Costumbres Venezolanas - Francisco de Sales Perez LEÍBLE
Costumbres Venezolanas - Francisco de Sales Perez LEÍBLE
Costumbres Venezolanas - Francisco de Sales Perez LEÍBLE
COSTUMBRES
VENEZOLANAS
Costumbres venezolanas
Francisco de Sales Pérez, 1876
r1.1
Primera edición electrónica: Noviembre de 2020
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ÍNDICE
ARTÍCULOS DE COSTUMBRES
I. Las Noticias
II. Artículos de Comercio —I. La Modista
III. El Boticario del Pueblo
IV. Las Compensaciones
V. Meseniana —A los Soldados muertos en las últimas batallas
VI. Un Almuerzo en el Campo
VII. El Hambre
VIII. Las Bolas
IX. La Vida del Campo
X. El Petardista
XI. Carta a Horacio
XII. Viaje a Choroní
XIII. El Dinero
XIV. Los Pobres
XV. Viaje a los valles del Tuy
XVI. Carta a mi primo Vicente
XVII. El Día de Difuntos
XVIII. El «Gato Negro»
XIX. El Almanaque
XX. La Ropa Hecha
XXI. «El Cojo»
XXII. Artículos de Comercio —II. El Ventorrillero
XXIII. Artículos de Comercio —III. Las Rifas
XXIV. El Baladrón
XXV. En la tumba del artista Ramón Bolet
XXVI. El Verbo «Tomar»
XXVII. La Fiesta de San Canuto
XXVIII. Meseniana —A Cúcuta
XXIX. Progreso
XXX. El Camaleón
XXXI. El Polvo
XXXII. Artículos de Comercio —IV. Un Buen Marchante
XXXIII. Los Cohetes
XXXIV. La Piedra Filosofal
POESÍAS
Diálogos en un Café
La Pastorcita
Alma Sencilla
A Libia
Las Flores
En la Muerte de Sofía Camejo
El Mendigo —Dolora
La Cita —Romance Morisco
Autor
CARTA DEL SR. JESÚS MARÍA
SISTIAGA AL AUTOR
Caracas, Noviembre, 1876.
Querido amigo:
He leído este tu libro, que puedo llamar precioso: en él campean todas
las galas de tu fecundo ingenio, y puede decirse sin temor de
contradicción, que con él enriqueces las letras patrias. Verdad y sencillez en
los cuadros, fuerza de colorido y profundidad de intención losó ca: todo
eso encuentra en sus páginas el lector. De mí sé decir, que más de una vez
al recorrerlas, he recordado la exclamación aquella del académico español
al oír la famosa égloga de Meléndez: «huele a tomillo» —es decir: he
entrado en la atmósfera a que te has propuesto conducirme, y esto sin
esfuerzo mío: oigo balar las ovejas, mugir los bueyes y murmurar la fuente:
sorprende mi olfato el picante olorcillo de la cocina del «Gato negro» y
me dan tentaciones de llevar la mano al bolsillo para asegurar mis fondos,
como si alguno tuviera, contra los asaltos del petardista.
Esta obrita, yo te lo aseguro, está destinada a gurar en todas las
bibliotecas, sin necesidad de lo que por acá se llama «ayuda de vecino».
Y ahora para cerrar esta carta, quiero pedirte que la imprimas también,
a guisa de prólogo, aunque no sea más que para asistir en todo momento, y
puesto que sea de esta manera a la gloria que has de alcanzar.
Tuyo de corazón.
JESÚS MARÍA SISTIAGA
DOS PALABRAS DEL AUTOR
Instado por algunos amigos míos que han celebrado más de lo que
merecen, estos ensayos, me he decidido a coleccionarlos.
Temo que en un libro no ofrezcan el mismo interés que en los
periódicos y en las épocas en que han visto la luz pública.
La culpa no será mía.
No es por especulación que emprendo esta obra.
Los que me conocen saben que yo vivo de los números, no de las
letras.
Tampoco busco honra, que tengo bien calculado el escaso mérito de
mis pasatiempos para ser pretencioso.
Muy lejos de eso: pues comprendo que en Venezuela ser escritor, es
tener un sambenito a los ojos de la generalidad: y gran suma de valor
necesita el que se expone como yo a que le llamen literato o poeta.
Sin embargo, yo espero otros días para los esfuerzos del ingenio, y si a
mí me toca hoy el inri, abro al menos camino para que los jóvenes no
desmayen y aspiren a alcanzar las coronas que guarda el porvenir a los
campeones de la civilización.
Yo quiero también presentar este libro a mi padre y a mis hijos.
Al primero diciéndole:
—Aquí tenéis el fruto de vuestros sacri cios por mi educación: ha sido
pobre la cosecha, pero yo sé que la guardaréis con gusto en el granero de
vuestras satisfacciones paternales.
Y a los segundos:
—Todavía no sabéis leer, queridos míos, pero cuando lleguéis a ser
hombres, si Dios lo permite, tendréis gran placer recorriendo estas páginas,
y yo gozo ahora preparándoos ese placer.
Si yo faltare para entonces, tendréis aquí una idea de mi ser moral y un
motivo de orgullo, mal fundado es verdad, pero muy natural, porque los
hijos amantes tienen siempre en alto precio y veneración las obras de sus
padres.
He aquí la razón y la excusa de este libro.
He puesto en esta colección diez láminas que ha dibujado él niño
Arturo Michelena: son bocetos ligeros, pero que dan una idea de sus
grandes disposiciones.
A la edad de doce años juega con la luz y la sombra como si fuesen el
trompo y el boliche.
Duele ver crecer ignorado, sin muestras ni maestro, a ese niño
prodigioso que puede ser una gloria de la patria.
Al presentar su retrato y sus obras llamo la atención del Gobierno
nacional que tan marcada preferencia ha dado a la instrucción en el
período de Guzmán Blanco.
Quiero aprovechar esta ocasión para dar un testimonio de gratitud a
mi distinguido amigo, el Señor Doctor José María Rojas, Ministro
Plenipotenciario de Venezuela en varias cortes de Europa, por los
conceptos benévolos con que me honró al colocar algunos escritos míos en
la Biblioteca de Escritores venezolanos con cuya obra ha hecho un gran
servicio a las letras patrias, de que ha sido uno de los más ilustres
cultivadores.
Las Noticias
—Si se acaba el desorden me voy —decía un calavera, no sé dónde ni
cuándo, pero aseguro que fue en Venezuela y en este siglo.
Yo a mi vez lo parodio diciendo: —si se acaban las noticias me voy—
en cuanto al desorden, no abrigo ningún temor de que se acabe.
Las noticias pueden acabarse, no precisamente porque vengan tiempos
en que no suceda algo, sino porque vamos a llegar a no creer ni lo mismo
que veamos.
La noticia, para que sea buena, ha de ser contraria al Gobierno.
Si es ministerial y se publica por bando, no tiene ningún interés.
Lo noticia es como el amor, necesita misterio para magni carse.
El sigilo con que se propaga y el peligro que hay en que se diafanice, es
lo que constituye el placer.
Cuando le dicen a uno —esto es muy reservado, ni su mujer debe
saberlo— (porque estas noticias nunca se confían a los solteros) entonces
se chupa uno los dedos, se cree depositario de la suerte de un pueblo, y ve
la honra, la familia y la propiedad, como dicen los que mandan,
pendientes de su discreción.
Lo primero que hace el que tiene una noticia entre pecho y espaldas, es
salir buscando con quien desahogarse: le parece que se revienta si no la
comunica a todo el que encuentra, eso sí, bajo reserva.
El noticioso tiene por su naturaleza que ser comunicativo, y ¿qué
placer hay en que nadie sepa un suceso que puede acabar con el Gobierno
en una semana, quizá en un día, como si fuese un ataque apoplético?
Por otra parte y ¿ha oído el lector una voz más simpática que aquella
que nos dice de cerca —«se acabó esto: esto no dura ocho días: la opinión
es irresistible»?—. ¡Oh! Esas son palabras mágicas de todas las épocas, que
hacen siempre palpitar el corazón.
Pero veamos cual es el suceso tan trascendental, que va a cambiar la faz
de la política, que va a mejorar, la administración; pues ya se sabe que
siempre el Gobierno venidero es mejor que el presente, y que a fuerza de
cambios es que hemos llegado a la perfección en que estamos, de miseria y
desconcierto.
—¿Qué es lo que ocurre? —Preguntamos temblando.
—No lo repita usted, se ha pronunciado Paracotos[1].
—¡Misericordia!
—Han levantado una acta tremenda.
—¡Santa Tecla!
—Se han apoderado del armamento que había en la plaza…
—¡Ui , con mil demonios!
—¡Los pueblos vecinos están todos conmovidos!
—¡Toma! ¡Nos llevó la trampa! —exclama uno, y sale por las calles
teniéndole lástima a todo el que no tiene la dicha de saber que un pueblo
tan importante por su posición militar, y su signi cación política, ha
desconocido la autoridad suprema. En la primera esquina le re ere a usted
un amigo, bajo reserva, que se pronunció San Antonio y que Paracotos
está conmovido.
Se ha pronunciado Paracotos…
¡Misericordia!
Otro le cuenta que en Paracotos han asesinado al Cura: que está preso
el maestro de escuela, y que la autoridad militar está en colisión con la civil.
Más allá le a rman que hay una carta de Don Mamerto a su compadre
Tomás que hace llorar con la relación del desastre.
En n, Paracotos sale de la oscuridad, y por todo un día ocupa la
atención pública, menos la de la autoridad, que no se ocupa de eso, ni de
otra cosa, por lo regular.
Los facciosos urbanos tienen cara de pascua, y los que tienen ganados
por aquellos contornos están recibiendo pésame, pues ya se sabe que quien
dice: ¡Viva la Libertad! Dice: ¡muera el ganado! Pero en cambio las tropas
del Gobierno lo cuidan mucho, y una que otra vez dejan de comérselo, —
esto es—, la vez que no lo encuentran, eso sí, se paga con la misma
regularidad que el presupuesto. Los hacendados dicen —se perdió la
cosecha—. Se arruinó Paracotos, pero se salvará el país.
Paracotos es la esperanza del patriotismo.
Se acuesta usted lleno de ilusiones.
Al amanecer sale usted a saber hasta dónde se ha propagado la chispa
de Paracotos y lo primero que encuentra es a Don Mamerto, el de la carta,
que viene entrando en su mula:
—¡Don Mamerto! ¿Viene usted de raspas?
—Sí, señor, de Paracotos (Don Mamerto es medio sordo).
—¿Y cómo escapó de la contienda?
—Sí, señor, a buscar surtido para la tienda.
—¿Y qué ha ocurrido por allá?
—Mucha lluvia.
—Lluvia de fuego, ¿eh? ¿Han peleado mucho?
—No lo permita Dios; todo está tranquilo.
—Si dicen que por allá ha habido las de San Quintín y que han
matado al Cura.
—Si Paracotos no tiene cura; está como la república.
—El maestro de escuela ¿y que está preso?
—No, señor, hace ocho días que está jugando en la feria de San
Antonio.
—Pues dicen que se han llevado el armamento de la plaza.
—Si no hay armamento, ni plaza, sino una laguna con un millón de
ranas.
—Y que hay colisión entre el Juez y el Comandante militar.
—Nada de eso; no hay colisión, ni hay Juez, ni se necesita.
—Pero si usted lo ha escrito a su compadre.
—No, señor, no nos tratamos; le presté un dinero y ya usted sabrá lo
que es prestarle a compadres.
¿Esto y que está muy revuelto?
—Si, señor, poco más o menos como Paracotos. Adiós, amigo.
Pues, señor, nos hemos lucido; se acabó la esperanza de la patria.
Paracotos vuelve a hundirse en su oscuridad, y ya el Gobierno no
puede caer porque Paracotos lo sostiene. ¡Adiós Patria! ¡Adiós empleo!
Sale usted a decir que la noticia es falsa y nadie lo cree. —El informe de
Don Mamerto no es verídico—, ese es un tunante, —está vendido al
Gobierno—: hay rati cación, —no lo dude usted.
Como esta noticia, ruedan mil por las calles, y todas se desenlazan más
o menos como ella.
¿Cuántas veces sabe uno de muy buena tinta, que el invencible coronel
Torres derrotó y mató al General Agüero en los Teques, y al día siguiente
se aparece el muerto trayendo prisionero al invencible?
Publica el Gobierno por bando la destrucción de los perturbadores de
la tranquilidad (como si aquí hubiera tranquilidad que perturbar) y nadie
se lo cree; todo el mundo dice —al revés tengo las botas.
En prueba de la impudencia gubernativa vemos, a los pocos días,
presos, a los perturbadores del desorden normal de tal o cual parte.
Así es el espíritu revolucionario, inclinado a lo favorable hasta la
necedad y resistido con lo adverso hasta el ateísmo.
Las noticias son el fuego que mantiene vivo el entusiasmo, por eso los
conspiradores urbanos, que son todos los que no tienen empleo, inventan
cien por día, —¡cosa extraña!— el inventor de una noticia la recibe al día
siguiente, tan des gurada y tan comprobada, que parece otra y acaba por
creerla, de buena fe.
Yo no sé cómo puede vivirse en un país donde no hay noticias; donde
el Gobierno no uctúe una vez por semana; allí se morirían de fastidio
ciertos hombres que en nuestra sociedad no tienen más o cio que pedir y
dar noticias.
Individuos conozco yo que el día que no saben algún escándalo nuevo,
exclaman:
—Hoy se ha perdido el día.
ARTÍCULOS DE COMERCIO
La Modista
Me propongo ofrecer al público una serie de artículos de comercio.
Serán artículos de fantasía, que son los que pagan mejor nuestro
carácter vano y super cial.
Sin embargo, estoy seguro de no hallar en el mercado un centavo de
oferta por todos juntos.
La razón es muy sencilla; mis artículos no son de nouveauté ni a la
derniere, sino artículos literarios, y ya sabemos que aquí no tienen valor
más letras que las del comercio, y que contra estas letras del ingenio, está
levantada la protesta antes de su presentación.
Voy a principiar por la modista, que con ser mujer, tiene bastante para
merecer la preferencia, al menos, si no me agradeciere la pintura, no se
quejará de mi cortesanía.
La modista es una calamidad nueva entre nosotros: nuestras madres
no la conocieron; a la ausencia de ella debió más de un marido su reposo,
más de una esposa su respetabilidad, algunas vírgenes su modestia y
muchas familias la conservación de su fortuna.
En el día es un artículo de primera necesidad.
Para las mujeres ha venido a ser la modista como la aparición de una
octava maravilla: para los maridos y los padres, ha venido a ser la octava
plaga.
Aquellas han encontrado en la modista el cosmético infalible para
aumentar sus encantos; estos han hallado una agresión constante contra
sus bolsillos.
La modista, como todo mal, no ha venido sola, ha traído su
consecuente inevitable, —el peluquero.
Antes necesitaba para peinarse una mujer un peine; ahora no le hace
falta; lo que necesita es un peso fuerte, que equivale a media docena de
peines cada día.
Si a nuestros padres les hubieran dicho que sus mujeres gastarían seis
peines diarios, habrían optado por el celibato perpetuo: hoy, sin embargo,
es la partida más inocente que se coloca en el presupuesto de todo marido
a la moda.
El peluquero es como el pan o la sal.
Otra cosa, un marido antiguo se hubiera horrorizado de que un
hombre tocara la cabeza de su mujer; el marido moderno no encuentra
cosa más natural.
Sea dicho de paso, los peluqueros franceses trabajan con tanta
delicadeza como habilidad.
Dejemos esta digresión.
La modista debe ser francesa. No se concibe cómo una mujer que
hable el idioma de Castilla, pueda cortar un traje a la moda.
Rindamos homenaje a la verdad —en esto hay razón «el buen gusto es
francés». Francia es la patria del espíritu.
Pero con eso que no podría bosquejar con líneas bastante sutiles un
retrato tan delicado.
Mi pluma no puede ser tan aguda como el original, necesito de su
auxilio. Voy a copiar elmente una escena que presencié no ha mucho
tiempo.
Hallábame por casualidad en un Almacén de Modas cuando entró la
esposa de un empleado subalterno, amigo mío, mujer de gusto
afrancesado, que llama la atención por el desnivel que existe entre su lujo y
su renta, tipo muy generalizado en nuestra sociedad y que da margen a
juicios muy desfavorables.
Apenas había entrado, cuando salió a su encuentro la señorita (así se
llama la modista) con una sonrisa más dulce que la miel y, estrechándola
ambas manos, le dijo:
—¡Oh Madama! ¡Yo soy muy contenta de su visita! Usted ha venido
bastante oportunamente.
La señora se sonrió satisfecha y la señorita continuó:
—He recibido una tela nueva muy delicada, que soy segura de vender
tan pronto como la verán las personas elegantes como usted. Yo quiero
confeccionar el segundo traje para usted, por tanto que el primero lo
estrenará en la próxima soirée la esposa del Ministro.
—¿Cuál Ministro? Preguntó la Señora con marcado interés.
La modista nombró al del ramo en que sirve su marido.
—¿Será muy costoso? Preguntó la Señora, dominada ya por el orgullo.
—¡Oh! No, Señora, es una japonesa que en Paris está haciendo ruido,
y que yo me haré pagar bien; pero que a usted le pondré por el costo,
porque mi objeto es exhibirla en una persona que reúna, a la fama de su
buen gusto, la hermosura, la elegancia y la distinción social.
—Agradezco la preferencia —tartamudeó la Señora.
—¡Oh! No, Señora, yo debe ser quién estaré agradecida, porque su
traje de usted hará furor y no tendré bastante tela para cortar los que me
pedirán después.
—Mire usted el gurín, ¡qué elegancia! ¡Qué combinación! ¡Qué
fashionable!
—¿Y usted lo hará igual? —preguntó la Señora, dejando ver su
ansiedad.
—Exactamente, y más hermoso, que yo seré muy cuidadosa de
complacer a usted, yo suplico a usted de pasar al taller para que vea el de la
señora del Ministro que ya está a la prueba.
La Señora siguió a la modista; y yo me permití la indiscreción de
colocarme en lugar conveniente para continuar mis observaciones. Pido
perdón por esta falta.
La modista extendió el traje, haciendo un discurso explicatorio de cada
color y cada adorno, la señora iba abriendo los ojos y la boca a proporción
que se extendía el traje.
—¡Es admirable! —exclamó por n.
La modista quiso que se lo probara, en lo que consintió sin disgusto.
Desprendió la capa, y sin necesidad de más despojo, la vistió.
La dueña del traje debía ser más llena, en alguna parte, que la señora y
hubo que rellenar los vacíos con algodón.
Concluida la operación, tomó la sagaz modista una mota empolvada y
refrescó el rostro de la señora; arregló las cejas con un cepillo, y con otro
desordenó graciosamente sus cabellos sobre la frente. Preparada así, le
colocó un sombrerito con plumas y cintas adecuadas y la llevó al espejo.
La Señora hizo un gesto de sorpresa, al verse en el espejo: se desconoció
de propio, pero inmediatamente se reconcilió con su nueva gura, y, ya
sonreída, y satisfecha, parecía decir en su interior; —así es como soy yo,
cuando estoy descompuesta, entonces no me parezco a mí.
La modista iba torneándola con delicadeza para que se viese de per l y
a dos tercios y por n exclamó:
—¡Oh! Señora, ¡usted hace honor al gurín! ¡Ahora es que me ha
parecido un bello traje!
—Pues bien, —dijo la señora— hágame usted el traje enteramente
igual a este, y hágamelo pronto, porque debo estrenarlo en el mismo baile
que la señora del Ministro.
—Con mucho de placer —dijo la modista— usted será muy satisfecha.
Ya yo no tenía que hacer allí, había satisfecho mi curiosidad y me fui.
Algunos días después asistí al suntuoso baile que dio el Ministro de
Portugal; pero como asiste a los grandes bailes el que no es Ministro ni lo
ha sido en tiempos pingües —por la ventana. Desde allí pude ver a la
Señora del Ministro y a la del subalterno paseando de brazo los salones: y
arrastrando, con gentil abandono las enormes colas de sus trajes
deslumbradoras.
Las dos señoras ocupaban media casa, y los dos maridos no cabían en
el resto; ¡tanta era su satisfacción!
Ya me había olvidado del traje de la modista, y del baile, cuando
algunos días después tuve necesidad de visitar a mi amigo el empleado.
Le encontré de un humor atroz, cosa muy de extrañarse en su carácter
manso y jovial.
—¡Estoy dado a los diablos! —me dijo.
—Por qué —le pregunté, ¿te han dejado cesante?
—¡Peor que cesante! Me han dejado sin sueldo por tres meses.
—No comprendo una palabra.
—Toma —me dijo— dándome un papel arrugado que recogió del
suelo.
Extendí el papel, esperando hallar una resolución arbitraria del
Ministro, y me encontré ¡oh chasco! Una factura cuyo timbre era un
gurín, y un letrero que decía Nouveautés de París.
—Lee —me dijo— que me parece estar bajo el in ujo de una pesadilla
espantosa.
La cuenta decía así:
Abril de 1876.
III
1871.
IV
Las Compensaciones
Voy a escribir algo serio.
Principio por decir que el único defecto que me falta para ser un
hombre completo es tener envidia.
Por los demás pecados capitales, no tendrá el diablo motivo de queja.
Yo no envidio a nadie.
Cualquiera creerá que estoy muy satisfecho de mí.
¡Nada de eso!
Es porque creo que nadie tiene menos calamidades que yo.
De aquí viene que no me cambiaría por otro; aunque ese otro fuese el
Czar de Rusia.
Antes que todo soy comerciante: no hago negocio sino para ganar, y
tengo por cierto que todos los hombres están cortados por la misma
medida.
Ser más rico, más sabio, más fuerte, o más hermoso son ventajas
aisladas que no tienen ninguna signi cación en la suma total de la suerte
del hombre.
Cada ventaja está balanceada con una desventaja.
La suma de felicidad y de desgracia tiene que ser la misma en cada uno
de los hijos de Adán.
Sin esa igualdad, declaro, que yo no comprendería la justicia divina.
Y siendo así ¿para qué me cambio?
Hombre por hombre, me quedo conmigo, que al menos, ya me
conozco y tengo hecho el lomo a mi carga.
Yo creo que el Padre común destina a cada hombre diferentes placeres
y diferentes dolores, más o menos durables o completos unos u otros, pero
que nos llera a todos la cuenta por partida doble, y que al n de la jornada
todas las cuentas quedan balanceadas.
No hay saldo de placer ni de dolor.
De otra manera, ¿cómo sería Dios, Padre de todos?
El hombre no lo ve así; porque el hombre es ciego ante su interés.
Cuando vienen las horas amargas, lamenta su destino, y comparándose
con otro, se halla más desgraciado, pero cuando viene el día feliz, goza
ciegamente, sin hacer comparaciones no descuenta nada al dolor sufrido,
ni abona el exceso de placer, si lo hay, a cuenta del dolor futuro.
De aquí viene que veamos más dichosos a otros, cuyo interior no
conocemos.
De ese error nace la envidia.
Debemos pensar que el hombre más feliz exteriormente, tiene más
tempestades ocultas: porque nadie puede estar exento de esa intermitencia
de dicha y desdicha que forma la cadena de la vida.
Esa cadena está vaciada en el mismo molde de las demás obras de la
naturaleza.
Después del día —la noche; detrás del cerro— el llano; junto a la
espina —la or; después de la oscura tempestad— el claro cielo; más allá
de las ondas bonancibles —los mares borrascosos; al triste invierno sigue la
festiva primavera; a la ardiente juventud, la fría ancianidad, y, en suma, al
recio afán de la vida, la quietud de la muerte.
Yo sostengo que el rico y el pobre, el sabio y el ignorante, el señor y el
súbdito, son seres absolutamente iguales ante un examen imparcial.
Cuando el pobre, hambriento, envidia la abundancia del rico —el rico
daría su caudal por la salud y el apetito del pobre.
Mientras el pobre saborea la insípida galleta, el estómago del rico
rechaza los manjares delicados.
Tanto error cabe en la envidia como en la compasión.
Una tarde regresaba de sus excursiones un célebre naturalista y vio a la
margen del camino un albergue rústico, y allí, sentado sobre las ásperas
raíces de un copado tamarindo, a un pobre labrador, en medio de sus hijos,
jugando con un cachorro que lamia sus pies descalzos.
—¡Pobre hombre! —dijo el sabio.
—¡Quién fuera en ese coche! —dijo el labriego, suspirando de
cansancio.
Cuando el sabio llegó a su casa y notó que salían a recibirle el amigo
interesado y el émulo envidioso, y que la esposa y los hijos permanecían
indiferentes, recordó la choza del infeliz que había compadecido en la
tarde y suspiró.
—¡Quién fuera labrador!
Y tenía razón: el campesino dormía tranquilo, descansando de los
afanes del día. Ningún pesar, ninguna investigación le desvelaban,
mientras que el Señor del coche que él había envidiado ¡no podía conciliar
el sueño!
Sin embargo, aquellos dos hombres eran enteramente iguales.
Puestos en un platillo de la balanza —el lujo, los homenajes, las
satisfacciones y las amarguras domésticas del sabio, pesaban tanto como—
la pobreza, las fatigas y los placeres del hogar del campesino.
El súbdito envidia la pompa del señor, los aplausos que recibe de sus
numerosos amigos, el poder de su voluntad soberana y el incienso que
rodea sus obras y sus palabras.
¡Hombre infeliz! Tú no sabes que ese gran señor envidia la quietud de
tu sueño —que nadie acecha; tu humildad— que a nadie ofende; tus
amigos —que son leales y no te aman por interés, ni tienen día
determinado para abandonarte.
Tú limitas el trabajo a tus necesidades —y él tiene que pensar en las
necesidades de todos.
Tú vives ante tu propia conciencia —y él tiene que vivir ante la
conciencia pública.
Tú no temes el más allá de la vida, porque tu vida queda sellada con
diez paladas de tierra, y él se desvela temiendo el fallo inapelable de la
historia.
Mi convicción es tal que yo creo que no hay diferencia entre el
mendigo que implora una limosna y el rico que se la da.
Acaso ese mendigo es un hombre que vive feliz bajo sus harapos con
una conciencia tranquila.
Esa peregrinación lastimosa, ¿no será un placer para quién la sufre con
humildad, esperando el galardón eterno?
¿No será la expiación de culpas pasadas, que le satisface?
Y quién sabe, si el que tiene un pedazo de pan sobrante, ¿no tendrá de
menos en su alma una multitud de goces que abundan en el mendigo?
Yo creo en absoluto en la ley de la compensación, porque es ley
fundamental.
Sobre ella descansa el universo: y en el hombre, que es la parte
principal de ese gran pensamiento, no puede faltar la ley eterna; porque la
compensación es la igualdad —y la igualdad es la justicia— y la justicia es
el primer atributo de Dios.
Fundado en esta creencia es que no tengo envidia de la felicidad ajena.
Materializando esa idea, yo encuentro que todos los hombres tienen el
mismo peso; el que tiene más de ancho, tiene menos de largo; el que tiene
una protuberancia en la espalda, tiene una concavidad en el pecho.
Así como cada virtud tiene un vicio que le es peculiar, cada género de
felicidad tiene una desgracia inherente, y cada desgracia una felicidad que
la atenúa.
El puñal es la pesadilla del poderoso.
El ladrón es la sombra del rico.
Mientras que el débil anda desarmado y el pobre duerme con la puerta
abierta.
Sentado esto, declaro que la envidia es una pasión absurda.
Creer a los otros más dichosos es una insensatez.
Todos los hombres deben hallarse iguales examinándose sin pasión;
porque de otra manera no podrían creerse iguales ante Dios.
Creer otra cosa, es hacer un cargo a la Justicia divina.
1874.
V
MESENIANA
A LOS SOLDADOS MUERTOS EN LAS ÚLTIMAS BATALLAS
Tejan unas coronas de siemprevivas para ornar las tumbas de los héroes
malogrados; lloren otros sobre erguidos catafalcos, sobre túmulos
suntuosos…
Yo, solo tengo lágrimas, para esos mártires sin nombre… lágrimas que
caen en olvidados sitios, sobre cadáveres medio insepultos… ¡Pobres
soldados!
Penetren los consuelos del poeta por entre cenefas de oro y cortinas de
damasco, y lleven alivio al triste corazón que palpita en tálamo lujoso;
enjuguen ellos las lágrimas que ruedan sobre cojines de seda…
Mis consuelos van, por senderos ignorados, buscando las rendijas de
una puerta, donde no luce la mano del arte, hasta llegar a la pajiza alcoba,
donde suspira, sobre su estera de junco, la infeliz anciana…
¡Ah! ¡Esa es la madre del soldado!
—¡Pobre mujer! En vano aguardas al hijo cariñoso… Los fuertes,
necesitaron de su sangre y la derramaron en el altar de la iniquidad…
Llora, madre sin esperanza, —que no estás sola, mi corazón también
está desgarrado con tu pena…
*
* *
¿Y a ti?, Joven madre, que viste al padre de tus hijos salir con los arreos
de Marte, y la divisa de los libres ¿qué podré decirte?
A ti, ¡qué oyes su voz cuando susurra el viento en el ramaje! …
A ti, que te engañas con las pisadas del pasajero, creyendo que son las
suyas…
A ti, que en el canto lejano del pastor, oyes el aire con que arrullaba a
sus hijos…
A ti, que cuidas con cariño de su potro, y aceitas los instrumentos de
su industria; y riegas la parcha, sembrada por su mano, para que la
encuentre lozana y orecida…
A ti, que tienes apartada la ropa que debe vestir el dia de la vuelta…
¿qué podré decirte, joven viuda, para calmar tu dolor?
¡Ay! Ya tus ojos no vuelven a deleitarse en su sonrisa; ni juntos
contemplarán las gracias del pequeñuelo; ya no enjugarás otra vez su frente
fatigada, ni le ayudarás a desuncir los mansos bueyes…
¡Al frente de los contrarios cayó tremolando su pendón! Su sangre
in amó el valor de sus compañeros: su cuerpo sirvió de grada para escalar
el muro de sus verdugos…
¡El triunfo te vengó!
Llora, joven viuda, ¡que yo también tengo lágrimas para tu infortunio!
¡Dios cuidará los hijos del mártir!
*
* *
Y tú, silvestre or, que vagas pensativa por los senderos del valle
buscando la huella del mancebo adorado; tú que guardas el callado del
pastor que convirtió en guerrero la injusticia y tú, ¡que sollozas pensando
en sus peligros!…
¡Ah! ¡Si vieras como descuella entre el humo su talla varonil!
¡Si oyeras el trueno de su voz que sobrepuja al estridor de la metralla!…
¡Ay! Cayó…
¿Quién consolara ese corazón que lleva, junto con las gasas de la
virginidad, el luto de la viudez?
Pobre joven, ¡qué ves abogado en sangre el ideal de tu felicidad!
Oye niña: su última palabra fue tu nombre, y sus ojos, ya en el pórtico
de la eternidad, se volvieron para buscar tu imagen …
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* *
1868.
VI
Un Almuerzo en el Campo
Un almuerzo en el campo
Diciembre de 1868.
VII
El Hambre
Voy a alimentar con el hambre dos columnas de «El Pensamiento
Libre».
Si fueran columnas de nuestro ejército, me sería más fácil, porque ellas
están muy familiarizadas con ese alimento.
Desconfío mucho de salir lucido con mi tema, porque no se expresa
bien aquello que no se siente, y la verdad es que no siento hambre en este
momento.
Quizá, siguiendo el país el camino que lleva, podremos todos los
venezolanos desarrollar este argumento con bizarría.
Hablo de hambre de comida, que en cuanto a otros géneros de
hambre, estoy verdaderamente transido.
Tengo hambre de paz, pero hambre canina.
Tengo hambre de orden, de justicia y de moralidad.
Tengo hambre de que se respete lo ajeno.
Tengo hambre de trabajar para mí: esta hambre me desvela.
Tengo hambre de Gobiernos nacionales y rectos, y de ciudadanos
moderados y sin pasiones mezquinas.
En n, tengo hambre del bien público.
¡Oh! Estas hambres me tienen tan repleto, que temo reventar de una
apoplegía famélica.
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Junio de 1868.
VIII
Las Bolas
Todo el mundo sabe que se designan con el nombre de bolas, las
noticias que, en tiempo de guerra, se dan y se toman en la duda de que
sean falsas; pero que, sin embargo, halagan al partidario y mantienen viva
su esperanza.
Las bolas del billar, del boliche, de la bagatela, etc., se inventaron para
matar el tiempo; pero como ya los hombres no se conforman con matar el
tiempo no más, sino que necesitan matar a sus semejantes, ha inventado las
bolas políticas, o lo que es lo mismo, el modo de matar en e gie un ejército
diario.
Al n, mientras sea en e gie se puede soportar el deseo.
Si se considera bien, el nombre de bolas, es el más adecuado a esas
noticias.
Una noticia se parece a una bola:
En lo que rueda:
En que puede ser grande o pequeña:
En que puede ser hueca o sólida o compuesta:
En que puede matarse a uno con ella. ¿Quién no muere de un susto?
En que se deshace entre las manos como las de nieve.
El comercio de las bolas políticas es muy activo, porque se adquieren
sin costo, es lo único que se da de balde: hay individuo que pagaría por
comunicarlas.
Estas bolas andan más que otras, porque no necesitan super cies
inclinadas ni planas para correr. Atraviesan cerros y mares, sin costo de
ete, porque no hacen bulto ni pesan.
Hay individuo que lleva diez docenas en la cabeza, y lejos de parecer
fatigado, anda a toda prisa, con la alegría pintada en el semblante.
Yo mismo, me he tragado una bola que no me cabía en el pecho:
andaba estirado, temiendo que al moverme, se me volviesen las entrañas
una tortilla: igual volumen de agua me habría ahogado infaliblemente, y
sin embargo, ese día comí más y bebí mejor.
De aquí deduzco que las bolas son aperitivas.
Las bolas políticas, ruedan a todas horas; no necesitan luz, por el
contrario, suele estorbarles el farolillo del sereno si está muy cerca.
Las bolas son un entretenimiento de que disfruta todo el mundo sin
exclusión de sexos ni edades.
Puede decirse que es un juego de sociedad.
Las charadas, la baraja, la lotería, son cosas arrumbadas en las tertulias.
Hoy todo se reduce, a bola del galán para la dama, bola de la dama para
el galán, bola de la señora para todos. (Esta siempre es de origen
respetable).
Un caballero que se presente en una tertulia sin llevar una buena
provisión, puede estar seguro de hacer un papel muy desairado. Si pudiera
atender al cuchicheo de las niñas oiría decir de sí —¡Jesús! ¡Qué hombre
tan insípido!
Las bolas deben ser siempre frescas; de un día para otro no sirven; les
sucede como al manjar blanco y otras comidas, que a las veinte y cuatro
horas están aguadas.
Un individuo que no conozca este secreto, y sepa hoy lo mismo que
sabía ayer, se expone a pasar un mal rato, como me sucedió a mí, al
principio de este descubrimiento.
Entraba yo casa de doña Lorenza por la mañana, de cuya tertulia me
había retirado en la noche, es decir, doce horas antes, y por supuesto, al
entrar me hizo la pregunta de ordenanza.
—¿Qué bolas corren don Justo?
—Las mismas de anoche —la respondí— no hay nada nuevo.
—Válgame Dios, amigo, ya eso es muy viejo; usted está en la luna. ¿No
sabe que el Gobierno se está trasladando a la Guaira por que no se cree
seguro?
—Señora, yo no estoy en la luna sino en mi juicio; vengo del palacio de
Gobierno y reina allí la mayor tranquilidad.
—No hay duda, usted está vendido al Gobierno; no hay con quien
contar.
En n, me dijo la señora cuantas son cinco, porque esta es de aquellas
gentes que no reconocen por partidario, sino al que cierre los ojos en
presencia de toda bola y diga, creo, aunque le conste lo contrario. Mejor
dicho, para ser uno partidario de una causa, es preciso que lo hayan
ahorcado los contrarios. Más claro, los prosélitos verdaderos de Doña
Lorenza, deben estar en el cementerio.
¿Habrá quien siga sus banderas?
El carácter de doña Lorenza es tal, que el día que se publica por bando
una noticia contraria a su partido, está más contenta, porque la entiende al
revés. Es inútil que usted la haga re exiones.
—Pero señora, si se han retirado de la Victoria.
—Aguarde el toponazo —contesta.
—¿Y la evacuación de Valencia?
—Son movimientos estratégicos —replica.
—¿Y la derrota tal y la capitulación cuál?
—Eso entra en el plan.
—¿Y la muerte del Jefe?
—Usted lo verá resucitar a su tiempo.
No hay remedio con doña Lorenza: en el mayor apuro, apela a la
resurrección; es decir, al valle de Josafat. Cuando se traga una bola, no hay
poder humano que se la arranque.
Las bolas tienen color, pero no siempre el mismo; varían según la
divisa del Gobierno.
Cuando gobernaron los azules las bolas eran amarillas; —ahora todas
son azules.
Pero si unas y otras son bolas, es preciso confesar que las bolas más
numerosas y más grandes son las azules.
Julio de 1870.
IX
DEDICADO A MI ESPOSA
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El Petardista
Vamos a pasar un rato a costa de este ciudadano.
¿No pasa él su vida entera a costa de los demás?
Pero es preciso hacerlo con precaución, porque el petardista muerde a
quien le pasa cerca.
No voy a morti car al padre de familia arruinado, ni al joven desvalido
que necesitan el amparo de sus amigos; para ellos tengo yo la mitad de mi
pan y todo mi corazón.
El petardista es natural de Caracas: aquí nace, aquí vive, muere en el
hospital.
Si nace en otro pueblo, por una equivocación de su madre, busca la
capital en cuanto tiene alas; su propio instinto le dice que solo en esta
atmósfera puede existir.
De aquí se deduce que el petardista nace petardista: su manera de vivir
no es una profesión estudiada, sino una vocación a que obedece por
secreto impulso.
El petardista nace pobre y no enriquece jamás, porque, como buen
cristiano, solo «pide lo necesario para el día, a n de quedar necesitado a
pedir lo mismo mañana».
Si heredara, si ganara en el juego una suma considerable, la derrocharía
en una semana.
Él no podría acostumbrarse a tener con que comer dos días seguidos.
Si se acostara sabiendo que iba a amanecer con el desayuno en el
bolsillo, no podría dormir: tanta seguridad lo intranquilizaría.
El petardista duerme a pierna suelta cuando exclama al acostarse —¿en
qué faltriquera estará el almuerzo de mañana?
Él tiene su casa como todo ser viviente, pero nadie se la conoce: su
verdadera casa es la calle, donde se le puede encontrar a todas horas,
aunque sería mejor no encontrarle a ninguna.
Si puede hallársele en alguna casa, debe ser de juego.
Él tiene sus puntos de ojeo como los cazadores, donde se sitúa según la
hora.
Regularmente amanece a la puerta de un café con el cigarro en la boca
para inspirar con anza a los parroquianos. ¿Quién que le vea fumando,
puede pensar que esté en ayunas? ¡Ay del que penetre!
Meseron, que tiene mucho talento para calcular lo que le conviene,
transijo con él cuando le mira a las puertas del «Ávila».
—Pepe —le dice— ¿por qué no entras? ¿Has tomado café?
—No, querido, es muy temprano —le contesta. El petardista nunca ha
tomado nada.
—Garcon —grita Meseron afrancesando al mozo— sírvele a Pepe un
café confortable; apura, pronto, que tiene que marcharse.
Meseron sabe por experiencia que aquel hombre en la puerta de su
Restaurant le ahuyenta cien parroquianos, que lo arruinaría en una
semana, y se liberta de su presencia a costa de una taza de café.
Al medio día pone su ojeo cerca del palacio de Gobierno.
¡Qué peligroso es un petardista entre once y doce de la mañana situado
en ese punto!
El mismo Presidente de la Unión, no está libre de un ataque directo.
Su actitud revela la disposición resuelta de su ánimo.
Oculta la mano izquierda en el bolsillo, como para palpar
constantemente la realidad de su miseria.
Blande el bastón con la diestra de un modo casi amenazante.
La mirada inquieta domina las avenidas a una milla de distancia.
El hambre se expresa en sus facciones con la severidad de la ira.
Al divisar a un forastero, exclama como el corsario «Buena presa» y se
dispone al ataque con una arenga adecuada y un apretón de manos.
—General ¿cuándo ha llegado usted? (el forastero debe ser General) ¿y
cómo ha quedado el Estado Apure? Ya sabemos que salió usted diputado
por una mayoría lujosísima.
—¿Yo? —Dice el General abriendo un palmo de boca— sin duda
habría salido a no ser las picardías…
—¡Ah…! Perdone usted —le interrumpe el petardista—, ¡eso es, eso es!
Si aquí estamos indignados. ¡Qué pillos! Contrariar así la voluntad del
pueblo. Lo reclamaremos en el Congreso. Asistiré a las barras. Cuente
conmigo.
Siguiendo el diálogo resulta que el General no es de Apure, sino de
Barcelona, lo cual no le saca del apuro en que está, de pagar una libra por el
saludo del petardista.
El petardista es tertuliante diario de las cantinas.
¡Qué buen marchante! Nadie se refresca más que él; y, ¡cosa rara! Se
refresca con lo que irrita a los demás.
Él toma con todo el que toma. ¿Quién será tan descortés para no
brindarle? Y él ¿cómo se atreverá a desairar a nadie? Su educación no se lo
permite.
El hábito de halagar le ha dado una perspicacia especial para conocer lo
que puede agradar al que piensa morder.
El hace como el murciélago, que adormece con las alas antes de clavar
el diente.
El petardista no se mezcla en política; no precisamente porque no
quiere, sino porque ningún partido le emplea.
De ahí viene que no tenga opinión, lo cual le presenta la ventaja de
estar identificado con todo el mundo.
Con el liberal, es liberal, y le cuenta que debe su ruina a los oligarcas; y
con estos, es oligarca, y les re ere como le han perseguido los liberales.
¡En tanto que él es perseguidor eterno de los dos partidos!
En las noches de ópera se sitúa cerca de la puerta del teatro. Cualquiera
le tomaría por un agente de policía, destinado a tomar nota de los que van
entrando.
El petardista no tiene papeleta, ni la tuvo nunca, ni la comprará jamás;
pero él entra primero que los abonados.
A un amigo le dice que se le olvidó el portamoneda y que… —Pero el
otro le dice que viene tasado.
A otro le da la enhorabuena por la ganancia que hizo en el juego… —
Pero resulta que viene tronado y le desaíra bruscamente.
Al tercero, le promete una noticia que le importa mucho, pero que… le
cuesta la entrada. Este quiere saberla, pero el petardista lo emplaza para el
parterre. En la duda de qué será, qué no será, sacri ca los doce reales y…
adentro. Después resulta que la noticia es vieja.
Otras veces suplica que le presten una papeleta, para entrar un instante
a hablar con un médico; y, como ha elegido bien al que ha de burlar, recibe
la papeleta y le deja esperando.
Rompe la música y entra la desesperación de oír el canto que va a
comenzar y entra la duda de que vuelva Pepe y para salir de tanta
inquietud, se compra otra papeleta.
Cuantas excusas al encontrarse adentro —¿por qué te precipitaste,
Andrés?— le dice el petardista, repantigado en su sofá. —Ya me iba, no me
hagas eso otra vez. Pero en n, ya que dudaste de mí… veremos la ópera
juntos—. Y por si le queda algún rencor, le hace pagar también la cena en
el Gato Negro al terminar la función.
Tal es la vida y milagros de este ser nacido para vivir de los demás, que
divierte a quien le estudia, irrita al que le sufre y fatiga a mis lectores.
1873.
XI
Carta a Horacio
SOBRE LA ACTUALIDAD
Muchas cosas nuevas ocurren por acá, y para los que son amigos de
variar como tú, quiere decir que hay cosas buenas.
Entremos, pues, en nuestra crónica, de lleno, como ha entrado el
régimen legal.
Este vocablo de lleno quiere decir que hemos entrado con todo el
cuerpo.
Te lo explico porque es término parlamentario que tú no debes de
conocer.
Se instaló ya el Gobierno nacional, o más bien el Doctor Villegas,
segundo Designado, pues el Gabinete no se ha instalado todavía.
Tal cual, parece una bobería eso de componer un gabinete, y según
veo, es di cilillo en tiempo de régimen constitucional.
El portafolio que más embarazos proporciona, es el que tiene a su
cargo los caudales públicos a pesar de no haberlos. ¡Qué tal si los hubiera!
No se encuentra Ministro para la hacienda en estos tiempos antes lo
que faltaba era hacienda para ministro.
No creas por esto que la di cultad es absoluta, lo que sucede es que
aquí siempre tenemos los frenos trocados.
Están ofreciendo el ministerio a los que no lo quieren, y a los que lo
desean no se lo ofrecen.
En días pasados hablaba sobre eso con el Doctor Villegas [porque has
de saber que, aunque designado no niega el habla a nadie]: yo le
recomendaba a varios antiguos servidores de la hacienda pública.
—Fulano —le decía— es hombre honrado según dice él.
—Sí, eh…
—Ahí tiene usted a Zutano que desea lucirse.
—Muy bueno.
—Don Menganejo quiere probar su integridad; parece que hay dudas.
—Son muy buenos, pero te voy a referir un cuentecito.
Había en Guanaro un guitarrero muy ramplón que ayudaba su
miserable industria robando gallinas por los suburbios.
Se conocía en el lugar con el nombre de «El Zorro».
Una mañana venía de sus excursiones, trayendo una gallina bajo el
capote, y se encontró con otro, que andaba, quizá en las mismas, el cual le
preguntó:
—¿De dónde vienes?
—De tocar un bailecito, le respondió.
—Lo adivinaba, porque te estoy viendo por la costura del capote, las
clavijas de la guitarra.
El Zorro volvió los ojos azorado y se encontró con que había dejado
fuera las patas de la gallina.
Entre esos hombres que me indicas hay algunos que, aunque mucho
se cubran con esa capa de santos, no pueden ocultar las clavijas de las
guitarras.
Ya comprenderás por qué no se ha instalado el Gabinete: el Doctor
Villegas quiere hombres de bien, como él, no tiene paces con los
guitarreros: le espantan las uñas aunque se cubran con nísimos guantes.
Te participo que «El Pensamiento libre» ha entregado el alma a Dios,
o más bien el cuerpo, porque este es el único ser que ha existido sin alma
propia.
Se servía de almas prestadas, de manera que para morir, bastó que le
faltara el apoyo de sus protectores.
En sus últimos días se le conocía lo desalmado a una legua de distancia.
Dos padres le ayudaron a bien morir. Su epita o es el siguiente:
«Nació y murió a tiempo».
Ya habrás visto el proyecto de expedición que tiene el Señor
Vizcarrondo.
Es una gran idea: apóyala cuanto puedas.
Si logramos que todos los generales vayan a libertar a Cuba,
convertiremos esta tierra en un paraíso.
Aquí están de más. Si van todos no necesitan soldados; si acaso uno
para jefe.
Riega por allá la voz de que aquel es un país virgen, que esta
circunstancia es muy tentadora para los guerreros.
Te incluyo tres composiciones de un poeta que me ha llamado la
atención, por ser además de poeta, clérigo, como Fray Luis de León,
llevando sobre este la ventaja de hacer los versos en prosa.
No necesita el metro para nada.
Quizá esto, que me parece a mí tan extraordinario, es obra de la
casualidad, pues no sabiendo que existe en el mundo la prosodia, se han
echado a hacer versos sin necesidad de sus reglas.
No te copio aquí una estrofa, porque no es mi ánimo morti carle, sino
decirle:
—¡Buen hombre! Ya que tiene amor a la poesía, estudie un poco para
que no se parezca al bourgeois de Moliére haciendo prosa sin saberlo.
Los empleos siguen siendo la manzana de la discordia.
Son muchos los llamados y pocos los escogidos.
En un estudio que tengo hecho sobre esta materia, digo:
—Mientras más popular es una revolución, más elementos
reaccionarios lleva en su seno, porque cada prosélito será un enemigo el día
del triunfo sino obtiene la recompensa que desea.
Mucho más te dijera si mis ocupaciones me dieran tiempo.
Tengo además el inconveniente de estar manoseando la política,
materia antipática y espinosa para mí.
Confórmate por hoy.
Marzo de 1869.
XII
Viaje a Choroní
Cualquiera pensará, al ver que estoy siempre de viaje, que ando en
solicitud de algún lugarcito donde haya paz y orden, para establecerme,
pues solo así se concibe un viaje interminable sin salir de las fronteras
venezolanas.
Nada de eso, que si quisiera perder mi tiempo me ocuparía en buscar
un hombre capaz de contentar a todos los partidos; y no digo a las partidas
también, porque, mujeres al n, son menos exigentes, y aunque son
muchas, con un hombre se contentarían, siempre que se lo diesen
diariamente pesado en oro. Mis viajes son hijos de la necesidad y de mi
carácter, pues no tengo la ema de muchas gentes que conozco, para
esperar que venga a buscarme a casa lo que yo necesito.
Esta vez fui a Choroní por casualidad, que solo así pudiera dar con un
punto agradable, en una tierra donde por nuestros pasos contados y con
deliberado propósito, vamos a parar siempre en el abismo.
Para los que no conocen a Choroní será bueno describirlo brevemente;
si bien tengo para mí, que los paisajes se pintan, no se describen.
Figuraos un rio que desde su nacimiento emprende su carrera, como
nuestros militares, de salto en salto.
Dos cerros que parecen hendidos por la sutil corriente, vienen
escoltando su trabajoso camino; ya cerca del mar, cuando las aguas se han
aumentado, parece que los cerros han querido negarle el paso; siglos y
siglos ha debido durar el combate…
Las inmensas moles no han podido triunfar del fugitivo; se escapa al
n, dejando socavadas las bases de sus adversarios y convertido en fértil
valle el terreno conquistado.
Enormes peñascos se miran esparcidos acá y allá, que son las armas
abandonadas en el campo para testi car la lucha a las edades futuras.
La industria ha sentado allí sus reales, o los ha gastado, por decirlo
mejor, y el pedregoso valle es hoy un emporio.
El más valioso de nuestros frutos cuelga en urnas de coral bajo los
frescos sotos del bucare.
El oro brota de aquella tierra como brotan en otra parte boas para
devorarlo.
En la parte más ventilada está construido el pueblo: pocas casas, pero
de forma elegante lo componen.
Las arboledas que lo circundan y las que se elevan de los jardines
interiores, parece que quieren estrecharlo más, y esta mezcla de ciudad y
bosque, a la cual concurre con su murmullo grato el rio que va rozándose
con los cimientos de los edi cios o lavando los velludos pies de los altos
cocoteros, presenta a los sentidos una novedad encantadora…
Hay otro barrio llamado el pueblo abajo, cuyo nombre me sugirió la
idea de colgar un sable en un mamón muy elevado, que hay en el centro,
para formar un jeroglí co que expresara la situación perpetua de este pais.
Es un grupo de casitas aisladas que no forman línea, ni tienen orden
ninguno, como nuestras milicias, y que parece que juegan a esconderse
detrás de grandes peñascos, que entre unas y otras mantendrán eterna
división; como si cada casa representara una fracción de la familia
venezolana y cada piedra un resentimiento que vengar o una odiosa
denominación de partido.
Copados nísperos y olorosos mameyes regalan sombra y frescura al
vecindario, que cuenta además con la ventaja de una acequia, (verdadero
símil de ciertos personajes políticos), que corre por entre casas y piedras
dando vueltas y saltos, ya silenciosa, ya murmurando, pero arrastrándose
siempre hasta llegar a la hacienda; pues entiendo que es propiedad
particular, no pública.
El embarcadero de Choroní, está enteramente separado de la
población; se llama Colombia: cualquiera tomará por una burla ese gran
nombre, orgullo de la historia americana, aplicado a una población tan
insigni cante, que no ha podido tener los honores de puerto, ni por la
legislación de los hombres ni por la voluntad de Dios.
Sin embargo, es un caserío alegre, habitado por personas atentas, y
donde se divierte uno con los tumbos estrepitosos de las olas y con los
vuelcos frecuentes de los cayucos; porque ha de saberse que es más fácil
salir con felicidad de la casa de gobierno, que del embarcadero de Choroní,
aunque parezca una exagerada comparación.
Pero dejemos el puerto para seguir con el pueblo, como suelen decir
con mucha gracia algunos hombres de estado; que no he de ser más tonto
que ellos para no seguir con el pueblo: palabra milagrosa, especie de
amuleto que llevan siempre en los labios los que hacen profesión de no
tener ninguna, pues pienso que el gobernar por o cio debe ser, cuando
menos, carrera ilícita en una república, ya sea ocupando los altos como los
bajos destinos, si bien, yo no tengo por alto ningún empleo, antes me
parecen bajos todos, pues miro que gentes copetudas, lejos de empinarse,
se arrastran para alcanzarlos.
Sigamos con el pueblo, dije: ¡malditas digresiones! Varias personas
tuvieron la bondad de visitarme y de hacerme nos ofrecimientos.
Un caballero muy distinguido por las dotes de su espíritu me invitó a
pasar un día en su hacienda llamada «El Pindo».
Sonome bien este nombre por lo que tengo de poeta que al menos es
tanto como de médico y de loco, y acepté gustoso.
El Pindo está situado en medio de los bosques vírgenes, casi en la cima
de la montaña; la temperatura es deliciosa; la mirada domina desde allí
todo el valle y va a extinguirse en el horizonte, donde el cielo parece
descansar sobre el mar.
Llegó la hora de almorzar y con gran extrañeza vi, más no con disgusto,
que se dan gordas las gallinas en el país de los poetas, y sobre todo que se
dan, pues tengo observado que los alumnos de las nueve que viven por
acá, no dan gallinas ni otra cosa, sino chascos; eso sí, más gordos que las
gallinas del Pindo.
Como soy a cionadísimo a las montañas, sobre todo a las vírgenes que
en las ciudades solo se ven pintadas o a distancias y alturas inaccesibles,
quise gozar de la naturaleza en su más salvaje esplendor, y guiado por mi
amigo, fui a ver el nacimiento de un arroyo que brota de enormes piedras,
cubiertas de menudo helecho y perejil silvestre y guarecidas debajo de
árboles «tan viejos como el mundo», y cuyos espesos copos, entrelazados,
forman una barrera impenetrable a los rayos del sol ¡magní co cuadro!
Gocé un día de verdadera satisfacción, tanto por las bellezas naturales,
como por la agradable compañía del obsequioso propietario, y sintiendo
alejarme de aquellos sitios deleitosos, volví a dormir en el regazo del blando
Choroní.
En Choroní no hay curiosidades arqueológicas ni más antigüedades
que un templo en fábrica, cuyo trabajo se suspendió hace muchos años, y
que al lado de la capilla antigua, tiene el venerable aspecto de una ruina.
¡En alguna parte debía resaltar la indolencia nacional!
Pero a falta de curiosidades hay un monumento de gloria.
Allí vive el poeta José Antonio Maitin.
Deseoso de conocerle, fui a visitarle.
Me recibió con suma benevolencia: su trato es familiar y afectuoso.
Le recordé sus lindos versos que parecen absolutamente borrados de su
memoria.
Me mostró su jardín, que tiene por límites el undoso rio que tan lindos
versos le ha inspirado.
Me despedí por n, después de una visita que traspasó los límites de la
etiqueta, falta muy disculpable tratando con un hombre que atesora
tantos atractivos.
Los hermosos días de la juventud de Maitin han pasado ya, y el
tiempo, cargado de amarguras para todos los hijos de este suelo, no ha sido
más piadoso con él.
La lira ha caído de sus manos; el poeta ha desaparecido y solo queda
allí el lósofo y el hombre de bien.
Cuando llegué a mi casa encontré a cuatro jóvenes que me esperaban
para llevarme a un baile.
Aunque ya tengo aversión al baile, porque estoy cansado de que me
bailen, los gobernantes sobre todo, no quise negarme, ni me hubiera valido
excusa con gente tan obsequiosa, pues me habrían llevado con cuatro
gendarmes, como a un miliciano voluntario.
Fui pues, y con eso que me arrepentí de mi poca voluntad.
Una docena de damas jóvenes, hermosas y graciosamente adornadas
ocupaban el contorno de la sala, como una guirnalda de rosas
entreabiertas.
Una orquesta magní ca en que resaltaba una auta maravillosa, tocada
por el artista Arenas (de Maracay,) en n, un baile donde no había más que
bailar o ser un necio.
Resuelto a no quedar por lo último, tomé pareja graciosa y ligera, que
no había de otras cualidades y bailé como un estudiante.
El mismo disgusto que tuve para entrar, tuve para salir; me sucedió
como a ciertos magnates que toman una poltrona por acatar la voluntad
publica, y luego para dejarla cuesta Dios y su ayuda.
La sociedad de Choroní es muy notable por su cultura y moralidad.
La parte jornalera, in uida por el buen ejemplo, tiene también la
suavidad de costumbres por carácter y la honradez y sobriedad por hábito.
En Choroní no hay cárcel, pero esto es bueno que no se diga muy alto,
no sea que medio Venezuela vaya a domiciliarse allí.
Aquí pongo punto, no porque haya concluido, que mucho tengo que
decir en honra de aquel laborioso vecindario, sino para que este artículo
tenga siquiera el mérito de ser corto.
Mi objeto ha sido corresponder con este recuerdo a la benévola
acogida que debo a los habitantes de Choroní. Demasiado poco les ofrezco
en retribución de tanta galantería.
Enero de 1870.
XIII
El Dinero
DEDICADO A INOCENTE (F. FONTAINE)
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Agosto de 1868.
XIV
Los Pobres
Voy a consagrar una hora a los pobres, en lo cual me parece que les
hago mucho favor.
¿Quién se ocupa del que no puede dar nada?
El pobre es el cero de la sociedad.
No vale nada, y sin embargo él es quien da valor al rico, que viene a ser
la cifra signi cativa.
Suprimid al pobre y ya no valdría la pena de ser rico.
Son los halagos del pobre los que producen la vanidad del rico.
Es la timidez del pobre la que produce su arrogancia.
¡Y cuántas veces el hambre del pobre no producirá la abundancia del
rico…!
Aquí digo yo como la novena de San Antonio —«Meditad y orad»—
lo que quiere decir en lengua profana —«Al que le venga la chupa que se
la ponga».
¡Pero válgame Dios!; ¡si yo no iba a escribir esto!
Mi propósito era hablar del decreto que crea una Casa de Bene cencia.
En mi concepto es el acto más notable del Gobierno de Abril.
Ese decreto contiene una reforma que sobrepuja a todas las que ha
llevado a cabo el general Guzmán Blanco.
Hela aquí:
Los pobres quedan convertidos en capitalistas.
Los que ayer no tenían un albergue para guarecerse de la intemperie,
tienen hoy un palacio por habitación.
Los que ayer no sabían dónde hallar un pedazo de pan, tienen hoy
pingües rentas para subsistir cómodamente.
Más todavía.
¡Los desheredados de siempre han venido a ser herederos natos de una
porción de riquezas!
Ya no tendrán que inquietarse algunos ricos pensando a quien le
dejarán su fortuna.
Se han encontrado resuelta la di cultad en una plumada de la
lantropía del Gobierno.
—Los pobres son sus herederos forzosos.
¡Ya están los mendigos echando cuentas sobre las cosechas que van a
segar con la hoz de la muerte!
Individuos conozco yo que envidian los harapos del indigente por solo
la expectativa de tantas herencias.
Ellos quisieran poder decir al encontrar un avaro hambriento
—«Mortifícate, atesora, que yo tengo parte en el dinero que guardas».
Y conozco avaros que están sintiendo morirse por no restituir a los
pobres una parte de aquello mismo que les han quitado.
La medida tiene dos fases:
Por un lado es eminentemente lantrópica.
Por otro, profundamente política.
La primera está de mani esto a todo el mundo.
La segunda está envuelta en el misterio de los pensamientos de Estado.
Vamos a romper el velo.
Guzmán Blanco nos permitirá que penetremos sus altos secretos, y si
no, lo haremos sin su permiso.
Como acto público tenemos el derecho de interpretarlo.
Algún trabajo ha de tener el que acepta el encargo de mandar un país
constitucionalmente.
Guzmán Blanco ha dicho:
—«Yo no tengo nada que temer de los ricos: esa gente necesita de la
estabilidad y garantías que yo le aseguro y tienen que sostenerme
cualesquiera que hayan sido sus opiniones».
1874.
XV
Vendedora de legumbres
Pronto salí de la via Appia de esta ciudad de los césares como decían los
romanos, y llegué al punto donde se lee en grandes caracteres
—«Ferrocarril del Este»— nombre que sirve de epita o a las cenizas de
una obra que murió al nacer, y cuyo sarcófago se mira en una galería
derrumbada: pincelada profunda como las de Horacio Vernet, que retrata
en una línea la indolencia del carácter nacional, o la vanidad de esta
generación negligente, que aspira a llenar el vacío de las obras con el ruido
de las palabras, y que marca su paso dejando en cada estación algunas letras
muertas.
Seguramente el letrero se puso para que aquel ferrocarril no se
confunda con los muchos que habrá en las edades venideras, Dios
mediante, y no interrumpiéndose el rápido progreso que llevan nuestras
obras públicas.
Meditando un poco me ocurrió que el Este está demás, y que el camino
de hierro es una redundancia, pues cualquiera conocerá que no es de otra
cosa despues que pase de la segunda legua.
Embebecido en estas re exiones, me sorprendió la hora suprema en
que el cielo y la tierra se saludan con una sonrisa de simpatía.
El sol dejaba ver poco a poco su disco refulgente, y como a hurtadillas,
se asomaba tras la colina a contemplar el hermoso panorama de Chacao.
Hacia el fondo del valle se extendían preciosas sementeras, como
galanas alfombras, a que servían de festón los espigados cañaverales del
Guayre: más acá se estrujaba las manos el robusto gañan, a quien no
desvelan las intrigas de la política, ni sustente el pan degradante a veces,
que ella ofrece; y picando sus fornidos bueyes, hacía crujir el surcador
arado: allí la mansa vaca brindaba a su ternero el resto de leche que el avaro
dueño la dejara, y, lamiéndole amorosa, completaba con caricias el escaso
alimento.
En la acequia cristalina que corre a orillas del pueblo, llenaban sus
tinajas de barro, con cantarillas de totuma, las encogidas lugareñas, y los
muchachos traviesillos, se disputaban la presteza en rebozar sus damesanas
de camaza.
Mudando a cada paso las decoraciones campesinas, seguí encontrando
risueñas memorias de mi juventud, hasta llegar a la antigua capital del
Estado Bolívar.
Recorrí las callecitas alegres de Petare, buscando alguna huella de su
antigua grandeza, y solo pude descubrirla, en la suciedad de una casa que
sirvió de cuartel y en algún posadero arruinado, gracias a la protección que
le dispensaron los empleados.
Tomando lengua sobre las ventajas producidas por la permanencia del
Gobierno allí, vine a descubrir que las capitales sostienen su lujo a costa de
los capitales, así como las mujeres lo sostienen a costa de los hombres; y sin
embargo, ¡los hombres se matan por poseer capitales y mujeres!
Visto que no había más que ver, y después de tomar café, tomé las de
Villadiego por la vía que conduce a los Valles del Tuy.
Algunas empalizadas de poma rosa recortadas con esmero, embellecen
el camino de trecho en trecho, y recuerdan los tiempos de oro de nuestra
empobrecida agricultura, que merced al proyecto de Instituto
proteccionista, va perdiendo su crédito a pasos agigantados.
Un cicerone me mostró el campo de la Esperanza, célebre por el
glorioso revés que en él sufrieron las armas reconquistadoras. La
revolución triunfante no ha podido levantar siquiera un simple cenota o,
para perpetuar la memoria de tanta juventud y tanto heroísmo inmolados
por su noble causa. Verdad es que las revoluciones nunca tienen nada para
sus muertos; apenas alcanza para los vivos a migajas, porque entre estos
descuellan algunos más vivos que se reparten los trofeos y el botín.
¡Oh Sutil! ¡Oh valerosos soldados que al dejar en desamparo vuestros
hogares, no habéis dejado vuestros nombres a la gratitud nacional!
En partes, la tierra removida o piedras amontonadas, indican la última
morada de algún valiente. Me parecía que sobre aquellos sitios olvidados
vagaba el ángel de la gloria, con alas enlutadas repitiendo la plegaria de
Ossian. «Cuando brillará la aurora en el sepulcro para que despierten los
que duermen en él».
Contristado el ánimo, abandoné aquellos lugares, buscando
distracciones en las variadas vistas que ofrecen las multiplicadas colinas de
los Mariches.
El estómago que no vive de recuerdos, sino de cosa más sólida, me
reclamaba con imperio algún auxilio.
Era ya pasado medio día o P. M. según la moda importada por el
telégrafo, y no encontraba ninguna casa de hospedaje, hasta que se
condolió de mí un alemán, que seguramente ignora las ofensas irrogadas
por mí a su nación, según las entendederas de otro alemán.
Sirvióme el buen hombre aquel potaje que deleitaba a David, y que
deleitaría a cualquiera sin ser pastor ni rey: se trata, lector, de esas
legumbres que llamamos frijoles: en mi vida comí cosa mejor, y para que
todos gocen de tan barato placer, voy a copiar la receta de su condimento.
Nadie ignora que para preparar los hígados de ganso, antes que todo se
pone en condición al ganso; asimismo, para preparar este potaje, es preciso
poner en condición al que ha de comerlo, que hace aquí las veces del
ganso.
En primer lugar se le monta en una mula al amanecer y se le tiene
trepando cuestas hasta la una p. m., sin dejarle tomar más que café. En este
estado se le sirven los frijoles cocidos con agua y sal, y se coloca uno tras de
batidores para verle saborear, más a gusto, que si devorase una polla de
Guinea o un salchichón de Bolonia.
En honor del hostelero diré que me sirvió con limpieza alemana y que
me trató con equidad, bien diferente de cierto paisano suyo, a quien Dios
guarde para honor de nuestras ciencias.
Su cientemente afrijolado, proseguí mi marcha, con gran disgusto de
mi mula que no encontró legumbres ni otra cosa con que espantar al
diablo, y después de dos horas, pisaba ya los ricos Valles del Tuy.
Llegué a Santa Lucía a las seis de la tarde: el plantaje de la población es
hermoso, y sería un gran pueblo, si desapareciesen las huellas cenicientas
que han dejado los cinco años de guerra, no borradas con otros tantos de
paz si tal puede llamarse la lucha secreta sostenida por las industrias contra
las exacciones scales.
Pasé allí una noche agradable, merced a la generosa acogida de un
amigo, y al amanecer seguí mi marcha.
Mil veces me hallé en peligro de extraviarme, uctuando entre los
innumerables caminos que cruzan en diferentes direcciones, pero, en toda
duda, me decidía por el peor, y de ese modo acerté siempre con el camino
público y llegué sano y salvo a Yare. En este pueblo se nota más que en
ningún otro la ruina de la agricultura, ¡tan oreciente en otros días! Se
siente mucho el calor, pero afortunadamente, hay chinchorritos de
moriche, y gracias a uno que me ofreció mi amable patrona, lo pasé muy
bien.
Al día siguiente me trasladé a la hermosa población de Ocumare,
donde di los primeros pasos.
Volví a ver aquellos sitios, nunca olvidados, ¡que mis ojos de niño
vieron veinte y ocho años antes!
¡Cuánta mudanza!
Ya no encontré a la viejecita querida en cuyas rodillas dormía el sueño
de la prima noche: la gratitud me indicó el trillado camino de su casita, y
volví a gustar las hermosas naranjas de su huerto… ¡ah! ¡Pero ya no eran tan
dulces para mí como ofrecidas por su mano cariñosa!
Encontré algunos compañeros de mis juegos infantiles, ya
quebrantados como yo, por la inclemencia del tiempo.
Todavía conserva su lozanía el anón donde yo trepaba ligero a tender
redes de cerda a las incautas cigarras… ¡Oh! Memorias de la alborada de la
vida, como oprimís el corazón, ¡ya frio con las decepciones y gastado en la
lucha con los pesares!
Después de una ligera recorrida, seguí para Cúa, la más risueña y rica
de las poblaciones del Tuy.
En Cúa descuella entre elegantes particulares un suntuoso templo, y
tratan de construir otro, porque, como todo pueblo español, quiere suplir
con iglesias el enfriamiento progresivo de la fe.
Reunido con varios amigos, tomé la vía de Charallave, que con poco
esfuerzo será carretera muy en breve, gracias al entusiasmo de los tuyeros,
más poderoso que las resoluciones del Gobierno. En aquel pueblo luce
aún la torre levantada durante la última guerra civil, que recuerda los
tiempos de la conquista.
Después de ser muy bien tratados en la única posada que existe,
seguimos a Paracotos por la quebrada de este nombre. Como mi bestia
gusta de andar adelante, me constituí jefe de la caravana, a pesar de no ser
práctico, y, como es natural en los que mandan, quise salir del camino
trillado y llegar más pronto por las veredas.
En una de tantas pruebas encallé en un lodazal de bella apariencia,
como la tienen a veces los peligros; al sentir que mi mula se hundía, quise
volver atrás, pero fue imposible, y no tuve más arbitrio que saltar y
descender como águila de plomo, para escribir sobre la tierra, con mis
costillas magulladas, esta lección terrible para los gobernantes que dejan el
camino real por la senda peligrosa de sus caprichos.
Después de mil di cultades salí a la carretera, por donde regresé a mi
casa.
Al terminar esta sencilla relación, doy las gracias a los amigos que me
obsequiaron en mi recorrida, con tan nas atenciones, que me han
recordado aquella tierra que puso Dios en medio de los mares, como un
puerto de refugio para todos los proscritos de la América. ¡Oh
puertorriqueños generosos! Recibid este débil homenaje en prueba de que
mi gratitud no se extingue a pesar del tiempo que debilita los afectos.
Enero de 1869.
XVI
1869.
XVII
El Día de Difuntos
1874
1874.
XVIII
El «Gato Negro»
A M. M. FERNÁNDEZ
1871.
XIX
El Almanaque
No voy a ocuparme de los almanaques de Caracas, entre los cuales hay
algunos que tienen la virtud de ahuyentar las lluvias con solo anunciarlas.
El que yo tengo en mi escritorio posee la misma e cacia que atribuyen
las gentes sencillas a las cruces de palma bendita contra los truenos.
Afortunadamente él mismo dice que ha sido arreglado «por
verdaderos astrónomos», cosa que cualquiera podría dudar antes de leer la
advertencia; pero a rmado por ellos, hay que creerlo y relevarlos de toda
prueba para no ponerlos en un apuro.
El almanaque que me ha puesto la pluma entre los dedos, es el
universal: ese papel que está en todas partes, dividiendo el tiempo en
jornadas de 365 días: fénix de los papeles, que no perece nunca porque el
último suspiro de su n, se encabeza con la primera aspiración de su
renacimiento.
Yo no conozco una invención que haya causado más daño al hombre,
después de la invención de la mujer.
Si el tiempo no se hubiera dividido; si lo hubiéramos dejado enterizo
como Dios lo creó, podríamos engañarnos, creyendo que era posible
eternizarnos sobre la tierra; pero desde que nuestra curiosidad nos llevó a
escudriñar los secretos de los astros, y compartimos el tiempo en jornadas y
períodos, no podemos ignorar cuando tocamos a nuestro n: la tierra atrae
nuestro cuerpo y el alma ansia volar a la región de su prometida
inmortalidad.
Sin la invención del almanaque, la juventud duraría tanto como la
frescura del rostro y el donaire del cuerpo.
Ninguna mujer hermosa tendría que cargar con el baldón de los años.
Sin él no habría término perentorio —pre jo, palabras que tienen la
fuerza de un remache y la dureza de un avaro.
El almanaque tiene la culpa de que se venzan los plazos: él vive como
un soplón al oído de los acreedores, diciéndoles —«mañana se vence
Fulano».
Por eso es el libro favorito de todo capitalista y la pesadilla del
industrial.
Los caseros lo aprenden de memoria, y la mayor parte de ellos no saben
leer en otro.
Ellos dicen que la astronomía estará muy atrasada mientras no se
divida el año en veinte y cuatro meses.
Al paso que los inquilinos creen que los meses deben tener sesenta
días.
Si suprimiéramos el almanaque, para aprovechar esta época de
reformas, ¡cuántos gastos nos ahorraríamos!
Pero el almanaque no puede caer porque está sostenido por dos
grandes poderes públicos —el ejecutivo y el judicial.
El numeroso personal de estos dos grandes trenes, vive del almanaque,
es decir, del presupuesto, que para mí son la misma cosa, pues la relación
íntima en que están, constituye cierta coexistencia que los identi ca.
El sueldo, y el día último del mes son dos ideas tan inseparables en el
cerebro de un empleado, que se resuelven en un solo pensamiento.
El poder legislativo no es partidario del almanaque.
Los legisladores creen que debiera reformarse como la constitución.
Lo encuentran defectuoso porque no tiene más que un 20 de Febrero.
Ellos quisieran reunirse por lo menos dos veces en el año: no porque
crean que el país necesita más leyes, sino porque el hacerlas es o cio
entretenido.
También porque el tomar el viático con frecuencia, es cosa que no
desagrada a nadie, mientras no sea para emprender el camino de la
eternidad.
Hay otro poder sostenedor del almanaque.
Me re ero a los ministros del culto católico que profeso.
Ellos lo vigilan como quien cuida su hacienda.
Suprimir el almanaque seria suprimir las estas y los cabos de año, o lo
que es lo mismo, destruir sus rentas.
Tienen mucha razón de sostenerlo —y no están mal correspondidos:
el almanaque a su vez los sostiene a ellos.
Se ve, pues, que el almanaque tiene palancas muy poderosas en qué
apoyarse, y que es necesaria una revolución de la ciudadanía universal para
derrocarlo.
Es la única revolución en que yo tomo cartas después que he gustado
las delicias de la paz.
Es una gran medida de economía que debe tomar la humanidad.
Suprimido el almanaque no tendrían los músicos pretexto para
felicitarnos, porque hemos caminado una jornada más hacia la tumba.
Ni vendría el santo de las comadres a pedirnos una cuelga, cuando
estamos quizá para colgarnos.
Ni vendría la semana santa a dejarnos adeudados, para el resto del año.
Ni sentiríamos la imperiosa necesidad de cenarnos la bodega de la
esquina, cada vez que conmemoramos el nacimiento de nuestro Redentor.
Ni tendríamos que estrenar vestidos el día de año nuevo.
Ni vendrían los aniversarios de triunfos nacionales a imponer
contribución de bandera, luces y fuegos arti ciales a nuestro patriotismo.
Ni llegarían a cada paso los aniversarios dolorosos.
Ni se levantarían del sepulcro todos los muertos a pedirnos sufragio y
lágrimas el dos de Noviembre, con la plañidera voz de las campanas.
Yo creo que después de tantos afanes que hemos heredado los hijos de
Adán, Dios nos había destinado un día para conmemorar la felicidad
perdida del paraíso.
Íbamos a tener un día sin suegras, sin caseros, sin petardistas, sin
espías; día en n de verdadera felicidad.
Era el treinta de Febrero.
¡Pero no cupo en el almanaque!
¡No hubo lugar sino para los días amargos!
Yo quise probar a suprimirlo por mi propia cuenta, buscando
imitadores que convertir en prosélitos, para emprender la gran cruzada y
empecé por no comprarlo.
Inútil economía.
El día 1 me despertó la voz agria de mi casero, antes que el canto de las
aves.
El día 2 vinieron los recibos adelantados de todos los periódicos. —¡La
Opinión! ¡El Siglo! ¡El Diario! ¡La Tertulia!
El 3 la cuenta del zapatero.
El 4 la del sastre.
El 5 venció la cocinera; esa mujer invencible que todos los días al
amanecer me da una carga.
El 6 cumplió años un hijo y vino el ama de leche por su regalo.
El 7 llegó un apercibimiento por la patente de industria (que no es la
de escritor) y hecho con toda la amabilidad de un policía.
El 8 ¡oh! ¡Número fatal! ¡Me cobraron una anza!
Y así sucesivamente me iban haciendo el almanaque del modo más
desagradable posible, hasta que renuncié a mi propósito y resolví comprar
el de Soriano; que al menos con él me encontraran apercibido los agresores
de mi bolsillo.
¡Quién podrá destruir un mal tan inveterado, que tiene la sanción de
los siglos, por más que sea constante tormento de los días del hombre!
1874.
XX
La Ropa Hecha
DEDICADO A DUPRAT
1874.
XXI
«El Cojo»
FÁBRICA DE CIGARROS
1874.
XXII
ARTÍCULOS DE COMERCIO
II
El Ventorrillero
A DON EUSEBIO BLASCO
El ventorillero
1876.
XXIII
ARTÍCULOS DE COMERCIO
III
Las Rifas
El comercio es el arte de vivir de los demás.
Así vemos con frecuencia negociantes que no viven de lo que ganan,
sino de lo que pierden, o mejor dicho de lo que pierden los demás.
Yo he conocido uno que decía sencillamente —con el dé cit de este
año he comprado una casa— y era verdad.
El comercio principió con la necesidad de cambiar un producto por
otro.
Más tarde se inventó el dinero, equivalente de todos los valores que
vino a facilitar todas las transacciones.
En seguida aparecieron los avaros.
Después vinieron los ladrones, que hicieron necesarias las letras de
cambio para trasladar los caudales.
El campo era estrecho para la ambición de los negociantes y fue
preciso instituir el crédito: así se negoció sobre el porvenir y se le dio valor
a la promesa de pagar.
De aquí nacieron las trampas.
Para contenerlas se inventó la cárcel. Pero la sociedad tuvo que
defenderse de la usura que amenazaba con el grillete, del mismo modo a la
desgracia que al fraude, y fue necesario abolir la prisión por deudas.
Entonces se exigió anza, garantía, escritura. Las transacciones se
di cultaron.
La especulación necesitaba nuevos horizontes y fue necesario lanzar el
pensamiento por otros rumbos, para llegar sin trabas, ni patente al
siguiente resultado que es mucho más sencillo:
«Tomar dinero sin entregar en cambio ningún equivalente».
Esta solución debió consumir el cerebro de muchos hombres de
talento.
Sin embargo, estaba reservado a un caballo resolver el problema.
No fue precisamente porque el caballo discurrió, por más que haya
caballos más pensadores que algunas gentes; sino porque apuró el ingenio
del que lo mantenía.
El tal caballo era un compendio de todos los defectos conocidos.
No hallando el dueño modo de salir del animal, dijo un día irritado
¿no hay quien quiera comprarlo por ningún precio? Pues yo buscaré cien
que lo paguen sin recibirlo y uno que lo reciba, sin pagarlo.
¡He aquí descubierta la rifa! ¡El fecundo modo de vender caro lo que
nadie quiere comprar!
¡He aquí resuelto el problema de recibir dinero sin dar nada en
cambio!
Nadie me negará que aquel caballo no representaba nada, y si
representaba algo, era un valor contraproducente.
Su estómago devengaba un censo diario que debía pagar el que se
llamara su dueño.
Más bien que una propiedad, era una deuda irredimible, con un rédito
leonino.
El mayor inconveniente que tuvo el dueño del caballo para colocar las
acciones consistió en que todos temían ganárselo.
Los accionistas preferían pagar el número sin quedar expuestos al favor
de la suerte.
¡Se rifa!
1876.
XXIV
El Baladrón
Me voy a ocupar en hacer el bosquejo de un ciudadano que no se
ocupa en nada; de un ser que gana su vida amenazando la ajena: especie de
piedra suelta conque tropieza todo el mundo, y con la cual no se puede
construir nada.
El baladrón no es una calamidad nueva: existe desde que se descubrió
que la insolencia tiene superioridad sobre la moderación y que más ruido
hace un hombre gritando que mil callando.
Entre nosotros no hay plaga más vieja; pero el baladrón antiguo era
muy distinto del que nos azota hoy.
Aquel era un mocetón medio criollo y medio andaluz, rico por lo
regular y botarate, simpático a las mujeres, repugnante a los maridos,
espada pronta, jamás puñal; mal ciudadano si se quiere, pero gallardo en la
agresión y travieso sin maldad. No permitía que nadie pagara donde estaba
él, a trueque de que nadie se creyera más valiente y de que todo el mundo
estuviera dispuesto a aceptar los compromisos que él provocara. Era buen
bailador, billarista y toreador.
Él llegaba inesperadamente a los bailes de candil embozado en su
capote, y por quítame allá esas pajas, o por puro placer, echaba el capote
atrás, apagaba las luces a garrotazos, cortaba las cuerdas del arpa, hacía
volar la guitarra, lanzaba una imprecación y se quedaba en medio de la sala
desierta, blandiendo su garrote gozoso de ver que hombres y mujeres en
apiñado tropel, corrían despavoridos por dormitorios y pasadizos, cual
manadas de ovejas a la aparición del lobo.
Tal era el baladrón de los tiempos pasados; de aquella época de
inocencia, o más bien de ignorancia —anterior al revolver, cuando a nadie
le ocurría reclamar su derecho, porque no le ocurría tampoco que podían
negárselo; cuando la libertad y la igualdad y esa multitud de palabras
hermosas, no se veían sino en algunas proclamas viejas, y nadie averiguaba
si tenían alguna signi cación, o si eran vocablos sonoros para dar
rotundidad a los períodos.
Pero el país abrió un día los ojos; empezó a tomar y darse cuenta de
todo; tradujo las palabras en ideas, puso las ideas en práctica, importó el
revólver y anuló para siempre al baladrón de los bailes de candil, que no
podía existir sino al favor de la mansedumbre de los tiempos. La nueva
corriente de ideas encontró resistencia en las ideas antiguas, y el choque
produjo la guerra.
Con la nueva era de militarismo, de sangre, de persecuciones, de odios
y de violencia, brotó de nuevo el baladrón en la forma moderna que
conserva en nuestros días.
El baladrón es militar forzosamente: sin machete no podría amenazar a
nadie; es su arma, aunque no la tenga, o la tenga empeñada: la milicia es su
profesión, al menos no se le ha conocido otra.
Es bueno advertir aquí que el baladrón no es liberal ni oligarca; de
cualquier partido puede salir, pero regularmente está con el que manda,
sin que le esté vedado ser oposicionista.
Tiene diferentes jerarquías.
El más encopetado se pasea por los corredores del palacio de Gobierno,
tutea al Ministro en presencia de la gente, atropella al portero y manda
trabajar de balde a los empleados subalternos.
Es una especie de poder futuro que supedita a los gobiernos débiles.
Del palacio pasa a la tesorería, y de allí a las casas de juego, que son su
tertulia familiar. Se quita la levita para ostentar su revolver de veinte y
cinco tiros, arrebata el mejor asiento a quien lo tenga; pide fichas a la casa y
no integra su valor; tira siempre la parada más grande; dispone del dinero
ajeno sin consulta de su dueño; hace apuestas de boca y ¡ay de quién se las
rehúse!
En todo caso dudoso decide imperiosamente, y si la duda es con él
mismo, la resuelve sin apelación: él no admite arbitramento, porque tiene
su revolver al cinto, y con esa ley le sobra para tener siempre razón.
El baladrón de las cantinas es también general, pero ese no tutea al
Ministro sino al amo del café; no atropella al portero sino a los mozos y al
coime.
El cena en todas las mesas y en ninguna paga: bebe cerveza a costa de
todo el que llega; y entre una copa y otra re ere una proeza, una campaña,
una tropelía; y como habla tan alto, y es tan condimentado su discurso y
tiene el quepí tirado hacia atrás y escupe levantándose el bigote y deja ver el
puñal bajo la solapa del chaleco, ¡todo el mundo le obsequia y le cree sus
mentiras y le ríe sus escándalos!
Este baladrón tiene algún barniz de educación; habla bien, es medio
poeta y entiende el patois francés y la jerga de Curazao que aprendió en sus
épocas de ostracismo.
Hay otro baladrón de más baja estofa: no pasa de comandante, pero
nunca está en servicio; cuando más en depósito para tomar la ración.
Es una especie de perro que se mantiene y se ata para que ladre.
Iba a pedir perdón por haberle comparado al perro; pero caigo de
pronto en que muerde también, si no las carnes, el bolsillo, sin piedad.
1875.
XXV
*
* *
*
* *
*
* *
Pero apenas habían salido tus obras de los nativos lindes, cuando un
día… ¡día nefasto! Cayeron de tu mano inerte los pinceles y una sombra
pavorosa corrió sobre tus lienzos…
*
* *
¡Triste condición de la vida! El árbol bené co, gala y honor del bosque,
cargado de fragancia y de promesas, sucumbe al rigor del estío, mientras, al
soplo ardiente del Abrego, ¡ orece entre rocas el funesto manzanillo y
ostenta su verdura en voluptuoso columpio!
*
* *
Adiós amigo. Descansa en paz. Cuando las ores que te ofrendo hayan
perdido su aroma, nuevas y frescas coronas, tributos del amor, vendrán a
embalsamar tu asilo solitario, que amparan del olvido tus obras y tus
virtudes.
1876.
XXVI
El Verbo «Tomar»
DEDICADO A JACINTO GUTIÉRREZ COLL
1873.
XXVII
Diciembre de 1869.
XXVIII
MESENIANA
A Cúcuta
EN LA CATÁSTROFE DEL 18 DE MAYO
*
* *
*
* *
*
* *
*
* *
Y tú, patriarca venerable, que has visto desaparecer el albergue en que
pensabas morir tranquilo, levantado ¡ay! Con tanta abnegación y tanto
afán, y entre las ruinas hundirse dos generaciones de tu amor… ¿por qué el
rigor de la suerte te ha condenado a una soledad más espantosa que la del
sepulcro? ¿Cómo has de seguir el lóbrego camino sin el apoyo de tus hijos
y sin los tiernos renuevos, que se esparcían a tu alrededor como
alfombrado de ores, para embriagarte de alegrías inefables y hacerte amar
las canas?
Inclina la cabeza resignado ante la voluntad de Dios y espera, ¡que los
mártires de la tierra son coronados en el cielo!
*
* *
¡Oh hijos infortunados de Cúcuta! Salvad las lindes que jó la ley, pero
que no han tenido la sanción de nuestro cariño: aquí tenéis patria y
hermanos: venid a llorar en nuestros brazos: aquí hallará vuestro
desamparo, techos que os cobijarán como a nuestros hijos, pan, que
dividiremos en familia, y si la profunda tristeza del amor que habéis
perdido puede atenuarse con otro amor, —aquí tenéis nuestro corazón.
1875.
XXIX
Progreso
El país progresa: esta es una verdad que nadie se atreverá a negar.
No es preciso leer los versos ni los artículos abominables de los que
solicitan empleos, para saber que el Gobierno comprende su misión y la
llena satisfactoriamente.
Esa gente habla por la boca del estómago.
Mi termómetro es otro.
Yo conozco que marchamos en que no puedo caminar.
Sé que voy hacia adelante porque tengo que retroceder a cada paso.
La señal infalible de que se fomenta un país es que no se puede
caminar por ninguna parte sin dejar de encontrar obstáculos.
Voy a probarlo.
Se está componiendo una calle: cien operarios se ocupan en nivelarla.
Lo primero que se ha hecho es poner una barrera en cada extremo que
le diga a todo el mundo —¡atrás!
Viene un hombre lampiño y narigudo y se tropieza con aquel
inconveniente para seguir su marcha: se detiene a contemplarlo un
minuto, y convencido de que no hay otro remedio, regresa murmurando
—por aquí hay progreso.
¿Quién se lo ha dicho? Nadie: aquellos tres palos que lo han echado a
la espalda.
Por eso dicen que solamente a palos comprenden la civilización
algunas gentes.
Pues bien, en cualquiera calle de Caracas puede efectuarse este
ejemplo.
Va usted por un camino que se repara constantemente y encuentra mil
di cultades: aquí las piedras para el paredón, allí la zanja para el desagüe
subterráneo, y la cal y los maestros y cincuenta carros y cinco coches y
doscientos burros que tra can: a cada uno de estos inconvenientes, tiene
usted que detenerse y decir maquinalmente —vamos andando.
Esto sucede hoy por todos los caminos de Venezuela.
Pero no solo las calles y los caminos pueden servirme de prueba. Me
ocurren otras.
Cualquiera, sin ser médico, conoce que una enfermedad progresa
cuando el enfermo va para atrás.
Un empleado subalterno anda con la cabeza inclinada y una enorme
joroba, distintivos inevitables del hombre que siempre está por debajo.
Un día, llegando al Palacio, un poco tarde como empleado viejo, sale a
su encuentro un escribiente y le dice —Albricias y don Cirilo, acabo de
escribir su nombramiento para Secretario del Ministro.
Al oír esto, el jorobado se yergue lo bastante para irse de espaldas; se
adereza la solapa y sigue su marcha triunfal escoltado por el escribiente.
¿Quién que mire a don Cirilo tan tirado para atrás no conoce que va
en progreso?
Un hombre monta en un coche.
Nadie me negará que montar sobre otro es progresar. Emprende
camino el coche y el hombre se va sobre el espaldar.
En ese movimiento de retroceso conoce que va hacia adelante.
Si no he convencido al lector con las anteriores pruebas, declaro que
no tengo más argumentos.
Pero dejemos los absurdos con que me he propuesto dar principio a
este entretenimiento. ¿Qué cosa no ha principiado con un absurdo?
Mi propósito es decir algo de la reciente novedad que nos ha ofrecido
el Gobierno.
En las últimas tardes la ciudad ha tenido más movimiento que de
ordinario.
Las calles que conducen al barrio de San Lázaro han sido estrechas
para la concurrencia.
Atraído por aquella corriente de mujeres hermosas, me acerqué a una
esquina a tiempo que pasaba un amigo.
—¿Qué hay? —Le pregunté.
—¡Progreso! —me contestó.
—¿Adónde tanta gente?
—¡Al matadero!
—¡Es posible! ¡Con tanta vida! ¡Con tantas galas! Pues sigamos la
misma suerte.
Y me enrolé en aquella multitud, conducido por el imán de unos ojos
azules que dejaban ver la puerta del cielo.
Llegamos por n al Matadero público.
Es una obra digna de mejor empleo.
Parece que el Gobierno ha querido endulzar los últimos momentos del
ganado, haciéndole morir con esplendidez: como no ha vivido en sus
mejores días.
Las reses pueden gloriarse de morir en aquel sitio.
Yo creo que si pudieran hablar volverían sus ojos al Gobierno y le
dirían agradecidas —«César, morituri te salutant».
El edi cio es suntuoso. No solo ha satisfecho la necesidad que había de
orden y aseo en este importante ramo, sino que es un ornamento de la
ciudad.
La gente que visita el Matadero no puede menos que exclamar —
¡progresamos!
Yo lo conozco muy bien: a pesar de ser tan espacioso, no se puede
caminar con libertad: a cada paso lo detiene a uno la admiración.
¡Es tan raro que se concluya una obra en Venezuela!
El Matadero se principió en el siglo pasado.
Aquellas paredes derrumbadas, cubiertas de verdolaga y anamú, que
existían hasta ayer, y entre las cuales yo he jugado niño, eran un proyecto, y
sin embargo tenían el lastimoso aspecto de unas ruinas.
Ha sido necesario pelear diez años por la independencia de la patria y
luchar cincuenta años con nosotros mismos para que surja una voluntad
capaz de concluir algo.
Entre el hombre que puso la primera piedra y el hombre que ha
puesto la última, median tres generaciones.
Los días que han pasado son tantos, que es necesario contar por siglos.
Y sin embargo, la obra no tiene trabajo para un año por el sistema
moderno.
Al contemplar desde el gracioso pórtico el inmenso edi cio, no se
puede menos que exclamar con tristeza —ya tenemos Matadero, ahora nos
falta el ganado.
Afortunadamente la paz restablecerá en poco tiempo la fabulosa
riqueza de nuestros Llanos.
El sitio y los contornos del Matadero tenían cierta lobreguez
aterradora, para todo el que no los buscara como escondrijo.
Las calles estrechas y despobladas de aquel barrio, eran lo más a
propósito para darle una paliza a cualquiera.
Pero la aparición del Matadero ha trans gurado aquellos sitios. Hoy
no se puede matar por allí más que ganado.
Las calles adyacentes han sido ensanchadas y terraplenadas sin
economía de trabajo ni de gastos.
Una área inmensa se ha ofrecido al ensanche de la ciudad desde el
nuevo puente de Curamichate.
El campo de Marte, San Lázaro y la antigua Misericordia están ya
despertando la codicia de los capitalistas.
Ya me parece oír el sonido metálico del ladrillo bajo el golpe de la
cuchara.
Diez años más y el Matadero tendrá el defecto de bailarse entre la
ciudad, cuyos límites serán las márgenes del Guaire y del Anauco.
1874.
XXX
El Camaleón
Dos cosas hay inseparables de nuestro Gobierno que son —los
desaciertos y mi tío Simeón.
Triunfe Sila o triunfe Mario, mi diestro tío es una rueda invariable de
la máquina gubernativa.
No importa que ella se haya despedazado mil veces; es forzoso
rehacerla, y vuelve a entrar mi tío Simeón como entran algunos ladrillos
viejos en la reconstrucción de los edi cios.
He aquí la historia.
El padre de mi tío era, en tiempo de la Colonia, empleado de Real
Hacienda y Escribano Público. Conocía lo sabroso que es un sueldo.
Pero como al crecer el niñito, ya no existía la Real Hacienda, sino la
Nacional, que es una hacienda sin real, y como ya no se especulaba con la
fe pública por la sencilla razón de no venderse, desde que se eliminaron las
Escribanías, hubo que darle otro camino.
El viejo era hombre taimado; adivinaba el porvenir del Sable, que
como el buitre de la fábula, debía cebarse algún día sobre este Prometeo
que llamamos Pueblo.
En efecto el niño alcanzó la plaza de habilitado de una compañía,
gracias al in ujo del papá, que desde entonces puede más el in ujo que el
mérito.
Como el viejo le educaba para vivir en esta sociedad y le destinaba al
servicio público le dijo un día:
—Dime Simeón, ¿tú sabes lo que es imaginaria?
Sí señor, la ración que se cobra sin haber soldado que la reciba.
—Pues óyeme, sería bueno que cobraras una diaria para tus gasticos
menudos.
—Muy bien, la agregaré a las cuatro que saco para mi alcancía.
—¡Ah! ¿Tú cobras cuatro?
—¡Desde que entré al servicio!
—Pues, hijo, veo que vas a ser un gran militar. Otra cosa. Hoy es el
santo de la esposa de tu Coronel, bueno será que vayas a visitarla.
—¿Esas tenemos? Si le llevé anoche serenata y le hice un acróstico.
—¡Perfectamente! —exclamó don Ildefonso en el colmo de la
satisfacción.
Visto que el niño daba señales de ser un famoso hombre de Estado,
resolvió emanciparle.
A poco se consolidó la paz, como se consolida el lodo después de una
hora de sol, ocultando el atascadero bajo una capa seca: así se usa aquí,
donde solo queremos en rme las divisiones y los odios; no habiendo por
los momentos a quien matar, estados de sitio ni enemigos de la libertad,
quedaron los machetes sin o cio; perdieron su prestigio porque no era
preciso adularles, y antes de pasar por debajo de la mesa, resolvió mi tío
Simeón pasar a la carrera civil.
Han corrido treinta y seis años y jamás ha dejado mi héroe de gurar
en el presupuesto. Por eso decía hace poco en una alocución. —Desde que
tengo uso de razón estoy consagrado al servicio de mi patria—. En cambio
su patria, sin tener uso de razón, le ha consagrado una renta para vivir
como un sultán, aunque (aquí parecen sultanes hasta los comisarios de
policía, y digo —sin tener uso de razón— porque creo que Venezuela no
ha entrado en el uso de esa facultad, y si alguna vez ha tenido razón, no se
la han dejado usar los cañones extranjeros).
Veamos como ha logrado mi tío Simeón atravesar todas las situaciones,
quedándose con todos los Gobiernos como si fuese la arbitrariedad.
Lo primero que ha hecho, es despojarse de toda dignidad personal y
decir como el chulo —al son que me toquen bailo.
Ha hecho de los destinos una baraja; la cual conoce por las manchas
que le han dejado sus servidores, y sabe cual le conviene sacar.
De la campana ha aprendido a repicar por el que nace y a doblar por el
que muere.
El perro le ha enseñado a lamer los pies de su amo.
El loro a repetir sus palabras.
El insecto a vegetar sobre la rama que lo alimenta.
La anguila a resbalarse y entrar por los lugares más estrechos.
Los cómicos a representar todos los papeles.
Pero todo sería poco en medio de las peripecias que ha sufrido nuestro
país.
Ninguna brújula habría podido señalar el Norte en estas tempestades
de fusiones y confusiones, de triunfos y derrotas.
Era necesario tener los secretos del camaleón para mudar el color a
tiempo: esa es la gran ciencia.
¿Llega un día de crisis ministerial? Pues mi tío Simeón se enferma.
—¿Qué tiene mi tío? —Nada, mudando el cuero como la culebra para
salir del color del nuevo gabinete.
—¡Nuevo ministerio! —exclaman los pretendientes— se salvó el país
(con los mismos hombres que lo perdieron cuatro meses antes).
¿Se despejó la incógnita? Pues ya tenemos a mi tío en la o cina.
—¿Qué tenía don Simeón? —¿Qué había de tener? Resuelto a no ver
la luz mientras hubiera un ministerio como el caído; ahora tenemos
Gobierno.
Si se acercan las elecciones y el Poder permite que el pueblo tome
alguna parte en ellas, porque aquí sucede a veces que todo no lo hace el
que manda (y si no ha sucedido, dicen que sucederá muy pronto, si
alcanzamos la promesa de nuestro señor, Amen;) entonces mi tío Simeón
asiste a todas las sociedades, aprueba todos los programas, aunque no los
haya, eso sí; no rma actas ni discurre en la tribuna.
—¿Cuál es su candidato, don Simeón?
—El que nombre el partido.
—Pero, entre Herodes y Caifás ¿cuál escoge?
—El que dé más garantías a los principios.
—¿Cuál creé usted que da más garantías entre esos dos?
—Eso depende del círculo que le rodee.
No hay poder humano que le arranque una palabra de nida.
Él va siempre entre dos aguas.
Triunfó un candidato, que por cierto no era el de la oposición, nadie
hizo más que Don Simeón por sacarlo, su influjo lo hizo todo.
Los últimos sucesos lo pusieron entre la espada y la pared. En un
bolsillo llevaba la divisa azul que decía:
«Unión y Libertad,» en el otro la amarilla que decía «Por Falcón»
hasta que salió del apuro con la divisa blanca de «Paz, Unión y
Federación» que se repartió en el casamiento del Gobierno con la
Revolución, (como dijo uno de los novios) matrimonio que, aunque a
disgusto de ambas partes es posible que viva en paz.
Concluyo aquí, dejando a mi buen tío color de actualidad.
1868.
XXXI
El Polvo
DEDICADO AL SR. DOCTOR JOSÉ MARÍA ROJAS.
¡Qué polvo!
He aquí la exclamación que anda de boca en boca y que nos sorprende
por todas partes y a todas horas.
Caracas a imitación de Londres se envuelve en una nube sofocante.
Esta es de polvo, aquella de humo.
Una y otra nube anuncian el movimiento de las fábricas.
Acá, el edi cio, la calzada, el acueducto.
Allá, la fundición, el telar, los artefactos.
Este el pueblo que se incorpora a la marcha de la civilización.
Aquel el pueblo que recoge ya sus frutos, y levanta a los cielos, en
penachos de humo, la bandera del siglo.
Multitud de carros en estridente galope, cruzan por toda la ciudad,
cargados de tierra, es decir de polvo.
No hay una calle exenta de esta calamidad.
Polvo de San Francisco, polvo del Algarrobo, polvo de la Sabanita,
polvo del Calvario.
Esos polvos sumados, producen la inmensa polvareda que nos tiene a
todos ciegos y acatarrados.
Sin embargo, el polvo tiene también su lado bueno.
Gentes conozco yo, que están de gala por el polvo, y que lo pagarían a
cualquier precio.
En lugar de acepillar el sombrero y la levita, los empolvan.
¿Quién conocerá su estado, ni su clase, ni su edad, al través del espeso
velo?
Dicho está por los santos padres que bajo la tierra, no hay jerarquías ni
privilegios. Todo es igual.
Fiado en esta sentencia, que en su traje lleva escrita, sale a paseo don
Cirilo, que parece enterrado en vida, y va repartiendo cortesías a diestra y
siniestra.
Pero al llegar cerca de una viudita muy conocedora de remiendos y
zurcidos, saca el pañuelo por encubrir la solapa, y haciendo que sacude,
balbucea —¡qué polvo! Señora, a los pies de usted.
La dama melindrosa que entregada al polizón y la castaña, olvidó
sacudir el piano y la consola, apela diligente al desusado escobillón, cuando
siente los pasos del diario visitante, y disculpando su abandono, repite —
¡qué polvo! ¡Jesús! ¡Qué polvo!
Y se presta el polvo a salvarnos en los trances más apurados.
Encuentra usted, por ejemplo, a un acreedor, a quien probablemente
no querrá usted saludar si la deuda es antigua; no hay más que sesgar la
cara hacia la pared, cubrir los ojos con las manos, y exclamar —¡qué polvo!
Tiene usted un amigo poeta, que no le faltará por poco que valga
usted; y se empeña en que usted le dé su opinión, favorable por supuesto, a
una oda que ha escrito a la ninfa de cualquier rio: le detiene a usted en la
calle, y lee, y declama, y acciona, y marca él mismo las bellezas que usted no
es capaz de reparar, por muy capaz que usted sea, y va usted viendo que la
oda no se acaba nunca ¿qué remedio para salir de las torturas del Parnaso?
Aprovechar la primera ráfaga, apretar los ojos y exclamar —¡qué polvo! Si
no se le toma gusto a nada. Querido, dejemos esto para luego.
Después de lo cual, una cita para el casino y esconderse por un mes.
Encuentra, usted al marqués de la Tambora, que es peor que todos los
acreedores y que todos los poetas malos; porque cobra lo que nadie le debe
—respeto y aplauso—. Desde que él lo divisa usted tercia el sobretodo en
el brazo, y no en el hombro, porque «sobre él nada» dispone la mirada
napoleónica y el gesto desdeñoso de Tarquino, estira el cuello, y se pandea
y se in a, para que usted reconozca desde lejos, por el noble talante, al
nieto de Carlo-Magno, sobrino de doña Urraca y heredero de que sé yo
cuantos caudales…
Él cuenta ya con una reverencia de usted y se dispone a retribuirla, con
un gesto piadoso que quiere decir —«te perdono el saludo».
¿Qué hará usted en tal aprieto? Mirarle cara a cara, levantar la cabeza,
lanzar un estornudo y —¡qué polvo!— ¡si por poco se ahoga usted!
Corrido de tal desaire el señor de la Tambora, sacude con enfado la
solapa, y repite colérico —¡qué polvo!
Va usted al Congreso, o a la barra, que es adonde va el pueblo, y cobra
usted esperanzas, oyendo a Hernández, a Plaza, a Bolet, a Toledo y a otros
paladines nobles de más noble causa; pero se alza una voz de
contradicción, y se alzan para aplaudirla manos que van a ser atadas por los
esfuerzos del orador, y sale usted de allí espantado y va a lanzar una
imprecación peligrosa; pero llega a tiempo de salvarle un remolino que le
hace decir:
—¡Qué polvo tan inicuo!
Pero acortemos ya, no sea que el lector acometido de otro remolino
que le doble el papel, lo arroje con enfado diciendo —¡qué fastidioso está
el polvo!
Bendigamos el polvo que nos ahoga, porque al n, Dios ha permitido
que no sea el polvo que levantan los caballos enfurecidos que revuelven en
el campo de batalla; polvo pavoroso, ¡que se aplaca amasándolo con sangre
de hermanos!
No es el polvo que se agita cavando la tierra, para sepultar a millares de
compatriotas, ¡calientes todavía! Polvo doloroso, ¡que se aplaca con
lágrimas de inocentes!
Es el polvo del Capitolio, que se levanta alto como el Sinaí de la
República.
Es el polvo de la Universidad, que va a presentar la cara, después de
tantos años que la ocultaba bajo el capucho del fraile, dejando ver en sus
facciones góticas la antigüedad de su existencia.
Es el polvo del Calvario, que va a convertirse en delicioso paseo,
después de haber sido por diez y nueve siglos la calle de la amargura.
Es el polvo del Algarrobo, que no quiere detener por más tiempo el
curso de los carruajes, y cubre el cenagoso cauce con un hermoso puente.
Es el polvo del barranco que se nivela, de la calle que se reforma, de la
cloaca que se ciega.
Es, en n, el polvo de la paz, el polvo de la civilización, el polvo del
progreso, o, cómo diría Guzmán Blanco, orgulloso de su fortuna: «¡Es el
polvo del 27 de Abril!».
1873.
XXXII
ARTÍCULOS DE COMERCIO
IV
Un Buen Marchante
—¡Un buen marchante!
—¡Un comprador fuerte!
—¡Ha llegado un comerciante de los Llanos que está haciendo grandes
compras!
Tal es la noticia que circula de boca en boca por todo el mercado.
—¿Cómo se llama?
—Nadie sabe.
—¿De dónde es?
—Tampoco.
—¿Quién lo recomienda?
—Se ignora también.
Lo único que se sabe es que Mr. Schulze le ha saludado con mucho
agasajo.
Se sabe también que ha traído una carta para Wilson y Ca y que le han
vendido una factura valiosa.
Se sabe que ha traído trescientas reses, que valen más que trescientas
cartas, y que Otáñez almorzó con él.
Se sabe que tiene grandes bigotes y que anda en una mula rucia
famosa, y que está alojado en «Saint Amand».
—¿En Saint Amand? Pues a buscar al marchante.
No se necesita de otro informe.
¡Cuándo se aloja allí, debe ser un personaje!
Como cosa muy secundaria, se averigua que se llama Escalante y que
vive en el Orinoco. La distancia da mucho prestigio en el comercio.
Todos los corredores andan en solicitud del señor Escalante.
No hay forastero con bigotes y mula rucia, que no sea detenido en la
calle veinte veces.
El portero del hotel está fastidiado de que le pregunten por el señor
Escalante.
Desde que tocan a la puerta responde con enfado —¡no está aquí!
Llueven los muestrarios y las tarjetas de los almacenes, con
ofrecimientos de crédito muy especiales.
El señor Escalante está admirado del crédito que tiene en Caracas,
donde no le conocen, al paso que donde le conocen no tiene ninguno.
—¡Ah! —dice en su interior— ¡nadie es profeta en su tierra!
Aunque no había pensado comprar nada, quiere aprovechar las
buenas disposiciones del mercado para hacer una operación.
Se ajusta un magni co ux que le ha hecho Duprat, y sale a campaña
provisto de las tarjetas.
—¿Por dónde empezará? —Él no sabe, pero un dependiente que le
espera en la puerta para llevarle a un almacén, le saca de dudas.
Llega al almacén.
El principal no puede dejar este lance al vendedor; él mismo quiere
tener el honor de atender al señor Escalante, y abandonando su gravedad y
su escritorio, sale a recibirlo con el sombrero en la mano y la calva
descubierta.
Le ofrece primero un tabaco puro de Alemania y después toda la casa.
Escalante, que es práctico, disputa los precios, y el vendedor que está
entusiasmado, cede a todo, y así anotan una factura de aquello que el
comprador juzga más realizable.
Por n se despide el señor Escalante conducido hasta la puerta por el
principal, que no queda contento porque la factura no pasa de seis mil
pesos.
Sin embargo, al ver la nota no puede menos que exclamar —¡qué buen
marchante!
Al salir de la casa encuentra el señor Escalante a dos corredores
emboscados esperando su salida.
—¿Con cuál se va? —¡Qué discusión! ¡Qué argumentos! ¡Qué
intancias!
El más agresivo vence y se va con él.
Le reciben también en triunfo.
Examina, escoge, regatea, compra en n todo lo que quiere, y mucho
menos de lo que quisieran venderle.
—¡Qué buen marchante! —dice también el vendedor.
De allí pasa a otra casa y se repite la misma escena.
Los ofrecimientos se van multiplicando y Escalante atiende a todo el
mundo y no desaíra a nadie: quiere que todos queden contentos.
—¡Qué hombre tan simpático!
—¡Qué caballero!
—¡Qué avanzador!
—¡Qué buen marchante!
Así dicen en todas partes.
Los carreteros y los arrieros se disputan las cargas del señor Escalante.
No se ve otra marca en los almacenes.
No se atiende a nadie.
Por n, el señor Escalante recoge sus facturas, rma pagarés por
cincuenta mil pesos, y se marcha, ofreciendo volver muy pronto.
Esto acontecía en Marzo del año pasado.
Por ocho días no se habló de otra cosa entre los comerciantes.
—¿Cuánto le vendieron ustedes?
—Nada casi… unos siete mil pesos; ¿y ustedes?
—Otra friolera; por ahí cerca.
—Los quincalleros lo aprovecharon bien.
—Fulano fue quien le hizo la venta.
Estos y otros eran los diálogos frecuentes.
A mí no me tocó nada de la feria. Más vale así.
Mi parte ha sido registrar esta crónica en los anales mercantiles.
Los pagarés de Escalante se vencían en Septiembre, y con gran
asombro de los tenedores no eran descontados: pero en n llegado el
vencimiento se esperaba por momentos el dinero. Se contaba párrafo
aparte con él. Todas las mulas rucias se parecían a la de Escalante.
Todo hombre con bigotes, era Escalante.
Las pisadas de toda bestia que entraba a un almacén, hacían levantar la
cabeza al principal y cambiar con el cajero una mirada interrogativa que
quería decir —¿será Escalante?
Al llegar un periódico, se buscaba antes que todo el movimiento de los
hoteles, para ver en cual de ellos se había alojado Escalante.
Se daba por hecho que había llegado.
No podía menos; ¡si el plazo tenía dos días de vencido!
Cada hora que corría aproximaba más la llegada de Escalante. ¿Cómo
retardarse debiendo tanto?
Pero pasó un mes y comenzó a entrar la zozobra… Pasó otro mes y la
zozobra se iba convirtiendo en pánico…
Escalante y escalofrío eran cosas relativas.
Los comerciantes entre sí no se atrevían a nombrar a Escalante.
Tenían cierto rubor muy natural; pero al n llegaron a tocar la
cuestión.
Ninguno de ellos había recibido dinero ni noticias de Escalante. Nadie
les daba informes seguros: para unos vivía en Cabruta, para otros en
Nutrias.
Por n se resolvió mandar un comisionado cautelosamente a investigar
el paradero de Escalante.
Se le recomendó mucho el tacto, para no manifestarle descon anza.
Debía de haber un motivo muy justi cado para el retardo. Quizá le
hallaba en el camino.
Un mes de espera. ¡Un mes de mortal ansiedad!
Era urgente la llegada del emisario. Los fondos estaban haciendo falta
para las remesas del próximo paquete.
¡Llega por n!
La noticia se extiende como un acontecimiento de grande
importancia.
La impaciencia reúne en su morada a todos los interesados.
—¿Qué hay de Escalante? —preguntan en coro.
—No he podido encontrarle —respondió el comisionado.
—¿Y las mercancías?
Las realizó muy bien, según noticias.
—Y el dinero ¿se ha perdido?
—No, señores, él lo tiene.
—¿Y la casa?
—Quedó sellada por la autoridad y traigo aquí el inventario de los
enseres, mercancías y animales que existen.
—Leamos —dijo con avidez uno de tantos, tomando el inventario.
«Una armadura de pino, picada».
Un reloj de sol.
Una pipa desarmada.
Otra ídem sin fondo.
Un anteojo de larga vista sin vidrio.
Dos gruesas pulseras mohosas.
Una gruesa almanaques del año pasado.
—Basta, basta de mercancías —interrumpió el más grave—, siga con
los animales que son la riqueza del Llano.
Un burro despaletado.
Un gallo ciego.
Una perra con seis cachorros.
Una vaca perdida.
Un caimán embalsamado.
—No siga, no siga, —volvió a decir el viejo.
—Falta lo principal —dijo el emisario.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —preguntaron todos.
—Ochenta y cuatro mil pesos en deudores.
—¡Vaya! —exclamaron todos— ya eso es algo.
—Y que tal —preguntó uno— ¿son cobrables?
—Según informes, la mitad, por lo menos, se han muerto.
—¿Y los otros?
—Los otros… creo que no han nacido.
—Cómo ¿son imaginarios?
—Al menos no están ni en las listas de sufragantes, que es donde se
encuentra más gente del otro mundo.
—¿Y las 300 reses?
—No eran de Escalante.
—¿Y la mula rucia?
—Era del dueño del ganado.
—¿Y la carta para Wilson y Ca?
—No hubo tal carta.
—Si la hubo —interrumpió un joven— yo la he visto, pero…
—¿Pero que decía?
—«El portador va a comprarles una factura al contado para mí.
Trátenlo bien».
—¡Al contado! —exclamaron diez voces.
—Sí, señores, y no le dieron una hilacha a crédito.
—¡Qué carta tan costosa! —dijo un viejo suspirando.
—Pues señores —dijo un mocetón atronerado— el señor Escalante
nos ha escalado. ¡Si nos hubiera escaldado también!
—La culpa es nuestra —dijo el que parecía tener más juicio— nos
desvivimos por vender sin reparar a quien; nos seguimos por lo que hace el
vecino, sin saber porque lo hace, y no es lo peor, sino que estos caballeros o
pillos de industria, arruinan a nuestros honrados compradores del interior,
que no pueden competir con ellos.
Los comerciantes se disolvieron cabizbajos y haciendo propósitos de
enmienda.
Poco después supieron que Escalante había hecho otra rubiera en
Ciudad Bolívar y otra en Santómas.
Le falta todavía la más gorda; que no están los Estados Unidos y la
Europa, ¡libres de un buen marchante!
1876.
XXXIII
Los Cohetes
A DON JOSÉ SELGAS
*
* *
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1870.
XXXIV
La Piedra Filosofal
Para todo se necesita vocación, se ha dicho siempre.
Así vemos que el que ha de ser buen abogado, o sea defensor del
derecho, se inclina a invadir el ajeno desde que tiene uso de razón.
El pichón de agricultor nace a cionado a chupar frutas y todo lo que
puede chuparse: es una especie de esponja.
El pintor ensucia las paredes desde chiquillo.
El militar se familiariza con la muerte matando moscas desde la cuna, y
cuando llega a ser grande, hombres y moscas valen para él lo mismo.
El polluelo de empleado es insaciable en el mamar desde que nace.
El muchacho que ha de ser médico comienza por echar lavativas a los
gatos.
El comerciante es la excepción de la regla.
Él no obedece a una vocación; se forma de circunstancias imprevistas.
Aquellos que no pueden completar una carrera cientí ca; los que no
heredan o no encuentran por donde medrar en la política, patrimonio de
los audaces; los que no pueden soportar las fatigas de la carrera militar, o
hallan quien los soporte a ellos; esos son los que vienen a formar la gran
mayoría del gremio mercantil.
—¿No hay capital ni aptitudes para cosa ninguna? Pues al Comercio
que es el inmenso receptáculo donde cabe todo el que no cabe en ninguna
parte.
He aquí la razón de esa gran cifra suplantadora de un desarrollo
mercantil que, siguiendo como va, no tardará en absorber todas las
profesiones.
¡Será cosa de ver un pueblo donde todos vendan algo y ninguno
compre nada!
Todas estas consideraciones me las ha sugerido la lectura de una carta
que voy a trasladar a mis lectores; dice así:
—«Mi muy querido padrino.
Ya usted sabrá la suerte que me corre desde que mis acreedores
remataron la última nca que me quedaba de las que heredé de mi padre.
¡Pobre viejo! ¡Tanto como trabajó para esos bribones!
Afortunadamente no se cubrieron ni el diez por ciento de mis deudas.
Al verme en quiebra me asocié a un periodista y me dediqué a zurcir
chascarrillos y coplas: pero ni la tal literatura produce un cuarto, ni el
periódico daba para el papel. La empresa quebró y yo volví a quebrar.
En recompensa de algunas ores que le eché a un ministro, alcancé un
empleo; pero el ministro se me volvió tirano en cuanto me tuvo por
debajo, y pretendió tenerme trabajando la mitad del día y otros excesos
semejantes, y como yo tengo pocas pulgas, no quise ser el único empleado
que ganara el sueldo; me le planté en guardia y él me plantó en la puerta
del palacio.
He aquí mi tercera quiebra.
Entonces me ocurrió hacerme médico homeópata y lanzarme por esos
pueblos del interior a ganar mi vida a costa de las ajenas.
En la casa había una hermosa fuente y me dediqué a hacer ensayos:
diluciones iban y venían, y ya las vasijas no cabían en ninguna parte: las
ltraciones y derrames llevaban la humedad hasta los techos, mi estancia
era un lago, más propio para aprender náutica que medicina. El hecho es
que de tanto estudio no saqué más que un reumatismo que cortó mi
carrera médica.
Ya tiene usted mi cuarta quiebra.
Al mejorar mi salud quise emplearme en algo, pero como no sabía
ningún o cio, no tuve otro refugio que sentar plaza en el ejército.
Atendiendo a los méritos que me faltaban no me hicieron mas que
Capitán.
Quise echarla de veterano introduciendo en la situación diez
imaginarias, cosa muy corriente, pero el habilitado del cuerpo, más
veterano que yo, no me las dejó pasar.
Era un hombre muy recto, tanto como aquel que decía —¿pegarle a
mi madre?— eso solamente yo.
El hecho es que me siguieron una causa inicua, y que a fuerza de
empeños conseguí que solo me condenaran a inhabilitación perpetua para
ejercer destinos de honor y de con anza.
Después de todas estas quiebras me he convencido de que nací para el
comercio, y quiero hacer una prueba, para lo cual invoco su afecto y la
ayuda de su experiencia.
Cuento con la ventaja de no tener ningún capital. Llamo esto ventaja
porque al que ha de salir bien no le hace falta, y al que ha de perder le
estorba.
Yo pretendo establecerme en un pueblo donde tengo muchas
relaciones buenas; nada menos que relaciones de familia, cuya marchantía
es segura.
La política me ha dado muchos amigos, y como soy masón, cuento
con el apoyo de toda la hermandad: así es que la clientela está formada.
Voy a exponerle a usted todo mi plan.
Tomaré una casa grande y central, y en letras gigantes pondré en la
parte más visible “Bazar Universal”, porque mi propósito es abarcar todos
los ramos.
Paso una circular resonante en que gure un socio imaginario en
comandita con veinte mil pesos.
Hago anunciar la acreditada casa en todos los periódicos y saco
patente de primera clase y la publico también.
Después de esto me voy a Puerto Cabello, y como allí nadie me
conoce, tomaré cuanto quiera.
Abro la casa con un baratillo y pongo una sinfonía en la puerta.
La venta será fabulosa; haré remesas semanales y pedidos diarios;
ganaré descuentos; pondré mi crédito en las nubes y carrera hecha.
Tal es mi plan; solo necesito que usted lo apruebe y que me auxilie con
una pequeña suma para los preliminares.
Será un gran servicio con que usted va a libertar de la miseria a un
hombre de bien.
Su ahijado,
WENCESLAO DICKSON».
Leí diez veces esta carta y comprendí, al cabo, que del ahijado se podía
sacar una gran cosa, pues que había encontrado la clave mágica de la
carrera mercantil, tal cual se sigue muy comúnmente en los modernos
tiempos, y decidí prestarle mi apoyo y mis consejos contestándole así:
«Querido ahijado:
Recibe ante todo mi abrazo de congratulación, porque después de
tantos martillazos en vago, ¡has dado por n en el clavo!
¡Has encontrado la piedra losofal! Vas a ser una notabilidad
mercantil.
Lo que más me gusta es que no tengas ningún capital; y no dudo que
con tan buena base, trabajarás muy desahogado; porque todo negocio es
bueno y fácil para quien nada arriesga en él.
No rmes con tu nombre entero. El Wenceslao no es mercantil,
mientras que la W. sola, que puede pasar por William o Wilhelm, añadida
al apellido inglés que llevas con una K. por dentro te darán una gran
importancia.
La W. y la K. valen por sí solas más de veinte mil venezolanos: yo no
aceptaría al socio imaginario que me anuncias: no lo necesitas.
Por una de esas dos letras daría yo todas las de mi nombre.
En cuanto a la clientela con que cuentas, solo te digo que mejor
estarías sin ella.
Con la parentela, los amigos políticos y los masones tienes lo su ciente
para arruinarte.
Todo lo demás está bien trazado; pero debes añadir a la circular
algunas palabras francesas como nouveauté, dernière, fantaisie y llamarte
siempre agente general, comisionista general, y decir que tu surtido es
general y que el crédito de tus almacenes (esto en plural) está generalmente
reconocido: todo lo tuyo debe ser general, y es lástima que tú no pudieras
serlo, aunque fuera de papelito, como los compadres, que te sirviera al
menos de antídoto contra la milicia.
Dispón de los recursos que necesitas para armar la casa y no vayas a
malgastarlos.
Es una carnada que te presto, para salir a la mar; aprovéchala, que es
época de arribazón y harás una buena pesca; y cuando sea tiempo,
devuélvemela; ¡no la dejes también entre las redes!
Si tus combinaciones salen bien, vete a Europa, y allá te alojas en los
grandes hoteles y no sueltas nunca los guantes, que cuestan poco y valen
mucho, y no andas a pie sino en voiture, y verás como también te abren
todas las puertas y todas las cajas y otras cosas más, que donde quiera
cuecen habas.
Pero fíjate mucho en esto, —sí, ayudado por la fortuna, llegas a verte
un día entre caudales, hazte hombre de bien, o al menos, salva las
apariencias que vale lo mismo, si no valiere mucho más en estos tiempos».
JUSTO.
Caracas, 1877.
POESÍAS
Diálogos en un Café
A JOAQUÍN SALVOCH
II
III
Caminito derecho
De los olivos,
Iba Juana jugando
Con sus cabritos,
Muy distraída,
Sin pensar, la inocente,
Que la veían.
Recociendo de paso
Flores de pascua
Y bejucos de mimbre,
Ponía guirnaldas
A los cabritos,
En sus cuellos, tan blancos
Como el armiño.
De vagar dulcemente
Por la campiña,
Sintióse fatigada
La pobrecita…
Frondoso almendro
La ofreció su follaje
¡Tan ancho y fresco!
Y yo que la seguía
Ojo en acecho,
Al mirarla sentada
Salí a su encuentro,
Mas, sorprendida,
Se levantó gritando
—¡Corred cabrillas!
—No corras tu ganado,
Niña de mi alma,
No te asustes —le dije—
No temas nada;
Yo soy Antonio,
El que muere de amores,
Luz de mis ojos.
Siguiendo tus pisadas
Voy, pastorcita,
Por decirte —me muero
¡De amor, mi vida!
Dame esa mano,
Para imprimir en ella
Mi amante labio.
Extendióme la mano,
Mas en silencio,
Inclinó la cabeza
Sobre su pecho.
¡Púdica niña!
—Su manecita estaba
Trémula y fría…
Quise besar su frente
Mas ¡ay! No pude;
Que el rubor aunque débil
Pavor infunde…
—¡Niña! ¡Perdona
Si turbó tus contentos
Quien más te adora!
Alma Sencilla
A DON JOSÉ SELGAS
—¡Madrecita querida,
Si fuera al teatro!
¡Ay! ¡Cómo me deleitan
Música y canto!
—Hija del alma,
Si tú no tienes joyas
¡Ni ricas galas…!
—Pero tengo violetas
Y purpurinas,
Que valen los brillantes
galas ricas;
Y tengo palmas
Ternecitas, de mirto,
Para guirnaldas.
Tengo mi traje blanco
Con bellos rizos,
Y encajitos graciosos
De puro lino;
Y mis cabellos
Que bajan ondeando
Sobre mi cuello.
—Y tienes mil tesoros,
Hija querida,
Porque tienes un alma
Pura y sencilla—
Dijo la madre
Bañando en tiernas lágrimas
La faz del ángel.
A Libia
Pastorcita, que moras
Junto a la fuente
Y miras como juegan
En su corriente
Los pececillos,
Sin saber los que causas
Crueles martirios:
Oye la amarga queja
Que exhala el pecho,
¡Ay! Que ya de guardarla
Muere deshecho.
Y tú inocente
Del daño que causaste
Vives alegre.
Desde la vez primera,
Linda pastora,
Que te vieron mis ojos
Mi alma te adora,
Y a hurtadillas
Te siguen mis miradas
Por la campiña.
Cuando la rubia lumbre
De la mañana
Tiñe la verde loma
De oro y grana,
Yo te contemplo
Silbando tus ovejas
Con paso lento.
Cuando huyendo los rayos
Del sol ardiente
Bajo el ceibo reposas
Tranquilamente,
Mi amante celo
Vigila cariñoso
Tu dulce sueño.
Cuando viene la noche,
Vuelves gozosa
Guiando las ovejas
Hacia tu choza…
Entonces, ¡Libia!
Suspiro por la vuelta
¡Del nuevo día!…
Mientras yo estoy sufriendo,
Tú vas dichosa
Por los prados y vegas
Cual mariposa
De or en or,
Sin saber que Menandro
¡Muere de amor!
Las Flores
A DON RAMÓN DE CAMPOAMOR
1873.
El Mendigo
DOLORA
A ARÍSTIDES CALCAÑO
Un infeliz pordiosero,
Sobre un puente reclinado,
Dormitaba fatigado
De tanto pedir y andar.
Un joven que iba de prisa
Tropezó con el anciano,
Y le arrancó de la mano
Su garrote y su morral.
Volvió la vista, y como era
Un infeliz sin fortuna,
No tuvo pena ninguna
Del daño que le causó.
—¡Anda! —El anciano le dijo—
Que si llegas a mis años,
Otro te hará iguales daños
Y no tendrá compasión.
Se acaba la primavera…
Pasa el calor del estío…
Y llega el invierno frio
A quitarnos el vigor…
Se hielan las amistades…
Se deshace la riqueza…
Y el que pasa nos tropieza
¡Y no nos pide perdón!
A la voz del viejo, el joven
Volviose, y dijo apenado:
—Dispensad, he tropezado
Porque al pasar no os miré.
—A tu edad nada se mira,
Joven, porque nada importa;
¡Cuándo la vista se acorta
Es que se comienza a ver!
La Cita
ROMANCE MORISCO
A DON LUIS MARIANO DE LARRA