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Última Tule

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ÚLTIMA TULE

Ocurrió hace diez años. El suceso ha adquirido ya un contorno borroso,


casi de sueño; se ha cubierto de la neblina azul de las cosas pasadas. Hoy parece
una visión o un sueño loco, y sin embargo, sé que todo, hasta el más pequeño
detalle, ocurrió tal y como lo recuerdo. Desde entonces numerosos sucesos han
pasado ante mis ojos; he vivido mucho y he recibido más de un golpe en mi
cabeza canosa, pero el recuerdo de aquel incidente ha quedado inalterado; la
imagen de aquel extraño momento quedó cincelada para siempre, en lo más
profundo de mi alma; la pátina del tiempo no ha ensombrecido su nítido trazo,
sino que, al parecer, ha realzado, con el paso de los años, su contraste,
misteriosamente…

Yo era por entonces jefe de circulación en Krępacz, una pequeña estación


en medio de las montañas, cerca de la frontera; desde mi andén podía ver la
mellada cordillera limítrofe como si estuviera en la palma de mi mano.

Krępacz era la penúltima parada en la línea que se dirigía a la frontera;


después de ella, a una distancia de cincuenta kilómetros, solo quedaba
Szczytnisk, la última estación en el país, en la cual estaba de guardia, siempre
vigilante como una grulla de frontera, Kazimierz Joszt, mi colega y amigo.

Le gustaba compararse con Caronte y, con un toque de clasicismo,


llamaba Ultima Tule a la estación que estaba a su cargo. En mi opinión, esa
excentricidad suya no era solo un eco de sus estudios clásicos, sino que el
acierto de esos dos nombres era más profundo de lo que parecía.

Los alrededores de Szczytnisk eran de una belleza extraña. Aunque se


encontraba a solo tres cuartos de hora en tren de pasajeros desde mi puesto,
destacaba por su carácter único y radicalmente diferente al de cualquier otro
paraje de esta zona.

El diminuto edificio de la estación, abrazado a una enorme pared de


granito que caía en perpendicular, recordaba un nido de golondrina cobijado en
el recoveco de una roca. Las cumbres circundantes, de dos mil metros de altura,
sumergían en penumbras el lugar, incluidas la estación y sus almacenes. La
tristeza sombría procedente de los picos de esos colosos envolvía con una tenue
mortaja la estación de ferrocarril. Las eternas brumas que se acumulaban en las
alturas descendían rodando como húmedas nubes con forma de turbante. A
unos mil metros, es decir, más o menos a la mitad de su altura, aparecía en la
pared una cornisa, a modo de una enorme plataforma, en la que se extendía,
como un cáliz lleno hasta los bordes, un lago azul de brillo plateado. Varios
arroyos subterráneos, hermanados secretamente en las entrañas de la montaña,
manaban en uno de sus lados formando una cascada arcoíris.

A la izquierda, la ladera meridional llevaba colgado en sus hombros un


eterno abrigo verde de abetos y cembros; a la derecha había un despeñadero
salvaje cubierto de cañuela; enfrente, a modo de hito, se erigía el contorno
inflexible de las cumbres. Por encima de ellas el cielo nublado o enrojecido al
alba por la aurora del sol deja mañana. Y más allá, otro mundo extraño y
desconocido. Un lugar apartado y salvaje, una frontera envuelta en la
amenazadora poesía de las cumbres…

La estación estaba conectada con la civilización por un largo túnel


excavado en la roca; si no fuera por él, el aislamiento de este rincón sería
absoluto.

El tráfico ferroviario, que aún se extraviaba por estas escarpadas y


aisladas montañas, estaba disminuyendo, reduciéndose, agotándose. Como
bólidos alejados de sus órbitas, los escasos trenes que emergían rara vez de las
profundidades del túnel se detenían discreta, silenciosamente, ante el andén,
como si tuvieran miedo de turbar la paz de estos genios montañosos. Las
débiles vibraciones que provocaba su llegada a este remanso de paz, cesaban
enseguida como petrificadas de miedo.

Después de vaciar sus vagones, el tren se deslizaba hasta una nave


abovedada, esculpida en la pared de granito, a unos metros del andén. Aquí
permanecía unas cuantas horas contemplando las oscuridades de la gruta con
las cuencas de sus ventanas vacías y esperando su relevo. Cuando su añorado
colega llegaba, abandonaba perezosamente el rocoso refugio y volvía al mundo
de la vida, al fervoroso latido de su vibrante pulso. El otro ocupaba su lugar. Y
la estación volvía a sumergirse en una hibernación soñolienta envuelta en un
velo de brumas. Solo el chillido de los aguiluchos sobre las cercanas gargantas o
el susurro del coluvión rodando hacia el barranco interrumpían el silencio de
este apartado lugar…

Me gustaba mucho esa ermita montañosa. Era para mí un símbolo de los


límites del misterio, una especie de frontera mística entre dos mundos, un
instante suspendido entre la vida y la muerte.

En mis ratos libres, confiaba el cuidado de Krępacz a mi asistente, cogía


una dresina y me iba a Szczytnisk para hacer una visita a mi compañero Joszt.
Nuestra amistad era antigua; se remontaba a los tiempos en los que
ocupábamos el mismo pupitre escolar y se había estrechado gracias a que
compartíamos profesión y éramos vecinos. El cariño mutuo y el frecuente
intercambio de ideas nos habían unido mucho.

Joszt nunca me devolvía las visitas.

—No me moveré ni un paso de aquí —solía responder a mis reproches


—, me quedaré aquí hasta el final. ¿Acaso no es bello todo esto? —añadía al
cabo de un rato abarcando con su embelesada mirada el lugar.

Yo asentía en silencio, y todo volvía a su viejo cauce.

Mi compañero Joszt era un hombre inusual, extraño en todos los


aspectos. A pesar de su carácter profundamente amable y de su incomparable
bondad, no era una persona querida en estos lugares. Los montañeses parecían
evitar al jefe de estación, se apartaban de su camino en cuanto le veían a lo lejos.
La razón residía en una extraña creencia de origen desconocido. Joszt tenía
entre ellos la reputación de un augur, además en el sentido negativo del
término. Se decía que podía predecir en el prójimo el signo de la muerte, un
presentimiento de su gélido soplo en los rostros de los elegidos.

Ignoro cuánto de verdad había en lo que decían, pero observé en él algo


que, efectivamente, inquietaría a una mente sensible y supersticiosa. Un extraño
incidente se me quedó grabado en la memoria.

Entre los funcionarios de la estación de Szczytnisk había un guardagujas


apellidado Głodzik, un trabajador diligente y meticuloso. Joszt le tenía mucho
cariño y lo trataba como a un amigo y un colega y no como a un subordinado.

Un domingo que había ido a visitarle como de costumbre encontré a


Joszt de un humor sombrío; estaba apesadumbrado y taciturno. Cuando le
pregunté qué le sucedía, me dio largas y puso cara de circunstancias. De pronto,
apareció Głodzik, que le informó de algo y le pidió instrucciones. El jefe de la
estación farfulló algo impreciso, le miró a los ojos de forma extraña y apretó su
mano áspera y gastada por el trabajo.

El guardagujas se alejó sorprendido por el comportamiento de su


superior, meneando, incrédulo, su cabeza grande de cabellos rizados.

—¡Pobre hombre! —susurró Joszt, observándole con tristeza mientras se


alejaba.

—¿Por qué? —le pregunté sin entender lo que sucedía.

Entonces Joszt me lo explicó.


—He tenido un mal sueño esta noche —dijo evitando mi mirada—, un
sueño muy malo.

—¿Crees en los sueños?

—Por desgracia, el de esta noche era un sueño conocido y nunca ha


fallado. Vi una casa vieja y desvencijada, con las ventanas rotas. Cada vez que
sueño con ese maldito edificio, hay una desgracia.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con el guardagujas?

—En una de sus ventanas rotas vi claramente su cara. Sacaba el cuerpo


para escapar de esa guarida oscura y agitaba hacia mí un pañuelo de cuadros
que siempre lleva anudado al cuello.

—¿Y bien?

—Era un gesto de despedida. Este hombre morirá pronto, hoy, mañana,


en cualquier momento.

—Un sueño es un espectro, pero Dios es la certeza —intenté


tranquilizarle.

Joszt se limitó a sonreír forzadamente y se quedó callado.

Y, sin embargo, Głodzik murió esa misma tarde por culpa de un error
suyo. Le seccionó las dos piernas una locomotora que desvió, erróneamente, de
su camino; exhaló su último suspiro allí mismo.

Este suceso me causó una honda impresión y durante largo tiempo evité
tratar este tema con Joszt. Finalmente, al cabo de un año más o menos,
mencioné de pasada ese asunto:

—¿Desde cuándo tienes esos funestos presentimientos? No recuerdo que


tuvieses antes esos poderes.

—Tienes razón —respondió con desagrado por la cuestión planteada—,


este maldito poder mío lo he desarrollado más tarde.

—Perdóname por molestarte con un asunto tan desagradable pero me


gustaría encontrar la manera de liberarte de ese fatídico don. ¿Cuándo te diste
cuenta de que lo tenías?

—Más o menos hace ocho años.


—¿Al año de llegar a esta comarca?

—Efectivamente, un año después de que me trasladaran a Szczytnisk.


Fue en diciembre, en Nochebuena, y en aquella ocasión presentí la muerte de
Grocela, a la sazón alcalde de este pueblo. La historia se hizo muy popular y, en
un par de días, me gané el siniestro apodo del augur. Los montañeses
empezaron a rehuirme como a la peste.

—¡Qué extraño! Sin embargo, tiene que tener una explicación.


Probablemente, nos encontramos aquí con un clásico ejemplo de segunda visión
(seconde vue), un fenómeno sobre el que leí mucho, hace ya tiempo, en viejos
tratados de magia. Al parecer, los montañeses escoceses e irlandeses poseen,
con bastante frecuencia, habilidades similares.

—Yo también he estudiado la historia de este fenómeno y, en mi caso,


claro está, de forma interesada. Creo, incluso, que he encontrado una
explicación, aunque muy general. Y tu referencia a los montañeses escoceses e
irlandeses es acertada, eso sí, requiere ser mínimamente aclarada. Has olvidado
añadir que esos desgraciados, con frecuencia odiados por sus vecinos, a los que
expulsan de sus pueblos como si fueran leprosos, solo muestran esas
habilidades perniciosas mientras viven en su isla; cuando se mudan al
continente pierden su luctuoso don y ya no se distinguen en nada del resto de
los mortales.

—Interesante. Lo que me cuentas demostraría que, en consecuencia, este


peculiar fenómeno psíquico depende de factores de naturaleza crónica.

—Así es. Este fenómeno tiene muchos elementos telúricos. Somos hijos
de la Tierra y estamos sometidos a su poderoso influjo, incluso en campos que
aparentemente no están relacionados con su esencia.

—¿Crees que tu clarividencia tiene orígenes similares? —le pregunté


después de un momento de duda.

—Por supuesto. El entorno me influye; me encuentro a merced de la


atmósfera de este lugar. Por lógica, mi capacidad para presagiar el mal solo
puede tener su origen en el alma de esta comarca. Aquí vivo en la frontera entre
dos mundos.

—¡Última Tule! —susurré inclinando la cabeza.

—¡Última Tule! —Joszt repitió como un eco.

Atenazado por el miedo, me quedé en silencio. Al rato, libre ya de ese


temor, le pregunté:

—Si estás tan seguro de lo que te pasa, ¿por qué no te has mudado a otra
región?

—No puedo. No puedo de ninguna manera. Siento que si me moviera de


aquí, actuaría en contra de mi propio destino.

—Eres supersticioso, Kazik[15].

—No, no es una cuestión de superstición. Es el destino. Tengo la firme


convicción de que solo aquí, en este pedazo de tierra, podré cumplir una misión
importante. No sé cuál es esa misión, solo tengo un vago presentimiento…

Se calló como si de repente se asustara de sus palabras. Al rato, dirigió


sus ojos grises, iluminados por el brillo del ocaso, hacia la rocosa frontera y
añadió en voz baja:

—¿Sabes? Más de una vez he tenido la sensación de que ahí mismo,


detrás de esa frontera perpendicular, se acaba el mundo visible, y de que allí, al
otro lado, empieza un mundo diferente y nuevo, una especie de mare tenebrarum
desconocido en el lenguaje humano.

Bajó la vista, cansada del brillo purpura de la cumbre, al suelo, y dio


media vuelta en dirección a la estación de ferrocarril.

—Mientras que aquí —añadió—, aquí acaba la vida. Este es su último


esfuerzo, su último y agónico acto de bravura. Aquí se agota su ímpetu
creativo. Así que aquí estoy, haciendo de guardián de la vida y de la muerte, de
confidente de los secretos que proceden de ambos lados de la tumba.

Al pronunciar esas palabras me miró a la cara intensamente. En ese


momento me pareció hermoso. La mirada llena de inspiración de sus ojos
pensativos, los ojos de un poeta y de un místico, concentraba en sí tal fuego que
no pude soportar su fuerza radiante y bajé respetuosamente la cabeza. En ese
mismo momento me hizo la última pregunta:

—¿Crees en la vida después de la muerte?

Levanté la cabeza lentamente:

—Lo ignoro. Se dice que hay tantas pruebas a favor como en contra. Me
gustaría creer que sí.
—Los muertos viven —dijo Joszt con determinación. Hubo un largo e
intenso silencio.

Mientras tanto, el sol, después de haber trazado una curva sobre la


mellada garganta, escondió su escudo detrás de ella.

—Ya es tarde —observó Joszt—, las sombras comienzan a descender de


las montañas. Hoy tienes que retirarte antes; estás cansado del viaje.

Y así terminó nuestra memorable conversación. A partir de ese


momento, nunca más volvimos a hablar de la muerte, ni tampoco de ese
peligroso don suyo de la segunda visión. Yo procuraba evitar ese peliagudo tema
porque intuía que le causaba dolor…

Hasta que un día él mismo volvió a recordarme sus sombrías


habilidades.

Sucedió hace diez años, en pleno verano, en julio. Recuerdo muy bien las
fechas de estos acontecimientos; se me han quedado grabadas en la memoria
para siempre.

Era miércoles, 13 de julio, un día de fiesta. Como siempre, llegué de


visita por la mañana; teníamos pensado salir con los rifles a un barranco
próximo donde habían aparecido jabalíes. Encontré a Joszt sombrío,
reconcentrado. Hablaba poco, como si un obstinado pensamiento le tuviera
ocupado, y disparaba mal, parecía distraído. Por la tarde, cuando me despedía
de él, me dio un fuerte abrazo y me entregó una carta en un sobre lacrado que
no llevaba ninguna dirección.

—Escúchame, Román —dijo con la voz temblorosa de emoción—. Mi


vida va a sufrir cambios importantes; es probable que me vea obligado a
abandonar este lugar durante bastante tiempo y a cambiar de residencia. Si
ocurriera realmente esto, deberás abrir el sobre y enviar la carta a la dirección
que figura en la misma; yo no podré encargarme de hacerlo por varias razones
que no puedo mencionarte ahora. Lo entenderás más adelante.

—¿Es que quieres abandonarme, Kazik? —pregunté con mi voz sofocada


por el miedo—. ¿Por qué? ¿Has recibido alguna noticia triste? ¿Alguna
desgracia en tu familia? ¿Por qué no hablas con claridad?

—Lo has adivinado. Hoy he visto en sueños una casa derrumbada y una
persona muy entrañable para mí se asomaba desde ese abismo. Eso es todo lo
que te puedo contar. ¡Adiós, Romek[16]!
Nos fundimos en un largo, largo abrazo. Una hora después estaba de
vuelta en mi puesto y, atormentado por sentimientos contradictorios, daba
instrucciones como un autómata.

Esa noche no pegué ojo y me dediqué, inquieto, a dar vueltas por el


andén. Como no podía aguantar más la incertidumbre, llamé por la mañana a
Szczytnisk. Joszt cogió el teléfono enseguida y agradeció amablemente mi
preocupación. Su voz sonaba tranquila y firme, sus palabras, que eran alegres,
casi divertidas, me tranquilizaron; suspiré de alivio.

El jueves y el viernes transcurrieron con tranquilidad. Cada dos horas


hablaba con Joszt por teléfono y siempre recibía de él una respuesta
tranquilizadora; no había sucedido nada importante. El sábado fue igual.

Empecé a recobrar el equilibrio perdido y, cuando, sobre las nueve de la


noche, iba a retirarme a descansar en la habitación del personal de servicio, le
llamé por teléfono para regañarle, diciéndole que era como una lechuza, un
cuervo u otras criaturas agoreras, que, incapaces de encontrar la paz consigo
mismos, se la enturbian a otros. Aceptó mis reproches con humildad y me
deseó una buena noche. Y así fue, al rato me dormí profundamente.

Dormí un par de horas. De pronto, el timbre nervioso del teléfono me


sacó de un sueño profundo. Me levanté de un salto de la otomana, medio
dormido aún. Tuve que taparme los ojos ante la luz cegadora de la lámpara de
gas. El teléfono sonó de nuevo. Corrí hacia la pared donde estaba el aparato y
acerqué el oído al receptor.

Joszt hablaba con voz entrecortada:

—Perdona… que interrumpa tu sueño… Hoy, excepcionalmente, tengo


que enviar antes… el tren de mercancías número 21… Me siento raro… Saldrá
en media hora… da la correspondiente señ… ¡Ja!

Después de emitir unos tonos carrasposos, la membrana del auricular


dejó, de pronto, de vibrar.

Aguardé con el corazón acelerado algún sonido más, pero fue en vano.
Solo el sordo silencio de la noche llegaba del otro lado del alambre.

Entonces me puse a hablar solo. Inclinado sobre el agujero del aparato,


escupía en el aire palabras impacientes, expresiones de dolor… La única
respuesta que recibí fue un silencio sepulcral. Al final, me alejé tambaleándome
a la habitación.
Saqué el reloj y miré su esfera: eran las doce y diez minutos. Comprobé,
instintivamente, la hora en el reloj de pared colgado sobre el escritorio. ¡Qué
extraño! El reloj de pared se había parado. Las inmóviles agujas, superpuestas
la una a la otra, señalaban las doce en punto; el reloj de la estación había dejado
de funcionar diez minutos antes, es decir, en el momento en el que nuestra
conversación se había interrumpido repentinamente. Un escalofrío recorrió mi
cuerpo.

Me quedé de pie en medio de la habitación del personal, impotente, sin


saber adónde dirigirme ni qué hacer. Por un momento pensé en subirme a la
dresina e ir a toda prisa a Szczytnisk. Me frené a tiempo. No podía abandonar la
estación en ese momento; mi asistente no estaba, el resto del personal estaba
dormido y el tren de mercancías que se adelantaba a su horario podía llegar al
andén en cualquier momento. La seguridad de Krępacz estaba únicamente en
mis manos. No me quedaba más remedio que esperar.

Así que mientras aguardaba, me abalanzaba de un lado a otro de la


habitación como un animal herido o salía al andén, con los dientes apretados,
aguzando el oído por si se escuchaban señales. Todo fue en vano: nada
anunciaba la llegada de un tren. Volví de nuevo a la oficina y, después de dar
varias vueltas por la habitación, reanudé mis intentos con el teléfono.
Infructuosamente: nadie me respondía.

En el espacioso vestíbulo de la estación, alumbrado con una blanca y


cegadora luz de gas, me sentí de pronto muy solo. Un miedo extraño e
indefinido me atenazaba con sus feroces garras y me sacudía tan fuerte que me
puse a temblar como si tuviese fiebre.

Me senté en la otomana, extenuado, y oculté mi rostro entre mis manos.


Tenía miedo de levantar la cabeza y de encontrarme con los brazos negros del
reloj, que señalaban, invariablemente, las doce de la noche; tenía un miedo
infantil a mirar a mi alrededor y a ver algo horrible, algo que helara la sangre de
mis venas.

De pronto, me estremecí. El timbre del telégrafo estaba sonando. Me


acerqué de un salto a la mesa y, ansioso, puse en marcha el aparato receptor.
Una tira blanca y larga empezó a salir de la bobina de papel. Agachado sobre el
rectángulo de tela verde sujeté en la mano la deslizante cinta y empecé a buscar
las marcas. Sin embargo, en la tira de papel no había ningún signo, ni siquiera
la huella del punzón. Esforcé la vista para seguir el mínimo movimiento de la
cinta.

Finalmente, espaciadas por intervalos de minutos, fueron apareciendo


las primeras palabras; palabras oscuras como un acertijo, ensambladas con gran
dificultad y esfuerzo por una mano temblorosa e insegura…

«… Caos… oscuridad… un sueño confuso… lejos… gris… alba… ¡oh!…


¡qué difícil!… qué difícil… liberarse… ¡repugnancia! repugnancia… una masa
gris… espesa… apestosa… por fin… me he separado… Estoy…»

Después de la última palabra hubo una pausa más larga, de un par de


minutos, aunque el papel seguía desenrollándose como una ola perezosa. Y otra
vez los signos, esta vez más seguros, más atrevidos:

«¡Existo! ¡Soy! ¡Estoy! Él… mi cuerpo yace allí… sobre el sofá… frío,
brrr… se desintegra lentamente… desde el interior. Ya me es indiferente…
Llegan unas olas… grandes, olas claras… ¡un torbellino! ¿Sientes ese enorme
torbellino?… ¡No! Tú no lo puedes sentir… Y todo está delante de mí… todo,
ahora… ¡Una vorágine maravillosa!… ¡Me arrastra!… ¡Consigo! ¡Me arrastra!…
Ya voy, ya voy… Adiós… Rom…»

El telegrama se interrumpió bruscamente; el aparato se paró.


Probablemente fue en ese momento cuando me tambaleé y caí al suelo. Eso fue,
al menos, lo que sostuvo mi asistente que llegó sobre las tres de la madrugada;
cuando entró en la oficina, me encontró sin conocimiento, tendido en el suelo y
con la mano envuelta en tiras de papel.

Cuando hube recobrado la conciencia, pregunté por el tren de


mercancías. No había llegado. Entonces, sin dudarlo un momento, me subí a la
dresina, puse en marcha el motor y, a través de la oscuridad ya desvaneciente,
me dirigí a Szczytnisk. En media hora estaba en aquel lugar.

Enseguida me di cuenta de que algo insólito había ocurrido allí. La


estación, normalmente tranquila y solitaria, estaba llena de gente que se
agolpaba delante de la oficina de servicio.

Empujando violentamente a la muchedumbre, me abrí paso al interior.


Aquí vi varios hombres inclinados sobre el sofá donde yacía Joszt con los ojos
cerrados.

Aparté a uno de ellos y me acerqué a mi amigo cogiéndole de la mano.


Un estremecimiento de horror recorrió mi cuerpo: la mano de Joszt, fría y rígida
como el mármol, se escurrió de la mía y cayó inerte fuera del sofá. En su rostro
congelado por la muerte y enmarcado por una abundante maraña de pelo
canoso se dibujaba una sonrisa plácida y feliz…

—Un ataque al corazón —explicó el médico que estaba a mi lado—. Hoy,


a las doce de la noche.

Sentí un dolor fuerte y punzante en mi pecho izquierdo. Instintivamente


levanté los ojos hacia el reloj de pared que colgaba sobre el sofá. También él se
había parado en ese momento trágico señalando las doce de la noche.

Me desplomé en el sofá, junto al muerto.

—¿Perdió la consciencia de inmediato? —pregunté al médico.

—En el acto. La muerte se produjo exactamente a las doce de la noche,


mientras transmitía un mensaje por teléfono. Cuando llegué diez minutos más
tarde, alertado por el guardavía, ya estaba muerto.

—¿Alguno de vosotros me ha enviado un telegrama entre la una y las


tres de madrugada? —pregunté, mirando fijamente la cara de Joszt.

Todos los presentes me miraron sorprendidos.

—No —respondió el asistente—, en absoluto. Yo entré en esta habitación


cerca de la una, para sustituir al muerto en el servicio y desde entonces no me
he apartado de él ni un solo instante. No, señor, ni yo ni nadie del turno de
noche ha utilizado el telégrafo.

—Sin embargo —dije a media voz—, esta noche, entre las dos y las tres
de la madrugada recibí un despacho de Szczytnisk.

Se hizo un hondo y duro silencio.

Una especie de pensamiento débil, impreciso, se hacía consciente en mi


interior con dificultad.

—¡La carta!

Metí la mano en el bolsillo; rompí el sobre. La carta estaba dirigida a mí.


Y esto es lo que Joszt me había escrito:

Última Tule, 13 de julio

¡Querido Romek!

He de morir pronto, repentinamente. La persona a la que vi esta noche en mi


sueño asomarse por una de las ventanas de la casa desvencijada era yo. Quizá pronto
cumpliré mi misión y te escojo a ti como mi intermediario. Se lo contarás a todo el
mundo, darás fe de ello. Quizá así creerán en la existencia del otro mundo… Si consigo
llevarlo a cabo. ¡Adiós! Hasta la vista, allí, al otro lado…

Kazimierz

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