso, yo había visto lo
suficiente como para comprender la razón de tanto
celo.
Ahora que había requisado su escritorio, debía pasar
un lúcido cuarto de hora poniendo cada carta
donde la había encontrado y, mientras borraba las
huellas de mi visita, por pura casualidad, al meter
la mano en una gaveta que se había atascado, debí
de tocar algún resorte oculto, pues un cajón se
abrió de pronto dentro de aquélla y ese cajón
secreto contenía, por fin, una carpeta rotulada con
la inscripción: Personal.
A no ser por mi propio reflejo en la ventana sin
cortinas, yo estaba sola.
Por un instante, tuve el presentimiento de que su
corazón, aplastado como una flor, rojo y fino como
papel de seda, se hallaba en esa carpeta. Era una
carpeta muy delgada.
Hubiera preferido, tal vez, no encontrar aquella nota
conmovedora, escrita con faltas de ortografía sobre
una servilleta de papel de La Coupole, que
comenzaba: «Mi adorado, con qué ansias espero el
momento en que habrás de hacerme tuya para
siempre». La diva le había enviado una página de la
partitura de Tristán, el Liebestod, con una única
palabra críptica garabateada al través: «Hasta…»,
pero la más extraña de todas esas cartas de amor
era una postal con la imagen de un cementerio de
aldea, entre montañas, donde un enlutado
sepulturero cavaba con frenesí una fosa; al pie de
esta pequeña estampa, ejecutada con la vívida
exuberancia del Gran Guiñol, había una leyenda:
«Típica escena transilvana; Medianoche; Todos los
Santos». Y en el reverso, el mensaje: «En ocasión
de esta boda con la descendiente de Drácula,
recuerda siempre que: “El único y supremo placer
del amor es la certeza de estar haciendo el mal”.
Toutes amitiés, C.».
Una broma. Una broma del peor gusto; ¿acaso no
había estado casado él con una condesa rumana? Y
entonces recordé su cara bonita, vivaz, y su
nombre: Carmilla. Mi más reciente antecesora en
este castillo había sido, al parecer, la más
extravagante.
Hice a un lado la carpeta, pensativa. Nada en mi vida
de afecto familiar y música me había preparado
para estos juegos de adultos, y sin embargo ellos
eran las claves de su personalidad, que me
demostraban al menos cuánto lo habían amado,
aun cuando no me revelaran ninguna buena razón
para ello. Pero yo quería saber más; y cuando cerré
la puerta de su despacho y le puse llave, el
instrumento para seguir investigando cayó de
pronto a mis pies.
Cayó, sí, literalmente; y con el estrépito de todo un
juego de cubiertos porque, cuando hice girar la
delgada yale se abrió, no sé cómo, la argolla, y
todas las llaves se desparramaron por el suelo. Y la
primera que recogí del montón fue, por fortuna o
desgracia, la llave de ese cuarto que él me había
prohibido, el cuarto que reservaba para estar a
solas, para ir cuando deseaba sentirse nuevamente
soltero.
Decidí explorarlo antes de que empezara a sentir un
vago resurgimiento de ese oscuro temor que me
inspiraba su inmovilidad de figura de cera. Tal vez
imaginé, en aquel momento, que lo encontraría a
él, al verdadero, en esa guarida, acechando para
saber si en verdad lo había obedecido; que había
enviado a Nueva York un facsímil de sí mismo, un
enigmático cascarón autónomo de su persona
pública mientras que el hombre real, cuyo rostro yo
había vislumbrado en la tormenta del orgasmo, se
entregaba a sus acuciantes asuntos secretos en el
estudio al pie de la torre del oeste, detrás de la
despensa. Pero de ser así, era imprescindible que lo
encontrase, que lo conociera; y yo, demasiado
segura de su aparente debilidad por mí, no creía
que mi desobediencia pudiera en verdad
enfurecerlo.
Cogí del montón la llave prohibida y dejé las otras
tiradas.
Era muy tarde y el castillo navegaba a la deriva tan
lejos del continente como podía estarlo, en medio
del océano silencioso donde, a mis órdenes, flotaba
semejante a una guirnalda de luces. Y todo en
silencio, todo en calma, a no ser el murmullo de las
olas.
Yo no sentía ningún miedo, ninguna insinuación de
peligro. Ahora avanzaba con tanta tranquilidad
como lo habría hecho en la casa de mi madre.
Nada de pasadizo estrecho y polvoriento; ¿por qué me
había mentido? Pero mal iluminado sí, por cierto;
la electricidad, por alguna razón, no llegaba hasta
allí, de modo que retrocedí hasta la despensa y cogí
de un armario un atado de velas de parafina que se
guardaban en él con las cerillas para iluminar la
mesa de roble en los grandes banquetes. Acerqué
una cerilla a mi pequeño candil y avancé con él en
la mano, como una penitente, a lo largo del
corredor recubierto de pesados tapices, venecianos,
creo. La llama develaba aquí la cabeza de un
hombre, allá el opulento pecho de una mujer que
desbordaba por una raja de su vestido —¿el rapto
de las Sabinas, tal vez?—, las espadas desnudas y
los caballos inmolados sugerían un tema
vagamente mitológico, espeluznante. El corredor
descendía, sinuoso; bajo las alfombras espesas
había un declive casi imperceptible. Los pesados
tapices en las paredes asordinaban mis pasos y
hasta mi respiración. Por algún motivo, había
empezado a hacer calor, mucho calor; el sudor me
perlaba la frente. Ya no podía oír los rumores del
mar.
Un corredor largo, tortuoso, como si estuviera en las
vísceras del castillo; y este corredor conducía a una
carcomida puerta de roble, baja, ojival, trancada
con barras de hierro negro.
Y aun así no tuve miedo, no se me erizaron los
cabellos en la nuca, no sentí hormigueo alguno en
los pulgares.
La llave se deslizó en la cerradura nueva con la
facilidad de un cuchillo caliente en un trozo de
mantequilla.
Ningún temor; pero sí un titubeo, como una
contención del aliento espiritual.
Si yo había descubierto algunos rastros de su corazón
en una carpeta caratulada Personal, tal vez aquí, en
su retiro subterráneo, podría hallar un algo de su
alma. Fue la conciencia de la posibilidad de tal
descubrimiento, de su posible rareza lo que me
retuvo por un momento inmóvil, antes de que, con
la osadía de mi inocencia ya sutilmente mancillada,
hiciera girar la llave; y la puerta se abrió con un
lento crujido.
«Existe una asombrosa semejanza entre el acto de
amor y los oficios de un torturador», opinaba el
poeta favorito de mi esposo; en el lecho nupcial,
algunos indicios de la naturaleza de esa semejanza
me habían sido revelados. Y ahora el candil me
descubría los contornos de un potro de tormento.
Había también una gran rueda, semejante a
aquellas que yo había visto en las estampas de los
libros sagrados de mi vieja nodriza, y que
representaban los martirios de los santos. Y apenas
un atisbo antes de que mi llamita se apagara y me
dejara en la más absoluta oscuridad una armadura
de metal, provista de bisagras en el flanco y —yo lo
sabía— de púas en el interior; hasta conocía su
nombre: la Doncella de Hierro.
Absoluta oscuridad. Y en torno, los instrumentos de
mutilación.
Hasta ese momento, esta niña mimada ignoraba que
había heredado el temple y la entereza de una
madre que desafiara a los piratas amarillos de
Indochina. El espíritu de mi madre me impulsaba a
seguir, a internarme en ese lugar horrendo poseída
por un éxtasis frío, resuelta a saber lo peor. A
tientas, busqué las cerillas en mi bolsillo; ¡qué luz
tan lúgubre, tan mortecina! Y sin embargo
suficiente, oh sí, más que suficiente, para ver un
cuarto especialmente destinado a la profanación y
a quién sabe qué encuentros tenebrosos de
amantes inimaginables cuyos abrazos serían la
aniquilación.
Los muros de esta cámara de torturas eran la roca
viva; relucían como si transpirasen de terror. En las
cuatro esquinas había urnas funerarias de gran
antigüedad, etruscas tal vez, y, sobre trípodes de
ébano, los pebeteros de incienso que él dejara
encendidos y que llenaban el aire de un hedor
sacerdotal. Rueda, potro y Doncella de Hierro
estaban expuestos tan ostentosamente como si
fueran piezas de estatuaria; y yo me sentí casi
consolada, casi me persuadí de que tal vez sólo
había tropezado con un pequeño museo de su
perversidad, de que él había instalado allí esos
objetos monstruosos para su sola contemplación.
No obstante, en el centro del cuarto había un
catafalco, un ominoso, funesto féretro de la
artesanía renacentista, circundado de largos cirios
blancos y, al pie, una gran brazada de esos mismos
aros de Etiopía con que había llenado mi alcoba, en
un jarrón de porcelana de un sombrío rojo chino de
más de un metro de altura. No me atrevía a
examinar de más cerca este extraño catafalco y a su
ocupante, pero sabía que tenía que hacerlo.
Cada vez que frotaba una cerilla para encender
aquellos cirios que rodeaban su lecho, era como si
se desprendiera de mí un velo de esa inocencia que
él tanto había codiciado.
La cantante de ópera yacía, desnuda, bajo una
delgada sábana de un muy raro y precioso linón, tal
como los príncipes de Italia acostumbraban
amortajar a quienes habían envenenado. La toqué,
toqué con suavidad el blanco pecho; estaba fría, él
la había embalsamado. En la garganta pude ver la
impronta azul de sus dedos de estrangulador.
Sobre sus párpados lívidos, cerrados, tiritaba la
llama fría, triste, de los cirios. Y lo peor, lo peor era
que aquellos labios muertos sonreían.
Detrás del catafalco, en medio de las sombras, un
resplandor níveo, nacarado; cuando mis ojos se
acostumbraron a la oscuridad distinguí al fin —
horror de los horrores— una calavera; una
calavera, sí, tan descarnada ya que casi parecía
imposible que aquel hueso desnudo hubiera estado
alguna vez untuosamente vestido de vida. Y esta
calavera se hallaba suspendida por medio de un
sistema de cuerdas invisibles de modo tal que
parecía flotar, sin cuerpo, en el aire denso, inmóvil,
coronada con una guirnalda de rosas blancas y un
velo de encaje, la imagen postrera de su segunda
esposa. Y sin embargo la calavera aún era tan bella,
los planos purísimos habían modelado tan
imperiosamente el rostro que alguna vez la
recubriera, que la reconocí al instante. El rostro de
la estrella vespertina bordeando la orilla de la
noche. Un paso en falso, oh pobre, pobrecilla, tú, la
siguiente en la funesta hermandad de sus esposas;
un paso en falso, y allá en el negro abismo de la
oscuridad caíste.
¿Y dónde estaba ella, la muerta más reciente, la
condesa rumana que acaso pensara que su sangre
habría de sobrevivir a las depredaciones de su
amado? Yo sabía que debía de estar aquí, en este
antro al que me había conducido, inexorable, a
través del laberinto del castillo, un hilo invisible. Al
principio no vi de ella rastro alguno. De pronto, por
alguna razón —quizás algún cambio de atmósfera
provocado por mi presencia— el esqueleto metálico
de la Doncella de Hierro emitió un tañido
espectral: mi imaginación febril temió quizá por un
momento que su ocupante estuviera tratando de
salir a la rastra de su encierro, pero yo, incluso en
medio de mi creciente histeria, sabía que debía
estar muerta si aquella era su morada.
Con dedos trémulos oprimí el mecanismo que abría la
tapa de ese ataúd vertical con su rostro esculpido
en un rictus de dolor. Y entonces, horrorizada, dejé
caer la llave que aún tenía en la otra mano. Cayó en
el charco que empezaba a formarse con su sangre.
Estaba atravesada no por una sino por un centenar de
púas esta hija de la tierra de los vampiros que
parecía haber muerto hacía tan poco, tan llena aún
de sangre como estaba… ¡oh, Dios! ¿Tan reciente
era su viudez? ¿Cuánto hacía que la habían
guardado en esta celda obscena? ¿Y habría estado
allí todo el tiempo, mientras él me cortejaba a la
clara luz de París?
Cerré con suavidad la tapa del ataúd y estallé en un
tumulto de sollozos de piedad por sus otras
víctimas y a la vez de pavorosa angustia al saber
que yo, yo misma, era una de ellas.
Los cirios chisporrotearon como en una ráfaga llegada
desde una puerta al más allá. La luz relampagueó
en mi mano, en el ópalo de fuego, con un
resplandor maléfico, como anunciándome que el
ojo de Dios —su ojo— estaba puesto en mí. Mi
primer pensamiento cuando vi el anillo por el que
me vendiera a este destino fue cómo escapar de él.
Tuve aún la suficiente presencia de ánimo para
apagar con los dedos los cirios que rodeaban el
sarcófago, recoger mi candil y echar una mirada en
torno, aunque temblando de miedo, para
cerciorarme de que no dejaba rastro alguno de mi
visita.
Rescaté la llave del charco de sangre, la envolví en mi
pañuelo para no mancharme las manos, y huí del
cuarto, cerrando la puerta de un golpazo.
Resonó, detrás de mí, con un eco estremecedor, como
si fuera la puerta del infierno.
No podía buscar refugio en mi alcoba porque aquélla
retenía aún en el insondable azogue de sus espejos
la memoria de su presencia. Mi sala de música
parecía el sitio más seguro, si bien observé con un
vago temor la imagen de Santa Cecilia: ¿cuál habría
sido su martirio?
Mis pensamientos eran un caos; los planes de fuga
chocaban unos con otros… En cuanto la marea se
alejara de los arrecifes, huiría al continente, a pie, a
la carrera, a los tropezones; no confiaba en el
chófer de uniforme de cuero, ni tampoco en la
correcta ama de llaves; tampoco me atrevía a abrir
mi corazón a una de esas pálidas doncellas
fantasmales, puesto que eran, todas ellas, sus
criaturas. Una vez en el poblado, me pondría de
pies y manos a merced de la gendarmerie.
Pero ¿podría acaso confiar en ellos? Su familia había
imperado en esta comarca durante ocho siglos,
desde este castillo cuyo foso era el Atlántico. ¿No
estarían la policía, los abogados, incluso el juez,
todos a su servicio, haciendo la vista gorda a sus
perversiones, puesto que él era el señor feudal cuya
palabra debía ser acatada? ¿Quién, en esta costa
lejana, creería a la pálida joven parisina que corría
a ellos con un espeluznante cuento de sangre, de
terror, del ogro que murmura entre las sombras? O
más bien sabrían, sí, al instante que era la verdad.
Pero estaban todos ligados por un pacto de honor,
y ni siquiera se avendrían a escucharme.
Auxilio. Mi madre. Corrí al teléfono; y la línea, por
supuesto, estaba muerta.
Muerta como sus esposas.
Una espesa oscuridad, sin una sola estrella, esmaltaba
aún las ventanas. Todas las lámparas estaban
encendidas en mi cuarto, para que me defendieran
de la oscuridad, y sin embargo ella parecía
acecharme, estar presente junto a mí, disimulada
por las luces, la noche, como una substancia
permeable capaz de infiltrarse en mi piel. Miré el
antiguo y precioso relojito de Dresden con sus
flores hipócritamente inocentes; las agujas habían
avanzado apenas una hora, sólo una, desde que yo
descendiera a aquel secreto matadero suyo.
También el tiempo estaba a su servicio: me
atraparía aquí en una noche que habría de durar
hasta que él regresara, como un sol negro en un
amanecer sin esperanzas.
No obstante, quizás el tiempo pudiera aún ser mi
aliado; a esa hora, a esa misma hora, él se
embarcaba rumbo a Nueva York.
La certeza de que dentro de pocos minutos mi marido
habría abandonado Francia calmó un tanto mi
zozobra. La razón me decía que no tenía nada que
temer; la marea que habría de llevarlo al Nuevo
Mundo me liberaría de la prisión del castillo. Sin
duda me sería fácil eludir a los sirvientes.
Cualquiera puede comprar un billete en una
estación de ferrocarril. Sin embargo la inquietud no
me abandonaba. Levanté la tapa del piano; tal vez
pensé que mi propia magia podría recrear con
música un pentagrama talismánico capaz de
protegerme de todo daño: si mi música lo había
cautivado desde el primer día, ¿no podría ahora
otorgarme el poder de librarme de él?
Mecánicamente, empecé a tocar, pero mis dedos
estaban rígidos y temblorosos. Al principio no pude
tocar nada mejor que los ejercicios de Czerny, pero
el simple acto de tocar me tranquilizó. Y, para mi
solaz, por la pura, armoniosa racionalidad de su
matemática sublime, busqué entre las partituras
hasta hallar El clave bien temperado. Me impuse la
tarea terapéutica de ejecutar todas las ecuaciones
de Bach, cada una de ellas, y me dije que si las
tocaba todas sin un solo error… el amanecer me
encontraría otra vez virgen.
El ruido de un bastón que cae.
¡Su bastón con empuñadura de plata! ¿Qué, si no?
Ladina, astutamente él había vuelto y me esperaba
al otro lado de la puerta.
Me puse en pie, el miedo me daba fuerzas. Eché la
cabeza hacia atrás, desafiante.
—¡Entra!
Yo misma me sorprendí al oír la firmeza, la claridad
de mi voz.
La puerta se abrió lenta, nerviosamente y vi, no la
maciza, la irredimible mole de mi esposo, sino la
figura leve, encorvada del afinador de pianos. Y
parecía mucho más asustado de mí de lo que
podría estar la hija de mi madre en presencia del
mismísimo diablo. En aquella cámara de torturas
llegué a pensar que nunca, nunca más volvería a
reírme; ahora, incontenible, con alivio, solté una
carcajada y, luego de un momento de vacilación, el
rostro del muchacho se suavizó y una sonrisa
tímida, casi avergonzada se dibujó en sus labios.
Sus ojos, aunque ciegos, eran de una dulzura
singular.
—Perdone usted —dijo Jean-Yves—. Sé que le he dado
motivos para despedirme, al estar escondido detrás
de su puerta a medianoche… Pero la oí caminar de
un lado a otro, arriba y abajo, duermo en un cuarto
al pie de la torre del oeste y cierta intuición me dijo
que usted no podía dormir y que podría, tal vez,
llenar sus horas de insomnio con el piano. Y no lo
pude resistir. Además, tropecé con estas…
Y me tendió el manojo de llaves que yo había dejado
caer junto a la puerta del despacho de mi marido,
esa argolla de la que faltaba una llavecita.
Yo las cogí y, desde mi taburete busqué en torno un
sitio donde ocultarlas, como si el mero hecho de
esconderlas pudiera protegerme. Jean-Yves
continuaba sonriendo. Qué difícil resultaba ahora
mantener una conversación ordinaria.
—Está perfecto —dije—. El piano. Perfectamente
afinado.
Pero él, con la locuacidad de la turbación, insistía en
justificarse, como si yo sólo pudiera perdonarle su
insolencia si él me explicaba la causa con todo
detalle.
—Esta tarde, cuando la oí tocar, pensé que nunca en
mi vida había oído tocar a nadie de esa manera.
Qué sensibilidad. Qué técnica. Qué regalo para mis
oídos escuchar a un virtuoso. De modo que subí
hasta su puerta, humildemente, como lo haría un
perrito, y apoyé el oído en el ojo de la cerradura y
escuché, escuché… hasta que por una torpeza mía
mi bastón cayó al suelo y usted me descubrió.
Su sonrisa no podía ser más inocente, más
conmovedora.
—Perfectamente afinado —repetí. Para mi sorpresa,
ahora que lo había dicho, descubrí que no se me
ocurría ninguna otra cosa que decir. Sólo podía
repetir: Afinado… Perfectamente… afinado… una y
otra vez. Y vi cómo su sonrisa se transformaba,
lentamente, en una expresión de desconcierto.
Ahora me latía la cabeza. De pronto, al verlo allí, en
su entrañable, ciega humanidad, sentí como si una
herida profunda, lacerante me desgarrara el pecho.
Su figura empezó a difuminarse, la habitación a
girar alrededor de mí. Después de las macabras
revelaciones de aquella cámara sangrienta, era
ahora cuando yo iba a desmayarme, a desmayarme
a causa de él, de su dulzura.
Cuando recobré el conocimiento descubrí que estaba
en los brazos del afinador de pianos, y que él ahora
acomodaba debajo de mi cabeza el cojín de raso del
taburete.
—Algo la atormenta a usted —dijo—. Algo terrible.
Una joven esposa no tendría por qué sufrir de esa
manera. Y menos aún una recién casada.
Su voz, sus palabras tenían los ritmos de las
campiñas, los ritmos de las mareas.
—Toda recién casada debería venir a este castillo ya
vestida de luto y traer consigo a un sacerdote y un
ataúd —dije.
—¡Qué dice usted!
Era demasiado tarde para callar; por lo demás, si
también él fuera una de las criaturas de mi marido,
al menos se había mostrado bondadoso conmigo.
Se lo conté todo: las llaves, la prohibición, mi
desobediencia, la cámara, el potro de tormento, la
calavera, los cadáveres, la sangre.
—No puedo creerlo —dijo él, pensativo—. Ese
hombre… tan rico, tan bien nacido.
—He aquí la prueba —dije. Y dejé caer de mi pañuelo,
sobre la sedosa alfombra, la llave fatal.
—Oh Dios —dijo él—. Puedo sentir el olor de la
sangre.
Cogió mi mano; me estrechó entre sus brazos.
Aunque era poco más que un adolescente, yo sentí
fluir en mí, a su contacto, una gran fuerza.
—De uno a otro confín de estas costas corren toda
suerte de extraños rumores —dijo—. Hubo hace
tiempo un marqués que acostumbraba cazar
muchachas jóvenes en el continente; las cazaba con
perros, como si fueran zorros; mi abuelo le había
oído contar a su abuelo cómo ese marqués sacaba
de su morral una cabeza y se la mostraba al herrero
mientras el hombre herraba su caballo. «Un
magnífico ejemplar del género brunette, ¿eh,
Guillaume?». Y era la cabeza de la mujer del
herrero.
Pero en estos tiempos más democráticos mi marido
debía viajar hasta París para cazar sus presas en los
salones. Y Jean-Yves lo supo, lo comprendió al
sentir que yo me ponía a temblar.
—¡Oh, madame!, yo pensaba que eran sólo chismes de
comadres, meras habladurías, cuentos de miedo
para asustar a los niños. Pero ¿cómo podía saber
usted, usted, una extranjera, que de antaño la gente
llama a este lugar el Castillo del Crimen?
¿Cómo, en verdad, podía yo saberlo? Aunque en lo
más profundo de mi corazón siempre había sabido
que su señor sería mi muerte.
—¡Escuche usted! —dijo de pronto mi amigo—. El mar
ha cambiado de tono; pronto va a amanecer, la
marea empieza a bajar.
Me ayudó a incorporarme. Desde la ventana, miré
hacia el continente, el camino de acceso donde las
piedras húmedas brillaban a la tenue luz del final
de la noche y, con un horror casi inimaginable, un
horror cuya intensidad me es imposible
transmitiros, vi a la distancia, aún muy lejanos
pero acercándose cada vez más, inexorablemente,
los faros gemelos de su gran automóvil negro
abriendo túneles a través de la niebla fluctuante.
Mi marido estaba de vuelta, en efecto; y esta vez no
eran meras alucinaciones.
—¡La llave! —dijo Jean-Yves—. Debe volver al llavero,
con las demás. Como si nada hubiera pasado.
Pero la llave estaba aún embadurnada de sangre
fresca; corrí al baño y la puse bajo el grifo de agua
caliente. El agua carmesí corría en remolinos por el
lavabo, pero como si la llave misma estuviese
herida, el estigma maldito persistía. Los ojos
turquesas de los delfines me hacían guiños
sarcásticos como si supieran que mi marido había
sido más astuto que yo. Froté la mancha con mi
cepillo de uñas, pero todo fue en vano. Pensé en el
automóvil que rodaba silencioso hacia el cerrado
portalón; más frotaba la llave, más vívida volvíase
la mancha.
En la atalaya sonaría la campana; el hijo del portero,
soñoliento, apartaría entre bostezos el edredón, se
pondría la camisa, metería los pies dentro de los
zuecos… Lenta, lentamente, abre la puerta a tu amo
tan lentamente como puedas…
La mancha de sangre seguía burlándose del agua clara
que manaba de la boca de los sarcásticos delfines.
—Ya no hay más tiempo —dijo Jean-Yves—. Él está
aquí. Lo sé. Me quedaré contigo.
—Ni pensarlo —dije—. Ahora vuelve a tu cuarto. Por
favor.
Él titubeó. Yo puse en mi voz un filo de acero: sabía
que debía enfrentar a mi señor a solas. —¡Déjame
sola!
Tan pronto como Jean-Yves se hubo marchado, me
ocupé de las llaves y corrí a mi alcoba. El camino de
acceso estaba desierto. Jean-Yves tenía razón. Mi
marido ya había entrado al castillo. Cerré las
cortinas, me desnudé y corrí los doseles mientras el
penetrante aroma a cuero de Rusia me confirmaba
que mi esposo estaba de nuevo junto a mí.
—¡Amor mío!
Con la más traicionera, la más lasciva de las ternuras
me besó los ojos, y yo, en mi papel de la recién
casada que acaba de despertarse lo rodeé con mis
brazos, pues de esa aparente aquiescencia dependía
mi salvación.
—Da Silva, de Río, me ganó de mano —dijo con una
mueca de desdén—. Mi agente de Nueva York
telegrafió a Le Havre y me ahorró un viaje inútil.
Así que podremos reanudar nuestros
interrumpidos placeres, amor mío.
No le creí una sola palabra. Estaba segura de haber
actuado exactamente como él deseaba que lo
hiciera. ¿Acaso no me había comprado para eso?
Me habían inducido arteramente a traicionarme, a
entregarme, indefensa, a esa oscuridad insondable
cuya fuente me había sentido compelida a buscar
en su ausencia, y ahora, ahora que yo me había
enfrentado a esa realidad velada de su persona, de
ese ser que sólo en presencia de sus propias
atrocidades cobraba vida, debía pagar el precio de
mi nueva sabiduría. El secreto de la caja de
Pandora; pero él, él mismo me había entregado la
caja, sabiendo que yo debía conocer el secreto. Yo
había jugado una partida en la cual cada
movimiento estaba gobernado por un destino tan
opresivo y tan omnipotente como él, dado que él, él
mismo era ese destino. Y había perdido. Perdido,
sí, en esa charada de inocencia y vicio en que él me
había envuelto. Perdido, como la víctima pierde
ante el verdugo.
Su mano acarició mi pecho bajo la sábana. Yo trataba
de controlar mis nervios, pero no pude reprimir un
escalofrío de terror ante esa caricia, ese contacto
íntimo que me trajo a la memoria el abrazo mortal
de la Doncella de Hierro, sus amantes perdidas
allá, en la cripta. Al percibir mi rechazo, sus ojos se
empañaron, pero su apetito no disminuyó. Su
lengua lamió los labios rojos, ya húmedos. En
silencio, misterioso, se apartó de mí para quitarse
la chaqueta. Sacó el reloj de oro del bolsillo de su
chaleco y lo puso sobre el tocador, como un buen
burgués; luego extrajo las monedas tintineantes y
de pronto…, ¡oh Dios!, hace toda una pantomima,
se palmea minuciosamente los bolsillos, los labios
fruncidos de sorpresa, en busca de algo que no está
en su sitio. Y entonces se vuelve a mí con una
sonrisa horrenda, triunfante.
—Pero claro. Si te he dejado las llaves a ti.
—¿Tus llaves? Ah, sí, por supuesto. Aquí, aquí están,
debajo de la almohada; espera un momento…
Qué… Ah, no…, a ver…, ¿dónde las habré dejado?
Estuve toda la tarde matando el tiempo, en tu
ausencia, sentada al piano. ¡Claro, pues! Ahora
recuerdo. La sala de música.
Bruscamente, arrojó mi négligé de encaje antiguo
sobre la cama.
—Vé a buscarlas.
—¿Ahora? ¿Ahora mismo? ¿No puedes esperar a la
mañana, mi adorado?
Me forzaba a mostrarme seductora. Me vi a mí
misma, dócil como una planta que implora que la
pisoteen, una docena de mujeres vulnerables,
suplicantes reflejadas en otros tantos espejos, y lo
vi a él a punto de flaquear. Si en ese momento se
hubiese tendido junto a mí, lo habría estrangulado.
Pero él gritó, casi bramó:
—No, no puede esperar. Ahora.
La luz fantasmal del amanecer inundaba la estancia.
¿Sólo un amanecer, sólo uno antes de éste había
despuntado sobre mí en este lugar infame? No me
quedaba más remedio que ir en busca de las llaves
que había dejado sobre el taburete del piano y
rogar a Dios que él no las examinara con
demasiado detenimiento, rogar a Dios que le fallara
la vista, que se quedara ciego de repente.
Cuando entré de nuevo en la alcoba con el manojo de
llaves, que tintineaba a cada uno de mis pasos
como un extraño instrumento musical, él estaba
sentado en la cama con su camisa inmaculada, la
cabeza hundida entre las manos.
Y me pareció…, me pareció que estaba desesperado.
Extraño. A pesar del miedo, del terror pánico que le
tenía, sentí como si emanara de él en ese momento
una vaharada fétida, repulsiva, de la más absoluta
desesperación, como si los aros de Etiopía que lo
rodeaban hubieran, todos a la vez, comenzado a
pudrirse. O como si el cuero de Rusia de su
perfume estuviera desintegrándose en las
substancias que lo componían, piel sobada y
excrementos. Y la satánica gravedad de su
presencia ejercía en la alcoba una presión tan
tremenda que yo sentía la sangre golpear en mis
oídos como si hubiéramos sido arrojados al fondo
del océano, bajo las olas que batían contra la costa.
Junto con esas llaves yo tenía mi vida en mis manos, y
dentro de un momento tendría que ponerla en las
suyas de dedos primorosamente manicurados. Los
testimonios de aquella cámara sangrienta me
habían demostrado que no podía esperar
clemencia. Y sin embargo, cuando él alzó la cabeza
y clavó en mí la mirada de sus ojos ciegos,
encapotados, como si no me reconociera, sentí una
aterrorizada piedad por él, por ese hombre que
habitaba en lugares tan extraños, tan secretos
donde yo, silo amara lo bastante como para
seguirlo, tendría que morir.
¡Qué soledad tan atroz la de aquel monstruo!
El monóculo se le había caído de la cara. Su melena
rizada estaba en desorden, como si en su
desesperación se la hubiera meneado con las
manos. Vi que había perdido su impasibilidad y
que ahora lo poseía una excitación que apenas
podía contener. La mano que extendió para recibir
las fichas de aquella partida de amor y de muerte
temblaba un poco; el rostro que volvió hacia mí
develaba un oscuro delirio que a mí me pareció una
mezcla de una horrible, sí, horrible vergüenza, pero
a la vez una terrible, culposa alegría mientras lenta,
parsimoniosamente se cercioraba de que yo había
pecado.
La mancha delatora se había definido y tenía ahora la
forma y el brillo del as de corazón de los naipes.
Retiró la llave de la argolla y la contempló un
momento, solitario, taciturno.
—Ésta es la llave que conduce al reino de lo
inimaginable —dijo. Su voz sonó grave, con el
timbre de los órganos de ciertas catedrales que
parecen, cuando se los toca, estar dialogando con
Dios.
Yo no pude reprimir un sollozo.
—Oh mi amor, mi pequeño amor que me trajo un
casto regalo de música —dijo, como con dolor—. Mi
pequeño amor, nunca sabrás cuánto aborrezco la
luz del día.
Luego, bruscamente, me ordenó:
—¡De rodillas!
Yo me arrodillé a sus pies y él apoyó con suavidad la
llave sobre mi frente, la sostuvo allí un momento.
Yo sentí un ligero cosquilleo de la piel y, cuando
involuntariamente me miré en el espejo, vi que la
mancha de forma de corazón había pasado a mi
frente, entre las cejas, como la marca de casta de
una brahamina. O la marca de Caín. Y ahora la
llave resplandecía, impoluta, como recién forjada.
Él volvió a insertarla en la argolla y dejó escapar el
mismo suspiro sordo, prolongado que había
soltado cuando yo dije que me casaría con él.
—Mi virgen de los arpegios, prepárate para el
martirio.
—¿En qué consistirá? —pregunté.
—Decapitación —murmuró, casi con voluptuosidad—.
Ve y toma un baño; ponte ese vestido blanco que
llevaste para escuchar Tristán y el collar que
prefigura tu fin. Y yo iré a la sala de armas para
afilar la espada ceremonial de mi bisabuelo.
—¿Y los sirvientes?
—Gozaremos de la más absoluta soledad para
nuestros ritos postreros: ya los he despedido. Si te
asomas a la ventana los verás, camino al
continente.
Ya era plena mañana, una mañana pálida, gris,
indefinida; el mar tenía un aspecto viscoso,
siniestro, un día lúgubre para morir. A lo largo del
camino de acceso pude ver, en tropilla, a cada
doncella y cada pinche, cada mucamo y cada
fregona, cada valet y lavandera y lacayo que
trabajaban en el castillo, la mayoría a pie, algunos
en bicicleta. La imparable ama de llaves trajinaba
cargando una gran cesta en la cual, sospeché,
habría acumulado todo cuanto había podido
saquear de las despensas. Sin duda el marqués
había dado permiso al chauffeur para usar el
automóvil por un día, pues iba a la zaga de la
comitiva, lento, majestuoso, como si la procesión
fuera un cortège y el coche llevara ya mi ataúd para
su entierro en el continente.
Pero yo sabía que no iba a ser la buena tierra bretona
la que habría de cubrirme, como último y fiel
amante; otro era mi destino.
—Les he dado asueto por un día, para festejar nuestra
boda —dijo. Y sonrió.
Por mucho que forzara la vista para escudriñar el
grupo que se alejaba, no veía entre ellos a Jean-
Yves, nuestro servidor más reciente, contratado
sólo la víspera.
—Ahora ve. Báñate; vístete. El rito de purificación, el
atavío ceremonial; después, el sacrificio. Espera en
la sala de música hasta que yo te convoque por
teléfono. ¡No, amada mía! —Y sonrió, ante mi
sorpresa, al recordar que la línea estaba muerta—.
Se puede telefonear tanto como se quiera dentro
del castillo; pero fuera… nunca.
Yo me restregué la frente con el cepillo de uñas, como
antes había restregado la llave, pero tampoco ahora
desaparecía la marca, y supe que debería llevarla
hasta mi muerte, aunque ésta ya no estaba lejana.
Luego fui a mi vestidor y me puse la túnica blanca,
el atavío de la víctima en un auto-da-fe, el que él
había comprado para mí para escuchar el
Liebestod. En los espejos, doce mujeres jóvenes
peinaron doce lánguidas gavillas de pelo castaño;
pronto no quedaría ni una sola. La multitud de
calas que me rodeaba exhalaba, ahora, el olor
nauseabundo de su decrepitud. Parecían las
trompetas de los ángeles de la muerte.
Sobre el tocador, enroscado como una serpiente a
punto de atacar, se hallaba el dogal de rubíes.
Ya casi inerme, helado el corazón, descendí la escalera
que llevaba a la sala de música, y allí descubrí que
no había sido abandonada.
—Quizá pueda brindarte algún consuelo —dijo el
muchacho—, pero no mucha ayuda.
Empujamos el taburete del piano hasta la ventana
abierta para que yo pudiera, tanto tiempo como me
fuera posible, sentir el antiguo y reconfortante olor
del mar que, con el tiempo, lo purificaría todo,
lavaría las viejas osamentas, borraría todas las
manchas. La última doncella había desaparecido
del camino hacía largo rato y ahora la marea,
predestinada como yo, refluía turbulenta, las
crestas de las pequeñas olas quebrándose en
espuma sobre las viejas rocas.
—Tú no mereces esto —dijo él.
—Quién puede decir lo que yo merezco o no merezco
—dije—. Nada he hecho; pero ésta puede ser la
razón suficiente para condenarme.
—Tú le desobedeciste —dijo—. Y ésa es para él razón
suficiente para castigarte.
—Sólo hice lo que él sabía que haría.
—Como Eva —dijo él.
El teléfono chilló, estridente, imperioso. Que suene.
Pero mi enamorado me alzó en sus brazos y me
puso en pie; supe que debía contestar. El receptor
parecía pesar como la tierra.
—La explanada. Inmediatamente.
Mi enamorado me besó, me tomó la mano. Si yo lo
guiaba, él me acompañaría. Coraje. Al pensar en
coraje, pensé en mi madre. Y entonces vi temblar
un músculo en el rostro de mi enamorado.
—¡Ruido de cascos! —dijo.
Yo eché una mirada última, desesperada desde la
ventana y, cual un milagro, vi un caballo y un jinete
galopando a una velocidad vertiginosa por el
camino de acceso, aunque las olas rompían ahora a
la altura de las cernejas del caballo. Una mujer, la
negra falda arrezagada hasta la cintura para poder
cabalgar briosa y veloz, una frenética, magnífica
amazona con crespones de viuda.
Y el teléfono volvió a sonar.
—¿Debo esperar toda la mañana?
Mi madre se acercaba, se acercaba cada vez más.
—Llegará tarde —dijo Jean-Yves, y sin embargo
percibí en su voz una contenida nota de esperanza,
de que si bien así debía ser, quizá pudiera no ser
así.
Un tercer llamado, intransigente.
—¿Tendré que subir al paraíso a buscarte, Santa
Cecilia? Mala mujer, ¿pretendes acrecentar mis
crímenes profanando el tálamo nupcial?
De modo que tuve que bajar a la explanada en donde
me esperaba mi esposo con sus pantalones de
sastrería londinense y su camisa de Turnbull y
Asser, junto al montadero, en la mano la espada
que su bisabuelo había presentado al pequeño
caporal en prueba de rendición a la República antes
de pegarse un tiro. La espada pesada, desnuda, gris
como la mañana de noviembre, inapelable como un
parto, mortal.
Cuando mi esposo vio a mi compañero, observó:
—Dejad que los ciegos guíen a los ciegos, ¿eh? Pero
¿será posible que incluso un jovenzuelo tan
embelesado como lo estás tú pueda creer que ella
en realidad era ciega a su propio deseo cuando
aceptó mi anillo? ¡Devuélvemelo, ramera!
Todos los fuegos del ópalo se habían extinguido. Lo
deslicé con alegría de mi dedo y hasta en esa
explanada de dolor sentí que el corazón se me
aligeraba con su ausencia. Mi esposo lo recogió
amorosamente y lo ensartó en la punta de su dedo
meñique; no podía pasar de allí.
—Me servirá para una docena más de fiancées —dijo—.
Al montadero, mujer. No…, deja al muchacho; más
tarde me ocuparé de él, con un instrumento menos
sublime que éste, con el que rindo a mi esposa el
homenaje de su inmolación; pero no temáis, la
muerte no habrá de separaros.
Lenta, lentamente, un pie delante de otro, crucé el
adoquinado. Cuanto más tiempo yo demorara mi
ejecución, más tiempo tendría mi ángel vengador
para descender…
—¡No te hagas la remolona, muchacha! ¿Crees acaso
que perderé el apetito si tanto tardas en servirme?
No: estaré más hambriento, más voraz a cada
instante, más cruel… ¡Corre a mí, corre! ¡Tengo un
sitio preparado para tu cadáver exquisito en mi
mostrador de carne humana!
Blandió la espada y cortó con ella brillantes
segmentos de aire, pero yo todavía me demoraba
aunque mis esperanzas, tan recién nacidas,
empezaban a flaquear. Si ella no ha llegado aún, su
caballo ha de haber tropezado, caído al mar… Un
solo pensamiento me consolaba: mi enamorado no
me vería morir.
Mi marido apoyó sobre la piedra mi frente marcada y,
como ya lo hiciera una vez, retorció en una soga
mis cabellos y los apartó de mi nuca.
—Un cuello tan bonito… —dijo con lo que parecía ser
una ternura genuina, retrospectiva—. Un cuello que
es como el tallo de una planta joven.
Yo sentí el roce de su barba y el húmedo contacto de
sus labios cuando me besó la nuca. Y, una vez más,
de mi atuendo, sólo las gemas debería guardar; la
filosa espada cortó en dos mi vestido y éste cayó a
mis pies. Un musguito verde crecía en las grietas
del montadero, y ese musgo habría de ser lo último
que yo vería en este mundo.
El siseo de esa terrible espada.
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Y… fuertes golpes y sacudidas en el portalón, el tañir
de la campana, el frenético relincho de un caballo.
El silencio sacrílego de aquel lugar hecho añicos en
un instante. La hoja no descendió, el collar no segó,
mi cabeza no rodó. Porque por un instante apenas,
la bestia titubeó, una fracción de segundo de
desconcertada indecisión suficiente para que yo me
irguiera de un salto y corriera en ayuda de mi
enamorado, que luchaba a ciegas con los grandes
cerrojos que impedían entrar a mi madre.
El marqués, alelado, confundido, se había quedado
inmóvil. Debió de ser como si, viendo a su adorado
Tristán por duodécima, por vigésima vez, el héroe
empezara de improviso a moverse, saltara en el
último acto de su sarcófago y anunciara, en un aria
vivace intercalada por Verdi, que lo pasado pisado,
que llorar sobre la leche derramada no hacía bien a
nadie y que él, por su parte, se proponía vivir feliz
por siempre jamás. Y el titiritero boquiabierto, los
ojos fuera de las órbitas, veía, impotente ya sin
remedio, a sus muñecos liberarse de sus cuerdas,
abandonar los rituales que él les prescribiera desde
el comienzo de los tiempos y empezar a vivir por sí
mismos; el rey, horrorizado, asistía a la rebelión de
sus peones.
Nunca se vio una criatura más salvaje que mi madre,
el sombrero arrebatado por los vientos y lanzado
mar afuera, el pelo volando en blancas crines, las
piernas enfundadas en negro algodón expuestas
hasta los muslos, las faldas arremangadas
alrededor de la cintura, una mano en las riendas
del encabritado animal, en tanto la otra empuñaba
el revólver de servicio de mi padre, y, a sus
espaldas, los rompientes del mar tumultuoso,
indiferente, como testigos de una justicia furiosa. Y
mi marido petrificado, como si ella fuera Medusa,
la espada todavía en alto por encima de su cabeza
como en esos retablos de las ferias que, dentro de
cajas de cristal, muestran escenas de Barbazul.
Y de pronto, como si un niño curioso hubiese
insertado su moneda en la ranura, todo se puso en
movimiento. La figura corpulenta, barbada, estalló
en un rugido, rebuznó con furia y, esgrimiendo la
honorable espada como si se tratase de una
cuestión de muerte o de gloria, se abalanzó sobre
nosotros, los tres.
El día que cumplió dieciocho años mi madre mató a
un tigre cebado que asolaba las aldeas de las
colinas al norte de Hanoi. Ahora, sin un momento
de vacilación, levantó el revólver de mi padre, tomó
puntería y atravesó, con una bala única,
irreprochable, la cabeza de mi marido.
Llevamos una vida apacible. Yo heredé, por supuesto,
enormes riquezas, pero hemos donado casi todas a
varias obras de caridad. El castillo es hoy en día
una escuela para ciegos, aunque ruego a Dios que
los niños que en él habitan no sean acosados por
ninguno de los tristes fantasmas que buscan,
llorando, al esposo que ya nunca más habrá de
volver a la cámara sangrienta; todo cuanto había en
ella ha sido sepultado o quemado, y la puerta
sellada para siempre.
Me pareció sin embargo que tenía el derecho de
quedarme con los fondos suficientes para abrir una
escuelita de música aquí, en las afueras de París, y
nos va bastante bien. Algunas veces hasta podemos
darnos el lujo de ir a la Ópera, aunque nunca a un
palco, desde luego. Sabemos que somos motivo de
muchas murmuraciones y habladurías pero los tres
conocemos la verdad y los cotilleos no nos hacen
mella. Yo no puedo menos que bendecir esa…,
¿cómo diré?, la telepatía de las madres que envió a la
mía a la carrera directamente desde el teléfono a la
estación después de que yo la llamara aquella
noche. Nunca hasta esa noche te había oído llorar,
dijo, a guisa de explicación. No cuando eras feliz.
¿Y quién ha llorado alguna vez por tener grifos de
oro en la bañera?
El tren nocturno, el mismo que había tomado yo;
como yo, ella había permanecido despierta en su
litera, insomne igual que yo. Al no poder encontrar
un taxi en ese apeadero solitario, pidió prestado a
un azorado granjero un viejo Dobbin, pues cierto
apremio interior le decía que debía llegar a mí
antes de que la marea me separara de ella para
siempre. Mi vieja nodriza, la pobre, que había
quedado en casa escandalizada —¿cómo?,
¿interrumpir a milord en su luna de miel?—, murió
poco después. Tanto como había gozado en secreto
de que su niñita se hubiese convertido en
marquesa…; y allí estaba yo ahora, casi tan pobre
como antes, viuda a los diecisiete años y en las
circunstancias más extrañas, y atareada en formar
un hogar con un afinador de pianos. Pobrecilla,
murió en un triste estado de desilusión. Pero estoy
segura de que mi madre lo quiere tanto como yo.
Ningún afeite, ningún polvo, por espeso o blanco que
sea puede ocultar en mi frente esa marca roja; y yo
me alegro de que él no pueda verla, no porque tema
que le repugne, sé que él me ve muy claramente
con su corazón…, sino porque me ahorra mi
vergüenza.

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