La Cita de Poe
La Cita de Poe
La Cita de Poe
Obispo de Chichester.
Era una noche de inusual oscuridad. El gran reloj de la Piazza había hecho
sonar la quinta hora de la noche italiana. La plaza del Campanile estaba
silenciosa y desierta, y las luces del viejo Palacio Ducal se apagaban
rápidamente. Regresaba a casa desde la Piazetta por el Gran Canal. Pero
cuando mi góndola llegó frente a la desembocadura del canal de San
Marcos, una voz femenina procedente de sus entrañas irrumpió de repente
en la noche con un grito salvaje, histérico y prolongado. Asustado por el
sonido, me puse en pie; mientras que el gondolero, al dejar escapar su único
remo, lo perdió en la oscuridad más absoluta, sin posibilidad de recuperarlo,
y en consecuencia quedamos a merced de la corriente, que aquí se desplaza
del canal mayor al menor. Como un inmenso cóndor de plumas de marfil,
descendíamos lentamente hacia el Puente de los Suspiros, cuando un millar
de llamaradas que salían de las ventanas y bajaban por las escaleras del
Palacio Ducal, convirtieron de golpe aquella profunda penumbra en un día
lívido y preternatural.
¿Por qué debería sonrojarse esa dama? A esta pregunta no hay respuesta,
excepto que habiendo dejado, con la prisa y el terror del corazón de la
madre, la intimidad de su propio tocador, se ha olvidado de embelesar a sus
pequeños pies en sus zapatillas, y ha olvidado por completo echar sobre sus
hombros venecianos el paño que les corresponde. ¿Qué otra razón pudo
haber para que se sonrojara tanto, para la mirada de esos ojos salvajes y
atrayentes, para el inusual tumulto de ese pecho palpitante, para la
convulsiva presión de esa mano temblorosa, esa mano que cayó, cuando
Mentoni entró en el palacio, accidentalmente sobre la mano del extraño?
¿Qué razón podía haber para el tono bajo, singularmente bajo, de aquellas
palabras sin sentido que la dama pronunció apresuradamente al despedirse
de él? "Has vencido", dijo ella, o los murmullos del agua me engañaron;
"has vencido; una hora después del amanecer, nos encontraremos; ¡que así
sea!"
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Hay algunos temas sobre los que me complace ser minucioso. La persona
del forastero -permítanme llamarlo así, ya que para todo el mundo seguía
siendo un forastero-, la persona del forastero es uno de esos asuntos. En
cuanto a la estatura, podría haber estado más bien por debajo que por
encima de la talla media; aunque había momentos de intensa pasión en los
que su complexión se expandía realmente y desmentía la afirmación. La
simetría ligera y casi delgada de su figura prometía más la actividad que
demostró en el Puente de los Suspiros, que la fuerza hercúlea que se sabe
que ejerce sin esfuerzo en ocasiones de emergencia más peligrosas. Con la
boca y la barbilla de una deidad -ojos sinuosos, salvajes, llenos y líquidos,
cuyas sombras variaban desde el avellano puro hasta el azabache intenso y
brillante- y una profusión de pelo negro rizado, del que una frente de una
amplitud inusual brillaba a intervalos todo luz y marfil, sus rasgos eran de
los que no he visto ninguno más típicamente normal, excepto quizás los de
mármol del emperador Cómodo. Sin embargo, su rostro era uno de esos que
todos los hombres han visto en algún momento de su vida y que nunca más
han vuelto a ver. No tenía ninguna peculiaridad, no tenía ninguna expresión
predominante que se fijara en la memoria; un rostro visto y olvidado al
instante, pero olvidado con un vago e incesante deseo de recordarlo. No es
que el espíritu de cada pasión veloz dejara de arrojar en algún momento su
propia imagen distintiva sobre el espejo de ese rostro, sino que el espejo,
como un espejo, no retenía ningún vestigio de la pasión cuando ésta se
había ido.
Sabía que mi conocido era rico. El informe había hablado de sus posesiones
en términos que incluso me había aventurado a calificar de ridícula
exageración, pero mientras miraba a mi alrededor no me atrevía a creer que
la riqueza de ningún súbdito de Europa pudiera haber suministrado la
magnificencia principesca que ardía y resplandecía a mi alrededor.
Aunque, como digo, el sol había salido, la sala seguía estando
brillantemente iluminada. A juzgar por esta circunstancia, así como por un
aire de agotamiento en el semblante de mi amigo, éste no se había retirado a
la cama durante toda la noche anterior. En la arquitectura y los adornos de
la cámara, el propósito evidente había sido deslumbrar y asombrar. Se había
prestado poca atención a la decoración de lo que técnicamente se llama
mantenimiento, o a las propiedades de la nacionalidad. La mirada iba de un
objeto a otro y no se detenía en ninguno, ni en los grotescos de los pintores
griegos, ni en las esculturas de los mejores tiempos italianos, ni en las
enormes tallas de un Egipto inexperto. Los ricos cortinajes de todas las
partes de la habitación temblaban al son de una música baja y melancólica,
cuyo origen no se podía descubrir. Los sentidos estaban oprimidos por
perfumes mezclados y contradictorios, que rezumaban de extraños
incensarios convolutos, junto con multitud de lenguas de fuego esmeralda y
violeta, que parpadeaban. Los rayos del sol recién salido entraban en el
conjunto a través de las ventanas, formadas cada una de ellas por un único
cristal teñido de carmesí. Los rayos de la luz natural se mezclaban con los
de la luz artificial, y se extendían en una masa tenue sobre una alfombra de
oro de Chile, de aspecto rico y líquido.
"¡Ja, ja, ja!", se rió el propietario, indicándome que tomara asiento cuando
entré en la habitación, y se echó de espaldas sobre una otomana. "Ya veo",
dijo, percibiendo que yo no podía reconciliarme inmediatamente con la
bienaventuranza de una bienvenida tan singular, "veo que está usted
asombrado por mi apartamento, por mis estatuas, mis cuadros, mi
originalidad de concepción en la arquitectura y la tapicería, absolutamente
ebrio, ¿eh, de mi magnificencia? Pero discúlpeme, mi querido señor (aquí
su tono de voz bajó hasta el espíritu de la cordialidad), discúlpeme por mi
risa poco caritativa. Parecía usted muy asombrado. Además, algunas cosas
son tan absurdas que un hombre debe reírse o morir. Morir riendo debe ser
la más gloriosa de todas las muertes gloriosas. Sir Thomas More -un
hombre muy bueno era Sir Thomas More- murió riendo, lo recuerdas.
También en las Absurdidades de Ravisius Textor hay una larga lista de
personajes que tuvieron el mismo magnífico final. Sabes, sin embargo -
continuó, musitando-, que en Esparta (que ahora es Palæochori), en Esparta,
digo, al oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, hay
una especie de zócalo en el que aún son legibles las letras ΑΑΞΜ. Sin
duda forman parte de la ΓΕΑΑΑΞΜΑ. Ahora bien, en Esparta había mil
templos y santuarios a mil divinidades diferentes. ¡Qué sumamente extraño
que el altar de la Risa haya sobrevivido a todos los demás! Pero en este caso
-continuó, con una singular alteración de la voz y de los modales-, no tengo
derecho a alegrarme a vuestra costa. Europa no puede producir nada tan
fino como este mi pequeño gabinete real. Mis otros apartamentos no son de
ninguna manera del mismo orden: meros extremos de la insipidez de la
moda. Esto es mejor que la moda, ¿no es así? Sin embargo, no hay más que
ver esto para que se convierta en el furor, es decir, para aquellos que pueden
permitírselo a costa de todo su patrimonio. Sin embargo, me he guardado de
tal profanación. Con una excepción, usted es el único ser humano, además
de mi criado y de mí mismo, que ha sido admitido en los misterios de estos
recintos imperiales desde que se han adornado como usted ve".
"¡Ja!", dijo pensativo, "la Venus, la bella Venus... la Venus de los Médicis...
la de la cabeza diminuta y los cabellos dorados...". Parte del brazo
izquierdo" (aquí su voz bajó para que se oyera con dificultad) "y todo el
derecho son restauraciones; y en la coquetería de ese brazo derecho se
encuentra, creo, la quintaesencia de toda afectación. ¡Dame el Canova! El
Apolo también es una copia; no hay duda de ello; soy un tonto ciego que no
puede contemplar la presumida inspiración del Apolo. No puedo evitar,
¡dichoso de mí!, preferir el Antinoo. ¿No fue Sócrates quien dijo que el
estatuario encontró su estatua en el bloque de mármol? Entonces Miguel
Ángel no era en absoluto original en su pareja...
El hecho de que estas líneas estuvieran escritas en inglés -un idioma que yo
no creía que su autor conociera- no me sorprendió. Conocía demasiado bien
el alcance de sus conocimientos y el singular placer que sentía al ocultarlos,
como para asombrarme por un descubrimiento semejante; pero el lugar de
la fecha debo confesar que me causó no poco asombro. Había sido escrito
originalmente en Londres, y después fue cuidadosamente subrayado,
aunque no tan eficazmente como para ocultar la palabra de un ojo
escrutador. Digo que esto me causó no poco asombro, porque recuerdo muy
bien que, en una conversación anterior con mi amigo, le pregunté en
particular si había conocido alguna vez en Londres a la marquesa de
Mentoni (que durante algunos años antes de su matrimonio había residido
en esa ciudad), cuando su respuesta, si no me equivoco, me dio a entender
que nunca había visitado la metrópoli de Gran Bretaña. También podría
mencionar aquí que más de una vez he oído (sin, por supuesto, dar crédito a
un informe que implica tantas improbabilidades) que la persona de la que
hablo era, no sólo por nacimiento, sino por educación, un inglés.
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