Fides Et Ratio - Carta Encíclica
Fides Et Ratio - Carta Encíclica
Fides Et Ratio - Carta Encíclica
5 DE JUNIO
La Santa Sede
CARTA ENCÍCLICA
FIDES ET RATIO
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE LAS RELACIONES
ENTRE FE Y RAZÓN
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva
hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de
conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda
alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn
14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
« CONÓCETE A TI MISMO »
1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los
siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse
con ella. Es un camino que se ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del
horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y
más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido
2
de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro
conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti mismo
estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental
que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio
de toda la creación, calificándose como « hombre » precisamente en cuanto « conocedor de sí
mismo ».
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas
partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de
fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a
dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las
encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los
Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los
Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de
Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas
que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del
hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé
a la existencia.
2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio
Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina
por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es « el camino, la verdad y la vida » (Jn
14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual
es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.1 Por una parte, esta misión
hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para
alcanzar la verdad; 2 y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas
adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia
aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: « Ahora vemos en un
espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero
entonces conoceré como soy conocido » (1 Co 13, 12).
3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que
puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que
contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta:
ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término
filosofía según la etimología griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la filosofía nació y
se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las
cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la
naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su
razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en
evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.
3
La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en
Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la
existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona
que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas
puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del
saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en los que
se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social.
En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del
saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del
pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de
causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su
capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales
fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo
de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible
reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos
ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma
genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo
por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas.
4
Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar
correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede
considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan
cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades
fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía
como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del
Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada
hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en
nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la
filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de
aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada
vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han
producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y
de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna
manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos
alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de
forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también
llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a
merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos
basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe
ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia
la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras
día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La
filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia
búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el
hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio
Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad divina y católica ».3
Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos
renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la
fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades
cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena
dignidad.
Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis
splendor he llamado la atención sobre « algunas verdades fundamentales de la doctrina católica,
que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas ».4 Con la presente
Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de
su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y
complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y
de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de
referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se
siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de
propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de
alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida
casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho
de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado
6
de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en
lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que
tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada
continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por
eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la
humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más
clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en
llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.
CAPÍTULO I
LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria
de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella
propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del
hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser
como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto
en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. « Quiso Dios, con su bondad y
sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la
Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina ».5 Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios
para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el
conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el
sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio
Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la
Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la inteligencia de la
fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la tradición
patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres habían puesto en evidencia el carácter
sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe
sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no
fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con
fuerza que, además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de
llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento
expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy
cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6
7
9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y
la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: « Hay un
doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su
principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por
su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos
proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente
revelados, no se pudiera tener noticia ».7 La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta
con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del
conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la
experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto
en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en
el mensaje de la salvación la « plenitud de gracia y de verdad » (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido
revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-
32).
10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el
carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del modo
siguiente: « En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a
los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos
y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y
confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras
proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del
hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación ».8
11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de
Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de
aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que « en el cristianismo el tiempo
tiene una importancia fundamental ».9 En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la
salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y
anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en
el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el
misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «
Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. «
Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la
Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la
intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre enviado a los
hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le
8
encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte
y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación
».10
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma
que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del
Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que
« la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en
ella plenamente las palabras de Dios ».11
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la
humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar,
porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana,
partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el
Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la
revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se
abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar
sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y
resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con
esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la
historia: « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes.12 Fuera de esta perspectiva, el misterio de
la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta
a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en
la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que
con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de
Dios; 13 sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el
aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el
misterio, favoreciendo su comprensión coherente.
El Concilio enseña que « cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe ».14 Con
esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice,
ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su
divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de
9
su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el
hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e
integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al
hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e
impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el
que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección
fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al
máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad
personal se vive de modo pleno.15 En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es
necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho
con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría
considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la
realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia
existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y
permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos
si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con sus
propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más allá de
su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En
ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la
cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.
El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta
como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, « en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la grandeza de su vocación »,18 que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios.19
14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de
novedad para el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del
10
cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia;
pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente
humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee
su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra
cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.
Así pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a
la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo
del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía, sin
descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias más fecundas y significativas de
la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosofía como la teología:
San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así: « Dirigiendo
frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parecía poder
alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi
pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar algo
que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque, ocupando
mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar algún provecho,
entonces comenzó a presentarse con mayor importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los
pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer y qué he logrado? ¿qué buscaba
y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [...]. Oh Señor, tú no eres solamente aquel
de quien no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres
más grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no
fueses así, se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede ser ».20
15. La verdad de la Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos
acoger el « misterio » de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía
de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y
verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: « Conoceréis la
verdad y la verdad os hará libres » (Jn 8, 32).
La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los
condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática; es
la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor
iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar
más allá de sí mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la
posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las
palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación: « Porque estos mandamientos que
yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el
cielo, para que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los
oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de decir
¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en
11
práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la
pongas en práctica » (30, 11-14). A este texto se refiere la famosa frase del santo filósofo y
teólogo Agustín: « Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas ».21 A la luz
de estas consideraciones, se impone una primera conclusión: la verdad que la Revelación nos
hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la
razón. Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento
y exige ser acogida como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra
historia, de la visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él o lo
buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia personal, pues, es objeto de estudio
tanto de la filosofía como de la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran
hacia este « sendero de la vida » (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la fe, tiene su meta última
en el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y Trino.
CAPÍTULO II
CREDO UT INTELLEGAM
16. La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo que hay
entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los Libros sapienciales. Lo
que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas páginas de la Escritura, es el
hecho de que en estos textos se contenga no solamente la fe de Israel, sino también la riqueza de
civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia
hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente reviven
en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas.
No es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo
presente como el que ama y busca la verdad: « Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría, y
que en su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en su corazón, y sus secretos
considera. Sale en su busca como el que sigue su rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se
asoma a sus ventanas y a sus puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la clavija
en sus muros. Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone sus hijos a
su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y en su gloria se alberga » (Si
14, 20-27).
Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica común a
todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la
posibilidad de alcanzar el « agua profunda » (cf. Pr 20, 5). Es verdad que en el antiguo Israel el
conocimiento del mundo y de sus fenómenos no se alcanzaba por el camino de la abstracción,
12
como para el filósofo jónico o el sabio egipcio. Menos aún, el buen israelita concebía el
conocimiento con los parámetros propios de la época moderna, orientada principalmente a la
división del saber. Sin embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la
teoría del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es ésta? La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay
una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El mundo y
todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes del pueblo, son
realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la
fe sea extraña en este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o
para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre que el Dios de
Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así mismo, conocer a fondo el mundo y
los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que
actúa en ellos. La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el
sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresión del
libro de los Proverbios es significativa a este respecto: « El corazón del hombre medita su camino,
pero es el Señor quien asegura sus pasos » (16, 9). Es decir, el hombre con la luz de la razón
sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si
con ánimo sincero fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se
pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí
mismo, al mundo y a Dios.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la
otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue
orientando en esta dirección al exclamar: « Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los
reyes escrutarla » (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así
en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del
misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la
verdad, y en esto consiste su grandeza. Una ulterior tesela a este mosaico es puesta por el
Salmista cuando ora diciendo: « Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué
incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo!
» (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón
del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza
que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta satisfactoria para cada
pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir, pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el camino hacia el
misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la razón pretendía
alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma de conocimiento más profunda, el pueblo elegido ha
entendido que la razón debe respetar algunas reglas de fondo para expresar mejor su propia
naturaleza. Una primera regla consiste en tener en cuenta el hecho de que el conocimiento del
13
hombre es un camino que no tiene descanso; la segunda nace de la conciencia de que dicho
camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piense que todo es fruto de una conquista
personal; una tercera se funda en el « temor de Dios », del cual la razón debe reconocer a la vez
su trascendencia soberana y su amor providente en el gobierno del mundo.
Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por
encontrarse en la situación del « necio ». Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para
la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no
es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1,
7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea.
Cuando llega a afirmar: « Dios no existe » (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo
deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su
origen y su destino.
19. El libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a este tema. En
ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de la naturaleza.
Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincidía en gran parte con el saber
filosófico. Después de haber afirmado que con su inteligencia el hombre está en condiciones « de
conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos [...], los ciclos del año y la
posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras » (Sb 7, 17.19-
20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un paso más de gran
importancia. Recuperando el pensamiento de la filosofía griega, a la cual parece referirse en este
contexto, el autor afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta
el Creador: « de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a
su Autor » (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el
maravilloso « libro de la naturaleza », con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la
razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no
llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado,
cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.
20. En esta perspectiva la razón es valorizada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella
alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se sitúa
en un horizonte más amplio, que es el de la fe: « Del Señor dependen los pasos del hombre:
¿cómo puede el hombre conocer su camino? » (Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la
fe libera la razón en cuanto le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y
colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la
razón alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de cada cosa y,
en particular, de la propia existencia. Por tanto, con razón, el autor sagrado fundamenta el
verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: « El temor del Señor es el principio de
la sabiduría » (Pr 1, 7; cf. Si 1, 14).
14
«Adquiere la sabiduría, adquiere la inteligencia » (Pr 4, 5)
Para el autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone
enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que
el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los
misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se
rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha
creado como un « explorador » (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del
continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo
que es bello, bueno y verdadero.
22. San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo
incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una argumentación filosófica
con lenguaje popular, el Apóstol expresa una profunda verdad: a través de la creación los « ojos
de la mente » pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas Él hace que la
razón intuya su « potencia » y su « divinidad » (cf. Rm 1, 20). Así pues, se reconoce a la razón del
hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está
limitada al conocimiento sensorial, desde el momento que puede reflexionar críticamente sobre
ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que
da lugar a toda realidad sensible. Con terminología filosófica podríamos decir que en este
importante texto paulino se afirma la capacidad metafísica del hombre.
El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que Dios
lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el « árbol de la ciencia del bien y del
mal » (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo
que era bueno y lo que era malo, sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del
15
orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que podían
prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron
a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces
obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad
quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue
mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron « vanos » y los
razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente
no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha quedado prisionera de sí
misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de
su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo
Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con mucha
claridad: la contraposición entre « la sabiduría de este mundo » y la de Dios revelada en
Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas habituales de
reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de
Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente
de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido
de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo
en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana
está destinado al fracaso. « ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este
mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta con
énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del
hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: « Ha
escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...]. lo plebeyo y
despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es » (1 Co
1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza;
pero san Pablo no duda en afirmar: « pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte »
(2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de
amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo
que la razón considera « locura » y « escándalo ». Hablando el lenguaje de los filósofos
contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que quiere
expresar: « Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las cosas que son
» (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz
de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical que los filósofos empleaban
en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz
representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la
sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de
verdad, y a la vez, de salvación.
16
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a
abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le
presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma es
capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe
puede abrirse a acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la
verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y filosofía
encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede
naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad.
Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual
ambas pueden encontrarse.
CAPÍTULO III
INTELLEGO UT CREDAM
24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes misioneros,
Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que representaban
diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó enseguida la oportunidad para ofrecer
una base común sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma: « Atenienses —dijo—, veo que
vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba
grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os
vengo yo a anunciar » (Hch 17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como
creador, como Aquél que transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua
después su discurso de este modo: « El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para
que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar
donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban
y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros » (Hch 17, 26-27).
El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo
del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con énfasis también la
liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos hace decir: « Dios
todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te
encuentren, descansen en ti ».22 Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede
recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia
lo infinito.
De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este
deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto
de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede manifestar su
17
afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado,
con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre.
25. « Todos los hombres desean saber » 23 y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso
la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de
oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación
visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por
la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la
verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su
verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: « He encontrado
muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar ».24 Con razón se
considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios
medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad
objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de
las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un
auténtico progreso de toda la humanidad.
Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean
verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona
realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí
mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Ésta es
una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y
madura.
26. La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?
¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como
radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los filósofos del absurdo ni a las
preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida.
La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la
razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática
como la pregunta sobre el sentido.26 A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente
cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra
18
muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva.
Cada uno quiere —y debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será
el término definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está permitido
esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filosófico haya recibido
una orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace más de dos
milenios. No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la muerte se hayan
planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de la inmortalidad.
Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando vida
a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin embargo,
hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia « filosofía ». Se trata
de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios
existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada una de estas
manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor
absoluto.
28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa
trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del
corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden
pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a
divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es
la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podría fundar la propia vida sobre la
duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo
y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.
29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza
humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear
19
preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que
desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder
alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede
normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se
pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía
desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera
inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que
no ha encontrado aún la respuesta adecuada.
Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones
últimas. La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de
ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida cotidiana para
constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de algunas preguntas
esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas.
Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta que, en
sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que
no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados logrados, sin
embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la
verdad.
30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de
verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas
experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación
científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre
llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que
en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las
respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas.27
En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas,
algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he dicho, es, en
cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De
un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia
existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es aquí
donde debería plantearse la pregunta sobre la relación entre las verdades filosófico-religiosas y la
verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es oportuno valorar otro dato
más de la filosofía.
31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más
tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias
tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas
verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración
20
personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por
medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las
mismas verdades sean « recuperadas » sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido
o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades
simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación
personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de
las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo
de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en
línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de
experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de
religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que
vive de creencias.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se
puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia
parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente
mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más
rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación
interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad
más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con
ellas.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio de
los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él
sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá
arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la
adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los
mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la
cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene
necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada
uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En
definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya
21
sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El
hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista
de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de
sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la
vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto.28
Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En
cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino
también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la
autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia
vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más
significativos y expresivos.
No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo
confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la
investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la
amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de
búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien
fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de
esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al
hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le
ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la
Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo
que experimenta como deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se
alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su
plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado
en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el
Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que
fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que
se apoyan los científicos confiados,29 es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor
Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en
Cristo, como nos recuerda el Apóstol: « Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús »
(Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la
Palabra encarnada, que en toda su persona 30 revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que la razón
humana busca « sin conocerlo » (Hch 17, 23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo
que en Él se revela, en efecto, es la « plena verdad » (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por
22
Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf. Col 1, 17).
35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo
más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una doble
consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una
verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en efecto, es
posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber filosófico. Consideramos, por
tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la historia. Desde aquí
será posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de referencia en los que
basarse para establecer la correcta relación entre los dos órdenes de conocimiento.
CAPÍTULO IV
RELACIÓN ENTRE LA FE Y LA RAZÓN
36. Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que
confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro narra la
discusión que san Pablo tuvo en Atenas con « algunos filósofos epicúreos y estoicos » (17, 18). El
análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de relieve repetidas alusiones a
convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente esto no era casual. Los
primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a « Moisés
y los profetas »; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la
conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como
este conocimiento natural había degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1, 21-32),
el Apóstol considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los
filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos conceptos más
respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento clásico fue
purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de Dios. Como sabemos,
también la religión griega, al igual que gran parte de las religiones cósmicas, era politeísta,
llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de la naturaleza. Los intentos del hombre por
comprender el origen de los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera expresión en
la poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del
hombre. Fue tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión.
Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos,
sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se inició así un camino
que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abría a un proceso más conforme a
23
las exigencias de la razón universal. El objetivo que dicho proceso buscaba era la conciencia
crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la divinidad fue el primero que se benefició de
este camino. Las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos
en parte, mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un
diálogo fecundo con los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del
Dios de Jesucristo.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la
filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un inconveniente
que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado
mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la
petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la
comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e infundada la crítica
de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente « iletrada y ruda ».31 La explicación de su
desinterés inicial hay que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio
ofrecía una respuesta tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resulta, sobre el sentido
de la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en ciertos aspectos,
superado.
Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el
derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el
cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres ante Dios. La
primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba
completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que
siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer este
camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad
cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca
a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo.
24
Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto
discernimiento, fue san Justino, quien, conservando después de la conversión una gran estima
por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado « la
única filosofía segura y provechosa ».32 De modo parecido, Clemente de Alejandría llamaba al
Evangelio « la verdadera filosofía »,33 e interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica
como una instrucción propedéutica a la fe cristiana 34 y una preparación para el Evangelio.35
Puesto que « esta es la sabiduría que desea la filosofía; la rectitud del alma, la de la razón y la
pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de amor ardoroso a la sabiduría y no perdona
esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la sabiduría del Creador y
Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios ».36 La filosofía griega, para este
autor, no tiene como primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más
bien, la defensa de la fe: « La enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, por que es
fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la filosofía griega con su tributo no hace más sólida la
verdad; pero haciendo impotente el ataque de la sofística e impidiendo las emboscadas
fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada y muro de la viña ».37
39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento
filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden
encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el
filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle. Refiriéndose
a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a elaborar una primera forma de
teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teología en cuanto reflexión
racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese momento a su origen griego. En la filosofía
aristotélica, por ejemplo, con este nombre se referían a la parte más noble y al verdadero culmen
de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente
designaba una doctrina genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo nuevo, en
cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre
Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía,
pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el
mismo pensamiento platónico asumido en la teología sufrió profundas transformaciones, en
particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del
hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una
mención particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín. El
gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas filosóficas, pero todas le
habían decepcionado. Cuando se encontró con la verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de
realizar aquella conversión radical a la que los filósofos frecuentados anteriormente no habían
conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: « Sin embargo, desde esta época empecé
ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más
modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba —fuese porque, aunque
25
existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen—, que no allí,
en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se
obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar ».38 A los
mismos platónicos, a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín reprochaba que, aun
habiendo conocido la meta hacia la que tender, habían ignorado sin embargo el camino que
conduce a ella: el Verbo encarnado.39 El Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran
síntesis del pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las corrientes del pensamiento
griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en el
pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento especulativo.
La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería durante siglos la forma más elevada de
especulación filosófica y teológica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia personal
y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus obras multitud de
datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas
corrientes filosóficas.
41. Varias han sido pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado
en contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de
su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: « ¿Qué tienen
en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia? »,40 es claro indicio de la conciencia
crítica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema de la relación
entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y en sus límites.
No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe,
sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y
reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías filosóficas.
Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía
permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos.41
Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas,
podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la
trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos
de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo trascendente y de lo
absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la razón
abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación. El encuentro no fue sólo
entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de otra, sino que tuvo lugar en lo
profundo de los espíritus, siendo un encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin
mismo hacia el que inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el bien
sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no
tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias
que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el
reconocimiento de las diferencias.
26
42. En la teología escolástica el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aún más
visible bajo el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo Arzobispo
de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón. En
efecto, ésta no está llamada a expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de
hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber encontrar un sentido y descubrir
las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. San Anselmo acentúa el
hecho de que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más ama, más desea
conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento que se inflama cada
vez más de amor por lo que conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todavía todo lo que
desearía: « Ad te videndum factus sum; et nondum feci propter quod factus sum ».42 El deseo de
la verdad mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al
constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto, sin embargo, la
razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino: « Yo creo que basta a aquel que
somete a un examen reflexivo un principio incomprensible alcanzar por el raciocinio su
certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el pensamiento concebir el cómo de su
existencia [...]. Ahora bien, ¿qué puede haber de más incomprensible, de más inefable que lo que
está por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que hemos establecido hasta este
momento sobre la esencia suprema está apoyado con razones necesarias, aunque el espíritu no
pueda comprenderlo, hasta el punto de explicarlo fácilmente con palabras simples, no por eso, sin
embargo, sufre quebranto la sólida base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión
precedente ha comprendido de modo racional que es incomprensible (rationabiliter comprehendit
incomprehensibile esse) » el modo en que la suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién
puede explicar cómo se conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada
o casi nada ».43
Se confirma una vez más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe
requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su
búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.
43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás, no sólo por el contenido
de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento
árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores cristianos descubrieron los
tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la
armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe
proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí.44
Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede
contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la
busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona,45 así la fe supone y
27
perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites
que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al
conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural
de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional; sino que ha sabido
profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo « ejercicio del pensamiento
»; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos
de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente.46
Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de
pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. En este contexto, deseo recordar lo
que escribió mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo centenario de la
muerte del Doctor Angélico: « No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia
para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez
intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana,
sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento
cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital
y como el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe,
consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio,
sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir
las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural ».47
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu
Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas de
su Summa Theologiae 48 el Aquinate quiere mostrar la primacía de aquella sabiduría que es don
del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología permite
comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de
lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la
verdad de la fe misma: « La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la que es virtud
intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba,
como Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque la fe asiente a la verdad
divina por sí misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría
».49
La prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la
presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la
capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teológica,
fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo
de Dios.
Convencido profundamente de que « omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est »,50
santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse,
28
poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en
él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad
universal, objetiva y trascendente, alcanzó « cotas que la inteligencia humana jamás podría haber
pensado ».51 Con razón, pues, se le puede llamar « apóstol de la verdad ».52 Precisamente
porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su
filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer.
45. Con la aparición de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente
con otras formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun
manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los primeros que
reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse
eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad
Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta
separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las
posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los
contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor
hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y
agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia
racional posible a la misma.
46. Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia
de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se
ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a
contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos
representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos,
incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas
concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo
ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo
de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la
base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios
traumáticos para la humanidad.
Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como
filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores
teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de
alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad
para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el
origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo,
ya que todo es fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la
filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas
parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo
marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor
relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez
de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida,
están orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como « razón instrumental » al servicio de
fines utilitaristas, de placer o de poder.
No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la
unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la
recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón.
CAPÍTULO V
INTERVENCIONES DEL MAGISTERIO
EN CUESTIONES FILOSÓFICAS
49. La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con
menoscabo de otras.54 El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía,
incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus reglas; de
otro modo, no habría garantías de que permanezca orientada hacia la verdad, tendiendo a ella
con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una filosofía que no
procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas. En el
fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está
por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para
31
alcanzarla. Una filosofía consciente de este « estatuto constitutivo » suyo respeta necesariamente
también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en los que no pocas veces
ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni competencia del
Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Por el
contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas discutibles
amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y
parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe del pueblo
de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe, su
propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se contraponen a
la doctrina cristiana.55 Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los presupuestos y
conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad revelada, formulando así las
exigencias que desde el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía. Además, en el desarrollo
del saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento. Este pluralismo sitúa también
al Magisterio ante la responsabilidad de expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las
concepciones de fondo sobre las que estas escuelas se basan con las exigencias propias de la
palabra de Dios y de la reflexión teológica.
La Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con su
fe. En efecto, muchos contenidos filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y
su obrar ético, la emplazan directamente porque afectan a la verdad revelada que ella custodia.
Cuando nosotros los Obispos ejercemos este discernimiento tenemos la misión de ser « testigos
de la verdad » en el cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que todos los filósofos
deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que reflexiona correctamente
sobre la verdad.
51. Este discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si la
intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus
intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento
filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de la
autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de superar los límites demasiado
estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo particular, que la
verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la historia y, aún más, sean obra de
una razón humana herida y debilitada por el pecado. De esto resulta que ninguna forma histórica
de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del
ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios.
Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y argumentos filosóficos, con
32
frecuencia extremamente particularizados, se impone con mayor urgencia un discernimiento
crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil reconocer las
capacidades propias e inalienables de la razón con sus límites constitutivos e históricos, más
problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas filosóficas concretas, lo que
desde el punto de vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo que, en
cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que « los tesoros
de la sabiduría y de la ciencia » están ocultos en Cristo (Col 2, 3); por esto interviene animando la
reflexión filosófica, para que no se cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con
determinadas doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo largo
de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la preexistencia de las
almas,56 como también sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo supersticioso
contenidas en tesis astrológicas; 57 sin olvidar los textos más sistemáticos contra algunas tesis
del averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana.58
Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del siglo
pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de contraponer una
filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este motivo, el Magisterio
de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas
erróneas y negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo 59 y el
tradicionalismo radical,60 por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por
otra, el racionalismo 61 y el ontologismo,62 porque atribuían a la razón natural lo que es
cognoscible sólo a la luz de la fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la
Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el Vaticano
I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La enseñanza contenida en
este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la investigación filosófica de muchos creyentes
y es todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y coherente reflexión
cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas,
como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la fe.
El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las enseñanzas que de forma
ordinaria y constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles, puso de relieve lo
inseparables y al mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la
Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por la
Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de todas
las cosas,63 y concluía con la afirmación solemne ya citada: « Hay un doble orden de
conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto ».64 Era pues necesario
afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los hallazgos
filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a éstos; por otra parte,
33
frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente
también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar al conocimiento de
la fe: « Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión
puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios
e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí
mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad ».65
54. También en nuestro siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando
la atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las intervenciones del
Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se hallan aserciones
filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista.66 Tampoco se puede olvidar la
importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía marxista y del comunismo ateo.67
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis, llamó la
atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del evolucionismo, del
existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas tesis habían sido elaboradas y eran
propuestas no por teólogos, sino que tenían su origen « fuera del redil de Cristo »; 68 así mismo,
añadía que estas desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas
críticamente: « Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo
de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito
ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún,
es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no
son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos
sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y
ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas ».69
55. Si consideramos nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero
con nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o
grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto
modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan
las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores
se ha hablado del « final de la metafísica »: se pretende que la filosofía se contente con objetivos
34
más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre
determinados campos del saber humano o sobre sus estructuras.
En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en algunas
teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo cuando
se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas filosóficamente
fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se
deja condicionar de forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la
cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.72
Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento
racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad
misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta difundida hoy es el « biblicismo
», que tiende a hacer de la lectura de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de
referencia para la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la
Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada expresamente por
el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum, después de recordar que la
palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la Tradición,73 afirma
claramente: « La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios,
confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores,
persevera siempre en la doctrina apostólica ».74 La Sagrada Escritura, por tanto, no es
solamente punto de referencia para la Iglesia. En efecto, la « suprema norma de su fe » 75
proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y
el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma
independiente.76
No hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a
la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que
permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican
al estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas
metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es
preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados.
56. En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas,
sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la
35
adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible que, en un mundo
dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido total y último de
la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce
en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la
capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La
lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a
seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con
la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a
apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada
convencida y convincente de la razón.
57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas
filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una
genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir. En
este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance
histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio de
esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las
enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el
pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica.78 Más de
un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto
desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de
la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico era para el
Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de
la fe. Afirmaba que santo Tomás, « distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero
asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad ».79
58. Son conocidas las numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los
estudios sobre el pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos recibieron nuevo
impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios históricos, con el consiguiente descubrimiento
de las riquezas del pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel momento, y se
formaron nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la metodología histórica, el
conocimiento de la obra de santo Tomás experimentó grandes avances y fueron numerosos los
estudiosos que con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los problemas
filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más influyentes de este siglo, a
cuya reflexión e investigación debe mucho el Concilio Vaticano II, son hijos de esta renovación de
la filosofía tomista. La Iglesia ha podido así disponer, a lo largo del siglo XX, de un número
notable de pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.
60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda
en relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta Encíclica, que un
capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de antropología bíblica, fuente
de inspiración también para la filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la persona
humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el resto de la
creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón.80 También el problema del
ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de esta visión
filosófica, sobre todo en relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad.81
Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas
páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los
puntos de referencia constante de mi enseñanza: « Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que
había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la grandeza de su vocación ».82
El Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los
candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la
enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: « Las asignaturas filosóficas deben ser
enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado
y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para
siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada tiempo ».83
Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros documentos magisteriales con el
fin de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para quienes se preparan a los
estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he señalado la importancia de esta
formación filosófica para los que deberán un día, en la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias
del mundo contemporáneo y examinar las causas de ciertos comportamientos para darles una
37
respuesta adecuada.84
61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor
de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento, se ha
debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre con la deseable
disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al Concilio Vaticano II, se
pudo observar al respecto una cierta decadencia debido a una menor estima, no sólo de la
filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la filosofía. Con sorpresa y pena
debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía.
Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la
desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea, abandonando
ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para concentrar su
atención en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales. Se
debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las « ciencias
humanas ». El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo de la investigación
científica para un conocimiento más profundo del misterio del hombre.85 La invitación a los
teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen correctamente en su
investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una autorización implícita a marginar
la filosofía o a sustituirla en la formación pastoral y en la praeparatio fidei. No se puede olvidar,
por último, el renovado interés por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida de las
Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de pensamiento, la presencia de
múltiples expresiones de sabiduría popular. Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones.
Sin embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo con la investigación
filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos de la sabiduría popular, creando su
necesaria relación con el anuncio del Evangelio.86
62. Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e
imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al
sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya precedido por un
período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía. Esta
opción, confirmada por el Concilio Laterano V,87 tiene sus raíces en la experiencia madurada
durante la Edad Media, cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía constructiva
entre el saber filosófico y el teológico. Esta ordenación de los estudios ha influido, facilitado y
promovido, incluso de forma indirecta, una buena parte del desarrollo de la filosofía moderna. Un
ejemplo significativo es la influencia ejercida por las Disputationes metaphysicae de Francisco
Suárez, que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el contrario, la
desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en la formación sacerdotal como
en la investigación teológica. Téngase en cuenta, por ejemplo, en la falta de interés por el
pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo de cualquier forma de diálogo o a la
acogida indiscriminada de cualquier filosofía.
38
Espero firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y
teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta
Encíclica el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une el
trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el deber que tiene el
Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no sea discordante con la fe. Mi
objetivo es proponer algunos principios y puntos de referencia que considero necesarios para
instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será posible
discernir con mayor claridad la relación que la teología debe establecer con los diversos sistemas
y afirmaciones filosóficas, que presenta el mundo actual.
CAPÍTULO VI
INTERACCIÓN ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el
hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y
científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse
con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus
procedimientos como también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a los teólogos
metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien recordar algunos
cometidos propios de la teología, en las que el recurso al pensamiento filosófico se impone por la
naturaleza misma de la Palabra revelada.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina, « como
se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia »,89 goza de
una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico. El
intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de
las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente,
mostrando el significado de salvación que estas proposiciones contienen para el individuo y la
humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones el creyente llega a conocer la historia de
la salvación, que culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio
participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del misterio de
Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre todo de
forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones conceptuales, formuladas de
modo crítico y comunicables universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se
podrían ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones
personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y
el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas
consideraciones valen para diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a
conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc., que son
definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y
coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la
revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma
conceptual y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica
una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad
objetiva.
CDF LA VOCACIÓN ECLECIAL DEL TEOLOGO
67. La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón
de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la
reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20),
había llamado la atención sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y,
por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para
acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el
correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido
por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de
búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio
40
revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural
de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma
significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada
por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que
puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios
principios y su autonomía.90
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su
exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en
plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar « plenamente el camino a una razón que busca
sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón,
ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante
la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma ».91
68. La teología moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la
vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida en el
Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley misma.
El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta cristiana
como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares de la
vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la fuerza
de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una
visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios
generales de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la
filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias,
cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos sostienen, en
sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología debería
dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una filosofía de origen griego y
de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las
culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.
Estas observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares,92 tienen una parte de verdad.
La referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo
del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión
típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo
entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando
la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe. Además, no hay que
olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico permite discernir, tanto en las
diversas concepciones de la vida como en las culturas, « no lo que piensan los hombres, sino
41
cuál es la verdad objetiva ».93 Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, puede
servir de ayuda a la teología.
70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser
exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de
encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los
comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas
partes « hasta los confines de la tierra » (Hch, 1, 8) para transmitir la verdad por Él revelada,
permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los
obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los
cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva
afrontó este problema. Escribe el Apóstol: « Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro
tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra
paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba » (2, 13-14).
A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los
Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las
barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una
oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida
a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y
tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los
hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser « uno ». Aquellos que eran « los
alejados » se hicieron « los cercanos » gracias a la novedad realizada por el misterio pascual.
Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema
mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir
con san Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares
de Dios » (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas
culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente
enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo
universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que
son de indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más
humana su existencia.94 Como además las culturas evocan los valores de las tradiciones
antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la
referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente
hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el
dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y
progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus
42
modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y
subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál
es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende
y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada
expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su constante
apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva
impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene
en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente
circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos
aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura
de un pueblo. A lo largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento del que fueron
testigos los peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los
Apóstoles se preguntaban: « ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues
¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y
elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la
parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes,
todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios » (Hch 2, 7-11). El anuncio del
Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les
impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de
los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el
progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de
verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura
como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva
al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el
pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no
sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad
de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía
griega, no significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el
Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del
ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan
a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros
siglos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los
elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta
obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate,
tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas
exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El segundo, derivado del
primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que
anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el
pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de
Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además,
vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por
los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este
patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la
humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la
legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una
tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones,
lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes culturas de la
China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas
tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía oral.
74. La fecundidad de semejante relación se confirma con las vicisitudes personales de grandes
teólogos cristianos que destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto
valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía antigua. Esto vale
tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los nombres de san
Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores medievales, entre los cuales destaca
la gran tríada de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación
entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda realizada por
pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito
occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain,
Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir
S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al referirnos a
estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no trato de avalar ningún aspecto
de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos de un camino de búsqueda
filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una
cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará, sin duda alguna,
al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de los resultados alcanzados al
servicio del hombre. Es de esperar que esta gran tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en
el futuro continuadores y cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
75. Como se desprende de la historia de las relaciones entre fe y filosofía, señalada antes
brevemente, se pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana. Una
primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica. Es la posición
de la filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas precedentes al
nacimiento del Redentor y, después en las regiones donde aún no se conoce el Evangelio. En
esta situación, la filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser un proyecto autónomo, que
procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola fuerza de la razón. Siendo
consciente de los graves límites debidos a la debilidad congénita de la razón humana, esta
aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En efecto, el empeño filosófico, como búsqueda de la
verdad en el ámbito natural, permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural.
Más aún, incluso cuando la misma reflexión teológica se sirve de conceptos y argumentos
filosóficos, debe respetarse la exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la
argumentación elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr
resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según el cual la gracia
no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el asentimiento de fe, que compromete el
intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre arbitrio de cada creyente que
acoge el dato revelado.
45
La teoría de la llamada filosofía « separada », seguida por numerosos filósofos modernos, está
muy lejos de esta correcta exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha
filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima.
En efecto, rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina significa cerrar
el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.
76. Una segunda posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía
cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella
no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una
filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una
especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente,
pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido
contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos
importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o
indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la
purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la
presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos. Ya san Pablo y los
Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la han
estigmatizado. Con la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas
cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación.
Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de
Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta metafísica
radical: « ¿Por qué existe algo? »
Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La Revelación propone claramente
algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran
sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan
cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido
para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este
ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual
ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción
de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la
dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión
filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se puede mencionar, como más cercano a
nosotros, el descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho
histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad que el hecho histórico haya llegado
a ser eje de una filosofía de la historia, que se presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda
humana de la verdad.
46
Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también la necesidad de explorar el
carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad
de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original. Son tareas que
llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro de
los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional.
Al especular sobre estos contenidos, los filósofos no se ha convertido en teólogos, ya que no han
buscado comprender e ilustrar la verdad de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su
propio campo y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su investigación a
nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que, sin este influjo estimulante de la Palabra de
Dios, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este dato conserva toda
su importancia, incluso ante la constatación decepcionante del abandono de la ortodoxia cristiana
por parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.
77. Otra posición significativa de la filosofía se da cuando la teología misma recurre a la filosofía.
En realidad, la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación
filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige
en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente.
Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la
verdad universal de sus aserciones. No es casual que los Padres de la Iglesia y los teólogos
medievales adoptaron filosofías no cristianas para dicha función. Este hecho histórico indica el
valor de la autonomía que la filosofía conserva también en este tercer estado, pero al mismo
tiempo muestra las transformaciones necesarias y profundas que debe afrontar.
Precisamente por ser una aportación indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad
patrística, fue llamada ancilla theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión servil
o un papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se utilizó más bien en el
sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales como « siervas » de la «
filosofía primera ». La expresión, hoy difícilmente utilizable debido a los principios de autonomía
mencionados, ha servido a lo largo de la historia para indicar la necesidad de la relación entre las
dos ciencias y la imposibilidad de su separación.
Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse
cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la
fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su propia
cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos.
Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares
de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados.
La posición de la filosofía aquí considerada, por las implicaciones que comporta para la
comprensión de la Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad del
47
Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las verdades
de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar desde el momento en que
entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado
repetidamente los méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo
de los estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones
propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio
era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos
buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han
encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender
la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la
razón.
79. Al explicitar ahora los contenidos del Magisterio precedente, quiero señalar en esta última
parte algunas condiciones que la teología —y aún antes la palabra de Dios— pone hoy al
pensamiento filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe proceder
según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la verdad, sin embargo, no es
más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede menospreciar a la razón en
sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe
jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede
erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir
del esplendor que proviene del mismo Ser subsistente, iluminará el camino de la reflexión
filosófica. En definitiva, la Revelación cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de
confrontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable
pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad, de modo
que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios. Esta filosofía ha de ser el
punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana, el lugar de entendimiento entre creyentes y
no creyentes. Ha de servir de ayuda para que los creyentes se convenzan firmemente de que la
profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a
él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción: « El
mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad [...] Todo el
que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando [...] Porque la fe, si lo que se cree no se
piensa, es nula ».95 Además: « Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se puede
creer nada ».96
CAPÍTULO VII
EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES
48
Exigencias irrenunciables de la palabra de Dios
80. La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que
permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han
tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas. De
ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se ha
autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además,
una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su
libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente, toda
ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura —incluido el
hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del
sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral —la forma más trágica de mal— es afrontado en la Biblia, la
cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino
que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin, la
palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su respuesta orientando
al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia humana. De la
lectura del texto sagrado se podrían explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que
sobresale es el rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo.
81. Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición
actual es la « crisis del sentido ». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la
vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce
el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la
búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y
de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se
preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías
que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del
hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado
49
de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo.
La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de
pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites
de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la
cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a
funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad.
Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía
encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida.
Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse
a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica
decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que
se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano,
impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se
hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la
humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios
técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse
inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano.98
La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo.
Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es
la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un
sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea.
82. Por otro lado, esta función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese
un saber auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos de
lo real —sean éstos funcionales, formales o útiles—, sino a su verdad total y definitiva, o sea, al
ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda exigencia: verificar la
capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un conocimiento, además, que
alcance la verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et intellectus a la que se refieren los
Doctores de la Escolástica.99 Esta exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II: « La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con
verdadera certeza la realidad inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre
parcialmente oscurecida y debilitada ». 100
Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en
la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el
hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender la
verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay
textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados han
50
querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir
que la tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san
Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a comprender y
explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no renuncie a la
posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo dicho es
válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que
pueden ser objetivamente verdaderos. 101
83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance
auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda
de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en el
conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una exigencia
propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No
quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica
particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y
reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica
de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se
ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente
dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona,
en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión
metafísica.
85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer
arduas a muchos que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por
esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo
Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de que el
hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los
cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era
cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a
la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre
contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus
Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.
Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las exigencias que la palabra de
Dios plantea al pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en estos
postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los antiguos,
pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los
descubrimientos fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe
aprender de esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de
autonomía del pensamiento filosófico.
52
En este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual, algunos filósofos sean promotores
del descubrimiento del papel determinante de la tradición para una forma correcta de
conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que
más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se
podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como
queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder
expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia es
válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la Tradición viva de la Iglesia
como fuente originaria, 104 sino también porque, gracias a esto, debe ser capaz de recuperar
tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas anteriores, como la perenne
tradición de aquella filosofía que ha sabido superar por su verdadera sabiduría los límites del
espacio y del tiempo.
87. El eclecticismo es un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del
historicismo. Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario
considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo
consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un
determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos
implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época,
sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él
poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del
pasado en gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el contrario, se
debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a
53
la cultura, la verdad o el error expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en
todo caso, no obstante la distancia espacio-temporal.
En la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de «
modernismo ». Con la justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla asequible a
los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más recientes,
descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz de la
tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la verdad, se
muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.
88. Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas
otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al
ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y
estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo,
que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha
desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del
cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la
emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La
ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso
tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea
han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en
cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios
radicales.
89. No menores peligros conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus
opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios
éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En
particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a
fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado
comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. 105 Las consecuencias de
54
semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se
subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más
aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser
humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del
sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que
actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del
sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez
que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y
los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En
efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de
contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De
este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza
con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la
desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión
pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen
miserablemente. 106
Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ».
Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la
aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de
determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito
de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito
filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio
sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta
consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin
embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad
merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha
pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia
55
total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica
demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza
de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha
marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la
historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido
mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la
tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que,
gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo
a conseguir el pleno dominio de su destino.
92. Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido
afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido
de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto,
por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó en su momento:
renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. En esta
perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras pronunciadas por el Sumo Pontífice Juan XXIII en la
apertura del Concilio? Decía entonces: « Es necesario, además, como lo desean ardientemente
todos los que promueven sinceramente el espíritu cristiano, católico y apostólico, conocer con
mayor amplitud y profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es,
sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y
exponerla según las exigencias de nuestro tiempo ». 107
Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin
darse por satisfecha con las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su
trabajo corresponde « al dinamismo presente en la fe misma » y que el objeto propio de su
investigación es « la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo ». 108
Este cometido, que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía. En efecto,
los numerosos problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con metodologías
diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad, que es Cristo, se
impone como autoridad universal que dirige, estimula y hacer crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología
como la filosofía.
94. Un primer aspecto problemático es la relación entre el significado y la verdad. Como cualquier
otro texto, también las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un significado, que
se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este significado se presenta como la verdad sobre
Dios, que es comunicada por Él mismo a través del texto sagrado. En el lenguaje humano, pues,
toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad con la admirable «
condescendencia » que refleja la lógica de la Encarnación. 110 Al interpretar las fuentes de la
Revelación es necesario, por tanto, que el teólogo se pregunte cuál es la verdad profunda y
genuina que los textos quieren comunicar, a pesar de los límites del lenguaje.
95. La palabra de Dios no se dirige a un solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los
enunciados dogmáticos, aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan,
presentan una verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede conciliar
el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural
de las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las tesis del historicismo no
57
son defendibles. En cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a la instancia metafísica
permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y contingentes en que han
madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos, que va más allá de dichos
condicionamientos.
Con su lenguaje histórico y circunscrito el hombre puede expresar unas verdades que
transcienden el fenómeno lingüístico. En efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el tiempo
y la cultura; se conoce en la historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración permite entrever la solución de otro problema: el de la perenne validez del
lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó esta
cuestión en la Encíclica Humani generis. 112
Reflexionar sobre este tema no es fácil, porque se debe tener en cuenta seriamente el significado
que adquieren las palabras en las diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la
historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las culturas ciertos
conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las
proposiciones que los expresan. 113 Si no fuera así, la filosofía y las ciencias no podrían
comunicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han
sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto, existe, pero tiene solución. Por
otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no excluye que a menudo su significado sea
imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho en este campo. Por tanto, es de
desear un esfuerzo particular para profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad,
para proponer vías adecuadas para su correcta comprensión.
Si el intellectus fidei quiere incorporar toda la riqueza de la tradición teológica, debe recurrir a la
filosofía del ser. Ésta debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las
aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando caer en inútiles
repeticiones de esquemas anticuados. En el marco de la tradición metafísica cristiana, la filosofía
58
del ser es una filosofía dinámica que ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y
comunicativas. Ella tiene fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo del
ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite
hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo. 115 En la teología, que recibe sus principios de la
Revelación como nueva fuente de conocimiento, se confirma esta perspectiva según la íntima
relación entre fe y racionalidad metafísica.
98. Consideraciones análogas se pueden hacer también por lo que se refiere a la teología moral.
La recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa a la
actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social, económico,
político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada. En la Encíclica Veritatis
splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas que tiene el mundo actual derivan de
una « crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que
la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de
la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la
inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una
determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y
ahora; sino que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio
de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión
coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa
de la verdad de los demás ». 116
99. La labor teológica en la Iglesia está ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la
catequesis. 117 El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que
culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la
verdad que nos salva (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6).
En este contexto se comprende bien por qué, además de la teología, tiene también un notable
interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse
a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la persona.
59
La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la Iglesia
en su integridad, 118 mostrando su relación con la vida de los creyentes. 119 Se da así una unión
especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se
comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios
vivo. 120
La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre
acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje
humanamente inteligible. 121 La reciprocidad que hay entre las materias teológicas y los objetivos
alcanzados por las diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues, una fecundidad
concreta de cara a la comunicación de la fe y de su comprensión más profunda.
CONCLUSIÓN
100. Pasados más cien años de la publicación de la Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la que
me he referido varias veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de nuevo y de
modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y filosofía. Es evidente la
importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación
de los comportamientos personales y sociales. Dicho pensamiento ejerce una gran influencia,
incluso sobre la teología y sobre sus diversas ramas, que no siempre se percibe de manera
explícita. Por esto, he considerado justo y necesario subrayar el valor que la filosofía tiene para la
comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las
verdades de la Revelación. En efecto, la Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón
« se ayudan mutuamente », 122 ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y
purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización.
101. Cuando nuestra consideración se centra en la historia del pensamiento, sobre todo en
Occidente, es fácil ver la riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el
encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados. La teología,
que ha recibido como don una apertura y una originalidad que le permiten existir como ciencia de
la fe, ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que comporta
la revelación de Dios. Esto ha sido una ventaja indudable para la filosofía, que así ha visto abrirse
nuevos horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a estudiar.
102. La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento
filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del
mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir
su capacidad de conocer la verdad 124 y su anhelo de un sentido último y definitivo de la
existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza
humana, se ve incluso más clara el significado humano y humanizador de la palabra de Dios.
Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el
hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose
al Evangelio, más se abra a Cristo.
103. La filosofía, además, es como el espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una
filosofía que, impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe,
forma parte de la « evangelización de la cultura » que Pablo VI propuso como uno de los objetivos
fundamentales de la evangelización. 125 A la vez que no me canso de recordar la urgencia de
una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la
verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún si
se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las
regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse también como
una aportación fundamental y original en el camino de la nueva evangelización.
105. Al concluir esta Encíclica quiero dirigir una ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin de
que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen
una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica. Deseo
agradecerles su servicio eclesial. La relación íntima entre la sabiduría teológica y el saber
filosófico es una de las riquezas más originales de la tradición cristiana en la profundización de la
verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la
verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente tanto el con pensamiento filosófico
contemporáneo como con toda la tradición filosófica, ya esté en sintonía o en contraposición con
la palabra de Dios. Que tengan siempre presente la indicación de san Buenaventura, gran
maestro del pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su Itinerarium
mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que « no es suficiente la lectura sin el
arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la
prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad,
el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la
divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios ». 128
106. Mi llamada se dirige, además, a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan
la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones
de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen
interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su
razonamiento y argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten siempre hacia la
verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la ética auténtica
que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con
atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene
por la justa autonomía de su ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que
62
trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad
humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de
la fe.
Finalmente, dirijo también unas palabras a los científicos, que con sus investigaciones nos
ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente
rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y
moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este siglo, metas que
siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de
la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el
deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte
sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores
filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona
humana. El científico es muy consciente de que « la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe
a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que
está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al
Misterio ». 131
107. Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor,
y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos,
engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir
autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias
fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse en la
verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su
realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su
libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo.
108. Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono de
la Sabiduría. Su misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he
expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la Santísima
Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y
femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros, así la
filosofía está llamada a prestar su aportación, racional y crítica, para que la teología, como
comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el consentimiento dado al
anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento
filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de
su autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización.
Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana,
cuando llamaban a María « la mesa intelectual de la fe ». 132 En ella veían la imagen coherente
de la verdadera filosofía y estaban convencidos de que debían philosophari in Maria.
63
Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la
sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de
cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en
su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz,
del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
2 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
5 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
7 Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
9 Cart. ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.
10 N. 4.
11 N. 8.
64
12 N. 22.
13 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
14 Ibíd., 5.
18 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
19 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
23 Aristóteles, Metafísica, I, 1.
26 Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), 9: AAS 76 (1984), 209-210.
27 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas, 2.
28 Este es un argumento que sigo desde hace mucho tiempo y que he expuesto en diversas
ocasiones: « ¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿qué tiene de bueno y qué de malo? (Si 18, 8)
[...]. Estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el
genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la
humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al hombre verdaderamente tal.
65
Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno de
sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En
estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano, puesto
que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la
solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la
expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la
profundidad de su compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “por
qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces
la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa
la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional.
Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y
personal que el hombre realiza sobre lo divino »: Audiencia General, 19 de octubre de 1983, 1-2:
Insegnamenti VI, 2 (1983), 814-815.
30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
40 De praescriptione haereticorum, VII, 9: SC 46, 98. « Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid
academiae et ecclesiae? ».
41 Cf. Congregación para la Educación Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de la Iglesia
en la formación sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25: AAS 82 (1990), 617-618.
45 Cf. Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2: « Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat ».
47 Carta ap. Lumen Ecclesiae (20 noviembre 1974), 8: AAS 66 (1974), 680.
48 Cf. I, 1, 6: « Praeterea, haec doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per infusionem
habetur, unde inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur ».
50 Ibíd., I, II, 109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,3 :
PL 17, 258.
51 León XIII, Enc. Æterni Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 109.
52 Pablo VI, Carta ap. Lumen Ecclesiae (20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.
54 Cf. Pío XII, Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566.
55 Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. dogm. Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS 3070;
67
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25 c.
57 Cf. Concilio de Toledo I, DS 205; Concilio de Braga I, DS 459-460; Sixto V, Bula Coeli et terrae
Creator (5 de enero de 1586): Bullarium Romanum 4/4, Romae 1747, 176-179; Urbano VIII,
Inscrutabilis iudiciorum (1 de abril de 1631): Bullarium Romanum 6/1, Romae 1758, 268-270.
58 Cf. Conc. Ecum. Vienense, Decr. Fidei catholicae, DS 902; Conc. Ecum. Laterano V, Bula
Apostolici regiminis, DS 1440.
59 Cf. Theses a Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptae (8 de septiembre de
1840), DS 2751-2756; Theses a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et
Religiosorum subscriptae (26 de abril de 1844), DS 2765-2769.
60 Cf. S. Congr. Indicis, Decr. Theses contra traditionalismum Augustini Bonnetty (11 de junio de
1855), DS 2811-2814.
61 Cf. Pío IX, Breve Eximiam tuam (15 de junio de 1857), DS 2828-2831; Breve Gravissimas inter
(11 de diciembre de 1862), DS 2850-2861.
62 Cf. S. Congr. del Santo Oficio, Decr. Errores ontologistarum (18 de septiembre de 1861), DS
2841-2847.
63 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004; y can. 2.1: DS
3026.
64 Ibíd., IV: DS 3015; citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 59.
65 Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3017.
66 Cf. Enc. Pascendi dominici gregis (8 de septiembre de 1907): AAS 40 (1907), 596-597.
67 Cf. Pío XI, Enc. Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937): AAS 29 (1937), 65-106.
70 Cf. Const. ap. Pastor Bonus, (28 de junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; Congr. para
la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de
68
1990), 18: AAS 82 (1990), 1558.
72 El Concilio Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos errores,
afirmando de una parte que « esta fe [...] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural
por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha
sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón,
sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos »:
Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008, y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el
Concilio declaraba que la razón nunca « se vuelve idónea para entender (los misterios)
totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto »: ibíd., IV: DS 3016. De
aquí sacaba la conclusión práctica: « No sólo se prohíbe a todos los fieles cristianos defender
como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la
doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente
obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad »: ibíd.,
IV: DS 3018.
74 Ibíd., 10.
75 Ibíd., 21.
77 Cf. Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.
82 Ibíd., 22; cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), 271-272.
85 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.
87 Cf. Conc. Ecum. Lateranense V, Bula Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII, Conc. Oecum.
Decreta, 1991, 605-606.
88 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.
90 « La búsqueda de las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros
interrogantes fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y sobre lo
que le espera después de la muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo
necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que busca
sinceramente la verdad ». Juan Pablo II, Carta a los participantes en el Congreso internacional de
Teología Fundamental a 125 años de la « Dei Filius » (30 de septiembre de 1995), 4:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 2.
91 Ibíd.
92 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15;
Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
94 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 53-
59.
98 Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.
99 Cf. por ejemplo S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura, Coll. in
Hex., 3, 8, 1.
100 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15.
101 Enc. Veritatis splendor (6 de agosto de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.
102 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.
103 Cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.
104 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24; Decr.
Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 16.
105 Cf. Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.
106 En este mismo sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san
Juan: « « Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres » (8, 32). Estas palabras encierran una
exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta
con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de
que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier
libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy,
después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad
basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi
destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su
conciencia »: Redemptor hominis, (4 de marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.
107 Discurso en la inauguración del Concilio (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962), 792.
108 Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo
(24 de mayo de 1990), 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.
110 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.
111 Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios (21 de abril
de 1964): AAS 56 (1964), 713.
112 « Es evidente que la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las
nociones y los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo
durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin duda
en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del verdadero
conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por
medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Pero no hay que extrañarse
que algunas de estas nociones hayan sido no sólo empleadas, sino también aprobadas por los
concilios ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas »: Enc. Humani generis (12
de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566-567; cf. Comisión Teológica Internacional, Doc.
Interpretationis problema (octubre 1989): Ench. Vat. 11, nn. 2717-2811.
113 « En cuanto al significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y
coherente en la Iglesia, incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por
tanto, los fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o cualquier
tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada, sino sólo sus
aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones y alteraciones de la misma
»: S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, acerca de la defensa de la
doctrina sobre la Iglesia, (24 de junio de 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.
114 Cf. Congr. S. Officii, Decr. Lamentabili (3 de julio de 1907), 26: ASS 40 (1907), 473.
115 Cf. Discurso al Pontificio Ateneo « Angelicum » (17 de noviembre de 1979), 6: Insegnamenti,
II, 2 (1979), 1183-1185.
118 Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303.
122 Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3019.
123 « Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos
personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta
misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia ». Enc. Redemptor hominis (4 de
marzo de 1979), 19: AAS 71 (1979), 308.
124 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-3.
125 Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 18-19.
126 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 92.
130 Cf. Const. ap. Sapientia christiana (15 de abril de 1979), art. 67-68: ASS 71 (1979), 491-492.
132 « 'e noerà tes pìsteos tràpeza »: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del pseudo
Epifanio: PG 43, 493.
73