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La-Voragine - CLASE 2

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José Eustasio Rivera

dos mil soles; la pagó con mercaderías, me llevó a Manaos y


a Iquitos, sin reconocerme jornal ninguno, y luego me vendió
por seis contos de reis a su compatriota Miguel Pezil, para los
gomales de Naranjal y Yaguanarí.
—Hola, ¿qué dice usted? ¿Conoce el siringal de Yaguanarí?
Franco, el Catire y el Mulato prorrumpieron:
—¡Yaguanarí…! ¡Yaguanarí! ¡Para allá vamos!
—¡Sí, señores! Y, según decía la madona, llegaron hace
un mes a dicho lugar veinte colombianos y varias mujeres a
picar goma.
—¡Veinte! ¡Tan sólo veinte! ¡Si eran setenta y dos!
Hubo un grave silencio de indecisión. Nos mirábamos unos
a otros, fríos y pálidos. Y repetíamos inconscientes:
—¡Yaguanarí! ¡Yaguanarí!

***

—Como ya les dije —agregó don Clemente Silva, después


de que le relatamos nuestra odisea—, no puedo suministrar
otros informes. Conozco a Barrera de oídas, pero sé que tiene
negocios con Pezil y con el Cayeno y que tratan de liquidar la
compañía porque la madona reclama el pago de un dinero y
se niega a conceder más prórrogas. Entiendo que Barrera se
había obligado a sacar de Colombia un personal de doscientos
hombres; mas se apareció con número exiguo, pues ha venido
abonando a sus acreedores deudas viejas con caucheros de los
que trae. Por lo demás, los colombianos no tenemos precio
en estas comarcas: dicen que somos insurrectos y volvedores.
Comprendo perfectamente el deseo de ponerse al habla con

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la madona; pero es preciso tener paciencia. Mi turno de vigía


sólo se vence el sábado próximo.
—Y si su relevo nos sorprendiera, ¿qué diría?
—No hay cuidado. Él bajará por el Papunagua y nosotros
regresaremos por la pica nueva, dejándole un fogón prendido
para que vea que estuve aquí. Desde este zarzo se domina el
río y se divisan los navegantes. No comprendo cómo me cap-
turaron ustedes.
—Veníamos perdidos por esta ribera. Y como los perros
encontraron huellas humanas… Mas ese detalle poco importa.
¿Conque será preciso esperar?
—Y aparecer en las barracas a la hora que el Váquiro esté
ausente, inspeccionando en las estradas a los caucheros. Ese
capataz es muy malgeniado. Cuando yo les señale los caneyes,
se presentan ustedes, solos, a quejarse de que traían, para ven-
der, mañoco fresco y unos gendarmes se lo arrebataron. Allá
se sabe ya que esos gendarmes eran de Funes y que el Cayeno
los acuchilló. Agreguen que les trambucaron en los raudales
la curiara, y tuvieron ustedes que venirse por las orillas y los
montes, hasta que yo les puse la mano. Adviértanle que, como
venían a pedir auxilio, los llevé a la trocha del Guaracú, y que
ustedes llegan, acatando mis instrucciones, a implorar garan-
tías. Ese discurso agradará, porque aumenta el crédito de la
empresa y desmiente a sus detractores.
—Cuente usted con que la novela tendrá más éxito que
la historia.
—Yo llegaré luego para hacer resaltar la circunstancia de
que ustedes se fueron solos y no desconfiaron.
—¿Y si nos ponen a trabajá? —observó Correa.

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—Mulato —sentencié—: no tengas miedo. ¡Venimos a


jugar la vida!
—En cuanto a eso, no sabría qué aconsejarles. El Cayeno
es cauteloso y cruel como un cazador. Cierto que ustedes nada
le deben y que van de paso hacia el Brasil. Pero si se le antoja
decir que se picurearon de otras barracas…
—Explique, don Clemente. Poco sabemos de estas costumbres.
—Cada empresario de caucherías tiene caneyes, que sir-
ven de viviendas y bodegas. Ya conocerán los del Guaracú.
Esos depósitos o barracas jamás están solos, porque en ellos se
guarda el caucho con las mercancías y las provisiones y moran
allí los capataces y sus barraganas.
«El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor
parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de
la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada
individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas
que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona
el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cau-
chero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le
abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está
en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva espe-
cie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisi-
ble a sus herederos.
«Por su lado, los capataces inventan diversas formas de
expoliación: les roban el caucho a los siringueros, arrebátanles
hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde
no pueden sacar la goma exigida, y esto da motivo a insultos y
a latigazos, cuando no a balas de wínchester. Y con decir que
fulano se picureó o que murió de fiebre, se arregla el cuento.

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La vorágine

«Mas no es justo olvidar la traición y el dolo. No todos los


peones son palomas blancas: algunos solicitan enganche sólo
para robarse lo que reciben, o salir a la selva por matar a algún
enemigo o sonsacar a sus compañeros para venderlos en otras
barracas.
«Esto dio pie a un convenio riguroso, por el cual se com-
prometen los empresarios a prender a todo individuo que no
justifique su procedencia o que presente el pasaporte sin la
constancia de que pagó lo que debía y fue dado libre por su
patrón. A su vez, las guarniciones de cada río cuidan de que
tal requisito se cumpla inexorablemente.
«Mas esta medida es fuente inexhausta de abusos y secues-
tros. ¿Si el amo se niega a expedir el salvoconducto? ¿Si el cap-
turador despoja de él a quien lo presenta? Réstame aún advertir
a ustedes que es frecuentísimo el último caso. El cautivo pasa a
poder de quien lo cogió, y este lo encentra en sus siringales a
trabajar como preso prófugo, mientras se averigua “lo conve-
niente”. Y corren años y años, y la esclavitud nunca termina.
¡Esto es lo que me pasa con el Cayeno!
«¡Y he trabajado dieciséis años! ¡Dieciséis años de mise-
ria! ¡Mas poseo un tesoro que vale un mundo, que no pueden
robarme, que llevaré a mi tierra si llego a ser libre: un cajon-
cito lleno de huesos!

***

«Para poder contarles mi historia —nos dijo esa tarde—, ten-


dría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo
de cada alma hay algún episodio íntimo que constituye su

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vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María


Gertrudis “dio su brazo a torcer”!
Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que noso-
tros aparentábamos no comprender. Franco se cortaba las uñas
con la navaja, Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo
hacía coronas con el humo del cigarro. Tan sólo el mulato pare-
cía envaído en la punzante narración.
—Sí, amigos míos —continuó el anciano—. El miserable
que la engañaba con promesa de matrimonio la sedujo en
mi ausencia. Mi pequeño Luciano abandonó la escuela y fue
a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto
empleo, para contarme que los novios hablaban de noche
por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio
noticia de ello. Al oír su relato perdí el aplomo, regañélo por
calumniador, exalté la virtud de María Gertrudis y le pro-
hibí que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al
matrimonio de los jóvenes, que ya habían cambiado argollas.
Desesperado, el pequeñuelo empezó a llorar y me declaró
que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra
de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de
escuela primaria.
«Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con
un peón, que llevaba cartas para esta y María Gertrudis, lle-
nas de admoniciones y consejos. ¡Ya María Gertrudis no
era hija mía!
«Calculen ustedes cuál sería mi pena en presencia de mi
deshonor. Medio loco olvidé el hogar por perseguir a la fugi-
tiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos,
la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las

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lágrimas obligándome a referir detalles pérfidos y, al final, con


gesto de lástima, me recriminaban así: “La responsabilidad es
de los padres. Hay que saber educar a los hijos”.
«Cuando humillado por la tortura volví a casa, me espe-
raba un nuevo dolor: la pizarra de Lucianito pendía del muro,
cerca al pupitre donde la brisa agitaba las páginas de un libro
descuadernado; en el cajón vi los premios y los juguetes: la
cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé,
la medallita de la mamá. Reteñidas en la pizarra, bajo una
cruz, leí estas palabras: ¡Adiós, adiós!
«Más que la parálisis, mató la pena a mi pobre esposa.
Sentado a la orilla del lecho, la veía empapar en llanto la
almohada, procurando infundirle el consuelo que no he cono-
cido jamás. A veces me agarraba del brazo y lanzaba su grito
demente: “¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!”. Por aliviarla
acudí al engaño: inventéle que había logrado hacer casar a
María Gertrudis y que Lucianito estaba interno en el instituto.
Saboreando su pesadumbre la encontró la muerte.
«Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos, me acom-
pañaban, llamé por el cercado a mi vecina para que viniera
a cuidar a la enferma, mientras me ausentaba en busca del
médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos
la pizarra de Lucianito y que la remiraba, convencida de que
era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el
ataúd sollocé esta frase: “¡Juro por Dios y por su justicia que
traeré a Luciano, vivo o muerto, a que acompañe tu sepul-
tura!”. Le besé la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la
pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su
propio hijo había estampado».

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José Eustasio Rivera

—Don Clemente: no resucite esos recuerdos que hacen


daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y lo sen-
timental. Háblenos de sus éxodos en la selva.
Por un momento estrechó mi mano, murmurando:
—Es cierto. Hay que ser avaro con el dolor.
«Pues bien: seguí las huellas de Lucianito hacia el Putumayo.
Fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos
hombres un muchachito pálido, de calzón corto, que no repre-
sentaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo
con ropa. Negóse a decir quién era, ni de dónde venía, pero
sus compañeros predicaban con regocijo que iban buscando
las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de
Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han escla-
vizado más de treinta mil indios.
«En Mocoa sentí la primera vacilación: los viajeros habían
pasado, pero nadie pudo decirme qué senda del cuadrivio
siguieron. Era posible que hubieran ido por tierra al caño
Guineo, para salir al Putumayo, un poco arriba del puerto
de San José, y bajar el río hasta encontrar el Igaraparaná;
tampoco era improbable que hubieran tomado la trocha de
Mocoa a Puerto Limón, sobre el Caquetá, para descender
por esa arteria al Amazonas y remontar este y el Putumayo
en busca de los cauchales de La Chorrera. Yo me decidí por
la última vía.
«Por fortuna, en Mocoa me ofreció curiara y protección un
colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales,
que era colono del río Cuimañí. Indicóme el peligro de aco-
meter los rápidos de Araracuara, y me dejó en Puerto Pizarro
para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo

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que va al puerto de La Florida, en el Caraparaná, donde los


peruanos tenían barracas.
«Solo y enfermo emprendí ese viaje. Al llegar solicité engan-
che y abrí una cuenta. Ya me habían dicho que a mi pequeño
no se le conocía en la región; pero quise convencerme y salí a
trabajar goma.
«Era verdad que en mi cuadrilla no estaba el niño, pero
podía hallarse en otras. Ningún cauchero oyó jamás su nombre.
A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no
había palpado la bruta inmoralidad de esas costumbres; mas
¡cuán poco me duraba el consuelo! Era seguro que se encon-
traba en remotos cauchales, bajo otros amos, educándose en la
crueldad y la villanía, enloquecido de humillación y de miseria.
Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó
la cara de un latigazo y me envió preso al barracón. Toda la
noche estuve en el cepo, y, en la siguiente, me mandaron para
El Encanto. Había logrado lo que pretendía: buscar a Lucia-
nito en otros gomales».
Don Clemente Silva enmudeció. Tocábase la frente con las
manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el cule-
breo del látigo infame. Y agregó después:
—Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié
para La Chorrera.

***

«Recuerdo que la noche de mi llegada celebraban el carna-


val. Frente a los barandales del corredor discurría borracha
una muchedumbre clamorosa. Indios de varias tribus, blancos

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de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil, negros de las Antillas,


vociferaban pidiendo alcohol, pidiendo mujeres y chucherías.
Entonces, desde una trastienda, aventábanles triquitraques,
botones, potes de atún, cajas de galletas, tabaco de mascar,
alpargatas, franelas, cigarros. Los que no podían recoger nada,
empujaban, por diversión, a sus compañeros sobre el objeto que
caía, y encima de él arracimábase el tumulto, entre risotadas y
pataleos. Del otro lado, junto a las lámparas humeantes, había
grupos nostálgicos, escuchando a los cantadores que entonaban
aires de sus tierras: el bambuco, el joropo, la cumbia-cumbia.
De repente, un capataz velludo y bilioso se encaramó sobre una
tarima y disparó al viento su wínchester. Expectante silencio.
Todas las caras se volvieron al orador. “Caucheros —exclamó
este—, ya conocéis la munificencia del nuevo propietario. El
señor Arana ha formado una compañía que es dueña de los
cauchales de La Chorrera y los de El Encanto. ¡Hay que tra-
bajar, hay que ser sumisos, hay que obedecer! Ya nada queda
en la pulpería para regalaros. Los que no hayan podido reco-
ger ropa, tengan paciencia. Los que están pidiendo mujeres,
sepan que en las próximas lanchas vendrán cuarenta, oídlo
bien, cuarenta, para repartirlas de tiempo en tiempo entre los
trabajadores que se distingan. Además saldrá pronto una expe-
dición a someter las tribus andoques y lleva encargo de recoger
guarichas donde las haya. Ahora, prestadme todos atención:
cualquier indio que tenga mujer o hija debe presentarla en este
establecimiento para saber qué se hace con ella”.
«Inmediatamente otros capataces tradujeron el discurso a
la lengua de cada tribu, y la fiesta siguió como antes, coreada
por exclamaciones y aplausos.

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La vorágine

«Yo me escurría por entre la gente, temeroso de hallar a


mi hijo. Fue la primera vez que no quise verlo. Sin embargo,
miraba a todas partes y resolví preguntar por él: “Señor, ¿usted
conoce a Luciano Silva? Dígame, ¿entre esa gente habrá algún
pastuso? ¿Sabe usted, por casualidad, si Larrañaga o Juan-
chito Vega viven aquí?”.
«Como mis preguntas producían hilaridad, me atreví a
penetrar en el corredor. Los centinelas me rechazaron. Un
hombre vino a advertirme que el aguardiente lo repartían
en las barracas. Y era verdad: por allí desfilaba la multitud
presentando jarros y totumas al vigilante que hacía la distri-
bución. Un cuadrillero venático quería chancearse: vertió
petróleo en una ponchera y lo ofreció a unos indios. Como
ninguno aceptó el engaño, les tiró encima la vasija llena. No
sé quién rastrilló sus fósforos; pero al momento una llama-
rada crepitante achicharró a los indígenas, que se abalanza-
ron sobre el tumulto, con alarida loca, coronados de fuego
lívido, abriéndose paso hacia las corrientes, donde se sumer-
gieron agonizando.
«Los empresarios de La Chorrera asomaron a la baranda,
con los naipes de póker en las manos. “¿Qué es esto? ¿Qué es
esto?”, repetían. El judío Barchilón tomó la palabra: “¡Hola,
muchachos, no sean patanes! ¡Van a quemarnos el ensoropado
de los caneyes!”. Larrañaga calcó la orden de Juancho Vega:
“¡No más diversión! ¡No más diversión!”.
«Y al sentir el hedor de la grasa humana, escupieron sobre
la gente y se encerraron impasibles.
«Así como el caballo entra en los corrales y a coces y mor-
discos aparta las hembras de su rodeo, integraron los capataces

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sus cuadrillas a culatazos y las empujaron a cada barraca, en


medio de un bullicio atormentador.
«Yo alcancé a gritar con toda la fuerza de mis pulmones:
“¡Luciano! ¡Lucianito, aquí está tu padre!”.

***

«Al día siguiente, mi paciencia se puso a prueba. Eran casi las


dos y los empresarios continuaban durmiendo. Por la mañana,
cuando las cuadrillas salieron a los trabajos, se me presentó
un negrote de Martinica, afilando en la vaina de su machete
la hoja terrible. “¡Hola —me dijo—, ¿vos por qué te quedás
aquí?!”.
—Porque soy rumbero y voy a salir a exploración.
—Vos parecés picure. Vos estabas en El Encanto.
—Y aunque así fuera, ¿no son de un solo dueño ambas
regiones?
—Vos eras el sinvergüenza que escribía letreros en los árbo-
les. Agradecé que te perdonaban.
«Púsele fin al riesgoso diálogo porque vi al tenedor de libros
abriendo la puerta de la oficina. Ni siquiera volvió a mirarme
cuando le di el saludo, pero avancé hasta el mostrador.
—Señor Loaiza —le dije con miedosa lengua—, quiero
saber, si fuere posible, cuánto vale la cuenta de un hijo mío.
—¿Un hijo tuyo? ¿Querés comprarlo? ¿Te dijeron ya que
lo vendían?
—Para hacer mis cálculos… Se llama Luciano Silva.
«El hombre plegó un gran libro y tomando su lápiz hizo
números. Las rodillas me temblaban por la emoción: ¡al fin
encontraba el paradero de Lucianito!

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La vorágine

—Dos mil doscientos soles —afirmó Loaiza—. ¿Qué recargo


le piden sobre esa suma?
—¿Recargo?… ¿Recargo?
—Naturalmente. No estamos para vender el personal. Por
el contrario: la empresa busca gente.
—¿Podría decirme usted dónde está ahora?…
—¿Tu muchacho? Fijate con quién tratás. Eso se les pre-
gunta a los cuadrilleros.
«Por desgracia mía, el negrote entró en ese instante.
—Señor Loaiza —exclamó—, no pierda palabras con este
viejo. Es un picure de El Encanto y de La Florida, flojo y des-
tornillado, que en vez de picar los árboles, grababa letreros en
las cortezas con la punta del cuchillo. Vaya usted a los siringa-
les y se convencerá. Por todas las estradas la misma cosa: “Aquí
estuvo Clemente Silva en busca de su querido hijo Luciano”.
¿Ha visto usted vagabundería?
«Yo, como un acusado, bajé los ojos.
—¡Hombres —prorrumpí—, bien se conoce que ustedes
nunca han sido padres!
—¿Qué opinan de este viejo tan descocado? ¡Cómo habrá
sido de mujeriego cuando hace gala de reproductor!
«Así me respondieron, desenfrenando carcajadas; pero
yo me erguí como un mástil y mi mano debilitada abofeteó
al contabilista. El negro, de un puntapié, me tiró boca abajo
contra la puerta. ¡Al levantarme, lloré de orgullo y satisfacción!

***

«En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante.


No tardó en asomar, abotonándose la piyama, un hombre

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gordote y abotagado, pechudo como una hembra, amarillento


como la envidia. Antes que hablara, apresuróse el contabilista
a informarle lo sucedido.
—¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este
hombre que está presente vino a pedirme un extracto de lo que
está debiéndole a la compañía; mas apenas le enuncié el saldo,
se lanzó a romper el libro, lo trató a usted de ladrón y me ame-
nazó con apuñalarnos.
«El negro hizo señas de asentimiento; permanecí aturrullado
de indignación; Arana enmudecía más. Pero con mirada des-
mentidora consternó a los dos infames, y me preguntó ponién-
dome sus manos en los hombros:
—¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted?
—No ha cumplido los quince.
—¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la
de su hijo? ¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho
por su trabajo?
—Lo ignoro, señor.
—¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles?
—Sí, sí, pero aquí no tengo dinero. Si usted quisiera la
casita que poseo en Pasto… Larrañaga y Vega son paisa-
nos míos. Ellos podrían darle informes, ellos fueron mis con-
discípulos.
—No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos
pobres. Dígame —agregó sacándome al patio—, ¿usted no
tiene goma con qué pagar?
—No, señor.
—¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si
me denuncia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya.

– 202 –
La vorágine

—No, señor.
—¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría
compañerazos para que asaltara barracones.
«Disimulando la repulsión que me producían aquellas
maquinaciones rapaces, pasé de la astucia a la doblez. Aparenté
quedar pensativo. Mi sobornador estrechó el asedio:
—Me valgo de usted porque comprendo que es honrado y
que sabrá guardarme la reserva. Su misma cara le hace el pro-
ceso. De no ser así, lo trataría como a picure, me negaría a ven-
derle a su hijo y a uno y a otro los enterraría en los siringales.
Recuerde que no tienen con qué pagarme y que yo mismo le
doy a usted los medios de quedar libres.
—Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hom-
bre reconocido. No quisiera comprometerme sin tener la segu-
ridad de cumplir. Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto,
como rumbero, mientras estudio la región y abro alguna tro-
cha estratégica.
—Muy bien pensado, y así será. Eso queda al cuidado suyo,
y el hijo de usted a mi cuidado. Pida un wínchester, víveres,
una brújula, y llévese un indio como carguero.
—Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría.
—Eso lo pago yo, ese es mi regalo de carnaval.

***

«El pasaporte que me dio el amo hacía rabiar de envidia a los


capataces. Podía yo transitar por donde quisiera y ellos debían
facilitarme lo necesario. Mis facultades me autorizaban para
escoger hasta treinta hombres y tomarlos de las cuadrillas que

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José Eustasio Rivera

me placieran, en cualquier tiempo. En vez de dirigirme hacia


el Caquetá, resolví desviarme por la hoya del Putumayo. Un
vigilante de las estradas del caño Eré, a quien llamaban el
Pantero, por sobrenombre, me puso preso y envió en consulta
el salvoconducto. La respuesta fue favorable, pero me reforma-
ron la atribución: en ningún caso podía escoger a Luciano Silva.
«La citada orden echó por tierra mis planes, porque yo
buscaba a mi hijo para llevármelo. Muchas veces, al sentir el
estruendo de los cauchales derribados por las peonadas, pen-
saba que mi chicuelo andaría con ellas y que podía aplastarlo
alguna rama. Por entonces se trabajaba el caucho negro tanto
como el siringa, llamado goma borracha por los brasileños; para
sacar este, se hacen incisiones en la corteza, se recoge la leche
en petaquillas y se cuaja al humo; la extracción de aquel exigía
tumbar el árbol, hacerle lacraduras de cuarta en cuarta, recoger
el jugo y depositarlo en hoyos ventilados, donde lentamente se
coagulaba. Por eso era tan fácil que los ladrones lo traspusieran.
«Cierto día sorprendí a un peón tapando su depósito con
tierra y hojas. Circulaba ya la falsa especie de que yo ejercía fis-
calización por cuenta del amo, leyenda que me puso en grandes
peligros porque me granjeó muchas odiosidades. El sorpren-
dido cogió el machete para destroncarme, pero yo le tendí mi
wínchester, advirtiéndole:
—Te voy a probar que no soy espía. No contaré nada. Pero
si mi silencio te hace algún bien, dime dónde está Luciano Silva.
—¡Ah!… ¿Silvita? ¿Silvita…? Trabaja en Capalurco, sobre
el río Napo, con la peonada de Juan Muñeiro.
«Esa misma tarde principié a picar la trocha que va desde
el caño Eré hasta el Tamboriaco. En esa travesía gasté seis

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La vorágine

meses: tuve que comer yuca silvestre, a falta de mañoco. ¡Qué


tan grande sería mi extenuación, cuando decidí descansar un
tiempo, en el abandono y la soledad!
«En el Tamboriaco encontré peones de la cuadrilla que
residía en un lugar llamado El Pensamiento. El capataz me
invitó a remontar el caño, so pretexto de que visitara el barra-
cón, donde me daría víveres y curiara. Esa noche, apenas que-
damos solos, me preguntó:
—¿Y qué dicen los empresarios contra Muñeiro? ¿Lo
perseguirán?
—Acaso Muñeiro…
—Se fugó con peones y caucho, hace cinco meses. ¡Noventa
quintales y trece hombres!
—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Pero es posible?
—Trabajaron últimamente cerca de la laguna de Cuya-
beno, volvieron a Capalurco, se escurrieron por el Napo, sal-
drían al Amazonas y estarán en el extranjero. Muñeiro me
había propuesto que tiráramos esa parada; pero yo tuve mi
recelillo, porque está de moda entre los sagaces picurearse con
los caucheros, prometiéndoles realizar la goma que llevan, pro-
rratearles el valor y dejarlos libres. Con esta ilusión se los car-
gan para otros ríos y se los venden a nuevos patrones. ¡Y ese
Muñeiro es tan faramallero! Y como hay un resguardo en la
boca del río Mazán…
«Al oír esta declaración me descoyunté. El resto de mi
vida estaba de sobra. Un consuelo triste me reconfortó: con
tal que mi hijo residiera en país extraño, yo, para los días que
me quedaban, arrastraría gustoso la esclavitud en mi propia
patria.

– 205 –
José Eustasio Rivera

—Pero —prosiguió mi interlocutor— también se rumora


que ese personal no se ha picureado. Piensan que usted lo llevó
consigo a no sé qué punto.
—¡Si ni siquiera he visto el río Napo!
—Eso es lo curioso. Usted sabe muy bien que una cua-
drilla cela a la otra y que hay obligación de contarle al dueño
común lo bueno y lo malo. Envié posta al Encanto con este
aviso: “Muñeiro no parece”. Me contestaron que averiguara si
usted se lo había llevado con su gente para el Caquetá y que,
en todo caso, por precaución, remitiera preso a Luciano Silva.
A usted lo esperan hace tiempo y varias comisiones lo andan
buscando. Yo le aconsejaría que se volviera a poner en claro
estas cosas. Dígales allá que no tengo víveres y que mi perso-
nal está muriéndose de calenturas.
«Quince días más tarde regresé al Encanto, a darme preso.
Ocho meses antes había salido a la exploración. Aunque ase-
veré haber descubierto caños de mucha goma y ser inocente
de la fuga de Juan Muñeiro y su grupo, me decretaron una
novena de veinte azotes por día y sobre las heridas y desgarro-
nes me rociaban sal. A la quinta flagelación no podía levan-
tarme; pero me arrastraban en una estera sobre un hormiguero
de congas, y tenía que salir corriendo. Esto divirtió de lo lindo
a mis victimarios.
«De nuevo volví a ser el cauchero Clemente Silva, decré-
pito y lamentable.
«Sobre mis esperanzas pasaron los tiempos.
«Lucianito debía tener diecinueve años.

***

– 206 –
La vorágine

«Por esa época hubo para mi vida un suceso trascendental:


un señor francés, a quien llamábamos el “mosiú”, llegó a las
caucherías como explorador y naturalista. Al principio se susu-
rró en los barracones que venía por cuenta de un gran museo
y de no sé qué sociedad geográfica; luego se dijo que los amos
de los gomales le costeaban la expedición.
«Y así sería, porque Larrañaga le entregó víveres y peones.
Como yo era el rumbero de mayor pericia, me retiraron de la
tropa trabajadora en el río Cahuinarí para que lo guiara por
donde él quisiera.
«Al través de las espesuras iba mi machete abriendo la tro-
cha, y detrás de mí desfilaba el sabio con sus cargueros, obser-
vando plantas, insectos, resinas. De noche, en playones solemnes,
apuntaba a los cielos su teodolito y se ponía a coger estrellas,
mientras que yo, cerca del aparato, le iluminaba el lente con
un foco eléctrico. En lengua enrevesada solía decirme:
—Mañana te orientarás en la dirección de aquellos luce-
ros. Fíjate bien de qué lado brillan y recuerda que el sol sale
por aquí.
«Y yo le respondía regocijado:
—Desde ayer hice el cálculo de ese rumbo, por puro instinto.
«El francés, aunque reservado, era bondadoso. Es cierto
que el idioma le oponía complicaciones; pero conmigo se mos-
tró siempre afable y cordial. Admirábase de verme pisar el
monte con pies descalzos, y me dio botas; dolíase de que las
plagas me persiguieran, de que las fiebres me achajuanaran,
y me puso inyecciones de varias clases, sin olvidarse nunca de
dejarme en su vaso un sorbo de vino y consolar mis noches
con algún cigarro.

– 207 –
José Eustasio Rivera

«Hasta entonces parecía no haberse enterado de la condi-


ción esclava de los caucheros. ¿Cómo pensar que nos apalea-
ran, nos persiguieran, nos mutilaran aquellos señores de servil
ceño y melosa charla que salieron a recibirlo en La Chorrera y
en El Encanto? Mas cierto día que vagábamos en una vega del
Yacuruma, por donde pasa un viejo camino que une barraco-
nes abandonados en la soledad de esas montañas, se detuvo el
francés a mirar un árbol. Acerquéme por alistarle, según cos-
tumbre, la cámara fotográfica y esperar órdenes. El árbol, cas-
trado antiguamente por los gomeros, era un siringo enorme,
cuya corteza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes,
tumefactas, como lobanillos apretujados.
—¿El señor desea tomar alguna fotografía? —le pregunté.
—Sí. Estoy observando unos jeroglíficos.
—¿Serán amenazas puestas por los caucheros?
—Evidentemente: aquí hay algo como una cruz.
«Me acerqué congojoso, reconociendo mi obra de antaño,
desfigurada por los repliegues de la corteza: “Aquí estuvo
Clemente Silva”. Del otro lado, las palabras de Lucianito:
“Adiós, adiós…”.
—¡Ay, mosiú —murmuré—, esto lo hice yo!
«Y apoyado en el tronco me puse a llorar.

***

«Desde aquel instante tuve, por primera vez, un amigo y un pro-


tector. Compadecióse el sabio de mis desgracias y ofreció liber-
tarme de mis patrones, comprando mi cuenta y la de mi hijo,
si aún era esclavo. Le referí la vida horrible de los caucheros, le

– 208 –
La vorágine

enumeré los tormentos que soportábamos, y, porque no dudara,


lo convencí objetivamente:
—Señor, diga si mi espalda ha sufrido menos que ese árbol.
«Y, levantándome la camisa, le enseñé mis carnes laceradas.
«Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak
nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos:
siringa y sangre.
«De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar
entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua
ni disimulo, abochornando a los capataces, aunque mis adverten-
cias no cesaban de predicarle al naturalista el grave peligro de que
mis amos lo supieran. El sabio seguía impertérrito, fotografiando
mutilaciones y cicatrices. “Estos crímenes, que avergüenzan a la
especie humana —solía decirme—, deben ser conocidos en todo
el mundo para que los gobiernos se apresuren a remediarlos”.
Envió notas a Londres, París y Lima, acompañando vistas de sus
denuncios, y pasaron tiempos sin que se notara ningún remedio.
Entonces decidió quejarse a los empresarios, adujo documentos
y me envió con cartas a La Chorrera.
«Sólo Barchilón se encontraba allí. Apenas leyó el abultado
pliego, hizo que me llevaran a su oficina.
—¿Dónde conseguiste botas de soche? —gruñó al mirarme.
—El mosiú me las dio con este vestido.
—¿Y dónde ha quedado ese vagabundo?
—Entre el caño Campuya y Lagarto-cocha —afirmé min-
tiendo—. Poco más o menos a treinta días.
—¿Por qué pretende ese aventurero ponerle pauta a nuestro
negocio? ¿Quién le otorgó permiso para darlas de retratista?
¿Por qué diablos vive alzaprimándome los peones?

– 209 –
José Eustasio Rivera

—Lo ignoro, señor. Casi no habla con nadie y cuando lo


hace, poco se le entiende…
—¿Y por qué nos propone que te vendamos?
—Cosas de él…
«El furioso judío salió a la puerta y examinaba contra la
luz algunas postales de la Kodak.
—¡Miserable! ¿Este espinazo no es el tuyo?
—¡No, señor; no, señor!
—¡Pélate medio cuerpo, inmediatamente!
«Y me arrancó a tirones blusa y franela. Tal temblor me
agitaba, que, por fortuna, la confrontación resultó imposible. El
hombre requirió la pluma de su escritorio; y, tirándomela de lejos,
me la clavó en el omoplato. Todo el cuadril se me tiñó de rojo.
—Puerco, quita de aquí, que me ensangrientas el entablado.
«Me precipitó contra la baranda y tocó un silbato. Un
capataz, a quien le decíamos el Culebrón, acudió solícito. Me
preguntaron sobre mil cosas y las contesté equívocamente. El
amo ordenó al entrar:
—Ajústale las botas con un par de grillos, porque, de seguro,
le quedan grandes.
«Así se hizo.
«El Culebrón se puso en marcha con cuatro hombres, a
llevar la respuesta, según se decía.
«¡El infeliz francés no salió jamás!

***

«El año siguiente fue para los caucheros muy fecundo en expec-
tativas. No sé cómo, empezó a circular subrepticiamente en

– 210 –
La vorágine

gomales y barracones un ejemplar del diario La Felpa, que diri-


gía en Iquitos el periodista Saldaña Roca. Sus columnas cla-
maban contra los crímenes que se cometían en el Putumayo
y pedían justicia para nosotros. Recuerdo que la hoja estaba
maltrecha, a fuerza de ser leída, y que en el siringal del caño
Algodón la remendamos con caucho tibio, para que pudiera
viajar de estrada en estrada, oculta entre un cilindro de bambú,
que parecía cabo de hachuela.
«A pesar de nuestro recato, un gomero del Ecuador, a quien
llamábamos el Presbítero, le sopló al vigilante lo que ocurría, y
sorprendieron cierta mañana, entre unos palmares de chiqui-
chiqui, a un lector descuidado y a sus oyentes, tan distraídos
en la lectura que no se dieron cuenta del nuevo público que
tenían. Al lector le cosieron los párpados con fibras de cumare
y a los demás les echaron en los oídos cera caliente.
«El capataz decidió regresar al Encanto para mostrar la
hoja; y como no tenía curiara, me ordenó que lo condujera por
entre el monte. Una nueva sorpresa me esperaba: había lle-
gado un Visitador y en la propia casa recibía declaraciones.
«Al darle mi nombre, comenzó a filiarme y en presencia
de todos me preguntó:
—¿Usted quiere seguir trabajando aquí?
«Aunque he tenido la desgracia de ser tímido, alarmé a la
gente con mi respuesta:
—¡No, señor; no, señor!
«El letrado acentuó con voz enérgica:
—Puede marcharse cuando le plazca, por orden mía. ¿Cuá-
les son sus señales particulares?
—Estas —afirmé desnudando mi espalda.

– 211 –
José Eustasio Rivera

«El público estaba pálido. El Visitador me acercaba sus espe-


juelos. Sin preguntarme nada, repitió:
—¡Puede marcharse mañana mismo!
«Y mis amos dijeron sumisamente:
—¡Señor Visitador, mande Su Señoría!
«Uno de ellos, con el desparpajo de quien recita un dis-
curso aprendido, agregó ante el funcionario:
—¿Curiosas cicatrices las de este hombre, verdad? ¡Tiene
tantos secretos la botánica, particularmente en estas regiones!
No sé si Su Señoría habrá oído hablar de un árbol maligno,
llamado mariquita por los gomeros. El sabio francés, a petición
nuestra, se interesó por estudiarlo. Dicho árbol, a semejanza
de las mujeres de mal vivir, brinda una sombra perfumada;
mas ¡ay! del que no resista a la tentación; su cuerpo sale de allí
veteado de rojo, con una comezón desesperante, y van apare-
ciendo lamparones que se supuran y luego cicatrizan arrugando
la piel. Como este pobre viejo que está presente, muchos sirin-
gueros han sucumbido a la inexperiencia.
—Señor… —iba a insinuar; pero el hombre siguió tan cínico:
—¿Y quién creerá que este insignificante detalle le origina
complicaciones a la empresa? Tiene tantas rémoras este nego-
cio, exige tal patriotismo y perseverancia, que si el gobierno
nos desatiende quedarán sin soberanía estos grandes bosques,
dentro del propio límite de la patria. Pues bien: ya Su Seño-
ría nos hizo el honor de averiguar en cada cuadrilla cuáles
son las violencias, los azotes, los suplicios a que sometemos
las peonadas, según el decir de nuestros vecinos, envidiosos y
despechados, que buscan mil maneras de impedir que nuestra
nación recupere sus territorios y que haya peruanos en estas

– 212 –
La vorágine

lindes, para cuyo intento no faltan nunca ciertos escritorcillos


asalariados.
“Ahora retrocedo al tema inicial: la empresa abre sus bra-
zos a quien necesite de recursos y quiera enaltecerse mediante
el esfuerzo. Aquí hay trabajadores de muchos lugares, buenos,
malos, díscolos, perezosos. Disparidad de caracteres y de cos-
tumbres, indisciplina, amoralidad, todo eso ha encontrado en
la mariquita un cómplice cómodo; porque algunos —principal-
mente los colombianos— cuando riñen y se golpean o padecen
“el mal del árbol”, se vengan de la empresa que los corrige,
desacreditando a los vigilantes, a quienes achacan toda lesión,
toda cicatriz, desde las picaduras de los mosquitos hasta la más
parva rasguñadura.
«Así dijo, y volviéndose a los del grupo, les preguntó:
—¿Es verdad que en estas regiones abunda la mariquita?
¿Es cierto que produce pústulas y nacidos?
«Y todos respondieron con grito unánime:
—¡Sí, señor; sí, señor!
—Afortunadamente —agregó el bellaco—, el Perú atenderá
nuestra iniciativa patriótica: le hemos pedido a la autoridad que
nos militarice las cuadrillas, mediante la dirección de oficiales y
sargentos, a quienes pagaremos con mano pródiga su perma-
nencia en estos confines, con tal que sirvan a un mismo tiempo
de fiscales para la empresa y de vigilantes en las estradas. De esta
suerte el gobierno tendrá soldados, los trabajadores garantías
innegables y los empresarios estímulo, protección y paz.
«El Visitador hizo un signo de complacencia.

***

– 213 –
José Eustasio Rivera

«Un abuelo, Balbino Jácome, nativo de Garzón, a quien se le


secó la pierna derecha por la mordedura de una tarántula, fue
a visitarme al anochecer; y recostando sus muletas bajo el alero
de la barraca donde mi chinchorro pendía, dijo quedo:
—Paisano, cuando pise tierra cristiana pague una misa
por mi intención.
—¿En premio de que confirma las desvergüenzas de los
empresarios?
—No. En memoria de la esperanza que hemos perdido.
—Sepa y entienda —le repuse— que usted no debe valerse
de mi persona. Usted ha sido el más abyecto de los lambones, el
favorito de Juancho Vega, a quien superó en renegar de nues-
tro país y en desacreditar a los colombianos.
—Sin embargo —replicó—, mis compatriotas algo me
deben. Pues que usted se va, puedo hablarle claro: he tenido
la diplomacia de enamorar a los enemigos, aparentando esgri-
mir el rebenque para que hubiera un verdugo menos. He
desempeñado el puesto de espía porque no pusieran a otros,
de verdaderas capacidades. No hice más que amoldarme al
medio y jugar al tute escogiendo las cartas. ¿Que era nece-
sario atajar un chisme? Yo lo sabía y lo tergiversaba. ¿Que
a un tal lo maltrataron en la cuadrilla? Aplaudía el maltra-
tamiento ya inevitable, y luego me vengaba del esbirro. ¿Por
qué los vigilantes me miman tanto? Porque soy el hombre de
las influencias y de la confianza. “Oye”, le digo a uno: “los
amos han sabido cierta cosita…”. Y este se me postra, pro-
rrumpiendo en explicaciones. Entonces consigo lo que nadie
obtendría: “¡No me les pegues a mis paisanos; si aprietas allá,
te remacho aquí!”.

– 214 –
La vorágine

“De esta manera practico el bien, sin escrúpulos, sin glo-


ria y con sacrificios que nadie agradece. Siendo una escoria
andante, hago lo que puedo como buen patriota, disfrazado
de mercenario. Usted mismo se irá muy pronto, odiándome,
maldiciéndome, y al pisar su valle, fértil como el mío, sentirá
alegría de que yo sufra en tierra de salvajes la expiación de
pecados que son virtudes.
Confiéselo, paisano: cuando su viaje al Caquetá, ¿no le
rogué que se picureara? ¿No le pinté, para decidirlo, el caso de
Julio Sánchez, que en una canoa se fugó con la esposa encinta,
por toda la vena del Putumayo, sin sal ni fuego, perseguido por
lanchas y guarniciones, guareciéndose en los rebalses, remon-
tando tan sólo en noches oscuras, y en tan largo tiempo, que
al salir a Mocoa la mujer penetró en la iglesia llevando de la
mano a su muchachito, nacido en la curiara?
“Mas usted despreció muchas facilidades. ¡Si yo las hubiera
tenido, si no me maneara esta invalidez! Cuantos se fugan,
por consejos míos, me prometieron venir por mí y llevarme en
hombros; pero se largan sin avisarme, y si los prenden, cargo la
culpa, y vienen a decir que fui su cómplice, por lo cual tengo
que exigir que les echen palo, para recuperar así mi influencia
mermada. ¿Quién le rogó al francés que pidiera de rumbero
a Clemente Silva? ¿Qué mejor coyuntura para un picure? ¡Y
usted, lejos de agradecer mis sugestiones, me trató mal! Y en
vez de impedir que el sabio se metiera en tantos peligros, lo
dejó solo, y tuvo la ocurrencia de venir con esas cartas donde el
patrón, para que sucediera lo que ha sucedido. ¡Y ahora quiere
que me ponga a contradecir lo que dicen los amos, cuando nos
ha perdido el Visitador!”.

– 215 –
José Eustasio Rivera

—¡Hola, paisano, explíqueme eso!


—No, porque nos oyen en la cocina. Si quiere, más tarde-
cito nos vamos en la curiara, con el pretexto de pescar.
«Así lo hicimos.

***

«En el puerto había diversas embarcaciones. Mi compañero


se detuvo a hablar con un boga que dormía a bordo de una
gran lancha. Ya me impacientaba la demora cuando oí que
se despidieron. El marinero prendió el motor y encendióse la
luz eléctrica. Sobre la bombilla de mayor volumen comenzó a
zumbar el ventilador.
«Entonces, por un tablón que servía de puente, pasaron a
la barca varias personas de vestidos almidonados, y entre ellas
una dama llena de joyas y arandelas, que se reía con risa de rico.
Mi compañero se me acercó:
—Mire —dijo en voz baja—, los señores amos están de té.
Esa hermosura a quien le da la mano Su Señoría es la madona
Zoraida Ayram.
«Nos metimos en la curiara, y, a poco bogar, la amarramos
en un remanso, desde donde veíamos luces de focos refleja-
das en la corriente. Balbino Jácome dio principio a su exposición:
—Según me contaba Juanchito Vega, las cartas que el sabio
mandó al exterior produjeron alarmas muy graves. A esto se agrega
que el francés desapareció, como desaparecen aquí los hombres.
Pero Arana vive en Iquitos y su dinero está en todas partes. Hace
como seis meses empezó a mandar los periódicos enemigos para
que la empresa los conociera y tomara con tiempo precauciones.

– 216 –
La vorágine

“Al principio, ni siquiera me los mostraban; después me


preguntaron si podían contar conmigo y me gratificaron con
la administración de la pulpería.
“Cierta vez que los empresarios se trasladaron a La Cho-
rrera, unos cuadrilleros pidieron quinina y pólvora. Como
bien conozco qué capataces no deletrean, hice paquetes en
esos periódicos y los despaché a los barracones y a los siringa-
les, por si algún día, al quedar por ahí volteando, daban con
un lector que los aprovechara”.
—Paisano —exclamé—, ahora sí le creo. Entre nosotros
circuló uno. ¡Por causa de él vine a dar aquí, a encontrar sal-
vación! ¡Gracias a usted! ¡Gracias a usted!
—No se alegre, paisano: ¡estamos perdidos!
—¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Por la venida de este maldito Visitador! ¡Por este Visi-
tador que al fin no hizo nada! Mire usted: quitaron el cepo, el
día que llegó, y pusiéronselo de puente al desembarcar, sin que
se le ocurriera reparar en los agujeros que tiene, o en las man-
chas de sangre que lo vetean; fuimos al patio, al lugar donde
estuvo puesta esa máquina de tormento, y no advirtió los tri-
llados que dejaron los prisioneros al debatirse, pidiendo agua,
pidiendo sombra. Por burlarse de él, olvidaron en la baranda
un rebenque de seis puntas, y preguntó el muy simple si estaba
hecho de verga de toro. Y Macedo, con gran descaro, le dijo
riéndose: “Su Señoría es hombre sagaz. Quiere saber si come-
mos carne vacuna. Evidentemente, aunque el ganado cuesta
carísimo, en aquel botalón apegamos las ‘resecitas’”.
—Me consta —le argüí— que el Visitador es hombre
enérgico.

– 217 –
José Eustasio Rivera

—Pero sin malicia ni observación. Es como un toro ciego


que sólo le embiste al que le haga ruido. ¡Y aquí nadie se atreve
a hablar! Aquí ya estaba todo muy bien arreglado y las cuadri-
llas reorganizadas: a los peones descontentos o resentidos los
encentraron quién sabe en dónde, y los indios que no entienden
el español ocuparon los caños próximos. Las visitas del funcio-
nario se limitaron a reconocer algunas cuadrillas, de las ciento
y tantas que trabajan en estos ríos y en muchos otros inexplo-
rados, de suerte que en recorrerlas e interrogarlas nadie gasta-
ría menos de cinco meses. Aún no hace una semana que llegó
el Visitador y ya está de vuelta.
“Su Señoría se contentará con decir que estuvo en la calum-
niada selva del crimen, les habló de habeas corpus a los gomeros,
oyó sus quejas, impuso su autoridad y los dejó en condiciones
inmejorables, facultados para el regreso al hogar lejano. Y de
aquí en adelante nadie prestará crédito a las torturas y a las
expoliaciones, y sucumbiremos irredentos, porque el informe que
presente Su Señoría será respuesta obligada a todo reclamo, si
quedan personas cándidas que se atrevan a insistir sobre asun-
tos ya desmentidos oficialmente.
“Paisano, no se sorprenda al escucharme estos razonamientos,
en los cuales no tengo parte. Es que se los he oído a los empre-
sarios. Ellos temblaron ante la idea de salir de aquí con la soga
al cuello; y hoy se ríen del temor pretérito porque aseguraron el
porvenir. Cuando el Visitador se movía para tal caño, en ejercicio
de sus funciones, quedábamos en casa sin más distracción que
la de apostar a que no pasarían de tres los gomeros que se atre-
vieran a dar denuncios, y a que Su Señoría tendría para todos
idéntica frase: ‘Usted puede irse cuando le plazca’”.

– 218 –
La vorágine

—Paisano, ¡si estamos libres! ¡Si nos han dado libertad!


—No, compañero, ni se lo sueñe. Quizás algunos podrían
marcharse, pero pagando, y no tienen medios. No saben el
por dónde, el cómo, ni el cuándo. “Mañana mismo”. ¡Ese es
un adverbio que suena bien! ¿Y el saldo y la embarcación y el
camino y las guarniciones? Salir de aquí por quedar allá, no es
negocio que pague los gastos, muy menos hoy que los intereses
sólo se abonan a látigo y sangre.
—¡Yo me olvidaba de esa verdad! ¡Me voy a hablarle al
Visitador!
—¡Cómo! ¿A interrumpir sus coloquios con la madona?
—¡A pedirle que me lleve de cualquier modo!
—No se afane, que mañana será otro día. El boga con quien
hablé al venir aquí, dañará el motor de la lancha esta misma
noche y durará el daño hasta que yo quiera. Para eso está en
mis manos la pulpería. Ya ve que los lambones de algo servimos.
—¡Perdóneme, perdóneme! ¿Qué debo hacer?
—Lo que manda Dios: confiar y esperar. ¡Y lo que yo
mando: seguir oyendo!
«Sin hacer caso de mi angustia, Balbino Jácome prosiguió:
—Su Señoría no se lleva ni un solo preso, aunque se le
hubieran dado algunitos, por peligrosos; no a los que matan
o a los que hieren, sino a los que roban. Pero el Visitador no
pudo hacer más. Antes que llegara, fueron espías a las barra-
cas a secretear el chisme de que la empresa quería cerciorarse
de cuáles eran los servidores de mala índole, para ahorcarlos a
todos, con cuyo fin les tomaría declaraciones cierto socio extran-
jero, que se haría pasar por juez de instrucción. Esta medida
tuvo un éxito completísimo: Su Señoría halló por doquiera

– 219 –
José Eustasio Rivera

gentes felices y agradecidas, que nunca oyeron decir de asesi-


natos ni de vejámenes.
“Mas el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos
libros: en el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera,
encontraría más lectura en el debe que en el haber, ya que a
muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según
lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos:
peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben
franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y
aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que
heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mata-
ron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que
les violaron, y que no cubrirán en toda su vida porque cuando
conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán
medio siglo de esclavitud”.
«Mi compañero hizo una pausa, mientras me ofrecía su
tabaquera. Yo, aunque consternado por tanta ignominia, quise
defender al Visitador:
—Probablemente Su Señoría no tendrá orden judicial para
ver esos libros.
—Aunque la tuviera. Están bien guardados.
—¿Y será posible que Su Señoría no lleve pruebas de tantos
atropellos que fueron públicos? ¿Se estará haciendo el disimulado?
—Aunque así fuera. ¿Qué ganaríamos con la evidencia de
que fulano mató a zutano, robó a mengano, hirió a perencejo?
Eso, como dice Juanchito Vega, pasa en Iquitos y en donde
quiera que existan hombres: cuanto más aquí en una selva sin
policía ni autoridades. Líbrenos Dios de que se compruebe cri-
men alguno, porque los patrones lograrían realizar su mayor

– 220 –
La vorágine

deseo: la creación de alcaldías y de panópticos, o mejor, la ini-


quidad dirigida por ellos mismos. Recuerde usted que aspiran
a militarizar a los trabajadores, a tiempo que en Colombia
pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea
complicidad, según frase de Larrañaga. Los colonos colombia-
nos, ¿no están vendiendo a esta empresa sus fundaciones, for-
zados por la falta de garantías? Ahí están Calderón, Hipólito
Pérez y muchos otros, que reciben lo que les dan, creyéndose
bien pagados con no perderlo todo y poder escurrir el bulto. Y
Arana, que es el despojador, ¿no sigue siendo, prácticamente,
Cónsul nuestro en Iquitos? ¿Y el presidente de la República no
dizque envió al general Velasco a licenciar tropas y resguardos
en el Putumayo y en el Caquetá, como respuesta muda a la
demanda de protección que los colonizadores de nuestros ríos
le hacían a diario? ¡Paisano, paisanito, estamos perdidos! ¡Y el
Putumayo y el Caquetá se pierden también!
“Óigame este consejo: ¡no diga nada! Dicen que el que
habla yerra, pero el que hable de estos secretos errará más.
Vaya, predíquelos en Lima o en Bogotá, si quiere que lo ten-
gan por mendaz y calumniador. Si le preguntan por el francés,
diga que la empresa lo envió a explorar lo desconocido; si le
averiguan la especie aquella de que el Culebrón mostró cierto
día el reloj del sabio, adviértales que eso fue con ocasión de una
borrachera, y que por siempre está durmiéndola. Al que lo inte-
rrogue por el Chispita, respóndale que era un capataz bastante
ilustrado en lenguas nativas: yeral, carijona, huitoto, muinane;
y si usted, por adobar la conversación, tiene que referir algún
episodio, no cuente que esa paloma les robaba los guayucos a
los indígenas para tener pretexto de castigarlos por inmorales,

– 221 –
José Eustasio Rivera

ni que los obligaba a enterrar la goma, sólo por esperar que


llegara el amo y descubrirle ocasionalmente los escondites, con
lo cual sostenía su fama de adivino honrado y vivaz; hable de
sus uñazas, afiladas como lancetas, que podían matar al indio
más fuerte con imperceptible rasguñadura, no por ser mági-
cas ni enconosas, sino por el veneno de curare que las teñía”.
—¡Paisano —exclamé—: usted me habla de Lima y de
Bogotá como si estuviera seguro de que puedo salir de aquí!
—Sí, señor. Tengo quien lo compre y quien se lo lleve: ¡la
madona Zoraida Ayram!
—¿De veras? ¿De veras?
—Como ser de noche. Esta mañana, cuando Su Señoría
lo mandó llamar para interrogarlo, la madona lo veía desde la
baranda, con el binóculo: y cuando usted declaró en alta voz
que no quería trabajar más, ella pareció muy complacida por
tal insolencia. “¿Quién es, me preguntó, ese viejo tan arries-
gado?”. Y yo respondí: “Nada menos que el hombre que le con-
viene: es el rumbero llamado el Brújulo, a quien le recomiendo
como letrado, ducho en números y facturas, perito en tratos
de goma, conocedor de barracas y de siringales, avispado en
lances de contrabando, buen mercader, buen boga, buen pen-
dolista, a quien su hermosura puede adquirir por muy poca
cosa. Si lo hubiera tenido cuando el asunto de Juan Muñeiro,
no me contaría complicaciones”.
—¿Asunto de Juan Muñeiro? ¿Complicaciones?
—Sí, descuidillos que pasaron ya. La madona les com-
pró el caucho a los picures de Capalurco y en Iquitos querían
decomisárselo. Pero ella triunfó. ¡Para eso es hermosa! Les
habían prohibido a las guarniciones que la dejaran subir estos

– 222 –
La vorágine

ríos, y ya ve usted que el Visitador le compuso todo, y hasta


de balde. Sin embargo: la mujer cuando da, pide; y el hombre
pide cuando da.
—¡Compañero, la madona tendrá noticias de Lucianito!
¡Voy a hablar con ella! ¡Aunque no me compre!
«Veinte días después estaba en Iquitos.

***

«La lancha de la madona remolcaba un bongo de cien quin-


tales, en cuya popa gobernaba yo la espadilla, sufriendo sol.
Frecuentemente atracábamos en bohíos del Amazonas, para
realizar la corotería aunque fuera permutándola por produc-
tos de la región, jebe, castañas, pirarucú, ya que hasta enton-
ces la agricultura no había conocido adictos en tan dilatados
territorios. Doña Zoraida misma pactaba las permutas con los
colonos, y era tal su labia de mercachifle que siempre al reem-
barcarse tuvo el placer de verme inscribir en el Diario las cica-
teras utilidades obtenidas.
«No tardé en convencerme de que mi ama era de carác-
ter insoportable, tan atrabiliaria como un canónigo. Negóse a
creerme que era el padre de Lucianito, habló despectivamente
de Muñeiro, y a fuerza de humillaciones pude saber que los
prófugos, tras de engañarla con un siringa, que “era robado
y de ínfima clase”, burlaron las guarniciones del Amazonas y
remontaron el Caquetá hasta la confluencia del Apoporis, por
donde subieron en busca del río Taraira, que tiene una trocha
para el Vaupés, a cuyas márgenes fue a buscarlos para que la
indemnizaran de los perjuicios, sin lograr más que decepciones

– 223 –
José Eustasio Rivera

y hasta calumnias contra su decoro de mujer virgen, pues hubo


deslenguados que se atrevieron a inventar un drama de amor.
—¡No olvides, viejo —gritóme un día—, tu vil condición
de criado mendigo! No tolero que me interrogues familiar-
mente sobre puntos que apenas serían pasables en conversacio-
nes de camaradas. Basta de preguntarme si Lucianito es mozo
apuesto, si tiene bozo, buena salud y modales nobles. ¿Qué me
importan a mí semejantes cosas? ¿Ando tras los hombres para
inventariarles sus lindas caras? ¿Está mi negocio en preferir los
clientes gallardos? ¡Sigue, pues, de atrevido y necio, y venderé
tu cuenta a quien me la compre!
—¡Madona, no me trate así, que ya no estamos en los
siringales! ¡Harto estoy de sufrir por hijos ingratos! ¡Ocho años
llevo de buscar al que se me vino, y él, quizás, mientras yo lo
anhelo, nunca habrá pensado en hallarme a mí! ¡El dolor de
esta idea es suficiente para abreviar mi pesadumbre, porque
soy capaz, en cualquier instante, de soltar el timón del bongo
y lanzarme al agua! ¡Sólo quiero saber si Luciano ignora que
lo busco; si topaba mis señas en los troncos y en los caminos;
si se acordaba de su mamá!
—¡Ay, arrojarte al agua! ¡Arrojarte al agua! ¿Será posible?
¿Y mis dos mil soles? ¿Mis dos mil soles? ¿Quién me paga mis
dos mil soles?
—¿Ya no tengo derecho ni de morir?
—¡Eso sería un fraude!
—¿Pero cree usted que mi cuenta es justa? ¿Quién no cubre
en ocho años de labor continua lo que se come? ¿Estos hara-
pos que envilecen mi cuerpo no están gritando la miseria en
que viví siempre?

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La vorágine

—Y el robo de tu hijo…
—¡Mi hijo no roba! ¡Aunque haya crecido entre bandole-
ros! No lo confunda con los demás. ¡Él no le ha vendido cau-
cho ninguno! Usted hizo el trato con Juan Muñeiro, recibió la
goma y se la debe en parte. ¡He revisado ya los libros!
—¡Ay, este hombre es espía! ¡Me engañaron los de El
Encanto! ¡Traición del viejo Balbino Jácome! ¡Pero de mí no
te burlarás! ¡Cuando desembarquemos, te haré prender!
—¡Sí, que me entreguen al juez Valcárcel, para quien llevo
graves revelaciones!
—¡Ajá! ¿Piensas meterme en nuevos embrollos?
—¡Pierda cuidado! No seré delator cuando he sido víctima.
—Yo arreglo eso. ¡Me echarás encima el odio de Arana!
—No mentaré lo de Juan Muñeiro.
—¡Vas a crearte enemigos muy poderosos! ¡En Manaos te
dejaré libre! ¡Irás al Vaupés y abrazarás a Luciano Silva, a tu
hijo querido, quien de seguro anda buscándote!
—No desistiré de hablar con mi Cónsul. ¡Colombia nece-
sita de mis secretos! ¡Aunque muriera inmediatamente! ¡Ahí le
queda mi hijo para luchar!
«Horas después, desembarcamos.

***

«El altercado con la madona me enalteció. A las últimas fra-


ses, me troqué en amo, temido por mi dueña, mirado con res-
peto por la servidumbre de lancha y de bongo. El motorista
y el timonel, que en días anteriores me obligaban a lavar sus
ropas, no sabían qué hacer con el “señor Silva”. Al saltar a

– 225 –
José Eustasio Rivera

tierra, uno de ellos me ofreció cigarrillos, mientras que el otro


me alargaba la yesca de su eslabón, sombrero en mano.
—¡Señor Silva, usted nos ha vengado de muchas afrentas!
«La mestiza de Parintins, camarera de la madona, pidió
a los hombres, desde la lancha, que descorrieran las cortinas
de a bordo.
—Pronto, que la señora tiene cefálicos. Ya se ha tomado
dos aspirinas. ¡Es urgente guindarle la hamaca!
«Mientras los marineros obedecían, medité mis planes: ir
al Consulado de mi país, exigirle al Cónsul que me asesorara
en la Prefectura o en el Juzgado, denunciar los crímenes de la
selva, referir cuanto me constaba sobre la expedición del sabio
francés, solicitar mi repatriación, la libertad de los caucheros
esclavizados, la revisión de libros y cuentas en La Chorrera y en
El Encanto, la redención de miles de indígenas, el amparo de los
colonos, el libre comercio en caños y ríos. Todo, después de
haber conseguido la orden de amparo a mi autoridad de padre
legítimo, sobre mi hijo menor de edad, para llevármelo, aun
por la fuerza, de cualquier cuadrilla, barraca o monte.
«La camarera se me acercó:
—Señor Silva, nuestra señora ruega a usted que ordene
sacar del bongo lo que allí venga, y que haga en la Aduana las
gestiones indispensables, como cosa propia, por ser usted el
hombre de confianza.
—Dígale que me voy para el Consulado.
—¡Pobrecita, cómo ha llorado al pensar en “Lú”!
—¿Quién es ese Lú?
—Lucianito. Así le decía cuando anduvieron juntos en el
Vaupés.
—¡Juntos!

– 226 –
La vorágine

—Sí, señor, como beso y boca. Era muy generoso, le con-


seguía lotes de caucho. La que tiene detalles ciertos es mi her-
mana mayor, que actualmente está en el Río Negro, como
querida de un capataz del turco Pezil, y fue primero que yo
camarera de la madona.
«Al escuchar esta confidencia temblé de amargura y resen-
timiento. Volví el rostro hacia la ciudad, disimulando mi indig-
nación. Ignoro en qué momento me puse en marcha. Atravesé
corrillos de marineros, filas de cargadores, grupos del resguardo.
Un hombre me detuvo para que le mostrara el pasaporte.
Otro me preguntó de dónde venía, y si en mi canoa quedaban
legumbres para vender. No sé cómo recorrí las calles, subur-
bios, atracaderos. En una plaza me detuve frente a un portón
que tenía un escudo. Llamé.
—¿El Cónsul de Colombia se encuentra aquí?
—¿Qué Cónsul es ese? —preguntó una dama.
—El de Colombia.
—¡Ja, ja!
«En una esquina vi sobre el balcón el asta de una bandera.
Entré.
—Perdone, señor: ¿el Consulado de la República de Co-
lombia?
—Este no es.
«Y seguí caminando de ceca en meca, hasta la noche.
—Caballero —le dije a un nadie—: ¿dónde reside el Cón-
sul de Francia?
Inmediatamente me dio las señas. La oficina estaba cerrada.
En la placa de cobre leí: Horas de despacho, de nueve a once.

***

– 227 –
José Eustasio Rivera

«Pasada la primera nerviosidad, me sentí tan acobardado, que


eché de menos la salvajez de los siringales. Siquiera allá tenía
“conocidos” y para mi chinchorro no faltaba un lugar; mis cos-
tumbres estaban hechas, sabía desde por la noche la tarea del
día siguiente y hasta los sufrimientos me venían reglamenta-
dos. Pero en la ciudad advertí que me faltaba el hábito de las
risas, del albedrío, del bienestar. Vagaba por las aceras con el
temor de ser importuno, con la melancolía de ser extranjero.
Me parecía que alguien iba a preguntarme por qué andaba
ocioso, por qué no seguía fumigando goma, por qué había
desertado de mi barraca. Donde hablaran recio, mis espaldas
se estremecían; donde hallaba luces, encandilábanse mis ojos,
habituados a la penumbra. La libertad me desconocía, por-
que no era libre: tenía un amo, el acreedor; tenía un grillo, la
deuda, y me faltaban la ocupación, el techo y el pan.
«Varias veces había recorrido el pueblo, sin comprender
que no era grande. Al fin me di cata de que los edificios se repe-
tían. En uno de ellos desocupábanse los vehículos. Adentro,
aplausos y músicas. La madona bajó de un coche, en compa-
ñía de un caballero gordo, cuyos bigotes eran gruesos y retor-
cidos como cables. Quise volver al puerto y vi en una tienda al
motorista y al timonel.
—Señor Silva, estamos aquí porque no hay cuidado en la
embarcación. Ya entregamos todo. Mañana, a las doce en
punto, sale el vapor de línea que entra en el Río Negro. La
madona compró pasaje. Pero los tres viajaremos en nuestra
lancha. Saldremos cuando usted lo ordene. Le aconsejaríamos
dejar sus secretos para Manaos. Aquí no le oyen. ¿Qué espe-
ranzas le dio su Cónsul?

– 228 –
La vorágine

—Ni siquiera sé dónde vive.


—¿Podrían decirme —les preguntó el timonel a los parro-
quianos— si el Consulado de Colombia tiene oficina?
—No sabemos.
—Creo que donde Arana, Vega y Compañía —insinuó el
motorista—. Yo conocí de Cónsul a don Juancho Vega.
«La ventera, que lavaba las copas en un caldero, advirtió
a sus clientes:
—El latonero de la vecindad me ha contado que a su
patrón lo llaman el Cónsul. Pueden indagar si alguno de ellos
es colombiano.
«Yo, por honor del nombre, rechacé la burla:
—¡Ustedes no sospechan por quién les pregunto!
«Sin embargo, al amanecer tuve el pensamiento de visitar
la latonería y pasé varias veces por la acera opuesta, con actitu-
des de observador, mientras llegaba la hora de presentarme al
Cónsul de Francia. La gente del barrio era madrugadora. No
tardó en abrirse la indicada puerta. Un hombre, que tenía delan-
tal azul, soplaba fuera del quicio, con grandes fuelles, un bra-
sero metálico. Cuando llegué, comenzó a soldar el cuello de un
alambique. En los estantes se alineaba una profusa cacharrería.
—Señor, ¿Colombia tiene Cónsul en este pueblo?
—Aquí vive, y ahora saldrá.
«Y salió en mangas de camisa, sorbiendo su pocillo de cho-
colate. El tal no era un ogro, ni mucho menos. Al verlo, aven-
turé mi campechanada:
—¡Paisano, paisano! ¡Vengo a pedir mi repatriación!
—Yo no soy de Colombia ni me pagan sueldo. Su país no
repatria a nadie. El pasaporte vale cincuenta soles.

– 229 –
José Eustasio Rivera

—Vengo del Putumayo, y esto lo compruebo con la mise-


ria de mis chanchiras, con las cicatrices de los azotes, con la
amarillez de mi rostro enfermo. Lléveme al Juzgado a denun-
ciar crímenes.
—Ni soy abogado ni sé de leyes. Si no puede pagar a un
procurador…
—Tengo revelaciones sobre la exploración del sabio francés.
—Pues que las oiga el Cónsul de Francia.
—A un hijo mío, menor de edad, me lo secuestraron en
esos ríos.
—Eso se debe tratar en Lima. ¿Cómo se llama el hijo de usted?
—¡Luciano Silva, Luciano Silva!
—¡Oh, oh, oh! Le aconsejo callar. El Cónsul de Francia
tiene noticias. Ese apellido no le será grato. Un tal Silva fue a
La Chorrera, después que el sabio desapareció, usando los ves-
tidos de este. La orden de captura no tardará. ¿Conoce usted al
rumbero apodado el Brújulo? ¿Cuáles van a ser sus revelaciones?
—Versarán sobre cosas que me refirieron.
—Las sabrá de seguro el señor Arana, quien se interesa
por ese asunto; pero cuénteselas usted y pídale trabajo, de mi
parte. Él es hombre muy bueno y le ayudará.
«Porque no percibiera mi agitación, me despedí sin darle
la mano. Cuando salí a la calle no acertaba a encontrar el
puerto. El motorista y el timonel estaban a bordo de la lancha
con unos peones.
—Vámonos —les rogué.
—Venga, conozca tres compañeros del personal del señor
Pezil, el caballero grueso que anoche estuvo en el cine con la

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La vorágine

madona. Todos vamos para Manaos, y vamos solos porque


nuestros patrones tomaron el buque.
«Al instalarnos para partir, me dijo alguno de esos muchachos:
—De todo corazón lo acompañamos en sus desgracias.
—De igual manera les agradezco sus expresiones.
—En el propio raudal de Yavaraté, contra las raíces de un
jacarandá.
—¿Qué me dice usted?
—Que es preciso esperar tres años para poder sacar los
huesos.
—¿De quién? ¿De quién?
—De su pobre hijo. ¡Lo mató un árbol!
«El trueno del motor apagó mi grito:
—¡Vida mía! ¡Lo mató un árbol!».

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