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El Ser Como Amor

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EL SER COMO AMOR

El ser como amor

1. El amor como acto de la libertad... 3


2. Funciones de la inteligencia y la voluntad en el
acto de amor................................ 5
3. El amor, vida del espíritu............. 7
4. El amor personal............................ 10
5. El amor como transformación....... 12
6. La correspondencia del amor........ 14
7. El amor como entrega................... 16
8. Los actos del amor......................... 17
3

El ser como amor ( *)

1. El amor como acto de la libertad


En uno de sus sermones, San Agustín dice a sus oyentes, que alguno puede determinar muchos
elementos de la basílica en que se encuentran, tales como: número de columnas, altura del techo,
anchura del pavimento, etc., pero les añade que esta persona puede ignorar lo fundamental: el
conocimiento de que la basílica la hizo un hombre por medio de su razón. Y añade que saber lo
segundo es mejor que saber lo primero. Esto lo expone como argumento para demostrar lo mucho que
podemos saber si admitimos la existencia de un Creador y lo poco que se sabe si este hecho se ignora.

A) DIOS ME QUIERE Y QUIERE MI AMOR


Lo dicho nos lleva a ver lo conveniente que es contemplar la Creación, buscando el sentido que
tiene. Si esto se hace así, se alcanza a conocer no sólo la Sabiduría y Omnipotencia de Dios, sino
también su amor por el hombre, su amor por mí: Dios me ama, quiere mi bien. Además, al hacerme
capaz de conocerle y amarle, Dios quiere mi amistad. Como la amistad es el amor recíproco, el amor
correspondido, quiere que Él mismo sea mi bien. Desea que yo le ame como Él me ama a mí, es decir
de modo generoso y libre. Este amor no es el llamado amor natural o espontáneo. El amor natural es
la simple apetencia o tendencia a la propia felicidad. El amor verdadero, el amor propio de las criaturas
espirituales es mucho más: es el amor electivo, es el amor impulsado con la voluntad honesta, el amor
como acto de libertad.
Como ya señalamos en el capítulo anterior, es evidente que el amor no se puede "forzar", porque
entonces no sería un amor voluntario, reflexivo, que es la característica del amor electivo. Como Dios
no quiere obligar coactivamente al hombre a que le quiera, le da un tiempo de prueba, una
oportunidad, en la cual el hombre pueda elegir a Dios porque le da la gana. Y esto es la vida, para esto
vivimos: para aprender a querer bien. Lo cual comporta un doble riesgo: Dios se arriesga al dejarme
efectivamente libre, y por mi parte tengo el riesgo de poder renunciar a lo que Dios me pide y que es lo
único que me puede hacer feliz.
Nosotros hemos de querer amar, y no sólo para ser felices o para gozar de nuestro bien, sino para
ser buenos; y hemos de quererlo voluntariamente, pudiendo no hacerlo. Y como Dios me ama, no le
resulta indiferente la elección que pueda adoptar, de ahí que me manda que le ame, con todo el peso
de su autoridad y todo el Amor de Creador, es decir, me expone su voluntad, me la muestra para que
yo la haga mía (esto es lo que significa mandar). Me dice que debo elegirle: Dios debe ser preferido
por encima de mi misma capacidad de elección. Y esto es así por ser criaturas de Dios, por depender
de Él de modo total y pleno.
(*) Cfr. Carlos Cardona, Metafísica del bien y del mal. Eunsa. Pamplona y Josef Pieper, Las virtudes fundamentales. Rialp.
Madrid.
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B) LA LIBERTAD SE EJERCITA CON LA AMOROSA ADHESION AL BIEN


La libertad del amor electivo no tiene nada que ver con la llamada libertad de indiferencia, es decir,
con la libertad entendida como simple elección, sin orden a un fin. Dios no es indiferente ni es visto
para mí como tal; como no es indiferente para un niño la mamá. No es la indiferencia la que posibilita
la libertad, la libertad se posibilita con la capacidad para determinarse uno mismo a buscar el bien, el
amor. De ahí que mi libertad se expresa con esa capacidad de amar, esa capacidad de adherirme al
bien (eligiendo los medios oportunos). Por eso debo reconocer, aceptar y asumir mi condición de
criatura, con mi responsabilidad y mi riesgo: dependo de Dios, le debo mi amor. He de querer a Dios
del todo y para siempre, pero esto no es amor espontáneo: he de querer querer y hacerlo de modo que
mi amor se haga irreversible. Debo correr un riesgo eterno, es decir, decidirme por Dios (o no) con
consecuencias eternas. Y por este riesgo en mi elección, mi acto libre de amor se hace generoso y
meritorio. No puedo andar buscando “garantías” a mi amor.

Algo análogo pasa en el amor humano: en el matrimonio los contrayentes, precisamente


porque se aman bien -no se limitan a desearse-, se vinculan recíprocamente para toda la
vida, pues cada uno busca generosamente el bien del otro de modo total y pleno. Corren un
riesgo y no deciden a base de establecer garantías a esa entrega personal. Y lo mismo ocurre
al que se entrega al servicio de Dios en la virginidad o el celibato, adquiriendo compromisos
definitivos.

San Agustín afirma que lo propio del buen amor es imprimir al acto amoroso una tal necesidad
que sea irrevocable, eterno. Esto puede parecer paradójico, pero no es contradictorio. Dar la vida,
desvivirse, entregarse en bien del otro: eso es amar, y el amor es la vida del espíritu, su vida eterna.
La libertad no se refiere sólo a los medios (eligiendo una cosa u otra), sino que es esencialmente la
elección del fin, adhesión al fin. El fin ha de ser querido, pero el hombre puede no querer el fin, el
verdadero fin, pues puede querer simplemente su propio bien. Y esto es precisamente el pecado. Al
buscar el fin se quiere, por él, todo lo que me lleva al fin, es decir, todo lo demás. El fin perfecciona
cualquier naturaleza y, en concreto la naturaleza humana, al hombre, a la persona humana. Por tanto la
libertad resulta la mayor perfección natural posible, precisamente porque es lo que me lleva al fin
debido. De ahí la grandeza del "me da la gana" querer bien; pues es así es como me hago bueno a mí
mismo, porque bueno es el que quiere bien. Con acierto señala el Beato Josemaría: sólo cuando se ama
se llega a la libertad más plena. Y lo mismo dice Santo Tomás: cuanto más hay de caridad, más hay
de libertad.

C) LA ADHESIÓN AL BIEN DEBE HACERSE ENSEGUIDA


La libertad es la capacidad de conocer y elegir el bien. Y esto es así por ser propio del ser humano
el que sus actos dependan de sus dos facultades: inteligencia y voluntad. Y en el ejercicio de la libertad
intervienen ambas influyéndose mutuamente, pues la libertad es de la persona, no de la inteligencia o
de la voluntad simplemente. Por tanto, conviene tener presente que el conocimiento hace posible la
libertad, pero no constituye el acto libre, el acto humano, ya que interviene -de modo absoluto- la
voluntad. Con la voluntad se produce la adhesión al fin, al bien.
Pero nos podemos preguntar ¿es importante adherirnos al bien enseguida? Si un hombre, en el
mismo momento en que ha conocido el bien, no lo hace (por que a la voluntad no le interesa), entonces
se debilita el fuego del conocimiento. Y esto ocurre así por lo siguiente: en el momento inicial es muy
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difícil que la voluntad se imponga y el hombre haga en seguida lo contrario de lo que conoce como
bueno, aunque haya un deseo bastante claro e intenso. Por tanto, el modo como se consigue separarse
del bien conocido, es haciendo que la voluntad (a quien no le gusta lo que el hombre está conociendo)
retrase la decisión, deja pasar un cierto tiempo y dice, más o menos: ¡esperemos hasta mañana, a ver
como se ponen las cosas! Y el conocimiento, que está siempre bajo un cierto dominio de la voluntad,
se oscurece un poco y los instintos más bajos van tomando la delantera. Cuando ese conocimiento se
ha hecho bastante oscuro, entonces la voluntad y el conocimiento pueden ponerse bastante de acuerdo.
Y entonces a la inteligencia le parece perfectamente justo lo que manda la voluntad.

Cuenta C.S. Lewis en su libro Cartas del diablo a su sobrino una historia de un
demonio que narra a su sobrino, también demonio, cómo consiguió que un ateo continuara
siendo ateo.
“Tuve una vez un paciente, ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo
Británico. Un día, mientras estaba leyendo vi que sus pensamientos empezaban a tomar
mal camino. El Enemigo ((es decir, Dios)) estuvo al lado un instante, por supuesto, y antes
de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años empezaba a
tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de defenderme con
razonamientos hubiera estado perdido, pero no fui tan necio. Dirigí mi ataque,
inmediatamente, a aquella parte del hombre que había llegado a controlar mejor, y le
sugerí que ya era hora de comer. Presumiblemente -¿sabes que nunca se puede oír
exactamente lo que les dice?-, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho
más importante que la comida; por lo menos, creo que ésa era la línea de Su
argumentación, porque cuando yo dije “Exacto: de hecho, demasiado importante como
para abordarlo a última hora de la mañana”, la cara del paciente se iluminó
perceptiblemente, y cuando pude agregar: “Mucho mejor volver después del almuerzo, y
estudiarlo a fondo, con la mente despejada”, iba ya camino de la puerta. Una vez en la
calle, la batalla estaba ganada”.

La fuerza de la naturaleza inferior se ejercita con eficacia, precisamente al dilatar las cosas. Y, al
dilatar las cosas, nos dejamos arrastrar por la concupiscencia: éste es el modo por el cual el hombre es
capaz de esquivar el bien en sí, el verdadero bien, haciendo el bien para sí. Éste es el modo como el
hombre usa mal de su libertad y como logra pecar, es decir, como logra apartarse del amor de Dios,
como logra no amar lo que debe amar. El bien hay que hacerlo en cuanto lo vemos como verdadero
bien.
A continuación vamos a desarrollar más la tarea de esas dos facultades.

2. Funciones de la inteligencia y la voluntad en el acto de amor.


El alma vive gracias a las dos facultades que son la inteligencia y la voluntad. Ambas son distintas
entre sí, pues la primera tiende a la verdad y la segunda al bien. Al obrar se unen en el acto humano,
en la persona. Todo acto humano es a la vez inteligente y voluntario. No existen actos en que
intervenga solamente una de las dos facultades.
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La verdad es la identificación o adecuación del intelecto a la cosa, es hacerse la cosa atrayéndola


hacia sí. Podemos decir que, al contemplar la verdad, la identificamos "hacia adentro". En cambio el
amor es salir de sí para hacerse al amado, es la identificación objeto-sujeto "hacia afuera".
La inteligencia está al servicio del amor. Pero conviene tener presente que la dilección (el amor
voluntario) es el motor que mueve todas las demás potencias del hombre y la dilección se mueve a sí
misma. El amor después engendra el deseo y el deseo aspira a la unión (por ejemplo, si uno quiere ir a
la playa, va provocando el deseo y pone los medios para hacerlo, llegando así a la unión que es estar en
la playa). Y así se llega a la posesión del amado, al descanso en el amado, que es deleite o fruición, y
se alcanza la felicidad.
Por tanto la voluntad inicia el movimiento hacia el amado y lo termina. Y el amor es lo que hace
que se profundice el conocimiento. Y siempre es el amor el que inicia el movimiento hacia el amado,
pues el conocimiento sólo lo atrae hacia sí.

Es cierto que nada puede ser amado sin ser conocido, pero no hace falta que sea
perfectamente conocido para ser muy amado: Dios, lo mismo que una persona humana,
pueden ser muy amados aun siendo poco conocidos. Todos los seres superiores a uno
(Dios, los ángeles, los padres, etc.) es mejor amarlos que conocerlos. En cambio los seres
inferiores (los animales, los seres materiales) es preferible conocerlos más que amarlos.
Cuando amamos mucho algo que conocemos poco, crece nuestro conocimiento y, a su vez,
aumenta más nuestro amor.

Pero en esa acción conjunta de inteligencia y voluntad es a la voluntad a quien corresponde la parte
intensa del acercamiento al amado. La inteligencia es el medio por el cual se consigue que el amor
repose en el fin: cuando tengo delante lo amado lo conozco mejor que antes. Así, aunque parece que la
felicidad sea el poseer, en realidad más que el poseer es el estar poseído por el Bien. Por esto se habla
del éxtasis del amor. El amor es éxtasis (es decir, el alma se embarga por un sentimiento de
admiración, de gozo hacia el amado), es la fusión en el amado y la identificación con él y así me hace
vivir su vida, su Amor. Y ese amor facilita a su vez un mayor conocimiento. Es más, sólo por medio del
amor verdadero se alcanza un profundo conocimiento: la inteligencia, el "leer dentro", ya que es
precisamente el amor el me identifica con el otro, me coloca en su lugar: que es lo que justamente
llamamos "comprensión".

Esto se puede ilustrar con diversos ejemplos:


- una madre, por el hecho de amar mucho a sus hijos, los conoce mejor que el médico,
el profesor, etc. Por esto son los padres los que más comprenden a sus hijos y, por tanto,
como los comprenden, también son los que los perdonan con más facilidad.
- una materia que “no nos gusta”, a la que se le tiene "antipatía", se asimila con mucha
dificultad, aunque se tenga una buena inteligencia;
- el buen conocimiento filosófico es efecto del buen amor, de una buena actitud
amorosa, de un querer ver y amar lo bueno de la realidad. Por esto toda buena filosofía
empieza por la admiración, por el respeto ante la realidad, por una buena actitud ética.
Si en vez de la admiración, se quiere alcanzar el conocimiento a partir de la duda (es lo
que hizo Descartes, y con él la llamada filosofía moderna), siempre se podrá tener con la
“crítica”, un buen conocimiento de algún aspecto parcial, pero el conocimiento total será
poco profundo. Podemos poner un ejemplo un poco duro: si alguien, en vez de admirar y
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querer a su mamá, duda de si es realmente su mamá, quizá conozca muy bien algún aspecto
concreto de su mamá, pero se puede decir con seguridad que nunca la conocerá de verdad
y, además, su vida será un tormento;
- también el conocimiento de la fe es profundo en la medida que hay amor: si se ama
de verdad a Jesucristo, se conoce bien y con profundidad la doctrina. Por esto las personas
que puedan dar a conocer la fe cristiana son las que son verdaderamente piadosas y no las
simplemente inteligentes.

3. El amor, vida del espíritu


Los seres espirituales tenemos dos facultades: inteligencia y voluntad, pero como ya se dijo, lo que
arrastra a la persona es la voluntad, el amor: y por esto la vida espiritual es amor. El espíritu vive
como tal en la medida en que ama. Si un hombre no ama, está muerto en cuanto ser humano, aunque
tenga su vida animal, pues carece de su operación específica como ser espiritual. Nos referimos al acto
voluntario de no querer amar, lo cual es el fruto de un amarse a sí mismo, de un no querer darse a los
demás. La incapacidad o la falta de deseo de amar produce una ausencia del amor electivo a Dios y a
los demás. Y al faltarnos el amor que debemos querer tener hacia Dios y hacia los demás, se produce
una rotura, nos causa la muerte espiritual.

Lo dicho es verdad en la ética o moral natural, pero también en la moral cristiana en que
se llama pecado mortal el que da la muerte, el que quita la vida sobrenatural.

A) EL BUEN AMOR HACE AL HOMBRE BUENO


Por todo lo dicho se ve que es por el amor como el hombre recibe su calificación definitiva, lo que
determina su valor como ser espiritual. Según como ama el hombre así será bueno o malo. Y un
hombre es bueno si es buena su voluntad, si desea amar bien. No se dice que un hombre es bueno
porque es bueno en parte, sino porque es totalmente bueno y eso sucede con la bondad de la voluntad,
ya que la voluntad arrastra a todo el hombre: sólo es bueno el hombre que tiene buena voluntad.
Todos podemos ser absolutamente buenos, pues nada nos impide que amemos: hay muchas cosas
que no podemos hacer porque nos faltan ciertas cualidades, pero para amar lo único que se necesita es
querer amar. Si nuestro amor es bueno e intenso, seremos buenos. En el núcleo de nuestro ser, todos
somos iguales, pues todos podemos amar, tenemos capacidad para hacerlo. Las diferencias que puede
haber entre unos y otros (inteligencia, salud, educación, etc.) son menos importantes (en su mayor
parte son cualidades simplemente recibidas), que no nos definen como somos. Al final, al llegar a la
muerte, nuestra categoría dependerá de lo que cada uno haya hecho libremente con su amor: seremos
todos diferentes, y cada uno será responsable de su diferencia. No en vano dice San Juan de la Cruz,
refiriéndose al momento de la muerte: “en la tarde te examinarán en el amor”.

El amor tiene relación con el temor. Se denomina temor la pasión que lleva rehuir un
mal amenazador que es difícilmente evitable. Pero puede haber dos clases de temor: el
filial y el servil. Al amor honesto (es voluntario) que es el verdadero, el que busca el bien,
se le opone lo que se llama el temor filial; y al amor de concupiscencia o amor al placer
(que es el natural o espontáneo) se le opone el llamado temor servil.
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El temor filial es el temor al desamor, a la culpa, a la separación voluntaria y culpable


de quien debo amar, es el temor del buen hijo que teme disgustar a su padre precisamente
porque le quiere. Esto es buen amor.
El temor servil es una forma de egoísmo, pues sólo se teme el castigo, la pena, es temor
simple al regaño, a las malas consecuencias que tiene algo para mí. Al que tiene
simplemente amor servil, no busca amar, sino amarse.
De ahí que no es buena pedagogía hacer ver a las personas, simplemente las malas
consecuencias de sus actos, es decir, es un error destacar el castigo, señalar que ciertos
actos "no le convienen", pues el pecado es una cosa y otra son las consecuencias: el
pecado es no poner amor honesto en donde hay que ponerlo y las consecuencias son los
resultados. Para poder ayudar a los demás a ser buenos, hay que fomentar siempre en ellos
la capacidad de amar, desarrollar el temor filial y no fomentar simplemente el temor servil,
invitándoles a salir de sí mismos: a realizarse con plenitud, a darse bien y del todo. Y sólo
así se puede ayudar a los otros a ser buenos.

B) EL NO QUERER AMAR HACE MALO AL HOMBRE


Dios nos da capacidad de querer, capacidad real de amar y esto es lo que nos salva: el querer amar
(y amar bien). Sin embargo, el hombre se pierde cuando no quiere amar, cuando recorta su capacidad
de amar. Sólo amando, dándonos a Dios y a los demás, nos vamos realizando como personas. Es así
como conseguimos la verdadera libertad y amamos sin limitarnos a desear (que es amarnos a nosotros
mismos, amar nuestro bien, lo que nos gusta). En cambio, por el desamor libre a Dios yo me reduzco a
mí mismo, me resto personalidad y carácter. Vamos a aclarar más esto.
Todos sabemos que uno de los pecados capitales es la pereza; pero esta pereza algunas veces se
entiende, de modo erróneo, como falta de laboriosidad. Sin embargo se trata de otro tipo de pereza
mucho más dañina, se trata de la pereza espiritual o acedia, llamada también tibieza o
aburguesamiento que es el deseo consciente y determinado de no querer amar. Se manifiesta por una
tristeza molesta, que apesadumbra, una indolencia para empezar lo bueno. Con la acedia o tibieza el
hombre renuncia a amar, renuncia a lo mejor que tiene, no quiere ser tan grande como lo que realmente
es. La acedia o tibieza es una auténtica huida de Dios. En cambio, lo contrario a la acedia es la
grandeza de ánimo y la alegría que es fruto del amor divino sobrenatural. Es el descanso en Dios.

Imaginemos una persona que se da cuenta de las exigencias graves y divinas en relación
al amor que debe manifestar a un hermano, a una hermana, al marido, a la esposa, etc. y no
quiere hacerlo, se resiste a lo que Dios le pide, se enfrenta con Dios, aun sintiendo
interiormente la llamada a ser generosa. Podríamos decir que decide hacer lo que quiere, a
pesar de ser contrario a lo que Dios le pide, aunque tiene clara su obligación.
Otro caso peor es el de una persona que siente la llamada de Dios y no quiere entregarse,
a pesar de ver la vocación con claridad. Se empeña en recortar sus posibilidades y no
quiere ser generosa. En el fondo lo que desea es no ver la verdad, no ver las exigencias.
Santa Teresa de Jesús cuenta que ella rezaba por su vocación, pero, realmente, no quería
verla.
Un tercer caso, mucho más grave que los dos anteriores, es el de la persona que ya está
entregada a Dios y no quiere esforzarse en amar, no quiere darse, decide abandonarse en
la tibieza, en el aburguesamiento.
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Conviene tener siempre presente que, dada su especial gravedad, la tibieza no es un pecado que se
produce “de repente”, ni se trata de “un descuido”: se cae en la tibieza cuando hay una aversión
consciente a lo que Dios pide, cuando se da una real huida de Dios. El pecado de tibieza requiere, por
parte del hombre, una resistencia clara a la exigencia divina de ser amoroso, lo cual significa algo tan
antinatural, como que el hombre no quiere ser lo que Dios quiere que sea, es decir, no quiere ser lo que
realmente es.
Lo dicho son las causas de la tibieza, pero ¿qué efectos tiene? ¿cómo se manifiesta? El resultado de
la resistencia de la criatura a Dios, lleva al hombre por caminos que van desde la inquietud de espíritu
(dispersión, afán de novedades, falta de sosiego, charlatanería, falta de reposo, etc.), hasta la
obstinación en la huida de Dios, buscando inútilmente que Dios le deje en paz. Esto produce, cuando
no hay arrepentimiento, la soledad, la incoación del infierno en la tierra, que es tanto más grave, cuanto
mayor es la proximidad con Dios y sus exigencias.
Y todo esto, que es grave para cualquier hombre, es mucho más grave para el cristiano que no sólo
se niega a amar con amor natural, sino que renuncia a algo mucho más grande: el amor sobrenatural de
su filiación divina.

C) EL BUEN AMOR NO BUSCA EL PLACER, SINO EL BIEN


Sólo amando de verdad seremos felices, pero esta felicidad ha de ser siempre una consecuencia y
no algo buscado como primordial, como objetivo primero.
Los hombres no elegimos propiamente entre el bien y el mal (en cuanto tales), sino entre Dios
(poniendo como segundo objetivo mi felicidad) o mi felicidad (poniendo a Dios como segundo
objetivo o ignorándolo).
Cuando alguien peca, cuando alguien elige “el mal”, no elige el mal, ni busca negar directamente a
Dios o ir contra Dios. El pecado es no quererlo como Dios (es decir, ponerlo en segundo lugar, no
quererlo realmente por encima de todo). Y si no quiero a Dios como Dios, esto me incapacita para
quererlo (lo mismo pasa con la propia madre: o la queremos como madre o no la queremos).
Y una cosa análoga pasa con el pecado contra el prójimo: no es necesario querer su mal, basta no
querer su bien, ignorarlo como persona, usarlo como cosa. Y por esto se ve la falsedad de la frase que
se pronuncia para afirmar la propia “bondad”: “no quiero ningún mal para fulano: simplemente lo
ignoro”. Esto quizá sea malo para el otro, pero para quien resulta dañino es para uno, pues recorta la
capacidad de amar y nos hace realmente malos.
Lo importante, por tanto, es amar. El amor es lo que nos califica de modo radical como moralmente
buenos o como malos. Cuando un persona busca simplemente, desaforadamente ejercer su “derecho a
ser feliz”, lo que está buscando no es amar, sino un placer, o una compensación a un placer perdido, y
esto a costa de querer ignorar lo que Dios le pide: aprender a amar más y mejor. La verdadera felicidad
es consecuencia del buen amor, del bien, y no un simple fruto del placer.
Por esto es un error grave identificar el bien con el placer y el mal con el dolor. El bien y el mal se
relacionan con lo voluntario, con la libertad, con el amor electivo, son realidades objetivas de ese
amor: ese amor termina o en bien o en mal, es decir, o amamos el bien en sí o el bien para mi, o
amamos a Dios o nos amamos a nosotros mismos. En cambio el placer y el dolor son consecuencias
que padezco por el amor natural (o espontáneo). Aunque aparentemente el placer se asemeja al bien
(es “bueno” sentir placer) y el dolor al mal (es “malo” sentir dolor), en realidad son cosas distintas.
Incluso según como use tanto el placer como el dolor, pueden llevarme, cualquiera de ellos, tanto al
bien como al mal: depende de mi amor electivo.
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Por ejemplo una persona con buenas cualidades (inteligencia, simpatía, belleza,
capacidad de trabajo, dinero, etc.) puede hacerse mala si se ama a sí misma, si pone todas
las cualidades que posee al servicio de su amor propio, de su egoísmo. Y por el contrario,
una persona que está enferma o tiene un hijo enfermo, puede, gracias a su contrariedad,
ensanchar el corazón y hacer que ese dolor le sirva para ser más buena, mejorar su alegría
y ser un apoyo para los demás.

Lo único que da vida al espíritu es el amor, el buen amor, el amor electivo.

4. El amor personal
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue tres amores, como posibles tendencias a tres posibles
bienes:
* El amor de benevolencia, que es el amor al otro, querer el bien para el otro, amar su bien.
* El amor de placer o concupiscencia, que es el amor del bien para mí, el amor del bien
placentero, en cuanto me produce deleite, tanto espiritual como corporal.
* Y por último, el amor útil, el amor de lo que es bueno sólo como medio para alcanzar uno de los
otros bienes.

No se trata propiamente de tres especies del mismo género. En realidad, sólo el amor de
benevolencia o amor electivo es amor en sentido pleno. Los otros dos amores (el placer y la utilidad)
son apetencias o deseos. Con acierto escribe San Bernardo: “El amor excluye todo otro motivo y otro
fruto que no sea él mismo. Su fruto es experimentarlo. Amo porque amo; amo para amar”.
Si deseamos dar vida al amor de benevolencia, al amor voluntario, podemos preguntarnos: ¿qué
debemos amar? De todas las cosas que podemos amar, lo más “amable”, lo verdaderamente amable
con amor de benevolencia son las personas. Sólo las personas pueden ser amadas con verdadera
dilección, y sólo así deben ser amadas: porque sólo las personas son verdaderos bienes en sí, de alguna
manera absolutos, en cuanto dueños de sí mismos, en cuanto libres y seres que pueden amar, que son
capaces de amar eternamente. Y el amor desea ser eterno: “No deberías morirte nunca” es la frase que
se puede dirigir a quien de verdad se ama.
Cuando amamos de verdad -con amor de benevolencia o amor honesto- a alguien, lo que amamos es
precisamente su amor, su libertad de amar; y no ésta o aquella cualidad suya, sea física o espiritual
(aunque las buenas cualidades ayudan sin duda alguna). Como dice Andrés Eloy Blanco: “lo que hay
que amar es lo libre en el ser humano”. Nadie es capaz de aceptar un amor de una persona
condicionada a darnos su amor, una persona que no sea libre. Toda persona -hermosa o no, inteligente
o no, útil o no- puede ser amada, en cuanto que es libre y amorosa.

Y esto es distinto a lo que ocurre con las criaturas que no son personas, que están
siempre en función de las personas, pues éstas son las directamente queridas por sí mismas;
todo lo demás ha sido creado para el servicio y regalo de las personas, es el conjunto de los
bienes útiles. Puedo amar un animal, pero ese amor será un amor de concupiscencia (puedo
jugar con él), o un amor útil (puede defender mi casa). Si pretendo amar a un animal como
a una persona es que estoy pervirtiendo mi amor y dirigiéndolo hacia algo falso, me rebajo
a mí al rebajar mi buen amor.
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A Dios que es la Persona en sentido absoluto y el Amor por excelencia, es al único a quien se le
debe todo el amor de benevolencia. Por la razón natural sabemos que Dios es personal (aunque los
cristianos sabemos por revelación que en Dios hay tres Personas). Como la persona es lo más perfecto
que se da en la naturaleza, el Autor de la naturaleza que es Dios, posee de modo eminente esta
perfección. A Él se le debe la totalidad del amor, precisamente porque nos ha hecho amorosos y ser Él
esencialmente amoroso. De modo derivado se le debe también amor a cada persona humana, en cuanto
sujeto de amor.

Aquí hay que decir que así como no amamos a la divinidad, tampoco amamos a la
humanidad como algo abstracto, sino a las personas, una a una. Ninguna madre de
familia numerosa ama a “los hijos”: ama a cada uno de los hijos, uno a uno. Y es
sintomático que los filántropos amadores de la humanidad (por ejemplo: Rousseau, Marx,
etc.) fueron, en su vida privada, personas que, tal como atestigua claramente la historia,
destacaron por su egoísmo, su falta de amor y comprensión hacia las personas con las que
convivieron, a las que hicieron sufrir abundantemente: eran simples “teóricos” de la
bondad.

El amor a las personas humanas es un amor que, por ser yo una criatura debe tener un fin. Y ese
fin es Dios. Si no amo por Dios, amo por mí. Cualquier amor termina en Dios (de modo más o menos
confuso, pero real) o termina en mí. Y puedo amar terminando en mí, cuando busco a los demás
simplemente porque se me asemejan, me placen, etc. Cuando hay un verdadero amor a Dios en este
amor caben todos los demás amores: el amor a otras personas -en cuanto amadas por Dios- y el amor a
mí mismo. Si falta el amor de Dios (aunque este amor puede tener muchas veces para el sujeto un
sentido amplio), si se desea amar a una persona exclusivamente por ella misma ignorando por
completo a Dios, el amor a esa persona se hace siempre precario: carece de una razón verdaderamente
última, de un sólido asiento, y está expuesto a la frustración: basta pensar en la realidad de la muerte.
Cuando pretendo amar a los demás ignorando a Dios, no puedo fundar una ética consistente: sólo
el amor de Dios funda una ética objetiva y universal. El buen amor busca el verdadero bien, busca un
fin trascendente. Por esto, como ya se dijo antes, la ética (o la moral) es esencialmente religiosa. Sin
Dios no hay moral (ni ética alguna), no hay libertad ni responsabilidad, ni sentido posible de premio y
de castigo. E inversamente, cuando se rechaza alguna norma de la ética objetiva y universal, se rechaza
después a Dios.

Una anécdota puede ilustrar lo dicho: un enconado litigio enfrentaba en la Edad Media
al monasterio de Solesmes (Francia) con el señor feudal de Sablé, cuando un día el prior de
Solesmes y el caballero se encontraron en un puente sobre el río Sarthe. "Monje -dijo el
señor-, si yo no temiera a Dios os echaba al río"; "Señor -respondió el prior- si teméis a
Dios, yo no tengo nada que temer".
El temor de Dios era entonces la mejor defensa del débil frente a la prepotencia del
fuerte. Y si hoy el fuerte que no teme a Dios se frena y no abusa, es por el posible recurso a
la justicia civil, a la imagen que puede deteriorarse ante la opinión pública, etc. En el
fondo, el fuerte que no busca a Dios, que no busca el bien en sí, busca simplemente su
bien: basta pensar en la generalizada corrupción.
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Hay personas que piensan que se puede hacer un mundo bueno sin que las personas se
sientan dependientes de Dios: basta, según ellos, en organizar bien las cosas, con una
buena vigilancia en el campo social. Y se puede uno preguntar: ¿quién vigila a los
vigilantes?

5. El amor como transformación


Santo Tomás estudia el amor como transformación del amante en el amado, que es lo propio del
afecto. Transformación es cambiar la forma (trans-formar) y, en el caso del amor, es adquirir el amante
la forma del amado, es hacerse uno con el amado.

Aristóteles desarrolló la doctrina filosófica denominada hilemorfismo para explicar la


composición de los seres corpóreos o materiales, es decir, de aquellos seres donde hay
generación y corrupción. Señaló que, en dichos seres, se pueden considerar dos elementos:
materia y forma. Se denomina materia o materia prima el substrato común a todos los
cambios materiales, es decir, es algo absolutamente indeterminado. Es decir, en todos estos
entes permanece la materia siempre como potencia (lo que tiene capacidad de ser, pero que
no es), de un sujeto que cambia, dejando de ser una cosa y pasando a ser otra, lo cual
equivale a decir que pierde la forma o forma substancial (que es acto de aquella potencia)
pasando a tener una forma distinta. Entonces, por el cambio de forma, esta materia es ahora
esta cosa. Antes del cambio podía serlo; después del cambio lo es actualmente. La materia
es cosa en virtud de la forma. Por ejemplo, un gato vivo tiene su forma de gato, la cosa o
materia que tengo delante es gato por estar en acto como gato. Si el gato muere, la materia
(que dijimos era absolutamente indeterminada) pasa a ser un cadáver, pues está en acto
como cadáver. Antes de morir el gato podía ser cadáver, pero después de morir es cadáver.

La forma en el hombre, es el alma, y la forma es lo que hace que sea hombre, es el principio del
obrar del hombre. Cuando un ser humano ama a otra persona, el deseo de benevolencia hacia el
amado, el deseo de hacerle bien, el afán de hacerlo feliz, hace que el amante, por el amor (que, como
sabemos, arrastra hacia el amado), se incline a actuar, a obrar, según el modo de ser del amado y hace
que el amante siga dócilmente sus deseos. Entonces el comportamiento del amante va al unísono con la
voluntad del amado, es decir, el amante no vive con su propia alma, sino que "vive" con el alma (con
la forma) del amado y por esto el que ama se trans-forma. Esto no es penoso para el amante, por el
contrario, es algo muy deleitable hacer cualquier cosa e incluso sufrir por el amado. Como dice un
personaje de Alejandro Casona en una de sus obras que “en el matrimonio, ninguno de los dos manda:
los dos obedecen”. Por esto en la transformación el amor hace que el amado penetre en la interioridad
del amante, con una penetración que tiene características de una herida profunda y dulce.

Esto ocurre en el amor humano y también en el amor divino. Es conocido el fenómeno


místico de la transverberación de Santa Teresa. Ella cuenta, con mucha sencillez, cómo vio
un ángel con un dardo, en el que aparecía un ascua encendida en la punta, que le atravesaba
el corazón: el dolor y la dulzura de la herida la llevaron al desfallecimiento, lo cual era
fruto del amor de Dios. Bernini hizo una estatua (que está en una iglesia de la ciudad de
Roma) con la cual intentó expresar ese momento.
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El amor también produce éxtasis (que, como ya se señaló, es un estado del alma dominada por un
sentimiento de admiración el cual produce la unión con el amado) y hace que el amante se separe de sí
mismo. De ahí que el verdadero amante pierde el “límite” que lo contiene que es el amor propio.
Podríamos decir que el amante se deja poseer por el amado, se produce como una “licuefacción” (que
es la transformación de sólido en líquido). Un hombre, si no ama, se podría decir que es sólido, pues el
amor propio hace que esté unido a sí mismo. En cambio si ama es como si pasara a ser líquido es decir,
deja de tener unos límites perfectamente definidos y se vierte o se difunde, adquiere la forma de lo que
lo contiene, es decir, se adapta al amado: el amante adquiere la forma del amado. Incluso en
castellano, cuando una persona quiere mucho a otra, se dice que “está colada”: pasó a líquido y
atravesó el límite que tenía, es decir, el “colador” en que estaba contenida mientras era “sólida”.
En cambio la disposición contraria, el esfuerzo por no amar, el empeño en no dejarse poseer, se le
llama con acierto dureza de corazón. Y esto es lo que decimos de alguien que no nos quiere
comprender o, mejor dicho, que no nos quiere querer. Para poder querer, para poder amar de verdad,
hay que saber perderse en el amado y es peligroso intentar protegerse para no darse demasiado, pues
esto indica que no hay amor verdadero. Por esto no es buen camino, por ejemplo, ir al matrimonio
intentando conservar a toda costa la propia personalidad.
Vivir para sí mismo, amarse de modo incondicional a sí mismo, impide la suavidad del afecto y del
buen amor, endurece. Y cuando una persona no quiere amar es como si dejase de ser persona para
pasar a ser “cosa”, se puede decir que se cosifica. Incluso cosifica también todo lo que ama, ya que no
ama con amor de benevolencia, sino por un amor a sí mismo que, en relación a los demás, en vez de
darse, en vez de transformarse, busca en ellos la utilidad o el placer.

De ahí que la soberbia (que busca el usar de los demás, que le sean a uno útiles) y la
lujuria (busca el placer que le pueden proporcionar los demás) se reclaman mutuamente.
La soberbia es el afán de dominio, el buscar que mi yo esté por encima de los otros, la
tendencia a amar a los demás con el simple “amor útil” (de ahí que surja la expresión de
mujer objeto o del hombre no sólo dominado, sino “manejado” por una mujer). Por su
parte la lujuria busca el placer, pero el lujurioso no sólo busca el placer: busca su propio
placer, con el acento puesto en su yo, en su dominio. Por esto van juntas, por esto se dice:
lujuria oculta, soberbia manifiesta.

En resumen, el mal amor, el amor a sí mismo, no transforma en el amado, ya que, para este tipo de
amantes egoístas, el amado es él mismo, e intenta obtener de los demás o placer o utilidad que son los
dos medios para quererse a sí mismo.
Existe una frase bastante corriente y que es desafortunada por falsa: "la caridad bien entendida
empieza por uno mismo". No existe ningún precepto divino que nos mande amarnos a nosotros
mismos. Y no existe ya que, para amarse uno a sí mismo, a cada uno le basta y le sobra con su propio
instinto y su propia necesidad, es decir, con el amor natural, y no hace falta para esto poner por obra el
amor voluntario: basta dejarse llevar. Lo que hay que hacer siempre es amar a los demás como me amo
a mí mismo, lo cual significa: amar voluntariamente a los demás como nos queremos naturalmente a
nosotros mismos. Por esto necesitamos toda la autoridad de Dios que nos manda amarle a Él por
encima de todas las cosas y amar a los demás por Él.
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6. La correspondencia del amor


A) AL AMAR A DIOS (O A LOS DEMÁS POR DIOS) SIEMPRE HAY CORRESPONDENCIA
Es propio de todo amor, también del divino, desear ser correspondido. Precisamente Aristóteles
definió la amistad como amor honesto recíproco o correspondido. No hablamos aquí del amor natural
que es el placentero. En éste no buscamos propiamente correspondencia, sino más bien recibir algo que
nos gusta. Y hacemos lo posible para obtenerlo. Esto no significa que el amor placentero sea malo
(todos necesitamos el placer, es humano el desearlo), pero el simple amor placentero no genera
amistad.
Con Dios debemos tener amor de amistad: el mismo Dios lo desea por nuestro bien. Si amamos a
Dios, como Él nos quiere, tendremos así amistad y sólo así lograremos ser buenos. Dios quiere mi
amor porque me ama. Y nosotros queremos su amor porque le amamos. Precisamente a Dios le ofende
mi pecado sólo porque me ama. Si no me amase, todos mis actos le serían completamente indiferentes.
Pero como me ama se puede decir que "le duelen" mis pecados. Y le duelen precisamente por estar
identificado conmigo. Dios desea unirse a nosotros que somos criaturas espirituales, y de esta forma se
hace uno con cada uno, se hace uno conmigo. Por esto se puede decir que soy su "otro yo" y mi mal se
hace suyo: por esto se puede decir que "le duelen" mis pecados. Y si esto alguien no lo entiende, no
debe entender tampoco el dolor de una madre por el mal comportamiento de un hijo: ella desea que su
hijo sea bueno, por el bien de su hijo, precisamente porque le quiere. Y si se porta mal, “ le duele”.
Todo esto, como ya dijimos más arriba, está provocado por esa transferencia o transformación que obra
todo buen amor entre el amante y el amado.
El primer amor es el amor de Dios. Y, como el deseo de correspondencia es natural, no puedo
realmente amar a Dios, que es Amor, sin desear ser correspondido. Sólo que, en este caso, no puede
haber nunca frustración, ya que más que correspondencia a mi amor, hay amor anterior: Dios nos amó
antes que nosotros le amáramos a Él y podemos decir que su amor es seguro: Él es fiel. Y esto también
ocurre en el amor de los padres: los padres aman a sus hijos antes de que sus hijos les amen a ellos.
Por tanto, si yo vivo rectamente y amo a Dios y, además, amo a los demás por Dios, cuando en el
amor de otras personas se produce una falta de correspondencia notable, la frustración (que es natural
y se percibe) es sólo relativa, y de ninguna manera puede justificar mi desamor, porque las he de amar
por amor de Dios y Dios me sigue amando a mí y las ama a ellas. Entonces, en medio del natural dolor
(algunas veces muy notable), como sé que Dios me ama y he recibido de Él todo el amor, me siento
bien pagado.

Esto explica las admirables reacciones de muchos padres o madres que son abandonados
(física o moralmente) por sus hijos: siguen teniendo para ellos la puerta abierta, es decir,
no les guardan rencor. Sufren, pero les quieren: basta recordar la parábola del hijo pródigo.
También esto se observa en el amor conyugal, pero en este amor, como se ha pedido y dado
entrega completa con exclusividad, es lógico que el dolor, mientras no haya
arrepentimiento, exija algunas veces el alejamiento para evitar el propio sufrimiento que
puede ser difícilmente soportable. Pero si el amor era verdadero, permanece, aunque puede
estar mezclado con otros sentimientos dentro del confuso fenómeno de los celos. Más
adelante volveremos sobre esto.
En cambio, esta reacción es imposible si se casaron (de modo más o menos consciente)
sin amor de benevolencia, por un amor natural o placentero, simplemente “deseándose”,
con afán de vivir un simple “te doy para que me des”. En estos casos se busca enseguida
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otro placer para recuperarse del placer perdido, con objeto de ejercitar el mito del “derecho
a ser feliz”…La profunda verdad de la vida humana es otra: no tenemos derecho a ser
felices, lo que tenemos es obligación de ser buenos.

B ) LA CORRESPONDENCIA QUE SE BUSCA INCLUYE EL PLACER


Para clarificar algo más lo que venimos diciendo sobre la correspondencia en el amor, hay que
pensar que el amor natural presupone el conocimiento del objeto amado. Por tanto, en el amor
humano, es la visión de la belleza o del bien sensible lo que está en el origen del amor sensible. No
obstante el amor no se mide por el conocimiento. Se puede amar perfectamente algo imperfectamente
conocido (a Dios, a un muchacho o a una muchacha, una carrera, etc.). En realidad, el conocimiento es
más bien el origen del amor que su causa: es una condición necesaria, pero no es suficiente. La causa
propiamente dicha está en la relación del que ama y el amado. Esta misma relación es de dos clases:
* cuando un ser carece de algo y encuentra lo que le falta. Y esto es el deseo. El deseo nace de la
complementariedad de dos seres (este amor se puede dar entre amigos aparentes, entre el hombre y la
mujer, entre los animales); y
* cuando ambos son semejantes: en este caso se puede producir, además del deseo señalado
anteriormente y superándolo, el amor de amistad. Y esto es lo propio de los seres espirituales.

Por tanto, es natural que, además de buscar el bien ajeno, deseemos recibir, pretendamos la
satisfacción de las necesidades y aspiraciones; pero dentro siempre de un amor desprendido y generoso.
Todo amor noble y generoso no sólo no excluye, sino que incluye el deseo de satisfacción o deleite
(debidamente subordinado), y el deseo de los medios útiles que, en cada caso, sean razonables. Pero
hay que vigilar para amar siempre sin andar sopesando compensaciones y midiendo pagos recíprocos:
amar es darse en bien del amado y éste puede ser Dios o los demás. Y la reciprocidad, el pago es y
debe verse como un regalo inesperado. Y sólo así podemos ser felices. Es legítima y natural una
necesidad de satisfacción, de gratificación, de ser queridos y también de obtener satisfacciones incluso
sensibles. Y esto es así por la naturaleza de las cosas: no somos seres autosuficientes, tenemos
necesidades: necesitamos ser felices, y no podemos no quererlo. Cuando quiero realmente ser bueno,
puedo esperar -e incluso debo- y desear ser amado por la persona que amo, su correspondencia.
En cambio, Dios no hace las cosas para recibir algo. Por eso, cuando se habla de amor puro u
honesto, no se trata del desaforado deseo o afán de desinterés absoluto -que sólo es posible en Dios-.
Esto, cuando se presenta, podría ser índice de un refinado amor propio (“yo soy bueno, pues doy sin
esperar nada a cambio”). Este deseo de recibir lo tengo en relación a Dios: Dios me ama y quiere mi
bien y yo, precisamente porque le amo, puedo querer en Él mi propio bien.

Para aclarar lo que venimos diciendo, nos conviene analizar la diferencia que hay entre
nosotros y los animales.
Los animales tienen el instinto por el que captan lo apetecible o nocivo que hay en las
cosas para su naturaleza animal. En cambio el hombre no se limita a tener instintos, sino
que sus sentidos participan de su racionalidad. No sólo capta lo verdadero y lo falso, sino
que capta el bien y el mal por su naturaleza de hombre (lo meramente apetecible o nocivo
que es lo que captan los animales, lo propio de ellos). Es decir, el hombre capta lo que es
bueno o malo no para mí, sino en sí, lo que está conforme o no con el buen amor y, en el
fondo, con el amor divino.
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Si el hombre, dejándose llevar por su egoísmo (por el amor de sí mismo, por el simple
amor natural reforzado por su propia voluntad), piensa y juzga de los demás según lo que
le apetece, ya no actúa como un hombre buscando el bien, sino como un animal: se esfuma
su ser personal y queda reducido a su animalidad. Y puede llegar a tener ciertas lesiones
psíquicas, e incluso corporales, por este comportamiento.

7. El amor como entrega


A) EL SIMPLE CONOCIMIENTO (O EL SIMPLE PLACER) NO GENERAN ENTREGA
Ya hemos señalado que, cuando se conoce a una persona o alguna cosa por medio de la inteligencia,
lo que hace es captarla, posesionarse de ella, podríamos decir que lo conocido va hacia la inteligencia
que conoce, hacia la persona: el conocimiento va hacia adentro. En cambio, cuando se ama, el amor
lo que hace es llevar a la persona que ama hacia el objeto o persona amada. Es decir, el amor
expropia, va hacia afuera, saca de sí, enajena (es decir, hace "ajeno" al amante).
Cuando me relaciono con Dios y con las demás personas, debo amarlas, debo buscar la unión, y por
eso al principio y al final de ese conocimiento tengo que poner el buen amor. El conocimiento no
puede ser un fin en sí mismo, pues se transforma en curiosidad, en una especie de amor deleitable, el
simple gusto por saber, por conocer, lo cual produce o expresa el amor desordenado a sí mismo. Todos
conocemos que las personas que se gozan de sí mismas, que se contemplan en sus propios
conocimientos o en sus propias cualidades, son personas egoístas. Quien contempla sin amar, quien
se limita a hacer un juego intelectual con lo que conoce, hace traición al amor, encierra siempre
egoísmo.
Este conocer sin amar, esa actitud de contemplación intelectual, lleva a falsificar el amor, pues
desarrolla el amor natural sin que haya amor electivo. Y hoy tenemos bastante generalizada la
falsificación del amor, haciéndole equivalente al me gusta o me place (basta recordar las calcomanías
que aparecen en muchos carros: I love con o sin el dibujo de un corazón, refiriéndose a una persona, un
animal o una cosa). Esta invasión de afectividad sin el deseo del buen amor, destruye las buenas
relaciones humanas.
Urge restituir al amor su dignidad, por esto hay que quitar al deleite (sea sensible o sea intelectual)
su primacía y la importancia que se le concede actualmente, y afirmar claramente la importancia de la
entrega. Gustar es sentir complacencia por una cosa, cuando agrada o parece bien. Como ya hemos
señalado, es lógico que muchas veces el amor humano (e incluso el divino) se desarrolle a partir del
hecho que algo nos gusta, pero esto, por sí mismo, no produce el amor de benevolencia. Son muy
conocidas las bellezas huecas que se pueden admirar, pero que son difíciles de amar. No amo
simplemente porque me gusta. Amo porque es bueno, porque deseo su bien (y eso vale para el amor a
Dios y el amor a cualquier persona) y entonces incluso me gusta todavía más.

B) EL BUEN AMOR LLEVA A LA ENTREGA


El amor se reconoce como verdadero amor precisamente porque encuentra en todos algo que amar.
Por esto decía el Beato Josemaría: “si no veis las cosas buenas, no podréis ser buenos”. Siempre es
necesario ensanchar el corazón al pensar en las personas que nos rodean y olvidarse de si nos caen o no
nos caen bien: hay que admirar lo que valen y querer su bien.
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Y este buen amor es el que no busca las cosas propias, no busca la propiedad suya, sino la del otro,
se entrega al otro, busca que el otro sea su propietario, se hace voluntariamente propiedad del otro.
Ama a cada uno tal como es, con sus defectos, con su modo de ser y no porque se asemeja a uno
mismo; ama porque es libre, porque tiene capacidad de amar, porque Dios le ama, porque es hijo de
Dios. Y esto es amor recto (es decir, tengo rectitud de intención al amar, tengo deseo de amar con
amor de benevolencia).
Al amar rectamente a otro se obtiene además el deleite del amor; pero esto -como ya dijimos- hay
que mantenerlo como secundario, como un feliz resultado casi imprevisto; y hay que evitar que se
transforme en el motivo principal de nuestro amor. El amor verdadero no puede limitarse a un egoísmo
compartido y coincidente, es decir, te doy para que me des, lo cual, por desgracia, ocurre en ciertos
matrimonios y en ciertas amistades. Esto más que amor, parece un simple pacto o negocio. Y, en
estos casos, no hay entrega.
La entrega fundada en el amor fundado a Dios y en el deber de amar a Dios y a los demás por Dios,
no depende ya de la correspondencia del otro (pensemos en la parábola del hijo pródigo). De modo que
si el otro dice: ya no te amo; debo responder: pues yo te seguiré amando. Esto es verdadera
independencia en el amor. Esto es libertad. Esto es amor verdadero.
Como ya dijimos en otro lugar, todo buen amor expropia, enajena, saca de sí, da olvido de sí y
pertenencia al amado. Pero hay que tener presente que la entrega que sigue al buen amor nos hace
vulnerables. En la medida que empezamos a amar, que nos entregamos, comenzamos a necesitar
correspondencia. Que nos quieran o no, nos afecta más o menos en la medida en que queremos más o
menos a esas personas. La manera de librarnos del dolor que nos causa la falta de correspondencia, es
dejar de manifestar una entrega a esta persona mediante el distanciamiento: físico, con la separación o
distancia material; psíquico, evitando el recuerdo; moral, considerando la falta de aquella persona.
En cambio, en el caso del egoísta, lo dicho no se da, ya que éste no quiere entregarse y se guarda de
querer a nadie, para no estar en dependencia de reciprocidad: como él no quiere a nadie, no le importa
que los demás le quieran o no.

8. Los actos del amor


Como ya sabemos, el amor es querer, pero no querer hacer o querer obtener algo, sino querer al
otro, querer el bien del otro. Y ese amor es el principio de cualquier otro querer . De ahí que diga San
Agustín que “del propio amor vive cada uno, bien si su amor es bueno, mal si su amor es malo”.

Así se ve con dos personas que se quieren: se casan, y, como fruto del amor, van
asumiendo obligaciones y cargas más o menos pesadas, pues tienen hijos, cambian de
trabajo o de ciudad, van a sus compras, seleccionan el colegio y la universidad de los hijos,
tienen que hacer frente a dificultades (enfermedades, reveses económicos, etc.) van de viaje
a un lugar u otro, ven como los hijos se casan y se separan de ellos, etc. Todos esos
quereres son fruto de ese quererse el uno al otro: de ese amor viven ambos y viven bien si
ese amor es bueno.

Nosotros hemos sido creados por un acto del amor divino, procedemos de ese amor y Dios que nos
ha hecho capaces de amar, desea que nuestra vida consista esencialmente en amar. Esa convicción, esa
realidad es la que hace exclamar a San Agustín su famosa frase: “mi peso es mi amor: él me lleva
dondequiera soy llevado”. Hemos de tener el gozo humilde de sabernos amados por Dios, porque El es
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bueno sabiéndonos amados individualmente como personas: para Dios no existe el concepto de
muchedumbre. Y hay que saberse amado singularmente, como Dios amaba a Adán, como "alguien
delante de Dios y para siempre".

El primer acto del amor es la dilección, es decir, el amor voluntario, y sigue a la dilección la alegría
o gozo del amor. Esto explica que las personas que aman de verdad, se les nota la alegría que tienen; y
esta alegría es más patente aún en los santos, que son los enamorados de Dios, de los hombres y de
toda la creación. Como la dilección es algo que cae bajo el precepto divino, la alegría buena se puede
decir que es obligatoria.

La alegría (en su aspecto más profundo) no es un problema de modo de ser, de carácter:


es más bien una manifestación de tener el corazón en los demás. De ahí que la tristeza
habitual, por ser fruto de la falta de amor, constituye un obstáculo entre Dios y nosotros.
No en vano se dice que la tristeza es la escoria del egoísmo. Por esto señala con acierto el
Beato Josemaría: "¿No hay alegría? - Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo.- Casi
siempre acertarás".

Sigue a la alegría, como su consecuencia necesaria, la paz que es la tranquilidad del orden,
precisamente porque es el amor lo que nos ordena radicalmente y del todo a nuestro último fin que es
Dios. Y tanta más paz hay en el alma, cuanto más cerca se está de Dios “a quien no se llega con pasos
corporales, sino con afectos del alma” (Sto. Tomás de Aquino). Y son esos pasos los que, al ir
dilatando el corazón, le hacen cada vez más capaz de amar.
Hay que añadir que lo propiamente contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, la tibieza,
acedia o pereza espiritual (de la que ya se habló anteriormente), el desamor radical. El amor es acto
de libertad, y la libertad es una actitud de amor, una adhesión, y jamás indiferencia. Pero hay una
obligación divina de amar, que transforma todo precepto y todo acto en un acto de amor. Y así la vida
entera de la persona es amor, y el amor es la vida misma del alma.

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