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39 ¿Tu Quién Eres¿

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39

TÚ, ¿QUIÉN ERES? ¿QUÉ DICES DE TI?

Este el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén


sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?”. Él
confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron “¿Entonces,
qué?, ¿eres tú Elías?”. Respondió: “No”. Y le dijeron: “¿Quién eres? Para
que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti
mismo?”. Él contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el
camino del Señor (como dijo el profeta Isaías)”. (Juan 1, 19-23).

1. Extrañeza y asombro
Eso era lo que sentían los judíos al ver la figura de Juan que predicaba junto al río
Jordán y bautizaba a los que se arrepentían de sus pecados. Les extrañaba y
asombraba su vida penitente y ascética, su figura enjuta y magra, su voz que gritaba
en el desierto, su predicación llamando a la conversión de los pecados.
¿De dónde habrá salido éste? ¿Quién lo ha enviado a predicar? ¿Con qué autoridad
lo hace? ¿Por qué no cuenta con nosotros? ¿Por qué dice lo que dice? ¿Por qué
predica de esta manera?
Muchos “porqués” sin aclarar. Una voz que no es la de los escribas y fariseos. La de
estos es la única autorizada para hablar en nombre de la Ley o en nombre de Dios.
Por eso le envían a un grupo de sacerdotes y levitas para preguntarle quién era.
Y Juan les responde que él es sólo la Voz. No es la Palabra. San Agustín pronuncia
un sermón muy hermoso para explicar el cometido de la voz en relación con la
palabra. Viene a decir que la función de la voz es sólo ser vehículo de la palabra. Y
cuando la palabra ha sido proclamada, escuchada y acogida, la voz desaparece. Ha
dado paso a la palabra y así ha cumplido su misión.
Juan Bautista es la Voz. Cristo, la Palabra. La Voz, Juan Bautista, se calló. Cristo, la
Palabra, sigue hablando hoy y siempre.
2. Tú, ¿quién eres?
Pregúntatelo. O imagínate que te lo preguntan. ¿Qué dices de ti mismo, de ti misma?
No interesa saber tu edad, procedencia, profesión o trabajo, si eres rico o pobre. Ni
tampoco si eres casado, soltera, padre o madre. Todo esto es externo a ti, es lo
periférico. Algo así como el ropaje de que estás vestido.
“Hombre o mujer”, te responderás. ¿Sólo eso? ¿Qué piensas, qué sientes, en qué o
en quién crees, de dónde vienes, a qué aspiras? ¿Cuál es tu identidad en relación a
Dios?: “Una criatura”. ¿Es suficiente? ¿Qué te dice tu conciencia?: “Soy una
persona creyente e hijo de Dios”. ¿Estás plenamente convencido de ello? ¿Tu vida
es coherente con lo que dices que eres?
Acabas de hacer una afirmación clara y fundamental. Eres un hombre o mujer y,
además, hijo o hija de Dios. Esta es tu verdadera identidad humana y cristiana. Juan
dijo lo que era y lo que no era, y predicaba y vivía de acuerdo con ello. ¿Vives tú
también de acuerdo con tu condición de hijo de Dios?
3. Pero la respuesta de Juan señalaba más arriba
Indicaba hacia otra dirección. Dice: “Entre vosotros está uno que no conocéis” (Jn
1, 26). Hoy Jesús es muy poco conocido todavía. Se saben muchas cosas de él: que
nació en Belén, que vivió un tiempo con José y María, que predicó, hizo muchos
milagros y que lo mataron en una cruz. Poco más.
El gran problema de la sociedad y del mundo, de las familias, de los jóvenes y de los
mayores, del mundo del trabajo o profesional, y aun de muchos que se consideran
creyentes, es no conocer a Jesús. No conocen al único Salvador, no conocen al Dios
encarnado que vino a nosotros para ser amigo, guía, luz, camino, verdad y vida. Y
salvación para todos.
El conocimiento de Cristo no es cosa sólo del entendimiento, sino que surge de una
relación de amor, de amistad, de convivencia con él. Se conoce a Cristo cuando se
ha entrado en contacto con su persona. Conocer a Cristo significa abrirse al misterio
de su presencia entre nosotros, hacer que él sea la vida de nuestra propia vida. Como
en san Pablo: “Ya no vivo yo, pues es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
No conocer a Cristo, no sólo es un problema, sino un drama, aunque no se tenga
conciencia de ello. Es un drama porque el hombre se aparta o no conoce el camino
que lleva a la vida plena en Dios. Es un drama porque la vida, sin él, no tiene
sentido. Y también porque, sin él, los valores que llamamos humanos, los derechos y
los deberes, carecen de una base sólida, firme y estable sobre la que puedan
asentarse.
1. Eres voz que clama en el desierto
Más preguntas para que puedas responder en un clima de oración: ¿Es tu vida de fe
suficientemente provocativa – en el mejor sentido de la palabra – como para suscitar
en otros, si no el asombro, al menos la curiosidad por saber quién eres, por qué te
comportas así, qué hay en ti que te hace diferente? Y también: ¿a qué se debe tu
serenidad de ánimo, tu sinceridad en lo que dices, tu amor generoso al hermano?
¿Te han formulado en alguna ocasión alguna de estas preguntas?
Juan Bautista señalaba a Cristo con su palabra: “Ahí está el cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). ¿Y tú? Si Cristo es – lo debe ser – lo único
necesario, tu opción fundamental, tu camino y tu meta, y, como en san Pablo, tu
misma vida, estarás señalando claramente a Cristo.
Es posible que tu voz – tu vida - clame también en el desierto. Es decir, que, aunque
sea clara, no la perciban los indiferentes, porque además de ciegos son también
sordos, o no la escuchen porque no hay peor sordo que el que no quiere oír. Es
posible también que tu voz – tu palabra - pudiera resonar fuerte, pero habrá otros
“ruidos” que impedirán que se oiga.
A pesar de todo, que no decaiga nunca tu ánimo y tu empeño. Y no tengas reparo
alguno, vergüenza o miedo a manifestarte tal como eres y a hablar como cristiano en
el momento que consideres oportuno o conveniente. “Si temes espectadores, no
tendrás imitadores. Luego debes dejarte ver. Pero no debes obrar sólo para que te
vean...” (In ep. 1 Jn 8,2).
2. Junto al río Jordán
No todo era desierto entorno a Juan. Le escuchaban gente de Jerusalén, de toda
Judea y de la comarca del Jordán. Y muchos de ellos se bautizaban después de
arrepentirse de sus pecados. Era tan coherente su vida con que lo que decía, que
movía a muchos a conversión.
Tampoco entorno a ti será todo desierto. No lo es. Hay mucha gente de buena
voluntad en este mundo. La inmensa mayoría. Te verán y te escucharán si vives y
hablas con coherencia y verdad. Y también los alejados.
Déjate llevar por el Espíritu, lo mismo que Juan. Vive tu fe y habla de lo que vives.
Deja el resto en manos de Dios. Él no te pide frutos, sino cultivo y empeño. El fruto,
que vendrá o llegará, depende de Dios.
“Preocupémonos no sólo de ser buenos, sino también de parecerlo. No sólo de vivir
rectamente, sino también de que los hombres vean nuestra rectitud” (Serm. 47, 14).
Y añade Agustín en otro lugar: “La conciencia y el testimonio son dos cosas
distintas. La conciencia es para ti; el testimonio, para tu prójimo. Quien confiando
en su conciencia, descuida su testimonio, es cruel, sobre todo si se halla en este
lugar del que dice el apóstol escribiendo a su discípulo: Muéstrate ante todos como
ejemplo de buenas obras” (Serm. 355, 1).
En eso consiste ser testigo de Jesús. Estás llamado a serlo tú también. Lo dijo Jesús a
los apóstoles, y a todos los que le seguirán, cuando se despedía de ellos momentos
antes de su ascensión: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros para que seáis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y
hasta los confines de la tierra" (Hech 1, 8).
Y eres también luz, sal y levadura. Todo en pequeño, pero que se hace grande con la
fuerza y poder del Espíritu.
6. Palabras de Agustín
“¡Oh hermanos, oh hijos, oh retoños católicos, oh semillas santas y
sublimes, oh regenerados en Cristo y nacidos de lo alto! Escuchadme; o
mejor, a través de mí: ¡Cantad al Señor un cántico nuevo. ‘Ya lo canto’,
dices. Cantas; es cierto que cantas, lo oigo. Pero no sea la vida un
testimonio contra la lengua.
Cantad con vuestras voces, cantad con los corazones; cantad con las
bocas, cantad con las costumbres: ‘Cantad al Señor un cántico nuevo’…
La alabanza del cantar es el mismo cantor. ¿Queréis entonar alabanzas a
Dios? Sed vosotros lo que decís. Sois su alabanza si vivís bien” ( En. in
ps. 145, 6).

7. Ora
Contempla durante unos momentos a Cristo que viene a tu vida para que lo acojas o
lo des a conocer a otros.
Pídele que, a pesar de tu pequeñez y pobreza, seas testigo fiel, luz en las tinieblas,
levadura en la masa y sal que comunique buen sabor a los que dices y haces.
Sigue el consejo de Agustín: “Habla con Dios, haz buenas obras, y habla” (En. in
ps. 103, 4, 18).

Oración final
Quiero invocarte, Dios mío; ayúdame tú para que mi alabanza no sea sólo ruido de
voces y mudo de obras. Uniré a mi fe recta una vida recta, para alabarte confesando
la verdad con las palabras y llevando una vida buena con las obras. Amén.
San Agustín

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