La Vorágine 2 Parte 1.2
La Vorágine 2 Parte 1.2
La Vorágine 2 Parte 1.2
-¿Con ambas?
-Así será.
El corazón empezó a golpearme el pecho, como un redoblante. En mi garganta se
ahogaba, seca, la voz.
-¿Barrera es un caballero generoso?
-Es de “chuzo”. Dicen que da cuanta mercadería quera el solicitante, lo hace firmá en un
libro y le entrega cualquier retazo advirtiendo: “Lo demá se lo tengo en el Vichada”. Yo
le he perdío la voluntá.
-¿Y cuánto dinero te dió?
-Cinco pesos, pero me cogió recibo por diez. Me tiée ofrecía una muda nueva y nada me
ha dao. Así con tóos. Ya despachó gente hacia San Pedro de Arimena, pa que le alisten
“bongos” en el Muco. El hato ha quedao casi solo. Hasta el Jesús ya se largó, pero
pasando por Orocué con una razón del viejo Zubieta pa la autoridá.
-¡Está bien! Toma el requinto y canta.
-Toavía es temprano.
Esperamos casi una hora. La idea de que Alicia me fuera infiel llenábame de cóleras
súbitas, y para no estallar en sollozos me mordía las manos.
-¿Usté piensa matá al hombre?
-¡No, no! Sólo quiero saber a qué viene.
-¿Y si es a toparse con su mujercita?
-Tampoco.
-Pero eso le quedaría feo a usté.
-¿Crees que debo matarlo?
-Esas son cosas suyas. Lo que ha de tené es cuidao con yo. Aguáitelo en la talanquera
porque me voy a poné a cantá.
Le obedecí. A poco, me dijo:
-No se emborrache. Póngale pulso a la puntería.
Por encima de la platanera tendió más tarde la luna un reflejo indeciso, que fue
dilatándose hasta envolver la inmensidad. El tiple elevó su rasgueo melancólico en el
preludio de la tonada:
Pobrecita palomita,
que el gavilán la cogió;
aquí va la sangrecita
por donde se la llevó.
Con el alma en los ojos, tendía yo la escopeta hacia el caño, hacia los corrales, hacia
todas partes. El pavo, desde la cumbrera de la cocina, hirió la noche con destemplados
gritos. Afuera, en alguna senda del pajonal, aullaron los perros.
Aquí va la sangrecita
por donde se la llevó.
Las mujeres encendieron luz en el cuarto. La vieja Tiana, como una ánima en pena,
asomó al umbral.
-¡Hola, Miguel; dice la niña Griselda que dejés dormí.
El cantador enmudeció y fué luego a buscarme.
-Se me olvidó decile que yo estaba obligao a yevarle la curiara. Me voy. Cuando
volvamos, tírele al de adelante. ¡Si le pega, yo se lo echaré a los caimanes y acabáas son
cuentas!
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Lo vi alejarse en la embarcación, sobre el agua enlutada donde los árboles tendían sus
sombras inmóviles. Entró luego en la zona oscura del charco, y sólo percibí el cabrilleo
del canalete, rútilo como cimitarra anchurosa.
Esperé hasta la madrugada. Nadie volvió.
¡Dios sabe lo que hubiera pasado!
* * *
huido! Tenía sed y de nuevo apuré la botella. Recogí el arma y para enfriarme las
mejillas las oprimía contra los cañones. Triste porque Alicia me desamparaba, empecé a
llorar. Luego declamé a gritos:
-¡No le hace que me dejes solo! ¡Para eso soy hombre rico! ¡Nada quiero de ti, ni de tu
muchacho, ni de nadie! ¡Ojalá que ese bastardo te nazca muerto! ¡Ni será hijo mío!
¡Lárgate con el que se te antoje! Tú no eres más que una querida cualquiera.
Después hice disparos.
-¿Dónde está Franco, que no sale a defender a su hembra? ¡Aquí me tiene! ¡Yo vengaré
la muerte del Capitán! ¡Al que se presente lo mato! ¡A Barrera no, a Barrera no; para
que Alicia se vaya con él! ¡Se la cambio por brandy, por una botella no más!
Y recogiendo la que tenía, monté en el potro, me tercié la escopeta y partí a escape por
el llano impasible, dando a los aires este pregón enronquecido y diabólico:
-¡Barrera, Barrera! ¡Alcohol, alcohol!
* * *
Media hora después, los del hato me vieron pasar. Del otro lado del caño me gritaban y
me hacían señas. Por el vado que me indicaron hostigué el potro y salí al patio,
dispersando la gente a pechadas, entre una algarabía de protestas.
-¡A ver! ¿Quién manda aquí? ¿Por qué se esconde Barrera? ¡Que salga!
Y colgando la escopeta en la montura, salté desarmado. Todos esperaban perplejos.
Algunos sonrieron mirándose.
-¡Guá, chico! ¿Qué quieres tú?
Tal dijo una mujercilla, halconera de rostro envilecido por el colorete, cabello
oxigenado y brazos flacuchos, puestos en jarras sobre el cinturón del traje vistoso.
-¡Quiero jugar a los dados! ¡Nada más que jugar! ¡En este bolsillo están las libras!
Y tiré unas a lo alto, y se regaron en el suelo.
Entonces oí la voz carrasposa del viejo Zubieta, que ordenaba desde el cuarto contiguo:
-Clarita, el cabayero, que siga.
Acaballado en el chinchorro y tendido de espaldas, en camiseta y calzoncillos, estaba el
hacendado, de barriga protuberante, ojos de lince, cara pecosa y pelo rojizo.
Alargándome sus manos, que además de ser escabrosas parecían hinchadas, hizo
rechinar entre los bigotes una risa:
-¡Cabayero, dispense que no me pueo enderezá!
-¡Yo soy el socio de Franco, el cliente de los mil toros, y, si quiere, se los pagaré al
contado!
-¡Ansina sí, ansina sí! Pero usté debe cogerlos porque el “zambaje” que tengo ta de pie,
y no sirve pa náa.
-Yo conseguiré vaqueros, bien montados, y no dejaré que me los sonsaquen para el
Vichada.
-Me gusta usté. ¡Eso tá bien hablao!
Salí a meter mis aperos y vi a Clarita, cuchicheando con mi enemigo, mientras que con
una totuma le echaba agua en las manos. Al verme, se escondieron detrás de la casa.
-¿Qué ladrón recogió el oro que tiré aquí?
-Vení, quitámelo, replicó un hombre, en quien reconocí al del winchester que pretendió
decomisarle la mercancía a don Rafael- ¡Ora sí podemos arreglá lo del otro día ¡
¡Sinvergüenza, ora sí me topás!
31
* * *
-Tire por mitad, cien toros- exclamó el vejete, dando fuertes golpes en la mesa.
Entonces noté que los zapatos de mi adversario pisaban los de Clarita y tuve el
presentimiento de que llegaba el fraude.
Con frase feliz decidí a la mujer:
-Juguemos esto en compañía.
Ella extendió al instante sobre el montoncillo de granos las manos avaras. El rubí de su
anillo se encendió en sangre.
Zubieta maldijo su suerte cuando lo venció mi jugada.
-Ahora con usted- le dije a Barrera, sonando los dados.
Recogiólos sin inmutarse, y, mientras los agitaba, cambiándolos, pretendió distraernos
con un chiste de baja ley. Pero al lanzarlos sobre la mesa, los atrapé de un golpe:
-¡Canalla, estos dados son falsos!
Trabóse de súbito una reyerta y la lámpara rodó por el suelo.
Gritos, amenazas, imprecaciones. El viejo cayó del chinchorro, pidiendo auxilio. Yo, a
oscuras, esgrimía los puños a diestro y siniestro hacia cualquier sitio donde oyera una
voz de hombre. Alguien hizo un disparo, ladraron los perros, rechinaba la puerta con el
afán del ahuyentado tumulto, y la ajusté de un empellón, sin saber quién quedaba
adentro.
Barrera exclamó en el patio:
-¡Ese bandido vino a matarme y a robar al señor Zubieta! ¡Anoche me estuvo
“puesteando”! ¡Gracias a Miguel, que se opuso al crimen y me denunció la asechanza!
¡Prendan a ese miserable! ¡Asesino! ¡Asesino!
Yo, desde adentro, le lanzaba atrevidos insultos, y Clarita, conteniéndome, suplicaba:
-¡No salgas, no salgas, porque te acribillan!
El viejo gimoteaba espantado:
-¡Alumbren, que escupo sangre!
Cuando me ayudaron a echar el cerrojo, sentí humedecida una de mis muñecas. Tenía
una puñalada en el brazo izquierdo.
Con nosotros quedó encerrada una persona que me puso en las manos un winchester. Al
sentir que me buscaba, intenté cogerla, por lo cual, susurrando, me repetía:
-¡Cuidado con yo! ¡Soy el tuerto Mauco, amigo de tóo el mundo!
Afuera empujaban la puerta, y yo, sin permanecer en un solo punto, perforaba las tablas
a tiros, iluminando la estancia con el relampagueo de los fogonazos. Al fin terminó la
agresión. Quedamos sumidos en el más pavoroso silencio y mi oído acechante
dominaba la oscuridad. Por los huecos que abrieron mis balas, observé con sigilosa
pupila. Hacía luna y el patio estaba desierto.
Mas por instantes recogía el rumor de voces y risotadas que venían quien sabe de
dónde. El dolor de la herida empezó a rendirme y el vértigo del alcohol me echó a tierra.
Allí me desangré hasta que Dios quiso, entre el pánico de mis compañeros, que en algún
rincón se decían: Parece que está agonizando.
-¡Agua, agua! ¡Estoy herido! ¡Me muero de sed!
* * *
-¡Gracias al guate- repetía-, gracias al guate estoy contando el cuento! El tenía razón, los
dados eran falsos y con eyos me había estafao mi plata ese tramposo del Barrera. ¡Aquí
topé uno bajo la mesa! Convénzanse. Tiene azogue por dentro.
- No podíamos arrimá por los tiros.
-¿Y quién hirió a Cova?
-¿Quién sabrá?
-Vayan a decirle al Barrera que no lo quero aquí; que pa eso tiene sus toldos, que se
quede ayá. ¡Que si no sabe pa qué son los caminos; que el guate tá aquí con la carabina!
Clarita y el tuerto Mauco vinieron en mi socorro trayendo un caldero de agua caliente.
Descosieron la manga de la camisa para quitármela sin lastimar el brazo tumido, y
luego, humedeciendo los bordes de la tela pegada, descubrieron la herida, pequeña pero
profunda, abierta sobre el músculo cercano al hombro. La lavaron con aguardiente, y,
antes de extenderle la cataplasma tibia, el tuerto, con unción ritual, exclamó:
-Pongan fe, porque la voy a rezá.
Admirado yo, observaba al hombruco, de color terroso, mejillas fofas y amoratados
labios. Puso en el suelo, con solicitud minuciosa, el bordón en que se apoyaba, y encima
el sombrero grasiento, de roídas alas, que tenía como cinta un mazo de cabuyas a medio
torcer. Por entre los harapos se le veían las carnes hidrópicas, principalmente el
abdomen, escurrido en rollo sobre el empeine. Volvió parpadeando hacia la puerta el
ojillo tuerto, para regañar a los muchachos que se asomaban.
-¡Esto no es cosa de juego! ¡Si no han de poné fe, lárguense, porque se pierde la virtú!
Los gandules permanecieron fervorosos, como en un templo, y el viejo Mauco, después
de hacer en el aire algunos signos de magia, masculló una retahíla que se llamaba “La
oración del justo juez”.
Satisfecho de su ministerio, recogió el sombrero y el palo, y dijo, inclinándose sobre el
cuero de toro donde me hallaba tendido:
-No se deje “acochiná” del doló. Yo lo curo presto: con otra rezáa tiene.
Miré con asombro a Clarita como para indagar la certidumbre de cuanto estaba pasando.
Era convencida creyente que manifestaba respeto fanático. Para ahuyentar mis dudas,
expuso:
-¡Guá, chico!, Mauco sabe de medicina. Es el que mata las gusaneras, rezándolas. Cura
personas y animales.
-No sólo eso- añadió el mamarracho-. Sé muchas oraciones pa tóo. Pa topá las reses
perdías, pa sacá entierros, pa hacerme invisible a los enemigos. Cuando el reclutamiento
de la guerra grande me vinieron a cogé, y me les convertí en mata de plátano. Una vez
me apañaron antes de acabá el rezo y me encerraron en una pieza, con doble yave; pero
me volví hormiga y me picurié. Si no hubiera sío por yo, quién sabe qué nos hubiera
acontecío en la gresca de anoche. Yo tuve listo pa evaporarme cuando entraran y
taparlos a tóos con mi neblina. Apenas supe que usté taba herío, le recé la oración del
“sana que sana” y la hemorragia se contuvo.
Lentamente fui cayendo en una quietud sonámbula, en un vago deseo de dormir. Las
voces iban alejándose de mis oídos y los ojos se me llenaron de sombra. Tuve la
impresión de que me hundía en un hoyo profundo, a cuyo fondo no llegaba jamás.
* * *
no haber sido severo con ella, la de no haberle impuesto a toda costa mi autoridad y mi
cariño. Así, con la sinrazón de este razonamiento, envenenaba mi ánima y enconaba mi
corazón.
¿Verdaderamente me habría sido infiel? ¿Hasta qué punto le había mareado el espíritu
la seducción de Barrera? ¿Habría existido esa seducción? ¿A qué hora pudo llegarle la
influencia del otro? ¿Las palabras reveladoras de la niña Griselda, no serían mensajes de
astucia para decidirme en su favor, calumniando a mi compañera? Tal vez había sido yo
injusto y violento; pero ella debía perdonarme, aunque no le pidiera perdón, porque le
pertenecía con mis cualidades y defectos, sin que le fuera dable hacer distingos en mí.
Agregábase en descargo mío que la vengavenga me llevó a la locura. ¿Cuándo en sano
juicio le di motivos de queja? Entonces, ¿por qué no venía a buscarme?
Parecíame a ratos verla llegar, bajo el sombrero de lánguidas plumas, tendiéndome los
brazos entre sollozos: “¿Qué desalmado te hirió por causa mía? ¿Por qué estás tendido
en el suelo? ¿Cómo no te dan la cama?” Y anegándome el rostro en lágrimas sentábase
a mi cabecera, dándome por almohada sus muslos trémulos, peinando hacia atrás mis
cabellos, con mano enternecida y amorosa.
Alucinado por la obsesión, me reclinaba sobre Clarita, apartándome al reconocerla.
-Chico, ¿por qué no descansas en mis rodillas? ¿Quieres más limonada para la fiebre?
¿Te cambio el vendaje?
A veces sentía la tos impaciente de Zubieta en el corredor.
-Mujé, quítate de ahí que acaloras al enfermo. ¡Ni tu marío que juera!
Clarita se alzaba de hombros.
¿Y por qué aquella mujer no me desamparaba, siendo una escoria de lupanar, una
sombra del bajo placer, una loba ambulante y famélica? ¿Qué misterio redimía su alma
cuando me consentía con avergonzada ternura, como cualquiera mujer de bien, como
Alicia, como todas las que me amaron?
Alguna vez me preguntó cuántas libras me quedaban en el bolsillo. Eran pocas, y las
guardó en el seno; mas en un momento que nos dejaron solos, me leyó un papel al oído:
“Zubieta te debe doscientos cincuenta toros; Barrera cien libras, y yo te tengo guardadas
veintiocho”.
-Clarita, tú me has dicho que mi ganancia en el juego estuvo exenta de dolo. Todo eso
es para ti, que has sido tan buena conmigo.
-Chico, ¿qué estás diciendo? No creas que te sirvo por interés. Sólo quiero volver a mi
tierra, a pedirle perdón a mis padres, a envejecer y morir con eyos. Barrera quedó de
costearme el viaje a Venezuela, y, en compensación, abusa de mí, sin más medida que
su deseo. Zubieta dice que se quiere casar conmigo y yevarme a Ciudad Bolívar, al lado
de mis viejecitos. Confiada en esta promesa, he vivido borracha casi dos meses, porque
él me amonesta con su norma invariable: “¿Cuál será mi mujé? La que me acompañe a
bebé”.
“En estas fundaciones me dejó botada el Coronel Infante, guerriyero venezolano, que
tomó a Caicara. Ayí me rifaron al tresiyo, como simple cosa, y fuí ganada por un tal
Puentes, pero Infante me descontó al liquidar el juego. Después lo derrotaron, tuvo que
asilarse en Colombia y me abandonó por aquí.
“Antier, cuando yegaste a cabayo, con la escopeta al arzón, atropellando a la gente,
caída la gorra sobre la nuca, te me pareciste a mi hombre. Luego simpaticé contigo
desde que supe que eras poeta”.
* * *
35
Mauro entraba a rezarme la herida y tuve el tino de aparentar que creía en la eficacia de
sus oraciones. Sentábase en el chinchorro a mascar tabaco, royéndolo de una rosca que
parecía tasajo reseco, e inundaba el piso a salivazos sonoros. Después me daba informes
sobre Barrera:
-Se la pasa metío en el toldo, afiebrao. Sólo me pregunta que hasta cuando va a quearse
usté aquí. ¡Quien sabe pa qué cosas le tará haciendo usté “mal tercio”!
-¿Por qué no ha venido Zubieta a ocupar su chinchorro?
-Porque es “alertao” y teme otra “chirinola”. Duerme en la cocina y se tranca por
dentro.
-¿Y Barrera ha vuelto a La Maporita?
-Las calenturas no lo dejan pará.
Esta afirmación me aquietaba el espíritu, pues vivía celoso de Alicia y hasta de la niña
Griselda. ¿Qué estarían haciendo? ¿Cómo calificarían mi conducta? ¿Cuándo vendrían
por mí?
El primer día que tuve fuerzas para levantarme, suspendí el brazo de un pañuelo, a
manera de cabestrillo, y salí al corredor. Clarita barajaba los naipes junto al chinchorro
donde el viejo dormía la siesta. La casa, pajiza y a medio construir, desaseada como
ninguna, apenas tenía habitable el tramo que ocupaba yo. La cocina, de paredones
cubiertos de hollín, defendía su entrada con un barrizal formado por las aguas que
derramaban las cocineras, sucias, sudorosas y desarrapadas. En el patio, desigual y
fragoso, se secaban al sol, bajo el zumbido de los moscones, cueros de reses sacrificadas
y de ellos desprendía un zamuro sanguinolentas tiras. En el caney de los vaqueros
vigilaban, amarrados sobre perchas, los gallos de riña y en el suelo refocilábanse perros
y lechones.
Sin ser visto, me acerqué al tranquero. En los corrales, de gruesos troncos clavados, la
torada prisionera se trasijaba de sed.
Detrás de la casa dormían unos gañanes sobre un bayetón extendido encima de las
basuras. A poco trecho, en la costa del caño, divisábanse los toldos de mi rival, y en el
horizonte, hacia la fundación de La Maporita, perdíase la curva de los morichales…
¡Alicia estaría pensando en mí!
Clarita, al verme, acudió con la sombrilla de muaré blanco:
-Chico, el sol puede irritarte la herida. Vente a la sombra. ¡No vuelvas a cometer
despropósitos semejantes!
Y sonreía, exhibiendo los dientes llenos de oro.
Como intencionalmente me hablaba en voz alta, el viejo, al oírla, se incorporó:
-¡Ansina me gusta! ¡Los jóvenes no deben vivir encamaos!
Sentéme sobre la viga que servía de pretil y avoqué el meditado interrogatorio.
-¿A cómo piensa darnos las resecitas?
-¿Cuáles serán?
-Las de nuestro negocio con Franco.
-Con él, propiamente, no quedamos en náa. La fundación que da en prenda vale muy
poco. Pero como usté las paga de “relance”, será bueno cogelas, si tiene cabayos, y
después les ponemos precio.
Clarita interrumpiónos:
-¿Y cuándo le das a Cova las doscientas cincuenta que te ganó?
-¡Cómo! ¿Qué doscientas cincuenta?
Enderezándose me argüía:
-Y si usté hubiera perdío, ¿con qué había pagao? Enséñeme las libras que trujo.
-¿Qué es eso?- replicó la mujer-. ¿Acaso el único rico eres tú? ¡El que pierde paga!
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El viejo hundía los dedos entre las mallas del chinchorro. De repente propuso:
-Mañana es domingo, y me da el desquite en las riñas de gayos.
-¡Muy bien!
* * *
Como Barrera se enteró de eyo, el viejo, para desmentirlo, hizo un simulacro de negocio
con Fidel Franco, sin advertirle que era una simple treta contra el molesto huésped.
-¿De suerte que no nos venderá ganado ninguno?
-Parece que ha congeniado contigo.
-¿Cómo haré para ganarme su voluntad?
-Es muy senciyo. Soltar el ganado que le dio a Barrera. Con solo asustarlo, romperá los
corrales.
-¿Me ayudarás esta noche en la empresa?
-Cuando te dé la gana. Bastará que yo, con este vestido blanco, me asome al tranquero
para que la torada “barajuste”. Lo importante es que no mueran atropeyaos los peones
que velan en contorno de los encierros. Afortunadamente se retiran temprano.
-¿Y podrán descubrirnos?
-Absolutamente. Los pocos hombres y mujeres que no han enganchado, se van a los
toldos a jugar naipes, tan pronto como el viejo se “encocina”. Yo también iré, para
alejar falsos testimonios; y cuando calcules que vuelvo, me esperas en el corredor con la
piel de tigre que Zubieta tiene en la sala bajo el chinchorro abandonado. La yevamos
por la platanera y la sacudimos en el corral.
Después, el que pudiera vernos pensaría: “Esos se levantaron al fragor del tropel”.
* * *
* * *
-No valió- decía uno- que yo me le pusiera adelante al ganao, corriendo en estampía y
cantándole en la oscuridá pa vé si lo apaciguaba. Fuí hasta muy lejos, y, gracias a mi
potro, no morí atropeyao.
Momentos después, al regresar a la casa, vi que Clarita les vendía ron, en un coquillo
labrado, a los de la junta. Había hombres desconocidos y debajo de los bayetones les
cantaban los gallos. Quiénes discurrían cazando apuestas “a la tapada”, o les afilaban las
espuelas a los campeones, o con buches de aguardiente les rociaban el costado,
alzándoles el ala. Patiamarrados con cordeles, escarbando el suelo, desafiábanse los
rivales de plumajes vistosos y cuellos congestionados. Por fin Zubieta tomó un carbón y
trazó en el piso del caney un círculo irregular. Colocóse en su asiento, recostándolo a
una columna, frecuentó la botella y con áspera risotada propuso:
-¡Voy cien toretes al “requemao” contra el “canaguay”!
Clarita, detrás del grupo, movió la cabeza para indicarme que no apostara. Pero yo, con
insolente arrogancia, avancé diciendo:
-¡Escojo el pollo y voy las doscientas cincuenta reses que le gané a los dados!
El viejo se “corrió”.
Entonces le dijo un sujeto, apretando el puño:
-Eche diez toros contra las libras que hay aquí, o contra el resto que guardo en mi faja.
Zubieta tampoco aceptó. Pero el hombre replicaba porfiado:
-¡Mire, patrón, son “aguilitas” y “reinitas” pa su entierrito de la “topochera”!
-¡Mentís! Pero si el oro es legítimo, te lo cambio por monea papel.
-No “le jalo”.
-Préstame una libra pa reconocerla.
Observóla el viejo por todas partes, con hambrientos ojos, palpó el grabado, hízole
sonar y luego la llevó a los dientes. Satisfecho, gritó:
-¡Pago! ¡Ta ida la pelea contra el canaguay!
-Pero con la condición de que el tuerto Mauco se largue, porque puée rezarme el poyo.
-¡Yo qué rezo ni qué náa!
No obstante, lo hicieron salir del grupo refunfuñando, y lo encerraron en la cocina.
Los careadores levantaron los pollos, y chupándoles los espolones, se los frotaron luego
con limón, a contentamiento del público. Presto, a la voz del juez de pelea, los
enfrentaron dentro del círculo.
El gallero gritaba, agachado sobre el palenque:
-¡Hurra, poyito! ¡Al ojo, que es rojo; a la pierna que es tierna; al ala, que es rala; al pico,
que es rico; al pescuezo, que es tieso; al codo, que es gordo; a la muerte, que es mi
suerte!
Miráronse los contendores con ira, picoteando la arena, esponjando sobre el dorso
rasurado y sanguíneo la gorguera de plumas tornasoladas y temblorosas. Con
simultáneo revuelo, en azul resplandor, lancearon al vacío, por encima de sus cabezas,
esquivas a la punzada y al aletazo. Rabiosos, entre el vocerío de los espectadores que
ofrecían “gabelas”, se acometieron una y otra vez, se cosían a puñaladas, se prendían
jadeantes y donde agarraba el pico, entraba la espuela, con tesón homicida, entre el
centelleo de los plumajes, entre el salpique de la sangre ardorosa, entre el ruido de las
monedas en el estadio, entre la ovación palmoteada que hizo la gente cuando vió rodar
al canaguay con el cráneo abierto, sacudiéndose bajo la pata del vencedor, que erguido
sobre el moribundo, saludó a la victoria con un clarineo triunfal.
En ese momento palidecí: Franco pasó el tranquero, seguido de varios jinetes.
* * *
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Zubieta no se impresionó menos al ver a los recién llegados. Arrastrando el paso les
salió al encuentro:
-¿Y ustées, zamarras, pa ónde bueno caminan?
-Para aquí no más- dijo Franco, apeándose.
Y me abrazó con efusión.
-De mi rancho, ¿qué noticias me tienes? ¿Qué te pasó en el brazo?
-¡Nada! ¿Acaso no vienes de La Maporita?
-Salimos directamente de Tame; pero desde ayer le ordené al mulato Correa que
extraviara hacia mi casa y se viniera contigo trayendo los cabayos. Este abrazo te lo
manda don Rafael. Siguió su viaje sin complicaciones, gracias a Dios. ¿Dónde podemos
desensiyar?
-Aquí, en el caney- rezongó Zubieta. Y les gritó a los jugadores-: ¡Váyanse lejos con su
vagabundería, porque “menesteo” la ramáa!
Ellos, recogiendo sus gallos, salieron en dirección a los toldos, con jaleo de tiples y
“maracas”. Y los vaqueros desensillaron.
-¿Verdá que anoche hubo barajuste?
-¿Por qué lo dices?
-Desde esta mañana vimos partidas de ganado que corrían solas. Y pensamos: ¡o
barajuste, o los indios! Pero ahora que pasamos por los corrales…
-¡Sí! Barrera me dejó ir al rodeo. No sé cómo remediará, sin cabayos…
-Nosotros nos comprometemos a cogerle las reses que quiera, según lo que él nos
pague- repuso Franco.
-Yo no permito más correteos en mis sabanas, porque los bichos se “mañosean”.
-Quería decir que como desde mañana empezamos la cogienda de los toros que
negociamos…
-¡Yo no he firmao documento con nadie, ni recuerdo de trato ninguno!
Al repetir esto se golpeaba la pierna.
Cuando el viejo ocupó la hamaca, vino el gallero perdidoso y nos dijo:
-Dispensen que los interrumpa.
-Echáme pa acá las libras que te gané.
-De eso quería tratarle: al canaguay, lo volvieron loco, al canaguay le dieron quinina,
porque desde ayer el tuerto Mauco mermó las píldoras en los toldos, y usté mismo las
revolvió con granos de maíz. El señor Barrera quiso que yo apostara contra usté, a pesar
de lo sucedío, pa probarle que tampoco hace juego legal y que no debe seguir
desacreditándolo delante del señor Cova.
-Eso lo arreglarán después- interrumpió Franco, sacudiendo al amostazado vejete- ¡Lo
importante es que me aclare ahora mismo lo del negocio, porque usted se equivoca si
piensa que puede jugar conmigo!
-Franquito, ¿venís a matarme?
-Vengo a coger el ganado que me vendió, y para eso traje vaqueros. ¡Lo cogeré, cueste
lo que cueste! ¡Y si no, que nos yeve el Judas!
Los vaqueros, ganosos de nuevo espectáculo, se agruparon alrededor del chinchorro. Al
verlos, exclamó Zubieta:
-Señores, sírvanme de testigos que me taba chanceando.
Y cadavérico, porque Franco tenía revólver, se volvió hacia mí con párpados húmedos:
-¡Guate, por Dios! ¡Yo te pago tus resecitas! ¡Franquito, no me hablés de ese modo, que
me asustás!
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* * *
Hasta tuve deseos de confinarme para siempre en esas llanuras fascinadoras, viviendo
con Alicia en una casa risueña, que levantaría con mis propias manos a la orilla de un
caño de aguas opacas, o en cualquiera de aquellas colinas minúsculas y verdes donde
hay un pozo glauco al lado de una palmera. Allí de tarde se congregarían los ganados, y
yo, fumando en el umbral, como un patriarca primitivo de pecho suavizado por la
melancolía de los paisajes, vería las puestas de sol en el horizonte remoto donde nace la
noche; y libre ya de las vanas aspiraciones, del engaño de los triunfos efímeros, limitaría
mis anhelos a cuidar de la zona que abarcaran mis ojos, al goce de las faenas
campesinas, a mi consonancia con la soledad.
¿Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques
intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo
que dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las
inmensidades que guardan el silencio de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con
Alicia, a envejecer entre la juventud de nuestros hijos, a declinar ante los soles
nacientes, a sentir fatigados nuestros corazones entre la savia vigorosa de los vegetales
centenarios, hasta que un día llorara yo sobre su cadáver, o ella sobre el mío.
* * *
Franco dispuso que yo no fuera a las sabanas porque podía gangrenarse mi brazo si se
enconaba la cicatriz. Además, los potros escaseaban y era mejor destinarlos a los
vaqueros reconocidos. Este razonamiento me llenó de amargura.
Salieron del hato quince jinetes a las dos de la madrugada, después de apurar el sorbo de
café tinto tradicional. Al lado de las monturas, sobre el ijar derecho de las caballerías,
colgaban en rollo las sogas llaneras, cuyo extremo se anudaba a la cola de cada trotón.
Lucían los vaqueros sendos bayetones, extendidos sobre los muslos para defenderse del
toro en los lances frecuentes, y al cinto portaban el dentado cuchillo para descornar.
Franco me dio el revólver, pero colgó su winchester del borrén de la silla.
Volvió luego a rendirme el sueño. ¡Ah, si hubiera sentido lo que entonces debió pasar!
A poco de salir el sol, llegó el mulato Correa, trayendo reatados los caballos de don
Rafael. Le salí al encuentro, por delante de los toldos, y vi que Barrera estaba
afeitándose. Clarita, sentada sobre un baúl, le sostenía el espejo con las manos. Sin
contestarles el saludo, me puse al estribo del mulato y entramos en la corraleja.
-¿Viste a Alicia, qué recado me traes?
-Con eya no pude verme porque taba yorando encerráa. La niña Griselda les mandó esta
maleta de ropa, será pa que se le presenten mudaos. A tóo momento se asoma, a vé si
ustedes yegan. Taba arreglando petacas y dijo que hoy se venían pa acá.
Esta noticia me tornó jovial. ¡Por fin mi compañera vendría a buscarme!
-¿Y llegarán en la curiara?
-La patrona hizo dejá tres cabayos.
-¿Y te preguntaron por mí?
-Mi mamá me dijo que usté le iba a yená al hombre la cabeza de cuentos.
-¿Y sabían lo de mi brazo?
-¿Qué le pasó? ¿Lo tumbó alguna bestia?
-Una heridita, pero ya estoy bien.
-¿Y ónde me tiene mi “morocha”?
-¿Tu escopeta? Debe estar con mi montura en los toldos. Vete a reclamarla.
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* * *
Cuando íbamos tan distantes del hato que sólo se advertían los airones de sus palmeras,
el mulato se desmontó a cargar la escopeta.
-Siempre es bueno andá prevenío. Pólvora poca y munición hasta la boca.
-¿A qué obedece tu precaución?
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-Puée alcanzarnos la gente del hombre. Por eso repetí que íbamos a la vega del Pauto,
pa que lo oyeran los “mucharejos” que componían las puertas del corral. Ora cogemos
ponde dijo usté.
Habríamos caminado tres leguas más, cuando volvió a apartarme del pensamiento de
Alicia.
-Yo quiero consultarle mi caso, y perdone. La Clarita “me ha puesto el ojo”.
-¿Estás enamorado de ella?
-Esa es la consulta. Hace quince días me echó este floreo: “¡Qué negrito tan bien
jormao! ¡Ansina me provoca uno!”
-¿Y qué respondiste?
-Me dio vergüenza…
-¿Y después?
-Eso también va con la consulta: me propuso que colgáramos al viejo Zubieta y nos
juyéramos pa lejos.
-¿Y por qué? ¿Cómo? ¿Para que?
-Pa que diga ónde timé el oro enterrao.
-¡Imposible! ¡Imposible! Esa es una sugestión de Barrera.
-Cabalmente, porque él me dijo después: “Si este mulatito se vistiera bien, cómo
quedara de plantao y qué mujeres las que topara. Yo sé de una personita que lo quere
mucho”.
-¿Y qué respondiste?
-“¡Esa personita con usted duerme!” Ansina se las eché, pero el maldito no se ofende
por náa. Se puso a desbarré contra Zubieta, diciendo que no le pagaba al zambaje su
trabajo; y que cuando se le ocurría darle a uno alguito, sacaba los daos pa descamisarlo
al juego. Y esa sí es la verdá.
Como me iba sofocando el calor, le ordené al mulato que me llevara a algún estero
donde pudiera saciar la sed.
-Puaquí no topamos agua en ninguna parte. Onde hay un “jagüey” famoso es al lao de
aqueyos médanos.
Empezamos a atravesar unos terrenales inmensos, de tierra tan reseca y endurecida, que
limaba los cascos de las cabalgaduras. Y era necesario avanzar por allí, pues zurales
laberínticos extendían a los lados sus redes de acequias exhaustas, conocidas sólo del
tigre y de la serpiente.
El bebedero era una poceta de agua salobre y turbia, espesa como jarabe, ensuciada por
los cuadrúpedos de la región. Al verla, sentí repugnancia instintiva, pero Correa me
sedujo con el ejemplo. Agachóse sobre el estribo y de entre las patas de los caballos
sitibundos sacó su cuerno rebosante.
-Tápelo con el pañuelo pa que le sirva de cedazo.
Así lo hice varias veces, sacudiendo los animalillos que hervían pegados en el revés de
la tela húmeda.
-Blanco, puaquí anda gente forastera. Aquí ta el rastro de una mula herráa, y eso no es
de ley en estas sabanas, onde no hay piedra.
El mulato tenía razón, porque a poco trecho del pozo columbramos dos puntos que se
movían a distancia.
-Esas son personas que andan perdías.
-Parece más bien ganado.
-Le apuesto a que son racionales.
Probablemente nos habrían visto, porque se enderezaron hacia nosotros. Ya percibíamos
el paraguas rojo del que venía adelante, afligiendo a la mula con los estribos, envueltos
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en una sábana enorme, a la manera de las matronas rurales. Los esperamos bajo un
moriche de egoísta sombra, con curiosidad y recelo.
Mientras Correa remudaba los bagajes, llegaron los sujetos desconocidos, saludándonos
a grandes voces:
-¡Favor a la justicia, que anda extraviada!
-Ora y siempre- respondió el mulato ingenuo.
-Muéstrenos el camino de Hato Grande. Este doctor es Juez de Orocué, y yo su
secretario interino, por añadidura, baquiano.
Al oírlo le averigüé si ese funcionario era el que firmaba José Isabel Rincón Hernández;
e hice esta pregunta porque de tal yo sabía que de peoncejo de carretera ascendió a
músico de banda municipal y luego a Juez del Circuito de Casanare, donde sus abusos
lo hacían célebre.
-¡Sí!- respondió el emparaguado-. Yo soy el doctor y éste que les habla es un simple
escribiente.
El tísico rostro del señor Juez era bilioso como sus espejuelos de celuloide y repulsivo
como sus dientes llenos de sarro. Simiescamente risible, apoyaba en el hombro el
quitasol para enjugarse el pescuezo con una toalla, maldiciendo los deberes de la justicia
que le imponía tantos sacrificios, como el de viajar mal montado por tierras salvajes, en
inevitable comercio con gentes ignorantes y mal nacidas, dándose al riesgo de los indios
y de las fieras.
-Llévennos ahora mismo- ordenó con acento declamador revolviendo el “mulengue”- al
hato infernal donde un tal Cova comete crímenes cotidianos; donde mi amigo, el
potentado Barrera, corre serios peligros de vida y hacienda; donde el prófugo Franco
abusa de mi criterio tolerante, que sólo le exige conducta correcta y nada más.
¡Pónganse ustedes incondicionalmente al servicio de la justicia, y cámbiennos estas
bestias por otras mejores!
-Se equivoca usted, señor, tanto en sus conceptos como en el camino que busca. Ni el
hato queda por ahí, ni las personas que nombra son todas como usted piensa, ni mis
caballos bienes mostrencos.
-Sepa usted, irrespetuoso joven- replicóme airado-, que por celo plausible nos
aventuramos solos en estas pampas. El mensajero que me envió Zubieta clamando
auxilio contra Barrera, fue seguido por otro de éste, para exigir caución al facineroso
Cova. Venimos a dispensar garantías, y ustedes se favorecen también con ellas, porque
la justicia es como el cielo, que nos cubre a todos. Y si es verdad que el empíreo nos
cobija de balde, no es menos cierto que las relaciones de los humanos hacen necesario el
sostenimiento unánime del bien común. Toda contribución es legal y pertenece al
derecho público. Si no quieren ustedes servir de guías, entréguenme una cuota
equivalente a lo que un baquiano de buena voluntad pidiera por su servicio.
-¿Nos decreta usted una multa?
-¡Irrevocable, sin apelación!- confirmó el secretario-. Considere que ahora no nos pagan
los sueldos.
- Pues miren ustedes -repuse maleante-: el hato está cerca y nosotros vamos para
Carozal. Descabecen aquella sabana, orillen luego la mata de monte, crucen el caño,
“déjense ir” por el esterón, y desde allí divisarán la casa antes de media hora.
-¿Oyes? -regañó el juez-. ¡Lo que yo te decía! Tú me hiciste asolear por aquí, por rutas
desacostumbradas, por pajonales trágicos, defraudando tus obligaciones de conocer. ¡Te
impongo una multa de cinco pesos!
Y después de reducirnos la nuestra al suministro de tabaco y fósforo, entraron en el
horizonte, con rumbo contrario.
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* * *
Después, entre yerbales llovidos donde las palmeras iban enderezándose con miedo,
proseguimos la busca de la bestiada, y ambulando siempre, cayó sobre nosotros la
noche. Mohíno, trotaba en pos de Correa, al parpadeo de los postreros relámpagos,
metiéndonos hasta la cincha en los inundados bajíos, cuando desde el comienzo de una
ajarafe divisamos lejanas hogueras que parecían alegrar el monte.
-¡Allí vivaquean nuestros compañeros, allí están!- Y alborozado, principié a gritarles.
-¡Por Dios, por Dios, cierre la boca que son indios!
Y otra vez nos alejamos por el desierto oscuro, donde comenzaban a himplar las
panteras, sin resolvernos a descansar, sin abrigo, sin rumbo, hasta que la aurora tardía
abrió su alcázar de oro a nuestra desfalleciente esperanza.
* * *
Apenas aclaró el día, vimos unos vaqueros que traían por delante la “madrina” de
bueyes amaestrados, indispensable en toda faena, pues sirve para aquietar a los toros
recién cogidos. Había salido el sol, y, sobre los grandes reflejos que extendía en la
llanura, avanzaban las reses descopando la grama.
Entre los jinetes que nos saludaron no estaba Fidel, pero Correa los llamó por sus
nombres, atropellándose en los detalles del repentino chubasco, de la desaparición de las
bestias, del encuentro con los indígenas.
- Mano Ugenio, es la primera vez que me “embejuco” de noche en estas sabanas, y pa
colmo, con este blanco tan resignao, que ni siquiera tiene los brazos güenos. Ya pensará
que soy un zambo indecente.
- Eso nos pasa a tóos, mano Antuco: Yanero no bebe caldo ni pregunta por camino; pero
con agua, trueno y relámpago no se puée garantizá.
- ¿Y ustées andaban de “ojeo”? ¿Cómo les jué?
- Cochinamente. Nos alegramos de que yoviera y nos vinimos por la tardecita. Toa la
noche velamos sin ver ninguna “punta” porque el ganao se asustó con la tronamenta, y
no quiso dejá el monte. A la madrugáa salió una manchita de reses, pero no jué posible
ojearla, aunque la madrina se portó rebién, convidándola con mugíos. Entonces
resolvimos echarle los rangos encima, pa ve qué cogíamos: era puro “vacaje” viejo y se
perdió la carrera. Tóos enlazamos sin provecho, menos aquel zambito del interió, que
dejó esnucá el cabayo corriendo en la oscuridá. Por eso viene a pie, con la montura en
las costiyas.
- Mano Tista,- gritó Correa-, venga, móntese en este potro que yo deseo desentumirme.
Porque no se creyera que me acoquinaban las fatigas, invoqué el recuerdo de Alicia para
avivarme y dije:
-Mano Sidoro, ¿cuántas reses cogieron ayer a lazo?
-Como cincuenta. Pero por la tarde “burriaron” los pescozones y casi hay “vaina” entre
Miyán y Fidel.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
-Que Miyán se apareció con una gente a decí que menestaba los corrales de Matanegra,
pa meté los toros del barajuste, porque venían a cogelos de nuevo. Franco no quiso
responderle ni jota, pero cuando vio que habían traído perraje, “le mentó la mamá”.
Mientras tanto, los otros, que andan por cierto mal montaos, se asomaron a la madrina y
dijeron que los “orejanos” que taban cogíos eran los mesmos que se le jueron a don
Barrera, y querían quitarlos por la juerza. Entonces nos prendimos a “muecos” unos con
otros, y Franco le tendió la carabina a Miyán.
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* * *
Diestramente la maneaba, le hendía la nariz con el cuchillo y por allí le pasaba la soga,
anudando las puntas a la crin trasera del potrajón, para que el vacuno quedara sujeto por
la ternilla en el vibrante seno de la cuerda doble. Así era conducido a la madrina, y
cuando en ella se incorporaba, y cuando en ella se incorporaba, volvíase el jinete sobre
la grupa, soltaba un cabo del rejo brutal y lo hacía salir a tirones por la nariz
atormentada y sangrante.
Montaba yo, alegremente, un caballito coral, apasionado por las distancias, que al ver a
sus compañeros abalanzarse sobre la grey, disparóse a rienda tendida tras de ellos, con
tan ágil violencia, que en un instante le pasó la llanura bajo los cascos. Adiestrado por la
costumbre, dióse a perseguir a un toro barcino, y era de verse con qué pujanza le hacía
sonar el freno sobre los lomos. Tiraba yo el lazo una y otra vez, con mano inexperta;
mas, de repente, el bicho, revolviéndose contra mí, le hundió a la cabalgadura ambos
cuernos en la verija. El jaco, desfondado, me descargó con rabioso golpe y huyó
enredándose en las entrañas, hasta que el cornúpeto embravecido lo ultimó a pitonazos
contra la tierra.
Advertidos del trance en que me veía, desbocáronse dos jinetes en mi demanda. Fugóse
el animal por los terronales. Correa me dió su potro, y al salir desalado tras de Franco,
vi que Millán, con emulador aceleramiento, tendía su caballo sobre la res; mas ésta, al
inclinarse el hombre para colearla, lo enganchó con un cuerno por el oído de parte a
parte, desgajólo de la montura, y llevándolo en alto como un pelele, abría con los
muslos del infeliz una trocha profunda en el pajonal. Sorda la bestia a nuestro clamor,
trotaba con el muerto de rastra, pero en horrible instante, pisándolo, le arrancó la cabeza
de un golpe y, aventándola lejos, empezó a defender el mútilo tronco a pezuña y a
cuerno, hasta que el winchester de Fidel, con doble balazo, le perforó la homicida testa.
Gritamos auxilio y nadie venía; corrí a todas partes con la noticia y a nadie encontraba.
Al fin topé unos vaqueros que tenían unidos caballo y toro a los extremos de cada soga.
Al verme, las cortaron con sus cuchillos para acudir a mi llamamiento.
Y corríamos más pálidos que el cadáver.
* * *
Cuando llegamos al sitio de la tragedia, llevaban hacia el monte los despojos del
victimado, en la hamaquilla de un bayetón sostenido por las cuatro puntas. Franco tenía
la camisa llena de sangre y desfogaba a voces su agitación entre el grupo de peones
silenciosos. El muerto yacía de espaldas sobre un moriche caído, y lo tenían cubierto
con su propia ruana, en espera de la rigidez.
Entonces fuimos a buscar los restos de la cabeza entre las matujas atropelladas, y en
parte ninguna los hallamos. Los perros, alrededor del toro yacente, le lamían la
cornamenta.
A pleno sol regresamos al montezuelo. Correa, con una rama, le espantaba al muerto las
moscas. Franco, en un esterito próximo, se limpiaba los cuajarones. Los compañeros de
Millán hacían proyectos para bailar el “velorio”.
-Lo que es yo- rezongaba uno-, tuviera agradecío si dende ayer se hubieran discogotao
en nuestra presencia. Pero esto de decir que lo mató el toro, cuando oímos claramente
los tiros, poco me suena. No había pa qué arrastrarlo y descabezarlo. Esa crueldá sí
ofende a Dios.
-¿No sabe usted cómo fué la desgracia?
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-Sí, señó. El asesino, el toro; el muerto, Miyán; los cómplices, nosotros, y los inocentes,
ustées. ¡Por eso me voy adelante con el aviso, pa que abran el hoyo y alisten música y
trago y corten la mortaja pa quen la merece!
Así dijo, y mascullando amenazas, alejóse a escape.
Yo no quería ver al difunto. Sentía repugnancia al imaginar aquel cuerpo reventado,
incompleto, lívido, que fué albergue de una alma enemiga y que mi mano castigó. Me
perseguía el recuerdo de aquellos ojos colorados y rencorosos que me asaltaron por
doquier, calculando si en mi cintura iba el revólver. Aquellos ojos, ¿dónde cayeron?
¿Colgarían de alguna breña, adheridos al frontal roto, vaciados, repulsivos, goteantes?
¿Qué sería de aquella cabeza obtusa, centro de la malicia, filtro de la venganza, cubil de
la maldad y del odio? Yo la sentí crujir al choque del cuerno curvo, que le asomó por la
sien opuesta, mientras el sombrero embarboquejado saltaba en el aire; la vi cuando el
toro, desgarrándola de la cerviz, la proyectó hacia arriba, cual greñudo balón. ¿Y qué se
hizo? ¿Dónde sangraba? ¿La enterraría la fiera con sus pezuñas, cuando defendiendo el
cadáver, trilló el barzal?
Lentamente, el desfile mortuorio pasó ante mí: un hombre de a pie cabestreaba el
caballo fúnebre, y los taciturnos jinetes venían detrás. Aunque el asco me fruncía la piel,
rendí mis pupilas sobre el despojo. Atravesado en la montura, con el vientre al sol, iba
el cuerpo decapitado, entreabriendo las yerbas con los dedos rígidos, como para
agarrarlas por última vez. Tintineando en los calcañares desnudos, pendían las espuelas
que nadie se acordó de quitar, y del lado opuesto, entre el paréntesis de los brazos,
destilaba aguasangre el muñón del cuello, rico de nervios amarillosos, como raicillas
recién arrancadas. La bóveda del cráneo y la mandíbula que la sigue faltaban allí, y
solamente el maxilar inferior reía ladeado, como burlándose de nosotros. Y esa risa sin
rostro y sin alma, sin labios que la corrigieran, sin ojos que la humanizaran, me pareció
vengativa, torturadora y aun al través de los días que corren me repite su mueca desde
ultratumba y me estremece de pavor.
* * *
Más tarde, cuando la comitiva empezó a fumar y la charla se hizo ruidosa, propuso
Franco:
-Pues que será preciso suspender la cogiendo, mientras se normaliza la situación,
conviene regresar en busca de las cabayerías. Los vaqueros mejor montados, vengan
acá; los otros yeven la madrina tras el muerto. Por ayá les caeremos al anochecer.
Sólo siete peones obedecieron. Antes de abandonar a los remisos, le rogué a un
muchacho adelantarse con noticias nuestras, para prevenir el ánimo de Alicia cuando
divisara el cortejo, que en aquel minuto entraba en el morichal de la lejanía, como entre
las columnatas de una basílica descubierta. Los bueyes del madrineo alargaban la
procesión.
Aunque el mulato me señalaba las sabanetas donde anochecíamos la víspera, fuéme
imposible reconocerlas, por su semejanza con las demás; pero advertía el rastro del
ventarrón en el desgreño de los ramajes, en los fulminados troncos de algunas palmeras,
en el desgonce de los pastos vencidos. En tanto, el recuerdo del mutilado me
acompañaba; y con angustia jamás padecida quise huir del llano bravío, donde se respira
un calor guerrero y la muerte cabalga a la grupa de los cuartagos. Aquel ambiente de
pesadilla me enflaquecía el corazón, y era preciso volver a las tierras civilizadas, al
remanso de la molicie, al ensueño y a la quietud.
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Destemplado por la zozobra, me atrasé de mis camaradas cuando nos alcanzaron los
perros. De repente, la aulladora jauría, con la nariz en alto, circundó el perímetro de una
laguna disimulada por elevados juncos. Mientras los jinetes corrían haciendo fuego, vi
que una tropa de indios se dispersaba entre la maleza, fugándose en cuatro pies, con tan
acelerada “vaquía”, que apenas se adivinaba su derrotero por el temblor de los
pajonales. Sin gritos ni lamentos las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que
pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los colosos. Mas con
repentina resolución surgieron indígenas de todas partes y cerraron con los potros para
desjarretarlos a macana y vencer cuerpo a cuerpo a los jinetes. Diezmados en las
primeras arremetidas, desbandáronse a la carrera en larga competencia con los caballos,
hasta refugiarse en intrincados montes.
-¡Aquí Dólar, aquí Martel! - gritaba yo de estampía, defendiendo a un indio veloz que
desconcertaba con sus corvetas a dos perros feroces. Siguiéndolo siempre, paralelo a las
curvas que describía, lo vi desandar la misma huella, gateando mañosamente, sin
abandonar su sarta de pescados. Al toparme, se enmatorró, y yo, receloso de sus
arrestos, paré las riendas. Mas, de rodillas, abrió los brazos:
-¡Señor Intendente, señor Intendente! ¡Yo soy el Pipa! ¡Piedad de mí!
Y sin esperar que le respondiera, miedoso de la perrada, saltó a la grupa de mi alazán,
abrazándome compungido:
-¡Perdón, perdón! ¡Ahora le refiero lo del caballo!
Creyendo que el cuitado me maltrataba, acudieron los hombres en mi socorro y Correa
lo tiró al suelo de un culatazo; pero más se tardó en caer que en encaramarse de nuevo,
exclamando:
-¡Nosotros somos amigos! ¡Yo soy el paje de la señora!
- Miren a este come-ganao, capitán de la “guajibera”, salteador de las fundaciones, a
quien tantas veces hemos corrío. ¡Ora me las pagás de contao!
-¡Caballero, no se equivoque, no se precipite, no me confunda; fué que los indios me
aprehendieron, me “empelotaron” y el señor Intendente me libertó! ¡El me conoce
mucho, y su señora me necesita!
Como todos le achacaban los incendios en el Hatico, fingía llorar a mares, consternado
por la calumnia. Luego, aferrándose a mis cuadriles, alzó sus piernas sobre las mías para
que los perros no lo mordieran, simulando vergüenza de verse desnudo. Y yo, que pasé
de la sorpresa a la caridad, lo conduje en ancas con rumbo al hato, entre la protesta de
mis compañeros, que lo amenazaban con la castración en represalia de sus fechorías.
* * *
* * *
Raro temor me escalofriaba cuando nos acercamos a los corrales. Desde allí percibimos
que la ramada estaba en silencio y que un gran fogón esclarecía el patio. Miré hacia los
toldos y ya no los vi. Con súbita carrera llegué al tranquero, y el potro, encandilado, se
resistía a invadir la estancia. Mauco y unas mujeres acudieron.
-¡Por Dios! ¡Váyanse presto, que los cogen!
-¿Qué pasa? ¿Dónde está Alicia? ¿Dónde está Alicia?
-El viejo Zubieta duerme enterrao y tamos consolándonos con la candela.
-¿Qué ha sucedido? ¡Dilo pronto!
-Que esa “voláa” les salió mal.
Hubo que amenazarlo para que informara; se había cometido un crimen la víspera.
Viendo que Zubieta no se levantaba, desquiciaron la puerta de la cocina. Colgado por
las muñecas en el lazo del chinchorro, balanceábase el vejete, vivo todavía, sin quejarse
ni articular, porque en la raíz de la lengua le amarraron un cáñamo.
Barrera no quiso verlo; mas cuando el juez llegó al hato, hizo contra nosotros
imputaciones tremendas. Juró que en días anteriores habíamos amenazado al abuelo
para que revelara el escondrijo de sus tesoros; que esa noche, apenas la gente se fué a
los toldos a embriagarse, penetramos por la cumbrera y cometimos la atrocidad,
distribuidos en grupos, para cavar simultáneamente en la topochera, en el cuartucho, en
los corrales. El juez hizo firmar a todos la consabida declaración y regresó esa misma
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tarde, custodiado por Barrera y su personal, y el occiso fué sepultado en una de aquellas
excavaciones, bajo el mango grande, quizás encima de las tinajas de morrocotas, sin
ponerle alpargatas nuevas, sin que le ajustaran las quijadas con un pañuelo, ni le rezaran
el Santo Dios, ni le bailaran las nueve noches. Y para mayor desgracia, tenían que
cuidar ellos de que los marranos no revolcaran la sepultura, pues ya una vez habían
desenterrado un brazo del muerto y se lo tragaron entre horribles gruñidos.
Tan aturdido estaba yo con tal historia, que no había reparado en que una de las mujeres
era Bastiana. Al verla le grité con pávido acento:
-¿Dónde está Alicia? ¿Dónde está mi Alicia?
-¡Se jueron! ¡Se jueron y nos dejaron!
-¿Alicia? ¿Alicia? ¿Qué estás diciendo?
-¡Se la yevó la niña Griselda!
Apoyando en el tranquero los codos, comencé a llorar con llanto fácil, sin sollozos ni
contorsiones; era que la fuente de la desgracia, vertiéndose de mis ojos, me aliviaba el
corazón de tan desconocida manera, que permanecí un momento insensible a todo. Miré
con cara aflictiva a mis compañeros, sin sentir pudor por mis lágrimas, y los veía
consolarme como en un sueño. Allí me rodearon todos, el Pipa se había apropiado uno
de mis vestidos, las mujeres asaban carne y Franco exigía que me acostara. Mas al
decirme que Alicia y Griselda eran dos vagabundas y que con otras mejores las
reemplazaríamos, estalló mi despecho como un volcán, y saltando al potro, partí
enloquecido para darles alcance y muerte. Y en el vértigo del escape me parecía ver a
Barrera, descabezado como Millán, prendido por los talones a la cola de mi corcel,
dispersando miembros en las malezas, hasta que, atomizado, se extinguía entre el polvo
de los desiertos.
Tan cegado iba por la iracundia, que sólo tarde advertí que galopaba tras de Franco y
que íbamos llegando a La Maporita. ¡Era verdad que Alicia no estaba allí! En la hamaca
de mi rival se tendería libidinosa, mientras que yo, desesperado, desvelaba a gritos la
inmensidad.
Entonces fué cuando Franco le prendió fuego a su propia casa.
* * *
La lengua del fósforo hizo vibrar los flecos de la “palmicha”, abriéndose en ola sonante
que llenó la comarca de resplandores cárdenos. Al momento el platanal, chamuscado,
aflojó las hojas y las chispas multiplicaron el estrago en la cocina y el caney. A la
manera de la víbora mapanare, que vuelve los colmillos contra la cola, la llamarada se
retorcía sobre sí misma, ahumando la limpidez de la noche, y empezó a disparar bombas
en la llanura, donde el viento- aliado luciferino- le prestó sus alas a la candela.
Idiotizado contemplaba el piélago asolador sin darme cuenta del peligro; mas cuando vi
que Franco se alejaba de aquellos lares maldiciendo la vida, clamé que nos arrojáramos
a las llamas. Alarmado por mi demencia, recordóme que era preciso perseguir a las
fugitivas hasta vengar la ofensa increíble. Y corriendo, corriendo entre claridades
desmesuradas, observamos que la casa del hato ardía también y que la gente daba
alaridos en los montes.
La calurosa devastación campeaba en los pajonales de ambas orillas, culebreando en los
bejuqueros, trepándose a los moriches, y reventándolos con retumbos de pirotecnia.
Saltaban cohetes llameantes a grandes trechos, hurtándole combustible a la línea de
retaguardia, que tendía hacia atrás sus melenas de humo, ávida de abarcar los límites de
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la tierra y batir sus confalones flamígeros en las nubes. La devoradora falange iba
dejando fogatas en los llanos ennegrecidos, sobre cuerpos de animales achicharrados, y
en toda la curva del horizonte los troncos de las palmeras ardían como cirios enormes.
El tranquido de los arbustos, el ululante coro de las sierpes y de las fieras, el tropel de
los ganados pavóricos, el amargo olor a carnes quemadas, agasajáronme la soberbia; y
sentí deleite por todo lo que moría a la zaga de mi ilusión, por ese océano purpúreo que
me arrojaba contra la selva, aislándome del mundo que conocí, por el incendio que
extendía su ceniza sobre mis pasos.
¿Qué restaba de mis esfuerzos, de mi ideal y mi ambición? ¿Qué había logrado mi
perseverancia contra la suerte? ¡Dios me desamparaba y el amor huía!...
¡En medio de las llamas empecé a reír como Satanás!
SEGUNDA PARTE
¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno
me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa
bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo
entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos
angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos
celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan
en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el
reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras
inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las
cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el
ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde
pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!
Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en
el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes,
contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron
y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman
sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden
darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el
dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los
troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus
gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la
creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el
peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la
orquídea raquítica, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.
¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los
seres que agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio
enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no
aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se
encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las
canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine,
para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la