Eva Burgos
Por Enrique Amorim
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Eva Burgos - Enrique Amorim
Eva Burgos
Copyright © 1960, 2021 SAGA Egmont
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ISBN: 9788726682595
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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La cama era estrecha . Crujía a cada momento. Pero el ruido de los viejos elásticos lo conducía sin cesar a recordaciones juveniles. Así se quejaban las camas de sus años mozos. Con sensaciones de otros tiempos su cuerpo recuperaba un vigor de adolescencia, a pesar de frisar la cuarentena. Moverse un poco a la izquierda o a la derecha, ya para estar a gusto, ya para ceder un poco de espacio a la muchacha que tenía a su lado, resultábale tonificante. Carlos Pando sonreía. ¿Cómo no sonreír en la penumbra, si, por muy ingenioso que se tornara, jamás ella, Eva, entendería la sensación que lo embargaba? Pensó también que volvía a ser pobre y a frecuentar pensiones de segundo orden, con camas enclenques. A la sazón conocía lo que era un lecho de amor, y hasta podía contar a sus amigos en qué consistía il letto napoletano
. ¿Cómo no sonreir bajo las sábanas en aquella precaria peripecia?
El frío de un crudo día de julio era matador. Si sacaba el puño para alcanzar uno de los barrotes de la cama de hierro, su mano huía despavorida y volvía a meterse bajo las mantas. Eva no tentaba semejante aventura. Quieta como una rama recién cortada que aun goza de los privilegios de las otras ramas del árbol, Eva respiraba con miedo, y en el aliento íbanse graduando las alteraciones de la sangre. Quizás pensaba en lo confortablemente que se puede estar en cama de una plaza cuando es ocupada por dos cuerpos sosegados. El hombre mantenía las vestimentas. Era de suponer que lo hacía para no enfriarse. Pero, como sonreía, Eva creyó que le jugaba una broma. La sonrisa estaba expuesta al frío de afuera y ella alcanzaba una migaja apenas del rostro satisfecho y triunfal del hombre.
Eva había cumplido el rito de desnudarse chispeada de quejas: no mirés. . . ¿eh? ¡Qué frío hace, mamita mía! Te digo que no mirés. . .
Pero el trance inicial ya no servía para nada, Era el pasado. Lo que interesaba en ese instante era vencer el frío, derrotar por lo menos uno de los fantasmas de la miseria. Los dos cuerpos vencían.
El amor lo puede todo —pensó Pando—. Altera la respiración de Eva; la hace ritual, consabida y afín. Pensó también: el logro de lo cotidiano, aunque minúsculo, puede hacer feliz a una vida. Luego, ya con un calor animal que elaboraban las íntimas esencias de la cita, se preguntó si había realmente amor en aquel encuentro aparentemente desigual. En la desigualdad, en el contraste, imperaba un secreto.
Pando acababa de enviudar. Había sido feliz con su mujer, pues consiguió, después de largos años, borrarle la imagen del anterior marido de su compañera. Carmen era viuda, una viuda sin hijos. Se había casado con Pando segura de poder realizar el único sueño de que se sentía capaz: engendrar. Tampoco superó a su destino, pues murió de un ataque al corazón sin haber quedado nunca encinta.
Pando resultó, a la postre, mucho mejor persona de lo que la finada creía. Jamás le dijo que su esterilidad se debía a una enfermedad contraída con su anterior marido. El médico que consultaron así se lo explicó. Pando aceptó la mutua desgracia con una entereza que Carmen soslayaba. Pasaron los años, y el fracaso matrimonial en el propósito de reproducirse se fue diluyendo. La viuda olvidó su corto primer matrimonio y Pando era ahora un hombre sano de 38 años refugiado bajo las sábanas de una muchacha de espléndida belleza. Descubrió que las sábanas de la cama que ocupaba en una de las primeras tentativas de poseerla estaban raídas por el uso. Pando las miró como a seres familiares. Carmen, mujer práctica educada dentro del marco estricto de una burguesía acomodada, casi rica, no se había atrevido a pasar sus antiguas sábanas de rico hilado —las del primer matrimonio— a otras personas que pudieran aprovecharlas por necesitadas. Utilizó poco a poco la mantelería; y por fin las sábanas, mudos testigos de su primer matrimonio, sirvieron para amortajar la segunda tentativa de vencer al destino. Pero ella estaba muerta, a pocos pasos de la casucha vecina del cementerio del pueblo donde se hallaba con Eva.
Intransferibles sensaciones resultaban las suyas. Para amar con más ímpetu necesitaba recordar su pasado. Tal vez para sentir a Eva con mayor intensidad. Era el suyo un pasado convencional de estricta normalidad. Sus negocios fueron brillantes porque brillaban las maquinarias, y suyas fueron las mejores importadas. Debió levantar copas de champagne y hacerlas chocar con otras sostenidas por torvos hombres de negocios de acento extranjero. Recuerda ahora que alguien le había dicho, al saber que no tenía frac en su ropería, que sin la vestimenta negra
no iría muy lejos. Quizás por ello no se puso luto a la muerte de Carmen. Tampoco a la de su madre. Fácil manera de ser original entre comerciantes al por mayor, a los que había de contrariar algunas veces para no ser del montón. En aquellos momentos evocativos de su pasado se hallaba vestido en la cama de hierro de una casucha del arrabal. Bien podía la muchacha asegurarle que nadie vendría a sorprenderle en paños menores. Se lo había dicho antes de que empezaran a transpirar levemente como si un rocío maravilloso invadiera las carnes firmes de Eva. Tenue rocío, casi como una ilusión, que transmitían las manos del hombre al palpar los seños de la muchacha.
El invierno los celaba. Ráfagas de viento helado oíanse, más que sentíanse, pasar por la calle. El lecho se fue transformando en el bello cubil que añoran las fieras de todas las montañas y logran, acaso, algunos pastores de raza. De la cabeza a los pies, Eva alcanzaba la categoría del leño ardiendo. La savia deja pasar su transpiración lentamente. Luego la llama hace rezumarse la vida acuosa de la astilla. Pando colocó el oído derecho sobre el grumo de lana mal cardado de la almohada. Y escuchó —después creyó que soñaba— lo que Eva le contó de su breve vida. Del lapso que va de su nacimiento a aquel instante en que se guarecía entre los brazos de un hombre fuerte, vestido de pies a cabeza y cuyas manos se detenían largamente en los hoyuelos de Venus que Eva ignoraba poseer, definidos, como en todo cuerpo escultural.
"Todos esos chicos que ustedes ven en las barriadas, todos, todos fueron hechos en Montevideo. Mi madre no es la única ni es la primera que viene a dar a luz aquí. Oí decir a uno de ustedes que no se ven más que mujeres encinta. Si vienen llenas. . . No se empreñan aquí. Vienen de Montevideo, de otros lados donde ellas no pueden tener hijos. ¿Comprende? Si los hombres lo saben no les miran más la cara. Las verguenzas las dejan por aquí. Una tía mía vino, parió y dejó el nene a una vieja. Todas esas viejas que andan entre los ranchos no hacen más que cuidar gurises. Se hacen cargo de los recién nacidos y los van alimentando poquito a