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Universo Paranormal

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Universo paranormal

Con Eduardo nos habíamos cansado de una subsistencia miserable, con trabajos siempre

mal pagados y sin ningún tipo de prestigio, en parte porque aún éramos jóvenes y porque la

juventud insiste muchas veces en alimentarse de otro tipo de dádivas que ni siquiera el dinero

puede comprar. Intentábamos mirar, en la medida de lo posible, más allá del orden ficticio y

naturalizado de las cosas y, por eso, desde el primer momento creímos que era la hora de lanzar

nuestro propio emprendimiento. Si no me equivoco a él se le ocurrió el concepto principal desde

el que se fueron ramificando otras ideas, bastante similares a las de otros proyectos que también

se estaban llevando hacia adelante. Lo que, al fin y al cabo, no nos importaba demasiado porque

nuestra originalidad radicaría en hacerlo de una forma mejor. Pactamos una reunión ejecutiva en

el café de Don Vito, en donde por el mismo precio te servían dos mate cocidos en vez de uno.

Claro que, como no teníamos mucha plata, dialogamos sentados en el cordón de la vereda,

pintado por algunos municipales que se habían jubilado unos cuantos inviernos atrás.

Llegó el momento que tanto estábamos esperado, la oportunidad de probar una nueva

forma de vida o, por qué no, de conocer con otros ojos a lo que se encuentra más allá, dijo con

aquel lenguaje lleno de tecnicismos que siempre utilizaba para hablar con seriedad.

Abrí la boca para contestarle algo, pero un avión a tres mil metros de altura interrumpió la

única respuesta genial que hubiesen conocido de mis labios. Sin perder el tiempo aprovechó la

oportunidad, hurgó en uno de los bolsillos de su saco de oficinista, llevó sin escalas un papel hacia

la palma estirada de mi mano. Era una muestra de aquel talento que desperdició durante la

secundaria, dibujando sobre cualquier superficie con lapicera. Un perro colgaba del cuello. El otro,

continuando con una tradición de cientos de años de magia negra, de una de las patas traseras.
Los árboles consistían en miles de rayas y ellos, por no decir las víctimas, en diferentes manchas

de tinta azul.

Acá está el equipo que necesitamos para comenzar, tu misión es revisarlo y fijarte bien

que no le falte nada, agregó al ponerse de pie, despegándose del bolso contra el que había estado

apoyado sin que yo me diera cuenta.

Que contenía en el interior una cámara termo gráfica, otra con visión nocturna, un walkie

talkie con su pareja correspondiente, dos micrófonos condenser, una tabla ouija fabricada en

Praga en el año 1923, una vieja grabadora de cassettes, medio kilogramo de sal gruesa y , por

último, un litro entero de agua bendita. Veinticuatro horas después abrimos el canal de You Tube,

al que nombramos unánimemente como Universos Paranormales, tras lo cual diseñamos un plan

de acción por vía telefónica y nos despedimos sin pensar en todo aquello que estaba a punto de

suceder. Con el correr de las madrugadas iniciamos un recorrido por casas abandonadas y edificios

eternamente en construcción, a la vera de caminos olvidados, junto con sus leyendas malditas en

la periferia de la ciudad . Las primeras experiencias fueron aterradoras, lo que ayudó a aumentar

nuestra cantidad de suscriptores. En una semana de cincuenta de ellos pasamos al doble, en la

otra a doscientos y así sucesivamente. Con las colaboraciones recaudadas compramos unas dosis

suficientes de anfetaminas para mantenernos despiertos durante las noches de filmación, que

también nos fueron de gran ayuda para cumplir con nuestras responsabilidades laborales. Junto a

los anteojos de sol, varias tazas de café y la necesidad de sobrevivir hasta fin de mes. Aunque a

veces deseábamos tener todavía esas máscaras con las que cubríamos nuestra verdadera

identidad, así sea para continuar tipeando algunos informes, en el caso de él, o para seguir

cortando fiambres atrás de un mostrador en el mío


Muy pronto supimos que no debíamos detenernos. Cientos de mensajes vibraban en

nuestra casilla, trayendo información y testimonios de diferentes manifestaciones misteriosas

tanto a nivel local como foráneo. Espectros de niños jugando en hamacas, lamentos de algo que

imitaba a una mujer en la esquina de una iglesia cuyos últimos sacerdotes se habían suicidado,

levitaciones de objetos alrededor de las cunas de un orfelinato y muchas otras cosas que serían

imposibles de enumerar. Sin los conocimientos esotéricos, y sobre todo pragmáticos de Eduardo,

nada hubiera salido bien. Sabía como cuidarse ante cada situación en particular, cuánto debían

medir los círculos de protección que trazábamos en los rituales, cuáles eran los mejores espacios

del cuerpo para la colocación del ajo u otros amuletos y que técnicas se requerían para abrir las

puertas que se cerraban solas sin correr ningún tipo de peligro. Cuando el descubrimiento de los

demonios, cuyos rostros eran una combinación perfecta entre el miedo y el silencio, el ataque de

las brujas (que se trepaban igual que insectos a las paredes) y la liberación de las almas en pena se

convirtieron en una moneda corriente, logramos presentar la renuncia a nuestras antiguas

fuentes de ingresos.

Desplegar los equipos en el crepúsculo y guardarlos con la salida de las luces violetas del

alba se convirtió, a partir de allí, en la rutina de todos los días. El descanso finalizaba a las tres de

la tarde, en la ducha, donde se deslizaban las últimas gotas de agua tibia sobre los párpados ya sin

sueño. Es que, a pesar de hacer lo que hacíamos, ninguno de los dos tenía pesadillas. Éramos una

versión mejorada de nosotros mismos, cada vez más creativos y profesionales. De hecho Eduardo,

que había estudiado metafísica durante tres meses en una diplomatura a distancia, no tardó

mucho en explicarme ,en un viaje de vuelta accidentado por la lluvia, una interesante

reformulación suya de la famosa paradoja de Berkeley. En la que postulaba que los fenómenos

sobrenaturales existían siempre y cuando pudiesen ser registrados por alguien del mundo de los

no muertos. Aquello se debía, para él, a que el propósito de las entidades que se encuentran
atrapadas en esta realidad es hacerse notar ya que si no, léase entre comillas, no estarían vivas o,

por decirlo con mayor claridad, carecería de sentido la dilatación de sus trágicas existencias. Es

que, oscurecidas sus antiguas conciencias del raciocinio que alguna vez habían creído tener, no

contaban con la posibilidad de lograrlo a través de otros medios. Al contrario de nosotros, que aún

sin ser muy inteligentes, todavía poseíamos cierta capacidad para disfrutar de otro tipo de

experiencias gracias al contacto con la literatura, el cine o cualquiera de los demás lenguajes

artísticos desarrollados por nuestra civilización.

¿O sea que la soledad afecta tanto a los polstergeist como a nosotros? , pregunté.

Si, y quizás ellos la sufran peor, ya que no tienen otra forma de expresarlo más allá de

revolear todo lo que encuentren a su paso.

A veces grababa también estas conversaciones, ya que me estaban enseñando a pensar la

realidad desde una perspectiva diferente. Mientras tanto las propuestas del exterior se fueron

acumulando; principalmente, desde el resto de Latinoamérica y de algunos países europeos que

en el pasado habían formado parte del desmembrado bloque comunista. Aunque, había tanto por

hacer acá, que decidimos postergarlas Porque éramos algo así como felices, porque aquello nos

demostraba que las casualidades eran el producto de que alguien las piense, para que otros las

continúen y, para que finalmente, unos pocos puedan alcanzarlas. Y eso, éramos nosotros.

Hasta que, en la cima de nuestra carrera ascendente, mi amigo y compañero conoció al

amor. Luana era asistente social y los fines de semana ofrecía una obra de títeres en los barrios

más vulnerables de M. Eduardo Furcht, parado al lado de un remis en marcha, desvió su mirada de

un viejo galpón al que estábamos a punto de visitar y se posó sobre ella antes de que

desapareciera detrás del retablo. Le pagó el doble al remisero, se acercó a aquel ruedo donde los

niños estaban más atentos a la copa de leche que a los gags de unos muñecos que se hundían a
cada paso y, a partir de aquel momento, comenzó a tomarse sus descansos con una frecuencia

mayor.

Quédate tranquilo que los fantasmas no se van a ir a ningún lado, repetía en el auricular

del teléfono para calmarme a la par que sonaban voces infantiles desde el fondo, que lo único que

lograban era ponerme más nervioso. Aún más que las psicofonías que desgravaba, o los rasguidos

en las ventanas que se acumulaban día tras día afuera de mi casa, y que se trataba del ejercicio de

algunos borrachos que carecían de otras ideas para divertirse. La vestimenta negra que usábamos

desde el principio, percutida por el polvo de techos podridos y la humedad de toda una taxonomía

de hongos, fue el otro elemento que marcó nuestro alejamiento. La mía tenía cada vez más

lamparones verdes. La suya estaba cada vez más limpia. En la ocasión en que la había metido en el

lavarropas, esperando ya otro plantón de su parte, debí detenerme. Llegué trotando a la

computadora, de donde había partido la notificación de una conversación abierta. Claro que era

Eduardo, que quería que nos encontrásemos urgentemente. Apenas terminé de escribir una S y

una I cuando una bocina hizo que me diera vuelta. Subí al Corvette que se había comprado en un

remate, a pesar de la resistencia de un dueño que ya no estaba en este plano pero que se las

ingeniaba para cambiarle los cambios durante la marcha o molestar a su novia mediante una

distribución indebida de caricias. Al que terminó por encerrar con mi ayuda, aquella vez, en una

cajita musical, para desecharla en un canal que se dirigía hacia la profundidad de las cloacas.

Consumado el acto, acepté su invitación para comer unos choripanes al paso, la caja que me

entregó sin mediar palabras, la brevedad de un abrazo que cambiaría nuestros destinos y una

sensación que no sé cómo explicar.

Cuando le solicité el doble de dosis de anfetaminas a mi dealer, este pareció sorprenderse.

Quiso averiguar si se trataba de los preparativos de una fiesta, si, en una de esas, cabía la
posibilidad de asistir con alguna chica o con algún invitado y si me hacía falta algo más para

hacerla bien y completa.

No, solamente tengo que cubrir a mi compañero durante algún tiempo, le respondí.

Por lo tanto no habría fiesta, festejo, ni nada similar; era apenas una necesidad de último

momento para cumplir con una serie de compromisos asumidos. Simultáneamente hablé con el

comunnity manager para solicitarle que le quitará las marcas del plural al nombre del canal. Al

otro día ya tenía puesta una remera estampada que decía Universo Paranormal, esperando por

otra procesión de lugares infestados. Perdí la cuenta de los días, las semanas y los meses.

Dedicado absolutamente a mi trabajo, me convertí en un especialista en desmitificaciones. No,

aquello no se trataba de una pareidolia; era un error en la instalación de las cañerías, por lo que

sería mejor que llamasen a un plomero. No, aquello que escuchaban las enfermeras en la planta

baja del hogar de ancianos no era hi, sino hell y, a veces, un help con el que un espíritu maligno

intentaba disfrazar sus verdaderas intenciones. Mediante algunos rudimentos de arameo, latín y

griego pude sostener conversaciones tanto con poseídos como con santos e insultar a numerosos

vampiros energéticos que me cruzaba por las calles. Viajé por el Nilo, Edimburgo, las residencias

de Aleister Crowley, las catacumbas de París y algunas de las construcciones ocultas del valle de

México durante medio año.

Al regresar me di cuenta de que ya era el doble de famoso. Bastaba con subir un

contenido por semana para que se multiplicasen las cifras en el interior de mis cuentas y todo

aquello que deseaba tener no tardaba nada en unirse al resto de mi patrimonio. Hasta que el

teléfono, que sonaba en el salón principal con un ringtone pasado de moda de Nick Cave,

interrumpió una cavilación que parecía no tener fin. Sobre todo, por que giraba en torno al futuro
de mi existencia, vacía de metas y de sentido. Como había aprovechado la extensión de las

vacaciones para que un grupo de contratistas transformasen mi casa en un castillo, tardé varios

minutos en descender por las escaleras de piedra que había mandado a colocar para que todos

los decoradores las mirasen con miedo. Igual que a aquel desfile de hachas, picas y animales

disecados que me acompañaban simultáneamente por el trayecto.

Hola ¿Quién habla?

¿Cómo estás? Soy yo, espero no haberte molestado, te llamaba para hacerte una

propuesta…

Tropecé con una armadura medieval que estaba ubicada detrás de mí. Le acomodé una

manopla, la gola, el ristre, el peto y los quijotes, que a punto estuvieron de convertirse en chatarra

de nuevo. Eduardo me estaba esperando a una hora de distancia, en el medio de un evento a

beneficio para chicos con capacidades diferentes. Antes de salir el cocinero me ofreció una

porción de suprema a la Maryland, el mayordomo una lista con cosas pendientes, la mucama un

paraguas para protegerme de la lluvia que habían anunciado desde el servicio meteorológico

nacional. De ninguno de ellos acepté nada y sus propuestas quedaron flotando en el aire. Prendí

la Hilux, me abandone a la ruta. Hasta que, a punto de doblar por una curva en la que los

camioneros se persignaban al pasar, me sentí sacudido por un pensamiento lateral. Recordé que a

la salida de una mezquita en las orillas del Mar Rojo un sufí, al que le faltaban algunos miembros

de su cuerpo, me agradeció con una sentencia los restos de un shawarma que no dudé en

convidarle. Según su doctrina, Alá era tan inmenso que abarcaba por un lado todo lo que

considerábamos como bueno, bello y luminoso. Pero por el otro, de él se desprendían también las

cosas más horribles, oscuras e impronunciables. Todos los caminos son el suyo, y ciego será aquel

que no crea en su palabra, fue su sentencia final unos segundos después de haberse succionado
todo aquel pequeño laberinto de carne de cordero. No había tardado mucho en traducir aquello a

los hemisferios occidentales de mi mente, en donde, desde entonces Dios y el Diablo eran las dos

caras de una sola cosa.

Y recién ahora podía agradecérselo de verdad, a miles de kilómetros de distancia. Porque mi

amigo y, ex compañero de aventuras, escucharía primero mi propuesta. La cual consistiría en

filmar un último video durante la próxima luna nueva, que nos permitiría abrir un portal para

atraer hacia nuestras redes a Satanás, por medio de un sacrificio que jamás llegaría a concretarse.

Le pediríamos ayuda al Papa y al resto de los grandes padres espirituales para erradicarlo de una

buena vez por todas y para siempre. Acabaríamos así, en un hito histórico de la historia de la

humanidad, con la violencia, el hambre, las desigualdades sociales, la ignorancia y el plagio en

todas sus formas. Estacioné al final de una larga fila de autos. Luana me saludó con una sonrisa,

mi amigo con los restos de un abrazo. Había rejuvenecido uno o dos años, mejorando muchísimo

su postura, quizás por una alimentación ejemplar, un régimen de ejercicios estrictos o, ni más ni

menos, que por la evolución de una rutina absolutamente alejada de la muerte. Su compañera,

que era una de las principales organizadoras de la fecha, no tardó mucho en despedirse y,

arrastrando una valija salpicada con stickers y una infinidad de frases positivas, se fue a preparar

su función.

Una troupe de payasos nos llenó al instante de flores hechas con globos. Algunas nos las

arrancó el viento, otras los niños con su increíble habilidad para intentar poseer todo aquello que

no tenían entre sus manos. Intentamos comunicarnos a través de la telepatía, mas con el ruido

del alrededor tuvimos que recurrir al uso de nuestros pies y alejarnos. Confesó que quería

mostrarme algo, que solo yo lo entendería, que aún debíamos esperar un poco. Confesó, en un

susurro, que iba a tener un hijo. Sin embargo no pudimos festejarlo; un presentador, escondido

debajo de un traje de Mickey que de tanto uso ya tenía un color similar al de las cenizas, anunció
una fabulosa sorpresa para los más chiquitos. Irrumpió una música estridente, que cubrió de

humedad la mirada de Eduardo. Voy a decir la verdad. No pude prestarle mucha atención al

desarrollo conductista de aquel espectáculo, que consistía en que cada dos por tres los

protagonistas se dirigiesen al público para formular preguntas fácilmente contestables sobre la

ubicación de sus enemigos. Por ejemplo, en los momentos donde la trama daba un giro, uno de

ellos decía ¿A dónde se fue? Para que se desatase una secuencia de indicaciones, del tipo ¡Por

allá! ¡Nooooo! ¡Por el otro lado! A pesar de lo cual, el títere, seguía girando hacia la dirección

opuesta.

La bóveda celeste, que hasta entonces brillaba con el sol, se nubló de golpe. Sentí que el

marco era cada vez el más adecuado para todo aquello que pensaba decirle, por la altura de las

nubes que comenzaban a rozar los sombreros de los zanquistas, por la brisa helada que recorría

con sus escaleras nuestras espaldas. Solo fue parte de una proyección. Mi amigo me hizo una

seña, rodeamos al escenario improvisado con pallets, me obligó a detenerme y acercó sus labios a

mi oído.

Ahora sí, podes ver todo el panorama, desde lo macro hasta lo micro y sacar tus propias

conclusiones.

No sabía de lo que me estaba hablando, pero sin embargo le hice caso, abrí bien los

parpados y miré. Me arrepentí de no haber llevado ninguna de mis cámaras aún sin estrenar,

aunque comprendí que hubiera sido inútil. Por qué estaba ante mis ojos nuestro último video y

eran ellos la única tecnología con la capacidad de comprenderlo todo. Eduardo tenía razón. Había

algo allí en la oscuridad que separaba a las filas de los dientes durante la formación de una sonrisa

y debajo de los vestiditos color rosa chicle y en las manos agrietadas de los padres que

descansaban a un centímetro del contorno de sus mujeres. Lo cual chocaba, en primerísimo


primer plano, con la fragmentación de todas las risas que no llegaban nunca a convertirse en la

expresión de una sola. Una alegría agujereada por el silencio y los hilos de baba que se

desprendían de las bocas y que continuaban con las huellas de los rostros de los que nunca desean

irse temprano a la cama.

Ahora decime que pensas ¿Existirá algo más tenebroso que eso?

No lo creo ¿Y para vos?

Para mí, tampoco.

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