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Carne de Canon

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¡Carne de cañón!

Dávalos, Marcelino
Novela

Se reconocen los derechos morales de Dávalos Marcelino.
Obra de dominio público.
Distribución gratuita. Prohibida su venta y distribución en medios ajenos a la Fundación Carlos
Slim.



Fundación Carlos Slim
Lago Zúrich. Plaza Carso II. Piso 5. Col. Ampliación Granada
C. P. 11529, Ciudad de México. México.
contacto@pruebat.org

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Por una carta…


A veinte pasos del Correo está mi barraca, de frente al mar. El mar parece pensar en la
solución de un gran problema; ni el más ligero accidente interrumpe la línea misteriosa
en donde el agua y el cielo se confunden en misterioso beso.
¡Qué contrariedad! Era tiempo de avistar el transporte —me dije—, y aun
cuando sabía las horas de oficina en el Correo, allá fui. ¿A qué iba?, ¿a qué iban los
demás?, y sin embargo la gradería de la barraca, el portal y las puertas de la oficina
estaban plenos de gente que como yo investigaba el mar como si esperaran en fuerza
de verlo, apresurar la llegada del vapor.
Había entre todos una viejecita acompañada de un muchacho no mayor de
doce años; canija ella, apoyadas las dos manos sobre sus rodillas y fija en el mar su
vista.
Era la buena mujer muy conocida en el Campamento; yo hasta ese día la vi,
gracias a la circunstancia de haber ocurrido la llegada del transporte y por ende la de
correspondencia, en día domingo; día de descanso para mi honrosa y magna labor.
Magna y honrada he dicho, ¿cómo no? Hacía veinte días estábamos allí un grupo de
operarios prontos a destruir la población… ¡destruir la población!… ¿no suena esto
raro? Destruirla, sí, como suena; pues el jefe de la Zona, favorito del Gobierno, había
conseguido, para demostrar su omnipotencia al jefe caído, destruir el poblado. ¡Adiós
la simpática ciudad blanca; la gaviota, como todos la decían! Vista desde altamar,
semejaba una ave de nieve dormida junto a la playa. ¡Y allí fue de golpe y porrazo
arrancar madera y láminas cuyo importe había sido de miles de pesos!, ¡pero era lo de
menos! Y como el jefe decía, haciendo trotar sobre la arena su cuerpecillo canijo: “No
dejaré ni yerba…”. ¡Omnipotencia de la ignorancia…! A tal Gobierno, tales favoritos.
—A la hora dorada vendrá —dijo alguien del corrincho.
—Le toca al “Progreso”.
—¿Sí?, ¡pos si ése lo perdió México! A mi cabo se lo escrebieron así.
—¿No es aquél? —decía la vieja al chico.
—No, mamá.
—Pero si yo lo veo, veo algo…
Y la congoja de la infeliz mujer, deseosa como yo de una carta para estar alegre,
para ser feliz —¿por qué no?—, disminuyó la mía.

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Regresé a la barraca. Como fiera acorralada iba de un lado al otro, abrumado
por la insoportable gravedad del mar… de seguro pensaba el mar en lo inútil de mi
impaciencia. Las siete y aún no se avistaba en el horizonte… y regresé al Correo.
En el Correo había aumentado la multitud; era un ir y venir de soldados,
paisanos, operarios… Se discutía, se predecía en política: la inquietud de los espíritus
parecía haberse comunicado a los cuerpos de todos… parecíamos epilépticos… Sólo
la viejecita, fijos los ojos en el mar, inmóvil, apenas si volvía la cabeza para preguntar
de vez en cuando al chico: “¿Ves algo?”
—Te dije y te lo repito… no.
Pude entonces examinarla: ¿cómo vivía aquella pobre mujer?
Era una ruina… un pergamino adherido al hueso, y sólo allá… en el fondo de las
cuencas en donde huraños se escondían los ojos, relampagueaban las pupilas
rejuvenecidas gracias a la esperanza de la carta por recibir…
Volvió a mí sus ojos, y señalándome un punto decía: “Allá… allá… ¿no es
verdad, señor?” Me fue preciso contestarle negativamente, y como si de antiguo
fuésemos amigos, agregó:
—Aguardo carta de mi hijo; mi hijo es el padre de este niño… Sabe escribir y
contar; también mi nieto sabe.
—¿Ve usted aquella barraca, la de guano? —dijo el muchacho—; por allá
vivimos… hasta la punta. Como hay tanta arena, se le sumen los pies y al otro día tiene
niguas y se pone mala.
—Su nieto sabe leer, ¿cómo no lo manda a informarse de si hay o no carta?
—Por hacer ejercicio…
—Porque nunca me cre, no me cre y sin embargo diario vengo.
—¡Tengo tantas ganas de ler su carta! Vine con él: ¡pobrecito! Aquí se quedó
viudo; bueno, viudo no, porque no era su mujer al derecho; pero de todos modos,
éste es su hijo. La mataron a ella las calenturas; en un tris estuvo no me hubieran
enterrado también. Fui al hospital con la perniciosa… Cuando salí, supe la ida de mi
hijo; le habían mandado de escolta para eso de las averiguaciones de las compañías
chicleras… ¡pero hase visto mayor falta de caridad! Ya podían haberles hecho un
abujero para enterrarles… ¿no le parece a usté?
Yo pensaba entretanto en lo inútil de las averiguaciones judiciales. ¡Como si no
estuviéramos acostumbrados a esas farsas!
Se trataba de unos catorce infelices rebelados en contra de sus capataces y a
quienes fusilaron o se les mató a palos, pues la verdad no se sabrá de seguro. Una vez
muertos ni el trabajo se dieron de enterrarles: mal cubiertos con piedras y pencas de

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henequén, les abandonaron en el monte. Un juececillo romántico, recién
desempacado, tuvo conocimiento del caso, y puso el grito en el cielo. Ya sabemos el
resultado final en concluida la averiguación: le echarán mucha tierra encima y enviarán
el leguleyo a su casa “por convenir así a la mejor administración y buen servicio”.
Después de todo, de menos nos hizo Dios y nunca se vio encomendar la guarda de los
lobos al cordero. Es tierra de esclavitud y las dos formas de contingente de brazos
darán por resultado la rebelión. El reclutamiento se hace así: por acuerdo tácito entre
el Gobierno del vecino estado de Yucatán y el Gobierno central, cuando los operarios
cumplen el tiempo de su confinamiento, les está prohibido regresar a sus hogares en
los transportes del Gobierno. No hay otro punto de salida que Yucatán, a donde
necesitan ir por Peto y de allí hasta Progreso… Ya encontrarán los sabuesos de los
encomenderos la forma de encarcelarles, por sospechosos, embriaguez, riñas,
insultos… qué sé yo. Una vez encerrados… a las fincas, ¡a las compañías
explotadoras…!
Otro sistema: en toda la república hay enganchadores: se embriaga al cliente, se
le anticipa dinero, le encierran; las autoridades disimulan… y a embarcarles como
cualquier rebaño… ¿Hay nada más natural en uno y en otro caso que el movimiento de
rebelión contra sus victimarios? Luego, el capataz es el todo, el amo; frente a
dificultades en las que tal vez vaya por medio su vida, sin jueces, sin autoridades a
quienes pedir auxilio, administra justicia a su modo, pensando para sí: “Allá ellos, yo
sólo sé que nunca se vio encomendar la guarda de los lobos al cordero”.
Además, ¿no se obra idénticamente en los campamentos? En ellos el jefe militar
es la autoridad política y juez y más que hubiera; despachan bonitamente a cuantos les
estorban, si bien tienen el pudor de rendir el parte oficial en los términos consabidos:
“Hónrome participar a usted, que hoy, a tales o cuales horas, víctimas de una
emboscada de los indios, murieron el operario Fulanez y los paisanos Sutanez y
Menganez…”. Con razón dice con frecuencia Chamula: “El día en que a esta ley del
machete supla la balanza de la justicia, si pongo en el platillo de allá la sangre, toda la
sangre de las víctimas de éstos, y las víctimas mismas, y cuantas viudas y huérfanos han
hecho; y pongo en el platillo de acá la ignorancia de todos estos militares, de esta
soldadesca y de su podredumbre, se va pa’ este lado toavía… como si lo vieras”.
¡El vapor!, ¡el vapor!, ¡alabado sea Dios!
Y el gentío se puso en acción; ella también quiso ponerse de pie; al intentarlo,
sus huesos produjeron un ruido semejante al de las piezas de ajedrez al chocar sobre
el tablero, y sin poder conseguirlo, se conformó con reír, exclamando: “Estoy
entumida… ¡claro!, desde las seis así…”.

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La inquietud de las tres horas de espera no es comparable con la hora
transcurrida para la llegada del remolcador; y esta hora resultó soportable comparada
con los veinte minutos transcurridos en la conducción de las valijas desde el muelle a la
oficina.
—Deme la de doña Chicha…
—La de mi sosteniente Bejuca…
El empleado, sudando a más no poder, decía: “Van… van…”.
—Deme usté mi carta, la carta de mi hijo.
—¿Quiénes son usted y su hijo? —dijo el administrador con dureza, sin volverse
siquiera para ver a la pobre vieja. Hubiera yo intervenido en su favor, pero eran dos los
empleados y media población estaba allí.
—¡La lista…! ¡La lista…!
—Ve… corre, Juanico.
Y Juanico corrió, leyendo en voz alta y de prisa; después, alargando su cara
amarillenta, le dijo con tristeza: “No vino, mamá”. Lo sé bien, y sin embargo, no podría
explicar la magnitud del dolor retratado en el semblante de la dolorida anciana.
—Ya no sabes ler. —Después me miró de modo tal que no pude menos de
preguntarle su nombre, y como le ratificara el dicho de Juan, dejó caer la cabeza
tartajeando dolorosamente:
—Desde ayer pa’ esto. Hoy llegué antes de las seis… y vivo en aquel jacal… ¿ve
usted?, el de la punta… ¡Otros quince días! Dios ha de conservarme la vida, ¿verdá?,
siquiera pa’ ler su carta… Estos güesos no quieren; se han “engodado” con esta
tierra… ¡No me conocen…!, soy terca. Aquí no, y no… hasta cuando volvamos a
nuestra tierra; allá mi han de enterrar…
Bajó las gradas y se alejó penosamente con ayuda de Juanico y de su bordón…
—No hay carta para ti —me gritó el capitán encargado del correo.
¡Quince días más! —me dije—, pensando en la pobre vieja que se alejaba… La
seguí en su marcha fatigosa, pues los pies se le hundían en la arena… ¡No haberle
escrito! ¡No haberme escrito!
¡Y no hay castigo para esos crímenes!

Campamento “General Vega”, 1903

La gaviota muerta

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Dramatis personae:
El buitre y la gaviota

NATURALEZA:—Un mar de sanas alegrías, eterna juventud y nobilísimo abolengo; de
pasiones bravas; inconsciente de traiciones, si bien veleidoso. Sus marejadas y vientos
hablarán con transparencia de su actitud.
Murallas milenarias, arrancando del abismo, dejan al descubierto las testas
ennegrecidas por arcanos pensamientos, y rechazan, sin dejarse conmover, al
veleidoso oleaje, risueña explosión de caricias y besos. Besos idílicos: los de novicias
en las manos apergaminadas de ancianitas abadesas; los de amantes castos, a flor de
labio, y los de amantes clásicos… hasta sangrar el labio. Besos elegiacos: los impresos
en bocas congeladas; los de las hetairas moribundas sobre las corolas impolutas de los
lirios. Besos trágicos… uno sólo: ¡La traición!
Lo he dicho: será inconsciente de ella el océano; pero la ola negra la trae, y por
mejor esconderla ostenta un penacho de espuma que estalla en reguero de perlas y
constelada pedrería… Entonces y sólo entonces, las rocas milenarias sacuden con
enojo sus cabelleras de esmeralda y rugen: ¡No se pasa! La ola negra recoge,
convertida en agua salobre, su falsa pedrería, escapando furtiva en la inquietud del
oleaje.
Allá, a lo lejos, una playa virgen y en la playa una gaviota de mirada apacible,
dulce. Como los seres superiores, sabrá sonreírse sin reír, y entristecerse sin llorar.
En todo el escenario, vida y verdad. Si no puede ser así, ¿a qué llevar al teatro la
obra? Antes déjesela sin representar que envilecerla con torpes convencionalismos.

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El drama

La gaviota: (Cantando.) La luz engendró la vida; de la vida nació el mar: el
mar engendró a la espuma… De la espuma nací yo…
Los arrecifes: Oíd: la gaviota canta.
La gaviota: El caos engendró la sombra: la sombra amamantó a la traición;
la traición engendró al Buitre… (Interrumpe su canto.) Arrecifes,
¿le miráis llegar?, ¿le veis?

Los arrecifes: Pasó una vez el dolor por esta líquida llanura, y sus aguas que
fueron ambrosía, se tornaron en salobres. Cuando cruce por
ellas la traición… ¡han de tornarse negras!
La gaviota: El dios ignoto os puso allí para mi defensa; el hombre me puso
aquí porque me defendieseis. ¡Oh…!, yo le siento venir… le
siento.
Los arrecifes: Cuando las aves cruzan, proyectan sombra sobre el mar, y
cuando el ave ha cruzado, todo es luz. Cuando el buitre
proyecte su sombra en la inmensa falda esmeraldina… se habrá
hecho la noche del océano. (Y continúa la polisinfonía del
oleaje… la explosión de caricias y besos. Los arrecifes están
próximos a la caída; el vaho de la seducción les adormece y…
pasa el buitre.)
El buitre: (Saludando a La Gaviota, que temerosa, no acierta a pronunciar
una palabra.) Alguno me anunció tu nacimiento cuando me
disponía a partir… le maldije y la duda y el odio partieron
conmigo. Me hablaron más tarde de tu niñez radiosa; de tu
opulenta adolescencia… no me engañaron en verdad.
Cualquiera de las plumas de tus alas podría ostentar su albura
en el penacho de un altivo monarca. El ónix de tu pico luciría su
gala en el secreto de los senos de nobilísima princesa azteca, y
en el plumón de tu pecho hubiera adormecido un antiguo
soberano maya a su heredero… Estabas prometida a un
apuesto doncel; te estaba reservado un envidiable porvenir…

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(Una risa cascada de comadre parlera, remata el saludo.
Despiertan los arrecifes y sus testas ennegrecidas de arcanos
pensamientos, parecen agrietarse. En el oleaje todo es
confusión.)
Las olas: Empezamos por ser volubles, ¿acabaremos por ser malvadas?
¿Le viste pasar tú? ¿Y tú…?
Los arrecifes: ¡Maldita ola negra! ¡Infeliz gaviota!
El buitre: Y aquí estoy. Te anuncié mi llegada para cuando hubiese una
brillante ocasión… y heme aquí, pues la ocasión llegó.

La gaviota: (Para sí.) O hacerse a un lado del torrente, o dejarse arrastrar


por él… ¡sea! Quizá no sabes tú…
El buitre: Sé destruir.
La gaviota: ¡Es tan hermoso crear…!
El buitre: ¿Sí…?
La gaviota: Hermoso el viento que ayuda a crear el fruto, arrastrando en sus
giros el prolífico polen… Hermosa la nube si envía la lluvia y
fecunda la tierra… Hermoso el sol si deshiela la pradera…
El buitre: Buen discursillo para un escolar… ja… ja… Más hermoso el
viento si desencadena su ira y se resuelve en huracán y
vendavales; más hermosa la nube si desgarra su veste y arroja el
rayo; más hermoso el sol si agosta la flor y deseca las fuentes…
¡Lo que gozará al mirar caer las caravanas… al verlas morir
rabiosas, ignorantes de si a unos cuantos pasos se hallaba el
oasis deseado! Más hermosa la tierra cuando en su mal caduco,
en su tremenda epilepsia, lanza por fantásticos cráteres sus
poemas de fuego que arrasan y sepultan países… ¡Así fuese la
humanidad entera! (Meditando.)
La gaviota: ¿Por qué entonces inclinas tu cabeza? ¿Piensas en mi suerte?
El buitre: No; pienso en el hermoso espectáculo que ofrecerás de aquí a
poco.
La gaviota: ¿Has resuelto matarme?

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El buitre: Desconozco la generosidad. ¿Condenarte a muerte?, no;
prefiero condenarte a que te mueras.
La gaviota: No lo entiendo.
El buitre: Yo lo entiendo, y basta.
La gaviota: Una gracia… una última gracia…
El buitre: Concedida.
La gaviota: Confiésame el motivo de tus odios.
El buitre: Escucha: vine al mundo en los días del motín; mi madre, la
Fuerza, me puso al servicio del Crimen. Hasta el crimen debe
tener un ideal, y yo tuve el mío…: ¡dejar una estirpe blanca que
borrara la negrura del pasado! La fuerza me ofreció bendecir mi
posteridad, dándome una hija de blanquísimo plumaje, de
sonrosado y elegante pico… de mirada suplicante… ¡Legar otra
cosa a mi heredera que mi plumaje negro, este corvo pico,
estas mis garras y mi sanguinolenta pupila…! Así se me anunció
a Deseada.
Celebradas mis nupcias, avisé a las aves de la comarca que
el nacimiento de mi hija ocurriría en breve. Convínose el
armisticio y todas ellas ofrecieron concurrir a rendirla pleito
homenaje. Ayer nació Deseada, y… ¡Gózate en mi dolor! ¡Me
traicionó mi madre…! ¿Lo creerás? ¡Mi madre misma! Ayer
nació Deseada y… Deseada…
La gaviota: Deseada…
El buitre: Tiene el plumaje negro como su madre, como el mío; la misma
garra, el pico, la pupila sanguinolenta… Pero no será, ¡por mi
abuelo Atila no ha de ser! ¡Afrontar el ridículo…! Mañana es la
cita; pero ahora… ahora aquí estoy.
La gaviota: ¿Piensas hacer?
El buitre: Vas a verlo. ¡Ea…!, ¡venid! (Al cortejo de aves de rapiña que a
respetuosa distancia se mantenía. Todas ellas se reparten la
tarea de arrancar a la gaviota su plumaje, en medio del mayor
orden, con una desesperante regularidad.)

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La gaviota: ¡Eso haces, señor! Imposible… imposible…

El buitre: Chilla… chilla… es mi gran estímulo para dar remate de


maestro a mis obras… chilla… chilla.
La gaviota: Es una crueldad… ¿cómo desciendes a eso, señor?
El buitre: ¿Serías primero tú que mi Deseada?
La gaviota: Bien está; dame entonces la muerte, y después…
El buitre: No haré tal; de hacerlo, llevaría en tu plumaje el espíritu de la
muerte a Deseada. ¡Seguid…! (Continúan su tarea con
implacable lentitud, con regularidad cruel.)
La gaviota: ¡Piedad!, ¡piedad!
El buitre: ¡Por mi pariente Nerón!, si no quitáis con cuidado esas plumas,
voy a hacer de las mías. Ja… ja… ja… ¿No lo dije? ¡Valiente
aspecto vas a presentar! Juzga si no por el remo que tienes
desnudo.
La gaviota: ¡Arrecifes… qué habéis hecho! ¿Qué hiciste, oleaje veleidoso?
Los arrecifes: Nuestro llanto hablará por nosotros.
Las olas: Por nosotras responda nuestra hondísima pena.
El buitre: No… decididamente no es gallarda tu apostura…
La gaviota: ¡Se acabó! Arrecifes… Oleaje… ¡se acabó! No cantaré más con
la aurora: “El mar engendró la espuma… yo nací de la
espuma”. Muere el día… sed conmigo, oh vientos; oleaje y
arrecifes… deseo al compás de vuestro plectro salmodiar mi
agonía … Suspended de los vientos la sonora lira y oíd al ave
que muere.

Canta el ave moribunda:

¡Oh los campos de lirios! ¡Lohengrines guerreros!
¡Oh los cráteres rotos del enhiesto volcán…!
¡Oh los nidos amados que en derruidos aleros
suspiráis por las aves que jamás tornarán!

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¡Oh ciudades arcaicas que deshizo la zapa;
las heráldicas flores que hizo el cierzo caer;
las cunitas heladas cuyas blondas empapa
con sus prístinas lágrimas desolada mujer…

Esqueléticas ramas sin la gala opulenta
que arrastró de los vientos el continuo girar;
enflorada pradera que arrasó la tormenta…
¡ved a un ave que muere de llorar y llorar…!

¡Oh las pálidas frentes de ignorados poetas
con espinas nimbadas en lugar de laurel!
¡Oh los témpanos rotos! ¡Oh marchitas violetas!
¡contemplad mi calvario… mi holocausto cruel!

Improlífico polen, cosa muerta en capullo,
las garridas doncellas que atrapó la vejez,
sin oír al mancebo que con voces de arrullo
madrigales y estrofas desgranara a sus pies.

Capitosa corola del anémico lirio;
improlífico polen… arrecifes… oh mar…
suspirad por mi muerte; recordad mi martirio,
mientras mi alma se extingue… ¡de llorar y llorar!

(Parpadeos de sombra entristecen la tarde… La ronda de aves negras emprende el
vuelo. Se hace la quietud en la naturaleza turbada apenas por el rumor del oleaje.)

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Intermezzo


Un águila, vieja ella y derrengada, cubre con sus alas extendidas el nido.
En insólita armonía, toda clase de aves departen entre sí.
Imposible abarcar la variadísima gama de sus trinos, fugas y contrapuntos;
imposible desenvolver el complicado ropaje de armonización; pero en todos ellos se
vislumbra el tema: “El Buitre ha engendrado una princesa de plumaje blanco… Lo que
Dios señala, señaladamente debe ser servido: rindámosla pleito homenaje”.
Pero un mirlo, un rufiancillo mirlo, va, viene, investiga, insinuando al oído de
todos: “Cosas veréis que harán hablar a las piedras. Aguardaos, aguardad”.
Se acentúa el crescendo al ver llegar a los padres de Deseada. Expectación
general. Un cortejo de blanquísimas palomas coge el nido y le pasea ante las miradas
atónitas de todos.

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El sainete

Un zopilote viejo: (Al mirlo.) Eh, arrapiezo: tengo trescientos años, y he aquí la
maravilla que ven mis cansados ojos.
Todas las aves: ¡Maravilla!… ¡maravilla!
El mirlo: (Al zopilote viejo.) ¿No te fijaste bien, abuelo? Ese plumaje…
vamos… no cuela… no cuela…

El zopilote viejo: Juventud incrédula… ¿cuándo llegará para ti la felicidad si no


matas la duda?
El mirlo: Yo me entiendo y hasta he formado mi plan… veremos.
Una garza: (En tono palaciego.) Serenísimos señores…
El mirlo: (Ídem.) Espirituosa dama…
La garza: Creo prudente asegurar las nupcias de nuestra soberana, hoy
que la suerte nos ha reunido. Anunciad al efecto a Sus
Majestades, y con fuerte voz —yo no he podido hacerme oír—,
anunciad, repito, que allí viene la embajada de tímidos
mancebos casaderos.
El mirlo: Al punto. (Con chillido estridente.) ¡Silencio! Avisa esta señora,
que allí vienen de bajada los temidos mancebos cazadores.

(Confusión general. Al huir a la desbandada las palomas, el niño cae al suelo y el
plumaje blanco de Deseada se dispersa en todas direcciones, quedando al
descubierto su cuerpo negruzco y deforme.)

El mirlo: ¡Silencio! Vengo a rectificar… ¡no hay tales cazadores!…


(¿Quién va a oírle en medio de aquella carcajada general? Las
aves picotean sin compasión a su soberana.)

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Epílogo

El buitre: ¿Lloras, Deseada mía?, ¿tienes frío? ¡Maldita fuerza! ¡Al
traicionarme diste muerte a mi Deseada!
Deseada: (Moribunda.) ¿Oyes? El rumor de la playa vecina trae el eco de
una triste canción… oye… escucha…
El buitre: Es el canto del bosque… ¡duerme! ¡duerme!

Deseada: No, no es el rumor del bosque… claramente lo distingo… dice


así:

¡Oh los campos de lirios! ¡Lohengrines guerreros!,
las heráldicas flores que hizo el cierzo caer…
¡Oh los nidos amados de los tristes aleros…!,
enflorada pradera… desolada mujer…

¡Oh las pálidas frentes de ignorados poetas!
¡Oh las hojas marchitas que con loco girar,
suspiráis por las ramas enfermizas y escuetas…
ved a un alma que muere, de llorar y llorar…!

(Desciende la noche…)

Campamento “General Vega”, mayo de 1914

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La tarea


Duro y macizo nos habían zurrado los mayas, y por eso nos ordenaron abrir el antiguo
camino, hasta darle una anchura de cincuenta metros.
Emprendimos ciento seis el trabajo. Restan ahora veintidós, y vamos a la mitad
más o menos de la obra.
¡Felices los que faltan! En su ocupación actual, no andarán a mal traer ni con los
zopilotes ni con la gusanera.
¡Oh, zopilote filósofo! Trágico enlutado, cuando me llegue el turno, no
contribuyas a que me sepulten, cosa fácil de conseguir con sólo suplicar a tus
camaradas no denuncien con su ronda el lugar de mi caída. ¿Queréis devorarme? En
buena hora sea y guíales tú mismo si gustas… pero andando o a brincos por entre la
maleza. No voléis… Al fin ese día, ni deseándolo podré reír de vuestros pasos de
tonto. Guíales y de una buena vez por todas terminen por lo que a mí toca rastro y
nombre.
¿Habéis visto en las noches de otoño, rasgar el espacio cuerpos encendidos que
parecen venir diligentes hacia nosotros y antes de llegar se extinguen en un ¡ay!
destellante, decepcionados tal vez de cuanto en la tierra miran? Así también en el cielo
otoñal del alma de los veintidós y allá de vez en cuando, brillaban partículas
desprendidas de nuestras almas mismas… Éramos fuertes… luminosos. Por un
momento nuestra noche se veía constelada. Nada importa si luego, cada una de las
pequeñas lucecitas se extinguía. ¡Éramos fuertes… brillábamos!
Nos reuníamos a la hora del rancho; primero cuatro o seis, doce después y
todos al fin. No pensábamos en beber, no en robarnos, no; sino en construir mil y mil
proyectos en terminada la cuchipanda.
Quién de venganza en contra del que, injustamente, y por robarle su parcela,
obtuvo del cacique le aderezasen un acta de sorteo… ¡y al Territorio!
Quién contra su capitán. ¿Acaso y por no haberle podido sacar sus ahorros
cierto día en que una pícara sota le escamoteó el haber de la compañía, logró le
refundieran a operarios, y… al Territorio con él?
Quién contra su teniente, el cual, por no haber quedado satisfecho de su
habilidad para dar lustre a las botas, lo declaró incorregible, y… ¡al Territorio!

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Quién contra el amo de la hacienda, que, por birlarle su hembra, le acusó de
sospechoso, y… ¡en cuerda al Territorio!
Y hasta los había francos: “Yo —decía el Zanate— no me ando con melindres.
Ni volviendo a nacer he de perder la maña; lo ques yo me engrío más de un peso de
‘guada’, que de cinco del trabajo. ¡Ustedes dispensen!”
Y así departíamos hasta las diez o doce de la noche.
Entonces le cobré ley a Narciso; Chicho Largo, como le decíamos; el de las tres
efes: el más feo, el más flaco y el más flojo. Aseguraba no tener culpa de ser así, pues
toda su vida había pesado más que su voluntad para el trabajo, algo que le aconsejaba
tirarse en cualquier lado y dormir, siendo de notar esto: aun cuando con intención de
hacerlo se acostase, en acostado no había manera de conseguirlo, porque como él
decía —tirándose del labio inferior, para quitar a su boca el aspecto de viejo que
aquélla le daba en gracia de sus dientes chatos—: “Estoy en pie trabajando… y me
caigo de sueño; me acuesto a dormir, y se me va en pensar, en pensar y en pensar:
cuán bueno hubiera sido haber hecho esto, para que no me hubiese ocurrido lo otro y
lo de más allá. ¿Hay ocupación más imbécil?”
Contaron, contamos mejor dicho, nuestras respectivas hazañas. ¡Oh las novelas!
Asaltos en los que la justicia se despepitaba hasta la fecha inquiriendo el rastro de los
protagonistas. Puñaladas, amores… y todo, sin oírse otro ruido capaz a distraer al
narrador, de no ser el producido al “liar” nuestros cigarros, elaborados con papel de
periódico, o la enfática voz de alguien que, al oír cada heroicidad, no podía menos de
exclamar: “¡Caramba!”
—Pues yo —dijo Chicho arrebatando al Toro la palabra— no tengo dramones
por contar, ni me conmueven los de ustedes. Al Toro ni le dejo empezar su historia; ya
me la sé al dedillo. —Y encarándosele, agregó—: Me dijiste: “Estoy aquí por
insubordinación con vías de hecho causando la muerte al superior…”. Y le mandaron
por unas sardinas en lata que le andaban nadando en los bolsillos y un reló que por no
decir la hora se fue a esconder en uno de sus zapatos. No señor, pan pan y vino vino; y
yo digo la verdá, así horquen a Trinidá.
“Yo… lo cierto:
“Era mi amo un príncipe… Bueno, cuentan cada sinvergüenzada de los
príncipes… Por eso lo llamo así. Vaya si me regañaba doña Petra, como me comiera lo
de ‘niño Jacobito’. Jacobito se llama él… ¡Valiente niño! Nada, quien con niños se
acuesta, con su pan se lo come. Por culpa de él estoy aquí. Le regañaron cierta vez en
el colegio, y vociferó doña Petra: ‘No güelves a poner los pies allá, hay dinero a Dios

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gracias y te educas en casa’. Y así se hizo: maistro de esto y de aquello… y fuera de ler
y escribir, malajo pa’ lo que aquel niño sabía.
“—Narciso, cuídame bien a Jacobito esta noche; va al Ateneo pa’ que se
inauguren sus puesías. —Pobre doña Petra. El Ateneo eran las tandas y después de la
cuarta… a la lionera.
“Yo a esperarle llueva o truene. Un día, digo mal, una nochi, aguardaban buena
presa; me dieron la llave con orden de no moverme de la puerta hasta cuando llegaran
ellas o ellos pa’ entregárselas. Eran ellos, Jacobito, uno de sus maistros y un
picapleitos; uno de esos licenciados sin título.
“Llega primero la prenda y empieza a hacer remilgos para entrar; porfío… se
cuela… y olvídaseme lo de estar en la puerta. Me platica… le platico, y así supe cómo
una vez había ido al mismo lugar con otra del arma; de la cómoda, según me dijo,
sacaron la peya. ¿Pa’ qué me platicaría lo de la cómoda? Por mi Dios; antes, nunca
había pensado en eso, y baúles, roperos, todo lo tuve a mano y sin fiscales… Ella me
dice lo de la cómoda, y entre ceja y ceja se acomodó aquello… y al mal paso darle
prisa.
“Entre los dos decenrajamos al almatroste; esa nochi nos quedamos en un hotel
de mala muerte… le dimos vuelo a la carlanga, anduvimos mangoneando más di ocho
días, al cabo de los cuales me pescaron en un tiatro del barrio… ¡Ocho días!
“No sé dónde estará ella…, yo aquí estoy para servirles.”

A partir de ese día y por su franqueza, aumentó mi cariño para Chicho; cesé en mi
manía de corregirle al hablar: “No se dice decenrajé”, “no digas almatroste…”,
etcétera; no me irrité más cuando lo encontraba tirado entre los árboles, cuan largo
era —creo haber dicho que era mucho, y de no ser así, hoy lo digo— boca arriba, la
cabeza apoyada sobre las palmas de sus manos, mientras nosotros echábamos el alma
derribando árboles para dar cima a la tarea. “Acaba la tuya; no sea y te caliente el
capataz, Chicho.” “No puedo ni me molestes también tú, si te cres menos mula que
los otros.”
Y le dejaba en paz.
Y llegó el día. Desesperado el teniente por lo poco que de la brecha se
avanzaba, discurrió lo siguiente: señalar a cada uno un tramo de diez metros… la
brecha tenía cincuenta de ancho. Para dicho, resulta fácil; pero hacerlo… ¡y hacerlo
cada día!
Esta circunstancia vino a divorciar a los veintidós, pues era parte de la orden
que, cuando alguno de los operarios no concluyese a la hora reglamentaria su tarea, le

19
ayudaran los otros y después se cobrarían. Entendíase por cobrarse, que, en terminado
el desmonte del omiso, le cogiesen todos por su cuenta a golpes, no por el filo sino
por lo plano de sus machetes. ¡Hacernos a cada uno el verdugo de los otros! A decir
verdad nos conocía el teniente.
Duerme en cada unidad de las multitudes, una partícula de monstruo, y, cuando
la ocasión llega y el diablo azuza, de su obra se maravilla el diablo mismo. Aborrecí a
los veintiuno y los veintiuno me aborrecieron de seguro.
Les conocí a ellos, y ellos a mí… ¡Supe quiénes éramos los veintidós! Y fue el
teniente… él lo hizo.
—Por meternos corva —afirmaban unos.
—No lo hará; cómo ha de hacerlo.
No recuerdo haber tenido desde entonces una noche constelada, ni volvimos a
sentir aquel algo que de vez en cuando nos unía.
Aprendí por qué las exhalaciones se extinguen en un ¡ay! rutilante antes de
llegar a tierra.
No volvimos a ser unidos; a recordar; a construir los mil y mil proyectos que nos
hacían breves las noches.
¡No volvimos a brillar!
¡Malhaya él, pues apagó aquella chispita apenas nacida en cada uno, a cuya luz
pudimos reconocernos hermanos de una inmensa y desolada familia, y esperar el
mejoramiento lejano…!, ¡ay, tan lejano!
Alguno debía ser el primero, y fue el primero Chicho Largo. Dejó de concluir su
tarea un sábado. Cuando los capataces consultaron al teniente el caso, díjoles éste, si
las órdenes habían sido transmitidas en maya o si ellos no comprendían el español.
Oír su resolución y adelantarme a coger mi machete y conmigo los demás, fue
todo uno. Antes de media hora, habíamos terminado la tarea de Narciso.
—¡A cobrarse muchachos! —gritó el capataz.
¡Con que era verdad! Asomose el teniente a la puerta de su barraca… ¡y
empezó la función!
Toro dio el primer planazo, ¡cuándo iba a perdonar las veces en que le había
exhibido Chicho como fanfarrón! Como al pobre Largo se le hubiera escapado lo que
no es para escrito de la madre de Toro, dos planazos más de todos los camaradas le
cruzaron la espalda… y la función prosiguió.
Chicho, con los ojos inyectados, crispados los puños, escupía a las caras de
todos sus verdugos las blasfemias más atroces, y entonces sí tocaron a rebato… Hasta

20
el teniente azotaba, no con su espada seguramente, sino con su risa aguardentosa:
“No le den recio… ja… ja… ja… ¡si parece lombriz! ¡Ya basta…! Ya basta… ja… ja…”.

No es la primera vez que me ocurre ver claro dentro de mí cuanto deseo decir, sin
poderlo exteriorizar. Me sentiría capaz de desembucharlo sin tropiezo en una
conversación y sin omitir detalle… ¡pero escribirlo!, ¡escribirlo!
¿Con qué voy a comparar aquella zambra del demonio… aquel baile de
truhanes? ¡Riendo, cantando y maldiciendo mientras martirizaban a mi amigo! ¡Pobre
víctima… pobre Chicho! Sin fuerzas ya; espumante la boca; como bestia acosada, sin
conservar otra cosa de humano, como no fuera su desgracia. Apenas si hablaba, y,
caso de hacerlo, era para rejuvenecer a las ancianas madres de cada quien; para
vomitar un haz de desvergüenzas al que en ese momento le azotaba.
Las últimas tintas del crepúsculo rojo de ese día, al bañar la escena, me
recordaban las viñetas de la obra del Dante ilustrada por Doré, que tanto agrada a mis
compañeros de infortunio, menos por el texto que por sus “monitos” —como ellos
dicen—. Trasunto del infierno en donde no faltaba Satanás… Se me antojaba verlo en
el teniente, sentado a horcajadas sobre un tronco recién derribado, cuando gruñía, sin
dejar de reírse: “Ya basta… ¡basta!… ja… ja… ja…”.
Dos días después ingresé con calenturas a la enfermería.
¿De miedo?, ¿dolor?, ¿rabia?
El mayor médico cree hayan sido originadas por el piquete del mosco. ¿Para
qué contradecirle?
Escribo estas impresiones en la enfermería… ignorando si escaparé.
Si muero, no tendré la satisfacción de haber llegado a convencer al doctor del
verdadero origen de mi mal. Y si vivo, ya sobrará tiempo de repetirle: “Me enfermó
pensar y pensar en aquel cuadro que se desarrolló a mi vista: un teniente sentado a
horcajadas sobre un tronco recién derribado y riendo a más y mejor del pobrecito
Chicho; las manos puestas en los muslos y como en jarras; aguardentosa la voz; sucia
la ropa en la que apenas si se destacaban las espiguillas ennegrecidas del
uniforme…”.
Por lo menos diré al mayor médico cómo de tanto pensar llegué a una
observación, y le diré también que mi observación es ésta:
¡El clima del Territorio oxida las espiguillas… y ennegrece las conciencias!

Sutjas, 1905

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22


Andrea


1

—Y parecértele en lo honrado… ¿has entendido?
—Pero mi jefe, pregunte a todo el mundo.
—Yo sé más que todo el mundo; nada voy a preguntar. ¡Media vuelta!
El pobre Ratón quedose con un palmo de narices; y hablando con propiedad,
atendiendo a las dimensiones de la suya, pudiera bien decirse: “Con varios palmos de
narices”.
Cuantos le acompañábamos en aquella representación, sentimos el frío que
invade el alma ante las grandes injusticias. Hacía más de ocho días, el rancho estaba
reducido a un poco de caldo y un pedazo de carne, sin garbanzos ni arroz, habíase
disminuido a la mitad la ración de pan. Esto despertó el disgusto consiguiente, pues el
trabajo, lejos de aligerarse, aumentaba inconsiderablemente. Debíamos derribar un
montículo para dejar expedita la calle, y con el material del mismo, rellenar los baches
de las calles vecinas. No era posible dejar así las cosas y por ende resolvimos poner en
conocimiento del jefe, que buena parte del malestar se debía a Vicente. Remilgo el
despensero robaba descaradamente nuestras provisiones para hacer con ellas guisotes
y refrescos vendidos a buen precio a sus mismos expoliados. Se lo diríamos al jefe,
¡pues no faltaba más! Allí estaban para eso Samuel, a quien no se anudaba la garganta
para decir tres verdades seguidas, y Fortunato, capaz de ponerle chaparreras al Cristo
de Tapachula… Nada, el jefe nos dio con las puertas en los hocicos, y fuimos presa de
ese frío conocido sólo de cuantos sufren hambre y sed de justicia.
—¡Han visto! —dijo Samuel—, ¿es o no verdad?
—Es.
—¿Fue honrado mi proceder?
—También.
—Luego estás convencido…
—De que somos una horda de brutos…
¡Por ser verdad y de honrados el decirlo, no se sigue que nos lo tengan de
creer!

23
Chamula acomodaba, indiferentemente al parecer, el remiendo nonagésimo
quinto a su pantalón policromo; pero al oírme, y sin poderse contener, suspendió la
tarea para interrogar:
—¿Qué significan los veinticinco centavos señalados al operario para
entregárselos en dos mitades iguales: una en pasta y la otra en alimentos?
—El Gobierno dispone de nuestra libertad… nos pide trabajo, y nos lo
remunera.
—¿Luego esos trece centavos son muy nuestros?
—Sin duda.
—Luego el alimento es debido.
—También.
—Luego, si el despensero nos adelanta tres cuartas partes de la decena,
abusando de nuestros vicios, y se queda con todas ellas a fin de mes, y nos roba las
provisiones, y las convierte en chimoles, es un ladrón. Y tú y todos nosotros unos
marranos. Estamos en calidad de esqueletos y no somos para dar a ese bicho un buen
palo en donde le hace remolino el cuero… ¡He dicho!
Una aprobación general saludó sus palabras y después, nos entregamos con la
indolencia de siempre en brazos de la vida inferior. Quién tirado en el suelo; Natividad,
con tres operarios y un soldado, se refocilaba en su pasión del hueso —llamamos así al
juego de dados—. Chamula reanudó su tarea viendo de encontrar lugar dónde adherir
un nuevo remiendo a su legendario pantalón. Se reía en el corrincho, se murmuraba y
discutía, volando de grupo a grupo insultos, palabras obscenas, en tanto que otros, sin
alientos siquiera para hablar por hallarse reducidos gracias al paludismo a una
pasividad lastimosa, se conformaban, éstos, con rasgar sus llagas o su sarna y aquéllos
en organizar una batida contra los piojos de sus andrajos.

—La despensera —dijo alguien. Con efecto, calle arriba y en dirección a nosotros venía
ella, la esposa de Chente. Alegre, de andar ligero y breve; el pelo sujeto como al
descuido en la nuca; el rebozo cruzado al pecho a manera de bandoleras, del que
jugueteaban las puntas libres hacia atrás a merced del aire. No era hermosa, pero nos
lo parecía; faltaba o sobraba algo en su carita… no sé. Tal vez fuera que sus grandes
ojos negros de asustadizo aspecto, al ver de golpe la vida, pensaran en escaparse de
las órbitas, y, sin acertar a salir o entrarse, le quedaron saltones. Quizá chocase en su
carita oval de nariz aguileña, el aspecto que ésta le daba de figura extraída de algún
antiguo y mal ejecutado lienzo. Era ella.

24
Andrea había hasta entonces defendido con su atmósfera a su esposo, del
enojo de los expoliados. El polvillo dorado por el sol, interpuesto entre ella y nosotros,
la hacía como surgir… No caminar, sino deslizarse. A su espalda, entre el follaje, moría
el sol.
Nos saludó al paso, pero al contestarle no nos pusimos, según era costumbre,
de pie. Debió notarlo, llevose la mano a la frente… Tal vez para quitar las hebras del
pelo que en ella jugueteaban… quizá para ahuyentar la tristeza producida por aquel
anuncio de su desastre.
Una cuchufleta de Chamula, cambió en hilaridad la angustia del momento: “Éste
es el gancho para fracturar la despensa… por eso está canija; Chente es el tanate para
acarrear las provisiones… por eso está rechoncho”.
Y llegó a sus oídos el eco de nuestra carcajada, y apretó el paso la pobrecita…
Su caída era un hecho.
Para mí, no podía venir a menos tan deliciosa criatura; ni cómo, si me constaban
de cerca, en mi calidad de asistente del marido, sus angustias, sus lágrimas devoradas
en silencio. Oh, ya procuraría reconciliar a todos con ella.

25


2

El silbido del gavilán entre los polluelos; el “Sálvese quien pueda” de un naufragio; el
grito “¡Los indios!” lanzado así, de pronto entre los soldados que cubren las escoltas
de los caminos, no producirían dispersión tan desordenada como la ocurrida en ese
momento. Dejó Nati los “huesos”; perdió Chamula el hilo… yo mismo salté del
pedrusco escabulléndome entre los demás. Era que Chente venía con dirección a
nosotros.
¡Vicente!
Preguntaba un día un aprendiz de pintor a su maestro: “¿Por dónde empiezo a
copiar este retrato?”
—Por lo que encuentres en él de característico —le respondió. Si tal retrato
hubiera sido el de Vicente, el discípulo en cuestión habría empezado a copiarle… las
nalgas. ¡Eran de verse aquellos descomunales promontorios!
Ventrudo, alto, descolorido, como si su hambre de oro le hubiese pigmentado
la piel con el color del metal amado; ojos lánguidos; pelo rebelde y lacio. Era, según
Felipe, de los de mascada en mano, paso corto y bien meneado. Una llaga social, un
don Nadie, transformado en señor gracias a un magnate.
¿A dónde se encaminaron los demás por no saludarle?, no lo sé; yo me
encaminé a su casa: a esas horas empezaba mi trabajo, y había mucho por barrer y no
menos por sacudir.

El delantal blanquísimo; las mangas de la blusa remangadas hasta el codo, risueña en
medio de los operarios ayudantes de su faena, estaba Andrea, nerviosa, ágil,
repartiéndose en todo. Si los tamales tenían su punto, si era o no bastante el azúcar de
los refrescos; si el aspecto de los dulces provocaría a los chicos a gulusmear.
Momentos después, cada vendedor por su lado, y a comenzar el aseo de la
casa. Ése era de mi incumbencia.
—¡Alabado sea Dios! —dijo Andrea, y se dejó caer en la silla de extensión,
doblados los brazos hacia arriba, y descansando su interesante cabecita en las palmas
de las manos. Dejó vagar su vista en el techo, en tanto golpeaba nerviosamente el
suelo con el tacón de su botina. Sin interrumpir el pensamiento que en ese instante le
intrigaba y por decir algo tal vez, me preguntó: “¿De dónde eres?”
—De Cozamaloápam.

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—Y estás aquí desde…
—Desde hace dos años, cinco meses y seis días.
—Ha de faltarte poco.
—No señora; me sobra mucho.
—No comprendo.
—Cuando me refundieron a operarios, me faltaban nueve meses para cumplir…
y aún no cumplo, porque, para la vida pasa el tiempo, por eso se vuelve uno viejo;
para los muertos se cuentan los días, por eso botan los huesos de quien no tiene
sepulcro en propiedad: para los refundidos a operarios, no corre el tiempo. Cuando
me levanten esta sentencia económica, y hayan transcurrido tres o cuatro años, me
faltarán para cumplir mi enganche como soldado, los mismos nueve meses.
—¿Y cuando cumplas vas a dedicarte a…?
—Leer y pensar mucho.
—¿Estabas entre los manifestantes? —preguntó con intención.
—Sí —le respondí sin inmutarme.
—Hiciste muy mal; tú no lo ignoras… nunca he aprobado esto. Era preciso
haberme casado y venir al Territorio con todos mis años, para saborear la luna de miel,
convertida en Maritornes de toda la juanada. Ya ves cómo hablo claro, y también leo y
también pienso, pues sé quién era Maritornes. —Y se repantigó en la silla de
extensión, doblados sus brazos hacia atrás, descansando en las palmas de las manos
su interesante cabecita, en tanto golpeaba el suelo nerviosamente, con el tacón de su
botina.
¡Quién no hubiera sido operario en ese instante!, ¡era ella!, ¡la reina! Ya lo
contaría yo a gritos a cuantos quisieran oírme… ¡pues no faltaba más!
Los pasos de Vicente.
Luego, su voz aguardentosa: la cena.
Sin saludar casi, ocupó la cabecera de la mesa, poniéndose a leer un periódico,
en tanto la gentil mujercita servía la sopa. Y empezó la letanía de siempre: si no habían
puesto bastante pimienta al asado; que en otra ocasión le añadiesen un si es no es de
cominos; si el flan estaba pasado de punto… y todo ello sin dejar de engullir, y listo en
la mano el bocado pronto a mezclarse con el que en aquel momento masticaba.
—Se hará mañana —respondía la dulce Andrea, solícita por adivinarle el
pensamiento. Ya después, cuando él terminara, cenaría ella. Esto ocurría siempre.
Una vez concluida la cena, y tras un silencio largo, muy largo, atropellando las
palabras a causa de los regüeldos, dijo Vicente, procurando oírse a sí mismo: “Hoy
cumple años el jefe de haberse encargado de la corporación y con ese motivo le tengo

27
preparado un agasajo popular. Te vistes; yo vendré por ti, pues cuando pasemos por
la barraca, has de lanzarle sus tres ¡vivas! Me tiene muy sin cuidado el viejo… pero eso
viste… ¿comprendes?”
—No sale bien…
—Con una… ¡pues no faltaba más! ¡Aquí yo mando!
Y me salí del cuarto; no quise oír el resto. Salí porque otra vez, sin darme cuenta
de ello, tenía mi mano dentro de la blusa oprimiendo con fuerza la cacha de mi faca.
Salí en busca de aire por si así lograba ahuyentar aquel mal pensamiento… el de
siempre.
Vagué por las tres o cuatro calles en embrión de la ciudad; vagué por las
veredas practicadas en la maleza que conducen a los jacales al azar dispersos.

28


3

¿Cómo negarlo? Fue todo lo que se llama “echar la casa por la ventana”. El
“bajareque” y “guano” parecían remozados; linternas de todos estilos y farolillos
venecianos, revoloteaban locos, amenazando apagarse a poco de arreciar el viento.
Ese día hubo de quedarse muy bien escrito, en la memoria del más desmemoriado. La
noche misma contribuyó a prorrata dándonos una luna que ni de encargo; el aire
disminuía el calor y sobre todo, ahuyentaba el mosco. Un poblado en plena fiesta;
ebrios los jacales y ebrios también sus moradores: pocos de gusto, los más de caña.
Mezclada entre los grupos veíase tal o cual mujer… Es de advertir su escasez en
el Territorio, y aunque esto es un mal, ya que quien una tiene… para todos la tiene, no
deja de ofrecer sus ventajas: el bacilo de Otello es desconocido en el Territorio.
Ajos y tasajos por allí; abrazos, protestas de amistad; lágrimas y recriminaciones
por allá; cantos, gritos, una zambra…
Detengo a éste y al otro para preguntarles por Felipe o Samuel, y fue la
marejada quien se encargó de conducirles hasta mí.

—¿Quién trae los triquitraques? Lista la flauta, afinar la guitarra y en marcha. Primero
por la Plaza de la Constitución; después por la calle de Hombres Ilustres. —La
llamamos así porque en ella viven el borrachín del juez de Letras, la maestra de
escuela, querida de todo el pueblo, hembra de pelo en pecho, y el boticario.
Restableciose el orden al llegar frente a la casa del jefe de la corporación, y como la
orquesta tuviera unos días solamente de organizada, discutíase con toda formalidad
cuál sería la pieza más a propósito en tal ocasión: “¿El corazón en la mano?” “¿Los
cantos del soldado?” “¿Los suspiros de Nacha?”… ¡Ésa!, ¡ésa!
Abrimos paso a los músicos procurando retirar a las mujeres de las
inmediaciones de la casa del jefe, pues no cesaban de largar sus palabrotas: “A ellas,
esto y lo de más allá y a todos nos pasaban por quién sabe qué parte”.
Dio principio la música y allí fue el gritar.
¡Oh fortuna!, no estaba Andrea… ¡claro!, no había nacido para hacer cirigañas.
—Éste busca la forma de meternos a su Andrea por el ojo derecho…
¡mírenla…!, ¿qué tal?
Más bien llevada a rastras y no conducida por su marido, atravesó por entre el
grupo de mujeres Andrea, con su enagua limpia. Atravesó por entre nosotros

29
después… ni un saludo al pasar. Me percaté de cuando Vicente la oprimió el brazo con
ira salvaje; adiviné las palabras y las desvergüenzas deslizadas de fijo en sus oídos; la
infeliz, a más no poder y haciendo de tripas corazón, lanzó al jefe los tres ¡vivas!
susodichos, coreados de muy mala gana por nosotros. Y otra vez, llevada a rastras más
que conducida por Vicente, se alejó Andrea con dirección a su casa. Les seguí; yo
dormía en el almacén inmediato. No bien hubieron cerrado su puerta, escuché un
golpe seco, después un ¡ay! capaz de partir el alma… más golpes, y la voz de Vicente:
“¡Calla, condenada!, por tu culpa perderé mi posición. Eres una…”.
¡La pobre Andrea, recibía una pateadura de aquella mala bestia!
¡Poder desconocido! Contén las manos que oprimen puñales, como contuviste
esa noche la mía.
Cuando la justicia mantiene en ocio su espada, nadie se extrañe si el puñal entra
en acción. Nuevamente y sin darme cuenta, tenía mi mano requiriendo la faca…
Púseme en pie y tambaleándome como ebrio, zumbándome los oídos, me dirigí a su
cuarto… ¡Salvome de fijo la oleada de aire frío al azotar mi faz!
El cielo, impasible, parecía recrearse en la contemplación de la noche de plata.
Allá, en el monte, quizá dormitaba la sombra celosa de la noche blanca, acurrucada en
el ramaje, para que no la importunasen.
Aspiré a mi sabor el aire puro y agitando nerviosamente el brazo, arrojé la
faca… lejos… lejos… Al hendir los aires, silbaba extrañamente…
Protestando de mi cobardía fue a unirse a la sombra que allá en el bosque,
acurrucada bajo el follaje, esquivaba la luz de la noche blanca.
Media hora más tarde, llenaban la quietud de la casa, los ronquidos de Vicente.
Apenas si de vez en cuando destacábase como una sonoridad de cristal el acento
plañidero de la pobre criatura añorando tal vez sus alegres y ya pasados días…
envidiosa sin duda de nuestra desgracia… ¿Por qué no?
Y envolví en las sábanas mi cabeza mareada por el ir y venir de mis ideas.
Procuré conciliar el sueño, bien convencido de que los terminajos “honradez”,
“probidad…”, etcétera, no pasaban de ser una añagaza, para ser practicados por lo
menos en lugares donde los reconocidos oficialmente por honrados, eran de la calaña
de Remilgo.

Chan Santa Cruz, 1906

30


¡Huelguistas!


—¿Y pa’ qué he de estar en mi juicio?, ¿pa’ hacerme el cargo a sangre fría de cuanto
pasa?, ¿dar fe de todas sus porquerías? Gracias, prefiero la cantina.
Era ésta indefectiblemente la respuesta de Chamula a mis observaciones. Pobre
Fortunato, ¡así acabó él!
No parece sino que cuantos sufren, vieran escrito en las fachadas de las
tabernas “Olvido”: tal es la fiebre con que a ellas se precipitan. Y la taberna hilvana… y
el clima costura.
Nadie sabe en qué parte del monte duermen; allí donde menos le buscaron,
aguardaba el olvido; un olvido compasivo: le pedían olvidar; les concedió además ser
olvidados.
Estas o parecidas consideraciones hormigueaban en mi cerebro tan amigo de
fantasear, cuando el silbato de la locomotora vino a ponernos en movimiento. La
nueva carnada; la ración quincenal; la carretada de abono del Territorio (así
designamos el pasaje que de quince en quince días traen los transportes) estaba allí.
La carne de paludismo importada ese día, ostentaba algo de característico. A
diferencia de lo que siempre ocurre, el montón de harapientos instalado sobre los
costales de harina, en el andén y techo de las plataformas, conservaba algo de común
como si se tratase de una enorme parentela. No sé yo lo que les hacía parecerse: ¿la
nariz?, ¿el acento al hablar?, ¿la forma de vestir?, ¡no lo sé!
Sólo en otra ocasión habíamos visto algo semejante: dos remesas enviadas en el
año anterior por cuenta de un Estado; unos pobres diablos que pidieron el reparto de
sus ejidos, y como un alto personaje tuviera interés en reservárselos, obtuvo del
Ministerio respectivo no tan sólo que no se les repartiesen, sino que no volvieran los
indígenas quejosos a hacer leña ni carbón en tales tierras. Pusieron ellos el grito en el
cielo pidiendo la revocación de la orden, para cuyo efecto recurrieron al amparo y… a
los pocos días venían camino del Territorio con sus actas simuladas de sorteo, para
cubrir las bajas del Ejército.
Fuera de esa ocasión, es en las restantes bien distinto el aspecto de los
deportados.

31
¿Qué decir de los detalles de su extravagante indumentaria?, ¿qué de los
sombreros de alas enormes como paraguas y copas como torres?, ¿y el desconcierto
de fieltros, bombines o chilapeños?, ¿la variedad de acentos al hablar?, una parlería…
una verdadera trápala. ¡Qué diferencia de fisonomías! Cetrinas y como enjutas éstas;
pálidas e infladas aquéllas. Caras con aspecto de caballo, zorro, ganso: rojas todas
ellas con ese rojo con que el vino estigmatiza a sus devotos; frentes dilatadas y
surcadas de rugas en unos; deprimidas en otros; mandíbulas salientes que dan a las
caras el aspecto de herraduras invertidas; caras redondas de ojos vivaces, verdaderas
reminiscencias de felinos; variedades sin nombre, desde la noble fisonomía de
ancianos de blanca barba que le hacen a uno admirarse de sus mil ingresos a la cárcel
por raterías o camándulas más gordas, hasta las caras imposibles, rayanas en fisonomía
de mono; con huellas de degeneraciones implacables; falanges de cretinos, astrosos,
descalzos, con el pelo y uñas crecidos…
No así la nueva remesa. Cierto; todos traían ropas, caras y manos sucias; la
faena del carbón no es para menos. La recuerdan aún mis huesos: recogerlo con palas;
llenar la costalera y al hombro con ella para arrojarla por el portalón de carga a las
canoas y demás alijos que aguardan atracados en la borda.
Otro detalle típico: veíase en todas las caras la huella del dolor. ¿Ver caras tristes
en las remesas ordinarias?, ¡ca!, si como dicen todos: “Con excepción de parto, de
cualquier cosa muere un hombre”. Bien al contrario, la mirada de los recién venidos al
encontrarse con la de los aclimatados, parecen decirse: “No nos conocíamos, pero
como era natural nos encontráramos, aquí estoy para servirte”.
Decididamente aquello era extraño para mí, y sin considerarlo más, pregunté a
un joven oficial, aventajado, tosijoso y de espaldas corcovadas que regresaba después
de una licencia de dos meses por enfermedad, con la convicción de estar ya bueno —
sí, bueno para morirse—; pregunté, decía: “Mi Teniente, ¿y ésos?”
—Son huelguistas.
¡Huelguistas…!, ¡huelguistas!, repitiose entre todos y un sentimiento de simpatía
invadió los corazones. Huelguistas, ¡claro!, ya lo decíamos, no podía ser gente mala;
bien otro es el molde para vaciar pícaros. Y les reíamos al saludarles, preguntando si
venía entre ellos alguno de los valientes que habían prendido fuego a las tiendas de
los explotadores; los esclavistas… ¡cuántas preguntas les hicimos!, y algo más que
reclamo como un honor para la corporación: a ninguno en tal día, escamoteamos
ropas, dinero ni objeto de poco o ningún valor. Decididamente se nos habían colado
por la puerta grande.

32
Procurábamos hacerles sacudir la tristeza, conviniendo con ellos: ¡claro!, el lugar
a donde hoy les mandaban era ciertamente algo más malejo que un pueblecillo rabón,
pero algo mejor que el infierno… y ya es ganancia.
Nos escuchaban asombrados; nos sonreían mirándonos con unos ojazos…
Desde aquel par de chiquitines que apenas habían traspasado los umbrales de la
adolescencia, hasta el grupo de viejecitos corcovados; don Fermín, sobre todo. Sus
ojos hundidos de color indefinible; la frente enorme surcada por profundas arrugas y el
corte de la barba daban a su cabeza el aspecto de los evangelistas de las pechinas de
los templos. Era don Fermín el más triste; apenas si respondía con acento cavernoso
“sí” o “no” a nuestras mil preguntas, y en ocasiones se quedaba mirando al vacío
como si no entendiese lo que se le decía.
—No se achicopale, tatita —dijo Chamula con voz acariciadora. Al escucharle,
uno de los arrapiezos, gorrita en mano, contestó:
—Tiene razón de estar así, señor…
Oírle decir “señor” y desbandarse por los aires un coro de carcajadas fue todo
uno.
—¡Tiene gracia! ¿De qué mundo eres, mocoso, pues nos llamas señores?
—Sigue, muchacho —gritaron otros.
—Yo decía: hay razón de estar así; tuvo tres hijos y se los fusilaron en masa el
día de la güelga. Y continuó el chiquillo dando vuelta a su gorra entre las manos.
Un silencio angustioso se hizo en el corrincho, y no volvimos a dirigir la palabra
al pobre viejo, pero le obsequiamos cigarros, ofreciendo buscarle para dormir, el lugar
menos áspero de la cuadra.
¡Los muy cochinos!, ¡fusilar a los esclavos de la máquina! Hambrientos si niños;
explotados si jóvenes; exprimidos si adultos; en la miseria si viejos, y para completar el
cuadro, a cuantos se rebelen en contra de su cadena… ¡fusilarlos en masa! ¡Los muy
cochinos!
Más de un mes dieron material de conversación los incidentes acaecidos a los
pobres. Fueron primero alta en los batallones y se les cortó el pelo al rape, sin ser
inconveniente a filiarles, en los pequeñines aquéllos su corta edad, ni en los ancianos
sus largos y doloridos años. Luego, de la noche a la mañana, contraorden: no serían ya
soldados. Pasaron a operarios, sin tiempo.
De militares eran peligrosos: tenían nociones de sus derechos y sabían de
protestas de víctimas contra sus victimarios.
Además, su ingreso en los batallones podía ser una recompensa: en la milicia
hay ascensos y sueldos y honores. El operario, si de viejo muere, morirá de operario;

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no hay sueldos, ni ascensos, ni vestidos… apenas si hay alimentos, y como dicen los
compañeros: sólo una ventaja tiene ser operario… ¡la de morirse pronto! Esa ventaja
encontraron los infelices.
¡Pero vaya una gente más fácil de morir!, espichaban como pajarillos. Es natural:
de las cinco de la mañana a las nueve de la noche, dentro de la fábrica, sin sol, sin
aire… y esto por muchos años, casi una vida; y luego, de pronto a otra vida tan
distinta: de la vía a las plataformas; bajo los rayos de un sol de cincuenta y tantos
grados, con fardos enormes a cuestas; acosados por el tábano, el mosco, y el capataz
a las espaldas… tenía de suceder. Dos o tres diarios se engullía la Traidora del
Pantano.
—Los hijos de Fermín, corrieron mejor suerte… —me decía uno de ellos al morir
víctima de la disentería. No olvidaré ni aun queriendo el gesto de amargura que selló
su doliente extinción.
Gesto de recuerdo, queja, blasfemia… Ansia de un último deseo no realizado.
Tal vez el ser bendecido por las manos rugosas de la viejecita enmohecida, exprimida
como él en la fábrica y hoy alimentada por la caridad pública.
Quizá el de ver a la abnegada mujercita. Durante la huelga había caído en cama
para darle un nuevo pequeñín que, unido a cuatro más, vagarían famélicos por las
calles del poblado, llamando de puerta en puerta en tanto la madre cobra el vigor
suficiente para implorar de nuevo trabajo en la fábrica. En la fábrica que le arrebató al
esposo, al padre de sus hijos… Por eso decía con mal velado acento: “Los hijos de
Fermín… corrieron mejor suerte… y se extinguió con aquel gesto de amargura… Llevo
tenazado y conservaré en el corazón su gesto.
El peligro familiariza a cuantos en él viven y por eso a menudo se les oía decir:
“Ya quedamos ochenta”. Y con la misma naturalidad llegó otro día y dijeron: “Sólo
treinta quedamos”.
Celerino, el arrapiezo aquel que arrastraba sin darse cuenta la nostalgia de la
casa en donde le reñían a diario por jugar a las escondidillas con las hijas de los
obreros, se abrazaba a don Fermín canturreándole al oído:
—Alégrese usté: por lo visto escapamos de enfermar.
—¡Imbécil! —decía el viejo con ira—. ¿Acaso me aguardan los tres como en
mejores días? Y si no me aguardan ya… ¡cómo demonios regreso!

Volvíamos de sepultar a dos huelguistas más, acompañados de Macario (a) “El
Quedado”. Le llamábamos así por ser el único superviviente de aquella remesa que
pidió reparto de tierras… y a la cual repartieron actas de sorteo.

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En la vía dolorosa, todos somos hermanos; por eso el Quedado se reunió como
yo al resto de los huelguistas.
Sólo veinte vivían, y me duele recordarlo; pero ya entonces Celerino reía menos
y dormía demasiado; y usando su frase: “Le dolían horriblemente los huesos”. Así y
todo no se apartaba de Chamula con quien hizo las mejores migas y del cual recibía
unos consejos tremendos. Acababan siempre en lo mismo: los bosques de su tierra;
unas llanuras en donde echar a correr días y días sin darles fin, a diferencia de este
monte apabullante, ridículo y de más a más inútil. Le hablaba de libertad; de irse lejos,
lejos…
—¿Y si le salen a uno los indios? —interrumpía el niño abriendo
desmesuradamente los ojos.

No quisimos entrar en la cuadra; tendidos a la bartola y rodando de golpe en golpe la
conversación, se detuvo al murmurar Fermín con ira: “Se portaron mejor las balas de
los soldados. Este clima perro… Casi, casi, acabaré por alegrarme de que me los
hayan mata…”.
Y no terminó la frase. Apoyó la barba sobre el pecho y sus labios continuaron
moviéndose como si musitara una oración.
El crepúsculo tocaba a su fin. Del incendio en que incineraron el sol de ese día,
apenas si restaban unas lengüetas de fuego por consumirse.
Cucuyos y luciérnagas saltaban anhelantes, como almas locas del bosque. ¡El
déspota acababa de hundirse! Ya podían brillar y ser soles; diminutos soles para el
mundo invisible poblador del follaje. Millares de insectos preludiaron su canción.
Silenciosa, dulce se posó la noche sobre el bosque… luego extendió las alas y
anocheció en el cielo.
Sentimos ansia secreta de algo; como la cruz del olvidado es el recuerdo,
entramos en plena rememorización de los alegres y pasados días.
—Eh, Fermín; háblenos usted de la huelga.
—De ella estoy hablando —respondió—. Todas las tardes y en hora como ésta,
platico de la huelga con los tres: “Juanito, Luis, Felipe… ¿no van a la fábrica?” “No,
padre.” “Están matándolos si no entran.” “La fábrica esclaviza y mata.” “La fábrica da
de comer.” “Los muertos ya no comen.” “¿Luego no entran?” “No.” “¿Ninguno de los
tres?” “Ninguno.” “¿Me conceden entonces un último favor?” “Sí, padre, ¿cuál?”
“Quiero ir con ustedes. ¡Me declaro en huelga!” Y así fui huelguista.
“En el fondo había razón de sobra. Trabajar de las cinco de la mañana a las
ocho de la noche, y por un rollo de satín con tres mantas pagar el miserable jornal de

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un peso y centavos. Apelamos al presidente de la república y lo hizo tan bien, que
consiguió de los industriales nos aumentasen quince centavos, con la obligación de
nuestra parte de pagar las lanzaderas inutilizadas en el uso; arcos, pasatramas, perillas,
corazones y rejas… Ante tan señalado servicio, ¡claro!, ni quien se parara en la fábrica.
¡No nos defienda compadre!
“Al principio, tal cual; había en la Sociedad de Socorros, fondo para ayudarnos
en algo. El fondo se agotó y tocó su turno a la caridad pública. La caridad se cansó y
llegó su turno al hambre. El hambre no se cansa. Ley de las leyes. Cuando el hambre
dice: “¡Quiero!”, todos a un lado.
“Ni nuestros corazones… ¿Quién fía en el corazón? Al corazón como a las
campanas debemos preguntarle: ‘¿Por qué repicas?’
“¿Te han condenado a muerte?
“¿Te cayó el gordo de la lotería?
“¿Se te murió alguien?
“Ni nuestra cabeza, ni nuestros corazones; ¡nuestros estómagos! Ellos inspiraron
aquella justicia, si fue justicia; aquella venganza… si venganza fue.
“Su lenguaje era claro: ‘¡A las tiendas!, ¡a las tiendas!’
“Y allá vamos todos; viejos, viejas, mozos… todos unidos. Nadie pensó en
rivalidades de fábrica, en celos de obrero, en diferencia de credos; unidos y fuertes.
Los niños cogían para imitarnos, un par de piedras, y las mujeres llevaban tres o más
en la falda. Un solo grito en la muchedumbre; una sola voz clamoreaba en los aires con
el rumor de un mar embravecido: ‘¡A las tiendas!, ¡a las tiendas!’
“Entonces lo comprendimos: el mejor lazo de unión es el dolor; éramos
hermanos; ciudadanos de una gran república: ¡La Miseria! Si la primer república no
nació en una taberna, nació en un día de hambre.
“‘¡A las tiendas!’
“Tenían cuenta pendiente con nosotros, allí había ido a parar nuestra sangre.
“En la fábrica no adelantan dinero, pero se dan ‘vales’ y como el hambre
apremia se acepta el ‘vale’. Dan en la tienda en cambio efectos caros y malos…”
—Pues llevarlos a otra tienda —interrumpí.
—Inútil; eran todas del mismo dueño, y estaban en combinación con la fábrica.
Frente a la tienda esperaba el vampiro aquél; sacó el revólver y cargándolo, con aire
insolente dijo: “A esos hambrientos ni agua”.
“Fue Lucrecia Rendón, quien gritó primero: ‘No te apures, nos la serviremos…
Para nada se te necesita’.

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“Tal vez en los segundos que mediaron entre esas palabras y el saqueo de la
tienda, el mismo cuadro se desarrolló en nuestras cabezas. Veíamos al expoliador
llegar al poblado desde un lejano país, con hambre, astroso. Economizar en su trabajo
de bestia con mil y mil humillaciones, hasta reunir lo suficiente para prestarnos sobre
nuestras ropas.
“Llegado el plazo, a venderlas.
“Más tarde, el comercio.
“Luego el acuerdo con la fábrica; después el monopolio… la insolente
expoliación.
“Fue Lucrecia la que primero arrojó su piedra; después, una lluvia de ellas, y ¡a
la tienda todos! Sacamos a media calle, vinos, carnes, legumbres, semillas, ropas…
‘Pague el bandido algo de lo que nos ha robado y vomite unas gotas de la sangre
chupada, ¡vampiro!…’
“Hicieron fuego él y sus dependientes sobre nosotros, y nosotros prendimos
fuego a su tienda. ¡Con qué júbilo ardía todo! ¡Era nuestra sangre regocijada! ¡A
quemar sus otras tiendas!
“Pero estaban advertidos los soldados y temimos; pensó cada quien en escapar,
cuando Lucrecia, sacando de entre los efectos extraídos una bandera, gritó como loca:
‘Cobardes, si saben morir, síganme’. La seguimos; su bandera marcó el rumbo.
Marchamos sobre la fábrica de la Hidra; había de correr la misma suerte que El Pulpo;
después, a la Vorágine. En todas ellas tenía tiendas y empeños el mal bicho.
“¡Prefirió el incendio de sus almacenes, a dar un vaso de agua y un trozo de pan
a los hambrientos!
“En el camino tropezamos con un piquete de batallón: tenían en ese momento
amarrado por los codos, para fusilarle, a uno de nuestros compañeros.
“—No lo maten. No. ¿Por qué? ¿Qué mal hacemos al Gobierno?
“Y arrojamos millares de piedras, arremolinándonos cerca de donde le tenían.
Soltamos sus ligaduras, sin que los soldados hicieran uso de sus armas, pero el oficial
gritó de pronto: ‘¡Fuego!’
“—No, no —aullábamos procurando replegarnos contra el muro; y como el
oficial gritara nuevamente ‘Fuego’, Lucrecia se precipitó sobre el corneta hundiéndole
un cuchillo en el pecho. Cayó redondo. El oficial golpeó a Lucrecia con su arma,
hiriéndola en la cabeza. Corrimos a la desbandada para las montañas llevándonos a
nuestra libertadora, que restañaba con una de las mangas de su blusa, la sangre; la
sangre no cesaba de escapar por su herida.
“¡Vengados!

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“Debía estar por fuerza maldito cuanto en las tiendas hubo: tal era la fuerza con
que se consumía.
“Por todos lados se disparaba; en el campo, en la calle, desde las azoteas.
Caían los infelices inermes, sin defensa; y por si tanta sangre no bastara, llegaban
nuevos trenes cargados de soldados y cajas, muchas cajas de parque.
“Se hacía fuego al bulto; sin preguntar, sin inquirir clase ni nombre; bastaba
tener aspecto de obrero u obrera.
“Se hizo fuego sobre los niños.
“Entraron los soldados en las casas para levantar a infelices que no habían
siquiera salido de ellas, y matarles como a perros.
“Cuando la noche vino, veía yo desde un saliente de una peña, juguetear las
llamas. La negrura de la noche las hacía aparecer más hermosas todavía.
“Y pregunté al primero que pasó cerca de mí: “¿Has visto a mis hijos…?”

Los ojos de Fermín se dilataron como si estuviese aún contemplando el incendio.
Fermín, con la mano extendida y como señalando el punto donde creía ver el
incendio, agregó con voz entrecortada: “La luna se negó a inmiscuirse en el asunto; no
era el cuadro para señoras; se trataba de espasmos de hombre. Al día siguiente le
tocaría su turno para llorar por los sobrevivientes, para llorar con ellos sobre la tumba,
sobre el agujero en donde habían enterrado a los hermanos.
“Para llorar sobre las maravillas y yedras nacidas en la ignorada fosa.
“Negra la tierra, negro el cielo, y en medio los jirones de fuego danzando,
retorciéndose como brazos de hambrientos que clamaran ‘¡Pan y venganza… venganza
y pan!’
“Un grupo pasa cerca de mí… ‘¿No has visto a mis hijos?’ A cada descarga se
me encogía el corazón como si a él disparasen.
“Era preciso descender; cuando yo dije a mis hijos: ‘Están matando’,
contestaron ellos: ‘Al esclavo de la vida, una bala le liberta; al esclavo de la máquina,
¿quién lo libertará?’
“Encontré a muchos amigos; los obreros corrían cual palomas perseguidas; ¿y
mis hijos…? Como pasaban de carrera, ninguno contestó.
“Luego, un soldado de treinta años, y con aspecto de valiente, me cierra el
paso.
“—¡Alto! ¿A dónde vas?
“—En busca de un cobarde, a ver si me encajona una bala en el pecho; soy
huelguista, anda ¡dispara!

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“Hizo ademán el mozo de tender el arma. Sólo la claridad rojiza del incendio
nos cubría; rojas aparecían sus ropas; rojos mis andrajos; rojos los rayos despedidos
por nuestras miradas. Sin bajar el arma, dijo con voz sorda: ‘¡Vuélvete!’
“—Voy en busca de mis hijos.
“—Están matando a los que pasan.
“—Tengo setenta años —le dije—. Un día resonó en esta tierra el paso del
invasor; éramos pocos para vencer… los suficientes para morir. En torno de una
bandera, fuimos a donde ella quiso, pues lo que ella quería, lo quería la patria. Y
aprendimos a luchar; aprendimos a vencer; aprendimos a morir… ¡tocaba a ustedes la
gloria de aprender a asesinar! ¡Mátame o dame paso!’
“El soldado bajó el arma… tal vez le había cansado disparar.
“Pero bajó la frente… quizá sintió vergüenza, y “¡Pasa!”, dijo.
“Pasé.
“Interrogo a un nuevo grupo. ¿Y mis hijos?, ¿mis hijos?
“—Mírales… —contestó alguien. Descendí… descendí. Junto a una piedra les
habían acomodado y parecían como dormidos. Juanito, Luis, Felipe, ¿no fueron a la
fábrica?, ¿mataron a cuantos se negaron a entrar?, ¿la máquina esclaviza y mata?,
¿luego prefirieron morir…?, concédanme entonces un último favor: ¡Deseo morir
también! ¡Eh, no diré más…!”
Y tomó la cabecita del arrapiezo entre las manos, dejando vagar sus dedos en la
mata abundosa del pelo; inclinó la frente sobre el pecho y sus labios continuaron
moviéndose, como si musitase una oración.

En mala hora cayó en cama Celerino; cuando se preparaban dos días de fiesta por lo
menos. Venía una visita muy recomendada al jefe de la Zona. Ahí fue el ajetrearse para
bien impresionar al viajero. ¿Quién sería? Como nos acababa de visitar un Conde de
verdad, no faltó quien asegurara: “Dados los preparativos, será un príncipe”. ¡Pobre
Celerino… a él no tocaría ver aquello!
—No se levantará más —decía Fermín—. Este perro lugar, sólo gusta de carne
joven.
Entrábamos a dejarle galletas y leche condensada, por las mañanas.
Y llegó el huésped; no quise ir a verle por no separarme del chico, que de
seguro se nos iba.
—Díselo a Chamula: ya me alivié; estoy bueno y tengo gana de caminar…
caminar… estoy bueno; muy bien…

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Entra Fermín a la enfermería sudoroso, jadeante. “¿Sabes quién es el huésped?”
Y como no acertara a responder, agregó: “Don Andrés, el dueño de las tiendas”.
—¿Viene por nosotros? —preguntó el pequeñín, con una cara de pascuas.
—No; viene con recomendación del Supremo Gobierno, para obtener soldados
y guías… Con los millones de la indemnización arrendó una zona del Territorio.
Cuando instale las máquinas, dejarán allí un destacamento. Esta campaña se hizo, para
que empleados, soldados y cuanto Dios quiera, vengan a dejarse matar por los indios
o a pudrirse en el clima, mientras siete o veinte señores sinvergüenzas se reparten los
provechos allá, en México, repantigados en sus sillones, tras los escritorios…
¡marranos!
Celerino dobló la cabecita como flor agostada por el sol; con el último rayo de
esperanza, se le escapó la vida.
Lloraba Fermín diciendo: “Sólo este viejo apergaminado encontrará gracia;
tengo la carne estropajosa, sin sabor, carne de viejo. La señora desea en la piedra del
sacrificio, terneras y corderillos; gusta poco de desengaños, y prefiere la sacrifiquen
esperanzas… por eso casi, casi, acabaré por alegrarme de que me los hayan matado”.

No pude más; salí en busca de aire por si en el monte, en la vía, me era posible
desgarrar en un grito el nudo que me agarrotaba la garganta.
Caminé, caminé; mi pensamiento volaba.
Cuántos y cuán encontrados giros en sus evoluciones.
Y a era una carta en la cual descubría yo al Gobierno nuestras miserias… no, no
será leída. Los presidentes no leen; les leen. Qué han de leer.
Era preferible un periódico… tampoco. No permiten publicar ciertas cosas en la
prensa seria; en la otra, no tiene objeto.
Era mejor un discurso, ¡eso!, un discurso. Lo diría yo tal y cual día ante el
presidente de la república… no. ¿Cómo iban a permitirme decir en público ciertas
cosas?
¡Lo encontré!, ¡claro! Sería yo que iría uno, y otro, y otros días al Palacio, hasta
cuando me recibieran, en compañía de los supervivientes: veinte, doce, seis… los que
fueran.
Y en su presencia, diría con la voz campanuda de los oradores de oficio, un
discurso de esos hechos para hablar de tú a las gentes de respeto… y aun a los
muertos.
Discurso aprendido de memoria; recitado al dedillo; y que sobre poco más o
menos, dijese:

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Gran pacificador; árbitro de nuestras libertades:
En los días de brega, iluminó tu alma la noche de la patria. No
contaste al enemigo si agredido, ni a tus soldados si agresor. Eres el
eterno caudillo. El héroe de la paz. Un inmortal ya hubiese muerto, y tú
vives; eres más que inmortal. El hierro enemigo encontró impávido tu
espíritu, y el estallido del cañón no doblegó tus bríos.
Estás iniciado en el verbo; estás ungido y podrás comprenderme…
¡óyeme!
Éstos, son los despojos de centenares enviados en tu nombre al
matadero, y sin embargo… ¡todos ellos te eligieron un día para que
labraras su ventura!
Allá, ignorados, enfermos, hambrientos… murieron poco a poco.
Y el primer caído, preguntó con honda pena: “¿Por qué?”
Cayeron más, y de sus labios exhalose la misma queja… ¿por qué?
Para que no te distraigan refiriéndotelo como un cuento, vengo a
tu presencia a narrarlo como historia, y vengo sin temores, porque traigo
una inmensa representación: ¡represento el Dolor!
El dolor viviente de los que me acompañan, y el dolor congelado
de cuantos allá cayeron y duermen cabe los manglares.
Albacea de su última voluntad, vengo implacable a interrogar.
¿Por qué?

Chan Santa Cruz, diciembre de 1907

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Está el puerto cerrado




—Está el puerto cerrado.
—Mire usted; se va a morir la pobrecita, se muere.
Inútil insistencia, fue en vano hacer notar al cabo de resguardo, para hacerlo
saber así al administrador, que no se trataba de embarcación venida del extranjero o
puerto alguno de altura: se trataba de un bote cuya tripulación se reducía al patrón y
un negrito; la mercancía, a una de tantas víctimas de la malaria y el pequeñín que
obstinadamente repetía: “De veras, está muy grave”.
Poco amigos de sensiblerías somos por regla general los deportados; ¡qué
demonio!, se nos trata de tal modo… y no es por cierto el más adecuado para
desarrollar la microscópica dosis de amor a nuestros semejantes, que allá en alguno de
los pliegues de nuestras almas pudiera habérsenos traspapelado.
Soy de los que con mejor suerte caminan, y así y todo, al ver a mis compañeros
de destierro pienso con pavura: triste viaje hacéis; pero si el viaje fuera a través de mi
cerebro, sería mucho peor.
Hay entre los castigados uno; mira con odio a cuantos se le acercan; a nuestro
menor movimiento para dirigirle la palabra, retrocede rechinando los dientes de
manera particular, extraña. Por lo demás él mismo procura mantenerse aislado. Está
próximo a volverse loco, y se comprende: hace un mes, por disposición superior, sufre
el castigo de trabajar sin sombrero. ¿Sabéis lo que es estar en esas condiciones, desde
las cinco hasta las once de la mañana, con un trabajo de negro y bajo los rayos de un
sol de los trópicos?
¡Oh, lectores de estas páginas: no lo olvidéis: las escribo en pleno siglo
veinte…! Hago esta inocente advertencia, por si pudierais creer lo habían sido en el
siglo dieciséis. Es extraño… ¿verdad?
Cuando oímos de boca de Jenaro —así se llama el chiquitín— la narración de
sus miserias, esa dosis microscópica que allá en algún repliegue de nuestros espíritus
se distrajo y se quedó dormida, esa dosis de amor para nuestros hermanos, se
despertó imperiosa, irresistible.
Veíamos a su pobre madre llegar al campamento chiclero, arrastrada por la
necesidad… tal vez por el amor.

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Allá en sus mocedades, daría asunto para un idilio callejero con el obligado
epílogo la llegada al mundo de Jenaro, y la escapatoria de un truhán dejándola a
merced de la corriente.
Conoció después a Zacarías: otro vicioso, y éste, en una de sus muchas
borracheras fue reducido a la esclavitud por los enganchadores. Cuando ella lo supo,
pidió, y la autoridad le facilitó los medios de trasladarse al Territorio. Sin escarmentar
en su primer fracaso, encontraría quizá el desconocido encanto de compartir con él la
esclavitud.
Idilio breve y vulgar.
Él, murió a poco en uno de tantos asaltos de los indios; enfermose ella, y no
siendo útil por lo mismo a la Compañía, hubo de ver con resignación cómo ésta la
mandó fletar en un bote para que la desembarcasen en… cualquier parte.
Nombramos una comisión para suplicar al administrador permitiese
desembarcar a la enferma. Una vez en tierra, veríamos de ayudarla; de seguro nos
daría la comisión buenas cuentas: al que no conmueven los niños, un guijarro debe
tener en donde a los demás nos han puesto el alma. Jenaro formaba parte de la
comisión.
El mismo día era todo lo que se llama una promesa: el crepúsculo,
envolviéndose en la magia de sus tintas, traducíase en esperanzas, felicidad, dulces
promesas… Por lo visto no éramos marinos: en tierra y cielo dormía la tempestad.
Mis camaradas discutían; yo viajaba en la pompa del crepúsculo.
Muchos lo dudan y sus razones tendrán; pero es muy cierto: en posándose mis
ojos en las nubes, me finjo o veo un mundo caprichoso… y le sigo en sus extraños
giros con muda y plácida delectación. El de ese día sobre todo.
En primer término, el mangle bordando la elegante curva de la playa y
formando canastillos con las raíces que dejan pasar por la filigrana de su raigambre,
pececitos, agujetas y angulas a los que atisban, encaramado en las ramas o rondando
en los aires, ya el alcatraz perezoso, ya la inquieta gaviota.
Luego, una lejanía azulada; la bruma velando el confín donde se unen
castamente el cielo y el mar en un beso místico. Connubio sin ocaso y sin hastío…
unidos si el sol desfallece; unidos bajo la quietud nocturna… unidos les encuentra el
sol naciente.
Era el crepúsculo que me extasiaba una recompensa a los enamorados del
imposible; derroche de imaginación potente; el universo de la fantasía y la gama del
color en epifanía solemne.

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A ras del agua, una creación hierática; un cíclope enorme de perfil insólito; de
porte altanero y enhetrada melena. Mudable como todo cuanto existe, apenas si
perduraban sus masas y sus líneas un segundo sin alterar su gesto.
¡Cómo nos hicieron reír las ocurrencias de cada uno de los del corrincho al
buscarle parecido con éste o con aquél! “Mira, se parece a la mujer de Remilgo.” O
bien cuando las líneas de la cara afectaban el perfil de un ave de rapiña: “¡La
mismísima cara del jefe de la Zona!”
El cíclope se transforma dignificándose hasta la cumbre trágica. Dejaron de vivir
para mí en ese instante mis camaradas y me absorbí en la dulce contemplación del
mundo fantástico que me fingen las nubes cuando mis ojos se posan en ellas.
El cíclope se irguió y sus piernas, hundidas en el mar, parecían arrancar
enérgicas desde el fondo del océano. Muy cerca de él, una forma que podría muy bien
ser una mujer —caso de no ser un monstruo—, le acechaba. Ninguno salvó la
distancia, pero ella alargó los brazos… más… más… ¿Tuvo el titán demasiado tarde la
tentación de huir?
Multitud de pajarracos de configuración absurda se encogían o dilataban; su
tinte negruzco me daba la idea de si alguien con mano torpe se hubiera apoyado para
no caer, en la brillante tonalidad del cielo, dejando los chafarrinones.
Y la quimera avanza hasta confundirse con el cíclope… ¿le acaricia?, ¿le
estrangula?, ¡quién lo sabe! Tal vez lo supieran los grupos de matronas, sacerdotisas
de extraño rito que, de un lado y otro, en formación simétrica presenciaban la
misteriosa fusión.
Una oleada rojiza invadió el dombo. Los espectadores de aquella unión,
efectuada ésta, perdido el interés del acto, se apresuraron a olvidarlo y arrebujados en
sus mantos de pliegues amplios, se dispusieron a partir.
Alguien privó de luz al cuadro y de arriba a abajo descendió la tristeza… Una
que otra figura, aislada, parecía buscar anhelosa por el ensombrecido expoliario los
restos del ser querido. Sin transición llegó la noche.
Explicaba esto a mis compañeros y me empeñaba en que conmigo procurasen
leer en el fecundo libro de la naturaleza. Palanquetas no concebía cosa digna de
tomarse en serio y por eso me interrumpió:
—Oye, pos si miras gentes en el aigre, pela el ojo, ¿columbras la Vergüenza?, ya
me canso de buscarla en todo el Territorio. Que nosotros robemos hasta las plumas
remeras y timoneras del Dios Espíritu Santo, se comprende… y para eso es el oficio…
En un pelo estuvo que el Territorio se llamara de Quintana Robo. Pero si empezamos a
desplumarnos a nosotros mismos, ¿ónde está la honradez profesional?

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Fijamos a un tiempo la vista en el Veracruzano: era cosa por él mismo confesada
y de todos conocida su impotencia para abstenerse de robar. Le enviaron por cuenta
del Gobierno del Distrito porque estando empleado en un gimnasio para enseñar a los
noveles las primeras posesiones, como él decía, uno de tantos le acusó por la posesión
de un portamonedas que en los bolsillos traía.
—A mí no me hagan amarres, pues no soy estacha —dijo insolentemente. Y
hubiera seguido la reyerta, de no haberse escuchado, como especie de un aullido, un:
“Yo fui”.
Y al volver la cabeza, nos encontramos con Maximino el Trocilero, uno de los
huelguistas de Río Blanco. Estaba reducido a su última expresión: para esqueleto
mismo, resultaba algo flaco. Sin dejarnos reponer de la sorpresa explicó: “Yo tomé del
itacate la muda de ropa”. Y agregó que nunca había robado, pero como sintió llegar la
calentura, creyó fácil cogerla para ir con los turcos y empeñarla por cápsulas de
quinina; que en cuanto pagasen la primera decena… No lo dejó concluir el
Veracruzano. “Basta, hombre, basta; yo pago por ti, y no por lo de que te alivies o
dejes de aliviarte, pues me importa un pito; sino por el gusto de tu ingreso al gremio.
Tú sin saberlo me consuelas. ¿Pos si estos que jamás han robado se animan… ora
nosotros? Nos mandan pa’ enmendarnos… ¡tiene timba!, ¡hay que ponerle asunto! Eso
di hacer un viaje cargado de guachinango pa’ venderlo en Veracruz; ir a Colima pa’
quitarse lo salado o venir al Territorio pa’ sacudirse lo sinvergüenza… ¡tiene rabia,
chocozuela, jiribilla y rampabolla en la cadera!
Por eso consolamos de la mejor manera al Trocilero y aun suplicamos a nuestro
cuentista el Veracruzano, amenizase la espera con alguno de los mil de su cosecha. Así
como así, el administrador de seguro no iba a precipitar la cena por recibir a nuestra
honorable comisión.
—Bueno, allá les va éste:
“Érase que se era un pobre viejo y murió dejando tres hijos. Les llama antes de
petatear y les dice: ‘Como padre de ustedes no tengo otra cosa qué heredarles de no
ser mi necesidá. Pero como amigo voy a darles un consejo. No pregunto cuál es la
virtud de ustedes, pues cada virtú trai debajo del brazo su recompensa; pero sí les
preguntaré cuál es el vicio que les agobia pa’ darles un escudo pronto a la defensa.
¿Cuál es el vicio de cada uno?’ Y el mayor de los hijos dice: ‘El juego’. Uno de los
otros: ‘Yo bebo’. Y el último: ‘Yo robo’.
“—Bien —agregó el padre. Y dirigiéndose al primero: —Procura no jugar sino
con los meros gordos; y a serte posible, con el mejor de los mejores. En cuanto a ti, no

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tomes la primera copa, sino cuando los invitantes haigan bebido nueve o diez. Y tú
hijo, roba… pero en grande.
“Y murió el viejo.
“Y aconteció así: de los hijos, el afecto al juego, siguiendo el consejo de su
padre, se echó por esos mundos hala que hala en busca del mero jugador. Y llega a
una suidá donde le informan: ‘Salió para tal otra’. Marcha a l’otra y le dicen: ‘Acaba de
salir pa’ aquélla’, y en aquélla lo mandan a la de más allá. Así, de una en otra
población topa con él. Entró en la partida preguntando: ‘Está aquí el rey de los
jugadores?’ ‘Allí lo tienes.’
“En medio de miles de personas que lo veían echando la baba de pura
almiración estaba el soberano del juego, mechudo, sucio, los zapatos rotos y con un
mal relingo por vestido. ‘¡Ah! —dijo el muchacho—, ¿conque el rey del juego no saca
ni pa’ vestirse?, ¡gracias, no fumo!’ Y no jugó nunca.
“Aconteció también que aquel de los hijos afecto a beber, picada su curiosidá,
resolvió hacerse cargo del motivo del consejo del difunto y convidó a laboriarla a
todos sus amigos. A la primera tanda de vasos, se sumió como pudo y como pudo
escapó de la quinta y novena… Cuando llegó la ocasión de tomarse la primera copa,
encontró que sus amigos estaban todos ellos mismísimamente —aquí debemos pensar
en nosotros, para no descreditar la estirpe—, y se dijo: ‘¡Los muy marranos!, ¡no bebo
más!’ Y no bebió.”
Como llegado a este punto diera el Veracruzano por terminado su cuento,
alguien preguntó: “¿No eran tres los hijos?, ¿y el que robaba?”
—De naco me voy a poner a desprestigiar el gremio; ya se me olvidó el resto.
Y no hubo poder de hacerle concluir, ni ocasión, pues la muy honorable,
precedida del chiclerito, venía a nosotros con las cajas destempladas —y tan
destempladas—, a juzgar por la estampa.
Vomitaba pestes don Fermín en contra del administrador. Cierto, el puerto
estaba cerrado; pero no lo era menos que aquella mujer se moría abandonada, peor
que un perro: a los perros no falta quién les haga un papacho. Sobre todo qué puerto
ni qué puerto, si allí lo había sólo de nombre. “Sí es tan puerto como éste es muelle.”
Y señalaba el montón de piedras y palos que nos servía de sala de deliberaciones.
—Tiene razón de ser tan escropuloso, como el transporte ése viene de estranjía,
no sea y traiga contrabando. —El muchacho, en último resultado no veía ni oía otra
cosa sino reniegos, ajos y tasajos y preguntó haciendo pucheros: “¿Luego… no la
traimos?”

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—Al contrario, ya viste la regañada endilgada al boga, por haberte
desembarcado. —Debía por fuerza estar avezado a sufrir el arrapiezo: a sus años, a
cuantos niños he visto llorar, lo hacen a su gusto, a grito tendido; él no, procuraba
hacer los menos pucheros posibles, como si le mortificasen, y sus lágrimas corrían en
dos hilitos temblorosos. El chubasco estaba cerca; maldiciendo y disculpándose con el
muchacho, según mejor pudo cada uno de los compañeros, fueron retirándose,
porque según decían, a las cinco debíamos estar dándole macizo y duro.
—Mi mamá tiene sólo una lona encima.
—Pero los del bote la pondrán bajo cubierta de proa o de popa; no te apures.
Vamos a dormir y mañana tempranito estamos aquí con ella. —Testarudo era el
muchacho, y cuando observó que le dejábamos, dio a su cara un aire resignado; no
tuvo otra respuesta a nuestras reiteradas instancias para llevarle con nosotros a la
cuadra, sino un árido “Me quedo”.
—Vas a empaparte.
—Me quedo.
—Mañana amanecerás como tu madre, cuando no peor.
—Aquí me quedo. —Nos fuimos a dormir pensando: “Tal vez nos siga la criatura
una vez convencida de lo inútil de su espera en el muelle”.
Imposible dormirme; a cada ruido me incorporaba pensando en Jenaro. Sólo el
rumor monótono, incansable del océano llenaba la quietud de la noche. Allá de vez en
cuando la luz de los relámpagos al bañar la extensión, permitía ver al pailebot
balanceándose de borda a borda, plegada la mayor a la botavara. No era ilusión mía, a
cada relámpago, la voz del pequeñín llegaba claramente a mis oídos: imaginábase sin
duda que, si él veía la embarcación, no podían menos de verle… ¡quién sabe!… tal vez
oírle… Un nuevo relámpago; tras él una descarga de tonalidades de hierro cascado al
ir rodando por una superficie pedregosa. Al extinguirse, la voz del niño a grito abierto:
“¡Mamá…!, ¡mamá…!, ¡yo soy! ¿No me oyes?”
¡Y fui al muelle! Le cogí en mis brazos besando su cabeza empolvada de
cabellos pegajosos… con respeto… con unción… ¡Tenía necesidad de hacerlo! ¡Hacía
tiempo no tropezaba con un alma siquiera parecida…! “Pues no quieres ir a la cuadra,
testarudo, vengo a estarme contigo.” Le envolví en mi frazada, acostándole a viva
fuerza sobre mis piernas. A cada nuevo relámpago, “Mira —decía—, se ve clarito;
aquél es Salomón el negro; a cada rato le dicen: ‘¡Listo al foque!… ¡vira!’” Le respondí,
“Sí”, por más que nada viera yo.
A medida que el chubasco se acercaba, el ruido y el aire se hacían
insoportables, obligándonos a cubrir la cabeza para defender los oídos. Muy cerca

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debió haber quedado amarrada una embarcación; se oía golpear con fuerza contra las
piedras del muelle; el niño se incorporó y dijo señalándomelo: “¡Mira, un bote…!” Su
mirada completó la frase. Sujeto a uno de los pies de la improvisada cabria, estaba con
efecto un cayuco pescador; no sé qué idea imprecisa, vaga, cruzó por mi frente, y el
niño la delineó claramente abrazándose a mi cuello en tanto me canturreaba: “¡Verás:
mi mamá tiene guardado un peso ques mío; tres riales para un tambor y cinco pa’
comprar un caballito. Como sobre el caballo no se toca bien, si tú me llevas allá, te doy
los tres riales del tambor…! ¡Anda… llévame!”
Me levanté; desaté el cabo y cogiendo los remos, a favor de la sombra,
pegándome cuanto más pude a las piedras, acomodé a la criatura y nos lanzamos.
Callaba el chiquitín, como si abarcara en toda su extensión la magnitud de la empresa;
a fin de hacer el menor ruido posible, usé discretamente los remos, y a veces la
palanca en lugar de ellos. Las intermitencias del fanal del faro, hacían volver los ojos al
chiclero y se escondía entre mis piernas preguntando si no apagarían la lámpara.
“Cállate; a favor de esa luz veremos el camino.”
Nos faltaba poco, cerca debía estar el pailebot, creo ya se oía hablar en él…
cuando nos cerraron el paso gritando: “¡Ah del bote!”
Nos dieron alcance. Eran el celador y dos guardas; enfurecidos contra mí,
soltaron la andanada de uso: que todo el día iban a tenerme desnudo dentro del agua
y acarreando piedra. Así se me quitaría lo de esto y lo de más allá.
—Está visto, muchacho, tienes mala suerte, y el administrador y todos, un alma
de piedra. —Nos pasaron al bote, llevando a remolque el cayuco, no sin decirnos lo
que no es para escrito, durante la travesía. Momento hubo en que el celador pareció
conmoverse al hablarle del abandono de la pobre mujer, lo triste de convertir una
buena disposición en tiranía inútil, por falta de talento para interpretarla… no sé yo
cuánto dije ni hablé; el celador externó no tener culpa; también le dolía, pero donde
hay capitán no gobierna marinero. Era preciso someterse.
—Ya íbamos a llegar, señor —decía Jenaro—, ¡lástima! —Y volviendo a mí su
carita paliducha susurró en voz baja: —Dile que le doy los cinco riales del caballito… A
ver si quiere…
No hablaré del lujo de crueldad desplegado por los esbirros al desembarcarnos.
Lloraba el rapazuelo y ahora sí a moco tendido. El chubasco, lejos de amainar,
recrudecía, como si tierra, cielo y mar protestaran de semejantes iniquidades.
Llegó el día siguiente. Tras el chubasco la calma… un cielo limpio, y al fin ¡el
puerto abierto! “¡Atraque el bote! Se le da entrada…”

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Más muerta de lo que aquella pobre mujer estaba, nadie logrará estarlo con seguro.
Mojadas completamente las ropas y untadas al cuerpo, denunciándole en sus menores
detalles; agarrotados los brazos, rígidas las piernas; las manos y los pies de un color
verdoso; sus ojos a medio cerrar: en uno de ellos veíase brillar una gotita temblorosa…
puede haber sido del mar… tal vez fuera una lágrima. El niño lloraba apretando sus
bracitos al cuerpo inanimado de la que fue su madre… Yo le dije: “Pobre huérfano, no
olvides esto, ni lo extrañes; pagas por nosotros… Las autoridades de lugares como
éstos, se buscan dignas de saber gobernarnos, ¿no somos en último análisis
bandidos?, pues a tales subordinados… ¡tales jefes! Nada pudimos hacer por ti ni por
ella… adiós”.
No sé quién recogió al chiclero; yo le dejé en brazos del vicio y la miseria. Si él
vale algo, algún día sacudirá el vicio y emprenderá su vuelo. Si no vale los dineros
empleados en bautizarle, bien merecido se lo tendrá.

Penosillo fue el trabajo del muelle al día siguiente: el chubasco había completado la
obra del ciclón por culpa del cual nos tenían trabajando en el muelle dos meses justos.
Recoger la piedra y amontonarla; luego, colocar pilotes más recios y grandes que a su
vez quedarían sujetos por una armazón de rieles en forma de cubos. Las piedras
chicas, las acarreábamos a mano; con ayuda de una cabria y un cabo grueso,
sacábamos las grandes con más o menos torpeza. Unos sobre el muelle… allí estaban
los consentidos de los capataces. Y dentro el agua, todo el día, para estorbar la piedra
hasta izarla el aparejo y ponerla sobre el muelle, nosotros. Menos mal cuantos de salud
gozábamos… ¡pero los reducidos al último grado de miseria por el paludismo!
Maldiciones de toda especie volaban de operario a operario sin cesar de inquirir si
estaba o no el puerto cerrado.
Ya sea lo duro de la faena, ya por el aire frío que en todo el día sopló, me sentí
en la noche acalenturado. ¡La serie de patrañas que dieron asunto a mis pesadillas de
esa noche! Daban vuelta en torno de lo mismo: un bote balanceándose sin descanso y
cogiendo agua por sus bordas; el estertor de la moribunda… Después entraba en un
estado de descomposición terrible… el abdomen desmesuradamente crecido…
Avechuchos de toda especie hacían ronda en la barca… crascitando… crascitando…
crascitando de un modo siniestro. Nosotros dizque cogíamos al administrador y le
amarrábamos espalda con espalda a la difunta con un cabo largo a fin de verle flotar…
¡Claro!, la difunta no podía sumergirse…
Luego emprendíamos todos el regreso a nado rumbo a la playa sin dejar de oír
el ulular del vejete: “¡Desatadme…! ¡Piedad…! ¡Perdón… por Dios, desatadme!”

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Nosotros, por toda respuesta, le escupíamos al rostro estas palabras: “¡Púdrete…!
¡Está el puerto cerrado!”

Campamento “General Vega”, diciembre de 1907

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Anita


—¿Anteriormente te había maltratado de obra o de palabra?
—Nunca.
—¿Entonces…?
—No lo entiendo…
Procuró poner en orden sus ideas a tiempo que se arreglaba el vendaje. Una de
las heridas interesó la sien izquierda, oreja y parte del cuello del mismo lado.
Incorporose en la cama, y fijando en mí sus ojos húmedos, agregó completando el
interrumpido pensamiento:
—Y decía no entenderlo, porque… vamos… con franqueza… Saturnino lo sabía,
o ¿cómo diré?, lo consentía. Verás: cuando le conocí, era comisario de un juzgado;
vivía en una vivienda cercana a la mía, en la vecindad de… X. Desapareció del juzgado
cierta cantidad de dinero, y aunque todos señalaban al juez como autor del robo, éste
recriminó a mi hombre, que enfurecido le abofeteó. Entonces, el juez en lugar de
acusarle y temeroso sin duda de si en los líos iba a esclarecerse la verdad, me lo
mandó al Territorio. Debo decirte: cuando tal cosa ocurrió, Saturnino y yo nos
habíamos casado en toda regla. ¡Es natural! Eran mis veintidós años… le quería con
toda mi alma… por eso le seguí.
Cuando me vio entrar en el transporte gritó rabioso: “¿Quién te manda
seguirme?” Por toda respuesta le abracé y se conformó. ¿Iba yo a pensar si viviría
entre ustedes… si dormiría o no en la cuadra, revuelta con esas mujeres, y ésos…? ¡Si
a lo menos fueran ellos como tú!
“Lo demás lo sabes bien. Nati nos llevó a vivir en su compañía ¡apenas! Cuando
pretendió obligarme a… aquello, hice la burrada de avisarlo a mi marido y éste le puso
negro a golpes. Como Nati es capataz, ¡allá va mi hombre rumbo al puerto, a las obras
del muelle! No sé cómo fui a decirlo; de haberme callado, tal vez fuéramos felices
todavía. ¡Felices!
“Hice algo peor: hablar con el jefe de la corporación por si perdonaban a Sátur;
me ofreció traerlo sin apresurarse a dar la orden. Cuando le pregunté si era penoso el
trabajo en que le tenían, ‘Horrible, hija’, respondió, devorándome con ojos de borrego
a mal morir. ‘¿Si es penoso? ¡Vaya una diferencia con la vida ésta! ¿Cómo te lo

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explicaría claramente? Supón que te agarra tu marido a palos; ésa es la vida de allá.
Por el contrario… te toma así, te abraza así… te besa… así.’
“Y cual lo dijo lo hizo, sin tener yo el valor de evitarlo, ni la intención. Sorprendí
en mí el despertar de una cosa muy fea. Despertar es la palabra, porque nada me
pareció nuevo, y te juro no haberlo hecho nunca antes. A los tres días trajeron del
puerto a Saturnino; nos fuimos a vivir en casa del jefe… y empezó el acuerdo, bien que
no nos lo dijéramos. Yo pensaba: ‘Por haberle creído capaz de robar cien pesos,
abofeteó a su jefe, y su jefe era juez. ¿Cómo entonces pasa por esto, si es mil veces
peor?’ En fin, si de preguntar se trata, ya tengo para preguntar de mí, días y más días.
“Aunque dormíamos juntos, nunca le ocurrió interrogarme ni a mí decir algo de
lo sucedido; en cambio, si por asuntos de la vida diaria reñíamos, se irritaba con
facilidad terminando por darme la razón y esto me ponía fuera de mí… ¡no
golpearme…! A serme posible, yo sí que le hubiera abofeteado. Al fin cierto día
estallaron nuestros odios, con ocasión de haberle dado dos hidalgos para comprarme
un chal… No puso en casa los pies durante una semana, y la noche del regreso,
aceptó una comisión del jefe a sabiendas de por qué le alejaban… Ya en la puerta, me
suplicó le consiguiera diez pesos… ¡Oh, ese día creí firmemente odiarle! ¿Era el
Saturnino por quien había yo venido a este infierno? Y ahora entra lo que no entiendo:
“Una noche, a favor de la escasa luz que por las rendijas de la barraca se abría
paso, le vi sentado muy cerca de mí, la cabeza entre las manos y procurando reprimir
los sollozos… ¡Él, llorando! Luego dijo sordamente: ‘La brecha es mejor’. Se disponía a
levantarse, pero le sujeté por las piernas: ‘¿A dónde vas? ¿Por qué lloras?’ Y le alargué
un pañuelo. Tentó la seda y ¡claro!, debe habérsele presentado de golpe todo…
todo… Cuanto más me empeñaba en detenerle, más y más se irritaba… Ya furioso,
tomó el machete… y…
“No me duele la herida, fue cualquier cosa; sí me duele no comprender a Sátur.
¿Me amará? ¿Es posible?… No lo entiendo… no lo entiendo…”
Cerró los ojos fatigada y lloró largo rato. Sentí respeto por ella; pobre víctima de
los hombres, el medio y el clima. El vicio le envenenó el alma como el clima la sangre.
Por eso cayó.
¿Podía yo hacer algo más sino ofrecerle aquel cubil de cuatro metros en cuadro,
construido de “bajareque” y “guano”, por el cual discurrían libremente sabandijas de
toda especie, y en donde se colaba el sol por los intersticios… y eran en mayor
número que la parte cubierta? ¿En donde el agua penetraba en avalancha, para salir
por la parte opuesta de mi edificio; edificio sin más mobiliario, que una piedra tallada

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en cilindro probablemente por los indios, para algún templo, ni más cama que mi coy,
suspendido de un caballete del jacal al opuesto?
—Aquí deseo estar a menos que me corras. —¡Pobrecita! Deseaba yo con toda
mi alma, haber recorrido menos la vía dolorosa de la existencia y poseer la virtud de la
fe, para creer en la sinceridad de su arrepentimiento. Así y todo la oía con verdadera
fruición, si me relataba de cómo el jefe de la corporación pretendió retenerla; si ella
resistió y cuando él apeló a la fuerza, y de allí pasó a sujetarla con sus manazas de
simio, velludas, largas, enormes. “Antes con los perros. ¿Entiende usted? ¡Con los
perros!”, gritó ella y le escupió la cara, saliendo en busca de Sátur, a quien tenían bien
preso.
Por supuesto, eso de estar preso en el Territorio, no es sino un recargo de pena,
todo él es una penitenciaría custodiada, al interior, por los soldados y al exterior… por
los indios. Algo sí transformaba en verdaderamente dolorosa la prisión de mi amigo: la
pérdida de la esperanza y la fe, y así me explico su respuesta al oírme decir que Anita
estaba en mi casa y allí le aguardaría hasta cuando estuviese libre. “No lo creas, estará
contigo en tanto se cura… y al fin con todos. ¿No se te ha entregado…? Bueno, ya lo
hará.”
En vano procuré disuadirle; sin objetar mis argumentos, conformábase con
menear su cabeza desconsoladamente. Después de todo, ¿a qué empeñarme en
hacerle creer algo que, para mí mismo resultaba increíble?

Era un día juguetón.
El monte parecía remozado; jugaban las nubes y el sol a las escondidillas, y en
tanto ellas dejaban caer su llovizna, el sol se ocultaba tras ésta, tras la otra, hasta llegar
un momento en que las sorprendía en flagrante delito de lluvia, y la lluvia con sol era
una risa tendida, franca, comunicativa.
Sentí deseos de saludarla y no sé cómo fue; pero al divisar el jacal, algo me
azotó con crueldad en pleno rostro… ¡Vacío! Encima de la piedra cilíndrica encontré un
papel escrito con lápiz y en él me decía: “Comparando cuanto me oías con lo que
hago, te pareceré hipócrita. Si yo pudiera explicarte por qué me voy con el sargento
H… te lo diría, pero no lo entiendo; ni yo misma lo entiendo. Adiós, tu agradecida,
Anita”.
De entonces comenzó su vida cruel, desordenada; dejó de ser la mujer tímida y
dulce, y mucho tiempo ostentó en la cara el sargento aquél, los tremendos arañazos
recibidos el día en que le abandonó por seguir a un capitán del mismo batallón. Vistió
de seda, y los chales y artículos de toda especie pedidos en las tiendas, hicieron

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respetables sumas satisfechas religiosamente por cuantos oficiales y jefes se la
disputaron.
Y se la vio con operarios provocados por ella a seguirla al monte en donde se
les entregaba. Y se la vio en compañía de mujeres de la peor especie, desecho de los
mismos reclutas, a quienes trataba cariñosamente.
Quedó por esos días en libertad Saturnino, y aun cuando le ocultamos lo
ocurrido, la suerte, de una buena vez, presentó ante sus ojos la enormidad de la caída.
Al doblar de una calle nos encontramos frente a frente de Anita. Venía cogida del
brazo de la China; vestía una falda de seda amarilla de malhecho corte, recargada de
encajes y adornos, tan altos de precio, como ayunos de gusto; salpicada toda ella de
manchones de grasa, vino… qué sé yo. Enlodada la orla del vestido que le colgaba
por delante, lo cual la hacía tropezar a cada paso, y arrastrando por una de las puntas
el chal. En la cabeza desgreñada, un moño rojo, escandaloso, le azotaba la frente con
saltos de epiléptico al menor movimiento.
Sujeté a Saturnino y ella se cogió fuertemente al brazo de la China, dirigiendo a
su esposo una mirada mezcla de angustia, tal vez del íntimo convencimiento de que
entre ella y él, había concluido todo… todo…
Luego cogió la manga de seda de su blusa, sonose estrepitosamente y a
continuación, con la mayor naturalidad, sin preocuparse tan siquiera de cambiar el sitio
de la manga, se limpió la boca balbuceando con el aire acoquinado de criatura cogida
en falta:
—Tú… explícale… yo no entiendo, no lo entiendo… —Y pasó de largo
bamboleándose de puro ebria.
—¡Es necesario salir de aquí; al muelle, la brecha, donde sea… pero necesito
irme. —Aprovechando la consideración que me guardaba el jefe del detall, obtuve
para Saturnino la plaza de engrasador en el ferrocarril y esto significaba la ventaja de
traerle continuamente en viaje… de traernos mejor dicho, pues al poco tiempo me
comisionaron de pasaleña.
El paralelo de las rutas seguidas por aquellas almas, marcó desde ese día mi
derrotero. ¡Cuántas veces las seguí en sus ascensos, no obstante estar de antemano
prevenido para el descenso!
Una mañana riente de primavera, me dijo Anita: “Era más hermosa aquella vida;
no por virtud, por conveniencia solamente he de volver a ella, ya hubiese vuelto, pero
me lo impide algo… vamos, no lo entiendo… no lo entiendo…”.
Y un espléndido día de verano, me decía Saturnino: “¿Sabes por qué me agrada
la comisión ésta?, porque el día menos pensado nos dan los indios una de padre y

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muy señor mío. Las piedras y troncos atravesados con frecuencia en la vía, hablan de
eso… ya verás. A mí, por supuesto, me seduce pensar en ello”.
Y en otra ocasión me decía Anita: “¿Volver con él?, no; los hombres cogidos en
las garras del Territorio, ¡se vuelven tan distintos! De volver con Sátur, creería
entregarme a cualquiera otro, y, para el caso de serle infiel, tanto dan éstos o
aquéllos”.
Como en cierta noche de plata me dijo Saturnino: “Tengo resuelto mi plan:
cumplo dentro de un mes y días. Me la llevo a la fuerza y allá, en México, en nuestra
casita resolverá si me quiere o no. ¿Me quiso?, pues mando tapiar la puerta por donde
entramos y como si no hubiera existido el Territorio. ¿No me quiso?, pues abro la
puerta por donde entramos… y Dios la lleve con bien.
¡Flujo y reflujo de aquellas almas, que, siendo malas o buenas, nunca supieron
darse cuenta del porqué!

Relativamente, y dadas las circunstancias, hacíamos un viaje feliz: llevábamos
recorridos, en diez horas, cerca de cuarenta kilómetros. Esto parecerá extraño a
muchos; no a cuantos tal vía conozcan. ¡Oh, el ferrocarril de Santa Cruz a Vigía Chico!
Modorra deslizábase la máquina, cuando se detiene de pronto: había notado el
maquinista un obstáculo en los rieles y la tierra del terraplén estaba removida. Dispuso
la casualidad que no fuera él quien bajase a cerciorarse, sino un ayudante, y no bien
había puesto pie a tierra, una descarga cerrada saludó al convoy en toda su extensión.
—¡Adelante! —dijo alguien—, y seguimos en medio de no interrumpidas
detonaciones. Los indios, machete en mano, brotaban de las malezas y nos seguían de
cerca. La infeliz locomotora, hala que hala, parecía decirnos: “No pidáis más… sobre
serpentinas y no rieles me veo obligada a caminar”. En los momentos de peligro, cada
minuto es una eternidad… ¡pensad en los dos kilómetros atravesados en medio del
fuego enemigo! Una sola voz vibrante, atronadora nos envolvía: “A quincé a quinés
máquina… ¡a quinés a quinés!” No sé cómo se escriba esto, ni estoy seguro siquiera
de si así lo pronunciaron, pero más tarde me dijo alguien que decían los indios al
parecer: “A matar, a matar la máquina, a matarla”.
A eso debimos nuestra salvación.
De haber sido dirigidos a nosotros los tiros, no habríamos por cierto de contarlo
ahora.
De la escolta encargada de la defensa, unos a la primera descarga arrojaron las
armas al enemigo internándose en el monte; los otros, heridos, permanecieron en el

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convoy sin dejar de hacer fuego; era nuestra sola defensa alejarnos lo más rápido
posible. ¡Adelante!, ¡adelante!
—Falta el agua, fusílenme —decía el maquinista—; pero no puedo seguir.
El tanque arrojaba el agua en todas direcciones.
A la máquina iban dirigidas las descargas; a la caseta del maquinista, a las
bielas, chimenea y por último al tubo de distribución del vapor… Entonces sí fue
imposible seguir. Fatigada, respirando apenas, se movía la máquina con ansias de
monstruo herido. “No puedo más… no puedo más…”, parecía decirnos.
A menos de doscientos metros se hallaba el enemigo y se divertían en torturar a
dos de los nuestros, caídos en su poder. Claramente vi levantarse enérgicamente un
brazo y vi así mismo brillar los machetes que descendían sin fuerza, con desesperante
crueldad… El brazo debió quedar hendido. Al doblar la curva, pude ver aún cómo
torturaban a los infelices. Luego, detonaciones a lo lejos, y los indios se dispersaron en
todas direcciones perdiéndose en el monte.
Apreciamos su dispositivo de combate. Eran tres secciones y de ellas, los
mejores tiradores ocuparon las trincheras y una vez efectuada la descarga, los de
armas defectuosas lanzáronse machete en mano, dejando a los otros sostener el
fuego; otra recogía de seguro las armas y así se explica que el destacamento de la
Central no encontrase una sola cuando vino en auxilio nuestro; la tercera de seguro se
ocupa en recoger muertos y heridos, para atenderlos o enterrarlos dentro del monte.
¿Quién falta? ¿Y el Trocilero?, ¿y Juan?… ¿y Saturnino?… ¡Todos habían
muerto! A duras penas y tras de mil conjeturas pude identificar a mi amigo. ¿Qué había
en su semblante?, ¿qué significaba el mirar persistente del deformado rostro? En mí
parecía clavarse su vista… fija… fija… como si me hablase de un último deseo, su
último ruego.

¿Y Anita?
—Está en la tienda —dijo un hombre. Al parecer cuidaba de su casa… o la
esperaba esa noche tal vez.
Vestida de azul, sentada sobre el mostrador, cabalgando una pierna sobre la
otra y rodeada de oficiales y paisanos a quienes imponía su voluntad, estaba Anita
jadeante, hermoseada.
Me mira y dice: “Oye, ¿dizque se peló? Mañana voy con los indios a reclamar mi
traje de viuda”. Y luego, volviéndose al dependiente gritó: “¡Otra copa!”

Chan Santa Cruz, 1907

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Chamula


—Como para eso de letras, te las trais. ¿Quieres hacerme mi recibo? No, no te rías;
tiene orden el pagador pa’ soltarme diez del águila. Fui primer premio en la escuela de
mi regimiento.
Y en la forma de comunicármelo había tal expresión de verdad, que no pude
menos de preguntarle, cuándo y cómo cobraríamos. ¡Chamula con dinero! ¡Alabado
sea Dios! A descansar por tres o cuatro días del rancho; del frijol populoso —le
llamamos así, porque, relativamente y dado su tamaño, no hay población con tantos
habitantes como gorgojos en cada grano—. ¡A descansar del rancho por tres o cuatro
días!
Tres o cuatro, con Chamula no cabía hacerse ilusiones. ¿Quién sería poderoso a
detenerle de ingurgitar en caña el resto?
Y como antes de tres horas había cobrado Fortunato sus diez pesos, a las tres
horas escasas, más que escaso, ya corrido, me decía:
—Guardas estos nueve pesos para aquello… ¡la fuga! ¡Malajo si no te llevo por
buen rumbo y hasta Chiapas! Tres pesos en pan y sardinas. No hay necesidad de más.
Esta noche… ¿quieres?
Y se me reía en las barbas al advertirle del peligro de perdernos en el monte;
ser castigados como desertores en campaña; topar con un destacamento, con los
indios…
De no pintar a la fe ciega, debieron de haberle puesto los ojos de Chamula.
¡Cómo relampagueaban confianza al hablar de libertad! Apretando los puños, los
blandía en el aire, fija la vista en el monte, cual si fuera a derribar los árboles a
puñetazos… Después, llenos de lágrimas sus ojos, me abrazaba señalando con su
manaza un punto del bosque: “Por allá… verás… por allá”.
Como no sin razón se dice: “Cuando el pobre tiene medio para carne, es
vigilia”. Sóstenes, rebenque en ristre, nos gritó en ese momento:
—¡Hijos de…! ¿Es aquí onde trabajan?
¿Sobre cuál de los dos descargaría su golpe? ¿Sobre él? ¿Sobre de mí?
Sólo un ruego sabe ablandar corazones de capataces: y sin pensarlo mucho, lo
puse en práctica: hice cantar en mi bolsillo los nueve pesos. El zurriago, ya en alto y sin

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duda conmovido por la armonía, entre mis espaldas o las de Fortunato… prefirió
acomodarse tranquilamente bajo el brazo de Sóstenes.
Cierto; el camino más corto para ir al trabajo, era hacia la derecha; pero
torcimos a la izquierda y nos entramos en la taberna de Selim. Estos turcos lo
entienden: ¿no hemos venido a reventar? Pues nos revientan con sus alcoholes, a
trueque de reventar ellos de ricos. ¡Tanto da!
Después de unos vasos de caña, hube de sentir tan cargada la cabeza como
ligero el bolsillo. Sóstenes nos concedió la gracia del día y no trabajamos más. ¡Oh,
cómo duele arrancar las piedras, achicharrados por el sol!

—¿En qué piensas, Chamula?
—En desertarme. ¿Hay imbéciles capaces de no estar pensando en lo mismo a
toda hora? ¡Esta noche!
—Mañana será, Chamula.
Por toda respuesta, enclavijó las manos extendiendo sus brazos sobre la mesa,
fija la vista en el guano; aunque a decir verdad, otra cosa miraban sus ojos, en tanto se
entregaba a deleitosa plática con su pensamiento. Su faz tostada por el sol bañose de
alegría. ¡La misma expresión! La sorprendida en tantas otras veces. La que daba a su
cabeza el aire de un inspirado, modelada en arcilla por una mano torpe.
—Y si no —dijo de pronto—, ¿qué arriesgas en la partida? Te faltan tres o nueve
meses para concluir tu enganche. Si te quedas, antes del plazo petateas de paludismo.
Si vives y te dan la baja, te verás como ésos: ¡bagazo!
Y señalaba un grupo de “cumplidos” que blasfemaban y bebían.
—Quedarás así: en calidad de estropajo. ¡Si conocieras Tapachula! ¿Cuánto nos
queda?
—Siete pesos y centavos.
—Es suficiente; pedimos otras dos cañas, y ni un centavo más.
Todas sus borracheras eran iguales: no hay necesidad de hablar de ésa. Primero:
“Yo soy muy hombre y lo de más allá, y me hago esto y lo otro con cualquiera…”.
Después, llorar por todos sus compañeros de faena; por sus vestidos astrosos,
pringados de cieno y con centenares de roturas; por sus cuerpos deformes y cenceños;
por los fardos enormes llevados a cuestas. Y encarándose conmigo:
—Tú mismo, enclenque “refundido”, a pesar de tus letras, llevas dentro de ti
algo muerto: no sé si tu Dios, tu libertá o tu familia; pero llevas algo muerto, por eso te
resignas a sufrir como un mal bicho. ¡Yo no! ¿Me ves llorar?, pues es de rabia, mientras

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lo hago de alegría. Por allá, por ese lado viven para Chamula Dios y su libertá… la
Libertá es un dios!
Y por último… roncar y llevarle a la cuadra.


La cuadra

Un jacalón húmedo con el piso erizado de piedras. Tiene veinte metros de largo por
diez de ancho. Duermen en él, amontonados y en asquerosa confusión, más de
doscientos hombres. Por abrigo, un guiñapo de cobija; por almohada… su itacate.
Sólo el cansancio nos puede hacer dormir. Turicatas, niguas, conchudas y
cuanto Dios creó en el orden de los bichos para tentar la paciencia, nos obligan a
revolcarnos con desesperación. Y se debate de un lado al otro el montón de la carne
enferma, hasta el toque de diana. Luego, el capataz, desde la puerta, por respeto al
hedor desprendido de aquel antro, nos grita:
—¡Arriba, mulas!
Y avisparse… y tomar el agua sucia —vulgo café—, y a la tarea de siempre.

Como no logré en toda la noche probar el sueño, al oír a Fortunato preguntarme:
“¿Cuándo?”, respondí: “Esta noche”.
—Sea. Tenemos…
—Cinco pesos, veinticinco centavos.
Y reanudamos el trabajo al divisar a Sóstenes con las manos a la espalda y en
ellas el azote.
Nos juzgó sin cobres y por eso en un tono si es agrio si dulce, nos dijo: “Esa
tarea… esa tarea…”. Y siguió de largo. ¡Alabado sea Dios, se marchó! Y sólo por hacer
quedar mal a Dios, regresó preguntando:
—¿Cómo amanecieron?
—Limpios mi jefe; Chamula no tiene rienda. De jerez con caña y caña sin jerez,
se llevó el dinero la turcada.
—Bueno, bueno; no entretenga y no más ruéguele a Dios no terminen su
tarea…
Y se fue.
Decididamente habíamos escogido mal día. Fortunato no cesaba de vomitar y le
propuse dejarlo para mejor ocasión.

60
—No; esta noche. Me pondré bien. Vamos con Selim… un vaso de caña con
naranja y me compongo… ya verás. ¿Cinco pesos, dos riales? ¡Pues sin sardina! A pan
y agua… Ya le estábamos dando esta nochi.
Malhaya quien aplaza para “mañana” sus resoluciones. El más valiente general,
la guerra más cruenta, las prisiones, el destierro, la peste… nadie ha hecho mayor
número de víctimas que el “mañana”.
¡Oh, si le hubiera seguido la noche anterior!
Un vaso de caña; otros más y al cabo de media hora, apenas si dos pesos nos
quedaban. “Ya no bebas Chamula; acuérdate… hoy…” ¡Todo inútil!
Tenía roja la cara, inyectados los ojos; parecía irradiarle fuego por todo el
cuerpo.
—Esta nochi… sí, por allá… Otra de caña sin naranja.
Y justamente cuando iban a servírsela, cogiome fuertemente de un brazo, buscó
asiento y, tal le vi, que hube de rogarle se acostase mientras daba aviso a la
corporación: era necesario ir a la enfermería. Y esta palabra produjo el golpe: ¡La
Enfermería!
Para él, como para todos, esta palabra significa un adiós a la esperanza… dicho
sea sin ofender a los doctores. Al oírla me derribó emprendiendo carrera desesperada
hacia el monte… por allá, donde según su decir, debíamos dirigirnos para ir a Chiapas.
—¡Chamula! ¡Chamula…! ¡Oye!
Hubiera ido a caer quién sabe dónde, a no haber aparecido por la vía Sóstenes
con otros dos capataces.
Algo debió decirle Sóstenes al cerrarle el paso; yo vi al infeliz bambolearse un
momento y cuando llegué, tenía los ojos abiertos, desmesuradamente abiertos, como
si de una sola mirada hubiese querido abarcar la enormidad de su desgracia. Fijos los
ojos en Sóstenes, repetía sin darse cuenta: “Sí mi jefecito… sí mi jefecito…”. Y cayó.
¡La perniciosa!
De ella lo sepultaron al día siguiente. Yo no fui a San Isidro… ¿para qué?
No era menester ir al cementerio para estar a su vera en aquella su soñada
deserción.
¡Ya le haré compañía!

Chan Santa Cruz, 1907

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Marihuano


Un par de ojillos insignificantes; una frente majestuosa, casi un edificio apuntalado por
su enorme nariz —y para la existencia de tal nariz era pretexto aquella cara—; lacio y
escaso el pelo; cargado de espaldas; la cabeza encajada más que puesta en un cuerpo
diminuto… Samuel (a) “El Ratón”.
Un tipo lleno de vueltas; todo requilorios; un tórculo. Uno de esos tipos que
escupen por el colmillo y baten chocolate en seco al platicar; una cabeza sin carácter;
encontrados los ojos; labios delgados; lampiño él… Natividad.
Una especie de gallardetón rematado por las puntas en dos enormes y
huesudos pies; desvaído, largo como deseo de pobre; brazos robustos, de manazas
siempre cerradas y golpeando al aire. Mal acomodada en el cuello enorme, una
cabecita capaz de caber dentro de la palma de la mano; terne y decidor con quien le
entraba por el ojo derecho; insolente o reservado con todos los demás… Felipe.
Un tipo así, como Dios le hizo, un tanto corregido y aumentado por su propia
iniciativa… Yo.
Nos llamaban “El cuatro venidor”.
Se nos atribuía ser unidos, porque nos dedicábamos a la chamba fina; y hasta
levantábamos a la callandita nuestros “guatos”. No es verdad.
Estábamos unidos, porque, sin modestia, excepción hecha de uno que luego
resultó ser un hipócrita, creíamos ser de lo menos peor de la camada.
Por disposición superior, se nos concedería, de entonces más, el sábado de
cada semana para lavarnos, y bueno es decirlo: las armazones de ropa que cada uno
traíamos, nuestro dinero nos costaba; pues aunque en el acarreo de la piedra y demás
faenas se nos despedazasen, cuando fuimos con el capitán a exponerle lo justo de su
reposición por otras nuevas, contestó:
—Hombre, me gusta. ¿Ven? Me falta un dedo en esta pata. Pos cuando
trabajaba como ustedes, me lo rebanó un truque… Si mi pata, y ésa sí valía la pena, no
me la repusieron, ¿van a reponer a ustedes sus hilachas? ¡Media vuelta!
Allí estábamos todos diseminados aseando nuestros guiñapos. Quienes sobre
las piedras; otros sobre cajones; los más aprovechando los charcos formados en el
suelo.

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Protestaban los vecinos contra las inmundicias dejadas, tales días, en los sitios
utilizados como lavaderos. Nos conformábamos pensando: será un mal, pero no pasa
de serlo relativo; díganlo si no los innúmeros marranos que libres transitan por las
calles, y saben a dónde ocurrir los sábados al festín. No bien concluimos la tarea, se
entregan a una loca bacanal y con delectación unciosa parecen decirnos, que todo es
cuestión de pareceres y por su parte lo encuentran muy bien.
Al calentar el sol, despedíase del lugar en donde la faena se desempeñaba, un
olor que no es para descrito.
Cierto: había lavaderos públicos, pero se tenían reservados para las mujeres, si
deseaban ocuparlos. Debíase a eso que, inaugurados dos años atrás, estuviesen aún
flamantes: en lugares donde las mujeres escasean, sobran ocupaciones más lucrativas
para ocuparse de faenas tan pesadas.

Desnudo casi; sentado en el brocal de un pozo; agobiado por el fardo de su espalda,
en tanto nuestras ropas se secaban, noticiome Samuel haber leído uno de mis cuentos,
sin haberlo entendido como él quisiera.
—Así por ejemplo: ¿Florencio llega a matar al amo?
Como le contestara afirmativamente, insistió en desaprobarlo.
—Porque imagínate: ¿cuál será la suerte de Florencio? Ya lo sé, con la muerte
del amo termina el libro; pero de seguir el cuento, ¿qué harían con Florencio?
—No sé; yo supongo que aprehenderle.
—Eso, aprehenderle, y cuando llegue el término de la preparatoria… al
Territorio con él. No sé de cuál bicho me dijiste que tenía muchas cabezas, y cuantas
veces le cortaban una, otras más le nacían. Así Florencio; mata al amo y sus haciendas
pasarán a los ocho hijos… por un amo muerto; vendrán ocho. Matar un amo, mientras
viva el amo, no es gran cosa.
Y recordó al suyo; cómo le tenía copiando eternamente del borrador al libro
diario, para recoger por todo, treinta pesos mensuales.
Es verdad, vio el cielo abierto cuando tal empleo encontró; pero, como altura
ganada no pasa de ser un escalón para el deseo siguiente, el deseo de parecerle bien
a Catalina, la hija del patrón, vino a corromper su buen propósito.
Reía Samuel a más y mejor del buen don Fidencio. Celoso de cuantos le
rondaban la muchacha, no bien divisaba un tenorio, cogía su “San Expedito” como él
llamaba al bastón, y paseaba por la banqueta de la casa mirando con aire furibundo al
pretendiente, mientras hacía cabriolas con el bastón.
Por supuesto, venía aquello de molde al par de tórtolos.

63
—Debes asistir el domingo a los premios —le dijo un día Catalina.
Ésa fue la caída de Samuel. No era cosa de presentarse con su vestido, en
mejores días negro, y ahora de color aceitunado indefinible; luego, por uno de los
codos amenazaba salirse el brazo entero. Y tras de mucho pensarlo, y después de
haber caminado todo un día a caza de un préstamo de quince pesos pagaderos a fin
de mes, resolviose por mal de sus pecados a tomar del cajón lo necesario y… sabido
es: quien no tiene vocación para el oficio, hace ensayos fatales, y así salió él. Le
cogieron la mano en actitud que no era para discutida, y adiós Catalina y flux nuevo. Al
mes estaba camino del Territorio.
De los “honorables” fracasados sale un compuesto absurdo. A no habernos
unido los cuatro, mal la hubiéramos pasado y Samuel como ninguno.
Las tareas más fuertes a Samuel.
¿Algo se perdía en la cuadra? El Ratón había sido y ¡a la brecha con él! Fue en la
brecha donde contrajo las calenturas y un acceso del cual por milagro escapó. Cuando
le encontraba el médico de la enfermería, se contoneaba diciendo a sus
acompañantes: “Un triunfo, un verdadero triunfo”. Y afirmaba que el paludismo, lejos
de inmunizar, disponía el cuerpo a recibir accesos de forma peor; debía andarse con
tiento, porque a la próxima, ya podía Samuel escoger el lote más de su gusto en San
Isidro: es decir, en el panteón.
Concluido que hubo Samuel de recordar, me preguntó con acento de filósofo:
“¿Será posible emprenderla de hombre honrado cuando salga de aquí?”
Y le irritaban mis preguntas sobre quiénes habían sido sus padres; cuáles sus
hábitos, sus ocupaciones; si con anterioridad había sentido secreta atracción por el
bien del prójimo.
En este punto la plática, una solemne maldición de Samuel me hizo volver la
vista hacia un lugar por él señalado. Natividad y la China, venían a nosotros. ¿Pero
hase visto al muy bestia?, ¿resignarse a vivir con tan mala pécora, peor que la peor de
las soldaderas?, ¿viviría a expensas de ella? De ella, vestida de sedas que, si con algún
sudor se compraban, no era con el de la frente por más señas.
—Me lo llevo —silbó la China con voz gangosa—; en lugar del “Cuatro” pueden
llamarse, si les peta, “El tres de bastos”.
Y felicitamos a Natividad por el ayuntamiento, deseándole prosperidad y
sucesión.
¡El muy cochino iba a apechugar con todo!, no había más: conformarse, ¡qué
demonio!

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Allá por entre la maleza, destacábanse sarmentosas y golpeando al aire las
manazas de Felipe. Apenas se halló a tiro: “¿Han visto ustedes?”, preguntó.
—Déjales y buen viaje —respondimos.
Allí fue el recordar los defectos de Natividad; no comprendíamos cómo se le dio
entrada en el grupo. “Y luego, ¿de dónde saca dinero la China? Allá ellos, tal para
cual, porque es bien sabido lo de la yunta del tío Prado… Dios los cría y ellos se
juntan.”
Sin embargo, por dos días casi no hablamos, y de hacerlo era para
demostrarnos que no era por el sentimiento de su separación, sino por el chasco
sufrido.
Pocos días después andaba con camiseta de crepé, buen calzado; trabó amistad
con el capataz y fue candidato para serlo.
Era de ver cómo nos saludaba mientras departía con Sóstenes, y ya se sabe: sin
dejar de batir chocolate… un saludo así, como escupido; eso él, pues Jacoba, ni el
saludo.
Y empezó nuestro calvario.
Si la tarea no está buena… y palos.
Si llegamos tarde a lista… y palos.
Por quítame estas pajas, palos y más palos.
Evidentemente aquel daño nos venía de Natividad, ¿por qué? Habíamos de
saberlo; con ése y no otro fin, nos colamos en el jacal de la China, hecho por uno de
los primeros soldados que la tuvieron. Al vernos púsose demudada, descompuesta
toda ella, y escondió con violencia un cajoncito y el trabajo en el cual la
sorprendimos… ¡oh, si entonces lo hubiéramos sospechado!
—¿Qué demonios quieren? Ni es ésta la cuadra, ni el corral de las mulas.
—No grites, Joba —replicó Felipe—; venimos a decirte esto: advierte a
Natividad que por la piedra se saca la mano; el “Tres” se porta hoy como el “Cuatro”
en otros días; y las cuentas del Ratón, las paga cualquiera de nosotros; que ya se nos
agota la paciencia… y nos vamos, quédate en paz, no se trata de sonsacar tu virtud.
Y salimos en medio de una tempestad de desvergüenzas que desde su asiento
vomitaba contra nosotros.

En aquellos días hicieron una de tantas los indios, habiéndose apoderado de los
víveres destinados a los destacamentos; mataron a dos de la escolta e hirieron a tres.
Al asno muerto, la cebada al rabo… y allí fue el tomar providencias inusitadas.
Debíamos abrir la brecha; reforzar los auxilios; se mandó proceder en contra del

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capitán que mandaba la escolta, pues al decir de los soldados sobrevivientes,
inmediatamente sonó la primera descarga, se internó en el monte a distancia
respetable, pero muy respetable, para presenciar desde allí el combate… “Los
grandes generales —decía en su confesión con cargos—, más hicieron dirigiendo las
batallas, que tomando parte en ellas.”
A la brecha todos.
Al trabajo y sin víveres… al matadero, donde sólo de seis en seis días se nos
remitían semillas de la peor clase y una res en pie, la que, por obra y gracia en la forma
de conducirla, llegaba transparente de puro flaca.
Sacrificada ese día, devorábamos con insólita fruición carne fresca, salando el
resto para comer los cinco días siguientes.
Iban en la cuadrilla la China y Natividad.
Natividad era ya capataz.

Un monte cubierto de maleza a tal extremo, que hacía imposible el tránsito. Raíces y
bejucos entrelazábanse en forma caprichosa. Allá de trecho en trecho, algún árbol
corpulento, una caoba, un ciricote, un chicozapote, interrumpían la monotonía de la
maleza; aquel breñal donde la palma disputaba espacio para distender su pompa, al
mangle y a la guaya. Hierbas exúberas de variadísimos matices extendíanse triunfantes
apabullando a las pequeñas, condenadas a morir de ahilamiento bajo sus ramas
cargadas de flores y de frutos. Extensión inmensa de cambiantes de esmeralda
recubierta doquier de flores rojas, como si hubieran sido fecundadas con el reguero de
sangre de que el Territorio se ha nutrido.
Derribar los árboles, arrancar de cuajo la hierba; ésa debía ser nuestra tarea.
Había para tiempo, ¡era aquello tan abundante!
Al golpe del hacha o del machete desplomábase el árbol milenario y el ruido de
sus ramazones al quebrarse parecía remedar una carcajada amenazadora, cruel…
El sol de las mañanas lloraba compasivo sobre el monte derribado, haciéndole
no sé qué misteriosa promesa.
Por eso las ramazones al caer, simulaban en su trepidar una carcajada, un
cuchicheo siniestro…
Fueron primero las hojas; cambiaron su verde gala en un tinte negruzco dejando
al descubierto la urdimbre… Hileras de dientecillos que parecían insultarnos.
Después las ramas, los troncos luego.

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La tierra enfurecida, al arrojar sobre nosotros el vaho penetrante nos mareaba el
cerebro. ¡Insoportable! Engreída de su policroma exuberancia de ayer, nos azotaba
con ira de mujer fecunda herida en el vientre.
Bandadas de moscos nos seguían con tesón; su actitud era franca, sin ambages:
“O me matas o me alimentas; también yo vivo”.
Cerca de nosotros estaba la Maga Verde.
La conocíamos.
Acurrucada en la charca donde las lluvias la engendraron; entre la podredumbre
del follaje muerto… La conocíamos. El frío de nuestros huesos, todo nos denunciaba
su presencia.
Por eso decía Samuel con aquella su amarga sonrisa: “La siento; se me ha
sentado en la mochila y no se irá… Ya verás, no se va”.
Triunfaba el monte.
El trepidar de las ramazones al quebrarse contra el suelo, no era ya un
cuchicheo, era un himno sombrío; himno de venganza. Tal vez ese himno fuera así:

Himno de la Maga Verde

Soy la malaria.
Pronto vuestra falange tabernaria
bailará y de su baile voy a estar ahíta…
¡Baila, bestia maldita!
Tirita… así… tirita…
¡Soy la Malaria!

¡Mosca verde!
¡Sus!, legión de mosquitos.
La Buscona Incansable les aguija… les muerde…
y su Alteza Gusano dará de sus delitos
cuenta… Y así quien sobreviva por su bien lo recuerde…
¡Fustiga, mosca verde!

¡Mata! La Naturaleza
lo hace también, pero jamás tortura;
el secreto del martirio nada más en ti perdura,
mala bestia. ¡Hombre al fin!, ¡triste criatura!

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Condénanos a muerte, verás con entereza
caer al bosque. Sólo tu torpeza
a morir poco a poco nos condena… Impura
génesis de tu vil naturaleza.

Mi caricia terebrante
te ha iniciado en los misterios de mi danza
macabra que te incita.
¡Baila, réprobo! En la alfombra del follaje crepitante
el jadeo veré… ¡Dulce venganza!
¡Taifa precita!
¡Baila! Así… muy bien. ¡Tirita
y goza mi caricia terebrante!

¡Triunfe la gloria de mi risa flava!
De vampiros y de moscas y de arácnidos mi enjambre
va tras vuestras arterias. ¡Sus!, mesnada brava…
¡Paso a la Maga flava!
¡Tirita!
¡Tirita, inútil ruego!
¿Sabíais o no que el fuego
es un depurador? ¡Oh, miserables!
Mi sonrisa maldita
minará vuestras carnes deleznables…

¡Bestia humana, tirita!
¡Así… tirita!
…………………………………………………
…………………………………………………
Y murieron uno y ocho y doce y más después.
Como habían muerto tantos; no les contamos ya, ¿para qué?

Uno de aquellos días, y cuando menos en ello se pensaba, nos ordenaron formar en
hora extraordinaria. ¿El motivo? Las más encontradas opiniones volaban por el
campamento.
—Nos van a dar instrucción.

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—Van a enseñarnos cómo debe uno dejarse matar de los indios.
Cesaron los comentarios cuando el teniente, jefe del punto, acompañado de
Natividad y Sóstenes se detuvo frente a nosotros y dijo:
—Hay entre ustedes alguno o algunos expendedores de “marihuana”. Son
muchos los cigarros recogidos a la tropa. Váyanse con tiento. Me importa un esto y un
lo otro que ustedes la fumen… ¡para nada sirven! Pero si la encuentro, si yo sé quién
de ustedes la vende a mis soldados, le arrimo un paludismo de padre y muy señor mío.
“¡A registrarles!”
Empezó Sóstenes por un lado; Natividad por el otro y se hizo un minucioso
registro a nuestros itacates; nadie traía una brizna.
Había terminado el registro y continuaba aún Natividad con insolente
impertinencia buscando en las ropas de Samuel, en la maleta…
—¿Quieres —rezongó éste— que me vuelva de revés el… para ver si allí la
tengo escondida?
—Oye, Natividad, te mandaremos trair un miscorcopio.
Nos dispersaron luego, y no volvieron a tratar del asunto.

Un viernes se llegó a nosotros el pobre Ratón, diciendo con aquella su amarga sonrisa:
“La traigo en la mochila; hagan ustedes mi tarea… no puedo, no puedo…”.
El domingo inmediato, cerca de las once de la mañana, se incorpora de pronto
transfigurado; sus ojos chispeaban; temblábanle ligeramente los labios; tenía su pelo
aspecto de penacho de pájaro y casi casi le había desaparecido la mochila. “Vengo —
nos dijo—, no se muevan de aquí.”
Salió y fue a apostarse frente al cobertizo techado de “guano” que servía de
cuadra a los compañeros, y, como uno de ellos intentara pasar:
—¡Alto! —le gritó Samuel e hizo con los brazos el ademán de tender un fusil—.
¡Si pasas, disparo!
Y fue el desastre: como todos los domingos a esa hora se había bebido más de
lo regular, en un momento reuniéronse en tropel soldados, operarios, negros y negras
a comentar el suceso.
—¿Qué tiene este tío?
—¿Tú disparas por las uñas?
—No nos fusiles en masa, si no somos huelguistas.
Natividad se encaró con el teniente y le dijo: “Está ‘grifo’”.
—¡El de la marihuana! Tráiganse un par de varas y arrímenle cincuenta.

69
Temblé al oír al teniente y corrí a cubrir con mi cuerpo a Samuel; el infeliz no se
daba cuenta de lo ocurrido.
Empezó el suplicio.
Reían los más, preguntando a Samuel, como el pueblo ebrio de rencores en
otro tiempo a Jesús, “¿Qué sientes?”
Y le ponían las manos frente a los ojos, en una forma semejante a una cabecita
con astas. “Te cuerna, ¡uy!, te cuerna.”
El desdichado Samuel parecía insensible al dolor; sólo al descargar Natividad
sus golpes le temblaban vivamente las carnes.
Al fin pude gritar: “Mi teniente, por su madre consagrada: llamen un médico,
está enfermo. ¡Tiene la perniciosa!”
Nadie me oía.
Dio Samuel un ronquido extraño y cayó.
Quién va por agua; quién por vinagre.
El teniente empezó a pasear de un lado a otro, diciendo a los verdugos: ¡La
fregaron! Yo no dije que le dieran tan recio; son ustedes un par de brutos.
Con ayuda de Felipe llevé a Samuel a nuestro cuarto.
Después de media hora abrió los ojos y me dijo con su sonrisa de siempre:
“¡Cuánto me duele el cuerpo!”
Le platicamos lo acaecido, bajó los ojos y murmuró:
—Más vale así… ¡mírala!… ya está cerca… ¡te lo dije!

Felipe había desaparecido, creí yo que por no resistir la vista del cuadro; fue, según
más tarde me lo dijo, porque tuvo una corazonada: había recordado nuestra irrupción
al jacal de la China, y el cajoncito escondido violentamente cuando nos vio.
Insistió Felipe; el teniente consintió en acompañarle; y apenas había empezado
el cateo en la casa de Natividad, se encontraron cigarros hechos, marihuana en polvo,
en rama… ¡Y entonces fue el encaminarse en procesión para desagraviar al pobre
Samuel! Era tarde.
Nada había por hacer, bien muerto estaba.
Antes de cerrar para siempre los ojos, me dijo:
—¿Vas a escribir esto? —Y como le asegurara que sí, agregó:
—Procurarás ponerlo en tinta negra, muy negra… ¡ah!, y no dejes de citarlo: me
extingo con un deseo, y mi deseo es éste: Dolor mío, reúnete al dolor de mis
hermanos y sé fuerte. Salva el monte, salva el mar; llega hasta donde el AMO, el gran
tirano se halla; acurrúcate junto al áureo sillón y grita, grita fuerte, grita así:

70
“¡¡Señor y dueño de nuestras vidas…!!
“¿Por qué apartas los ojos del matadero?”

Xcalak, 1908

71


Nohbec


Penosa era la jornada y con todo, apenas si nos dieron tiempo de tomar el rancho,
consistente él en unos pocos de frijoles y lentejas que, de antemano y por teléfono se
había ordenado al comandante del destacamento nos preparasen. A guisa de pan,
confeccionamos en hojas de lata tortillas de harina a mal tostar.
Silenciosos, malhumorados, engullíamos nuestro alimento, no sin haberlo
compartido con la infeliz mujer y su hijo. El muchacho comió poco; ella limitose a tener
el plato entre las manos sin levantar siquiera la vista para darnos las gracias. Lloraba.
Al darse orden de continuar la marcha, se acercó un sargento segundo a nuestro
capitán participándole que tres de la columna no podían siquiera moverse. Para
cerciorarse de si era o no verdad, se indicó al mayor médico los reconociera.
Recargados contra el bajareque; exangües, casi desnudos y sin fuerzas
suficientes a soportar el máuser, encontró el doctor a los tres soldados… Uno de ellos,
pugnando inútilmente por tenerse en pie, hubo de conformarse con levantar la mano a
la visera mascullando: “Damos a usté nuestra palabra de incorporarnos con las escoltas
de mañana”.
Interrogó el capitán al mayor y éste, sin ambages, dijo no saber si cual lo
afirmaban podrían o no incorporarse; lo que sí no se explicaba era cómo habían
podido llegar hasta allí. Esto bastó: el capitán llamó por teléfono a la Matriz dando
parte de lo ocurrido y anunció la salida para nuestro destino.
La mujer y los niños estaban listos en su cabalgadura; amarrado en las ancas
Juanito y el pequeño en sus brazos.
Debíamos presentar de seguro un mal aspecto: mal comidos, mal tratados y mal
dirigidos.
Sin calzado; hechos jirones los vestidos; pegada la ropa al cuerpo gracias al
sudor. Menos mal los que sólo ropa interior teníamos, pero ¿los vestidos de mezclilla?,
¿y los que llevaban el vestido de paño?
La vegetación lujuriosa, lejos de refrescar con su fronda, arrojaba sobre nosotros
un vaho enervante.
Ni al capitán le ocurrió exigirnos orden en la marcha, ni de haberle ocurrido lo
hubiera logrado.

72
Sólo ella parecía no haber recorrido una milla; sólo ella parecía no preocuparse
del peligro; sólo ella no desesperaba de la parte por recorrer con tal de llegar. Para su
cerebro todo se traducía así: mi esposo manda el destacamento de Nohbec; acaban
de atacarle los indios. Es preciso ir allá para que bese y abrace a sus hijos si vive… para
curarle si le hirieron… para llorarle si le han muerto.
Y en todo ello, ni un gesto, ni una súplica; dolor concentrado y ungido por el
dulce placer de llorar. Dos hilos temblorosos escapaban de sus negros ojos goteando
sobre la cabeza del pequeñín que, ajeno de penas, sonreía.
Si algún incidente nos obligaba a hacer alto, infaliblemente preguntaba Juanito
si era allí donde se encontraba su papá; si se lo entregarían los indios; si era verdad
que los desvestían para machetearlos, y por qué hacían aquello.
Cual serpiente perezosa movíase la columna por la ondulante vereda obstruida
con los árboles derribados de intento por el enemigo o arrancados de cuajo durante
algún chubasco.
No agrupación de soldados, sino horda escapada del presidio debíamos
parecer. Hablaban de eso los deformados cráneos; las frentes deprimidas; los dientes
achatados; los caninos salientes; las orejas de asa de algunos; el aire marcadamente
estúpido de los más. Debo advertirlo: las bajas de los batallones de la guarnición se
cubren con los de libertad preparatoria de Ulúa; como antes de un año cada batallón
se diezma, ¿cuál será el contingente de presidio?, ¿qué restará del primitivo batallón
transcurridos dos años o más?
Todo el grupo hablaba de eso; todos traían una criminal historia en recuerdo o
nuevos crímenes en cartera. ¡Y a ellos, a nosotros, estaba confiada la defensa del
Territorio!
Mientras más lo consideraba, me explicaba menos la causa de aquella guerra
llamada de pacificación. La serie de ¿por qués? se me presentaba enérgica, en tropel,
me danzaban en los aires las interrogaciones como garabatillos fosforescentes.
He aquí cuanto ocupa de hecho el Gobierno, en una extensión de miles de
kilómetros cuadrados: Al oriente, la entrada por mar al Territorio; de allí parte una línea
hasta la capital con tres o cuatro destacamentos en el intermedio; destacamentos
sostenidos por diez, o veinte hombres. De la capital se bifurca esa línea,
extendiéndose una hacia el sur y termina en la frontera extranjera; la otra marcha al
noroeste siendo su punto de término el límite con Yucatán. A lo largo de una y otra
línea y de veinte en veinte kilómetros hay unos cuantos destacamentos en las mismas
condiciones que los anteriormente descritos. El resto está en poder de los indios.

73
¿Cuál es la razón de existencia de tales destacamentos? ¿Por qué están allí esos
hombres aislados, haciendo vida de fieras? Condenados a vivir y morirse dentro de
pantanos; en lucha constante con un enemigo que les hiere a mansalva y se retira sin
daño a sus aduares después de haberles robado y herido; sin esperanza de relevo
como no sea por causa de muerte… ¡se releva a los muertos con los vivos… entre
tanto que éstos mueren!
Jamás una visita de médico, si no es cuando comunican que el jefe del
destacamento está “muy grave”, y por supuesto el doctor llega con la oportunidad
necesaria para ordenar se le dé inmediatamente sepultura… y se incinere cuanto le ha
pertenecido. Es contagiosa la tisis.
Después de tantos años de terminada oficialmente la guerra, ¿se vive aún así?
¡Oh espada!… ¡qué sabes tú de administrar! ¿Esta sangría no tendrá término? ¿Hasta
cuándo este holocausto de víctimas en aras de la torpeza?
¿Tendría razón Fermín? ¿Conque se había emprendido aquella campaña para
que unos cuantos señores se pudieran repartir, dentro de los salones de un ministerio,
hectáreas de terreno a granel?, ¡traer empleados, operarios y soldados sólo para dar
garantías a los explotadores!, ¡traer cuadrillas de esclavos, sin cuidarse de sus vidas con
tal que ellos pudieran repartirse a fin de año altos dividendos, allá, repantigados en sus
sillones…!

Ajeno a las peripecias de aquella marcha forzada, apenas si bastaba a distraerme de mi
viaje por el mundo del análisis, la abnegada mujercita presa del dulce arrobamiento de
desbordar en lágrimas su pena; sin reñir a Juanito cuando a reír se echaba con la
ligereza propia de su edad, al oír los reniegos, ajos y tasajos de la tropa; sin cansarse
de llevar en brazos al pequeñín que la reía a más y mejor cuando le caían en sus
carrillos de pétalo las gotas de llanto… suponiendo tal vez fuera aquél uno de tantos
juegos de la buena madre.
—Adelante —decía el comandante—, a tal hora debemos llegar a Sutjas.
Pronto, hijos; ya descansarán. Adelante.
Con fatal insistencia volvía mi pensamiento al tema: ¿qué esperamos?, ¿qué
medidas tomar para conjurar el presente?, ¿cuáles para salvar el porvenir?
¿A dónde iba aquella promiscuidad de administración militar y civil, si bien civil
lo era sólo de nombre? Como el jefe de la Zona decía en los trances apurados: “Aquí
la Constitución soy yo, como dijo Carlomano”… ¡Pobre Carlomagno, y cuán ajeno
estuvo de pensar en decirlo!

74
Y pensé con enojo en los destacamentos: el jefe del punto era el árbitro y a él
debían estar sometidas las demás autoridades. Un militarismo ultrajante.
Lo que a raíz de terminada la campaña podía invocarse como disculpa, dados
los años transcurridos, habíase transformado en culpa…

Nuevamente detúvose la marcha. Faltaba uno de la tropa; nadie se dio cuenta de ello,
pero resultaba probable esto: que aprovechando una de las vueltas más pronunciadas
del camino, se internó dentro del monte. Destacáronse cuatro en su busca sin haber
conseguido encontrarle. ¿Una deserción?, ¿uno de los muchos casos en que el soldado
presa de un acceso palúdico, siente la necesidad de caminar, huir, escaparse…? ¿Un
caso de extravío dentro del monte?, ¡eran tan frecuentes! ¡El monte es vengativo! Se
internan para coger un fruto, para buscar el agua, y él se venga haciéndoles vagar y
vagar en busca de salida. La ronda de aves de rapiña denunciará el lugar donde cayó!
La mujer examinaba el bosque en todas direcciones con visible impaciencia y
Juanillo pedía se le desatara porque ya se le habían entumecido las piernas.
—Aguarda un poco; mira: si no llegamos, quién sabe si nunca más le veremos.
Se ordenó tocar llamada; los momentos eran preciosos y no podían perderse así
como quiera. Incorporáronse los que en busca del soldado habían ido, sin haber
logrado inquirir su paradero.
—¡Adelante!
El ¡anda!, ¡anda!, de Ashavero, debe arrancar a su rugosa faz algo del gesto con
que la muchedumbre escuchó la orden de marcha.
Serían las dos de la tarde. Dos horas más y estaríamos al fin de la jornada.
¡Loado sea Dios! Dos soldados marchaban a nuestro encuentro; de Sutjas
debían regresar con seguro. Uno de ellos se adelantó al capitán, asegurando ser de los
que batieron a los indios, desprendiéndose para ello del destacamento inmediato al
oír el tiroteo; pero no les había parecido prudente alejarse, por si fuere plan del
enemigo debilitarlo, para caer sobre él.
Se les ordenó incorporarse y continuar con nosotros la marcha hasta Nohbec. La
madre de las criaturas se les acercó para inquirir detalles.
Recomendó el capitán toda serie de precauciones, pues nos hallábamos en la
zona peligrosa: el lugar de los sucesos estaba ya cercano. Su proximidad logró borrar
en nosotros la impresión del cansancio. Pensábamos tal vez en lo que dentro de pocos
momentos miraríamos…

75
Por uno y otro lado, derribaron los indios los postes de las líneas telegráfica y
telefónica, utilizando el alambre como parque; diseminadas en todas direcciones
contamos hasta cien trincheras.
Nadie se hizo ilusiones: triste, muy triste debió haber sido la suerte de los
vencidos.
Al fin, allá, a lo lejos, un claro en el monte; era el campo de tiro; sobre él y en
siniestra ronda cerníanse millares de aves de rapiña.
Inundó nuestros corazones una angustia desconocida.
Lo que nos esperaba debía sobrepasar a los horrores hasta entonces
presenciados.
Al llegar a un saliente del monte, y ya dentro del campo de tiro, un horroroso
grito partió de nuestros pechos.
Alarmadas las aves, extendieron sus alas negras y fueron a posarse en las copas
de los árboles vecinos. Las interrumpíamos en pleno festín.
Osamentas dispersas… miembros en putrefacción… coágulos de sangre en
todas partes. ¡Ni una casa! Cenizas… troncos aún humeantes… eso era todo. ¡Eso
restaba de Nohbec!
A la derecha levantose con estrépito otra bandada de zopilotes, y al internarnos
en el monte, revolcándose, presa de indecible angustia, vimos a uno de los soldados
supervivientes, con una pierna herida. La bala disparada probablemente a corta
distancia, hizo estragos espantosos.
Muy cerca del herido estaban los cadáveres de dos indios en completo estado
de descomposición y devorados en parte.
Díjonos con débil voz que, en busca de salida y a rastras, pudo llegar hasta
aquel punto sin percatarse de la proximidad de los muertos, sino cuando se vio
también atacado por las aves de rapiña a quienes de seguro atraía el hedor de su
pierna; se habían empezado a agusanar las heridas. A pedradas, a palos habíase visto
obligado a defenderse de ellas, pero tenaces, no se retiraban sino para volver con
mayor encarnizamiento a acometerle.
—Ánimo —dijo el doctor cariñosamente—, hay esperanzas.
Nos improvisamos enfermeros llevándole bajo una enramada; nuestros
camaradas la construyeron cerca del lugar en que hacía unas horas todavía se
levantaba el cuartel.
Una vez curada y vendada su pierna, rodeámosle, más para oír de los labios del
único testigo presencial lo ocurrido, que por interés de su salud.

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Temerosos de si alguna complicación le impediría hablar más tarde, le hicimos
mil preguntas, contestadas no sin trabajo a causa de su debilidad.
Logramos saber cómo y cuándo ocurrió el desastre.
Fue el asalto por la mañana, aprovechando los indios la hora de salida de las
escoltas para uno y otro lado del camino.
Debían haber estado sobre aviso de la llegada de provisiones y el presupuesto
del mes.
Tan rápido, tan inopinado fue el asalto, que, cuando se oyó el grito de “¡A las
armas!”, ya el enemigo había penetrado en la cuadra. Dieron muerte a seis soldados y
lleváronse las armas y el parque.
De golpe se presentó a todos la inutilidad de la resistencia; se pensó en huir…
¡imposible!
Seguidos de cerca por centenares de mayas, caían acribillados por las balas, y
no bien habían caído, se les destrozaba sin compasión a machetazos.
El bizarro jefe del punto, dos asistentes y cuatro heridos, se parapetaron como
mejor pudieron dentro de la comandancia… ¡inútil! Rodeados materialmente por el
enemigo, bastábale a éste arrancar las varas del jacal, para hacer desde allí blanco
seguro sobre sus víctimas.
Debieron comprender los indios el peligro de la espera y se apresuraron a
consumar el martirio: prendieron fuego a la casa y un terror pánico se apoderó de
cuantos en ella se guarecían; abandonaron el recinto arrojándose sobre los asaltantes
sin dejar de hacer fuego…
El teniente, el teniente era su presa deseada y como jauría hambrienta le
envolvieron…
—A esto debí mi salvación —decía el herido—; entre el confuso tropel me
escabullí. No tenía arma, no tenía parque… pobre de mi teniente. Desde mi escondrijo
vi cómo le sujetaban con alambre por debajo de las arcas; cómo le amarraron a uno de
los caballetes del jacal. Después de él a todos, a todos los heridos… después
amontonaron leña bajo sus pies, y la pira ardió… Ardió luego el campamento entero, y
miré destacándose sobre el color vivísimo del fuego aquellas sombras de
endemoniados que arrastraban fatigosamente a los muertos para arrojarlos sobre la
fantástica pira…
Un grito capaz de partir el alma detuvo al narrador… volvimos la cara… nadie
había reparado en que la viuda había oído la narración del asalto…

77
Nos impuso respeto su hondo, su reconcentrado dolor; abrazada a sus hijos
repetía sin darse cuenta tal vez de toda la amargura que sus frases envolvían: “Se
acabó… se acabó… Mis hijos… mis hijos…”.
Yo comprendía perfectamente que, no siendo esposa legítima del teniente, ni el
recurso podía asistirle de solicitar una pensión; no serían título para obtenerla ni sus
criaturas nacidas en el campamento, si no estaban registradas. ¿Y en dónde hacerlo, si
no había oficinas del Registro Civil?
Sufrir y rodar.
Se extinguía la tarde sin transición, sin crepúsculo.
Allá, a lo lejos, avanzaba una nube tormentosa.
Ante el cuadro desolador se aferraban a mi cerebro las palabras de Fermín…
“Esta guerra se hizo para enriquecer a unos cuantos bribones… que allá,
repantigados en los sillones de sus escritorios, contemplan desde la gradería, como en
los tiempos de la Roma en decadencia, la enrojecida arena donde se debate, sin
redención, la carne de malaria… En donde se derrumban sin gloria ni triunfo los
vencidos…”

Nohbec, diciembre, 1908

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El aguilucho


Me dijo alguien que allá en sus mocedades fue soldado e impuso como los fuertes su
voluntad… Podrá ser cierto; cuando yo le conocí gemía bajo la esclavitud de las faldas
de Isaura (a) “La Nigua”.
Curiosa pareja de enamorados: frisaba él en los ochenta y de sesenta, meses
más, meses menos, no bajaba ella.
Por su carácter duro, sanguinario, le hicieron nuestro capataz mayor. Capataz de
capataces si dijéramos.
Era su segundo en mando y tercero en amores, Verás (a) “El Consuetudinario”,
de quien pudiera decirse: sólo una borrachera se ha puesto en su vida… si bien ésta
empezó largos años atrás.
Y fue ese triunvirato el Alma Negra del Territorio. El Consuetudinario sugería; la
Nigua estudiaba si la camándula propuesta se traducía para ella en provecho
pecuniario… y el Aguilucho ejecutaba; para eso tenía la autoridad.
Me sentí atraído de formar la psicología de mi hombre, pero… ¿en dónde
fundarla? Sus antecedentes llegaron a mí envueltos en el vapor de la leyenda; databan
de lejos, de las épocas de revolución; en su ambiente campeaban sangre y puñales.
Había pertenecido nuestro héroe a la guerrilla del fatídico general Rojas, por quien
sentía una acendrada admiración rayana en culto.
Terminada la revolución le utilizaron como sicario y después, rodando de bote
en bote, llegó a nosotros.
No sabemos si fue valiente, sí nos consta que era sanguinario.
Y hubiera continuado nuestra conversación sobre este punto, de no haberle
divisado dando el brazo a su avellanada Nigua y seguidos de cerca por Verás.
Con la tarea pendiente, no era cosa de gastarse el tiempo en charlar: nuestra
cuadrilla estaba bajo sus órdenes y debíamos cortarle, mañana por mañana, de veinte
a treinta tercios de ramón que, vendidos en la ciudad, formaban una de sus muchas
buscas, como él decía.
—¿A ónde va éste?
—A los “Ojitos de Agua”, su hacienda.
Una carcajada incisiva saludó la ocurrencia.

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Con efecto: de injusto pecaría si al negarle cualidades concedidas por otros, no
le cargase al “Haber”, su astucia.
Allá por 1905, se dirigió el Aguilucho a sus jefes en un memorial asegurando
que la mortalidad de “Ojitos de Agua” era tal que, de las familias allí radicadas se
podía afirmar tenían el deliberado propósito de suicidarse. Era de urgente necesidad
incendiar “Ojitos de Agua”.
El Gobierno nunca se ha sabido de la misa la media en cuanto al Territorio se
refiere, y acordó de conformidad. Y allí fue el sacar a las familias con perjuicio de sus
intereses y el atropellarlas sin miramientos para proceder al incendio. Era el fuego uno
de los amores del Aguilucho… reminiscencias de su época de guerrillero; del discípulo
de Rojas —díganlo, si no, las tiendas de Iberri y Alamilli.
Estaban aún humeantes los tizones, cuando volvió nuevamente a dirigirse a sus
jefes pidiendo le concedieran en propiedad “Ojitos de Agua”… y le fueron otorgados.
Entonces el Aguilucho se llevó a vivir al mismo punto una cuadrilla tres veces más
numerosa que la población radicada anteriormente.
De “Ojitos de Agua” se hizo un ingenio, una finca, algo así… y de la cuadrilla
los esclavos.
Y había que andarse vivo en el trabajo, porque el Aguilucho utilizaba a guisa de
lengua… el rebenque de los capataces.
—Mira tú —dijo uno del corrincho—, ¿y Verás? Haciéndose el cargo. Era que, en
esos momentos, como frecuentemente acontecía, la Nigua se puso a hacer ciquiricatas
al viejo y tirándole del bigote le decía: “Quita allá, ñoño mío”.
Concluida la revista de sus propiedades, emprendieron la vuelta a la ciudad.
Pensaba yo al verlos: cómo ese viejo, cómo ese guiñapo, llevando a rastras los
pies, era joven y era ágil cuando ejercía venganza sobre sus enemigos. Llamaba
enemigos a cuantos a su capricho no se doblegaban.
En su género y para ser capataz, casi resultaba un Salomón. Oíamosle citas
históricas cada cinco minutos; pero sus citas eran como ésta: El marqués H. tuvo
amores con la reina X. Yo lo he leido (así, sin acento) en el vizconde de Branjelone.
O de estas otras: Aquí se hace lo que mando y no discutan porque como
Carlomano dijo: “Yo soy la Costitución”.

La tarea de ese día tocó a su término. Hacinamos sobre una plataforma el “ramón”
emprendiendo alegres el regreso a la ciudad.

80
En la puerta de la barraca nos esperaba la carantoña de la Nigua y allí fue el
repasar los tercios. Si éste no está completo; si lo de más allá. Después a cargar cada
quien el suyo para hacer los entregos en el mercado.
El Aguilucho no se mezclaba en eso… le bastaba con recoger el dinero por las
tardes. Una verdadera fiebre de acumularlo le había invadido. El tiempo que sus
labores oficiales le dejaban libre, dedicábalo al cultivo de cebollas, rábanos o chiles, y
habían de oírle exclamar no sin contonearse un tanto: “¡Quién iba a decirme que yo, El
Aguilucho, como dicen esos majaderos; yo, soldado de la campaña de Reforma;
compadre de Rojas, aquel militarazo, había de verme… pues… así, de cuentachiles!”
Esto no le impedía recoger cuidadosamente el agua de lluvia para venderla al
pueblo a precio exorbitante.
No fue obstáculo tampoco, para prestar por conducto de la Nigua dinero a los
empleados, con garantía de sus recibos y un cincuenta por ciento de interés.
Como no lo era para ocuparnos en trabajos de los comerciantes… y por
supuesto él hacía la contrata dejándose no mala parte del producto.
Como no lo fue para apropiarse de los materiales de construcción de la extinta
ciudad de La Gaviota, destruida por el Gobierno a moción suya, utilizándolos para
construcción de casas, ya para sí, ya para sus favoritos. Allí estaban si no las de Verás y
Blunquete.
Una fiebre, una verdadera fiebre de lucro.

—¿Ónde vas con eso?
Interrogaba así la Nigua —de quien justificadamente decíamos: “No pierde
pisada”—, a un operario que conducía un enorme cajón de provisiones. Apenas si
podía con él.
No supo o no quiso responder el aludido, y ella, sin dejar de contar los tercios
por supuesto, gritó: “¡Chacho! ¡Chacho!”
Y al asomar el Aguilucho, “Mira; mira no más”.
Por no comprometerse, masculló el operario una respuesta, pero al oír la orden
del vejete: “Denle unos cuantos palos, ya se le desentumirá la lengua”, cantó de
plano. Eran las provisiones para Leonarda (a) “La Carpanta”, querida de uno de los
hijos del Aguilucho y a la cual tenía viviendo en la misma casa paterna: es de advertir
que, convencidos padre e hijo de lo costoso de la broma de sostener querida,
encontraron uno y otro el secreto de mantenerlas a costa de la nación.
—¿No te lo dije, Chacho? Corre a ese lépero; ya nos perdió el respeto.

81
Y allí surgió el conflicto, porque las otras hijas del Aguilucho al oír lo anterior se
desataron en improperios gritando a su padre cómo permitía a ésa esto y lo otro,
hablar así de su hermano.
Y volaron dimes y diretes; si la Nigua era casada con don Fulano y sus relaciones
eran adúlteras. Como la Nigua empezara a retorcerse (prueba inequívoca del ataque
de rigor en casos tales), gritó el vejete desesperado que no le cantaran moralidades;
allí se haría lo que la Nigua ordenara y a lo mejor era a ella a quien dejaría sus tlacos.
Y la pataleta comenzó.
Dejamos abandonado el ramón escabulléndonos prudentemente, si no, dado el
carácter del capataz mayor, íbamos a resultar nosotros los culpables.
Con ciertos dramas, al igual de los exhibidos en películas cinematográficas, nos
creemos dispensados de la reserva, desde el momento en que se desarrollan en
público.
Al día siguiente, y como quien fleta carga por cobrar, despachó el Aguilucho a
sus hijos por ferrocarril ordinario y sin presentarse en la estación a despedirles.
Cuando el tren partió creí llegado el momento de confirmar mi nuevo juicio. Yo
que hube de haber resuelto con anterioridad: “Es un mal esposo”, resolví para no
rectificarlo nunca: “Es un peor padre”.

A partir de ese día empezó el mando insolente de la Nigua en la Corporación. No se
dijo más “el jefe”; se decía: “la jefa”.
Y fueron asiduos concurrentes a la casa del Aguilucho la China y cuantas
soldaderas había en el campamento y con ellas hizo las mejores migas.
¡Pobre soldado de la Reforma!, ¡pobre compadre de Rojas… en eso había de
terminar!
Cumpliéronse en él las palabras de Fermín: “Desengáñate, solía decirme, soy
viejo y te hablo con conocimiento de causa. Primero nos abandonan las energías… yo
no puedo ya jugarte unas carreras; después la inteligencia… cuando yo tenía tu edad,
sabía la mar de cosas; luego, nos abandona la vergüenza… el Aguilucho ha llegado a
esa edad”.
Menos mal si la Nigua no le pusiera en ridículo, según nos constaba, hasta con
soldados rasos; con cuantos hombres encontraba a mano. ¡Cuántas veces se oyó decir
a los condenados a recibir palos por culpa de ella: “Buena palizada me pusieron en la
espalda pero es mayor la que el Aguilucho lleva en el testuz”.

82
Solía en mis horas de ocio leer a mis camaradas los apuntes del proceso de mi hombre
y en alguna vez díjome Fermín: “Según entiendo has procedido mal, en fuerza de
ajustarte a la cronología de los hechos, te olvidaste de graduar su interés. Si lo más
gordo lo has dicho por delante, ¿qué pudieras encontrar al fin?, ¿cuál impresión capaz
de perdurar y hacer olvidar las anteriores?”
Justa era la observación, y el desaliento de mi obra me obsesionó a tal extremo,
que hube de resignarme a perderla.
Siendo atroces los datos suministrados a diario por el triunvirato, eran ellos tan
corrientes… apenas si merecían consignarse.
Que si el Consuetudinario despachaba para que se restirasen en la brecha a
cuantos desdeñaban las provocaciones de la Nigua. Los menos de tales desdeñosos lo
fueron por miedo al Aguilucho; los más, porque la Nigua estaba en ese periodo de las
pecadoras en que las frases ardorosas enfrían con la frialdad de la piel de los reptiles.
Que si el Consuetudinario, de acuerdo con el Aguilucho, destacaba la fuerza
armada en persecución de los fugitivos de las fincas henequeneras de Yucatán, de los
esclavos; si bien, y haciendo justicia a los capitalistas, nunca pidieron la devolución de
ellos a título de esclavitud… la palabra es algo fea… Se reducían a pedir la
aprehensión de sus trabajadores, en virtud de pesar sobre ellos la carta-cuenta que
habían contraído sus abuelos, y a ella vivían encadenados los hijos, como de seguro
quedarían los nietos, caso de lograr la aprehensión de los fugitivos, para devolverlos a
sus amos.
Que si Verás había recibido la moquetiza H. de Rosenda.
Sabido era de todos: el infeliz, a la par del Aguilucho, siendo un tiranuelo,
gemía a su vez bajo la tiranía de las faldas de su querida.
¿A qué consignar tales porquerías si eran el pan de cada día en la Corporación?

Al fin, y sin festinarlo, el dato de mis ansias vino; ése remataría mi obra. La impresión
que, al decir de Fermín, debilitaría las anteriores.
Tenía el Aguilucho un hermoso perro, soberbio ejemplar de su raza; negro
como el alma del dueño y a su dueño adicto con esa fidelidad en que es el perro gran
maestro.
Vivíase a los pies del amo, sin que a inquietarle bastasen extraños halagos, ni
amorosos trapicheos.
En el perro vivía el alma del amo y así me explico que, si al pasar cerca de
nosotros le prodigábamos caricias, sin mirarnos, sin mover siquiera el rabo, dejase
escapar aquél su respetable gruñido.

83
Aconteció esto: alguien trajo al teniente una hermosa perra y el instinto,
omnipotente para la acción, débil y desmañado mostrose para la abstención. Triunfó
Nereyda —así se llamaba ella— y de entonces dataron las escapatorias de “Valiente”
—que así se llamaba él.
A cada escapatoria de Valiente, poníase furioso el Aguilucho, y fue común en la
Corporación para juzgar del éxito de nuestras pretensiones, inquirir de antemano estas
tres cosas: ¿no se ha escapado Valiente?, ¿hay quién apechugue con la Nigua?, ¿no
habrá recibido Verás una cachetiza de su soldadera?
Una de las muchas deserciones de Valiente prolongose por dos días. El
Aguilucho no comprendía cómo aquel perro mal agradecido se explicaba de otro
modo la vida que tirado eternamente a sus pies, y ordenó a los asistentes le matasen a
pedradas en cuanto regresara.
¿Quién había de tomar en serio la orden?… imposible; y por eso, cuando el
perro, humilde, acoquinado como criatura cogida en falta, entró en la casa dispuesto a
implorar perdón a sus calaveradas, le permitió entrar la servidumbre; pero el Aguilucho
oteaba y dando zancadas gritó iracundo desde el corredor si se habían olvidado de su
orden… En Dios y en mi ánima que todos sentimos estremecernos de terror al
escucharle… ¿conque era verdad?, y a todo ello el vejete se desgañitaba diciendo que
sentía tentaciones de hacer cumplir en nosotros la orden para quitarnos lo…
¡Pobre Valiente!, ¡pedrea más cruel! En el corazón me resonaban los golpes;
sentí desvanecerse mi cabeza al mirar al Aguilucho inclinado en el pasamano del
corredor, sin dejar de rugir… chispeantes los ojillos… erectos los escasos mechones de
cabello…
¡Pobre Valiente! Ni una vez levanté mi mano en contra suya y me hubiera
sentido en tal momento capaz de levantarla sobre el viejo… ¿por qué en esa ocasión
no me provocó… no me dijo algo… algo… cualquier cosa?
—Hijos de esto… yo les enseñaré a tirar pedradas… ¿le tienen lástima?… ¡ya
veremos quién la tiene de ustedes!
La pedrea se acentuó… y el pobrecito Valiente con ladridos lastimeros
abandonó su casa, deteniéndose de vez en cuando… en espera tal vez de que el amo
le llamase. ¡Pero si era imposible!, ¿despedirle?, ¿despedirle?, ¡despreciarle, a él!… ¡y
en esa forma! Perdonaría gustoso los golpes… ¿quién habla de perdonar? Ca… si
lamería sumiso la mano del autor de la orden, de tal infamia!, pero volver… volver…
oh, no podrían menos de llamarle… claro…
Tal parecía pensar el pobre perro sin dejar de mirar su casita de ayer…

84
En tanto el viejo, atragantada la voz y tembloroso el cuerpo canijo, no cesaba
de ulular: “Recio… más… más recio…”.

Tres días más tarde, transparente de puro flaco, turbias las pupilas, renqueando
dolorosamente, volvió a penetrar el perro en la casa… ¡renuncio a describir y ojalá
pudiese olvidar la escena que siguió! En esta vez el mismo Aguilucho cogía cuanto a
mano se encontraba para arrojarlo contra el animal, y al propio tiempo daba rienda
suelta a su vocabulario de carrero…
Al mirar que también el amo golpeaba, el último rayo de esperanza abandonó a
Valiente… ¡se acabó…!, ¡adiós para siempre el dulce calorcito del hogar… el estar
tendido horas y horas a sus pies, al parecer dormido, listo, sin embargo, a la primera
palabra del amo! ¡Se acabó!
Inclinó la cabeza, pasó bajo el umbral y renqueando ganó el monte… pero en
esta vez su resolución estaba bien tomada; ni una vez tan siquiera volvió hacia atrás la
vista… ¡se acabó!
Los operarios trajeron al día siguiente la nueva de haberle visto muerto en el
monte, y amontonados sobre de él, los zopilotes, en festín macabro…
Yo que había afirmado del Aguilucho: “Es un mal hombre, un mal esposo, un
peor padre”… hube de pontificar en tal día, para nunca rectificarlo:
“No tiene definición posible… ¡Es un monstruo!”

Chan Santa Cruz, 1908

85


La Sirena Roja


Profecía dramatizada en un acto y tres cuadros

NATURALEZA:—Una marina de factura inimitable. El vigor del primer término y el
misterio de las lejanías, denuncian la amargura del Artista de la creación al ejecutarla.
Una multitud abigarrada se agita en el muelle aupando sobre los bultos, carros
de mano, etcétera… Se disputa el lugar en el dolor, en la angustia que parece ser el
patrimonio de todos.
Atracado al muelle un transporte de guerra repleto de carne de cañón se
balancea presuntuosamente como enorgullecido de su presa, dijérase que le llenan de
alegría la mirada fosca, los rictus endurecidos, las ventanillas de la nariz dilatadas
nerviosamente y las cabelleras enhetradas de los guiñapos humanos que hierven en el
portalón de carga, sobre el muelle, en todas partes.
Hora del cuadro: la que el empresario elija; estaría por aconsejarle fuese un
amanecer. Escoger la hora gris o la noche, pudiera muy bien predisponer a una
hiperestesia, y, bien considerado no lo merece el público… ¡Son tan imbéciles los
públicos! Nada grande cabe en ellos, nada, ni el dolor.
De una de las bordas del transporte hay dos viguetas anchas tendidas al muelle.
Una valla de soldados deja el paso a los que faltan por entrar e impide la salida de los
cautivos.

86


Escena única

Una niña: Papá, ¿cuando vuelvas me traerás algo?
El padre: Cuando yo vuelva —si vuelvo—, a Dios gracias nada
necesitarás.
La niña: ¿Por qué?
El padre: Porque habrás crecido lo suficiente y te habrá tomado bajo su
protección el vicio. El vicio es pródigo con sus hijos.
La niña: (Lacrimosa, a un militar que pasa.) ¿Oyó usted?
El militar: (Con acritud.) ¿Tengo de cargar con los ajenos dolores además
de los míos?
Una novia: Un momento más; ya se adelantarán los otros, un momento
más; para convertirse en esclavo nunca es tarde. Yo deseo ir
contigo; estar a tu lado, compartir tu destierro.
El novio: Pasaron los sueños; los eslabones de mi cadena me obligaron a
reflexionar… Tus sueños y mis sueños nos han perdido. Una vez
en el destierro, por escatimar las caricias de los capataces; por
sustraerme a la esclavitud entre los henequeneros; por
liberarme de las bellaquerías de la soldadesca, muy posible es
que te sacrificara. Apetecerte… habrían de apetecerte y a
ningún precio me parecería cara mi libertad. ¡Te sacrificaría! Al
fin y al cabo eres sólo mi esposa, pero la libertad es mi querida.
Se ama mucho más una querida.
Un soldado: (Desorganizando a culatazos un grupo.) ¡No se aglomeren! Falta
mucha engorda por achiquerar. ¡Atrás! ¡Media vuelta!
Un grupo de ¡Paso!
irredentas:
El soldado: No hay orden.
Las irredentas: ¡Pues por eso! ¡Vaya un necio! “No hay orden”… Al desorden
venimos.

87
El comandante: (Al soldado.) Tienen razón, dales paso.

Los forzados: (Desde el portalón de carga.) ¡Bravo! ¡Bienvenidas!


Un mocetón: (Tiene la musculatura fuerte y la barba negra.) Ven, mi virgen
brava; ven, mi virgen loca.
1a. irredenta: Cuando mis pomas de placer endurecían dijo mi padre: “Ya
podías ayudarme a sostener mis vicios”.
2a. irredenta: Y vendemos por horas el placer…
3a. irredenta: Eres un descontento, un rebelde… por eso te buscamos. Sufres
y no te quejas…
El mocetón: ¿Soy acaso una mujerzuela? Los hombres hacemos algo mejor:
castigamos. Cuando carecemos del poder de castigar, nos
vengamos. Si la espada de la justicia está ociosa, deben entrar
en juego los puñales. Ven, mi virgen loca. Como yo, estás fuera
de la sociedad y la ley… ¡Seré la simiente y tú el surco! ¡Bravas
generaciones formaremos!
Las irredentas: (A coro.) ¡Bravas generaciones formaremos!
Una viejecita: (Ayudándose, para caminar, de un báculo.) Es aquél… él es. (A
uno de los soldados.) Ése… el de la barba como las alas del
cuervo… ése es mi hijo. Aquí donde me ves hecha una ruina, yo
le parí… ¡qué alegría! Es un hijo del amor… ¿y qué? No por esto
dejó de desgarrar mi vientre… Igual se desgarra el de las
señoronas. Lo recuerdo, me parece verle aún: como un
cervatillo embestía las tetas y mamaba a dos carrillos… Yo sí
que le amamanté a mis pechos; las señoronas no amamantan a
los suyos. Pude arrastrar mis vicios envueltos en gasas, sedas,
tules… ¡pero le amaba tanto! Por eso sentí deseos de enseñarle
la fortaleza del sacrificio. Yo hice el sacrificio de ser buena,
buena por él. Trabajé como negra, peor que negra. ¡Y todo para
qué! ¡Hoy me le llevan como a tantos otros a esa tierra
inhospitalaria donde se pudrirá y se me morirá como si fuera un
perro. ¡Ay, devuélvanme a mi criatura! Tendrán los gobiernos
sobra de esclavos; las mujeres abandonadas de sus amantes,
tendrán más amantes que elegir… ¡Yo tengo sólo un hijo y me

88
lo arrebatan! ¿Entiendes tú? ¿Entiendes tú lo que esto
significa…?
El mocetón: (A grito tendido.) ¡No llores, madre! Si las olas no me sepultan
en el camino y arribo a la Siberia mexicana, de todos los
deportados he de formar una familia. Más duro es el hierro y tú
lo has visto: toma en mi fragua las formas que le fija mi capricho.
Hoy está envilecido el taller, y por eso se deja arrebatar sus
hijos. Si las olas no me sepultan, madre, volveremos a dignificar
el taller.

En el muelle se acentúa el movimiento; los tablones han desaparecido y se oyen voces
de mando. Hace un rato comenzó a funcionar la hélice y la hora de marcha ha sonado.
Imposible describir la angustia, la inquietud de los que en el muelle han quedado y
miran alejarse pesadamente el transporte. Las palabras hijo, madre, adiós suelen
sobreponerse como notas de hijo, gritos fugaces…
Entre el transporte y la multitud del muelle, emergiendo de las aguas surge
esplendorosa y austera la Sirena Roja.

La Sirena Roja: (A las multitudes.) Nada es el dolor vuestro comparado con el
mío: libertos por fuerza, añoráis a la postre los grilletes… ¡yo
soy el eterno grito rebelde y por eso mi angustia es mayor!
¡Treinta años hace vivo encadenada y sin embargo… aguardo al
elegido, al príncipe del encantado país… él me despertará en
un ósculo de amor; distenderá la pompa de mi manto de
púrpura… Aguardad… aguardad…

¡Oh magia de la esperanza! Al diluirse en las aguas y en las tintas del cielo la Sirena
Roja, la multitud saborea el bálsamo de la resignación. Da un último adiós a los
deportados, y silenciosa torna a sus ergástulos arrastrándose indiferente por el asfalto
de las avenidas.

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Cuadro segundo
En la Siberia mexicana

Un lugar de desolación, de esclavitud y muerte. Aquí y acullá, hacinados, los ex-
hombres, los despojos humanos, se debaten presa de la malaria. Todos ellos
famélicos, llagados, astrosos, canijos.
También hay algunos ejemplares que ríen… no precisamente de alegría: la
vesania es una de las mil formas del paludismo.
Un vejete con aspecto de ave de rapiña, un verdadero esqueleto forrado en
arreos militares, va, viene, da órdenes escuetas a cuyo imperio los capataces se ponen
en actividad nerviosa repartiendo golpes a diestro y siniestro.
En el mar se anuncia algo solemne, pavoroso: habla de eso el aspecto de piel
de lagarto de las olas. Dijérase que la misma espuma, blanca en todas partes, por
voluntad de Dios, tiene reflejos de sangre. La Sirena Roja está cerca.


ESCENA UNICA

Un joven: (Con una enorme piedra a cuestas.) ¡A un lado! ¡No puedo más!
¡Van a reventarme las venas… qué demonio!
Un vejete: (Procurando vendar sus piernas llagadas.) ¡Niño! Si tanto te
fatiga ese peso, ¿cómo vas a componértelas cuando lleves el
que me abruma las espaldas y el pensamiento?

El joven: ¿Y en qué piensas tú?


El vejete: ¡Pienso en mi libertad!
El moribundo: Llévenme… bajo un árbol… ¡Me abraso! Tengo sed… me
muero…
El mocetón: ¡Arre allá! Es el único feliz… se acerca su liberación; va a dejar
de sufrir y nos pide ayuda… ¡a nosotros! A la carne de cañón; a
los hijos de la cadena que no sabemos siquiera cuándo
habremos de morir… ¡Arre allá! (Aderezándole un puntapié.)
El moribundo: (Después de rebotar por dos veces.) Tienes… ra… zón…

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(Expira.)

El vejete de Debía formarse una escuela de capataces; todos éstos tienen el


aspecto de ave corazón de almíbar… ¡Vivo, bribones… vivo!
de rapiña:
Un obrero: (Al capataz.) Déjame por lo menos escribir. Bien lo vale mi
pobrecita madre muerta sin haber yo cerrado sus ojos. Bien lo
vale mi padre cogido de leva y maltratado en un cuartel. Bien lo
valen mis hijos famélicos rodando quizá de casa en casa, en
busca de un mendrugo de pan.

El mocetón: ¡No lo valen! Si tenemos la abyección de resignarnos a ser


esclavos, debemos tener la dignidad suficiente para saber
enmudecer. ¡No lo valen!

Parpadeos de sombra van poco a poco traduciéndose en descanso para los cautivos.
Bien pronto sonará el toque de silencio. Dios, que no se resigna a ser olvidado, les
revela su existencia otorgándoles el beneficio de sueño… subrayado alguna vez por el
ensueño.
Lo que en un principio fue como el preludio de una canción guerrera, como el
alma de un clarín, se cristaliza al cabo en una polisinfonía guerrera. Al azotar el oleaje
en contra de los arrecifes, la deseada, la bienvenida, la soñada, la Sirena Roja, avanza
majestuosa sobre las aguas. Un asceta, al verla, creería contemplar a Jesús caminando
en el Tiberiade. La multitud se inflama, se agita y vibra por fin al grito de

La Sirena Roja: ¡Sursum corda!
El mocetón: ¡Oh, bienvenida! Te esperaba… he pensado siempre en ti.
La Sirena Roja: El hombre pensamiento, es la sombra de un hombre; el hombre
acción… ¡ése es el hombre! ¿Os resignáis todavía? ¿Cuál fue tu
delito?
Un obrero: Elegí a un hombre para que nos mandase y como burló nuestra
representación, le pedí abandonase el poder.
La Sirena Roja: Infantil petición: lo que debe exigirse, no se pide.
¿Y tú… ? ¿Y tú… ?

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Todos explican los motivos por los cuales se les envió al destierro; cuando la Sirena
Roja les pregunta: “¿Deseáis ser libres?”, un clamoreo ingente invade la extensión,
destacándose en él la vigorosa voz del mocetón de la barba negra como las alas del
cuervo: “Lo deseo”, “Lo exijo”, “Lo quiero”.
En la tinta de fuego del crepúsculo y en el verde negruzco de las olas, desaparece
la Sirena Roja.
Las olas han culminado en visión apocalíptica: en su seno parecen bullir miríadas
de larvas y en la espuma de las crestas tomáranse esas larvas por miríadas de
arcángeles agitando aceros vengativos.
La sinfonía del mar es amenazadora: mezcla de plegaria y de blasfemia, el tema de
la vieja canción guerrera se cristaliza por fin, y la carne de cañón, galvanizada por la
presencia de la Sirena Roja, se retira a sus guaridas, repitiendo con sabor de estribillo
el tema: ¡Soy la Sirena Roja! ¡Soy la Sirena Roja!

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Tercer cuadro

La marina del primer cuadro: desmazalado, con aspecto de águila enferma, un anciano
recubierto de oropeles, galones, cintas, águilas, pugna por tenerse en pie frente a la
Sirena Roja, que le repite implacable: “¡Es tarde! ¡Nunca!”

El anciano: Por más de treinta años les impuse mi voluntad… han sido
míos… ¡Sólo míos…!

La Sirena Roja: Por una natural reacción serán de todos menos tuyos de hoy en
más.
El anciano: Haz que cese ese canto…
La Sirena Roja: ¡Imposible! ¡Es el himno de la Sirena Roja! En muchos años de
martirio, de esclavitud, de abyección, de asesinatos y de
sangre, se fue modelando nota a nota. Si las olas callan, cuando
emprendas la vuelta a la ciudad, los árboles, los montes, el aire
mismo lo repetirán constantemente en tus oídos.
El anciano: Vuélveme el poder por lo menos diez años… debo reparar mi
obra…
La Sirena Roja: Es tarde.
El anciano: Cinco años nada más…
La Sirena Roja: Es tarde…
El anciano: Un año solamente… ¡No puedo transigir con los rebeldes!
Deben someterse ante todo y ya les haré libres… No puedo
transigir con la rebelión. Soy su caudillo… Soy el héroe de la
paz… un año… un año…
La Sirena Roja: ¡Ni uno! Lo que a los tiranos vulgares: una poca de tierra… y
mucho olvido…
El anciano: ¡Que cesen de cantar… haz por callarles…!
La Sirena Roja: Fui capaz a enseñárselos… soy impotente para hacer que lo
olviden. Este himno pudo haberte salvado y pues no lo

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aprendió tu juventud para su redención, apréndalo tu vejez para
su tormento. Escucha:

Himno de la Sirena Roja

Soy la Sirena Roja.
El príncipe lejano me dio el homenaje de su beso; prendió a
mis hombros en signo de majestad el manto de púrpura y puso
en mis manos a guisa de cetro la encendida tea… Seguidme.
El Sol, el Mar y el Fuego me dieron vida. Por eso irradio en
la esfera; mantengo a raya mis tempestades con sólo una orla
de arena, y edifico sobre las cenizas en los lugares depurados
por el padre Fuego.
La sangre derramada por los tiranos prestó a mi real manto
de escarlata sus reflejos.
Si conserváis de humanos, siquiera sea vuestra desgracia,
¡seguidme! ¡Oh, los exangües! ¡Los aherrojados de la vida…!
¡Oh, la carne de malaria…!
Los que no me aman, no son dignos de la vida.
¡Seguidme!
Los que nunca hayáis tendido vuestras manos en demanda
de un mendrugo de pan cuando el hambre os torturaba, venid
a mí… estáis iniciados… venid a mí, pues yo guardo la llave
maestra de las bodegas de los ahítos.
Pero si habéis caído en la degradación de tender la mano…
ensayad a derribar tiranos. El movimiento es el mismo.
Los que lleváis piedras a los lomos como bestias de carga
para construir palacios de magnates, ensayad a formar
trincheras con ellas.
Los que hayáis prostituido vuestras liras incensando
victimarios… es tiempo aún; ensayad a torturar la frase. Tilde
más, letra menos, las mismas palabras contienen estas dos
verdades: el deber es un tirano: sacrifica y por último, da
muerte al hombre. O así: y por último, es un deber del hombre
sacrificarse y dar muerte al tirano.
¡Seguidme!

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¡Oh, los exangües! ¡Oh, los aherrojados de la vida!
¡Oh, la carne de malaria… venid… venid…!

Vigía Chico, 1908

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