El Ser Como Amor
El Ser Como Amor
El Ser Como Amor
San Agustín afirma que lo propio del buen amor es imprimir al acto amoroso una tal necesidad
que sea irrevocable, eterno. Esto puede parecer paradójico, pero no es contradictorio. Dar la vida,
desvivirse, entregarse en bien del otro: eso es amar, y el amor es la vida del espíritu, su vida eterna.
La libertad no se refiere sólo a los medios (eligiendo una cosa u otra), sino que es esencialmente la
elección del fin, adhesión al fin. El fin ha de ser querido, pero el hombre puede no querer el fin, el
verdadero fin, pues puede querer simplemente su propio bien. Y esto es precisamente el pecado. Al
buscar el fin se quiere, por él, todo lo que me lleva al fin, es decir, todo lo demás. El fin perfecciona
cualquier naturaleza y, en concreto la naturaleza humana, al hombre, a la persona humana. Por tanto la
libertad resulta la mayor perfección natural posible, precisamente porque es lo que me lleva al fin
debido. De ahí la grandeza del "me da la gana" querer bien; pues es así es como me hago bueno a mí
mismo, porque bueno es el que quiere bien. Con acierto señala el Beato Josemaría: sólo cuando se ama
se llega a la libertad más plena. Y lo mismo dice Santo Tomás: cuanto más hay de caridad, más hay
de libertad.
difícil que la voluntad se imponga y el hombre haga en seguida lo contrario de lo que conoce como
bueno, aunque haya un deseo bastante claro e intenso. Por tanto, el modo como se consigue separarse
del bien conocido, es haciendo que la voluntad (a quien no le gusta lo que el hombre está conociendo)
retrase la decisión, deja pasar un cierto tiempo y dice, más o menos: ¡esperemos hasta mañana, a ver
como se ponen las cosas! Y el conocimiento, que está siempre bajo un cierto dominio de la voluntad,
se oscurece un poco y los instintos más bajos van tomando la delantera. Cuando ese conocimiento se
ha hecho bastante oscuro, entonces la voluntad y el conocimiento pueden ponerse bastante de acuerdo.
Y entonces a la inteligencia le parece perfectamente justo lo que manda la voluntad.
Cuenta C.S. Lewis en su libro Cartas del diablo a su sobrino una historia de un
demonio que narra a su sobrino, también demonio, cómo consiguió que un ateo continuara
siendo ateo.
“Tuve una vez un paciente, ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo
Británico. Un día, mientras estaba leyendo vi que sus pensamientos empezaban a tomar
mal camino. El Enemigo ((es decir, Dios)) estuvo al lado un instante, por supuesto, y antes
de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años empezaba a
tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de defenderme con
razonamientos hubiera estado perdido, pero no fui tan necio. Dirigí mi ataque,
inmediatamente, a aquella parte del hombre que había llegado a controlar mejor, y le
sugerí que ya era hora de comer. Presumiblemente -¿sabes que nunca se puede oír
exactamente lo que les dice?-, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho
más importante que la comida; por lo menos, creo que ésa era la línea de Su
argumentación, porque cuando yo dije “Exacto: de hecho, demasiado importante como
para abordarlo a última hora de la mañana”, la cara del paciente se iluminó
perceptiblemente, y cuando pude agregar: “Mucho mejor volver después del almuerzo, y
estudiarlo a fondo, con la mente despejada”, iba ya camino de la puerta. Una vez en la
calle, la batalla estaba ganada”.
La fuerza de la naturaleza inferior se ejercita con eficacia, precisamente al dilatar las cosas. Y, al
dilatar las cosas, nos dejamos arrastrar por la concupiscencia: éste es el modo por el cual el hombre es
capaz de esquivar el bien en sí, el verdadero bien, haciendo el bien para sí. Éste es el modo como el
hombre usa mal de su libertad y como logra pecar, es decir, como logra apartarse del amor de Dios,
como logra no amar lo que debe amar. El bien hay que hacerlo en cuanto lo vemos como verdadero
bien.
A continuación vamos a desarrollar más la tarea de esas dos facultades.
Es cierto que nada puede ser amado sin ser conocido, pero no hace falta que sea
perfectamente conocido para ser muy amado: Dios, lo mismo que una persona humana,
pueden ser muy amados aun siendo poco conocidos. Todos los seres superiores a uno
(Dios, los ángeles, los padres, etc.) es mejor amarlos que conocerlos. En cambio los seres
inferiores (los animales, los seres materiales) es preferible conocerlos más que amarlos.
Cuando amamos mucho algo que conocemos poco, crece nuestro conocimiento y, a su vez,
aumenta más nuestro amor.
Pero en esa acción conjunta de inteligencia y voluntad es a la voluntad a quien corresponde la parte
intensa del acercamiento al amado. La inteligencia es el medio por el cual se consigue que el amor
repose en el fin: cuando tengo delante lo amado lo conozco mejor que antes. Así, aunque parece que la
felicidad sea el poseer, en realidad más que el poseer es el estar poseído por el Bien. Por esto se habla
del éxtasis del amor. El amor es éxtasis (es decir, el alma se embarga por un sentimiento de
admiración, de gozo hacia el amado), es la fusión en el amado y la identificación con él y así me hace
vivir su vida, su Amor. Y ese amor facilita a su vez un mayor conocimiento. Es más, sólo por medio del
amor verdadero se alcanza un profundo conocimiento: la inteligencia, el "leer dentro", ya que es
precisamente el amor el me identifica con el otro, me coloca en su lugar: que es lo que justamente
llamamos "comprensión".
querer a su mamá, duda de si es realmente su mamá, quizá conozca muy bien algún aspecto
concreto de su mamá, pero se puede decir con seguridad que nunca la conocerá de verdad
y, además, su vida será un tormento;
- también el conocimiento de la fe es profundo en la medida que hay amor: si se ama
de verdad a Jesucristo, se conoce bien y con profundidad la doctrina. Por esto las personas
que puedan dar a conocer la fe cristiana son las que son verdaderamente piadosas y no las
simplemente inteligentes.
Lo dicho es verdad en la ética o moral natural, pero también en la moral cristiana en que
se llama pecado mortal el que da la muerte, el que quita la vida sobrenatural.
El amor tiene relación con el temor. Se denomina temor la pasión que lleva rehuir un
mal amenazador que es difícilmente evitable. Pero puede haber dos clases de temor: el
filial y el servil. Al amor honesto (es voluntario) que es el verdadero, el que busca el bien,
se le opone lo que se llama el temor filial; y al amor de concupiscencia o amor al placer
(que es el natural o espontáneo) se le opone el llamado temor servil.
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Imaginemos una persona que se da cuenta de las exigencias graves y divinas en relación
al amor que debe manifestar a un hermano, a una hermana, al marido, a la esposa, etc. y no
quiere hacerlo, se resiste a lo que Dios le pide, se enfrenta con Dios, aun sintiendo
interiormente la llamada a ser generosa. Podríamos decir que decide hacer lo que quiere, a
pesar de ser contrario a lo que Dios le pide, aunque tiene clara su obligación.
Otro caso peor es el de una persona que siente la llamada de Dios y no quiere entregarse,
a pesar de ver la vocación con claridad. Se empeña en recortar sus posibilidades y no
quiere ser generosa. En el fondo lo que desea es no ver la verdad, no ver las exigencias.
Santa Teresa de Jesús cuenta que ella rezaba por su vocación, pero, realmente, no quería
verla.
Un tercer caso, mucho más grave que los dos anteriores, es el de la persona que ya está
entregada a Dios y no quiere esforzarse en amar, no quiere darse, decide abandonarse en
la tibieza, en el aburguesamiento.
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Conviene tener siempre presente que, dada su especial gravedad, la tibieza no es un pecado que se
produce “de repente”, ni se trata de “un descuido”: se cae en la tibieza cuando hay una aversión
consciente a lo que Dios pide, cuando se da una real huida de Dios. El pecado de tibieza requiere, por
parte del hombre, una resistencia clara a la exigencia divina de ser amoroso, lo cual significa algo tan
antinatural, como que el hombre no quiere ser lo que Dios quiere que sea, es decir, no quiere ser lo que
realmente es.
Lo dicho son las causas de la tibieza, pero ¿qué efectos tiene? ¿cómo se manifiesta? El resultado de
la resistencia de la criatura a Dios, lleva al hombre por caminos que van desde la inquietud de espíritu
(dispersión, afán de novedades, falta de sosiego, charlatanería, falta de reposo, etc.), hasta la
obstinación en la huida de Dios, buscando inútilmente que Dios le deje en paz. Esto produce, cuando
no hay arrepentimiento, la soledad, la incoación del infierno en la tierra, que es tanto más grave, cuanto
mayor es la proximidad con Dios y sus exigencias.
Y todo esto, que es grave para cualquier hombre, es mucho más grave para el cristiano que no sólo
se niega a amar con amor natural, sino que renuncia a algo mucho más grande: el amor sobrenatural de
su filiación divina.
Por ejemplo una persona con buenas cualidades (inteligencia, simpatía, belleza,
capacidad de trabajo, dinero, etc.) puede hacerse mala si se ama a sí misma, si pone todas
las cualidades que posee al servicio de su amor propio, de su egoísmo. Y por el contrario,
una persona que está enferma o tiene un hijo enfermo, puede, gracias a su contrariedad,
ensanchar el corazón y hacer que ese dolor le sirva para ser más buena, mejorar su alegría
y ser un apoyo para los demás.
4. El amor personal
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue tres amores, como posibles tendencias a tres posibles
bienes:
* El amor de benevolencia, que es el amor al otro, querer el bien para el otro, amar su bien.
* El amor de placer o concupiscencia, que es el amor del bien para mí, el amor del bien
placentero, en cuanto me produce deleite, tanto espiritual como corporal.
* Y por último, el amor útil, el amor de lo que es bueno sólo como medio para alcanzar uno de los
otros bienes.
No se trata propiamente de tres especies del mismo género. En realidad, sólo el amor de
benevolencia o amor electivo es amor en sentido pleno. Los otros dos amores (el placer y la utilidad)
son apetencias o deseos. Con acierto escribe San Bernardo: “El amor excluye todo otro motivo y otro
fruto que no sea él mismo. Su fruto es experimentarlo. Amo porque amo; amo para amar”.
Si deseamos dar vida al amor de benevolencia, al amor voluntario, podemos preguntarnos: ¿qué
debemos amar? De todas las cosas que podemos amar, lo más “amable”, lo verdaderamente amable
con amor de benevolencia son las personas. Sólo las personas pueden ser amadas con verdadera
dilección, y sólo así deben ser amadas: porque sólo las personas son verdaderos bienes en sí, de alguna
manera absolutos, en cuanto dueños de sí mismos, en cuanto libres y seres que pueden amar, que son
capaces de amar eternamente. Y el amor desea ser eterno: “No deberías morirte nunca” es la frase que
se puede dirigir a quien de verdad se ama.
Cuando amamos de verdad -con amor de benevolencia o amor honesto- a alguien, lo que amamos es
precisamente su amor, su libertad de amar; y no ésta o aquella cualidad suya, sea física o espiritual
(aunque las buenas cualidades ayudan sin duda alguna). Como dice Andrés Eloy Blanco: “lo que hay
que amar es lo libre en el ser humano”. Nadie es capaz de aceptar un amor de una persona
condicionada a darnos su amor, una persona que no sea libre. Toda persona -hermosa o no, inteligente
o no, útil o no- puede ser amada, en cuanto que es libre y amorosa.
Y esto es distinto a lo que ocurre con las criaturas que no son personas, que están
siempre en función de las personas, pues éstas son las directamente queridas por sí mismas;
todo lo demás ha sido creado para el servicio y regalo de las personas, es el conjunto de los
bienes útiles. Puedo amar un animal, pero ese amor será un amor de concupiscencia (puedo
jugar con él), o un amor útil (puede defender mi casa). Si pretendo amar a un animal como
a una persona es que estoy pervirtiendo mi amor y dirigiéndolo hacia algo falso, me rebajo
a mí al rebajar mi buen amor.
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A Dios que es la Persona en sentido absoluto y el Amor por excelencia, es al único a quien se le
debe todo el amor de benevolencia. Por la razón natural sabemos que Dios es personal (aunque los
cristianos sabemos por revelación que en Dios hay tres Personas). Como la persona es lo más perfecto
que se da en la naturaleza, el Autor de la naturaleza que es Dios, posee de modo eminente esta
perfección. A Él se le debe la totalidad del amor, precisamente porque nos ha hecho amorosos y ser Él
esencialmente amoroso. De modo derivado se le debe también amor a cada persona humana, en cuanto
sujeto de amor.
Aquí hay que decir que así como no amamos a la divinidad, tampoco amamos a la
humanidad como algo abstracto, sino a las personas, una a una. Ninguna madre de
familia numerosa ama a “los hijos”: ama a cada uno de los hijos, uno a uno. Y es
sintomático que los filántropos amadores de la humanidad (por ejemplo: Rousseau, Marx,
etc.) fueron, en su vida privada, personas que, tal como atestigua claramente la historia,
destacaron por su egoísmo, su falta de amor y comprensión hacia las personas con las que
convivieron, a las que hicieron sufrir abundantemente: eran simples “teóricos” de la
bondad.
El amor a las personas humanas es un amor que, por ser yo una criatura debe tener un fin. Y ese
fin es Dios. Si no amo por Dios, amo por mí. Cualquier amor termina en Dios (de modo más o menos
confuso, pero real) o termina en mí. Y puedo amar terminando en mí, cuando busco a los demás
simplemente porque se me asemejan, me placen, etc. Cuando hay un verdadero amor a Dios en este
amor caben todos los demás amores: el amor a otras personas -en cuanto amadas por Dios- y el amor a
mí mismo. Si falta el amor de Dios (aunque este amor puede tener muchas veces para el sujeto un
sentido amplio), si se desea amar a una persona exclusivamente por ella misma ignorando por
completo a Dios, el amor a esa persona se hace siempre precario: carece de una razón verdaderamente
última, de un sólido asiento, y está expuesto a la frustración: basta pensar en la realidad de la muerte.
Cuando pretendo amar a los demás ignorando a Dios, no puedo fundar una ética consistente: sólo
el amor de Dios funda una ética objetiva y universal. El buen amor busca el verdadero bien, busca un
fin trascendente. Por esto, como ya se dijo antes, la ética (o la moral) es esencialmente religiosa. Sin
Dios no hay moral (ni ética alguna), no hay libertad ni responsabilidad, ni sentido posible de premio y
de castigo. E inversamente, cuando se rechaza alguna norma de la ética objetiva y universal, se rechaza
después a Dios.
Una anécdota puede ilustrar lo dicho: un enconado litigio enfrentaba en la Edad Media
al monasterio de Solesmes (Francia) con el señor feudal de Sablé, cuando un día el prior de
Solesmes y el caballero se encontraron en un puente sobre el río Sarthe. "Monje -dijo el
señor-, si yo no temiera a Dios os echaba al río"; "Señor -respondió el prior- si teméis a
Dios, yo no tengo nada que temer".
El temor de Dios era entonces la mejor defensa del débil frente a la prepotencia del
fuerte. Y si hoy el fuerte que no teme a Dios se frena y no abusa, es por el posible recurso a
la justicia civil, a la imagen que puede deteriorarse ante la opinión pública, etc. En el
fondo, el fuerte que no busca a Dios, que no busca el bien en sí, busca simplemente su
bien: basta pensar en la generalizada corrupción.
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Hay personas que piensan que se puede hacer un mundo bueno sin que las personas se
sientan dependientes de Dios: basta, según ellos, en organizar bien las cosas, con una
buena vigilancia en el campo social. Y se puede uno preguntar: ¿quién vigila a los
vigilantes?
La forma en el hombre, es el alma, y la forma es lo que hace que sea hombre, es el principio del
obrar del hombre. Cuando un ser humano ama a otra persona, el deseo de benevolencia hacia el
amado, el deseo de hacerle bien, el afán de hacerlo feliz, hace que el amante, por el amor (que, como
sabemos, arrastra hacia el amado), se incline a actuar, a obrar, según el modo de ser del amado y hace
que el amante siga dócilmente sus deseos. Entonces el comportamiento del amante va al unísono con la
voluntad del amado, es decir, el amante no vive con su propia alma, sino que "vive" con el alma (con
la forma) del amado y por esto el que ama se trans-forma. Esto no es penoso para el amante, por el
contrario, es algo muy deleitable hacer cualquier cosa e incluso sufrir por el amado. Como dice un
personaje de Alejandro Casona en una de sus obras que “en el matrimonio, ninguno de los dos manda:
los dos obedecen”. Por esto en la transformación el amor hace que el amado penetre en la interioridad
del amante, con una penetración que tiene características de una herida profunda y dulce.
El amor también produce éxtasis (que, como ya se señaló, es un estado del alma dominada por un
sentimiento de admiración el cual produce la unión con el amado) y hace que el amante se separe de sí
mismo. De ahí que el verdadero amante pierde el “límite” que lo contiene que es el amor propio.
Podríamos decir que el amante se deja poseer por el amado, se produce como una “licuefacción” (que
es la transformación de sólido en líquido). Un hombre, si no ama, se podría decir que es sólido, pues el
amor propio hace que esté unido a sí mismo. En cambio si ama es como si pasara a ser líquido es decir,
deja de tener unos límites perfectamente definidos y se vierte o se difunde, adquiere la forma de lo que
lo contiene, es decir, se adapta al amado: el amante adquiere la forma del amado. Incluso en
castellano, cuando una persona quiere mucho a otra, se dice que “está colada”: pasó a líquido y
atravesó el límite que tenía, es decir, el “colador” en que estaba contenida mientras era “sólida”.
En cambio la disposición contraria, el esfuerzo por no amar, el empeño en no dejarse poseer, se le
llama con acierto dureza de corazón. Y esto es lo que decimos de alguien que no nos quiere
comprender o, mejor dicho, que no nos quiere querer. Para poder querer, para poder amar de verdad,
hay que saber perderse en el amado y es peligroso intentar protegerse para no darse demasiado, pues
esto indica que no hay amor verdadero. Por esto no es buen camino, por ejemplo, ir al matrimonio
intentando conservar a toda costa la propia personalidad.
Vivir para sí mismo, amarse de modo incondicional a sí mismo, impide la suavidad del afecto y del
buen amor, endurece. Y cuando una persona no quiere amar es como si dejase de ser persona para
pasar a ser “cosa”, se puede decir que se cosifica. Incluso cosifica también todo lo que ama, ya que no
ama con amor de benevolencia, sino por un amor a sí mismo que, en relación a los demás, en vez de
darse, en vez de transformarse, busca en ellos la utilidad o el placer.
De ahí que la soberbia (que busca el usar de los demás, que le sean a uno útiles) y la
lujuria (busca el placer que le pueden proporcionar los demás) se reclaman mutuamente.
La soberbia es el afán de dominio, el buscar que mi yo esté por encima de los otros, la
tendencia a amar a los demás con el simple “amor útil” (de ahí que surja la expresión de
mujer objeto o del hombre no sólo dominado, sino “manejado” por una mujer). Por su
parte la lujuria busca el placer, pero el lujurioso no sólo busca el placer: busca su propio
placer, con el acento puesto en su yo, en su dominio. Por esto van juntas, por esto se dice:
lujuria oculta, soberbia manifiesta.
En resumen, el mal amor, el amor a sí mismo, no transforma en el amado, ya que, para este tipo de
amantes egoístas, el amado es él mismo, e intenta obtener de los demás o placer o utilidad que son los
dos medios para quererse a sí mismo.
Existe una frase bastante corriente y que es desafortunada por falsa: "la caridad bien entendida
empieza por uno mismo". No existe ningún precepto divino que nos mande amarnos a nosotros
mismos. Y no existe ya que, para amarse uno a sí mismo, a cada uno le basta y le sobra con su propio
instinto y su propia necesidad, es decir, con el amor natural, y no hace falta para esto poner por obra el
amor voluntario: basta dejarse llevar. Lo que hay que hacer siempre es amar a los demás como me amo
a mí mismo, lo cual significa: amar voluntariamente a los demás como nos queremos naturalmente a
nosotros mismos. Por esto necesitamos toda la autoridad de Dios que nos manda amarle a Él por
encima de todas las cosas y amar a los demás por Él.
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Esto explica las admirables reacciones de muchos padres o madres que son abandonados
(física o moralmente) por sus hijos: siguen teniendo para ellos la puerta abierta, es decir,
no les guardan rencor. Sufren, pero les quieren: basta recordar la parábola del hijo pródigo.
También esto se observa en el amor conyugal, pero en este amor, como se ha pedido y dado
entrega completa con exclusividad, es lógico que el dolor, mientras no haya
arrepentimiento, exija algunas veces el alejamiento para evitar el propio sufrimiento que
puede ser difícilmente soportable. Pero si el amor era verdadero, permanece, aunque puede
estar mezclado con otros sentimientos dentro del confuso fenómeno de los celos. Más
adelante volveremos sobre esto.
En cambio, esta reacción es imposible si se casaron (de modo más o menos consciente)
sin amor de benevolencia, por un amor natural o placentero, simplemente “deseándose”,
con afán de vivir un simple “te doy para que me des”. En estos casos se busca enseguida
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otro placer para recuperarse del placer perdido, con objeto de ejercitar el mito del “derecho
a ser feliz”…La profunda verdad de la vida humana es otra: no tenemos derecho a ser
felices, lo que tenemos es obligación de ser buenos.
Por tanto, es natural que, además de buscar el bien ajeno, deseemos recibir, pretendamos la
satisfacción de las necesidades y aspiraciones; pero dentro siempre de un amor desprendido y generoso.
Todo amor noble y generoso no sólo no excluye, sino que incluye el deseo de satisfacción o deleite
(debidamente subordinado), y el deseo de los medios útiles que, en cada caso, sean razonables. Pero
hay que vigilar para amar siempre sin andar sopesando compensaciones y midiendo pagos recíprocos:
amar es darse en bien del amado y éste puede ser Dios o los demás. Y la reciprocidad, el pago es y
debe verse como un regalo inesperado. Y sólo así podemos ser felices. Es legítima y natural una
necesidad de satisfacción, de gratificación, de ser queridos y también de obtener satisfacciones incluso
sensibles. Y esto es así por la naturaleza de las cosas: no somos seres autosuficientes, tenemos
necesidades: necesitamos ser felices, y no podemos no quererlo. Cuando quiero realmente ser bueno,
puedo esperar -e incluso debo- y desear ser amado por la persona que amo, su correspondencia.
En cambio, Dios no hace las cosas para recibir algo. Por eso, cuando se habla de amor puro u
honesto, no se trata del desaforado deseo o afán de desinterés absoluto -que sólo es posible en Dios-.
Esto, cuando se presenta, podría ser índice de un refinado amor propio (“yo soy bueno, pues doy sin
esperar nada a cambio”). Este deseo de recibir lo tengo en relación a Dios: Dios me ama y quiere mi
bien y yo, precisamente porque le amo, puedo querer en Él mi propio bien.
Para aclarar lo que venimos diciendo, nos conviene analizar la diferencia que hay entre
nosotros y los animales.
Los animales tienen el instinto por el que captan lo apetecible o nocivo que hay en las
cosas para su naturaleza animal. En cambio el hombre no se limita a tener instintos, sino
que sus sentidos participan de su racionalidad. No sólo capta lo verdadero y lo falso, sino
que capta el bien y el mal por su naturaleza de hombre (lo meramente apetecible o nocivo
que es lo que captan los animales, lo propio de ellos). Es decir, el hombre capta lo que es
bueno o malo no para mí, sino en sí, lo que está conforme o no con el buen amor y, en el
fondo, con el amor divino.
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Si el hombre, dejándose llevar por su egoísmo (por el amor de sí mismo, por el simple
amor natural reforzado por su propia voluntad), piensa y juzga de los demás según lo que
le apetece, ya no actúa como un hombre buscando el bien, sino como un animal: se esfuma
su ser personal y queda reducido a su animalidad. Y puede llegar a tener ciertas lesiones
psíquicas, e incluso corporales, por este comportamiento.
Y este buen amor es el que no busca las cosas propias, no busca la propiedad suya, sino la del otro,
se entrega al otro, busca que el otro sea su propietario, se hace voluntariamente propiedad del otro.
Ama a cada uno tal como es, con sus defectos, con su modo de ser y no porque se asemeja a uno
mismo; ama porque es libre, porque tiene capacidad de amar, porque Dios le ama, porque es hijo de
Dios. Y esto es amor recto (es decir, tengo rectitud de intención al amar, tengo deseo de amar con
amor de benevolencia).
Al amar rectamente a otro se obtiene además el deleite del amor; pero esto -como ya dijimos- hay
que mantenerlo como secundario, como un feliz resultado casi imprevisto; y hay que evitar que se
transforme en el motivo principal de nuestro amor. El amor verdadero no puede limitarse a un egoísmo
compartido y coincidente, es decir, te doy para que me des, lo cual, por desgracia, ocurre en ciertos
matrimonios y en ciertas amistades. Esto más que amor, parece un simple pacto o negocio. Y, en
estos casos, no hay entrega.
La entrega fundada en el amor fundado a Dios y en el deber de amar a Dios y a los demás por Dios,
no depende ya de la correspondencia del otro (pensemos en la parábola del hijo pródigo). De modo que
si el otro dice: ya no te amo; debo responder: pues yo te seguiré amando. Esto es verdadera
independencia en el amor. Esto es libertad. Esto es amor verdadero.
Como ya dijimos en otro lugar, todo buen amor expropia, enajena, saca de sí, da olvido de sí y
pertenencia al amado. Pero hay que tener presente que la entrega que sigue al buen amor nos hace
vulnerables. En la medida que empezamos a amar, que nos entregamos, comenzamos a necesitar
correspondencia. Que nos quieran o no, nos afecta más o menos en la medida en que queremos más o
menos a esas personas. La manera de librarnos del dolor que nos causa la falta de correspondencia, es
dejar de manifestar una entrega a esta persona mediante el distanciamiento: físico, con la separación o
distancia material; psíquico, evitando el recuerdo; moral, considerando la falta de aquella persona.
En cambio, en el caso del egoísta, lo dicho no se da, ya que éste no quiere entregarse y se guarda de
querer a nadie, para no estar en dependencia de reciprocidad: como él no quiere a nadie, no le importa
que los demás le quieran o no.
Así se ve con dos personas que se quieren: se casan, y, como fruto del amor, van
asumiendo obligaciones y cargas más o menos pesadas, pues tienen hijos, cambian de
trabajo o de ciudad, van a sus compras, seleccionan el colegio y la universidad de los hijos,
tienen que hacer frente a dificultades (enfermedades, reveses económicos, etc.) van de viaje
a un lugar u otro, ven como los hijos se casan y se separan de ellos, etc. Todos esos
quereres son fruto de ese quererse el uno al otro: de ese amor viven ambos y viven bien si
ese amor es bueno.
Nosotros hemos sido creados por un acto del amor divino, procedemos de ese amor y Dios que nos
ha hecho capaces de amar, desea que nuestra vida consista esencialmente en amar. Esa convicción, esa
realidad es la que hace exclamar a San Agustín su famosa frase: “mi peso es mi amor: él me lleva
dondequiera soy llevado”. Hemos de tener el gozo humilde de sabernos amados por Dios, porque El es
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bueno sabiéndonos amados individualmente como personas: para Dios no existe el concepto de
muchedumbre. Y hay que saberse amado singularmente, como Dios amaba a Adán, como "alguien
delante de Dios y para siempre".
El primer acto del amor es la dilección, es decir, el amor voluntario, y sigue a la dilección la alegría
o gozo del amor. Esto explica que las personas que aman de verdad, se les nota la alegría que tienen; y
esta alegría es más patente aún en los santos, que son los enamorados de Dios, de los hombres y de
toda la creación. Como la dilección es algo que cae bajo el precepto divino, la alegría buena se puede
decir que es obligatoria.
Sigue a la alegría, como su consecuencia necesaria, la paz que es la tranquilidad del orden,
precisamente porque es el amor lo que nos ordena radicalmente y del todo a nuestro último fin que es
Dios. Y tanta más paz hay en el alma, cuanto más cerca se está de Dios “a quien no se llega con pasos
corporales, sino con afectos del alma” (Sto. Tomás de Aquino). Y son esos pasos los que, al ir
dilatando el corazón, le hacen cada vez más capaz de amar.
Hay que añadir que lo propiamente contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, la tibieza,
acedia o pereza espiritual (de la que ya se habló anteriormente), el desamor radical. El amor es acto
de libertad, y la libertad es una actitud de amor, una adhesión, y jamás indiferencia. Pero hay una
obligación divina de amar, que transforma todo precepto y todo acto en un acto de amor. Y así la vida
entera de la persona es amor, y el amor es la vida misma del alma.