Este documento explora las definiciones y orígenes del romanticismo, desde sus raíces en el siglo XVIII hasta su desarrollo en Alemania. El romanticismo se basa en la idea de que la individualidad y lo cambiante son la única realidad verdadera, en contraste con las concepciones clásicas de verdad e inmutabilidad. El arte romántico busca captar los misterios de la naturaleza y acercarse a lo infinito.
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Este documento explora las definiciones y orígenes del romanticismo, desde sus raíces en el siglo XVIII hasta su desarrollo en Alemania. El romanticismo se basa en la idea de que la individualidad y lo cambiante son la única realidad verdadera, en contraste con las concepciones clásicas de verdad e inmutabilidad. El arte romántico busca captar los misterios de la naturaleza y acercarse a lo infinito.
Este documento explora las definiciones y orígenes del romanticismo, desde sus raíces en el siglo XVIII hasta su desarrollo en Alemania. El romanticismo se basa en la idea de que la individualidad y lo cambiante son la única realidad verdadera, en contraste con las concepciones clásicas de verdad e inmutabilidad. El arte romántico busca captar los misterios de la naturaleza y acercarse a lo infinito.
Este documento explora las definiciones y orígenes del romanticismo, desde sus raíces en el siglo XVIII hasta su desarrollo en Alemania. El romanticismo se basa en la idea de que la individualidad y lo cambiante son la única realidad verdadera, en contraste con las concepciones clásicas de verdad e inmutabilidad. El arte romántico busca captar los misterios de la naturaleza y acercarse a lo infinito.
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1. DEFINICIONES.
PROBLEMAS GENERALES El «romanticismo», como todos los
conceptos que, en la historia de la cultura, tienen por función la de identificar épocas, movimientos espirituales y corrientes estilísticas, presenta significados múltiples y complejos, estrechamente ligados entre sí y al mismo tiempo contradictorios: nada podría ser más desalentador para quien quisiera formular una definición exhaustiva, que aquella irónica confesión de uno de los padres del movimiento, Friedrich Schlegel, quien — escribiendo en 1798 a su hermano August Wilhelm— le decía haber elaborado una correcta interpretación del término «romántico», quejándose al mismo tiempo de no poder comunicársela por haberle resultado «de ciento veinte páginas». Las raíces del romanticismo se remontan a los años sesenta del siglo XVIII (véase, sobre este punto, el Volumen VI de esta Historia de la Música, capítulo 29); el impulso original vino de Inglaterra, y en parte también de Suiza, pero fue en Alemania donde se enraizó y desarrolló vigorosamente, donde, a partir de una vaga disposición hacia lo sentimental, de una errática y caprichosa contemplación de lo novelesco, de lo pintoresco, de lo maravilloso, llegaría a definirse como teoría filosófica y literaria, más aún, como visión orgánica del mundo en la cual la cultura alemana pudo reconocerse, construyendo y expresando su propia identidad con tanta fuerza como para lograr imponer una hegemonía sobre la cultura europea de todo el siglo XIX. La advertencia paradójica de Schlegel que hemos citado nos pone en guardia contra las simplificaciones: sería ciertamente arbitrario y artificioso intentar trazar un cuadro forzosamente unitario de una realidad tan rica en facetas multiformes. Sin embargo, parece legítimo, en cambio, buscar, como medio de orientación, un denominador común, un punto al cual pueda referirse la abigarrada, densa, centrífuga multiplicidad de tendencias. Queriendo permanecer en la paradoja, podemos, retomando la de Schlegel, asumir como definición comprehensiva del romanticismo su propia imposibilidad de definición: la raíz más profunda del romanticismo —o, al menos, la condición primera de su existencia— radicaría en efecto, precisamente, en una conciencia adquirida de la naturaleza multiforme, intrínsecamente contradictoria, continuamente cambiante de la realidad. En esta toma de conciencia encuentra su justificación el radicalismo de la antítesis «clásico-romántico» (bien que, por otros lados, un tal análisis pueda ser también simplificador y arbitrario). Al primero de estos dos términos corresponde una concepción de la realidad inmutable, eternamente dada, regida por las normas de una racionalidad fuera del espacio y del tiempo, siempre y en todo lugar igual a sí misma: lo cambiante, lo diverso, lo múltiple pueden justificarse sólo en la medida en que se adecuan al dictado de estas normas. En la esfera del arte esto se traduce en el postulado de la existencia de un criterio absoluto de perfección —el ideal de lo «bello»— ante el cual se confrontan el valor y la dignidad de cada obra particular. Como lo expresó Johann J. Winckelmann en una frase que condensa esta concepción: «existe únicamente un solo bello, como hay únicamente una sola verdad». El romanticismo presupone al contrario el descubrimiento de la individualidad como la única realidad verdadera que sea posible conocer y experimentar concretamente, postulado que corre paralelo a una visión de la Historia como devenir perenne e incesante: bien diferente este último —justamente por ser una construcción ex novo, momento a momento, del impulso creador de la individualidad— de ese abstracto concepto iluminista de progreso, que consistía, por decirlo una vez más, en una adecuación a la medida ya dada e inmutable de una racionalidad generalizada. Tal descubrimiento —fruto, ciertamente, del desarrollo de principios antitéticos a los del racionalismo, pero también fruto de la maduración de elementos internos a la misma cultura clasicista e iluminista— comportaba una total reevaluación de lo diverso y de lo cambiante, o sea de eso que constituye el dato específico de la individualidad, y al mismo tiempo restituye su íntima e indefinible esencia. Los términos se invierten: el absoluto ya no es lo abstracto, lo general, eso que es igual en cada lugar y en todos los tiempos, sino más bien lo que es concreto, inmediata e individualmente perceptible. Individuum est ineffabile: esa afirmación de los místicos medievales vuelve a tener vigencia, y el romanticismo descubre que la esencia de la realidad es el misterio, huidizo de las definiciones, inaccesible a la razón y a su instrumento privilegiado, el logos, la palabra en tanto que portadora de contenidos conceptuales abstractos. El sentido del misterio abarca el mundo de la naturaleza, no ya materia inerte y extraña gobernada por leyes mecánicas ciegas, sino complejo orgánico latiente de una vida propia, cuyo ritmo no es extraño al de la vida del hombre: así, sólo afinándose con estos ritmos y recogiendo, a través de un mundo de simpatía interior, la respiración secreta de la naturaleza, podrá penetrarse en el sentido de las cosas, experimentar lo inefable, comunicar con el absoluto. El significado de la nueva relación que el romanticismo instaura con la realidad está explicitado plenamente en esta frase de Novalis (1772-1801), el más genial y elevado entre los promotores del movimiento: «Es necesario romantizar el mundo. Así se descubrirá su significado original.» Y romantizar quiere decir, para Novalis, conferir «a eso que es común un sentido más alto, a lo cotidiano un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito la apariencia del infinito». A esa mutación radical de perspectiva corresponde una reversión del significado y de la función del arte. El principio de la imitación de la naturaleza es repudiado, siendo en cambio exaltada la originalidad del artista creador, y la individualidad irrepetible de cada obra de arte en particular: hasta la extrema consecuencia de negar la validez de la crítica, al ser cada obra inconfrontable con otras (ésta es, por ejemplo, la opinión de Wackenroder, para quien «la prueba verdadera de la excelencia de una Obra de arte reside en el hecho de que uno olvida, por ella, todas las otras»). En consecuencia, van reduciéndose las bases de las distinciones tradicionales entre géneros literarios y artísticos, y la rigurosa jerarquía que la teoría clásica había fijado. En un fragmento famoso publicado en la revista Athenäum (que constituyó, de 1798 a 1800, un poderoso forjador de la teoría romántica de la literatura y el arte), Friedrich Schlegel había afirmado que la misión de la poesía romántica era la de reunir los géneros poéticos separados, negando la finitud en una siempre renovada tensión hacia lo ilimitado: su carácter propio se definía así como «progresivo-universal», y su esencia, como perenne devenir: «la poesía romántica está todavía en devenir; su verdadera esencia consiste en que puede siempre continuar este devenir, sin llegar nunca a completarse». Estos conceptos resonarían un decenio más tarde en el pensamiento del otro Schlegel, August Wilhelm (hermano de Friedrich), quien insistiría en que la mezcla de géneros (reflejo de una «secreta aspiración al caos», es decir, al carácter bullente e inextinguible de la vida, de la cual surgen siempre «nuevos y maravillosos nacimientos») era una de las características distintivas de la poesía romántica en relación a la poesía clásica: si mientras en esta última se debían reconocer los atributos de simplicidad, claridad, perfección, para la primera quedaba el mérito de «estar más cerca del misterio de la naturaleza». Esta última afirmación refleja claramente el cambio de función del arte en el pensamiento de los románticos. Es necesario tener presente, en este punto, que el significado de la palabra «poesía», incluso cuando se refiere específicamente a la actividad literaria, tiende a dilatar sus propios confines en una dimensión universal: «poesía» es primordialmente toda actividad creativa (la etimología de la palabra viene del griego poièin, hacer, crear; la poesía es entonces intrínseca a la naturaleza, es el alma, el núcleo vital generador de formas siempre nuevas. Entre naturaleza y arte hay entonces analogía, afinidad profunda, y la actividad poética deja de ser una «imitación» de la naturaleza para revelar, al contrario, la poesía que en ella permanece difusa, captar los misteriosos mensajes que ella transmite. En el arte, entonces, se manifiesta un movimiento de simpatía interior que sólo puede hacer experimentar la inefable esencia de las cosas (Novalis: «a través de la poesía nace la más alta simpatía y cooperación, la más íntima unión de lo finito y lo infinito»); el arte tiende así a devenir una verdadera religión: el poeta (son siempre palabras de Novalis) es «un sacerdote», es «el Mesías de la naturaleza», es «omnisciente» porque vive en sí mismo «el mundo real en miniatura». Pero de esta tensión constante, del estímulo «progresivo» continuamente renovado, del anhelo del infinito, nace también la conciencia de la finitud del individuo y de la imposibilidad de una anonadante resolución en el Todo: el ansia del absoluto es también revelación de una fractura primordial entre el yo y el mundo, que se refleja en el interior mismo del yo (es la Zerrissenheit, la oposición, la rasgadura: una palabra clave del romanticismo). Esta ambivalencia de fondo genera en el artista romántico dos actitudes antitéticas y al mismo tiempo complementarias. Una es la ironía, la paradoja: la única forma en que parece posible realizar la conciliación de los opuestos (y su expresión literaria es el breve, nervioso, fulgurante aforismo). La otra actitud es la Sehnsucht: real bandera del romanticismo, este término no encuentra su correspondiente en las otras lenguas europeas, especialmente en las latinas; lo cual es una nueva prueba del alma germánica de este movimiento espiritual. Sehnsucht es —como lo explica de manera ejemplar Mittner, quien sugiere traducir su sentido bien como «tormento» o como «nostalgia»— literalmente «mal del deseo»: deseo que se nutre de sí mismo, que se repliega sobre sí mismo y se satisface en la imposibilidad misma de satisfacción (la Sehnsucht presupone por ello e incluye en su significado a la ironía, la coincidencia paradójica de los opuestos). En este impulso continuamente autogenerante, la Sehnsucht es para Schlegel «el surgimiento primordial de la naturaleza, el primer escalón de la evolución del mundo, la madre de todas las cosas, el comienzo de todo devenir». Pero por el sentido de inaccesible lejanía que vibra en ella, la Sehnsucht se identifica así con la íntima esencia de la poesía, y por tanto con el alma del romanticismo (recordemos la sentencia de Novalis: «En la lejanía todo se convierte en poesía: montañas, hombres, sucesos lejanos, todo deviene romántico»). Volvemos a encontrar aquí entonces la nueva, profunda, misteriosa ligadura que los románticos establecieron entre la naturaleza y la poesía; comprendemos mejor su condenación radical del arte primitivo y descriptivo, de toda forma de expresión que quisiera tener un significado demasiado circunscrito, definido, particular: «la verdadera poesía —citamos siempre a Novalis— puede tener un vasto significado alegórico y un efecto indirecto, como la música». La vibración secreta e inefable que recorre el alma del mundo, y de la cual la Sehnsucht es su expresión sensible, es entonces una vibración musical. Clemens Bretano llama a los sonidos «los hijos de la Sehnsucht». 2. LA CONCEPCIÓN ROMÁNTICA DE LA MÚSICA Esta conclusión, a la que llegan —implícita o explícitamente— todos los escritores del primer romanticismo, produce una revolución sin precedentes en la historia de la música, revolución que puede resumirse en dos puntos fundamentales: en la jerarquía de las artes la música es promovida al rango más elevado, es decir, al extremo opuesto de la baja condición a la que la estética racionalista la había confinado; paralelamente, se invierten los papeles de la jerarquía tradicional de los géneros, y esto ocurre aun dentro del arte musical: la música vocal cede su posición secular de primacía a la música instrumental, la cual reivindica así ahora el mérito de representar el «en-sí», la esencia más auténtica de la música. Tal revolución, sin embargo, no se manifiesta en primer lugar en la música misma, sino más bien en la reflexión teórica, y en particular en la estética musical. Se podría afirmar, un poco paradójicamente, que la música romántica es en primer lugar una «invención» de poetas, filósofos, literatos: ciertamente, el nuevo concepto revolucionario de la música no nace como reflejo o sistematización de una nueva práctica musical, sino como emanación directa de la visión romántica del mundo. Existe un neto desfase cronológico entre romanticismo filosófico y literario y romanticismo musical. Para confirmar este desfase, bastaría con confrontar algunas fechas: en 1796 (inmediatamente después de la Primera Sonata para piano de Beethoven, y antes de los cuartetos op. 76 de Haydn) se publicaba la primera obra literaria completamente romántica, las Herzensergiessungen eines kunstliebenden Klosterbruders (Confesiones del corazón de un monje amante del arte), de Wackenroder; mientras que los primeros Lieder goethianos de Schubert, considerados como la primera expresión cabal de la música romántica, datan del año 1814. Y todavía más tarde vendrá la explosión del romanticismo en el campo del teatro musical, donde será preciso esperar hasta la primera representación del Freischütz de Weber, en 1821. E. Wackenroder, el primer apóstol del romanticismo, muere en 1798 cuando Schubert tiene apenas un año de vida, y —podría decirse— todavía está fresca la tinta de la partitura de la Creación de Haydn. Una parte importante de la nueva estética es la idea de la «música absoluta». Esta expresión —que hoy es bien familiar en su sentido de una música libre de condicionamientos de lugar, espacio, tiempo y función social, sin relaciones o mezclas con otras formas de expresión artística (palabras, imágenes) y por lo tanto «pura», sin contenidos materialmente determinables— aparece en nuestra cultura musical sólo hacia la mitad del siglo XIX, acuñada al parecer por Richard Wagner (con intención parcialmente negativa) y retomada luego por Edward Hanslick como punto cardinal de su estética de lo «bello musical». Sin embargo, ya hacia fines del siglo XVIII la idea estaba presente como núcleo de una metafísica de la música, que literalmente sacudía la concepción musical dominante. Un tal impulso metafísico se alimentaba de una antiquísima doctrina, la Harmonia Mundi de Pitágoras, que revivía con acentos particulares en el aliento místico del romanticismo: la convicción de que el mundo fuera una unidad viviente regida por un principio ordenador fundado sobre proporciones numéricas, y que, por lo tanto, en la música (entendida como disciplina quae de numeris loquitur, ciencia que trata de los números) se expresaba la íntima simpatía de todas las criaturas del universo, y el fundamental acorde entre macrocosmos y microcosmos. Reminiscencias explícitas de esta doctrina afloraron con frecuencia en los escritores románticos: de un fragmento de Novalis («las relaciones musicales me parecen ser esencialmente las mismas relaciones fundamentales de la naturaleza») se hace eco un escrito de Wackenroder titulado Das eigentümliche innere Wesen der Tonkunst (La particular esencia profunda de la música) en el cual se exalta la «inexplicable simpatía» que resuena entre «las relaciones matemáticas de los sonidos singulares y las fibras del corazón humano», tanto que este último «aprende a conocerse a sí mismo en el espejo de los sonidos». Algunos decenios más tarde, Joseph von Eichendorff, el «cantor» de la Vida de un Peregrino, hablará de una Grundmelodie, de una melodía fundamental, que, cual una misteriosa corriente, atraviesa el mundo y recorre, aunque no sea advertida, el corazón del hombre. Pero ya Wackenroder, en el escrito citado, había recurrido a la imagen de la «misteriosa corriente» para sugerir la idea de la riqueza cambiante de sentimientos que se agita en lo profundo del corazón humano, contraponiendo al pobre instrumento expresivo de la palabra, que «enumera, nombra y describe», la mágica virtud de la música, que «hace transcurrir ante los ojos la corriente misma», y al «doloroso esfuerzo terrestre hacia las palabras», la exaltante potencia de los sonidos, sólo ellos capaces de proyectar al hombre hacia lo alto, hacia «el antiguo abrazo del cielo que ama todo». He aquí entonces en acto, en las palabras referidas, aquella sacudida de las posiciones anteriormente vigentes. La concepción racionalista del arte, fundada sobre la imitación de la naturaleza, había negado la autonomía estética de la música: no se le reconocía el derecho a la existencia por sí misma, sino sólo en cuanto entonación de la palabra; mientras estaba iluminada por la palabra, la música pudo de hecho «imitar a la naturaleza», esto es, expresar afectos, pintar situaciones y caracteres con el justo color sentimental, y cumplir así su oficio de conmover el corazón de los hombres. Privada de esta iluminación, no es más que un fenómeno puramente material y mecánico, vacío de significado. Son bien notorios los ataques de Rousseau contra la música instrumental y la invención «gótica» del contrapunto (o sea, de un estilo de composición que contiene en sí, en las puras relaciones entre sonidos, su propia razón de ser); pero también en la Alemania de los años noventa, cuando la potencia creadora de Haydn y Mozart está en su apogeo y ya se anuncia la de Beethoven, se podía leer en la segunda edición de la Allgemeine Theorie der schönen Künste (Teoría General de las Bellas Artes) de Sulzer, que entre los modos de empleo de la música el concierto ocupa el último puesto, porque «Conciertos, Sinfonías, Sonatas (...) representan en general un vivaz y no desagradable ruido, una forma de entretenimiento, un cacareo que no toca al corazón». La poesía, Señora absoluta, y la música vocal, su fiel esclava («esclava fugitiva» según sus pretensiones de autonomía), la música instrumental ignorada o cuanto más admitida como imitación de la música vocal (una imitación, pues, de segundo grado): he aquí la escala jerárquica que el romanticismo invierte. Para medir la divergencia entre las dos concepciones, podríamos poner lado a lado una declaración como la dirigida polémicamente al Caballero de Chastellux por Metastasio, para quien la música en sí y por sí produce «el placer mecánico que nace de las proporciones armónicas entre los sonidos», y cualquiera de las afirmaciones de los románticos anteriormente citadas, en las cuales es atribuido a las relaciones musicales como tales un profundo y exaltante significado. La primacía de la música, y en particular de la música instrumental, es un tema recurrente en toda la literatura del primer romanticismo. Implícitamente presente en la poética de Jean Paul —el escritor que, aunque sin tocar el umbral del romanticismo propiamente dicho, ejerció una influencia decisiva sobre la formación espiritual de más de una generación de artistas románticos, poetas y músicos —lo cual es puesto de manifiesto con singular relieve por el ya muchas veces citado Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798) y por su amigo y colaborador Ludwig Tieck (1773-1853). En el primero de sus escritos sobre la música, que no tiene forma teórica sino narrativa: su título es Das merkwürdige musikalische Leben des Tonkünstlers Joseph Berglinger (La memorable vida musical del compositor Joseph Berglinger), y está incluido en su Herzensergiessungen, la colección de textos ya citada— Wackenroder crea, puede decirse, el prototipo del artista romántico, dividido entre el arte y la vida, torturado por el contraste entre la esencia ideal de la música y la materialidad a la cual ella se encuentra obligada a rebajarse, y consumido hasta una muerte precoz por la imposibilidad de realizar su sueño juvenil de vivir como una música toda su propia existencia. El «etéreo entusiasmo» del cual es poseída el alma de Berglinger se transforma en contemplación estática en una novela posterior, Ein wunderbares morgenländisches Marchen von einem nackten Heiliges (Maravillosa fábula oriental de un santo desnudo). Aquí el contraste entre finito e infinito, entre contingente y eterno, y el misterioso poder de la música que resuelve este contraste elevando el genio del hombre hacia la suprema región del absoluto, son tratados en forma alegórica: la rueda del tiempo que con sus vueltas incesantes tiene al «santo desnudo» —el eremita oriental protagonista de la fábula— encadenado a la tierra, prisionero de una vana fatiga de Sísifo, se detiene con el canto de dos enamorados: los primeros sonidos musicales que resuenan en el desierto acallan como por encanto la ansiedad sin fin y sin finalidad, liberando el espíritu de su envoltura terrestre (es ésta una concepción nirvánica del absoluto y de la música que a este absoluto conduce, no muy diferente de la que será elaborada, pocos años más tarde por Schopenhauer). Muerto jovencísimo, Wackenroder (devorado, se diría, por el mismo «etéreo entusiasmo» que su héroe Berglinger), sus escritos inéditos fueron publicados de forma póstuma por Tieck en 1799 bajo el título de Phantasien über die Kunst, für Freunde der Kunst (Fantasías sobre el arte para los amigos del arte). En cuanto a Tieck, entre sus propios escritos dedicados a la música hay uno de relevante interés para nosotros, titulado Symphonien (Sinfonías), en el cual la superioridad de la música instrumental sobre la vocal es claramente teorizada. Los dos géneros, escribe Tieck, deben permanecer separados, y seguir cada uno su propio camino. La música vocal está ligada a la esfera de lo humano, de la cual expresa idealmente deseos y pasiones: esto hace de ella un «arte condicionado» que «es, y permanece, declamación y discurso enfatizado». En la música instrumental, en cambio, el arte es «independiente y libre»: sólo debe a sí mismo sus propias leyes, y la fantasía se despliega en un juego sin finalidad; pero por esto mismo la música instrumental realiza la finalidad más alta, porque en su aparente diversión expresa lo profundo y lo maravilloso. Tieck retoma aquí la idea de Wackenroder de que la Sinfonía es la cúspide o coronación de la música: sonatas, tríos y cuartetos, bien que ricos en gracias artísticas, parecen simples «ejercicios de escuela frente a esta perfección del arte». La Sinfonía es como un «drama multicolor, multiforme, intrincado y maravillosamente desarrollado» como ningún poeta podría ya producir, porque, libre de cualquier ley de verosimilitud, la Sinfonía permanece en las alturas de su propio mundo de poesía pura, y con su propio lenguaje pleno de enigmas desvela el enigma profundo de las cosas. Pero el intérprete más agudo, el más genial artífice de la concepción romántica de la música es sin duda un autor que, por su multiforme y sorprendente personalidad, parece casi encarnar, cual una paradoja viviente, el alma del romanticismo: Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822). Su actividad literaria, iniciada en 1808 con la novela Ritter Gluck (El Caballero Gluck), se superpone parcialmente a las de pintor, caricaturista y escenógrafo, compositor y director de orquesta, y a partir de 1816 corre paralela a la de funcionario de la Administración Judicial del gobierno prusiano; sin embargo, el concienzudo y finalmente pedantesco ejercicio de esta prosaica profesión (aceptada para poner fin a la aventurera y también fatigosa vida que de su Königsberg natal lo había llevado a Varsovia, Bamberg, Dresde, Leipzig y una cantidad de centros menores hasta su definitivo asentamiento en Berlín) no perjudicó la inspiración de su narrativa, que continuó tejiendo fantasmagóricas tramas, en las cuales se entrecruzan, con ambivalente ironía, lo maravilloso y lo cotidiano, el tenue encantamiento de la fábula y lo grotesco de una realidad deformada hasta la caricatura. La música es la verdadera protagonista de esta narrativa. En ella, la fundamental fisura de la personalidad del autor encuentra su proyección fantástica en la figura de un músico, el maestro de capilla Johannes Kreisler, permanentemente torturado, como ya lo estaba el Berglinger de Wackenroder, por la contradicción entre su deseo insaciable de infinito, la aspiración a una vida totalmente resuelta en los ideales del arte, y la sofocante grisura cotidiana a la cual el mismo ejercicio de su profesión le condena. Pero el entusiasmo del cual está poseído, lejos de ser «etéreo» como aquel de su predecesor en la novela de Wackenroder, es, por el contrario, alimentado por fuerzas demoníacas que, cuando se desencadenan, lo arrastran a un estado de delirante exaltación, en cuyo trasfondo resplandece, siniestro, el espectro de la locura. Además de plasmarse en las fulgurantes invenciones de la narrativa, la actividad literaria de Hoffmann se extiende también en el más calmo ejercicio de la crítica musical. Su escrito más famoso en este campo es su reseña sobre la Quinta Sinfonía de Beethoven, publicada el 1810 en las columnas del Allgemeine musikalische Zeitung, ampliada y republicada más tarde en Kreisleriana como Beethovens Instrumentalmusik (La música instrumental de Beethoven; en esta forma se encuentra reproducida entre los textos adjuntos al volumen VI de esta Historia de la Música). Representando una especie de summa de la concepción romántica de la música, se declara aquí entre otras cosas la equivalencia entre música y romanticismo; la música sola es el arte verdaderamente romántico porque el infinito es su sujeto, porque no representa sentimientos determinados sino que suscita en el corazón humano aquella unendliche Sehnsucht, aquella pasión infinita que deja entrever al hombre el misterioso Dschinnistan, el reino supremo del absoluto. Esto es verdad particularmente para la música instrumental, la única que pueda ser considerada en tanto que arte autónomo, y por esto, en rigor, la música «verdadera». Haydn, Mozart y Beethoven, que llevaron la música instrumental a estas alturas, son ahora ipso facto músicos románticos: un igual «halo romántico, consistente en la íntima comprensión del espíritu del arte» surge de sus composiciones; pero, de los tres, aquel que ha penetrado más profundamente la íntima esencia de la música es Beethoven. Así quedan delineados los trazos de esta imagen romántica de Beethoven (el romantisches Beethovenbild) que será objeto de culto de parte de todos los músicos «progresistas» del ochocientos: en 1836, Schumann, dibujando un «mapa» de las fuerzas artísticas de la época en analogía con las fuerzas políticas, hará de los «beethovenianos» directamente una «clase» militante, «a la izquierda» del (imaginado) orden político, entre los «jóvenes, los gorros frigios, los desdeñosos de las formas, los audaces cultivadores de la genialidad». El otro escrito fundamental de Hoffmann es el ensayo Alte und neue Kirchenmusik (Música religiosa antigua y moderna) publicado en 1814 en el mismo periódico. También este título aísla e impone con claridad definitiva otro tema íntimamente relacionado con la concepción romántica de la música, que había ya varias veces aflorado en los escritos de los románticos precedentes: el culto de la música religiosa y del antiguo, desueto «estilo eclesiástico», en consecuencia de lo cual dibujaba otra «imagen romántica», la de Palestrina, transformado por la cultura ochocentista en el emblema de la «pureza» del arte. Independientemente de su importancia para la formación de aquel movimiento por el «renacimiento» de la música sacra, que con el nombre de «cecilianismo» atravesará el ochocientos romántico (actuando como un precioso estímulo para la formación de una conciencia histórico-filológica en los estudios musicales), interesa aquí examinar las argumentaciones a la luz del tema que habíamos evocado como central en la estética musical romántica: el de la música «pura» o «absoluta». A primera vista tales argumentaciones parecen sorprendentemente contradictorias respecto a las tesis sostenidas en el ensayo sobre Beethoven. La «verdadera» música, la música en su esencia pura e íntima es aquí un género de música vocal, música de Iglesia, condicionada no sólo por la presencia de un texto, sino también por su precisa función social. Sin embargo, la contradicción no es sino aparente. Asumida como modelo ideal la polifonía del quinientos italiano —identificado sin más con el arte de Palestrina— el carácter «absoluto» de la música religiosa se encuentra sostenido con argumentos del todo similares a aquellos adoptados para proclamar la preeminencia de la música instrumental. La relación con el texto no es una férrea ligadura porque la música religiosa, cuando permanece fiel a su propia naturaleza, no representa afectos determinados, sino que expresa «el profundo sentimiento de lo divino», y da así al hombre el sentido de la «suprema plenitud de la existencia»; el culto religioso no constituye una simple función social, sino el lugar privilegiado de la música: cantando loas al Altísimo ésta no se somete a un fin extraño, sino que actúa con su verdadera, profunda, esencia. También de la música religiosa puede decirse, en primer lugar, que «el infinito es su objeto». Por esta razón, la música ha podido desenvolverse según su naturaleza más auténtica solamente después del advenimiento del cristianismo: se reencuentra así en el campo de la estética musical la conciencia, ya difusa en la literatura teórica del primer romanticismo, de la antítesis entre antigüedad (clásica) y cristianismo (romántico), la primera orientada hacia las expresiones artísticas de la plástica, por estar fundada sobre una imagen «corpórea y sensible» de la realidad; y la segunda, místicamente deseante de infinito, y por lo tanto terreno ideal de una cultura de la música (justamente «la más romántica de todas las artes, y por ello la única verdaderamente romántica». Esta antítesis, como es notorio, se reencuentra encuadrada en el sistema de la estética hegeliana). Pero a la sombra de esta antítesis va a aflorar otra, entre melodía y armonía. Palestrina alcanza el fin auténtico de su arte porque su música está desprovista de impulso melódico, y aquellos autores sucesivos que han trabajado en el surco de su tradición han alcanzado metas profundas y sublimes «no obstante» el impulso melódico que su estilo, siguiendo la evolución de los tiempos, no podía dejar de aceptar: de todas formas, al progresivo aumento del impulso melódico corresponde un también progresivo alejamiento de la «verdad», de la «santa simplicidad», de la «profunda seriedad» de la música religiosa (y entonces podemos decir, desde este punto de vista, de la música tout court). La naturaleza de ésta se define como esencialmente armónica: del estilo contrapuntístico del modelo palestriniano Hoffmann percibe, más que un fluir horizontal de las líneas sonoras, los agregados verticales de los sonidos, los acordes que simbolizan la unión íntima (la armonía misma) entre espíritu y naturaleza, entre humano y divino. También en este caso Hoffmann percibe y pone a fuego ideas que ya habían emergido en la precedente literatura;-por otra parte una tal conclusión fundaba naturalmente sus raíces en la doctrina pitagórico-neoplatónica de la armonía del mundo, en la cual habíamos reconocido el origen más lejano de la concepción romántica de la música. De hecho, A. W. Schlegel también afirma que la esencia de la música está en las relaciones armónicas entre los sonidos, situando en la armonía (explícitamente reconocida como la característica esencial de la música de la edad moderna) el «principio místico» de la música, como eso que no funda su eficacia sobre las progresiones temporales, sino que «busca el infinito en el momento indivisible». Esta devaluación del principio melódico por parte de los escritores románticos se explica bastante fácilmente, si se piensa que la tesis del reinado absoluto de la melodía descendía directamente de la concepción de la música como representación de los afectos, teniendo por finalidad la de conmover el corazón humano; era entonces, en su esencia, un principio racionalista, conectado con la teoría del arte como imitación de la naturaleza, y, como tal, combatido por los románticos, los cuales contraponían, al «afecto» circunscrito y determinado, la Sehnsucht infinita e indeterminable. Si, en consecuencia, el infinito era el objeto propio de la música, ésta no podía reconocerse (según «el mezquino punto de vista de la así llamada naturaleza», para decirlo como F. Schlegel) sino como el lenguaje de los sentimientos. Debemos aquí constatar —por desconcertante que tal conclusión pueda resultar— que algunas variantes de términos como «romántico» y «melódico», «romántico» y «sentimental», que la acepción común y corriente del romanticismo percibe como sinónimos, pueden en verdad presentarse, al menos según la interpretación más radical de la concepción romántica de la música, directamente como antitéticas. Sin duda alguna, con estas implicaciones extremas (aparentemente paradójicas, pero ciertamente presentes, y progenitoras de una tendencia abstractista que actuará en profundidad a lo largo de todo el ochocientos y hasta el corazón de nuestro siglo) la teoría romántica no reniega del valor del sentimiento en cuanto tal; sólo que la «pureza» de contenidos determinados, predicado esencial de la «música verdadera», otorga ahora al sentimiento un significado absolutamente diferente del de la Empfindsamkeit del setecientos, y excluye que ésta pueda identificarse con lo individual, con la «sentimental» confesión autobiográfica: los sentimientos que los sonidos despiertan en nuestra intimidad son aquellos que, «ignotos e inexpresables, sin parentesco con nada en la tierra, suscitan el presagio de un lejano reino del espíritu, otorgando a nuestro ser una más alta conciencia de sí» (Hoffmann). Así entonces, la devaluación del principio melódico no significa negación o condena de la melodía; ésta, sin embargo, para ser tal en el sentido más profundo, no debe «hacer referencia a las palabras y a su comportamiento rítmico» (citamos todavía Hoffmann). En suma, nos encontramos una vez más frente a una inversión de la concepción de la música: la melodía ya no es la soberana absoluta, lugar privilegiado de los afectos y portadora de significados determinables, siendo la armonía su sostén o soporte funcional; por el contrario, es la armonía el «en-sí» de la música, y la melodía no es más que, en un cierto sentido, su proyección. El dato general que emerge de todo esto es el significado cultural, religioso, metafísico que el romanticismo atribuye a la música. Las consecuencias son múltiples. El altísimo fin atribuido a la música crea una divergencia profunda entre las obras intencionalmente «artísticas» y aquellas destinadas al consumo, al entretenimiento (música de uso y música de arte podían, en cambio, convivir tranquilamente en el setecientos, aún dentro de la misma obra). Entendida como el «lenguaje de los afectos» del setecientos, la música tenía siempre y de todas formas una función comunicativa y asociativa; depurada de ella, la música «absoluta» se presenta como una experiencia sustancialmente solitaria; aislado de la sociedad está de hecho el artista, que no se torna más hacia sus contemporáneos, sino que aparece constantemente proyectado hacia un «futuro» en el cual deberá realizarse la «poesía», o sea, la plenitud del arte, constitucionalmente negada al presente, a lo real, a lo contingente. Una actitud similar puede encontrarse ya en Beethoven (cfr. el volumen VI, parágrafo 32.1); pero el impulso ético, la naturaleza sustancialmente optimista de la fuerza creadora beethoveniana, tiende ahora a colorearse de una revuelta negativa: el solitario mensaje del artista romántico tiende al redescubrimiento de verdades ocultas, de valores alienados en la cotidianeidad de la vida social; el carácter progresivo del arte (su esencia) puede actualizarse sólo a través de la negación de falsos valores impuestos por la sociedad. Es ésta una tendencia profunda, que permanecerá vigente aún en el siglo siguiente, más allá de la era romántica propiamente dicha. Sin abandonar el ámbito de la cultura alemana, se puede muy bien admitir que el orgulloso aislamiento de la Escuela de Viena, su compromiso total con lo negativo respecto a la alienación de la cultura de masas, tiene entre sus motivaciones también esta lejana ascendencia romántica (por lo que, además, la continuidad de la tradición cultural no fue negada por ninguno de sus protagonistas). 3. CLASICISMO Y ROMANTICISMO Según el cuadro que venimos de pintar, parece evidente que la concepción romántica de la música no coincide sin más con el romanticismo musical entendido como etapa histórica. Es ésta una discrepancia que presenta varios problemas, a la hora de definir el carácter de tal etapa, delimitar su área cronológica, aislar sus aspectos salientes, interpretar los eventos que en ella han tenido lugar. El primer problema, que se encuentra entre los más intrincados, es el de la relación entre clasicismo y romanticismo: dos conceptos que forman una antítesis paradigmática en la historia de la cultura en general, pero que tienden también a superponerse, si no directamente a confundirse en la historia de la música entre el último setecientos y el primer ochocientos. Habíamos visto en efecto E.T.A. Hoffmann definir como «románticos», en su ensayo sobre Beethoven, a músicos que son para nosotros el símbolo del clasicismo musical; pero tal definición, reiterada en otros escritos del mismo Hoffmann, no había sido acuñada por él, sino que circulaba en las publicaciones musicales alemanas del inicio del siglo; en 1805, por ejemplo, Reichardt, evocando en las columnas del Berlinische Musikalische Zeitung el formidable progreso de la música instrumental en la segunda mitad del setecientos, celebraba las «geniales, románticas obras de Haydn, Mozart y de sus sucesores» que de tal proceso constituían su culminación. Tan impropio como pueda resultar para nuestra conciencia histórica este empleo del término «romántico», debemos reconocer que tiene a pesar de todo una cierta legitimidad, porque el concepto de romanticismo no se refiere aquí ni a un estilo ni a una época particular, sino a una cualidad específica de la música en sí misma, por lo que «romántico» y «musical» pasan a ser, en esta acepción, sinónimos. Y, sin embargo, definir como romántica, en este sentido, a la música de Haydn, Mozart y Beethoven significa también colocar las premisas para la fundamentación del concepto de clasicismo: los tres máximos compositores son románticos porque son los músicos por excelencia, quienes han desarrollado en grado sumo la intrínseca, específica cualidad de la música, y por eso son los artífices de la música «verdadera». Siguiendo el razonamiento hasta los extremos de la paradoja, podemos decir que ellos son implícitamente clásicos en tanto que auténticamente románticos. Esta idea implícita de clasicismo aflora de hecho a medida que madura, en los primeros decenios del siglo, la conciencia de que la aparición de la «trinidad» vienesa ha simbolizado una época en la historia de la música, conciencia que se declara finalmente de forma explícita en los años treinta, cuando no sólo se comienza a distinguir una «escuela clásica», del pasado, de la actividad de los compositores contemporáneos, sino que por primera vez se formula el concepto de «período clásico» a propósito de la era de Haydn, Mozart y Beethoven (el autor de la definición es Amadeus Wendt, profesor de filosofía en Göttingen; «clásico» tiene para él un significado hegeliano, del momento de la plena actualización de la idea de cada arte singular, en la total y recíproca compenetración de contenido y forma). En el mismo período, sin embargo, toma cuerpo también el concepto de una «escuela romántica», a la cual se identifican los modernos, los innovadores, los progresistas. El término «romántico» adquiere así un segundo significado, designando un estilo y una época; esto se realiza naturalmente con acentos diversos, positivos o negativos, según el punto de vista, progresista ó conservador; así como según el punto de vista cambia la posición de Beethoven: para unos, él es quien ha completado y perfeccionado la obra de Haydn y Mozart, y el último representante del período áureo de la música alemana; para otros, es el iniciador y el inspirador de la nueva escuela, el primer punto de referencia de sus adeptos. Pero esta posición ambivalente de Beethoven es una muestra de la ambivalencia que caracteriza la relación entre clasicismo y romanticismo: por un lado, relación de antítesis, por el otro, de recíproca integración y de continuidad. Esta duplicidad se refleja también en las corrientes de la historiografía de nuestro siglo. Prevalece en esta última la tendencia a considerar clasicismo y romanticismo no como dos edades contrapuestas, cuyos caracteres se excluyeran vivencialmente, sino como una sola era, orgánicamente unitaria, en la cual convicciones estéticas y procedimientos compositivos, situación del músico y rol de la música en la sociedad demuestran, eso sí, contradicciones muy visibles y sufren transformaciones profundas, pero quedando para siempre reconciliables en algunos fundamentos comunes. Y así la era precisamente llamada «clásico-romántica» se hace comenzar en los años setenta y durar todo el ochocientos, hasta los primeros decenios de nuestro siglo; en sus confines encontramos las figuras de Joseph Haydn por un lado, y de Gustav Mahler (o también —porque tales delimitaciones son siempre fluctuantes de por su propia naturaleza— de Max Reger, o de Hans Pfitzner, o de Richard Strauss) por el otro. Para darse cuenta del carácter complejo de la relación entre clasicismo y romanticismo, es necesario tener presente que «clasicismo», entendido como concepto que define una era de la historia de la música (precisamente, la de Haydn, Mozart y Beethoven), tiene un significado completamente distinto, directamente opuesto al clasicismo racionalista, del cual habíamos recordado brevemente las características principales al comienzo de este libro. Se ha visto cómo el concepto de «clásico» que aquí interesa nace por decirlo así desde el interior de aquel de «romántico»; y cuando se define teóricamente adquiere un sentido, típicamente hegeliano, de momento de total plenitud de un arte. En la historiografía de nuestro siglo, además, el concepto de «clásico» ha sido ulteriormente definido como paralelo del clasicismo de Weimar: la era de Haydn, Mozart y Beethoven, según esta perspectiva, es el correspondiente músical de lo que fue la era de Goethe en la literatura, o sea, de un movimiento que, surgido de los fermentos idealistas del neoclasicismo alla Winckelmann, repudia los principios de lo bello ideal y de la imitación de la naturaleza, y teoriza, al contrario, la originalidad de la creación artística, la concepción de la obra de arte como organismo unitario teniendo en sí mismo —y no en una adecuación a cánones exteriores— sus propias leyes formales. El binomio «clásico-romántico», por lo tanto, no quiere sólo distinguir dos fases cronológicamente sucesivas, sino, en primer lugar, recoger la identidad compleja de la era histórica referida. La autonomía de la música, su liberación de la palabra en el plano estético, de sus funciones de decoración, entretenimiento, celebración en el plano social; la unidad orgánica de la obra musical, su valor singular, dependiente sólo de la calidad del acto creador individual del cual es su fruto, y no ya subordinado a fines extraños; el valor de la originalidad, la nueva dignidad del autor, su plena posesión de su propio creación: estos principios (que habíamos declarado como básicos para la concepción romántica de la música) se encontraban ya presentes en lo que se ha dado en bautizar como «clasicismo vienés», el cual se nos presenta así, a través de estos principios, con un enérgico carácter innovador, que define su situación, en nuestra perspectiva histórica, como la fuerza hegemónica de la cultura musical del extremo setecientos. Por otra parte, el procedimiento compositivo del estilo clásico, la elaboración motívico-temática, permanece como el fundamento sobre el cual se basa también el pensamiento musical del ochocientos, y la idea formal connatural a tal procedimiento, aquella de la sonata, continúa predominando en gran medida —si bien sufriendo modificaciones profundas— en la música instrumental romántica. Romanticismo y clasicismo en suma se compenetran recíprocamente: incluso cuando se consideran como fases distintas y sucesivas, es imposible establecer una línea limítrofe ni siquiera aproximativa: en esta perspectiva unitaria el romanticismo no se presenta como una antítesis del clasicismo, más o menos como una reacción ante él, sino más bien como su consecuencia natural «progresiva», puesto que los motivos de fondo, que en la fase clásica se mantenían en un estado de perfecto equilibrio, sufrirán un proceso de amplificación, intensificación, exageración, en fin, de desequilibrio recíproco, hasta descompaginar la compleja pero armoniosa unidad de la cultura musical clásica en una constelación centrífuga de contradicciones. Pero la hipótesis de una era clásico-romántica, fundamentalmente unitaria incluso en sus diferencias internas, está lejos de ser unánimemente aceptada. Las argumentaciones contrarias se fundan sobre el examen de las fuentes críticas y de los testimonios originales, en los cuales se transparenta la conciencia creciente de las diversas fases culturales que fue construyendo el nuevo siglo. El argumento principal contra la hipótesis unitaria tiene sin embargo un fundamento geográfico más que histórico: se parte de la constatación de que clasicismo y romanticismo no sólo están desfasados cronológicamente, sino que pertenecen a dos áreas territoriales distintas, y provienen, por lo tanto, de matrices culturales profundamente diferentes: el romanticismo del norte protestante, el clasicismo del sur católico; el primero es un fenómeno alemán, septentrional y norte-oriental, el otro ítalo-austriaco-danubiano, con el aporte de influencias francesas. La diferencia entre las dos culturas puede ser descrita como contraposición entre una perspectiva ética y una perspectiva estética. El músico clásico alemán está sólidamente anclado a una visión humanista del mundo: el hombre es siempre el centro, causa y fin de su obra, que queda activa y positivamente inscrita en el contexto social que la vio nacer (se cita a este propósito como ejemplo la declaración de Haydn de que sus sinfonías deberían ser entendidas como representaciones de «caracteres morales»; pero está claro que en esta perspectiva también el Beethoven más esotérico pertenece de derecho a la cultura clásica); la finalidad del romanticismo, a su vez, ya no es lo «humano», sino lo «poético», que de lo humano quiere ser no el complemento sino la superación (recordemos Tieck y su afirmación de que la música vocal debía considerarse como inferior a la instrumental, por estar vinculada por medio de la palabra a la esfera de lo humano). La música deviene entonces un lenguaje misterioso («el sánscrito de la naturaleza», según la célebre metáfora de Hoffmann), y quien domina ese lenguaje ostenta de hecho una arcana potestad. Se rompe así aquella condición de equilibrio, de paridad ideal entre el músico y su auditorio, que es una de las más preciosas cualidades de la cultura musical clásica; el momento de comunicación musical se transforma, de encuentro civil entre pares (recordemos el notable parangón de Goethe del cuarteto haydniano como de una conversación entre cuatro personas razonables), en rito y culto, a celebrarse en lugares privilegiados: aquí el artista compensa su aislamiento con el ejercicio de su nuevo poder, subyugante y fascinante. La construcción del Festspielhaus de Bayreuth es, de hecho, un símbolo bien elocuente de esta transformada condición.