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Costumbres Venezolanas - Francisco de Sales Perez LEÍBLE

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Publicado originalmente en 1876, Costumbres venezolanas es una

colección de artículos y poemas del escritor venezolano Francisco de Sales


Pérez (1836-1926). En cada inquietud e invención dentro del libro
campean todas las galas del fecundo ingenio de su autor.
La obra está acompañada por ilustraciones de un jovencísimo Arturo
Michelena (de 13 años de edad) que ya daban una idea de sus grandes
disposiciones.
Verdad y sencillez en los cuadros, graciosa ironía, fuerza de colorido y
profundidad de intención losó ca: todo eso encuentra en sus páginas el
lector.
FRANCISCO DE SALES PÉREZ

COSTUMBRES
VENEZOLANAS
Costumbres venezolanas
Francisco de Sales Pérez, 1876
 
r1.1
Primera edición electrónica: Noviembre de 2020
 
Producido por Livres para su distribución libre y gratuita. Livres es un proyecto
sin nes de lucro que produce ediciones digitales modernas de literatura
venezolana clásica.
 
www.livres.org.ve
 
El texto de esta obra se encuentra en el dominio público venezolano. Usted es libre
de copiar, distribuir y comunicar públicamente este libro electrónico siempre que
sea con fines no comerciales y no profesionales.
ÍNDICE

Carta del Sr. Jesús María Sistiaga al autor

Dos Palabras del Autor

ARTÍCULOS DE COSTUMBRES

I. Las Noticias
II. Artículos de Comercio —I. La Modista
III. El Boticario del Pueblo
IV. Las Compensaciones
V. Meseniana —A los Soldados muertos en las últimas batallas
VI. Un Almuerzo en el Campo
VII. El Hambre
VIII. Las Bolas
IX. La Vida del Campo
X. El Petardista
XI. Carta a Horacio
XII. Viaje a Choroní
XIII. El Dinero
XIV. Los Pobres
XV. Viaje a los valles del Tuy
XVI. Carta a mi primo Vicente
XVII. El Día de Difuntos
XVIII. El «Gato Negro»
XIX. El Almanaque
XX. La Ropa Hecha
XXI. «El Cojo»
XXII. Artículos de Comercio —II. El Ventorrillero
XXIII. Artículos de Comercio —III. Las Rifas
XXIV. El Baladrón
XXV. En la tumba del artista Ramón Bolet
XXVI. El Verbo «Tomar»
XXVII. La Fiesta de San Canuto
XXVIII. Meseniana —A Cúcuta
XXIX. Progreso
XXX. El Camaleón
XXXI. El Polvo
XXXII. Artículos de Comercio —IV. Un Buen Marchante
XXXIII. Los Cohetes
XXXIV. La Piedra Filosofal

POESÍAS

Diálogos en un Café
La Pastorcita
Alma Sencilla
A Libia
Las Flores
En la Muerte de Sofía Camejo
El Mendigo —Dolora
La Cita —Romance Morisco

Autor
CARTA DEL SR. JESÚS MARÍA
SISTIAGA AL AUTOR
Caracas, Noviembre, 1876.

Señor Francisco de Sales Pérez, hijo.

Querido amigo:
He leído este tu libro, que puedo llamar precioso: en él campean todas
las galas de tu fecundo ingenio, y puede decirse sin temor de
contradicción, que con él enriqueces las letras patrias. Verdad y sencillez en
los cuadros, fuerza de colorido y profundidad de intención losó ca: todo
eso encuentra en sus páginas el lector. De mí sé decir, que más de una vez
al recorrerlas, he recordado la exclamación aquella del académico español
al oír la famosa égloga de Meléndez: «huele a tomillo» —es decir: he
entrado en la atmósfera a que te has propuesto conducirme, y esto sin
esfuerzo mío: oigo balar las ovejas, mugir los bueyes y murmurar la fuente:
sorprende mi olfato el picante olorcillo de la cocina del «Gato negro» y
me dan tentaciones de llevar la mano al bolsillo para asegurar mis fondos,
como si alguno tuviera, contra los asaltos del petardista.
Esta obrita, yo te lo aseguro, está destinada a gurar en todas las
bibliotecas, sin necesidad de lo que por acá se llama «ayuda de vecino».
Y ahora para cerrar esta carta, quiero pedirte que la imprimas también,
a guisa de prólogo, aunque no sea más que para asistir en todo momento, y
puesto que sea de esta manera a la gloria que has de alcanzar.
Tuyo de corazón.
JESÚS MARÍA SISTIAGA
DOS PALABRAS DEL AUTOR
Instado por algunos amigos míos que han celebrado más de lo que
merecen, estos ensayos, me he decidido a coleccionarlos.
Temo que en un libro no ofrezcan el mismo interés que en los
periódicos y en las épocas en que han visto la luz pública.
La culpa no será mía.
No es por especulación que emprendo esta obra.
Los que me conocen saben que yo vivo de los números, no de las
letras.
Tampoco busco honra, que tengo bien calculado el escaso mérito de
mis pasatiempos para ser pretencioso.
Muy lejos de eso: pues comprendo que en Venezuela ser escritor, es
tener un sambenito a los ojos de la generalidad: y gran suma de valor
necesita el que se expone como yo a que le llamen literato o poeta.
Sin embargo, yo espero otros días para los esfuerzos del ingenio, y si a
mí me toca hoy el inri, abro al menos camino para que los jóvenes no
desmayen y aspiren a alcanzar las coronas que guarda el porvenir a los
campeones de la civilización.
Yo quiero también presentar este libro a mi padre y a mis hijos.
Al primero diciéndole:
—Aquí tenéis el fruto de vuestros sacri cios por mi educación: ha sido
pobre la cosecha, pero yo sé que la guardaréis con gusto en el granero de
vuestras satisfacciones paternales.
Y a los segundos:
—Todavía no sabéis leer, queridos míos, pero cuando lleguéis a ser
hombres, si Dios lo permite, tendréis gran placer recorriendo estas páginas,
y yo gozo ahora preparándoos ese placer.
Si yo faltare para entonces, tendréis aquí una idea de mi ser moral y un
motivo de orgullo, mal fundado es verdad, pero muy natural, porque los
hijos amantes tienen siempre en alto precio y veneración las obras de sus
padres.
He aquí la razón y la excusa de este libro.
He puesto en esta colección diez láminas que ha dibujado él niño
Arturo Michelena: son bocetos ligeros, pero que dan una idea de sus
grandes disposiciones.
A la edad de doce años juega con la luz y la sombra como si fuesen el
trompo y el boliche.
Duele ver crecer ignorado, sin muestras ni maestro, a ese niño
prodigioso que puede ser una gloria de la patria.
Al presentar su retrato y sus obras llamo la atención del Gobierno
nacional que tan marcada preferencia ha dado a la instrucción en el
período de Guzmán Blanco.
Quiero aprovechar esta ocasión para dar un testimonio de gratitud a
mi distinguido amigo, el Señor Doctor José María Rojas, Ministro
Plenipotenciario de Venezuela en varias cortes de Europa, por los
conceptos benévolos con que me honró al colocar algunos escritos míos en
la Biblioteca de Escritores venezolanos con cuya obra ha hecho un gran
servicio a las letras patrias, de que ha sido uno de los más ilustres
cultivadores.

Señor Francisco de Sales Pérez, hijo.

Caracas, Noviembre de 1876.


ARTÍCULOS DE COSTUMBRES
I

Las Noticias
—Si se acaba el desorden me voy —decía un calavera, no sé dónde ni
cuándo, pero aseguro que fue en Venezuela y en este siglo.
Yo a mi vez lo parodio diciendo: —si se acaban las noticias me voy—
en cuanto al desorden, no abrigo ningún temor de que se acabe.
Las noticias pueden acabarse, no precisamente porque vengan tiempos
en que no suceda algo, sino porque vamos a llegar a no creer ni lo mismo
que veamos.
La noticia, para que sea buena, ha de ser contraria al Gobierno.
Si es ministerial y se publica por bando, no tiene ningún interés.
Lo noticia es como el amor, necesita misterio para magni carse.
El sigilo con que se propaga y el peligro que hay en que se diafanice, es
lo que constituye el placer.
Cuando le dicen a uno —esto es muy reservado, ni su mujer debe
saberlo— (porque estas noticias nunca se confían a los solteros) entonces
se chupa uno los dedos, se cree depositario de la suerte de un pueblo, y ve
la honra, la familia y la propiedad, como dicen los que mandan,
pendientes de su discreción.
Lo primero que hace el que tiene una noticia entre pecho y espaldas, es
salir buscando con quien desahogarse: le parece que se revienta si no la
comunica a todo el que encuentra, eso sí, bajo reserva.
El noticioso tiene por su naturaleza que ser comunicativo, y ¿qué
placer hay en que nadie sepa un suceso que puede acabar con el Gobierno
en una semana, quizá en un día, como si fuese un ataque apoplético?
Por otra parte y ¿ha oído el lector una voz más simpática que aquella
que nos dice de cerca —«se acabó esto: esto no dura ocho días: la opinión
es irresistible»?—. ¡Oh! Esas son palabras mágicas de todas las épocas, que
hacen siempre palpitar el corazón.
Pero veamos cual es el suceso tan trascendental, que va a cambiar la faz
de la política, que va a mejorar, la administración; pues ya se sabe que
siempre el Gobierno venidero es mejor que el presente, y que a fuerza de
cambios es que hemos llegado a la perfección en que estamos, de miseria y
desconcierto.
—¿Qué es lo que ocurre? —Preguntamos temblando.
—No lo repita usted, se ha pronunciado Paracotos[1].
—¡Misericordia!
—Han levantado una acta tremenda.
—¡Santa Tecla!
—Se han apoderado del armamento que había en la plaza…
—¡Ui , con mil demonios!
—¡Los pueblos vecinos están todos conmovidos!
—¡Toma! ¡Nos llevó la trampa! —exclama uno, y sale por las calles
teniéndole lástima a todo el que no tiene la dicha de saber que un pueblo
tan importante por su posición militar, y su signi cación política, ha
desconocido la autoridad suprema. En la primera esquina le re ere a usted
un amigo, bajo reserva, que se pronunció San Antonio y que Paracotos
está conmovido.

Se ha pronunciado Paracotos…
¡Misericordia!

Otro le cuenta que en Paracotos han asesinado al Cura: que está preso
el maestro de escuela, y que la autoridad militar está en colisión con la civil.
Más allá le a rman que hay una carta de Don Mamerto a su compadre
Tomás que hace llorar con la relación del desastre.
En n, Paracotos sale de la oscuridad, y por todo un día ocupa la
atención pública, menos la de la autoridad, que no se ocupa de eso, ni de
otra cosa, por lo regular.
Los facciosos urbanos tienen cara de pascua, y los que tienen ganados
por aquellos contornos están recibiendo pésame, pues ya se sabe que quien
dice: ¡Viva la Libertad! Dice: ¡muera el ganado! Pero en cambio las tropas
del Gobierno lo cuidan mucho, y una que otra vez dejan de comérselo, —
esto es—, la vez que no lo encuentran, eso sí, se paga con la misma
regularidad que el presupuesto. Los hacendados dicen —se perdió la
cosecha—. Se arruinó Paracotos, pero se salvará el país.
Paracotos es la esperanza del patriotismo.
Se acuesta usted lleno de ilusiones.
Al amanecer sale usted a saber hasta dónde se ha propagado la chispa
de Paracotos y lo primero que encuentra es a Don Mamerto, el de la carta,
que viene entrando en su mula:
—¡Don Mamerto! ¿Viene usted de raspas?
—Sí, señor, de Paracotos (Don Mamerto es medio sordo).
—¿Y cómo escapó de la contienda?
—Sí, señor, a buscar surtido para la tienda.
—¿Y qué ha ocurrido por allá?
—Mucha lluvia.
—Lluvia de fuego, ¿eh? ¿Han peleado mucho?
—No lo permita Dios; todo está tranquilo.
—Si dicen que por allá ha habido las de San Quintín y que han
matado al Cura.
—Si Paracotos no tiene cura; está como la república.
—El maestro de escuela ¿y que está preso?
—No, señor, hace ocho días que está jugando en la feria de San
Antonio.
—Pues dicen que se han llevado el armamento de la plaza.
—Si no hay armamento, ni plaza, sino una laguna con un millón de
ranas.
—Y que hay colisión entre el Juez y el Comandante militar.
—Nada de eso; no hay colisión, ni hay Juez, ni se necesita.
—Pero si usted lo ha escrito a su compadre.
—No, señor, no nos tratamos; le presté un dinero y ya usted sabrá lo
que es prestarle a compadres.
¿Esto y que está muy revuelto?
—Si, señor, poco más o menos como Paracotos. Adiós, amigo.
Pues, señor, nos hemos lucido; se acabó la esperanza de la patria.
Paracotos vuelve a hundirse en su oscuridad, y ya el Gobierno no
puede caer porque Paracotos lo sostiene. ¡Adiós Patria! ¡Adiós empleo!
Sale usted a decir que la noticia es falsa y nadie lo cree. —El informe de
Don Mamerto no es verídico—, ese es un tunante, —está vendido al
Gobierno—: hay rati cación, —no lo dude usted.
Como esta noticia, ruedan mil por las calles, y todas se desenlazan más
o menos como ella.
¿Cuántas veces sabe uno de muy buena tinta, que el invencible coronel
Torres derrotó y mató al General Agüero en los Teques, y al día siguiente
se aparece el muerto trayendo prisionero al invencible?
Publica el Gobierno por bando la destrucción de los perturbadores de
la tranquilidad (como si aquí hubiera tranquilidad que perturbar) y nadie
se lo cree; todo el mundo dice —al revés tengo las botas.
En prueba de la impudencia gubernativa vemos, a los pocos días,
presos, a los perturbadores del desorden normal de tal o cual parte.
Así es el espíritu revolucionario, inclinado a lo favorable hasta la
necedad y resistido con lo adverso hasta el ateísmo.
Las noticias son el fuego que mantiene vivo el entusiasmo, por eso los
conspiradores urbanos, que son todos los que no tienen empleo, inventan
cien por día, —¡cosa extraña!— el inventor de una noticia la recibe al día
siguiente, tan des gurada y tan comprobada, que parece otra y acaba por
creerla, de buena fe.
Yo no sé cómo puede vivirse en un país donde no hay noticias; donde
el Gobierno no uctúe una vez por semana; allí se morirían de fastidio
ciertos hombres que en nuestra sociedad no tienen más o cio que pedir y
dar noticias.
Individuos conozco yo que el día que no saben algún escándalo nuevo,
exclaman:
—Hoy se ha perdido el día.

Caracas, Mayo de 1868.


II

ARTÍCULOS DE COMERCIO

La Modista
Me propongo ofrecer al público una serie de artículos de comercio.
Serán artículos de fantasía, que son los que pagan mejor nuestro
carácter vano y super cial.
Sin embargo, estoy seguro de no hallar en el mercado un centavo de
oferta por todos juntos.
La razón es muy sencilla; mis artículos no son de nouveauté ni a la
derniere, sino artículos literarios, y ya sabemos que aquí no tienen valor
más letras que las del comercio, y que contra estas letras del ingenio, está
levantada la protesta antes de su presentación.
Voy a principiar por la modista, que con ser mujer, tiene bastante para
merecer la preferencia, al menos, si no me agradeciere la pintura, no se
quejará de mi cortesanía.
La modista es una calamidad nueva entre nosotros: nuestras madres
no la conocieron; a la ausencia de ella debió más de un marido su reposo,
más de una esposa su respetabilidad, algunas vírgenes su modestia y
muchas familias la conservación de su fortuna.
En el día es un artículo de primera necesidad.
Para las mujeres ha venido a ser la modista como la aparición de una
octava maravilla: para los maridos y los padres, ha venido a ser la octava
plaga.
Aquellas han encontrado en la modista el cosmético infalible para
aumentar sus encantos; estos han hallado una agresión constante contra
sus bolsillos.
La modista, como todo mal, no ha venido sola, ha traído su
consecuente inevitable, —el peluquero.
Antes necesitaba para peinarse una mujer un peine; ahora no le hace
falta; lo que necesita es un peso fuerte, que equivale a media docena de
peines cada día.
Si a nuestros padres les hubieran dicho que sus mujeres gastarían seis
peines diarios, habrían optado por el celibato perpetuo: hoy, sin embargo,
es la partida más inocente que se coloca en el presupuesto de todo marido
a la moda.
El peluquero es como el pan o la sal.
Otra cosa, un marido antiguo se hubiera horrorizado de que un
hombre tocara la cabeza de su mujer; el marido moderno no encuentra
cosa más natural.
Sea dicho de paso, los peluqueros franceses trabajan con tanta
delicadeza como habilidad.
Dejemos esta digresión.
La modista debe ser francesa. No se concibe cómo una mujer que
hable el idioma de Castilla, pueda cortar un traje a la moda.
Rindamos homenaje a la verdad —en esto hay razón «el buen gusto es
francés». Francia es la patria del espíritu.
Pero con eso que no podría bosquejar con líneas bastante sutiles un
retrato tan delicado.
Mi pluma no puede ser tan aguda como el original, necesito de su
auxilio. Voy a copiar elmente una escena que presencié no ha mucho
tiempo.
Hallábame por casualidad en un Almacén de Modas cuando entró la
esposa de un empleado subalterno, amigo mío, mujer de gusto
afrancesado, que llama la atención por el desnivel que existe entre su lujo y
su renta, tipo muy generalizado en nuestra sociedad y que da margen a
juicios muy desfavorables.
Apenas había entrado, cuando salió a su encuentro la señorita (así se
llama la modista) con una sonrisa más dulce que la miel y, estrechándola
ambas manos, le dijo:
—¡Oh Madama! ¡Yo soy muy contenta de su visita! Usted ha venido
bastante oportunamente.
La señora se sonrió satisfecha y la señorita continuó:
—He recibido una tela nueva muy delicada, que soy segura de vender
tan pronto como la verán las personas elegantes como usted. Yo quiero
confeccionar el segundo traje para usted, por tanto que el primero lo
estrenará en la próxima soirée la esposa del Ministro.
—¿Cuál Ministro? Preguntó la Señora con marcado interés.
La modista nombró al del ramo en que sirve su marido.
—¿Será muy costoso? Preguntó la Señora, dominada ya por el orgullo.
—¡Oh! No, Señora, es una japonesa que en Paris está haciendo ruido,
y que yo me haré pagar bien; pero que a usted le pondré por el costo,
porque mi objeto es exhibirla en una persona que reúna, a la fama de su
buen gusto, la hermosura, la elegancia y la distinción social.
—Agradezco la preferencia —tartamudeó la Señora.
—¡Oh! No, Señora, yo debe ser quién estaré agradecida, porque su
traje de usted hará furor y no tendré bastante tela para cortar los que me
pedirán después.
—Mire usted el gurín, ¡qué elegancia! ¡Qué combinación! ¡Qué
fashionable!
—¿Y usted lo hará igual? —preguntó la Señora, dejando ver su
ansiedad.
—Exactamente, y más hermoso, que yo seré muy cuidadosa de
complacer a usted, yo suplico a usted de pasar al taller para que vea el de la
señora del Ministro que ya está a la prueba.
La Señora siguió a la modista; y yo me permití la indiscreción de
colocarme en lugar conveniente para continuar mis observaciones. Pido
perdón por esta falta.
La modista extendió el traje, haciendo un discurso explicatorio de cada
color y cada adorno, la señora iba abriendo los ojos y la boca a proporción
que se extendía el traje.
—¡Es admirable! —exclamó por n.
La modista quiso que se lo probara, en lo que consintió sin disgusto.
Desprendió la capa, y sin necesidad de más despojo, la vistió.
La dueña del traje debía ser más llena, en alguna parte, que la señora y
hubo que rellenar los vacíos con algodón.
Concluida la operación, tomó la sagaz modista una mota empolvada y
refrescó el rostro de la señora; arregló las cejas con un cepillo, y con otro
desordenó graciosamente sus cabellos sobre la frente. Preparada así, le
colocó un sombrerito con plumas y cintas adecuadas y la llevó al espejo.
La Señora hizo un gesto de sorpresa, al verse en el espejo: se desconoció
de propio, pero inmediatamente se reconcilió con su nueva gura, y, ya
sonreída, y satisfecha, parecía decir en su interior; —así es como soy yo,
cuando estoy descompuesta, entonces no me parezco a mí.
La modista iba torneándola con delicadeza para que se viese de per l y
a dos tercios y por n exclamó:
—¡Oh! Señora, ¡usted hace honor al gurín! ¡Ahora es que me ha
parecido un bello traje!
—Pues bien, —dijo la señora— hágame usted el traje enteramente
igual a este, y hágamelo pronto, porque debo estrenarlo en el mismo baile
que la señora del Ministro.
—Con mucho de placer —dijo la modista— usted será muy satisfecha.
Ya yo no tenía que hacer allí, había satisfecho mi curiosidad y me fui.
Algunos días después asistí al suntuoso baile que dio el Ministro de
Portugal; pero como asiste a los grandes bailes el que no es Ministro ni lo
ha sido en tiempos pingües —por la ventana. Desde allí pude ver a la
Señora del Ministro y a la del subalterno paseando de brazo los salones: y
arrastrando, con gentil abandono las enormes colas de sus trajes
deslumbradoras.
Las dos señoras ocupaban media casa, y los dos maridos no cabían en
el resto; ¡tanta era su satisfacción!
Ya me había olvidado del traje de la modista, y del baile, cuando
algunos días después tuve necesidad de visitar a mi amigo el empleado.
Le encontré de un humor atroz, cosa muy de extrañarse en su carácter
manso y jovial.
—¡Estoy dado a los diablos! —me dijo.
—Por qué —le pregunté, ¿te han dejado cesante?
—¡Peor que cesante! Me han dejado sin sueldo por tres meses.
—No comprendo una palabra.
—Toma —me dijo— dándome un papel arrugado que recogió del
suelo.
Extendí el papel, esperando hallar una resolución arbitraria del
Ministro, y me encontré ¡oh chasco! Una factura cuyo timbre era un
gurín, y un letrero que decía Nouveautés de París.
—Lee —me dijo— que me parece estar bajo el in ujo de una pesadilla
espantosa.
La cuenta decía así:

Por 40 varas japonesas a 2 pesos: $ 80


00
Forros, pasamanería, hebillas, botones,
lazos, uecos etc: 130 00
Confección: 50 00
$ 260 00
¡Doscientos sesenta pesos! —repitió mi amigo, levantando las manos al
cielo—. ¿Qué te parece?
—Que debe ser un traje de mucho gusto.
—De mucho disgusto, dirás mejor. Es una atrocidad: sin embargo ¡mi
mujer dice que es regalado! Era lo que me faltaba, ¡que estuviera de parte
de la modista!
¡Tres sueldos completos! Tres meses de ayuno pleno.
Aquella escena me morti caba mucho y acorté mi visita.
Al salir de allí no pude menos que decir en mi interior. —Dichoso yo y
todo aquel que como yo está rodeado de una familia modesta que no
quiere alternar con los poderosos, ni hacer ruido en eso que se llama el
gran mundo, a costa de la tranquilidad y la honra de los esposos y los
padres y poniendo en tela de juicio hasta su propio decoro.

Abril de 1876.
III

El Boticario del Pueblo


AL DOCTOR ARÍSTIDES ROJAS

No sabía yo por dónde empezar un artículo que había ofrecido al


Editor de un periódico, y probablemente no supiera todavía, si mi buena
estrella no me hubiera llevado ayer al amanecer a uno de los pueblos
inmediatos a tomar aires, que es lo único que puede tomarse por la
mañana en estos tiempos calamitosos.
Quiso la casualidad que se encontrase allí de temperamento un
compadre mío con su familia.
Al saberlo, dije para mí —aquí que no peco ni pago, tomaré café, que
algo le ha de costar a esta gente el haberme bautizado un hijo.
Llegué a tiempo que se despedía el médico del lugar, con su picarona
de lienzo y sus anteojos verdes, diciendo a la señora con académica
acentuación —mucha exactitud; cataplasma al vientre, unción— atrás y la
cucharada de hora en hora.
Jamás recibiera mi comadre visita más oportuna de compadre, pues el
mío estaba enfermo y no había en el momento quien fuera a la botica por
el remedio, comisión que acepté gustoso, como si el corazón adivinara que
en la botica había de encontrar materiales para mi artículo.
Tomé la receta y volé a la botica.
El farmacéutico estaba envuelto en su bata de zaraza, con sus chinelas
descalzas y con su gorro de noche: es decir, en traje de dormitorio; abuso
que disculpan sus muchos años y la con anza que gasta con sus
parroquianos.
Al presentarle la receta la aproximó a los ojos; la retiró luego, la volvió a
acercar y la volvió a retirar; ¡pero en vano! Imposible que lea sin anteojos;
ocurre por ellos al mostrador; levanta el mortero, las espátulas, los
embudos; revuelve las recetas, todo en n, y los anteojos no parecen,
cuando más los necesita para buscarlos.
Requiere los bolsillos, abre la bata, ¡santo cielo! Los calzones tampoco
parecen; se han quedado en el colgador.
Crece la desesperación y las orejas brotan sangre, y yo, muriéndome de
pena, por aliviar la suya, le digo:
—Señor, no se apure usted, no tengo prisa.
—Disimúleme usted, he olvidado los anteojos. ¿Si usted pudiera
leerme la receta?
—Con mucho gusto: permítame usted —¡oh, fatalidad! Si está en latín
y en caracteres hipocráticos ¿quién ha de traducirla sin ser adivino?
—Démela usted y aguarde un momento, mientras mando a mi
habitación, aquí a la vuelta —me dijo en tono suplicante.
—Todo lo que usted quiera señor, no tengo apuro —le contesté.
Tocó la campanilla y vino del interior un hombre, que no necesitaba
anteojos sino muletas para caminar: recibió la encomienda y salió a todo
correr; en tanto un pilluelo le gritaba desde una esquina, siguiendo el
compás de las muletas —¡una, dos, tres!… Enfurecido el cojo se detiene a
buscar con que tirarle diciéndole:
—Anda pillo… espérate ahí.
—Mi amigo, ¡por Dios! No pierda usted tiempo —le dije yo, con lo
cual aplaqué su enojo y logré que continuara.
El señor farmacéutico por endulzarme la antesala, o ante mostrador,
me cuenta su historia que data del diluvio, y que se graduó de Licenciado
cuando Dios andaba por el mundo.
Al n y al cabo se oye la corcojita de las muletas, y vuelve el cojo con la
bolsa de los anteojos y la entrega al impaciente anciano: la destapa con toda
su alma, pero ¡oh dolor! ¡Está vacía!…
—¡Maldición! —exclama el boticario— señor, dispénseme usted que
yo mismo vaya por mis anteojos —y salió como un taco.
Yo, penadísimo con el trastorno que había proporcionado mi
malhadada receta, me deshice en cumplimientos, resuelto a pasar toda mi
vida en aquella botica, puesto que no había otra.
Durante el viaje del señor de los anteojos, me instruyó el señor de las
muletas, del desgraciado lance en que perdió la pierna y dos dedos y no sé
cuántas cosas más, menos la paciencia, que esa quien la iba perdiendo era
yo, si no llegara tan a tiempo el boticario con sus enormes anteojos,
cabalgando en sus narices de caballete.
Tomó la receta, leyó, volvió a leer, se estrujó la boca y jó la vista en el
techo, como quien ocurre al cielo después de agotar todos los recursos de
la tierra. Últimamente abre un libro, hojea para atrás y para adelante, lo
cierra desalentado y, dándose con la uña del pulgar en el único diente que
tenía, exclama —pues señor, ¡no encuentro la fórmula!
—Seguramente es error del médico; devuélvame la receta —le dije por
sacarle del apuro, sin saber qué partido tomar en aquella situación.
Pero el bueno del Licenciado, picado de amor propio, insiste en
despacharme bien, y corre a un armario viejo y saca libros y libros, con
gran asombro de las inofensivas cucarachas que huyen espantadas de aquel
ataque inesperado a los fueros de su hogar.
Por n, en un libro de los que salvaron en el arca de Noé, aparece la
fórmula anhelada, y nuevo Arquímedes, exclama el boticario —¡la he
hallado! ¡La he hallado!
Pero no se contenta con hallarla él, es preciso que yo la vea también y
que reciba una lección de farmacia.
Llueven polvos y gotas sobre el almirez, que rechina bajo la trémula
mano del boticario.
Concluida la primera operación procede a un cocimiento: busca el
fogón y la cacerola y el alcohol, y todo se dispone para el caso, pero falta lo
principal para encender la hornalla: ¿qué ha de faltar? —¡El fuego mismo!
¡No hay una chispa de candela en aquel in erno!
—¡Un fósforo! —grita el boticario— ¡un fósforo! ¡Malditos
fumadores que acaban conmigo! ¡No gano para fósforos!
Echaba chispas el desesperado viejo, y diera al traste con la botica, a no
llegar el cojo en su auxilio con un par de fósforos tras de las orejas, que le
vinieron más a tiempo que una pedrada en el ojo.
Salimos por n de la di cultad, y ya yo cantaba victoria en mi interior,
cuando observo que vuelve a entrarle la desesperación al boticario: aquí
revuelve cajones: allá desacomoda media casa, por todas partes abre y cierra
gavetas, con furia tal, que la armadura se estremece.
—¿Qué sucede señor Licenciado? —le pregunto lleno de pena.
—Nada —me responde— es que no encuentro una botella para poner
la bebida. No sé qué genio malé co me persigue hoy.
—No tenga usted cuidado, señor, yo iré a buscarla.
—De ninguna manera, permítame usted.
Y sin decir más, se terció la bata y tomó la calle como un desesperado.
Recorrió medio pueblo, hasta que un comerciante le facilitó la botella, con
lo cual salió el hombre del apuro y yo salí del hombre.
¡Mentira! Me faltaba todavía el rabo por desollar.
Le entregué una libra esterlina para pagar el medicamento: ¡oh
desesperación! No hay menudo para devolverme, ni le hubo jamás en tan
grande cantidad, ni yo tengo otra moneda, ¡ni la he visto desde mucho
tiempo!
Afortunadamente hay un cojo en la casa que puede correr en busca de
cambio.
Viene y sale diligente y a los diez minutos se presenta —¡gracias a Dios!
— exclamo, pero no trae nada, viene a preguntar cuánto vale la libra. —
Seis y medio, ¡con diez mil demonios!— le respondo ya agotada la medida
de mi paciencia.
El boticario aplacó mi cólera pidiéndome mil perdones.
Recibo por n el vuelto a poco rato y salgo renegando de la botica del
pueblo.
Con todo eso, daría mi mal rato por bien pasado, y quedara agradecido
al boticario, si mis agonías, proporcionaran un rato de solaz a mis lectores.

1871.
IV

Las Compensaciones
Voy a escribir algo serio.
Principio por decir que el único defecto que me falta para ser un
hombre completo es tener envidia.
Por los demás pecados capitales, no tendrá el diablo motivo de queja.
Yo no envidio a nadie.
Cualquiera creerá que estoy muy satisfecho de mí.
¡Nada de eso!
Es porque creo que nadie tiene menos calamidades que yo.
De aquí viene que no me cambiaría por otro; aunque ese otro fuese el
Czar de Rusia.
Antes que todo soy comerciante: no hago negocio sino para ganar, y
tengo por cierto que todos los hombres están cortados por la misma
medida.
Ser más rico, más sabio, más fuerte, o más hermoso son ventajas
aisladas que no tienen ninguna signi cación en la suma total de la suerte
del hombre.
Cada ventaja está balanceada con una desventaja.
La suma de felicidad y de desgracia tiene que ser la misma en cada uno
de los hijos de Adán.
Sin esa igualdad, declaro, que yo no comprendería la justicia divina.
Y siendo así ¿para qué me cambio?
Hombre por hombre, me quedo conmigo, que al menos, ya me
conozco y tengo hecho el lomo a mi carga.
Yo creo que el Padre común destina a cada hombre diferentes placeres
y diferentes dolores, más o menos durables o completos unos u otros, pero
que nos llera a todos la cuenta por partida doble, y que al n de la jornada
todas las cuentas quedan balanceadas.
No hay saldo de placer ni de dolor.
De otra manera, ¿cómo sería Dios, Padre de todos?
El hombre no lo ve así; porque el hombre es ciego ante su interés.
Cuando vienen las horas amargas, lamenta su destino, y comparándose
con otro, se halla más desgraciado, pero cuando viene el día feliz, goza
ciegamente, sin hacer comparaciones no descuenta nada al dolor sufrido,
ni abona el exceso de placer, si lo hay, a cuenta del dolor futuro.
De aquí viene que veamos más dichosos a otros, cuyo interior no
conocemos.
De ese error nace la envidia.
Debemos pensar que el hombre más feliz exteriormente, tiene más
tempestades ocultas: porque nadie puede estar exento de esa intermitencia
de dicha y desdicha que forma la cadena de la vida.
Esa cadena está vaciada en el mismo molde de las demás obras de la
naturaleza.
Después del día —la noche; detrás del cerro— el llano; junto a la
espina —la or; después de la oscura tempestad— el claro cielo; más allá
de las ondas bonancibles —los mares borrascosos; al triste invierno sigue la
festiva primavera; a la ardiente juventud, la fría ancianidad, y, en suma, al
recio afán de la vida, la quietud de la muerte.
Yo sostengo que el rico y el pobre, el sabio y el ignorante, el señor y el
súbdito, son seres absolutamente iguales ante un examen imparcial.
Cuando el pobre, hambriento, envidia la abundancia del rico —el rico
daría su caudal por la salud y el apetito del pobre.
Mientras el pobre saborea la insípida galleta, el estómago del rico
rechaza los manjares delicados.
Tanto error cabe en la envidia como en la compasión.
Una tarde regresaba de sus excursiones un célebre naturalista y vio a la
margen del camino un albergue rústico, y allí, sentado sobre las ásperas
raíces de un copado tamarindo, a un pobre labrador, en medio de sus hijos,
jugando con un cachorro que lamia sus pies descalzos.
—¡Pobre hombre! —dijo el sabio.
—¡Quién fuera en ese coche! —dijo el labriego, suspirando de
cansancio.
Cuando el sabio llegó a su casa y notó que salían a recibirle el amigo
interesado y el émulo envidioso, y que la esposa y los hijos permanecían
indiferentes, recordó la choza del infeliz que había compadecido en la
tarde y suspiró.
—¡Quién fuera labrador!
Y tenía razón: el campesino dormía tranquilo, descansando de los
afanes del día. Ningún pesar, ninguna investigación le desvelaban,
mientras que el Señor del coche que él había envidiado ¡no podía conciliar
el sueño!
Sin embargo, aquellos dos hombres eran enteramente iguales.
Puestos en un platillo de la balanza —el lujo, los homenajes, las
satisfacciones y las amarguras domésticas del sabio, pesaban tanto como—
la pobreza, las fatigas y los placeres del hogar del campesino.
El súbdito envidia la pompa del señor, los aplausos que recibe de sus
numerosos amigos, el poder de su voluntad soberana y el incienso que
rodea sus obras y sus palabras.
¡Hombre infeliz! Tú no sabes que ese gran señor envidia la quietud de
tu sueño —que nadie acecha; tu humildad— que a nadie ofende; tus
amigos —que son leales y no te aman por interés, ni tienen día
determinado para abandonarte.
Tú limitas el trabajo a tus necesidades —y él tiene que pensar en las
necesidades de todos.
Tú vives ante tu propia conciencia —y él tiene que vivir ante la
conciencia pública.
Tú no temes el más allá de la vida, porque tu vida queda sellada con
diez paladas de tierra, y él se desvela temiendo el fallo inapelable de la
historia.
Mi convicción es tal que yo creo que no hay diferencia entre el
mendigo que implora una limosna y el rico que se la da.
Acaso ese mendigo es un hombre que vive feliz bajo sus harapos con
una conciencia tranquila.
Esa peregrinación lastimosa, ¿no será un placer para quién la sufre con
humildad, esperando el galardón eterno?
¿No será la expiación de culpas pasadas, que le satisface?
Y quién sabe, si el que tiene un pedazo de pan sobrante, ¿no tendrá de
menos en su alma una multitud de goces que abundan en el mendigo?
Yo creo en absoluto en la ley de la compensación, porque es ley
fundamental.
Sobre ella descansa el universo: y en el hombre, que es la parte
principal de ese gran pensamiento, no puede faltar la ley eterna; porque la
compensación es la igualdad —y la igualdad es la justicia— y la justicia es
el primer atributo de Dios.
Fundado en esta creencia es que no tengo envidia de la felicidad ajena.
Materializando esa idea, yo encuentro que todos los hombres tienen el
mismo peso; el que tiene más de ancho, tiene menos de largo; el que tiene
una protuberancia en la espalda, tiene una concavidad en el pecho.
Así como cada virtud tiene un vicio que le es peculiar, cada género de
felicidad tiene una desgracia inherente, y cada desgracia una felicidad que
la atenúa.
El puñal es la pesadilla del poderoso.
El ladrón es la sombra del rico.
Mientras que el débil anda desarmado y el pobre duerme con la puerta
abierta.
Sentado esto, declaro que la envidia es una pasión absurda.
Creer a los otros más dichosos es una insensatez.
Todos los hombres deben hallarse iguales examinándose sin pasión;
porque de otra manera no podrían creerse iguales ante Dios.
Creer otra cosa, es hacer un cargo a la Justicia divina.

1874.
V

MESENIANA
A LOS SOLDADOS MUERTOS EN LAS ÚLTIMAS BATALLAS

Tejan unas coronas de siemprevivas para ornar las tumbas de los héroes
malogrados; lloren otros sobre erguidos catafalcos, sobre túmulos
suntuosos…
Yo, solo tengo lágrimas, para esos mártires sin nombre… lágrimas que
caen en olvidados sitios, sobre cadáveres medio insepultos… ¡Pobres
soldados!
Penetren los consuelos del poeta por entre cenefas de oro y cortinas de
damasco, y lleven alivio al triste corazón que palpita en tálamo lujoso;
enjuguen ellos las lágrimas que ruedan sobre cojines de seda…
Mis consuelos van, por senderos ignorados, buscando las rendijas de
una puerta, donde no luce la mano del arte, hasta llegar a la pajiza alcoba,
donde suspira, sobre su estera de junco, la infeliz anciana…
¡Ah! ¡Esa es la madre del soldado!
—¡Pobre mujer! En vano aguardas al hijo cariñoso… Los fuertes,
necesitaron de su sangre y la derramaron en el altar de la iniquidad…
Llora, madre sin esperanza, —que no estás sola, mi corazón también
está desgarrado con tu pena…

*
* *

¿Y a ti?, Joven madre, que viste al padre de tus hijos salir con los arreos
de Marte, y la divisa de los libres ¿qué podré decirte?
A ti, ¡qué oyes su voz cuando susurra el viento en el ramaje! …
A ti, que te engañas con las pisadas del pasajero, creyendo que son las
suyas…
A ti, que en el canto lejano del pastor, oyes el aire con que arrullaba a
sus hijos…
A ti, que cuidas con cariño de su potro, y aceitas los instrumentos de
su industria; y riegas la parcha, sembrada por su mano, para que la
encuentre lozana y orecida…
A ti, que tienes apartada la ropa que debe vestir el dia de la vuelta…
¿qué podré decirte, joven viuda, para calmar tu dolor?
¡Ay! Ya tus ojos no vuelven a deleitarse en su sonrisa; ni juntos
contemplarán las gracias del pequeñuelo; ya no enjugarás otra vez su frente
fatigada, ni le ayudarás a desuncir los mansos bueyes…
¡Al frente de los contrarios cayó tremolando su pendón! Su sangre
in amó el valor de sus compañeros: su cuerpo sirvió de grada para escalar
el muro de sus verdugos…
¡El triunfo te vengó!
Llora, joven viuda, ¡que yo también tengo lágrimas para tu infortunio!
¡Dios cuidará los hijos del mártir!

*
* *

Y tú, silvestre or, que vagas pensativa por los senderos del valle
buscando la huella del mancebo adorado; tú que guardas el callado del
pastor que convirtió en guerrero la injusticia y tú, ¡que sollozas pensando
en sus peligros!…
¡Ah! ¡Si vieras como descuella entre el humo su talla varonil!
¡Si oyeras el trueno de su voz que sobrepuja al estridor de la metralla!…
¡Ay! Cayó…
¿Quién consolara ese corazón que lleva, junto con las gasas de la
virginidad, el luto de la viudez?
Pobre joven, ¡qué ves abogado en sangre el ideal de tu felicidad!
Oye niña: su última palabra fue tu nombre, y sus ojos, ya en el pórtico
de la eternidad, se volvieron para buscar tu imagen …

*
* *

¡Oh muertos desconocidos, para quiénes la trompa de la fama no


tendrá una nota, ni la historia una letra, yo os he reservado el raudal de mis
ojos y la pena de mi corazón!
Yo recorreré vuestros aislados sepulcros, y al contemplar, todavía
fresca, la huella de la pala caritativa, al verlos sin marca, sin un signo que
conserve el nombre de la víctima, al tener que convertirlos en guarismos
para contarlos… ¡ofrendaré a vuestro sacri cio el tributo de mi
conmiseración!
¡Muertos! Que vuestra sangre no sea estéril.
¡Paz en la tierra a vuestras cenizas!
¡Gloria en el cielo a vuestras almas!

1868.
VI

Un Almuerzo en el Campo

Un almuerzo en el campo

«El viajar es uno de los placeres más tristes de la vida» ha dicho


Madame Cotin.
Parece que esta señora ha hecho sus viajes por Venezuela, donde a
fuerza de tristes, dejan de ser placer.
Sin embargo, mi a ción a los viajes me ciega de tal manera, que una
tormenta en las montañas, el ardor del sol en nuestras llanuras y todas las
incomodidades de un camino, tienen para mí un encanto inexplicable.
Yo soy una prueba patente de que hay gustos que merecen palos.
Siento la necesidad de mudar de sitios; me domina la pasión de
conocer tierras; y me fastidia una cama desde que duermo en ella por la
segunda vez.
Colon, navegando a la ventura hasta realizar el más portentoso
descubrimiento; es para mí la más alta gura de la humanidad.
Me encanta Magallanes torneando los mares para convencerse de la
redondez del globo.
Yo habría perecido con Franklin por descubrir las tierras polares, o más
tarde hubiera ido con Kane a buscar noticias del viajero perdido, y, como el
intérprete neozemblino, me habría huido del buque, para ir más allá que
mis compañeros, a saborear el amor de los esquimales entre grutas de
cristal, o en sus cabañas subterráneas, donde se apaga el fuego y no penetra
jamás la luz del sol.
Dada esta idea de mi amor a la locomoción, nadie extrañará que dejara
mis comodidades caraqueñas por visitar a un agricultor en sus dominios, y
que llevara mi osadía hasta almorzar con él.
Vamos a mi historia.
En un lugar de esta tierra de cuyo «nombre no quiero acordarme»
vive un hombre sano, de los muy pocos que restan en este mundo.
Si necesitara probar su bondad, me bastaría decir que ningún
Gobierno le ha empleado, a pesar de su reconocida ignorancia.
Llámase mi buen hombre Don Bruno.
Líganme a este señor lazos de dinero; y como es natural, me interesa su
salud, y tengo que visitarle de cuando en cuando.
Hace pocos días que le hice una visita.
Salí una mañana, nublada como nuestro horizonte, por el camino de
Occidente hasta el punto donde es forzoso dejarlo para seguir una cuesta
resbaladiza.
Pronto llegué a un lugar donde se acabó el camino; entonces
comprendí que había entrado en el callejón de la hacienda, lo cual
atestiguaban dos botalones, en forma de muñecos, que servían de portada,
y que al verlos tan carcomidos y desnivelados me parecieron las estatuas de
la Agricultura y el Comercio, antiguos antagonistas que han venido a
encontrarse frente a frente moribundos, recíprocamente vencidos.
Cuatro perros hambrientos y furiosos, como acreedores al Estado,
salieron a anunciarme que me acercaba a la casa: y como tengo práctica de
estas cosas, les puse orejas de Tesorero, y seguí mi marcha imperturbable
hasta penetrar en la habitación de Don Bruno.
Hallábase el buen viejo en traje de con anza, o cómo diría un cómico,
representando en carácter, una víctima de nuestras discordias.
Recibióme con aquella afabilidad seca que revela la sinceridad, y luego
que me hizo desmontar, me dijo:
—Pues, Señor Don Justo, llega usted a su casa; aquí no hay
cumplimientos; haga usted lo que le parezca mejor. Supongo que usted no
habrá almorzado.
—No, señor, me reservaba el gusto de hacerlo con usted.
—No tenga cuidado, comeremos juntos lo que haya.
—Convenido —le respondí— y eché una mirada en derredor,
buscando las gallinas para compadecerme de su suerte —con una polla
tenemos.
—¿Polla? No me han dejado una las zorras; ¡son tan perseguidas!
—No hace falta habiendo unos huevos fritos.
—Huevos no faltan, pero al freírlos puede faltar la manteca.
—Importa poco; se pasan por agua y se acompañan con un pedazo de
queso fresco.
—¡Queso! Aquí no gastamos tanto lujo.
—¡Santa Tecla! —dije para mi sayo, la abstinencia es completa, pero
me volvió el alma al cuerpo cuando columbré sobre una mesa un bajel de
escamas, aborto de ovas y lamas, según Calderón, y que en lenguaje
prosaico no era otra cosa que un lebranche.
Vamos, vamos —le dije alborozado— aquí tenemos un plato soberbio
—y me lancé a la cola del pescado… pero cual fue mi chasco al ver que se
desprendió del cuerpo—, estaba postiza —me dije, y lo tomé más arriba—
¡deshecho también! —¡Santo Dios! Exclamé en mi interior—. ¿Por qué
mis más caras esperanzas se desvanecen al tocarlas?
Visto que el lebranche estaba más corrompido que un palaciego, y
que, como la mayor parte de nuestros hombres públicos, no había por
donde tocarlo, desistí de mi empresa y fui a lavarme las manos en un
arroyuelo, que parecía manar del espíritu público, según estaba de frio.
Resignado a lo que quisiera mi patrón, no pensé más en el gran móvil
de nuestras transformaciones políticas, o sea el estómago, y salí con Don
Bruno a dar una vuelta por su campo.
A los primeros pasos encontramos una hermosa culebra de cascabel.
Afortunadamente yo conozco mi país, y llevo siempre en la cintura el
título de la constitución que trata de las garantías individuales, tal cual la
práctica lo ha consagrado.
Requerí la ley de las leyes y le apliqué un parágrafo de siete milímetros,
que le entró por una oreja y le salió por otra, como sucede aquí con los
bandos de policía.
Por supuesto que en el acto le corté el cascabel y lo conservo como un
trofeo de mi hazaña, que yo también llamo hazaña la habilidad de matar.
Seguimos nuestra peregrinación haciéndome notar mi compañero la
hermosura de sus matas de café, que por cierto están, como las opiniones
del día —en parte muy unidas y en parte muy distantes.
Por n volvimos a la casa, (que no es poca dicha) con el estómago más
vacío que el bolsillo de un estudiante. Ya nos aguardaba el cocinero, y yo
que todo lo esperaba de su bondad, le dije cariñosamente:
—¡Comandante! Estoy a sus órdenes.
—Tengo otro gradito —me dijo ruborizándose.
—Hoy lo hago general si me liberta del enemigo que me roe los
hígados.
—¿General? Eso soy yo: ese despacho me lo consiguió mi compadre
Benito en cambio de una pollina.
—¡Por una pollina un grado de General! ¡Hombre! ¡Qué poco
apreciaba usted su pollina!… pero vamos a la cuestión del día: ¿se come o
no se come?
—Si está la mesa puesta, me contestó ¿no ve usted?
Efectivamente ya Don Bruno había tomado posesión de un barril,
dejándome la única silla que había.
En el centro se elevaba una escudilla humeante rebozada de frijoles; a
su lado un plato conteniendo tres huevos, que tenían el inconveniente de
ser nones, siendo para dos personas; por término del cuadro había dos
plátanos largos y delgados, que parecían (aunque es mala la comparación)
dos almas de vizcaíno.
Esto era todo lo que había, y si bien no era malo a la altura de mis
circunstancias, era mucho mejor lo que dejaba de haber, que no era poco.
Seria excusado decir que los cubiertos estaban tan simpli cados como
los potages. Dos cucharas eran todo el menaje, y un tenedor, que de puro
viejo, había perdido la dentadura, quedando reducido a pinchar con las
encías.
Este sí que es apuro para un hombre civilizado. Ante mis ojos la
sombra de Carreño, con su Manual de Urbanidad en la mano,
gritándome: ¡No comas frijoles con cuchara! Y dentro de mi individuo, el
gruñido espantoso de la necesidad que me decía:
—Atropella todas las fórmulas, no pienses en el qué dirán; ¡lo primero
es satisfacerte!
La debilidad de mi cerebro me hacía oír ese grito brutal multiplicado,
como que salía de las mil bocas de los agitadores de este país.
Si alguien encontrare que en este escrito ligero hay todo menos
almuerzo, tenga presente que a mí me sucedió lo mismo en casa de Don
Bruno.
Tal es la vida que se dan nuestros laboriosos agricultores o mejor
dicho, a esas condiciones los han reducido los trastornos políticos, de que
son víctimas obligadas.

Diciembre de 1868.
VII

El Hambre
Voy a alimentar con el hambre dos columnas de «El Pensamiento
Libre».
Si fueran columnas de nuestro ejército, me sería más fácil, porque ellas
están muy familiarizadas con ese alimento.
Desconfío mucho de salir lucido con mi tema, porque no se expresa
bien aquello que no se siente, y la verdad es que no siento hambre en este
momento.
Quizá, siguiendo el país el camino que lleva, podremos todos los
venezolanos desarrollar este argumento con bizarría.
Hablo de hambre de comida, que en cuanto a otros géneros de
hambre, estoy verdaderamente transido.
Tengo hambre de paz, pero hambre canina.
Tengo hambre de orden, de justicia y de moralidad.
Tengo hambre de que se respete lo ajeno.
Tengo hambre de trabajar para mí: esta hambre me desvela.
Tengo hambre de Gobiernos nacionales y rectos, y de ciudadanos
moderados y sin pasiones mezquinas.
En n, tengo hambre del bien público.
¡Oh! Estas hambres me tienen tan repleto, que temo reventar de una
apoplegía famélica.

*
* *

El hambre es como el viento, una fuerza que se siente y no se ve.


El hambre es agente del bien y del mal.
Sometida al freno de las leyes, produce efectos inestimables.
Salvaje, siguiendo el impulso de sus exigencias adquiere la fuerza del
tigre o la rapacidad del gato.
¡Conciudadanos! ¿Vamos a educar el hambre? ¿Quién regentará la
cátedra?
—¡Se abre el concurso éntrelos que tengan práctica!
—Aquí estoy yo, inválido de la Independencia.
—Yo tengo mejor título, porque soy servidor actual de la patria.
—Yo soy más idóneo, tengo un título de abogado.
—¡Soy agricultor! Pido el profesorado.
—¡Soy criador! Tengo preferencia.
—¡Soy artesano!
—¡Soy diputado de la Oposición!
—Soy impresor.
—¡Soy acreedor del Tesoro público! ¡Mis conocimientos son extensos!
—¡Soy víctima del concurso!…
—¡Silencio Señores! Son muchos para un solo empleo; eso tiene
perdida la República. El Ministro de Hacienda dará la clase: nadie tiene
mejores modelos para estudiar todas las formas del fenómeno.
—¡No sirve! ¡No sirve! Porque él no lo padece.
—Si sirve, es magní co, ninguno mejor; porque alcanzará el patronato
del Gobierno, que tanto ha luchado, desde tiempos atrás, por que el
hambre se consolide en el país. No puede negarle su protección el
Instituto.
—¡Señor Ministro! Vamos a civilizar el hambre, agote aquí su ingenio,
moralice el hambre, y habrá porque alabarle.

*
* *

Veamos lo que es el hambre bien educada.


Volved la vista a Europa.
¿Veis esos talleres llenos de hombres laboriosos?
Es el hambre quien los reúne allí.
¿Veis esos artefactos maravillosos?
El hambre los ha inventado.
¿Veis esos sabios que asombran?
El hambre es el principio de su ciencia.
¿Veis esas costumbres tan sobrias?
Es el hambre quien las modela.
Aqui mismo ¿no veis algunos hombres, que luchan contra mar y
viento, (es decir, en medio de los partidos), por sostener unas industrias sin
porvenir?
Esa virtud heroica es hija del miedo al hambre.
¡Dios piadoso! Dadnos diez años de hambre para hacernos buenos;
que nadie tenga dos panes, ¡para que no haya quien quiera arrebatarle uno!
Venezuela necesita de esa pasantía para ser feliz.
Asi veremos al ocio, avergonzado y cobarde, para pedir amparo en las
tiendas de la industria.
Veamos lo que es el hambre salvaje.
Volved la vista a las márgenes del Plata.
¿Veis aquella tropa de jinetes medio desnudos, que llevan la soga y el
alma atrás, y por delante la insolencia y el puñal; que no reconocen
derecho de propiedad, ni respetan linderos, reyes de las pampas y señores
de vida y hacienda?
Eso es el hambre sin freno.
Yo me avergonzaría de encontrar ejemplos semejantes en mi patria, por
eso he querido buscarlos tan lejos.

*
* *

El hambre es también el crisol o el escollo de la honradez. Todo


consiste en el temple del alma.
¿Veis a Lucinda?
Ella ha resistido la seducción en medio de todas las necesidades.
El hambre no ha podido rendirla.
Mirad a Aminta, compendio de todas las humillaciones. ¿Creéis que el
amor de Fedro es causa de sus locos extravíos?
¡Mentira! El hambre fue su escollo.
¿Conocéis a Don Plácido, hombre de resorte, que lo mismo predica el
Evangelio que el Corán, según que triunfe la Cruz o la Media Luna?
El hambre es el escollo que le hace cambiar de dirección. Ese hombre
tiene el alma en el estómago.
¿Queréis el reverso de esa medalla? —Ahí tenéis a Fabio, hombre como
el diamante que no pierde su brillo entre el oro, no hay tentaciones que
desvíen su conciencia recta: no tiene pan: el hambre no ha podido
conquistar una línea en el terreno de su honor, ha sido su crisol.
*
* *

El hambre tiene mucha parte en la suerte de los pueblos, porque lleva


relaciones ilícitas con la política.
No me atrevo a penetrar en la oscuridad de estos misterios; quizás
tendría que exhibir al hombre, sacri cando la parte más elevada de su
carácter a un pedazo de pan.
Yo no quiero probar que, por hambre, niegan los hombres su propia
doctrina y se desconocen a sí mismos.
Me duele presentarlos como la veleta, volviendo la cola al viento que
pasa y la cabeza al que viene, todo por hambre.
No quiero decir que por hambre se besa la mano que abofetea y se
escupe la del amigo.
No quiero demostrar que los malos Gobiernos han tenido mucha
parte en el hambre de los pueblos, y que el hambre de los pueblos ha
tenido mucha parte, y tendrá todavía, en el establecimiento de malos
Gobiernos. Por hambre se venden los elogios: por hambre…
No escudriñemos más.
¡Corramos un velo sobre esos escándalos!…
Mucho más podría entretener a mis lectores con el hambre, que por
cierto es un entretenimiento de muy mal gusto; pero temo que estén ya
fastidiados, y si el hambre ha podido gustarles, bueno será dejarlos con
hambre.

Junio de 1868.
VIII

Las Bolas
Todo el mundo sabe que se designan con el nombre de bolas, las
noticias que, en tiempo de guerra, se dan y se toman en la duda de que
sean falsas; pero que, sin embargo, halagan al partidario y mantienen viva
su esperanza.
Las bolas del billar, del boliche, de la bagatela, etc., se inventaron para
matar el tiempo; pero como ya los hombres no se conforman con matar el
tiempo no más, sino que necesitan matar a sus semejantes, ha inventado las
bolas políticas, o lo que es lo mismo, el modo de matar en e gie un ejército
diario.
Al n, mientras sea en e gie se puede soportar el deseo.
Si se considera bien, el nombre de bolas, es el más adecuado a esas
noticias.
Una noticia se parece a una bola:
En lo que rueda:
En que puede ser grande o pequeña:
En que puede ser hueca o sólida o compuesta:
En que puede matarse a uno con ella. ¿Quién no muere de un susto?
En que se deshace entre las manos como las de nieve.
El comercio de las bolas políticas es muy activo, porque se adquieren
sin costo, es lo único que se da de balde: hay individuo que pagaría por
comunicarlas.
Estas bolas andan más que otras, porque no necesitan super cies
inclinadas ni planas para correr. Atraviesan cerros y mares, sin costo de
ete, porque no hacen bulto ni pesan.
Hay individuo que lleva diez docenas en la cabeza, y lejos de parecer
fatigado, anda a toda prisa, con la alegría pintada en el semblante.
Yo mismo, me he tragado una bola que no me cabía en el pecho:
andaba estirado, temiendo que al moverme, se me volviesen las entrañas
una tortilla: igual volumen de agua me habría ahogado infaliblemente, y
sin embargo, ese día comí más y bebí mejor.
De aquí deduzco que las bolas son aperitivas.
Las bolas políticas, ruedan a todas horas; no necesitan luz, por el
contrario, suele estorbarles el farolillo del sereno si está muy cerca.
Las bolas son un entretenimiento de que disfruta todo el mundo sin
exclusión de sexos ni edades.
Puede decirse que es un juego de sociedad.
Las charadas, la baraja, la lotería, son cosas arrumbadas en las tertulias.
Hoy todo se reduce, a bola del galán para la dama, bola de la dama para
el galán, bola de la señora para todos. (Esta siempre es de origen
respetable).
Un caballero que se presente en una tertulia sin llevar una buena
provisión, puede estar seguro de hacer un papel muy desairado. Si pudiera
atender al cuchicheo de las niñas oiría decir de sí —¡Jesús! ¡Qué hombre
tan insípido!
Las bolas deben ser siempre frescas; de un día para otro no sirven; les
sucede como al manjar blanco y otras comidas, que a las veinte y cuatro
horas están aguadas.
Un individuo que no conozca este secreto, y sepa hoy lo mismo que
sabía ayer, se expone a pasar un mal rato, como me sucedió a mí, al
principio de este descubrimiento.
Entraba yo casa de doña Lorenza por la mañana, de cuya tertulia me
había retirado en la noche, es decir, doce horas antes, y por supuesto, al
entrar me hizo la pregunta de ordenanza.
—¿Qué bolas corren don Justo?
—Las mismas de anoche —la respondí— no hay nada nuevo.
—Válgame Dios, amigo, ya eso es muy viejo; usted está en la luna. ¿No
sabe que el Gobierno se está trasladando a la Guaira por que no se cree
seguro?
—Señora, yo no estoy en la luna sino en mi juicio; vengo del palacio de
Gobierno y reina allí la mayor tranquilidad.
—No hay duda, usted está vendido al Gobierno; no hay con quien
contar.
En n, me dijo la señora cuantas son cinco, porque esta es de aquellas
gentes que no reconocen por partidario, sino al que cierre los ojos en
presencia de toda bola y diga, creo, aunque le conste lo contrario. Mejor
dicho, para ser uno partidario de una causa, es preciso que lo hayan
ahorcado los contrarios. Más claro, los prosélitos verdaderos de Doña
Lorenza, deben estar en el cementerio.
¿Habrá quien siga sus banderas?
El carácter de doña Lorenza es tal, que el día que se publica por bando
una noticia contraria a su partido, está más contenta, porque la entiende al
revés. Es inútil que usted la haga re exiones.
—Pero señora, si se han retirado de la Victoria.
—Aguarde el toponazo —contesta.
—¿Y la evacuación de Valencia?
—Son movimientos estratégicos —replica.
—¿Y la derrota tal y la capitulación cuál?
—Eso entra en el plan.
—¿Y la muerte del Jefe?
—Usted lo verá resucitar a su tiempo.
No hay remedio con doña Lorenza: en el mayor apuro, apela a la
resurrección; es decir, al valle de Josafat. Cuando se traga una bola, no hay
poder humano que se la arranque.
Las bolas tienen color, pero no siempre el mismo; varían según la
divisa del Gobierno.
Cuando gobernaron los azules las bolas eran amarillas; —ahora todas
son azules.
Pero si unas y otras son bolas, es preciso confesar que las bolas más
numerosas y más grandes son las azules.

Julio de 1870.
IX

La Vida del Campo


TEMA DADO POR LA ACADEMIA DE BELLAS LETRAS Y LEIDO EN EL
CERTAMEN CELEBRADO EN CARACAS EL 8 DE ENERO DE 1870

DEDICADO A MI ESPOSA

Si me fuera dado el ritmo de los armoniosos versos, ¡con cuánto gusto


los empleara en este momento! ¡Ah! Cómo manejara el plectro fácilmente,
y diérame a cantar la dulce paz de que disfruta en medio de la quietud
inalterable de este campo, arrullado por el rumor del manso rio, qué corre
al pie de mi casita solitaria, y que va salpicando ores, y estremeciendo el
tembloroso junco que invade sus orillas …
Cómo pintara el indeciso vaivén de los bucares, en cuyos altos copos
retozan con la brisa y se requiebran en melodioso idioma las aves
enamoradas.
Y no dejara en mi canto sin loor debido, enhiesta palma, ni almibarado
fruto, y hasta a ti, cancerbero de la tímida parásita, te ensalzara, ¡oh
punzante guaritoto!
Más, negóme Dios los acentos seductores del poeta, entre otros dones
que tiene para sus hijos predilectos, y es fuerza que me ajuste a trazar, con
rústico pincel, el sencillo cuadro de la vida campestre.

*
* *

El crepúsculo matinal abre mis soñolientos ojos; ávido de luz, de


perfumes y armonías, salgo a bañarme en la invisible corriente del aura,
que lleva entre sus pliegues oculto, el aroma que robó a la pradera.
Mis oídos se deleitan en el movedizo grupo de cantores que saludan
entusiasmados al rey del día, mecidos en el frondoso ramaje de mi huerto:
su ejemplo me edi ca, y elevo mis ojos al cielo y el alma a mi Creador.
Luego contemplo las blanquísimas nubes que duermen en el fondo
del valle, al pie de la montaña, como manadas de ovejas que se levantan al
primer reclamo de la aurora, y las miro removerse impulsadas por el cé ro,
y a paso lento, trepar a la alta cima, dejando la oresta, en cuyo regazo
pernoctaron, empapada de rocío, que es el llanto del forzoso adiós.
La quejumbrosa voz del arroyo, siempre igual y siempre grata, me
llama a su risueña margen, y después que miro las arenas, que van
peregrinando con las aguas, me sumerjo en el límpido remanso y salgo de
allí nuevo, ufano y vigoroso.

*
* *

Ya muge la vaca prisionera en el establo, y el ternero, que la escucha y


que la mira, desde la fangosa corraleja, llama en vano las fuerzas del
hambre y del amor que no bastan a destruir la previsión del hombre: me
acerco, ruedo la primera caña, y el impaciente animalito salta veloz, batalla
y fuerza el paso, alza la cola y en presuroso escape llega a la amorosa madre,
reconoce su piel por el olfato y se lanza a la anhelada ubre; el surtidor no
abastece su codicia; muda de uno en otro con afanosa indecisión, y nunca
satisfecho, lastima con rudos golpes a la paciente madre, que no puede
aumentar la limitada fuente. Resbalan por el hocico del becerro copos de
espuma que despiertan mi apetito; anudo a su cuello la soga y, en ventajosa
batalla, le arrebato el deleite; aproximo la copa y en poco tiempo el
humeante chorro la derrama.

La vida del campo


Satisfecho a mi vez, vuelvo a dar rienda suelta a su apetito, y madre e
hijo, en largo trote, salen a vagar por la campiña.

*
* *

El sol remonta ya, y los sencillos labradores, llevando al hombro los


instrumentos del trabajo, cruzan por diferentes senderos, el uno lleva de la
mano al pequeñuelo, y para acostumbrarlo a las rústicas faenas, le hace
cargar las semillas en un cestito de cañas amargas.
Sigue al otro la tierna esposa con las provisiones necesarias al sustento
del dia, robusta y diligente, comparte con el padre de sus hijos la
obligación de sustentarlos y marcha sobre su huella depositando la
simiente en el tortuoso surco trazado por la chícora.
¡Benditos seres, que vivís lejos de los hombres y cerca de Dios! ¿Por
qué quiere el destino que el fruto de vuestros afanes sea consumido en el
incendio de las pasiones ajenas? Y que, cuando debiera la abundancia
rebozar vuestros hogares, tengáis que abandonarlos para vagar errantes,
¿llevando en el regazo a vuestros hijos, desnudos y hambrientos y en el
corazón la amargura de sus miserias?…

*
* *

Algunos de esos hombres menos dichosos, alquilan sus fuerzas para el


cultivo de la heredad ajena, y esperan ya sus órdenes. Su saludo respetuoso
y cándido, me obliga a responderles con lastimoso cariño. Reparto a unos
los instrumentos necesarios, mientras otros enyugan los sumisos bueyes, y
dispuestos y alegres tomamos la ruta que conduce a mi sembrado.
Comienza ya el trabajo, especie de esta para esas buenas gentes, que
sin esperar mejor recompensa, disputan la palma del mayor esfuerzo.
Copiosa lluvia de sudor se ve caer de sus frentes inclinadas. ¡Sudor
honroso! Que no es la fatiga de vicioso recreo, sino el noble afán de la
virtud quien lo produce.
Yo sigo detrás de ellos, ya enderezando el tierno pimpollo maltratado,
ya tapando las raíces descubiertas del arbusto, que cuido con esmero,
porque de sus ramos de ores, recojo promesas de Dios, que nunca
engaña; y así paso a paso, voy llenando de esperanzas mi corazón; y me
siento feliz, porque todo lo cifro en quien lo puede todo sin contar para
nada con el favor de los hombres, siempre interesado y mezquino.
Llega la hora del reposo precedida por el padre sol desde el zenit. El
árbol del pan, emblema de la índole americana, constantemente pródigo
de gustoso fruto nos llama con extendidos brazos y nos ofrece el amparo
de su hojoso ramaje. Allí repartimos el almuerzo, y en la inmediata
regadera, que corre silenciosa para no ostentar sus bene cios, tomamos
agua, más sabrosa, recogida en tiernas hojas de capacho.
Las fuerzas se reponen pronto y comenzamos de nuevo las tareas, hasta
que el sol, cayendo en el desmayo vespertino, nos infunde su propio
desaliento.
El hierro pesa mucho al ya cansado brazo.
No yergue el buey la poderosa frente; el incesante aliento levanta el
polvo sutil que removió el arado, y vierte espumas el dolorido cerviguillo:
apenas alza los pesados cascos, que mueve marcando perezosos compases,
se queja ya, y es preciso desuncirlo.

*
* *

Por la misma senda que seguimos en la mañana, regresamos al hogar


apetecido.
Los muchachos llevan hacecitos de leña seca; los jóvenes entonan aires
pastoriles, y los padres que nunca olvidan, van recogiendo al paso frutas
para sus hijos que salen a su encuentro.
Todos van contentos a descansar sobre su humilde lecho; el uno en su
chinchorro de moriche; el otro sobre su estera de blanda enea, donde juega
con sus pequeñuelos, hasta que se rinde a ese sueño tranquilo que solo
disfruta el que ignorante de todo, libre de amargos odios y de inquietadora
ambición, nace y muere en la santa felicidad de la inocencia.
Yo también necesito descanso corporal, no del alma, que se siente
satisfecha en el tranquilo apartamiento del mundo.
La vaca vuelve a su prisión y echada muellemente no cesa de rumiar.
Las aves domésticas trepan, soñolientas, las deshojadas ramas del
tolumo.
La paloma llega al nido abandonado, donde le espera, hambriento, el
pichoncito implume.
Busca su vivienda la inocente golondrina entre las grietas del muro
desplomado, que coronan áspera ortiga y espinosa pitahaya.
La paraulata despide al sol hundido con su último gorgeo: y las
luciérnagas comienzan a trazar líneas de fuego en el espacio.
Y cuando el ángel de la noche nos cubre con su velo tachonado de
estrellas, pienso en Dios, que me rodea en sus obras portentosas; pienso en
los míos, ausentes todos, y recorriendo el diapasón de mis afectos me jo
en ti ¡oh Amira! Compañera de mi destino, y por quien todo trabajo me
parece fácil, hasta que rendido al sueño, cierro mis ojos viendo tu imagen,
y creyendo oír tu voz, tan conocida, que pide al Cielo bene cios para mí.
X

El Petardista
Vamos a pasar un rato a costa de este ciudadano.
¿No pasa él su vida entera a costa de los demás?
Pero es preciso hacerlo con precaución, porque el petardista muerde a
quien le pasa cerca.
No voy a morti car al padre de familia arruinado, ni al joven desvalido
que necesitan el amparo de sus amigos; para ellos tengo yo la mitad de mi
pan y todo mi corazón.
El petardista es natural de Caracas: aquí nace, aquí vive, muere en el
hospital.
Si nace en otro pueblo, por una equivocación de su madre, busca la
capital en cuanto tiene alas; su propio instinto le dice que solo en esta
atmósfera puede existir.
De aquí se deduce que el petardista nace petardista: su manera de vivir
no es una profesión estudiada, sino una vocación a que obedece por
secreto impulso.
El petardista nace pobre y no enriquece jamás, porque, como buen
cristiano, solo «pide lo necesario para el día, a n de quedar necesitado a
pedir lo mismo mañana».
Si heredara, si ganara en el juego una suma considerable, la derrocharía
en una semana.
Él no podría acostumbrarse a tener con que comer dos días seguidos.
Si se acostara sabiendo que iba a amanecer con el desayuno en el
bolsillo, no podría dormir: tanta seguridad lo intranquilizaría.
El petardista duerme a pierna suelta cuando exclama al acostarse —¿en
qué faltriquera estará el almuerzo de mañana?
Él tiene su casa como todo ser viviente, pero nadie se la conoce: su
verdadera casa es la calle, donde se le puede encontrar a todas horas,
aunque sería mejor no encontrarle a ninguna.
Si puede hallársele en alguna casa, debe ser de juego.
Él tiene sus puntos de ojeo como los cazadores, donde se sitúa según la
hora.
Regularmente amanece a la puerta de un café con el cigarro en la boca
para inspirar con anza a los parroquianos. ¿Quién que le vea fumando,
puede pensar que esté en ayunas? ¡Ay del que penetre!
Meseron, que tiene mucho talento para calcular lo que le conviene,
transijo con él cuando le mira a las puertas del «Ávila».
—Pepe —le dice— ¿por qué no entras? ¿Has tomado café?
—No, querido, es muy temprano —le contesta. El petardista nunca ha
tomado nada.
—Garcon —grita Meseron afrancesando al mozo— sírvele a Pepe un
café confortable; apura, pronto, que tiene que marcharse.
Meseron sabe por experiencia que aquel hombre en la puerta de su
Restaurant le ahuyenta cien parroquianos, que lo arruinaría en una
semana, y se liberta de su presencia a costa de una taza de café.
Al medio día pone su ojeo cerca del palacio de Gobierno.
¡Qué peligroso es un petardista entre once y doce de la mañana situado
en ese punto!
El mismo Presidente de la Unión, no está libre de un ataque directo.
Su actitud revela la disposición resuelta de su ánimo.
Oculta la mano izquierda en el bolsillo, como para palpar
constantemente la realidad de su miseria.
Blande el bastón con la diestra de un modo casi amenazante.
La mirada inquieta domina las avenidas a una milla de distancia.
El hambre se expresa en sus facciones con la severidad de la ira.
Al divisar a un forastero, exclama como el corsario «Buena presa» y se
dispone al ataque con una arenga adecuada y un apretón de manos.
—General ¿cuándo ha llegado usted? (el forastero debe ser General) ¿y
cómo ha quedado el Estado Apure? Ya sabemos que salió usted diputado
por una mayoría lujosísima.
—¿Yo? —Dice el General abriendo un palmo de boca— sin duda
habría salido a no ser las picardías…
—¡Ah…! Perdone usted —le interrumpe el petardista—, ¡eso es, eso es!
Si aquí estamos indignados. ¡Qué pillos! Contrariar así la voluntad del
pueblo. Lo reclamaremos en el Congreso. Asistiré a las barras. Cuente
conmigo.
Siguiendo el diálogo resulta que el General no es de Apure, sino de
Barcelona, lo cual no le saca del apuro en que está, de pagar una libra por el
saludo del petardista.
El petardista es tertuliante diario de las cantinas.
¡Qué buen marchante! Nadie se refresca más que él; y, ¡cosa rara! Se
refresca con lo que irrita a los demás.
Él toma con todo el que toma. ¿Quién será tan descortés para no
brindarle? Y él ¿cómo se atreverá a desairar a nadie? Su educación no se lo
permite.
El hábito de halagar le ha dado una perspicacia especial para conocer lo
que puede agradar al que piensa morder.

¡Buena presa! General ¿cómo ha quedado


el Estado Apure?

El hace como el murciélago, que adormece con las alas antes de clavar
el diente.
El petardista no se mezcla en política; no precisamente porque no
quiere, sino porque ningún partido le emplea.
De ahí viene que no tenga opinión, lo cual le presenta la ventaja de
estar identificado con todo el mundo.
Con el liberal, es liberal, y le cuenta que debe su ruina a los oligarcas; y
con estos, es oligarca, y les re ere como le han perseguido los liberales.
¡En tanto que él es perseguidor eterno de los dos partidos!
En las noches de ópera se sitúa cerca de la puerta del teatro. Cualquiera
le tomaría por un agente de policía, destinado a tomar nota de los que van
entrando.
El petardista no tiene papeleta, ni la tuvo nunca, ni la comprará jamás;
pero él entra primero que los abonados.
A un amigo le dice que se le olvidó el portamoneda y que… —Pero el
otro le dice que viene tasado.
A otro le da la enhorabuena por la ganancia que hizo en el juego… —
Pero resulta que viene tronado y le desaíra bruscamente.
Al tercero, le promete una noticia que le importa mucho, pero que… le
cuesta la entrada. Este quiere saberla, pero el petardista lo emplaza para el
parterre. En la duda de qué será, qué no será, sacri ca los doce reales y…
adentro. Después resulta que la noticia es vieja.
Otras veces suplica que le presten una papeleta, para entrar un instante
a hablar con un médico; y, como ha elegido bien al que ha de burlar, recibe
la papeleta y le deja esperando.
Rompe la música y entra la desesperación de oír el canto que va a
comenzar y entra la duda de que vuelva Pepe y para salir de tanta
inquietud, se compra otra papeleta.
Cuantas excusas al encontrarse adentro —¿por qué te precipitaste,
Andrés?— le dice el petardista, repantigado en su sofá. —Ya me iba, no me
hagas eso otra vez. Pero en n, ya que dudaste de mí… veremos la ópera
juntos—. Y por si le queda algún rencor, le hace pagar también la cena en
el Gato Negro al terminar la función.
Tal es la vida y milagros de este ser nacido para vivir de los demás, que
divierte a quien le estudia, irrita al que le sufre y fatiga a mis lectores.

1873.
XI

Carta a Horacio
SOBRE LA ACTUALIDAD

Muchas cosas nuevas ocurren por acá, y para los que son amigos de
variar como tú, quiere decir que hay cosas buenas.
Entremos, pues, en nuestra crónica, de lleno, como ha entrado el
régimen legal.
Este vocablo de lleno quiere decir que hemos entrado con todo el
cuerpo.
Te lo explico porque es término parlamentario que tú no debes de
conocer.
Se instaló ya el Gobierno nacional, o más bien el Doctor Villegas,
segundo Designado, pues el Gabinete no se ha instalado todavía.
Tal cual, parece una bobería eso de componer un gabinete, y según
veo, es di cilillo en tiempo de régimen constitucional.
El portafolio que más embarazos proporciona, es el que tiene a su
cargo los caudales públicos a pesar de no haberlos. ¡Qué tal si los hubiera!
No se encuentra Ministro para la hacienda en estos tiempos antes lo
que faltaba era hacienda para ministro.
No creas por esto que la di cultad es absoluta, lo que sucede es que
aquí siempre tenemos los frenos trocados.
Están ofreciendo el ministerio a los que no lo quieren, y a los que lo
desean no se lo ofrecen.
En días pasados hablaba sobre eso con el Doctor Villegas [porque has
de saber que, aunque designado no niega el habla a nadie]: yo le
recomendaba a varios antiguos servidores de la hacienda pública.
—Fulano —le decía— es hombre honrado según dice él.
—Sí, eh…
—Ahí tiene usted a Zutano que desea lucirse.
—Muy bueno.
—Don Menganejo quiere probar su integridad; parece que hay dudas.
—Son muy buenos, pero te voy a referir un cuentecito.
Había en Guanaro un guitarrero muy ramplón que ayudaba su
miserable industria robando gallinas por los suburbios.
Se conocía en el lugar con el nombre de «El Zorro».
Una mañana venía de sus excursiones, trayendo una gallina bajo el
capote, y se encontró con otro, que andaba, quizá en las mismas, el cual le
preguntó:
—¿De dónde vienes?
—De tocar un bailecito, le respondió.
—Lo adivinaba, porque te estoy viendo por la costura del capote, las
clavijas de la guitarra.
El Zorro volvió los ojos azorado y se encontró con que había dejado
fuera las patas de la gallina.
Entre esos hombres que me indicas hay algunos que, aunque mucho
se cubran con esa capa de santos, no pueden ocultar las clavijas de las
guitarras.
Ya comprenderás por qué no se ha instalado el Gabinete: el Doctor
Villegas quiere hombres de bien, como él, no tiene paces con los
guitarreros: le espantan las uñas aunque se cubran con nísimos guantes.
Te participo que «El Pensamiento libre» ha entregado el alma a Dios,
o más bien el cuerpo, porque este es el único ser que ha existido sin alma
propia.
Se servía de almas prestadas, de manera que para morir, bastó que le
faltara el apoyo de sus protectores.
En sus últimos días se le conocía lo desalmado a una legua de distancia.
Dos padres le ayudaron a bien morir. Su epita o es el siguiente:
«Nació y murió a tiempo».
Ya habrás visto el proyecto de expedición que tiene el Señor
Vizcarrondo.
Es una gran idea: apóyala cuanto puedas.
Si logramos que todos los generales vayan a libertar a Cuba,
convertiremos esta tierra en un paraíso.
Aquí están de más. Si van todos no necesitan soldados; si acaso uno
para jefe.
Riega por allá la voz de que aquel es un país virgen, que esta
circunstancia es muy tentadora para los guerreros.
Te incluyo tres composiciones de un poeta que me ha llamado la
atención, por ser además de poeta, clérigo, como Fray Luis de León,
llevando sobre este la ventaja de hacer los versos en prosa.
No necesita el metro para nada.
Quizá esto, que me parece a mí tan extraordinario, es obra de la
casualidad, pues no sabiendo que existe en el mundo la prosodia, se han
echado a hacer versos sin necesidad de sus reglas.
No te copio aquí una estrofa, porque no es mi ánimo morti carle, sino
decirle:
—¡Buen hombre! Ya que tiene amor a la poesía, estudie un poco para
que no se parezca al bourgeois de Moliére haciendo prosa sin saberlo.
Los empleos siguen siendo la manzana de la discordia.
Son muchos los llamados y pocos los escogidos.
En un estudio que tengo hecho sobre esta materia, digo:
—Mientras más popular es una revolución, más elementos
reaccionarios lleva en su seno, porque cada prosélito será un enemigo el día
del triunfo sino obtiene la recompensa que desea.
Mucho más te dijera si mis ocupaciones me dieran tiempo.
Tengo además el inconveniente de estar manoseando la política,
materia antipática y espinosa para mí.
Confórmate por hoy.

Marzo de 1869.
XII

Viaje a Choroní
Cualquiera pensará, al ver que estoy siempre de viaje, que ando en
solicitud de algún lugarcito donde haya paz y orden, para establecerme,
pues solo así se concibe un viaje interminable sin salir de las fronteras
venezolanas.
Nada de eso, que si quisiera perder mi tiempo me ocuparía en buscar
un hombre capaz de contentar a todos los partidos; y no digo a las partidas
también, porque, mujeres al n, son menos exigentes, y aunque son
muchas, con un hombre se contentarían, siempre que se lo diesen
diariamente pesado en oro. Mis viajes son hijos de la necesidad y de mi
carácter, pues no tengo la ema de muchas gentes que conozco, para
esperar que venga a buscarme a casa lo que yo necesito.
Esta vez fui a Choroní por casualidad, que solo así pudiera dar con un
punto agradable, en una tierra donde por nuestros pasos contados y con
deliberado propósito, vamos a parar siempre en el abismo.
Para los que no conocen a Choroní será bueno describirlo brevemente;
si bien tengo para mí, que los paisajes se pintan, no se describen.
Figuraos un rio que desde su nacimiento emprende su carrera, como
nuestros militares, de salto en salto.
Dos cerros que parecen hendidos por la sutil corriente, vienen
escoltando su trabajoso camino; ya cerca del mar, cuando las aguas se han
aumentado, parece que los cerros han querido negarle el paso; siglos y
siglos ha debido durar el combate…
Las inmensas moles no han podido triunfar del fugitivo; se escapa al
n, dejando socavadas las bases de sus adversarios y convertido en fértil
valle el terreno conquistado.
Enormes peñascos se miran esparcidos acá y allá, que son las armas
abandonadas en el campo para testi car la lucha a las edades futuras.
La industria ha sentado allí sus reales, o los ha gastado, por decirlo
mejor, y el pedregoso valle es hoy un emporio.
El más valioso de nuestros frutos cuelga en urnas de coral bajo los
frescos sotos del bucare.
El oro brota de aquella tierra como brotan en otra parte boas para
devorarlo.
En la parte más ventilada está construido el pueblo: pocas casas, pero
de forma elegante lo componen.
Las arboledas que lo circundan y las que se elevan de los jardines
interiores, parece que quieren estrecharlo más, y esta mezcla de ciudad y
bosque, a la cual concurre con su murmullo grato el rio que va rozándose
con los cimientos de los edi cios o lavando los velludos pies de los altos
cocoteros, presenta a los sentidos una novedad encantadora…
Hay otro barrio llamado el pueblo abajo, cuyo nombre me sugirió la
idea de colgar un sable en un mamón muy elevado, que hay en el centro,
para formar un jeroglí co que expresara la situación perpetua de este pais.
Es un grupo de casitas aisladas que no forman línea, ni tienen orden
ninguno, como nuestras milicias, y que parece que juegan a esconderse
detrás de grandes peñascos, que entre unas y otras mantendrán eterna
división; como si cada casa representara una fracción de la familia
venezolana y cada piedra un resentimiento que vengar o una odiosa
denominación de partido.
Copados nísperos y olorosos mameyes regalan sombra y frescura al
vecindario, que cuenta además con la ventaja de una acequia, (verdadero
símil de ciertos personajes políticos), que corre por entre casas y piedras
dando vueltas y saltos, ya silenciosa, ya murmurando, pero arrastrándose
siempre hasta llegar a la hacienda; pues entiendo que es propiedad
particular, no pública.
El embarcadero de Choroní, está enteramente separado de la
población; se llama Colombia: cualquiera tomará por una burla ese gran
nombre, orgullo de la historia americana, aplicado a una población tan
insigni cante, que no ha podido tener los honores de puerto, ni por la
legislación de los hombres ni por la voluntad de Dios.
Sin embargo, es un caserío alegre, habitado por personas atentas, y
donde se divierte uno con los tumbos estrepitosos de las olas y con los
vuelcos frecuentes de los cayucos; porque ha de saberse que es más fácil
salir con felicidad de la casa de gobierno, que del embarcadero de Choroní,
aunque parezca una exagerada comparación.
Pero dejemos el puerto para seguir con el pueblo, como suelen decir
con mucha gracia algunos hombres de estado; que no he de ser más tonto
que ellos para no seguir con el pueblo: palabra milagrosa, especie de
amuleto que llevan siempre en los labios los que hacen profesión de no
tener ninguna, pues pienso que el gobernar por o cio debe ser, cuando
menos, carrera ilícita en una república, ya sea ocupando los altos como los
bajos destinos, si bien, yo no tengo por alto ningún empleo, antes me
parecen bajos todos, pues miro que gentes copetudas, lejos de empinarse,
se arrastran para alcanzarlos.
Sigamos con el pueblo, dije: ¡malditas digresiones! Varias personas
tuvieron la bondad de visitarme y de hacerme nos ofrecimientos.
Un caballero muy distinguido por las dotes de su espíritu me invitó a
pasar un día en su hacienda llamada «El Pindo».
Sonome bien este nombre por lo que tengo de poeta que al menos es
tanto como de médico y de loco, y acepté gustoso.
El Pindo está situado en medio de los bosques vírgenes, casi en la cima
de la montaña; la temperatura es deliciosa; la mirada domina desde allí
todo el valle y va a extinguirse en el horizonte, donde el cielo parece
descansar sobre el mar.
Llegó la hora de almorzar y con gran extrañeza vi, más no con disgusto,
que se dan gordas las gallinas en el país de los poetas, y sobre todo que se
dan, pues tengo observado que los alumnos de las nueve que viven por
acá, no dan gallinas ni otra cosa, sino chascos; eso sí, más gordos que las
gallinas del Pindo.
Como soy a cionadísimo a las montañas, sobre todo a las vírgenes que
en las ciudades solo se ven pintadas o a distancias y alturas inaccesibles,
quise gozar de la naturaleza en su más salvaje esplendor, y guiado por mi
amigo, fui a ver el nacimiento de un arroyo que brota de enormes piedras,
cubiertas de menudo helecho y perejil silvestre y guarecidas debajo de
árboles «tan viejos como el mundo», y cuyos espesos copos, entrelazados,
forman una barrera impenetrable a los rayos del sol ¡magní co cuadro!
Gocé un día de verdadera satisfacción, tanto por las bellezas naturales,
como por la agradable compañía del obsequioso propietario, y sintiendo
alejarme de aquellos sitios deleitosos, volví a dormir en el regazo del blando
Choroní.
En Choroní no hay curiosidades arqueológicas ni más antigüedades
que un templo en fábrica, cuyo trabajo se suspendió hace muchos años, y
que al lado de la capilla antigua, tiene el venerable aspecto de una ruina.
¡En alguna parte debía resaltar la indolencia nacional!
Pero a falta de curiosidades hay un monumento de gloria.
Allí vive el poeta José Antonio Maitin.
Deseoso de conocerle, fui a visitarle.
Me recibió con suma benevolencia: su trato es familiar y afectuoso.
Le recordé sus lindos versos que parecen absolutamente borrados de su
memoria.
Me mostró su jardín, que tiene por límites el undoso rio que tan lindos
versos le ha inspirado.
Me despedí por n, después de una visita que traspasó los límites de la
etiqueta, falta muy disculpable tratando con un hombre que atesora
tantos atractivos.
Los hermosos días de la juventud de Maitin han pasado ya, y el
tiempo, cargado de amarguras para todos los hijos de este suelo, no ha sido
más piadoso con él.
La lira ha caído de sus manos; el poeta ha desaparecido y solo queda
allí el lósofo y el hombre de bien.
Cuando llegué a mi casa encontré a cuatro jóvenes que me esperaban
para llevarme a un baile.
Aunque ya tengo aversión al baile, porque estoy cansado de que me
bailen, los gobernantes sobre todo, no quise negarme, ni me hubiera valido
excusa con gente tan obsequiosa, pues me habrían llevado con cuatro
gendarmes, como a un miliciano voluntario.
Fui pues, y con eso que me arrepentí de mi poca voluntad.
Una docena de damas jóvenes, hermosas y graciosamente adornadas
ocupaban el contorno de la sala, como una guirnalda de rosas
entreabiertas.
Una orquesta magní ca en que resaltaba una auta maravillosa, tocada
por el artista Arenas (de Maracay,) en n, un baile donde no había más que
bailar o ser un necio.
Resuelto a no quedar por lo último, tomé pareja graciosa y ligera, que
no había de otras cualidades y bailé como un estudiante.
El mismo disgusto que tuve para entrar, tuve para salir; me sucedió
como a ciertos magnates que toman una poltrona por acatar la voluntad
publica, y luego para dejarla cuesta Dios y su ayuda.
La sociedad de Choroní es muy notable por su cultura y moralidad.
La parte jornalera, in uida por el buen ejemplo, tiene también la
suavidad de costumbres por carácter y la honradez y sobriedad por hábito.
En Choroní no hay cárcel, pero esto es bueno que no se diga muy alto,
no sea que medio Venezuela vaya a domiciliarse allí.
Aquí pongo punto, no porque haya concluido, que mucho tengo que
decir en honra de aquel laborioso vecindario, sino para que este artículo
tenga siquiera el mérito de ser corto.
Mi objeto ha sido corresponder con este recuerdo a la benévola
acogida que debo a los habitantes de Choroní. Demasiado poco les ofrezco
en retribución de tanta galantería.

Enero de 1870.
XIII

El Dinero
DEDICADO A INOCENTE (F. FONTAINE)

Quiero tener el goce de un avaro, quiero divertirme con el dinero: así


me vengaré de sus desvíos.
El dinero es el Dios de la tierra.
¡Cosa admirable! No hay quien no le rinda culto, quien no se
sacri que por él.
Todos le conceden gran valor y yo sostengo que es muy cobarde.
Lo voy a probar:
En la paz se arriesga a grandes empresas, busca publicidad y hace alarde
de su poder.
En tiempo de guerra nadie se oculta primero que él; al sonar un tiro se
queda, como la sangre del medroso sin circulación.
Después de tal argumento, niego en absoluto el valor del dinero.
Sin embargo, yo no me atrevería a reñir con él.
¡Me retracto!
Pero es imposible…
¡Me contraretracto! ¡Cuántos pareceres nos hace tener el dinero!
No puede tener valor el que ha corrido en todos tiempos y lugares. ¡El
que no ha podido pararse nunca!
Es cobarde y torpe: él no ha calculado que mientras más corre, más
ligero le alcanzan, y que a proporción que detiene su curso se hace más
intomable.
Si el dinero tuviera un día la resolución de pararse, el comercio, las
artes, la humanidad perecería.
Bien merece la humanidad llevar ese chasco de su ídolo.
*
* *

El dinero es una potencia irresistible.


Arquímedes, con su palanca al hombro, buscando en el espacio un
punto de apoyo para mover el mundo, es una caricatura que haría morir de
risa a un banquero inglés. —Necio—, diría, —arroja ese pesado madero, y
con una barra de oro, de algunas libras de peso, apoyada en la super cie del
océano, derribarás tronos y los levantarás, destruirás nacionalidades y
jugaras con el mundo a tu sabor.
La justicia y la verdad que son dos grandes potencias morales, se
detienen ante el non plus ultra grabado en un peso fuerte.
Vacilan ante el escudo español.
Se sobrecogen ante la cara de un Napoleón.
Ceden a la vista del águila y del cóndor.
A veces la más sólida razón pesa menos de una onza.
Aplicad esa palanca al corazón; vereis reventar sus más nobles bras.
Decid a Laura la desdeñosa. —Mi corazón es tuyo—, y se burlará de la
dádiva.
Decidla. —Mi hermoso campo, mis numerosos ganados, mi calesa,
cuanto tengo es para ti.
¡Ah! Entonces la veréis palidecer: a cada palabra, irá perdiendo un
sentido, hasta que, presa infeliz de un vértigo espantoso, caerá a tus pies,
con la mano sobre el corazón exclamando:
—¡Qué cruel eres, Cupido!…
¡Calumnia atroz! El pobre Cupido está muerto de risa entre
bastidores.
Es Mercurio quien la hiere, el dios de la especulación, ¡el dios del
dinero!
Una bolsa de dinero contiene todas las virtudes y cualidades que hacen
amable al hombre.

*
* *

El dinero se ha sustituido a los nigrománticos antiguos; es el hábil


metamorfoseador de nuestros tiempos.
De un necio, hace un tipo de discreción.
Hace virtud, el crimen, día, la noche y hermoso lo feo.
De un mal estudiante hace un Doctor, ya que no puede hacer un
sabio.
El quita todas las manchas, como droga patentada.
Borra el pecado original como el agua del bautismo, y como la iglesia
los absuelve todos.
Todo lo cambia según su capricho, y él mismo se cambia, dividiéndose
o concretándose sin alterar su valor.
Pasan sobre él generaciones y generaciones que han vivido gastándole y
no se ha gastado.
Cualquiera creerá por esto que es la materia más sólida, sin embargo, es
la más fugaz, la más sutil.
Se va de las manos como el éter.
Penetra por el ojo de una aguja.

*
* *

El dinero, bajo una sola forma, tiene muchas semejanzas.


Se parece a una coqueta, en mudar de dueño constantemente.
Se parece a la felicidad, en que nunca nos satisface.
A los globos aerostáticos, en andar siempre por las nubes.
Parece gobierno, en los desatinos que comete, y favorito en tener
muchos empleos.
Parece presidente democrático en tener las más veces cara de rey.
Parece pájaro en caer muchas veces en trampa.
Se parece a los soberbios en no juntarse nunca con los pobres.

*
* *

Con el dinero se compran todos los bienes de la tierra.


Se compra el amor, la fama, la popularidad.
También se compra la salud, y hasta la vida algunas veces.
El hombre, en su demencia, ha querido también comprar el cielo con
dinero.
Por eso deja para los pobres algunos centavos, después que no ha
tenido piedad de sus miserias.
Por eso deja las treinta misas de San Gregorio para gloria de su alma,
pretendiendo comprar por treinta pesos, el perdón de sus iniquidades.
¡Impío!
¿Qué más diré?
Yo mismo pretendo con «El Dinero» pagar una deuda a Inocente.

Agosto de 1868.
XIV

Los Pobres
Voy a consagrar una hora a los pobres, en lo cual me parece que les
hago mucho favor.
¿Quién se ocupa del que no puede dar nada?
El pobre es el cero de la sociedad.
No vale nada, y sin embargo él es quien da valor al rico, que viene a ser
la cifra signi cativa.
Suprimid al pobre y ya no valdría la pena de ser rico.
Son los halagos del pobre los que producen la vanidad del rico.
Es la timidez del pobre la que produce su arrogancia.
¡Y cuántas veces el hambre del pobre no producirá la abundancia del
rico…!
Aquí digo yo como la novena de San Antonio —«Meditad y orad»—
lo que quiere decir en lengua profana —«Al que le venga la chupa que se
la ponga».
¡Pero válgame Dios!; ¡si yo no iba a escribir esto!
Mi propósito era hablar del decreto que crea una Casa de Bene cencia.
En mi concepto es el acto más notable del Gobierno de Abril.
Ese decreto contiene una reforma que sobrepuja a todas las que ha
llevado a cabo el general Guzmán Blanco.
Hela aquí:
Los pobres quedan convertidos en capitalistas.
Los que ayer no tenían un albergue para guarecerse de la intemperie,
tienen hoy un palacio por habitación.
Los que ayer no sabían dónde hallar un pedazo de pan, tienen hoy
pingües rentas para subsistir cómodamente.
Más todavía.
¡Los desheredados de siempre han venido a ser herederos natos de una
porción de riquezas!
Ya no tendrán que inquietarse algunos ricos pensando a quien le
dejarán su fortuna.
Se han encontrado resuelta la di cultad en una plumada de la
lantropía del Gobierno.
—Los pobres son sus herederos forzosos.
¡Ya están los mendigos echando cuentas sobre las cosechas que van a
segar con la hoz de la muerte!
Individuos conozco yo que envidian los harapos del indigente por solo
la expectativa de tantas herencias.
Ellos quisieran poder decir al encontrar un avaro hambriento
—«Mortifícate, atesora, que yo tengo parte en el dinero que guardas».
Y conozco avaros que están sintiendo morirse por no restituir a los
pobres una parte de aquello mismo que les han quitado.
La medida tiene dos fases:
Por un lado es eminentemente lantrópica.
Por otro, profundamente política.
La primera está de mani esto a todo el mundo.
La segunda está envuelta en el misterio de los pensamientos de Estado.
Vamos a romper el velo.
Guzmán Blanco nos permitirá que penetremos sus altos secretos, y si
no, lo haremos sin su permiso.
Como acto público tenemos el derecho de interpretarlo.
Algún trabajo ha de tener el que acepta el encargo de mandar un país
constitucionalmente.
Guzmán Blanco ha dicho:
—«Yo no tengo nada que temer de los ricos: esa gente necesita de la
estabilidad y garantías que yo le aseguro y tienen que sostenerme
cualesquiera que hayan sido sus opiniones».

«¡Voy a acabar con los pobres!»

«Los pobres son el único peligro de mi Gobierno».


«Un hombre pobre es capaz de acometer a un canon con el
sombrero».
«Además de esto, los pobres son la inmensa mayoría del país, y un
Gobierno que no cuenta con la mayoría del país está perdido».
«Con solo los mendigos que invaden la ciudad el sábado, hay para
volcarnos en cinco minutos».
«La mitad quedaría triunfante, la otra mitad perecería en la contienda:
esa triunfa también ¿qué más quiere un pobre que morir en un sueño de
ambición?».
«Los pobres tienen otra fuerza invencible —la inmunidad».
«Ellos saben muy bien que la policía no los encarcela porque tendría
que mantenerlos».
«Son los únicos ciudadanos que pueden conspirar impunemente».
«Es necesario transigir con esta potencia» —y diciendo esto el Héroe
de Abril, apoyó la frente en la diestra mano y permaneció veinte segundos
en la misma actitud que debió tener en presencia de la di cultad de Caño
Amarillo…
De repente se irguió triunfante y exclamó:
—¡Voy a acabar con los pobres…!
Al oír estas palabras, el portero del Gabinete cayó como herido de un
rayo.
—¡Los voy a enriquecer! —terminó el Presidente.
El portero se incorporó súbitamente sonriéndose de satisfacción.
Una hora después el decreto estaba rmado.
¡Los pobres habían dejado de ser pobres!
Las almas generosas bendecían la mano que derramaba bálsamo de
caridad sobre tantas miserias.

1874.
XV

Viaje a los valles del Tuy


A DON LUIS CUVELGÉ

El lucero del alba, bello y fugaz como las ilusiones de un


revolucionario, derramaba sus últimos fulgores sobre la ciudad tranquila.
Febo, todavía soñoliento, se incorporaba en sus cojines de púrpura,
envuelto en colgaduras de gasas nacaradas, y enviaba a la tierra entre ligeras
brisas, el dulce aliento de su amoroso suspiro.
Era el momento en que las sombras huyen amenazadas por la luz: era
el breve interregno del crepúsculo, cuando yo, caballero en una mula,
cargada de maletas, salía por la calle que llaman real, aunque no reina
siquiera por su descomposición, donde todas se disputan la soberanía del
abandono. Apenas era transitada por industriosas campesinas que,
montadas en perezosas borricas, cuyo tardo paso, marcaban en compases
regulares, las otantes alas de sus sombreros, venían a vender legumbres al
mercado, en medio de sus cerones, y mal cubiertas con sus cobijas de lana,
distrayendo el sueño con el humo de su tabaco.

Vendedora de legumbres

Pronto salí de la via Appia de esta ciudad de los césares como decían los
romanos, y llegué al punto donde se lee en grandes caracteres
—«Ferrocarril del Este»— nombre que sirve de epita o a las cenizas de
una obra que murió al nacer, y cuyo sarcófago se mira en una galería
derrumbada: pincelada profunda como las de Horacio Vernet, que retrata
en una línea la indolencia del carácter nacional, o la vanidad de esta
generación negligente, que aspira a llenar el vacío de las obras con el ruido
de las palabras, y que marca su paso dejando en cada estación algunas letras
muertas.
Seguramente el letrero se puso para que aquel ferrocarril no se
confunda con los muchos que habrá en las edades venideras, Dios
mediante, y no interrumpiéndose el rápido progreso que llevan nuestras
obras públicas.
Meditando un poco me ocurrió que el Este está demás, y que el camino
de hierro es una redundancia, pues cualquiera conocerá que no es de otra
cosa despues que pase de la segunda legua.
Embebecido en estas re exiones, me sorprendió la hora suprema en
que el cielo y la tierra se saludan con una sonrisa de simpatía.
El sol dejaba ver poco a poco su disco refulgente, y como a hurtadillas,
se asomaba tras la colina a contemplar el hermoso panorama de Chacao.
Hacia el fondo del valle se extendían preciosas sementeras, como
galanas alfombras, a que servían de festón los espigados cañaverales del
Guayre: más acá se estrujaba las manos el robusto gañan, a quien no
desvelan las intrigas de la política, ni sustente el pan degradante a veces,
que ella ofrece; y picando sus fornidos bueyes, hacía crujir el surcador
arado: allí la mansa vaca brindaba a su ternero el resto de leche que el avaro
dueño la dejara, y, lamiéndole amorosa, completaba con caricias el escaso
alimento.
En la acequia cristalina que corre a orillas del pueblo, llenaban sus
tinajas de barro, con cantarillas de totuma, las encogidas lugareñas, y los
muchachos traviesillos, se disputaban la presteza en rebozar sus damesanas
de camaza.
Mudando a cada paso las decoraciones campesinas, seguí encontrando
risueñas memorias de mi juventud, hasta llegar a la antigua capital del
Estado Bolívar.
Recorrí las callecitas alegres de Petare, buscando alguna huella de su
antigua grandeza, y solo pude descubrirla, en la suciedad de una casa que
sirvió de cuartel y en algún posadero arruinado, gracias a la protección que
le dispensaron los empleados.
Tomando lengua sobre las ventajas producidas por la permanencia del
Gobierno allí, vine a descubrir que las capitales sostienen su lujo a costa de
los capitales, así como las mujeres lo sostienen a costa de los hombres; y sin
embargo, ¡los hombres se matan por poseer capitales y mujeres!
Visto que no había más que ver, y después de tomar café, tomé las de
Villadiego por la vía que conduce a los Valles del Tuy.
Algunas empalizadas de poma rosa recortadas con esmero, embellecen
el camino de trecho en trecho, y recuerdan los tiempos de oro de nuestra
empobrecida agricultura, que merced al proyecto de Instituto
proteccionista, va perdiendo su crédito a pasos agigantados.
Un cicerone me mostró el campo de la Esperanza, célebre por el
glorioso revés que en él sufrieron las armas reconquistadoras. La
revolución triunfante no ha podido levantar siquiera un simple cenota o,
para perpetuar la memoria de tanta juventud y tanto heroísmo inmolados
por su noble causa. Verdad es que las revoluciones nunca tienen nada para
sus muertos; apenas alcanza para los vivos a migajas, porque entre estos
descuellan algunos más vivos que se reparten los trofeos y el botín.
¡Oh Sutil! ¡Oh valerosos soldados que al dejar en desamparo vuestros
hogares, no habéis dejado vuestros nombres a la gratitud nacional!
En partes, la tierra removida o piedras amontonadas, indican la última
morada de algún valiente. Me parecía que sobre aquellos sitios olvidados
vagaba el ángel de la gloria, con alas enlutadas repitiendo la plegaria de
Ossian. «Cuando brillará la aurora en el sepulcro para que despierten los
que duermen en él».
Contristado el ánimo, abandoné aquellos lugares, buscando
distracciones en las variadas vistas que ofrecen las multiplicadas colinas de
los Mariches.
El estómago que no vive de recuerdos, sino de cosa más sólida, me
reclamaba con imperio algún auxilio.
Era ya pasado medio día o P. M. según la moda importada por el
telégrafo, y no encontraba ninguna casa de hospedaje, hasta que se
condolió de mí un alemán, que seguramente ignora las ofensas irrogadas
por mí a su nación, según las entendederas de otro alemán.
Sirvióme el buen hombre aquel potaje que deleitaba a David, y que
deleitaría a cualquiera sin ser pastor ni rey: se trata, lector, de esas
legumbres que llamamos frijoles: en mi vida comí cosa mejor, y para que
todos gocen de tan barato placer, voy a copiar la receta de su condimento.
Nadie ignora que para preparar los hígados de ganso, antes que todo se
pone en condición al ganso; asimismo, para preparar este potaje, es preciso
poner en condición al que ha de comerlo, que hace aquí las veces del
ganso.
En primer lugar se le monta en una mula al amanecer y se le tiene
trepando cuestas hasta la una p. m., sin dejarle tomar más que café. En este
estado se le sirven los frijoles cocidos con agua y sal, y se coloca uno tras de
batidores para verle saborear, más a gusto, que si devorase una polla de
Guinea o un salchichón de Bolonia.
En honor del hostelero diré que me sirvió con limpieza alemana y que
me trató con equidad, bien diferente de cierto paisano suyo, a quien Dios
guarde para honor de nuestras ciencias.
Su cientemente afrijolado, proseguí mi marcha, con gran disgusto de
mi mula que no encontró legumbres ni otra cosa con que espantar al
diablo, y después de dos horas, pisaba ya los ricos Valles del Tuy.
Llegué a Santa Lucía a las seis de la tarde: el plantaje de la población es
hermoso, y sería un gran pueblo, si desapareciesen las huellas cenicientas
que han dejado los cinco años de guerra, no borradas con otros tantos de
paz si tal puede llamarse la lucha secreta sostenida por las industrias contra
las exacciones scales.
Pasé allí una noche agradable, merced a la generosa acogida de un
amigo, y al amanecer seguí mi marcha.
Mil veces me hallé en peligro de extraviarme, uctuando entre los
innumerables caminos que cruzan en diferentes direcciones, pero, en toda
duda, me decidía por el peor, y de ese modo acerté siempre con el camino
público y llegué sano y salvo a Yare. En este pueblo se nota más que en
ningún otro la ruina de la agricultura, ¡tan oreciente en otros días! Se
siente mucho el calor, pero afortunadamente, hay chinchorritos de
moriche, y gracias a uno que me ofreció mi amable patrona, lo pasé muy
bien.
Al día siguiente me trasladé a la hermosa población de Ocumare,
donde di los primeros pasos.
Volví a ver aquellos sitios, nunca olvidados, ¡que mis ojos de niño
vieron veinte y ocho años antes!
¡Cuánta mudanza!
Ya no encontré a la viejecita querida en cuyas rodillas dormía el sueño
de la prima noche: la gratitud me indicó el trillado camino de su casita, y
volví a gustar las hermosas naranjas de su huerto… ¡ah! ¡Pero ya no eran tan
dulces para mí como ofrecidas por su mano cariñosa!
Encontré algunos compañeros de mis juegos infantiles, ya
quebrantados como yo, por la inclemencia del tiempo.
Todavía conserva su lozanía el anón donde yo trepaba ligero a tender
redes de cerda a las incautas cigarras… ¡Oh! Memorias de la alborada de la
vida, como oprimís el corazón, ¡ya frio con las decepciones y gastado en la
lucha con los pesares!
Después de una ligera recorrida, seguí para Cúa, la más risueña y rica
de las poblaciones del Tuy.
En Cúa descuella entre elegantes particulares un suntuoso templo, y
tratan de construir otro, porque, como todo pueblo español, quiere suplir
con iglesias el enfriamiento progresivo de la fe.
Reunido con varios amigos, tomé la vía de Charallave, que con poco
esfuerzo será carretera muy en breve, gracias al entusiasmo de los tuyeros,
más poderoso que las resoluciones del Gobierno. En aquel pueblo luce
aún la torre levantada durante la última guerra civil, que recuerda los
tiempos de la conquista.
Después de ser muy bien tratados en la única posada que existe,
seguimos a Paracotos por la quebrada de este nombre. Como mi bestia
gusta de andar adelante, me constituí jefe de la caravana, a pesar de no ser
práctico, y, como es natural en los que mandan, quise salir del camino
trillado y llegar más pronto por las veredas.
En una de tantas pruebas encallé en un lodazal de bella apariencia,
como la tienen a veces los peligros; al sentir que mi mula se hundía, quise
volver atrás, pero fue imposible, y no tuve más arbitrio que saltar y
descender como águila de plomo, para escribir sobre la tierra, con mis
costillas magulladas, esta lección terrible para los gobernantes que dejan el
camino real por la senda peligrosa de sus caprichos.
Después de mil di cultades salí a la carretera, por donde regresé a mi
casa.
Al terminar esta sencilla relación, doy las gracias a los amigos que me
obsequiaron en mi recorrida, con tan nas atenciones, que me han
recordado aquella tierra que puso Dios en medio de los mares, como un
puerto de refugio para todos los proscritos de la América. ¡Oh
puertorriqueños generosos! Recibid este débil homenaje en prueba de que
mi gratitud no se extingue a pesar del tiempo que debilita los afectos.

Enero de 1869.
XVI

Carta a mi primo Vicente


Buen susto pasarás, querido primo, al ver esta carta temiendo que
entre sus pliegues vaya envuelto algún mordisco, que es cariño muy usual
entre consanguíneos y amigos; más tranquilízate, seguro de que si esta
misiva tuviere colmillos, no se clavarán ni en tu bolsa ni en tu piel.
Es mi ánimo darte cuenta de la marcha que lleva el mundo por acá,
noticia que puede interesarte a causa del alejamiento en que vives de este
centro de las transformaciones.
Hemos descubierto en estos días que el matrimonio es una sociedad de
comercio y de cría, y que por tanto no necesita la bendición del párroco
para producir hijos legítimos.
Ya sabes pues que tus hijitas vendrán a casarse con solo el permiso del
maestro Luis, que por lo regular es el Juez de ese pueblo, y que lo será,
probablemente, mientras no haya otro que lo aventaje en ignorancia, lo
cual, no es fácil que suceda en este siglo.
Esto no quiere decir que se te prohíba también casarlas por medio del
Señor cura, pero sería una repetición, y francamente, no me parece el
matrimonio cosa para repetida.
Además de que muy tonto será el que se eche al cuello otra ligadura,
bastando a su objeto la del maestro Luis, que se escribe en un registro, fácil
de traspapelar; y una vez perdido el lazo, como no es caso de conciencia,
puede negarse el hecho, aunque salga a la cara o a otra parte la
contradicción.
La vieja y antieconómica costumbre de pagar las deudas, ha sido
completamente abolida por la civilización moderna, a cuya innovación ha
prestado el poderoso auxilio de su iniciativa, desde tiempo atrás, nuestro
liberal Gobierno.
Hay sin embargo muchos retrógrados que murmuran de este
progreso.
Para acallar su gritería, se trata en el presente Congreso de elevar a ley
un proyecto que cancele todas las cuentas.
Será una amnistía o absolución general, por la cual vamos a quedar en
gracia de Dios y libres de la amostazada cara de nuestros acreedores.
¡Qué ley, primo mío!
Te avisaré por telégrafo los progresos de la discusión, para que te abras
oportunamente un crédito en Puerto Cabello a la sombra de tus matas de
café, que te servirán de carnada para pescar los capitales ajenos, ya que no
te dan granos; y al n, todo es dar, siendo este género de cosecha más
cómodo por el ahorro de bene cio y etes.
Ya verás que ley tan lantrópica; y si agregas otra, que anda por ahí en
infusión, por la cual se crea un empleo para cada venezolano y un sobre
sueldo para cada empleo, no habrá más que apetecer.
En esta reforma llevarán también las viudas pensionadas su cuarta de
ventaja, pues se acuerda ración doble a la que sea joven y hermosa, por el
tiempo que conserve estas dotes, y preste su adhesión al Gobierno.
Puede asegurarse que con estas leyes mataremos para siempre la guerra
civil, y entrará el país por la ancha puerta de la concordia a los risueños
campos de la prosperidad.
En nuestros hábitos tradicionales no hemos variado nada.

Un empleado implorando la compasión y


ayuda de sus compatriotas para soportar
el pesado fardo que han echado sobre sus
débiles hombros

El amor a la inacción, el deleite de la ociosidad, de que tanto


disfrutaron nuestros antepasados, se conserva intacto y mejorando, como
los licores, con el tiempo.
Verdad es que los viejos gozaron de una época de abundancia que
nosotros no hemos alcanzado.
Sin embargo, la política es una mina inagotable: gracias a ella se puede
vivir pomposamente y sin trabajar.
Si en tiempos pasados, al favor de cierta institución inicua, uno solo
disfrutaba el trabajo de muchos, en los presentes tiempos muchos trabajan
para formar el patrimonio de uno solo.
Creerás por esto que sigue habiendo en nuestra sociedad señores y
esclavos, y bien puedes tener razón; pero lo difícil es averiguar quiénes son
estos y quiénes son aquellos, porque si de un lado oímos los lamentos del
pueblo, que no puede con el rigor y el lujo de sus señores, del otro nos
importuna el eterno clamor de los empleados, implorando la compasión y
ayuda de sus compatriotas, para soportar el pesado fardo que han echado
sobre sus débiles hombros. ¡Ay Vicente! Es una lástima oírlos lamentarse.
¡Pobrecitos! A mí me parten el alma, y más cuando considero la suerte de
otro primo mío, ¡qué está jorobado bajo la misma ponderosa carga! Pero
¿qué hacer? Ya sobre el burro, que se lleve los trescientos.
¡Oh pueblos crueles y tiranos! Cómo se ceban en un infeliz, indefenso,
para obligarlo a llevar las riendas del Gobierno, que deben estar
embetunadas de alquitrán, ¡según el trabajo que cuesta quitárselas de las
manos cuando termina la condena!
Solo la sumisión a la voluntad de sus conciudadanos, le obligaría a
soportar la carga de un empleo, con sueldo y todo.
Otra cosa que conservamos intacta es la charla, esto es, el gusto de
hablar cosas inútiles, lo cual encuentras en su jugo, nada menos que en el
congreso. Hay muchos oradores que hablan para el taquígrafo, único que
se aprovecha de lo que dicen, y eso, no porqué lo entienda, sino porque lo
cobra. A propósito de Congreso, hubo ahora días una discusión muy
acalorada, en la cual quedó resuelto que el gato es el remedio contra los
ratones: descubrimiento que abismará a las generaciones venideras y que
será eterna gloria de la nuestra. También se re rió, con oportunidad, aquel
famoso apólogo de Porra y Acuña sobre el tigre y el burro, el cual terminó
con la moraleja de ordenanza —cada uno se agarra con sus uñas—. Es
bueno decirte que el orador que produjo estas lindezas, no tiene nada de
burro, excepto las uñas, y en consecuencia el modo de agarrarse. Es un
joven despierto y de talento claro y simpático que no necesita de esos
recursos oratorios para lucir mucho.
Otra costumbre que conservamos es el juego de toros. No han podido
desterrarlo ni los gobiernos, y mira que en punto a destierros, los hemos
tenido muy enérgicos y aventajados. Están prohibidos, es verdad; hay una
ordenanza sobre la materia, pero ¿qué hacer?
Supón que tú eres alcalde, y que tres ciudadanos te piden licencia para
una corrida de toros.
Aunque no hayas visto la tal ordenanza, niegas la licencia por hábito
del o cio.
Pero después llega un general con la misma solicitud.
¿Qué hacer entonces?
Buscas la ordenanza y si sabe leer, como sucede a veces, se la muestras y
te excusas.
Pero el general sabe la teoría de las fuerzas combinadas, que en esto de
fuerza son todos entendidos y vuelve con dos generales más a ponerte sitio.
Aquí entra tu criterio a interpretar la ley, y como recuerdas algo de
losofía, te haces esta pregunta: ¿en qué consiste la igualdad? Y te
respondes: en tratar con desigualdad a seres desiguales; y como tres
ciudadanos no son iguales a tres generales, concedes a estos la licencia que
negaste a los otros, y de ese modo salvas también la antiquísima costumbre
de estirar o encoger la ley, como anteojo de larga vista, según el punto a
que se dirija. Pero sigamos con los toros que reemplazan en nuestros días
las bárbaras delicias del an teatro romano.
Apenas hay esta sin toros: si cae un gobierno malo, toros; si se instala
otro peor, también toros.
Son la señal del regocijo público.
Por eso la instalación del Congreso se celebró con toros; y ahora
estamos esperando una famosa corrida para cuando termine sus sesiones
este cuerpo.
Lo más gracioso es que el pobre Cupido, jovencito de suyo asustadizo
y reservado, anda también presidiendo torunas algazaras.
Nuestra galante juventud ha comprendido la in uencia que ejerce
sobre el corazón la carne, y de ahí viene que lo primero que se ofrece a la
afortunada Dulcinea, es el espectáculo grandioso de un toro, batido contra
el suelo, con brutal satisfacción, por el apuesto doncel.
Desde que se ven cuernos en una calle, puede asegurarse que por allí
andan amores, como que no pueden existir los unos sin los otros.
Parece que ninguna mujer discreta y civilizada, puede amar a un
hombre que no se resuelva a jugar al azar de una carrera de caballos la vida
que le promete, y que mal puede soportar las tempestades conyugales,
quien nunca levantó un toro sobre sus cuadriles y lo tendió patas arriba.
¿Qué mujer, por mucho que sea su amoral prójimo, ha de unir su
mano a otra que no traiga constantemente por el dorso una peladura
ensangrentada, como diploma de su habilidad hípica, y de su destreza en la
taurocatapcia?
No hay remedio, la potencia y la agilidad son las primeras cualidades
de un candidato para marido.
Sin ellas, sucederá lo que a cierto amigo mío, que al galantear a una
dama derribando un toro en su presencia, fuésele de las manos el no
limpio rabo, y dio en tierra con sus pretensiones, y no digo con su cuerpo,
porque este dio en el empedrado.
Tal fracaso cortó el hilo de sus comenzados amores. ¡Qué tal si no nos
hubiéramos casado!
Otra de las buenas costumbres que conservamos es el carnaval.
Buscando alguna cosa nueva, mas cónsona con el espíritu de la época,
se establecieron en este año las corridas de cintas, que tanto gustaron a los
caballeros de la edad media.
Mucho nos divertimos con esta tontería, y para que veas que tuvo
aceptación, bastará decirte que lo más notable de nuestra juventud tomó
parte en la corrida, descollando a la cabeza del grupo, un general muy
respetable por su posición.
Le vi una tarde tan cargado de coronas, que me ocurrió dudar si las
habría conquistado con su destreza, o si las coronas lo ensartarían a él, que
tanto puede el atractivo magnético del poder.
Aunque más quisiera decirte, termino hasta otro día.

1869.
XVII

El Día de Difuntos
1874

La ciudad en masa se ha trasladado hoy al cementerio. Podría decirse


que los vivos no se atreven a encontrarse solos en presencia de la muerte,
por eso van reunidos.
Sin embargo es uno a uno que han de llenarse aquellos nichos
pavorosos cuyas bocas abiertas y oscuras dicen a quien las mira —«venid».
Pero los alegres paseantes no hacen caso de ese llamamiento, y
responden en el mismo lenguaje —«llamad a los muertos, nosotros somos
vivos».
Cosa singular, producto de la cobardía o de la soberbia. El hombre
que lo espera todo y que se gloria de su previsión, no cuenta nunca con lo
único que no puede fallarle —la muerte.
Una tumba es para el hombre objeto de curiosidad o de respeto, jamás
un aviso.
Pero dejemos estas re exiones, demasiado graves para que merezcan
atención, seamos simplemente cronistas.
La carrera del cementerio ha estado desde ayer en continua agitación.
Los que no pueden moverse han puesto en movimiento a todo un
pueblo.
Apenas hay quien no haya subido a visitar a los muertos.
Es bueno advertir que nuestros cementerios están en la parte más alta
de la ciudad.
Eso parece calculado por nuestro orgullo para no decir que bajamos a
la tumba, sino que ascendemos.
Todavía más, hemos edi cado bóvedas en alto para no devolver a la
tierra nuestros cuerpos. Los dejamos en el aire, ya que no pueden subir a la
región de las almas.
Queda explicado el verbo subir.
Pero los que más han subido son los que no tienen allí deudos ni
amigos —los coches: ellos no se han contentado con subir muchas veces,
sino que han subido el precio también.
«En el dolor hay una parte de voluptuosidad».
Esto lo ha dicho un poeta, y yo añado que debió decirlo en una esta
de difuntos.
La llamo esta desde luego, porque jamás he visto un dolor que tenga
manifestaciones más alegres.
Hablo del conjunto; no quiero profanar los detalles que merezcan
respeto.
El golpe de vista del día de difuntos es el mismo del día de carnaval.
Apenas se diferencian en que hoy todos los disfraces son negros.
Emblemas, coronas, cintas, gasas y ores; todo concuerda
admirablemente, solo que las unas son ofrendas que la locura rinde a
locura, y las otras, homenajes que el amor tributa a los muertos o que
compra la vanidad de los vivos.
No pude sustraerme al atractivo de la corriente, que aunque en
sentido inverso del agua, tenía el mismo poder para arrebatar todo lo que
encontraba a su paso.
Difícilmente pude penetrar en el lúgubre recinto.
¡Siempre cuesta trabajo atravesar el umbral que separa la vida de la
muerte!
Enrolado entre los muertos de mañana, recorrí las tumbas de los vivos
de ayer.
¡Miseria humana! —ayer y mañana— dos palabras que han de
fundirse en una, cuando el sol haya dado algunas vueltas, ¡son las que
separan el ser del no ser!
Allí encontré juntos a dos antagonistas de nuestras luchas civiles. —
Un ciprés sombreaba las dos tumbas.
Un suntuoso túmulo guardaba el cuerpo de una mujer coqueta y
vana. La piedra o ciosa pregonaba sus virtudes y desmentía el juicio de sus
contemporáneos.
Requiescat in pace.
Más allá descansaba un jurisconsulto. Después de muerto cambió de
profesión. El lapidario lo hizo general.
En lugar de la balanza o la muceta tenía un cañón y una corneta al pie
de su nombre.
¡El hombre se atreve a mentir hasta sobre una tumba, que es la imagen
de la verdad!
Allí encontré también el último asilo de un soberbio. El que no cabía
en el mundo, quedaba holgado en una estrecha sepultura.
Una inscripción en relieve, que parecía grabada por su propia mano,
publicaba su grandeza.
Una corona de inmortales orlaba la losa.
Sobre él descansaba un hombre humilde que no habría consentido a
su lado. No tenía más inscripción que su nombre.
Ni coronas ni emblemas; yo le dejé la única ofrenda digna de sus
virtudes —una lágrima.
Así seguí recorriendo los sepulcros y haciendo reminiscencia de todos
los sucesos.
Crimen, virtud, valor, debilidad, honor, vergüenza, abnegación,
egoísmo, prudencia, estupidez, indiferencia… En cada tumba me parecía
leer una de esas palabras, y en todas ellas juntas, la historia patria.
Después jé mi atención en la multitud de sepulturas sin nombre que
cubren el centro del edi cio. Apenas una cruz, una letra, un número; pero
en todas ellas ramas frescas de ciprés y ramilletes olorosos.
Son las tumbas de los pobres.
Al levantar la vista del aquel cuadro, tenía los ojos húmedos.
Yo debo querer mucho a los pobres; sin embargo, no amo la pobreza.
Cansado de losofar, me dirigí al sepulcro que guarda las caras
reliquias de los míos.
Allí estaba inmutable, como vive en mi corazón y en mi memoria el
santo recuerdo.
Después de una pausa de recogimiento religioso, estampé la huella de
mis labios y de mis ojos sobre la fría piedra que los cubre, y salí a continuar
la batalla de la vida, hasta que Dios quiera coronar tanto afán con la paz de
la tumba.

1874.
XVIII

El «Gato Negro»
A M. M. FERNÁNDEZ

Vamos a presentar a nuestros lectores un artículo gatuno; pero no de


esos gatos que comen y beben, sino de otros gatos que dan de comer y de
beber, mediante el por cuanto vos contribuís…
Apenas habrá en Caracas quien no conozca el Gato Negro, aunque no
sea más que de vista.
El Gato Negro es un establecimiento de la familia de los Restaurants;
pero no de una jerarquía tan elevada.
Tiene aspecto de Cantina y olor de Bodegón.
Es un Café democrático o una Taberna aristocrática.
Es un carbonero vestido de casaca que siempre tiene un tizne en las
orejas delatando su condición, o un cortesano en hábito de carbonero
delatado por sus maneras cultas.
Mejor dicho: es un parador situado entre la miseria y la opulencia,
donde se reúnen los ricos que vienen bajando y los pobres que van
subiendo.
El empresario no ha querido clasi car su casa de Cantina, Café, Fonda,
etc. Él ha fundado la nueva especie llamada Gatos.
Del Gato Negro nacieron el Gato Blanco y el Gato Barcino; pero
murieron al nacer. Estos pelos no son aparentes para gatos: deben de ser
negros para que tengan siete vidas.
Deseoso de estudiar un establecimiento que sobrevive a todos los de su
género y lo que es más, —a la ruina de todas las industrias— me resolví a
visitarle una noche.
Entré un tanto azorado como quien pisa un terreno desconocido.
Pasé cerca de varias mesas donde cenaban o bebían militares,
impresores, músicos, comerciantes, jugadores, artesanos, cómicos,
doctores, empleados, ociosos, gente en n, de todos los gremios sociales, y
sobre todo, gran número de vividores; plantas parásitas de la sociedad, que
se nutren del bolsillo ajeno, y que viven eternamente atornilladas a los
taburetes de los cafés.
Como soy algo corto de genio, fui a sentarme en el fondo del salón,
lejos del bullicio, para ver lo más posible sin llamar la atención.
A poco de estar sentado vino hacia mí un mozo que más parecía de
cordel que de fonda, batiendo una servilleta tan cerca de mis narices que
me dio un olor atroz a tocino, y me dijo con un desempacho que rayaba en
la desvergüenza:
—Hola, patriota, ¿qué le pide el cuerpo?
—Mande usted —le respondí, medio confuso, como si me hubiera
hablado en latín.
—Que si quiere usted tomar algún bebedizo.
—Ah… sí señor, sírvame una taza de té.
—¿Téee? Aquí no gastamos esas niñerías.
—Pues entonces…
No me dejó concluir; otro le llamó y desapareció en el bullicio.
No bien me hubo dejado el mozo cuando se lanzó hacia mí como una
saeta, un elegante joven de bigote puntiagudo, bañado el fresco semblante
de una sonrisa tenaz, que parecía esculpida en sus labios, y estrechándome
la mano más de lo que yo quisiera, me dijo:
—¡Mi querido! ¡Tú por aquí!
—Si… casualmente… —le respondí medio tartamudo, examinando
aquella cara de teatro que yo no había visto nunca.
—¡Cosa más rara! ¡Encuentro más feliz! —exclamó alborozado,
sentándose vis a vis conmigo.
—¿Y con quién tengo el honor de hablar? —me resolví a preguntarle
todo cortado.
—¿No me conoces? ¿Es posible?
—No, no… no es precisamente que no le conozco a usted… ¡es que
tengo una memoria tan fatal!
—¿Con que no conoces a Aparicio Valdivieso? —¿Valdivieso…?—
repetí dudando.
—Que vive al lado de tu tía —me añadió para sacarme de dudas.
—¡Ah! Si —le dije y me puse a ver el techo haciendo la siguiente
re exión: «Efectivamente tengo una tía, y como a su lado debe vivir
alguien es muy natural que siendo yo sobrino de ella, su vecino me tutee,
aunque no le haya visto jamás». Hecha esta re exión volví a mi inesperado
amigo.
—¿Y que dice usted de bueno?
—Nada; por aquí… distrayendo el fastidio. No hay óperas, ni tertulias
ni más recurso que venir al Gato Negro a pasar el rato con los amigos.
Supongo que no habrás cenado y que me darás el gusto de que lo hagamos
juntos.
—No, no he cenado, ni pienso porque no hay…
—Aquí hay todo —me interrumpió— ya verás. ¡Muchacho! ¡Perucho!
¡Gatuelo!
En n, vino el muchacho y le pidió un calendario de grangerias
nacionales.
—¿Y tú que tomas? —me dijo.
—No quiero nada.
—¡De ninguna manera! ¡Sería un desaire! ¡Tienes que acompañarme!
Visto que no había excusas con un hombre tan obsequioso, pedí una
taza de café.
El Señor de Valdivieso cenó con apetito de huérfano, y sin reposar un
minuto, me dio las gracias y se marchó, añadiéndome con aire de enfado
que otro día no me permitiría que me anticipase a pagar.
Atónito me dejó don Aparicio: yo no me había anticipado a pagar, ni
lo había pensado.
El muchacho que le vio salir y que le conocía mejor que yo, aunque no
era sobrino de mi tía, vino hacia mí en el acto.
—¿Que se debe? —le pregunté.
—Vamos a ver —me dijo—. Un café usted: un cacao Valdivieso,
además manducas, empanadas, pan de horno, un asado y queso frito; un
real y tres cuartos y para que no haya pico lo dejaremos en dos reales.
Pagué mi franco, admirado de que costase tan poco dinero conocer a
Valdivieso y sacarle el vientre de mal año.
Libre ya de la cena encendí un cigarro y me entregué a mis
observaciones.
Entraba y salía gente sin cesar: uno gritaba; otro reía con aguardentoso
estrépito; otro maldecía; otro arrojaba una palabrota que no le cabía en la
boca; cincuenta voces llamaban a un tiempo:
—¡Muchacho! ¡Mandinga! ¡Gatuelo! ¡Perillán! Y el muchacho de la
servilleta les atendía a todos y a ninguno despachaba sino cuando Dios
quería.
A mi frente quedaba el mostrador, que más bien parecía el fogón de la
casa al mirar los anafes encendidos y las tostadas de pan y queso
rechinando sobre las brasas; y la gigantesca cafetera, con su llave, semejante
a una pipa inagotable. Una rueda o corrillo lo cercaba, copa en ristre y oído
atento a la voz de un perorador que dice y se contradice y repite lo dicho y
no dice nada; hasta que un tunante, fastidiado de aquella impertinencia,
interrumpe el brindis:
—¡Señores! Baste de velorio; ¡el muerto se entierra antes que se enfríe!
—¡Sí, sí! —gritan todos impacientes y en una aspiración vacían las
copas y comienza a disolverse la tertulia.
—¿Quién paga? —dice el cantinero alarmado— ¿quién paga?
—Yo —dice el orador—. Vuelva a cargar la batería.
A la voz de carga se reúnen los dispersos, como intrépidos veteranos,
resueltos a sufrir otra granizada de palabras a trueque de otro trago de
aguardiente.
Hubiera seguido el curso de aquella reunión si no llegara a este tiempo
un negociante amigo mío a saludarme.
—¿Qué tal, mi amigo, desde cuándo por la capital?
—Ya tengo algunos días —le respondí.
—¿Y cómo marchan los negocios por allá?
—Así, así, un día peor que otro ¿y por acá?
—¡Esto está perdido! No se hace nada; es una situación atroz.
Al decir estas palabras saltó de su asiento un mozo de grandes bigotes y
aire marcial que nos quedaba cerca, y encarándose con mi amigo le dijo en
tono colérico:
—¡Cómo viene usted a hablar del Gobierno! ¡Esa es mucha osadía en
un lugar público!
—Usted se equivoca —le dijo mi amigo sorprendido— yo no he
nombrado al Gobierno.
—¡Sí señor! Usted ha dicho que está perdido; que la situación es atroz.
—El señor hablaba de sus negocios —le dije yo.
—¡Yo sé cuáles son esos negocios! ¡Entienda usted que al Gobierno se
respeta! ¡Soy un coronel! —añadió sacando un revólver.
—Usted se ha equivocado —le decía mi amigo.
—Últimamente, ¡usted va para la cárcel!
—¡Sí, sí! ¡A la cárcel! ¡A la cárcel! —gritaron varias voces del corrillo
que nos rodeaba; y mi amigo, escoltado por aquel policía secreto, salió sin
despedirse de mí.
Al pasar por el botiquín se detuvo mi amigo a comprar tres cajas de
cigarrillos. El coronel pidió otras tres y un vaso de brandy.
Mientras mi amigo torcía un cigarrillo, el coronel pasaba revista a los
bolsillos de su chaleco y pantalones, buscando lo que no había puesto en
ellos. Afortunadamente el preso le libertó de aquel apuro. —Está pago
todo— dijo mi amigo, entregando una onza al dependiente.
Mientras el mozo contaba y recontaba el vuelto, el coronel, que no lo
perdía de vista, se dirigió al cantinero.
—No es una lástima, Tomás, que este señor se haga poner la vista; un
hombre de bien, ¿rico y estimable? A mí me duele porque lo aprecio, y
porque… soy muy pobre… y no quiero malquistarme con nadie; pero, mi
deber…
Mi amigo comprendió que el coronel quería capitular y le contestó.
—Gracias, señor coronel; usted se engaña: yo soy amigo del Gobierno
y amigo de usted —y presentándole el dinero que le entregaba el
dependiente, le añadió— si puedo servirle en algo, me honraría con su
con anza.
—Hombre… estoy necesitado: pero, usted creerá que me valgo de la
ocasión… y…
—¡Oh! ¡De ninguna manera! Hágame usted el favor —y le alargó dos
libras.
—Las acepto prestadas, de otro modo no —dijo el coronel,
guardándolas—. Quiero que esto termine, porque le aprecio a usted.
Váyase tranquilo; pero ya le digo, no vuelva a hablar del Gobierno, porque
eso lo perjudica —y seguía repitiendo el consejo alzando la voz.
Mi amigo, temeroso de que volviera a encresparse la tormenta, se
escapó sin dilación.
El coronel le siguió hasta la puerta, y luego volvió al círculo de sus
amigos, celebrando la ocurrencia con ruidosas carcajadas.
¡Todo aquello había sido una farsa para quitar al negociante dos libras!
El coronel, no era coronel, sino un caballero de industria, tan osado
como ingenioso.
No teniéndolas todas conmigo, después de aquel lance, me escurrí por
una puerta escusada.
Al salir de allí comprendí por qué goza de tanta popularidad el Gato
Negro. —Porque todo es barato.
Comprendí que sobrevive a la ruina de las industrias, porque se
sostiene de la miseria pública.
El Gato Negro progresa en razón inversa de la sociedad: al paso que
disminuye la riqueza, crece la necesidad de tratarse mal; por eso aumentan
sus parroquianos y su fama en tanto que van desapareciendo arruinados
los más lujosos cafés de esta capital.

1871.
XIX

El Almanaque
No voy a ocuparme de los almanaques de Caracas, entre los cuales hay
algunos que tienen la virtud de ahuyentar las lluvias con solo anunciarlas.
El que yo tengo en mi escritorio posee la misma e cacia que atribuyen
las gentes sencillas a las cruces de palma bendita contra los truenos.
Afortunadamente él mismo dice que ha sido arreglado «por
verdaderos astrónomos», cosa que cualquiera podría dudar antes de leer la
advertencia; pero a rmado por ellos, hay que creerlo y relevarlos de toda
prueba para no ponerlos en un apuro.
El almanaque que me ha puesto la pluma entre los dedos, es el
universal: ese papel que está en todas partes, dividiendo el tiempo en
jornadas de 365 días: fénix de los papeles, que no perece nunca porque el
último suspiro de su n, se encabeza con la primera aspiración de su
renacimiento.
Yo no conozco una invención que haya causado más daño al hombre,
después de la invención de la mujer.
Si el tiempo no se hubiera dividido; si lo hubiéramos dejado enterizo
como Dios lo creó, podríamos engañarnos, creyendo que era posible
eternizarnos sobre la tierra; pero desde que nuestra curiosidad nos llevó a
escudriñar los secretos de los astros, y compartimos el tiempo en jornadas y
períodos, no podemos ignorar cuando tocamos a nuestro n: la tierra atrae
nuestro cuerpo y el alma ansia volar a la región de su prometida
inmortalidad.
Sin la invención del almanaque, la juventud duraría tanto como la
frescura del rostro y el donaire del cuerpo.
Ninguna mujer hermosa tendría que cargar con el baldón de los años.
Sin él no habría término perentorio —pre jo, palabras que tienen la
fuerza de un remache y la dureza de un avaro.
El almanaque tiene la culpa de que se venzan los plazos: él vive como
un soplón al oído de los acreedores, diciéndoles —«mañana se vence
Fulano».
Por eso es el libro favorito de todo capitalista y la pesadilla del
industrial.
Los caseros lo aprenden de memoria, y la mayor parte de ellos no saben
leer en otro.
Ellos dicen que la astronomía estará muy atrasada mientras no se
divida el año en veinte y cuatro meses.
Al paso que los inquilinos creen que los meses deben tener sesenta
días.
Si suprimiéramos el almanaque, para aprovechar esta época de
reformas, ¡cuántos gastos nos ahorraríamos!
Pero el almanaque no puede caer porque está sostenido por dos
grandes poderes públicos —el ejecutivo y el judicial.
El numeroso personal de estos dos grandes trenes, vive del almanaque,
es decir, del presupuesto, que para mí son la misma cosa, pues la relación
íntima en que están, constituye cierta coexistencia que los identi ca.
El sueldo, y el día último del mes son dos ideas tan inseparables en el
cerebro de un empleado, que se resuelven en un solo pensamiento.
El poder legislativo no es partidario del almanaque.
Los legisladores creen que debiera reformarse como la constitución.
Lo encuentran defectuoso porque no tiene más que un 20 de Febrero.
Ellos quisieran reunirse por lo menos dos veces en el año: no porque
crean que el país necesita más leyes, sino porque el hacerlas es o cio
entretenido.
También porque el tomar el viático con frecuencia, es cosa que no
desagrada a nadie, mientras no sea para emprender el camino de la
eternidad.
Hay otro poder sostenedor del almanaque.
Me re ero a los ministros del culto católico que profeso.
Ellos lo vigilan como quien cuida su hacienda.
Suprimir el almanaque seria suprimir las estas y los cabos de año, o lo
que es lo mismo, destruir sus rentas.
Tienen mucha razón de sostenerlo —y no están mal correspondidos:
el almanaque a su vez los sostiene a ellos.
Se ve, pues, que el almanaque tiene palancas muy poderosas en qué
apoyarse, y que es necesaria una revolución de la ciudadanía universal para
derrocarlo.
Es la única revolución en que yo tomo cartas después que he gustado
las delicias de la paz.
Es una gran medida de economía que debe tomar la humanidad.
Suprimido el almanaque no tendrían los músicos pretexto para
felicitarnos, porque hemos caminado una jornada más hacia la tumba.
Ni vendría el santo de las comadres a pedirnos una cuelga, cuando
estamos quizá para colgarnos.
Ni vendría la semana santa a dejarnos adeudados, para el resto del año.
Ni sentiríamos la imperiosa necesidad de cenarnos la bodega de la
esquina, cada vez que conmemoramos el nacimiento de nuestro Redentor.
Ni tendríamos que estrenar vestidos el día de año nuevo.
Ni vendrían los aniversarios de triunfos nacionales a imponer
contribución de bandera, luces y fuegos arti ciales a nuestro patriotismo.
Ni llegarían a cada paso los aniversarios dolorosos.
Ni se levantarían del sepulcro todos los muertos a pedirnos sufragio y
lágrimas el dos de Noviembre, con la plañidera voz de las campanas.
Yo creo que después de tantos afanes que hemos heredado los hijos de
Adán, Dios nos había destinado un día para conmemorar la felicidad
perdida del paraíso.
Íbamos a tener un día sin suegras, sin caseros, sin petardistas, sin
espías; día en n de verdadera felicidad.
Era el treinta de Febrero.
¡Pero no cupo en el almanaque!
¡No hubo lugar sino para los días amargos!
Yo quise probar a suprimirlo por mi propia cuenta, buscando
imitadores que convertir en prosélitos, para emprender la gran cruzada y
empecé por no comprarlo.
Inútil economía.
El día 1 me despertó la voz agria de mi casero, antes que el canto de las
aves.
El día 2 vinieron los recibos adelantados de todos los periódicos. —¡La
Opinión! ¡El Siglo! ¡El Diario! ¡La Tertulia!
El 3 la cuenta del zapatero.
El 4 la del sastre.
El 5 venció la cocinera; esa mujer invencible que todos los días al
amanecer me da una carga.
El 6 cumplió años un hijo y vino el ama de leche por su regalo.
El 7 llegó un apercibimiento por la patente de industria (que no es la
de escritor) y hecho con toda la amabilidad de un policía.
El 8 ¡oh! ¡Número fatal! ¡Me cobraron una anza!
Y así sucesivamente me iban haciendo el almanaque del modo más
desagradable posible, hasta que renuncié a mi propósito y resolví comprar
el de Soriano; que al menos con él me encontraran apercibido los agresores
de mi bolsillo.
¡Quién podrá destruir un mal tan inveterado, que tiene la sanción de
los siglos, por más que sea constante tormento de los días del hombre!

1874.
XX

La Ropa Hecha
DEDICADO A DUPRAT

«Mientras hay paño donde cortar, todo marcha bien».


Esto se ha dicho con aplicación general en los distintos sentidos que
puede tener este aforismo.
Un administrador, por ejemplo, un albacea, un síndico, un
depositario, un tutor, no estarán nunca mal, habiendo paño donde cortar.
En estos casos ya sabemos lo que quiere decir paño.
Pero yo quiero darle hoy al aforismo su aplicación grá ca, que se
re ere a las gentes que viven de cortar paño, es decir, a los sastres, para
concluir diciendo —los sastres están muy mal, porque no tienen paño
donde cortar.
La razón es muy sencilla.
La ciudad está plagada de carteles que pregonan:
—¡Ropa hecha! ¡Ropa hecha!
He dicho plagada, porque la mala ropa puede ocupar el lugar de una
plaga.
En Caracas es la centésima.
El número 99 se adjudicó a un poeta.
De aquí resulta que los sastres no tienen ocupación.
El arancel los ha declarado cesantes en su última reforma.
Desgraciadamente junto con ellos ha cesado también nuestra
proverbial gallardía.
Los franceses nos arrojan por semana un cargamento de ropa hecha,
que con más propiedad llamaríamos deshecha, según lo pronto que se
desbarata.
De esos vestidos deduzco yo un argumento en favor de la
trasmigración de las almas.
Los lósofos de esa escuela creen que nuestras almas han servido a
otros cuerpos antes que a nosotros, y que todavía animarán a otros.
Eso me ha parecido siempre imposible.
Pero desde que veo vestidos que han servido a otros cuerpos en
Europa, y que ahora vienen a servir a los nuestros, comienzo a creer que el
alma puede tener el mismo privilegio.
Me parece que los franceses cuando han terminado de ribetear, teñir y
aplanchar los desechos que van a enviarnos, nos gritan con una carcajada:
—¡Ahí va, al que le venga la chupa que se la ponga!
Nuestros importadores la reciben con los brazos abiertos y la muestran
al público diciendo satisfechos: «Al gusto de Paris —á la dernière— tres
bon».
¡Como si las tijeras mercenarias de las boardillas de Paris, pudieran dar
el tono de la moda! ¡Como si los buenos sastres cortaran ropa para
exportación!
Lo cierto es que hasta hoy se había hecho la ropa para el cuerpo, y que
ahora es preciso hacer el cuerpo para la ropa.
Es verdad que parece imposible amoldar las formas humanas a las
estrechas exigencias de un ux de munición; pero como el precio de ese
ux se amolda admirablemente a la estrechez de nuestros bolsillos, tiene
que triunfar la economía sobre el buen gusto.
El aspecto general de nuestros elegantes es el mismo que pueden tener
los habitantes del más recóndito lugarejo de nuestras montañas.
Si es verdad que el hábito hace al monje, como yo lo creo, un
extranjero debe pensar muy mal de nuestra civilización a juzgarnos por el
talante.
A cada paso provocará su risa un hombre gordo aprisionado en una
levita que no le cubre los cuadriles, y sentirá ganas de aconsejarle que
venda panza y compre paño.
Después encontrará un hombrecito arrastrando un sobretodo que le
nace en el sombrero, de quien dice un chulo al pasar, —que el muerto era
más grande.
Luego verá otro cuyo chaleco, cruzado de botones y remiendos se halla
en completo divorcio con el pantalón, dejando ver como intermediaria la
pretina de la camisa con la siguiente marca —D. B—. 75.
Ese número no marca el de las camisas que tiene, sino el de las que
debe, según lo dicen las letras que anteceden.
Pero es tal la epidemia de ropa que hay en la ciudad, que buscando yo
en días pasados una botella de moscatel, que no fuese falsi cada aquí sino
en Málaga, entré en una bodega, y lo primero que saltó a mis ojos fue un
enorme letrero que decía «Aquí se regala ropa hecha».
El precio me animó a comprar y penetré en la vergonzante ropería.
Era un cuarto estrecho, adornado con un espejo más grande que el
cuarto y que en lugar de azogue tenía comején, lo cual no dejaba de ser útil
para que nadie pudiera formar una idea exacta de su persona re ejada en
aquel fondo movedizo.
Un hombre corpulento estaba delante, y a sus costados dos
dependientes forcejando por bajarle los brazos, que le mantenían en alto
los estrechos hombros de una levita que probaba.
El parroquiano sudaba a mares.
Cualquier tunante habría dicho, viendo aquel cuadro, que
representaba a Cristo entre dos ladrones: pero no lo dijera en presencia de
alguno de tantos sectarios que tienen Dimas y Barrabás, porque se habría,
ofendido de la comparación.
Por muy bribones que fueran aquellos hombres, no hubieran
pretendido probar a nadie que una levita le quedara holgada, ante, el
irresistible argumento de aquella cruci xión incruenta.
El pobre hombre, coaccionado por los mozos, y sintiendo que su
sangre no circulaba desde que había entrado en aquella máquina de
tormento, estaba decidido a pagarla a trueque de que se la quitaran de
encima antes de ahogarse.
Quería rescatar su vida por el valor de una levita.
Afortunadamente llegué yo, como su providencia, a salvarle de aquel
apuro con mi opinión, que oyeron con disgusto los vendedores.
Con mil di cultades sacaron al hombre del vestido, tirando un
dependiente de la levita, y otro del paciente, que más parecía que le
estaban desollando que desvistiendo.
Luego trajeron otra que el parroquiano compró sin probar, aunque
debía de quedarle sumamente corta, pero que al n, más corta fuera su
vida si no saliera de aquella penitenciaría.
Yo me deslicé junto con el hombre, desoyendo las apremiantes
insinuaciones de los mozos, temiendo que quisieran también ahogarme
entre una de esas torturas de novísima invención llamada: «Ropa hecha al
gusto de París».

1874.
XXI

«El Cojo»
FÁBRICA DE CIGARROS

«Hazle la Cruz a un cojo y Dios te libre de un calvo».


He aquí dos refranes que tenían la sanción de los siglos, desvanecidos
con una bocanada de humo.
¿Quién no conoce al excelente cojo que anda en boca de todo el
mundo, haciendo la delicia de los fumadores de buen gusto?
No hay más que fumar un cigarrillo de la fábrica del Señor Echezuria,
para exclamar: —¡no hay nada mejor que un cojo!
En cuanto a que hay calvos buenos, basta para probarlo, saber que el
importador de los famosos materiales del «Cojo» tiene ocho dedos de
frente y más entradas que una mujer bachillera.
Y no quiero traer a prueba otro Calvo que venero, gloria de nuestras
letras, y honra del profesorado, que ha hecho al país el gran bien de fundar
un Instituto de educación de primer orden.
¿Pero de dónde ha salido ese Cojo tan solicitado y tan sutil, que se
mete por la boca y sale por las narices, y que también se anida en el seno de
algunas damas, que le llevan a sus labios y les gustan en secreto?
Vamos a decirlo.
—El Cojo era un buen muchacho que tenía la franqueza de decir a
todo el mundo, por medio de su muleta —yo cojeo del pie izquierdo.
Él se desesperaba de ver que pasaban a su lado gentes, que aunque sin
muleta, cojeaban de dos pies y aun de tres, y sin embargo le dejaban atrás.
Él oía decir de si al pasar por alguna ventana.
—¿Quién va por ahí?
—Un Cojo.
Lo cual valía tanto con decir:
—Nadie.
Pensando siempre en mejorar su suerte emprendió varios caminos,
pero ninguno le condujo al punto de su anhelo.
Un día, envolvió casi maquinalmente, un poco de tabaco en un pedazo
de papel, lo encendió, y viendo que exhalaba humo fragante, como un
pebete oriental y que volaba con el viento —¡eureka!— exclamó como
Arquímedes, brincando sobre el pie derecho.
Efectivamente, había encontrado el secreto de ganar dinero agradando
al público, proporcionando ocupación a muchos brazos y pan a muchas
familias.
Había encontrado también el modo de andar más ligero que los que le
habían dejado atrás. Ya no necesitaba las muletas; le estorbaban.
Inmediatamente concibió y puso en planta su fábrica de cigarros «El
Cojo» y salió diciendo por boca de todos los periódicos:
¡El Cojo! ¡El Cojo! ¡El Cojo!
¡Fábrica de cigarrillos!
Res non verba.
¡Pruébenme y verán!
—¡Pobre Cojo! —decían los más caritativos—, querer luchar con una
pierna falla, ¡contra columnas tan fuertes!
Efectivamente, la empresa no era para un hombre que no podía
pararse en guardia.
Enfrentarse con reputaciones que tenían ejecutorias de antigüedad,
que es el derecho divino y la gran fuerza de las cosas mediocres; romper la
rutina y convencer de que lo nuevo puede ser mejor que lo viejo; era
verdaderamente un delirio que solo cabía en la cabeza de un cojo.
Y la gente le miraba con desdén, traduciendo el latinazo asmodeino
libremente: —obras son amores.
¿Qué creen ustedes que hizo el Cojo?
Ya lo sabrán.
Tomó un carro el domingo de Carnaval, lo disfrazó de berlina, y
empaquetó dentro a sus pocos operarios, vestidos con cartelones y
emblemas de su fábrica y los echó a rodar por esas calles arrojando cajetillas
de cigarros a diestra y siniestra y repitiendo su estribillo. —¡El Cojo! ¡El
Cojo! Res non verba.
Como era de balde, el público no tuvo di cultad en probar los
cigarrillos, y como además de baratos eran superiores, agotáronse las
cajetillas y quedó establecido el crédito de la nueva marca.
Al día siguiente decían algunas gentes —el Cojo se ha puesto en
berlina—. ¡El Cojo se ha dado una cencerrada!
Pero el Cojo, muerto de risa, botó la muleta y empezó a recibir dinero
a dos manos, y montó su fábrica con la importancia de un gran
establecimiento, que honra la industria nacional y revela el impulso que
recibe en nuestros días.
«El Cojo» se ha hecho una celebridad venezolana. En pocos días ha
logrado su deseo de andar más ligero que los que tienen dos piernas
fuertes.
«El Cojo» ha recorrido todos los pueblos de la República en menos de
cuatro meses.
Él anda con los pies de todo el mundo, porque no hay quien no le lleve
en su petaca.
Él tiene para suplir una pulgada que le falta en el talón, las ruedas de
todos los carros y las cuatro patas de todos los burros que le llevan en
triunfo por ciudades, pueblos y aldeas.
Él corre sobre los mares con la velocidad de la brisa y con la potencia
del vapor.
Él vuela también con las alas de la Fama, y yo quiero llevarle en este
justo recuerdo, más allá de los lindes de la patria a publicar nuestro
adelanto.

1874.
XXII

ARTÍCULOS DE COMERCIO

II

El Ventorrillero
A DON EUSEBIO BLASCO

Antiguamente se decía con mucha generalidad:


—«El que no sirve para nada sirve para padre».
Hoy puede variarse ese aforismo así:
—El que no sirve para nada sirve para comerciante.
De aquí el aumento de esta industria en nuestros tiempos.
¡Son tantas las gentes que no sirven para maldita la cosa!
Por otra parte, no hay nada más sencillo que comprar a tres y vender a
cuatro. Eso está al alcance de la inteligencia más limitada.
Cuando se trata de comprar a cuatro para vender a cuatro con
ganancia, ya es preciso saber algo que no está en la rutina vulgar.
Muchos hay que poseen el secreto de estas operaciones; estos se
enriquecen, los que no, se hunden.
He dicho que es un secreto y necesito añadir que es de buena ley.
Hay también comerciantes de alta escuela que compran a cuatro y
venden a dos, ganando ciento por ciento sobre la venta. Esto sí es
sorprendente.
Me viene a la memoria un cuento que quiero referir a mis lectores por
vía de ilustración sobre la materia.
Había en Petare un hombre que vendía escobas a real, con gran
asombro de los escoberos de las cercanías, que no podían venderlas sino a
dos reales; un día se encontró con otro que las vendía a medio;
sorprendido de hallar un competidor que echaba por tierra su
especulación, resolvió llamarlo a una conferencia.
—Dígame, compañero ¿cómo es que usted puede vender las escobas a
medio?
—Perfectamente —le dijo el otro— y gano para vivir.
—Pero, hombre de Dios, si yo me robo los palos, y la paja y no pago
más que la hechura, ¡y apenas gano una miseria!
—¡Mire usted qué tontería! ¡Toma! Es que yo me las robo hechas.
De este jaez son esos especuladores que ganan ciento por ciento.
Sin embargo, ¿creen ustedes que cuando quedan en descubierto son
perseguidos por la ley y despreciados por la sociedad? ¡Nada de eso! Siguen
tranquilos y satisfechos, colmados de consideraciones, y más que todo,
¡gozando entre el mismo comercio de la con anza que no se otorga a
aquellos que la merecen!
¡Oh moral mercantil! ¿Y querrán en esa escuela formar hombres de
bien?
Dejemos estas apreciaciones y concretémonos al objeto de mi artículo.
El ventorrillo es la grada más baja de la escala mercantil; pero no es por
ella que se sube para llegar a la más alta.
Las más veces se llega al ventorrillo cuando se desciende de otra
posición más elevada del comercio, de la política o de cualquiera otra
industria.
He incluido la política entre las industrias sin advertirlo: suplico que se
me deje pasar este error.

El ventorillero

El ventorrillo viene a ser el peñón en que se asila el náufrago.


Es después que no se puede ser negociante, ni alcalde, ni militar, ni
portero, ni siquiera espía, que se opta por el ventorrillo, como última
trinchera para repeler la mendicidad.
Cuando no se puede hacer nada, todavía se puede alquilar un zaguán,
voltear un cajón boca abajo, colocar sobre él un racimo de cambures, un
frasco de aguardiente y un mazo de tabacos, y sacar una patente de
industria.
Al abrir la puerta pasará un vendedor de cigarros malos, deseoso de
salir de ellos, y le dejará una gruesa para cobrarlos el sábado, y además un
enorme cartel iluminado.
Después vendrá el repartidor de pan y hará otro tanto.
En seguidas irán llegando:
El que vende café con maíz puro.
El que vende cacao «Al Indio».
El papelonero fastidiado de cargar la muestra.
Y en n, los que venden queso, aguardiente, maíz y todos los que
venden algo, y cada uno le irá dejando una porción —para cobrarla el
sábado.
¿Quién lo había de pensar? Aquel cajón tan inocentemente volteado,
ha hecho el o cio de una trampa.
Los cambures que solo habían servido de cebo para coger a los pájaros
han cogido también a los vendedores a domicilio.
El ventorrillero ha comenzado bien, y como da la ñapa grande y trata
con galantería a las cocineras, aunque sean viejas, se hace de pueblo en
media semana.
Ya don Pepe es el ídolo de la vecindad, y como el zaguán no se vacía
nunca, todos los comisionistas y corredores van a ofrecerle lo que tienen, y
hétenos ya el portal abastecido de todo género de provisiones.
Es una colmena cuyo zángano es don Pepe.
Pero llega el sábado, día de pagar, que será declarado nefasto cuando
haya una asamblea de ventorrilleros.
Empiezan a llegar todos los que en el curso de la semana han ido
dejando sus mercancías.
El burro del panadero rebuzna en la puerta a las seis de la mañana;
especie de trompeta nal que convoca a todos los acreedores.
Después se oyen los casquillos de la mula del cigarrero, del cafetero
etc., etc., que van llegando uno después de otro.
El dinero, por supuesto, no alcanza para solventarlos a todos.
Aquí entra la habilidad de don Pepe para salir airoso; aquí lo que se
llama en el lenguaje vulgar —el cuarteo.
Al que le debe diez, le paga cinco y le toma otros diez, y la cuenta sube
a quince, con lo cual quedan muy contentos los acreedores, porque,
además de eso, don Pepe les dice que sus mercancías se están acreditando, y
que mientras lo consideren no variará de marchantes.
Al siguiente sábado se repite la misma escena; paga los cinco del primer
saldo y toma otros diez, y ya la cuenta sube a veinte.
Ya quedó establecida la cuenta corriente.
¡Oh dichoso don Pepe que ha logrado abrir la cuenta maravillosa! La
cuenta cuyo plazo no vence nunca, cuenta que jamás hay obligación de
saldar, que tras de cada abono queda más alta y que va creciendo,
¡creciendo hasta el in nito!
¡Oh ingeniosa invención la de las cuentas corrientes! Especie de
chinchorro en que van entrando los acreedores, obligados a seguir
impulsados por la corriente de la cuenta, ¡buscando una salida que no se
encuentra nunca!
Y ¡ay! Si batallan, ¡si quieren detenerse o romper las mayas! Entonces se
cierra la jareta del chinchorro y todos perecen.
Ya tenemos a don Pepe armado caballero o de otro modo ventorrillero
armado.
¡Oh prodigio del mostrador! El que no encontró quién le diera crédito
por cinco pesos en efectivo, es ahora suplicado para que tome quinientos
en mercancías.
Y don Pepe toma todo lo que le dan; y lo toma con toda la buena fe
que impone la necesidad: él se propone pagar y paga en efecto: poco
importa que mientras más pague más suba su cuenta. Ese es el proceso del
crédito.
Animado con la marcha de su negocio, don Pepe se hace económico:
no se afeita, ni se corta las uñas, ni los cabellos, ni se peina por no comprar
utensilios: economiza hasta el agua, por eso no se lava las manos ni la cara,
y si lo hace alguna vez, nunca recuerda que tiene orejas.
Este don Pepe no tiene mal fondo: de su buena situación deduce que
el proceder bien es el camino más franco en todos los negocios humanos
—él no lo sabía.
Descubre que el crédito es un capital que se salva hasta en el mayor
infortunio, y sigue su marcha con laboriosidad por el sendero de la
honradez, hasta formarse una situación holgada en la esfera de sus
aspiraciones.
Entonces compra su levita de paño y su sombrero de pelo negro; se
adorna la pechera con un prendedor de perlas que tiene empeñado, y sale
los domingos a paseo. Se incorpora a la sociedad del Socorro y a la de
Auxilios mutuos y alcanza hasta una vicepresidencia.
Recupera el cariño de los amigos que se lo habían retirado cuando le
vieron en desgracia y es capaz hasta de casarse, ¡con tanto brío se halla don
Pepe!
Pero hay otro don Pepe que después que ha pescado un capital ajeno
con su trampa de cambures, muda de parecer y muda de parroquia y de
carácter y de semblante.
Los acreedores tienen que ayunarle las vigilias para no perderlo todo
antes de tiempo; quieren al menos prolongar la esperanza de que el
chinchorro tenga salida. ¡Vana ilusión!
Este don Pepe tiene entre mil papeles apolillados un despacho de
alférez del tiempo del primer Monagas, y una hoja de servicios en que
consta que peleó en Baruta y que le cortó las orejas a un muerto.
Estos papeles y la amistad de un antiguo jefe, que entra por la sacristía
a tomar con él sus tragos de balde, le hacen conseguir una comisaría y una
comandancia de patrullas.
¡Ya es otro hombre! Entonces no es don Pepe sino —el Comandante.
¡Desgraciado de aquel que le cobre con un gesto medianamente
descompuesto!
Esa misma noche le hace citar para la patrulla, y como esa citación se
repite cada vez que le cobra, el acreedor tiene que saldar la cuenta por
patrullas.
Al menos, si no coge su dinero, ¡tampoco cojera un constipado!

1876.
XXIII

ARTÍCULOS DE COMERCIO

III

Las Rifas
El comercio es el arte de vivir de los demás.
Así vemos con frecuencia negociantes que no viven de lo que ganan,
sino de lo que pierden, o mejor dicho de lo que pierden los demás.
Yo he conocido uno que decía sencillamente —con el dé cit de este
año he comprado una casa— y era verdad.
El comercio principió con la necesidad de cambiar un producto por
otro.
Más tarde se inventó el dinero, equivalente de todos los valores que
vino a facilitar todas las transacciones.
En seguida aparecieron los avaros.
Después vinieron los ladrones, que hicieron necesarias las letras de
cambio para trasladar los caudales.
El campo era estrecho para la ambición de los negociantes y fue
preciso instituir el crédito: así se negoció sobre el porvenir y se le dio valor
a la promesa de pagar.
De aquí nacieron las trampas.
Para contenerlas se inventó la cárcel. Pero la sociedad tuvo que
defenderse de la usura que amenazaba con el grillete, del mismo modo a la
desgracia que al fraude, y fue necesario abolir la prisión por deudas.
Entonces se exigió anza, garantía, escritura. Las transacciones se
di cultaron.
La especulación necesitaba nuevos horizontes y fue necesario lanzar el
pensamiento por otros rumbos, para llegar sin trabas, ni patente al
siguiente resultado que es mucho más sencillo:
«Tomar dinero sin entregar en cambio ningún equivalente».
Esta solución debió consumir el cerebro de muchos hombres de
talento.
Sin embargo, estaba reservado a un caballo resolver el problema.
No fue precisamente porque el caballo discurrió, por más que haya
caballos más pensadores que algunas gentes; sino porque apuró el ingenio
del que lo mantenía.
El tal caballo era un compendio de todos los defectos conocidos.
No hallando el dueño modo de salir del animal, dijo un día irritado
¿no hay quien quiera comprarlo por ningún precio? Pues yo buscaré cien
que lo paguen sin recibirlo y uno que lo reciba, sin pagarlo.
¡He aquí descubierta la rifa! ¡El fecundo modo de vender caro lo que
nadie quiere comprar!
¡He aquí resuelto el problema de recibir dinero sin dar nada en
cambio!
Nadie me negará que aquel caballo no representaba nada, y si
representaba algo, era un valor contraproducente.
Su estómago devengaba un censo diario que debía pagar el que se
llamara su dueño.
Más bien que una propiedad, era una deuda irredimible, con un rédito
leonino.
El mayor inconveniente que tuvo el dueño del caballo para colocar las
acciones consistió en que todos temían ganárselo.
Los accionistas preferían pagar el número sin quedar expuestos al favor
de la suerte.

¡Se rifa!

Pagar y ganar era perder dos veces.


¿Pero cómo se proponía semejante cosa?
No había medio delicado.
El caballo se rifó y uno de tantos tuvo la desgracia de ganarlo.
Este a su vez tuvo que repetir la rifa para salir del cáncer; y lo mismo
hizo el otro agraciado, y el otro y el otro…
Tengo para mí que ese caballo, es el mismo que se está rifando en
nuestros días todos los domingos y que seguirá rifándose hasta la
consumación de los siglos.
¡Especie de judío errante condenado a no detenerse nunca!
¡Hoy debe tener cerca de cinco mil años y todavía está potro!
Las rifas, pues, son una calamidad antediluviana; pero en los presentes
tiempos se han recrudecido de un modo terrible.
Con las lluvias primaverales han brotado por millones como las
cigarras.
No se puede caminar una cuadra sin que le detengan a uno
presentándole un papel con las fatídicas palabras:
¡SE RIFA!

A mí me producen estas letras la misma sensación que un frasco de


álcali volátil aplicado inesperadamente a la nariz.
Tengo que tirarme de espaldas.
¿Pero qué hacer?
La rifa es una contribución forzosa que se impone a la amistad.
¿Quién no tiene amigos? ¿Sobre todo si tiene con qué pagar la acción
de una rifa?
Antiguamente se empleaban palabras persuasivas para colocar las
acciones; en el día se venden a la bayoneta: los medios de ataque no dejan
medios de defensa.
No hace muchos días que me encontré con un amigo muy estimable, a
quien mi cariño concede el derecho de disponer, no solo de una libra mía,
sino de las ciento treinta y cinco que peso en cuerpo y alma.
De repente, como quien tira una estocada a traición me dijo:
—¡Dame una libra!
—¡Libra! —le dije tartamudeando, sin volver de aquella sorpresa que
bastaría para quitarle el hipo a cualquiera— ¿para qué?
—Dámela, ya sabrás —me dijo imperativamente.
¿Qué recurso? Sacar la libra, aunque no fuera más que por la
curiosidad de saber para qué obra buena se había contado con mi
cooperación.
Ya guardada la libra, sacó mi amigo una lista encabezada con un «se
rifa».
—¡Santa Bárbara! —exclamé.
—Vas a ganarte el caballo —me dijo.
—No quiero, pre ero perder.
—Pues ganarás porque tu número tiene cierta cábula.
—Hagamos un trato —le dije— te lo cedo con cábula y todo,
devuélveme la libra.
—No, no, quiero montarte.
—Ya lo estoy —le dije— tengo una mula famosa.
Mi amigo salió doblando su papel tranquilamente y yo quedé
sumergido en esta re exión.
De cuantos gustos privo todos los días a mis dulces hijos por no gastar
una libra, ¡y sin embargo la he botado al mar!
Y no es lo peor, sino que después de mi amigo llegó el vecino por otra
libra y después vendrá Pepe y mañana Juan y Diego y el almanaque entero.
De ahí me vino la idea de escribir este artículo como correctivo del
abuso, pues estoy viendo que así como los gobiernos destinan una suma
para imprevistos, los particulares tenemos que destinar otra para rifas.
Desgraciadamente a mí nunca me alcanza la asignación, ¡de dónde
resulta que vivo alcanzado!

1876.
XXIV

El Baladrón
Me voy a ocupar en hacer el bosquejo de un ciudadano que no se
ocupa en nada; de un ser que gana su vida amenazando la ajena: especie de
piedra suelta conque tropieza todo el mundo, y con la cual no se puede
construir nada.
El baladrón no es una calamidad nueva: existe desde que se descubrió
que la insolencia tiene superioridad sobre la moderación y que más ruido
hace un hombre gritando que mil callando.
Entre nosotros no hay plaga más vieja; pero el baladrón antiguo era
muy distinto del que nos azota hoy.
Aquel era un mocetón medio criollo y medio andaluz, rico por lo
regular y botarate, simpático a las mujeres, repugnante a los maridos,
espada pronta, jamás puñal; mal ciudadano si se quiere, pero gallardo en la
agresión y travieso sin maldad. No permitía que nadie pagara donde estaba
él, a trueque de que nadie se creyera más valiente y de que todo el mundo
estuviera dispuesto a aceptar los compromisos que él provocara. Era buen
bailador, billarista y toreador.
Él llegaba inesperadamente a los bailes de candil embozado en su
capote, y por quítame allá esas pajas, o por puro placer, echaba el capote
atrás, apagaba las luces a garrotazos, cortaba las cuerdas del arpa, hacía
volar la guitarra, lanzaba una imprecación y se quedaba en medio de la sala
desierta, blandiendo su garrote gozoso de ver que hombres y mujeres en
apiñado tropel, corrían despavoridos por dormitorios y pasadizos, cual
manadas de ovejas a la aparición del lobo.
Tal era el baladrón de los tiempos pasados; de aquella época de
inocencia, o más bien de ignorancia —anterior al revolver, cuando a nadie
le ocurría reclamar su derecho, porque no le ocurría tampoco que podían
negárselo; cuando la libertad y la igualdad y esa multitud de palabras
hermosas, no se veían sino en algunas proclamas viejas, y nadie averiguaba
si tenían alguna signi cación, o si eran vocablos sonoros para dar
rotundidad a los períodos.
Pero el país abrió un día los ojos; empezó a tomar y darse cuenta de
todo; tradujo las palabras en ideas, puso las ideas en práctica, importó el
revólver y anuló para siempre al baladrón de los bailes de candil, que no
podía existir sino al favor de la mansedumbre de los tiempos. La nueva
corriente de ideas encontró resistencia en las ideas antiguas, y el choque
produjo la guerra.
Con la nueva era de militarismo, de sangre, de persecuciones, de odios
y de violencia, brotó de nuevo el baladrón en la forma moderna que
conserva en nuestros días.
El baladrón es militar forzosamente: sin machete no podría amenazar a
nadie; es su arma, aunque no la tenga, o la tenga empeñada: la milicia es su
profesión, al menos no se le ha conocido otra.
Es bueno advertir aquí que el baladrón no es liberal ni oligarca; de
cualquier partido puede salir, pero regularmente está con el que manda,
sin que le esté vedado ser oposicionista.
Tiene diferentes jerarquías.
El más encopetado se pasea por los corredores del palacio de Gobierno,
tutea al Ministro en presencia de la gente, atropella al portero y manda
trabajar de balde a los empleados subalternos.
Es una especie de poder futuro que supedita a los gobiernos débiles.
Del palacio pasa a la tesorería, y de allí a las casas de juego, que son su
tertulia familiar. Se quita la levita para ostentar su revolver de veinte y
cinco tiros, arrebata el mejor asiento a quien lo tenga; pide fichas a la casa y
no integra su valor; tira siempre la parada más grande; dispone del dinero
ajeno sin consulta de su dueño; hace apuestas de boca y ¡ay de quién se las
rehúse!
En todo caso dudoso decide imperiosamente, y si la duda es con él
mismo, la resuelve sin apelación: él no admite arbitramento, porque tiene
su revolver al cinto, y con esa ley le sobra para tener siempre razón.
El baladrón de las cantinas es también general, pero ese no tutea al
Ministro sino al amo del café; no atropella al portero sino a los mozos y al
coime.
El cena en todas las mesas y en ninguna paga: bebe cerveza a costa de
todo el que llega; y entre una copa y otra re ere una proeza, una campaña,
una tropelía; y como habla tan alto, y es tan condimentado su discurso y
tiene el quepí tirado hacia atrás y escupe levantándose el bigote y deja ver el
puñal bajo la solapa del chaleco, ¡todo el mundo le obsequia y le cree sus
mentiras y le ríe sus escándalos!
Este baladrón tiene algún barniz de educación; habla bien, es medio
poeta y entiende el patois francés y la jerga de Curazao que aprendió en sus
épocas de ostracismo.
Hay otro baladrón de más baja estofa: no pasa de comandante, pero
nunca está en servicio; cuando más en depósito para tomar la ración.
Es una especie de perro que se mantiene y se ata para que ladre.
Iba a pedir perdón por haberle comparado al perro; pero caigo de
pronto en que muerde también, si no las carnes, el bolsillo, sin piedad.

¡Este comandante es mucho hombre!

Este militar no viste nunca el uniforme de ordenanza: no usa más que


un chaleco cerrado con botones dorados, cuando tiene alguno; por lo
regular no lo usa, porque su lujo es ostentar el pecho de pavo, que hace
brotar el cinturón de cuero, cuya hebilla tiene en relieve las armas de
Venezuela. Un sombrero de paja tirado con abandono hacia atrás y al lado
izquierdo y un foete en la mano completan su verdadero uniforme.
Sus puntos de parada son el Mercado público o una esquina de barrio.
Este baladrón mantiene a su lado una corte de viciosos, o mejor dicho,
una corte que le mantiene sus vicios; este círculo se renueva, pero siempre
va con él.
Cual más, cual menos, andan todos desplomándose, hacia sus costados
y tartamudeando maquinalmente esta frase:
—¡Ah comandante! ¡Este comandante es mucho hombre!…
Es cosa divertida oírle referir que la acción se ganó por él —que
ensartó catorce en su lanza, y que al quince, de lástima, no hizo más que
atravesarle las costillas—, que al jefe cual, que pesaba doce arrobas, le hizo
dar vueltas en el aire como a una tarabita, —que a un marido le sacó el
viento de una estocada porque tuvo la osadía de no querer que le robara la
mujer— a otro le rompió el bautismo porque saludó a su dama —a otro le
quitó el apetito para siempre porque no le saludó y mil bravatas más.
Y es lo más célebre que siempre hay entre los oyentes dos o tres que
atestigüen el hecho con la mayor circunspección, y que jurarían de buena
fe que lo han presenciado —¡tanto lo han oído!
Este baladrón es el más peligroso de todos, porque arma camorra por
cualquiera cosa, pide prestado a cuenta de miedo, y no suelta nunca la
eterna amenaza «de que en la primera revuelta que se arme va a dar la
sangre al pecho y que no va a dejar ganado que no arree por delante, ni
pícaro que no mate». El llama pícaro a todo el que no se deja quitar lo que
tiene.
Aquí concluyo, aunque dejo en el tintero muchas caricaturas de este
personaje, que tiene por desgracia, tantos originales en el país; pero el
lector estará aburrido de los baladrones como estoy yo.

1875.
XXV

En la tumba del artista Ramón Bolet


Yo vengo también a dejar en tu sepulcro una corona ¡oh amigo
muerto! No como la que ciñeron a tu frente Apeles y el divino Orfeo, de
laurel y mirto, sino de rosas pálidas y mustias… que así son las ores de mi
huerto…

*
* *

No es sobre tu cuerpo exánime que yo deposito mi ofrenda, es sobre


los sueños de mi cariño y sobre las esperanzas de mi orgullo patrio, que la
muerte ha desvanecido con su soplo helado…

*
* *

Yo te vi en las tardes de verano con la vista ja hacia Occidente,


estudiando los caprichos de la brisa, que levantaba gigantes de púrpura
sobre montañas de oro y mares de nácar; otras veces sorprendí en tus labios
la sonrisa contemplando los juegos de la luz naciente: y cuando más tarde
vi en tus cuadros admirables que habías robado a los cielos el secreto de sus
maravillas, auguré para tu nombre fama inmortal y para esta amada patria
mía un título más de orgullo.

*
* *

Pero apenas habían salido tus obras de los nativos lindes, cuando un
día… ¡día nefasto! Cayeron de tu mano inerte los pinceles y una sombra
pavorosa corrió sobre tus lienzos…
*
* *

¡Triste condición de la vida! El árbol bené co, gala y honor del bosque,
cargado de fragancia y de promesas, sucumbe al rigor del estío, mientras, al
soplo ardiente del Abrego, ¡ orece entre rocas el funesto manzanillo y
ostenta su verdura en voluptuoso columpio!

*
* *

Adiós amigo. Descansa en paz. Cuando las ores que te ofrendo hayan
perdido su aroma, nuevas y frescas coronas, tributos del amor, vendrán a
embalsamar tu asilo solitario, que amparan del olvido tus obras y tus
virtudes.

1876.
XXVI

El Verbo «Tomar»
DEDICADO A JACINTO GUTIÉRREZ COLL

Tiene mi título algo de gramatical; pero no hay peligro de que yo me


atreva a saber mi lengua, ni mucho menos a causaros sueño, oh lectores,
con disertaciones de pedagogo.
Es un título cualquiera como general, doctor, maestro, cirujano, que
no suponen nada si no están refrendados por las obras.
Mi verbo tomar no salió de la gramática, sino del «Café Venezolano».
Su origen tiene algo de pecaminoso porque ha nacido en un templo de
la gula, donde también por el esplendor, se rinde culto a la soberbia.
Atraído por la decencia y buen gusto, desplegados en aquel
establecimiento, fui a visitarlo el último domingo.
Al momento vino un mozo y me interrogó: —¿qué toma usted?
No hice caso de su pregunta, distraído como estaba, oyendo por todas
partes —qué tomamos— yo tomaré… —No tomo nada— ya tomé —
vamos tomando—, es decir, el verbo tomar conjugado en todos sus
tiempos y personas.
Fueme el verbo entrando poco a poco, y despertando mi apetito, hasta
que tomé una taza de excelente café, como no lo he tomado en París, ni en
Londres, ni en ninguna otra de las muchas capitales que no he visitado, y
que solo menciono para estar a la moda, y porque no me tachen de
modesto.
A poco rato llegó un joven, llamado Valdivieso a quien conocí una
noche en el Gato Negro, y tomó asiento en mi mesa, tomó agua, tomó un
periódico, y, pareciéndole que era poco tomar, tomó un cigarro de mi
petaca que estaba sobre la mesa, y no tomó antes mi consentimiento
porque ya era demasiado tomar.
Viendo que el vecino tomaba lo que no era suyo, tomé mi sombrero y
me fui.
En la puerta me detuvo un antiguo militar, que ha tomado otro oficio,
hace muchos años, lo que es lástima, porque a la verdad, no tiene vocación
para las artes de la paz.
Lo que él me dijo no importa nada, pero la repuesta no le importa a
nadie menos de dos reales, salvo que sea mudo de bolsillo.
Cuidadoso iba de otro asalto, porque la noche estaba oscura, y mucho
más cuando divise un bulto embozado.
Era un caballero que asido a los barrotes de una reja conversaba con
una dama.
Yo miré con disimulo y pasé pronto, porque esta clase de entrevistas
tiene sus dares y tomares que es bueno dejar en el misterio.
Pronto llegué a la plaza Bolívar y tomé asiento en un escaño para
observar a los paseantes.
Pasaron primero dos empleados cesantes, tomando juego.
Después un hombre grave, tomando rapé.
Un tenedor de billetes modernos, tomando el cielo con las manos.
Un gacetillero, tomando notas.
Un arrancado, tomando la luz por seña.
Un pretendiente, tomando la huella del ministro.
Dos señoritas, tomándose toda la calle.
Una solterona, tomando aires de chiquilla.
Un elegante, tomando posiciones académicas.
Un petardista, tomando punterías.
Un capitalista, tomando el lado de la sombra.
Dos agricultores, tomando cabañuelas.
Un noticioso, tomando lenguas.
Un descontento, tomando el pulso a la opinión; a su lado un
comensal, tomando el rábano por las hojas, y detrás de ellos un policía,
tomando cabos y atándolos.
Cuando vi que no solo en el café, sino en la plaza también, todo el
mundo tomaba algo, exclamé:
—¡La vida es un tomar in nito!
Y comencé a hacer las siguientes re exiones.
El médico, comienza por tomar el pulso.
El abogado, por tomar expensas.
El beato, por tomar agua bendita.
El prestamista, por tomar garantías.
El sastre, por tomar medidas.
Las mujeres enamoradas toman prendas.
Los hombres, toman lo que les dan.
El jugador, toma cábulas.
El negociante, toma créditos.
El bebedor, toma todo.
El soldado, toma primero que nada la ración, después lo que
encuentra, y toma trincheras, y toma plazas, y toma prisioneros, y toma
botín: es el hombre que más toma, y cuando la fortuna le es contraria,
cuando todo se lo han tomado y se mira cortado por retaguardia, por no
dejar de tomar algo, toma las de Villadiego.
Termino aquí porque ya escampó y solo había tomado la pluma,
mientras la sedienta tierra tomaba agua.
Ahora, a la imprenta, y que el lector no tome, a mal mi pasatiempo.

1873.
XXVII

La Fiesta de San Canuto


A JOSÉ M. SERRA

Tengo dicho que el conocer tierras y costumbres es mi pasión


dominante, y lo repito, porque dudo que haya quien se acuerde de mis
pasiones, cuando no hay quien no tenga, por las suyas, embargadas las
potencias del alma.
En esta tierra parece que todos hemos perdido la memoria. Solamente
así pueden explicarse los fenómenos políticos; y no me re ero a los sociales,
porque han llegado a ser tan comunes, que ya la más escandalosa
aberración en el orden moral, entra lisa y llanamente en el orden de las
cosas naturales.
Pero observo que al comenzar he perdido de tal manera el hilo, que ya
no sé lo que pensaba escribir.
Sin embargo, espero que este artículo guste a mis lectores, porque
armoniza perfectamente con el estado actual del país.
Aquí nadie sabe lo que va a decir, ni lo que va a hacer, ni de dónde
viene, ni para dónde va; todo es improvisado, hasta los hombres, que antes
costaba trabajo formarlos, ahora se hacen de la noche a la mañana, y si no
hay quien quiera servirme de ejemplo, aquí estoy yo, que con un fiat salté
del escritorio mercantil a la curul ministerial, (no sé si el salto fue para
arriba o para abajo).
Las situaciones se forman sin plan, por sí mismas, a la manera que el
viento, vagando en el espacio, amontona nubes y combina graciosos
paisajes que se transforman o desaparecen instantáneamente.
Cada hombre habla según conviene a la posición en que lo ha
colocado la suerte; piensa ajustando la conciencia a sus deseos, y marcha
por el derrotero que le traza el interés, único impulsor del
pseudopatriotismo.
Al leer estas palabras algún patriota austero, que es capaz de hallarse
por ahí oculto, para probar que hay fenómenos de su naturaleza también,
exclamará horrorizado. ¿Quién será este deslenguado? ¡Y mucho será que
no me llame inmoral!
Pero había de oírle yo, para soltarle la risa en sus barbas y no hacer más
caso de él que de una autoridad civil.
Buen hombre, le diría, no se haga usted cruces; por interés lo saludan o
lo desprecian a usted y lo de enden o lo matan; por eso yo procuro tener el
mayor número de acreedores posible, porque cada uno de ellos, es un
guardián de mi vida y de mis intereses, o mejor dicho, de los suyos.
Pero volvamos al objeto de mi artículo.
Yo iba a hablar de una esta, si bien no estamos para estas en estos
tiempos en que está uno expuesto a que lo festejen con música, en un
rapto de celo republicano.
Mi esta no es patriótica, ni cívica, ni popular, que son las estas
peligrosas; es esta de Santo, y no de santo que está en candelero, sino de
un santito de lugar, que no tiene capellanías, ni milagros, ni más pueblo
que el reducido vecindario que patrocina; es un santo de misa y olla: se
trata de San Canuto que es santo muy quitado de ruidos.
A pesar de su oscuridad, tiene un día cada año en que alborota el
pueblo de su nombre con su esta.
Llevado por mi pasión dominante, hice viaje a San Canuto para gozar
de los regocijos que, por supuesto, se anunciaron en un programa
encantador, como todos ellos.
Tomé el único camino que existe, y no digo que era infernal, porque
sería un pleonasmo, tratándose de nuestros caminos, sabido como está que
el único amplio es el de la emigración, trazado por Bolívar, y que cada día,
por nuestras locuras, se hace más apetecible.
Llegué por n, y en esto me aconteció lo que me ha pasado con los
años, que he entrado en ellos sin saber cuando.
Creí estar en los arrabales, cuando vi una campana colgada en una
torre, que parece cosa de importancia en haberse quedado en proyecto.
Volví la vista en torno y reconocí la plaza mayor.
Por el poniente limitaba con un grupo de casitas, ruinosas; por el norte
con unos bancos de vender carne, tan aca, que bien se conocía que era
uno de los enemigos del hombre; por el naciente con una iglesia más que
humilde y por el sur limitaba con el horizonte, es decir, no tenía límite; por
donde puede verse que dije bien cuando la llamé plaza mayor, que no hay
otra de su tamaño.
Alojéme en una ranchería con honores de posada. Hiciéronme
compañía en el colgadizo que llaman alojamiento, un maromero y su
comitiva que hablaban más que diez candidatos; varios arrieros con sus
correspondientes albardas, que olían a lomo, y no mechado; una docena de
gallos y un hombre de mirada aviesa que los cuidaba, y que pasó la noche
recortando una baraja creyéndome sin duda dormido, como si a su lado
pudiese estarse de otro modo que muy despierto. Así pasé la tarde y la
noche, oyendo los alborotos propios de la víspera.
El día llegó instado por el clamoreo de los gallos, que ahogaba el dulce
trino de las aves y saludado por repiques y detonaciones de cámaras,
truenos y cohetes.
Por cierto que me dieron una sorpresa desagradable, porque los tiros
no congenian conmigo, y son causa de que yo no haya seguido la carrera
militar, a cuyas delicias me llamaba mi carácter andariego, y mucho más
desde que supe cuanto vale una bayoneta en esta tierra del poder civil.
Salíme, pues, a la calle o más bien a la plaza, que las calles no están
concluidas, les faltan todavía las casas; sin embargo están delineadas y
tienen ya sus nombres, que es lo principal aquí; por eso se oye decir
«Ferrocarril Central». «Agricultura». «Literatura» y otra multitud de
cosas que solo existen en el nombre.
Ya en la plaza, deseando matar el tiempo, me dirigí a un grupo que
rodeaba una mesita de juego.
«Que no pudo a peor lugar
Llevarme mi mal deseo».
Al acercarme se detuvo el banquero, que era lo que llama el vulgo un
hombre lamido, y me saludó extendiéndome la mano, por no decir las
uñas, que eran bastante largas.
El agasajo correspondió al bulto de mi bolsillo, punto objetivo de su
mirada de águila.
Es lo cierto que jugué y perdí: tuve el raro tino de apuntar cinco cartas
y de no acertar ninguna.
Me retiré de allí llevando en experiencia lo que me faltaba en dinero;
compensación que no me dejó muy satisfecho; y estuve pensando largo
rato por qué llamarían juego una cosa tan seria.
La iglesita estaba rústicamente decorada, la verdura de vistosas palmas
hacía contraste encantador con las purpúreas clavellinas; y el alfombrado
movedizo de olorosa péjua, derramaba en el recinto deliciosa fragancia.
Había en los trajes graciosa compostura, sin que por esto dejara de
notarse alguna levita que asistió a la Jura de Fernando VII, y que ha tenido
más colores que un empleado vitalicio, acabando por no tener ninguno
determinado.
Resaltaba también un sombrero monumental, que fue de pelo negro
antes de ser calvo.
Era para morir de risa la gravedad del viejo que llevaba aquel obelisco
en la cabeza.
La orquesta se componía de un violín cuya edad se pierde en la
oscuridad de los tiempos, como dicen los francmasones, aunque no
sucedía lo mismo con sus voces, que estas se perdían más cerca, apenas se
oían a dos varas de distancia; una bandola, punteada con gracia, y un arpa
eran los instrumentos acompañantes.
Todo salió con felicidad, inclusive el sermón, cuyo término fue
celebrado con la elevación de un sin número de cohetes que oscurecieron
el sol como las echas de Darío, si no me equivoco; que en esto de echas
no tengo el acierto de Cupido.
Después de la misa, que en fuerza de su solemnidad, terminó a las dos
de la tarde, me fui al hotel.
El almuerzo se compuso de puchero de chivo, guisado de chivo, cecina
de chivo frito, y una pierna de chivo horneada. Todo muy variado, solo en
lo del chivo no hubo variación.
Tengo mis sospechas de que el café era también de chivo.
Según me informaron, el posadero tenía un animal muy travieso y
aprovechó la esta para colocarlo; yo cargué con la mitad.
Con una esta solemne y medio chivo a cuestas, no pude menos que
rendirme al sueño hasta las cuatro.
Habría empatado con la noche, si la algazara de los toros no me
hubiera despertado, y como soy a cionadísimo a esta barbaridad, volé a
confundirme entre el alborozado torbellino.
La corrida estuvo admirable, según el gusto del país.
En un descuido del payaso, presentó la retaguardia en descubierto y
recibió un trompazo que le arrojó a cuatro varas de distancia, y gracias a no
tener huesos en el lugar del porrazo, no salió desquebrajado; pero con
recibir una lluvia de centavos que valdría dos pesetas y un estrepitoso
aplauso y andar cojo dos meses quedó todo arreglado, payaso y público
satisfechos.
Un coleador se desprendió del caballo, pero con tanta fortuna, que no
le pasaron por encima más que la mitad de veinte caballos.
A los hurras y risotadas corrí al lugar del divertido fracaso.
—¿Qué sucedió? —le pregunté a uno.
—Nada —me respondió— quedará tuerto.
Otro tunante que lo oyó le dijo:
—Para lo que hay que ver con un ojo sobra.
Pregunté a un segundo y este me dijo:
—Fue una cosa insigni cante, no perdió más que el ojo izquierdo, no
es nada.
Me acerqué a la víctima y, horrorizado, me alejé de los toros,
repitiendo maquinalmente:
—«Pues señor, no era nada lo del ojo y lo tenía en la mano».
Cansado de chascos, regresé a casa, jurando no volver a estas como la
de San Canuto, donde solo se encuentran posadas con jugadores,
maromeros y gallos, donde no se come más que chivo, donde no hay más
diversión que perder dinero, y, en n, ¡dónde sacarse un ojo es nada!

Diciembre de 1869.
XXVIII

MESENIANA

A Cúcuta
EN LA CATÁSTROFE DEL 18 DE MAYO

¡Ay! ¡Cómo la risueña ciudad se ha convertido en pavorosa ruina!


¡Y la vida se ha cambiado en muerte, y el caliente hogar en sepultura
fría!
¡Ay de vosotros los que habéis sobrevivido, mil veces más desdichados
que los muertos! Ellos descansan en el seno de Dios, mientras vosotros,
peregrinos cargados de pesares y memorias amargas, ¡andáis buscando asilo
en lugares extraños, sin hallar dónde jar la planta!
Seguid, seguid, que en ninguna parte está la tierra en que nacisteis, ¡ni
los seres que amasteis sobre todo amor!
Aves que han visto arder el bosque en que nacieron, y miraron sobre
las llamas desaparecer los dulces nidos, y oyeron la agonía de sus hijos entre
la hoguera, jamás hallarán sotos umbríos ni oridos ramos para cantar la
aurora… El hueco oscuro de una ceiba centenaria les bastará para morir de
dolor…

*
* *

Yo pienso en esos niños que van errantes por sendas desconocidas,


guiados por manos piadosas pero extrañas, víctimas de una a icción que
no comprenden y que no merecía la inocencia… y los miro detenerse a
cada paso, y preguntar ansiosos, dónde está la tierra madre, dónde los
hermanitos queridos, y volver hacia atrás los ojos húmedos y suplicar que
los lleven otra vez a su hogar, ¡porque quieren estar con ellos…!
¡Huérfanos infelices! Destinados a crecer en desamparo, sin los dulces
lazos de la familia, como esos árboles aislados que brotan al acaso en el
desierto, a resistir solos el furor de las tempestades… un día os dirán esa
historia terrible en que fuisteis actores y mártires, ¡y comprenderéis porqué
os falta sonrisa en los labios y contento en el corazón!

*
* *

¡Cuántas vírgenes candorosas han pasado en un instante de los


ensueños del amor y de las ilusiones encantadoras a la tenebrosa realidad
de un pesar sin nombre!
¡Yo las contemplo vagando en torno de la que fue ciudad nativa, y
comprendo que no pueden alejarse, porque en el fondo de ese inmenso
sepulcro yace todo amor, toda dicha, toda esperanza!
Me parece verlas medrosas, agrupadas al pie de un árbol cuyas hojas se
desprenden y caen sin ruido, y donde las aves enmudecidas permanecen
junto al caro nido sin atreverse a volar, y desde allí jar la vista en el sauce
conocido, en el verde ciprés, en el copado tamarindo, testigos impasibles de
la gran catástrofe, que dieron sombra a sus juegos infantiles, y hoy a los
despojos de sus padres.
¡Niñas inconsolables! Mi alma acongojada con vuestro infortunio, os
envía suspiros compasivos y se eleva a Dios en demanda de piedad.

*
* *

¿A quién no conmueven esas madres desoladas que sienten todavía en


el seno el calor de sus hijos, sepultados en la misma cuna en que los mecía
su ternura, donde se durmieron al arrullo de cantos apacibles?
¡Vedlas andar sobre las ruinas como espectros, creyendo escuchar
llantos de niños, y llevando la solicitud de ese amor heroico hasta más allá
de la muerte!
¡Oh madres sin ventura! Levantad los ojos del confuso polvo; jadlos
en el cielo, ¡que allá renacen vuestros hijos entre alegrías inmortales!

*
* *
Y tú, patriarca venerable, que has visto desaparecer el albergue en que
pensabas morir tranquilo, levantado ¡ay! Con tanta abnegación y tanto
afán, y entre las ruinas hundirse dos generaciones de tu amor… ¿por qué el
rigor de la suerte te ha condenado a una soledad más espantosa que la del
sepulcro? ¿Cómo has de seguir el lóbrego camino sin el apoyo de tus hijos
y sin los tiernos renuevos, que se esparcían a tu alrededor como
alfombrado de ores, para embriagarte de alegrías inefables y hacerte amar
las canas?
Inclina la cabeza resignado ante la voluntad de Dios y espera, ¡que los
mártires de la tierra son coronados en el cielo!

*
* *

¡Oh hijos infortunados de Cúcuta! Salvad las lindes que jó la ley, pero
que no han tenido la sanción de nuestro cariño: aquí tenéis patria y
hermanos: venid a llorar en nuestros brazos: aquí hallará vuestro
desamparo, techos que os cobijarán como a nuestros hijos, pan, que
dividiremos en familia, y si la profunda tristeza del amor que habéis
perdido puede atenuarse con otro amor, —aquí tenéis nuestro corazón.

1875.
XXIX

Progreso
El país progresa: esta es una verdad que nadie se atreverá a negar.
No es preciso leer los versos ni los artículos abominables de los que
solicitan empleos, para saber que el Gobierno comprende su misión y la
llena satisfactoriamente.
Esa gente habla por la boca del estómago.
Mi termómetro es otro.
Yo conozco que marchamos en que no puedo caminar.
Sé que voy hacia adelante porque tengo que retroceder a cada paso.
La señal infalible de que se fomenta un país es que no se puede
caminar por ninguna parte sin dejar de encontrar obstáculos.
Voy a probarlo.
Se está componiendo una calle: cien operarios se ocupan en nivelarla.
Lo primero que se ha hecho es poner una barrera en cada extremo que
le diga a todo el mundo —¡atrás!
Viene un hombre lampiño y narigudo y se tropieza con aquel
inconveniente para seguir su marcha: se detiene a contemplarlo un
minuto, y convencido de que no hay otro remedio, regresa murmurando
—por aquí hay progreso.
¿Quién se lo ha dicho? Nadie: aquellos tres palos que lo han echado a
la espalda.
Por eso dicen que solamente a palos comprenden la civilización
algunas gentes.
Pues bien, en cualquiera calle de Caracas puede efectuarse este
ejemplo.
Va usted por un camino que se repara constantemente y encuentra mil
di cultades: aquí las piedras para el paredón, allí la zanja para el desagüe
subterráneo, y la cal y los maestros y cincuenta carros y cinco coches y
doscientos burros que tra can: a cada uno de estos inconvenientes, tiene
usted que detenerse y decir maquinalmente —vamos andando.
Esto sucede hoy por todos los caminos de Venezuela.
Pero no solo las calles y los caminos pueden servirme de prueba. Me
ocurren otras.
Cualquiera, sin ser médico, conoce que una enfermedad progresa
cuando el enfermo va para atrás.
Un empleado subalterno anda con la cabeza inclinada y una enorme
joroba, distintivos inevitables del hombre que siempre está por debajo.
Un día, llegando al Palacio, un poco tarde como empleado viejo, sale a
su encuentro un escribiente y le dice —Albricias y don Cirilo, acabo de
escribir su nombramiento para Secretario del Ministro.
Al oír esto, el jorobado se yergue lo bastante para irse de espaldas; se
adereza la solapa y sigue su marcha triunfal escoltado por el escribiente.
¿Quién que mire a don Cirilo tan tirado para atrás no conoce que va
en progreso?
Un hombre monta en un coche.
Nadie me negará que montar sobre otro es progresar. Emprende
camino el coche y el hombre se va sobre el espaldar.
En ese movimiento de retroceso conoce que va hacia adelante.
Si no he convencido al lector con las anteriores pruebas, declaro que
no tengo más argumentos.
Pero dejemos los absurdos con que me he propuesto dar principio a
este entretenimiento. ¿Qué cosa no ha principiado con un absurdo?
Mi propósito es decir algo de la reciente novedad que nos ha ofrecido
el Gobierno.
En las últimas tardes la ciudad ha tenido más movimiento que de
ordinario.
Las calles que conducen al barrio de San Lázaro han sido estrechas
para la concurrencia.
Atraído por aquella corriente de mujeres hermosas, me acerqué a una
esquina a tiempo que pasaba un amigo.
—¿Qué hay? —Le pregunté.
—¡Progreso! —me contestó.
—¿Adónde tanta gente?
—¡Al matadero!
—¡Es posible! ¡Con tanta vida! ¡Con tantas galas! Pues sigamos la
misma suerte.
Y me enrolé en aquella multitud, conducido por el imán de unos ojos
azules que dejaban ver la puerta del cielo.
Llegamos por n al Matadero público.
Es una obra digna de mejor empleo.
Parece que el Gobierno ha querido endulzar los últimos momentos del
ganado, haciéndole morir con esplendidez: como no ha vivido en sus
mejores días.
Las reses pueden gloriarse de morir en aquel sitio.
Yo creo que si pudieran hablar volverían sus ojos al Gobierno y le
dirían agradecidas —«César, morituri te salutant».
El edi cio es suntuoso. No solo ha satisfecho la necesidad que había de
orden y aseo en este importante ramo, sino que es un ornamento de la
ciudad.
La gente que visita el Matadero no puede menos que exclamar —
¡progresamos!
Yo lo conozco muy bien: a pesar de ser tan espacioso, no se puede
caminar con libertad: a cada paso lo detiene a uno la admiración.
¡Es tan raro que se concluya una obra en Venezuela!
El Matadero se principió en el siglo pasado.
Aquellas paredes derrumbadas, cubiertas de verdolaga y anamú, que
existían hasta ayer, y entre las cuales yo he jugado niño, eran un proyecto, y
sin embargo tenían el lastimoso aspecto de unas ruinas.
Ha sido necesario pelear diez años por la independencia de la patria y
luchar cincuenta años con nosotros mismos para que surja una voluntad
capaz de concluir algo.
Entre el hombre que puso la primera piedra y el hombre que ha
puesto la última, median tres generaciones.
Los días que han pasado son tantos, que es necesario contar por siglos.
Y sin embargo, la obra no tiene trabajo para un año por el sistema
moderno.
Al contemplar desde el gracioso pórtico el inmenso edi cio, no se
puede menos que exclamar con tristeza —ya tenemos Matadero, ahora nos
falta el ganado.
Afortunadamente la paz restablecerá en poco tiempo la fabulosa
riqueza de nuestros Llanos.
El sitio y los contornos del Matadero tenían cierta lobreguez
aterradora, para todo el que no los buscara como escondrijo.
Las calles estrechas y despobladas de aquel barrio, eran lo más a
propósito para darle una paliza a cualquiera.
Pero la aparición del Matadero ha trans gurado aquellos sitios. Hoy
no se puede matar por allí más que ganado.
Las calles adyacentes han sido ensanchadas y terraplenadas sin
economía de trabajo ni de gastos.
Una área inmensa se ha ofrecido al ensanche de la ciudad desde el
nuevo puente de Curamichate.
El campo de Marte, San Lázaro y la antigua Misericordia están ya
despertando la codicia de los capitalistas.
Ya me parece oír el sonido metálico del ladrillo bajo el golpe de la
cuchara.
Diez años más y el Matadero tendrá el defecto de bailarse entre la
ciudad, cuyos límites serán las márgenes del Guaire y del Anauco.

1874.
XXX

El Camaleón
Dos cosas hay inseparables de nuestro Gobierno que son —los
desaciertos y mi tío Simeón.
Triunfe Sila o triunfe Mario, mi diestro tío es una rueda invariable de
la máquina gubernativa.
No importa que ella se haya despedazado mil veces; es forzoso
rehacerla, y vuelve a entrar mi tío Simeón como entran algunos ladrillos
viejos en la reconstrucción de los edi cios.
He aquí la historia.
El padre de mi tío era, en tiempo de la Colonia, empleado de Real
Hacienda y Escribano Público. Conocía lo sabroso que es un sueldo.
Pero como al crecer el niñito, ya no existía la Real Hacienda, sino la
Nacional, que es una hacienda sin real, y como ya no se especulaba con la
fe pública por la sencilla razón de no venderse, desde que se eliminaron las
Escribanías, hubo que darle otro camino.
El viejo era hombre taimado; adivinaba el porvenir del Sable, que
como el buitre de la fábula, debía cebarse algún día sobre este Prometeo
que llamamos Pueblo.
En efecto el niño alcanzó la plaza de habilitado de una compañía,
gracias al in ujo del papá, que desde entonces puede más el in ujo que el
mérito.
Como el viejo le educaba para vivir en esta sociedad y le destinaba al
servicio público le dijo un día:
—Dime Simeón, ¿tú sabes lo que es imaginaria?
Sí señor, la ración que se cobra sin haber soldado que la reciba.
—Pues óyeme, sería bueno que cobraras una diaria para tus gasticos
menudos.
—Muy bien, la agregaré a las cuatro que saco para mi alcancía.
—¡Ah! ¿Tú cobras cuatro?
—¡Desde que entré al servicio!
—Pues, hijo, veo que vas a ser un gran militar. Otra cosa. Hoy es el
santo de la esposa de tu Coronel, bueno será que vayas a visitarla.
—¿Esas tenemos? Si le llevé anoche serenata y le hice un acróstico.
—¡Perfectamente! —exclamó don Ildefonso en el colmo de la
satisfacción.
Visto que el niño daba señales de ser un famoso hombre de Estado,
resolvió emanciparle.
A poco se consolidó la paz, como se consolida el lodo después de una
hora de sol, ocultando el atascadero bajo una capa seca: así se usa aquí,
donde solo queremos en rme las divisiones y los odios; no habiendo por
los momentos a quien matar, estados de sitio ni enemigos de la libertad,
quedaron los machetes sin o cio; perdieron su prestigio porque no era
preciso adularles, y antes de pasar por debajo de la mesa, resolvió mi tío
Simeón pasar a la carrera civil.
Han corrido treinta y seis años y jamás ha dejado mi héroe de gurar
en el presupuesto. Por eso decía hace poco en una alocución. —Desde que
tengo uso de razón estoy consagrado al servicio de mi patria—. En cambio
su patria, sin tener uso de razón, le ha consagrado una renta para vivir
como un sultán, aunque (aquí parecen sultanes hasta los comisarios de
policía, y digo —sin tener uso de razón— porque creo que Venezuela no
ha entrado en el uso de esa facultad, y si alguna vez ha tenido razón, no se
la han dejado usar los cañones extranjeros).
Veamos como ha logrado mi tío Simeón atravesar todas las situaciones,
quedándose con todos los Gobiernos como si fuese la arbitrariedad.
Lo primero que ha hecho, es despojarse de toda dignidad personal y
decir como el chulo —al son que me toquen bailo.
Ha hecho de los destinos una baraja; la cual conoce por las manchas
que le han dejado sus servidores, y sabe cual le conviene sacar.
De la campana ha aprendido a repicar por el que nace y a doblar por el
que muere.
El perro le ha enseñado a lamer los pies de su amo.
El loro a repetir sus palabras.
El insecto a vegetar sobre la rama que lo alimenta.
La anguila a resbalarse y entrar por los lugares más estrechos.
Los cómicos a representar todos los papeles.
Pero todo sería poco en medio de las peripecias que ha sufrido nuestro
país.
Ninguna brújula habría podido señalar el Norte en estas tempestades
de fusiones y confusiones, de triunfos y derrotas.
Era necesario tener los secretos del camaleón para mudar el color a
tiempo: esa es la gran ciencia.
¿Llega un día de crisis ministerial? Pues mi tío Simeón se enferma.
—¿Qué tiene mi tío? —Nada, mudando el cuero como la culebra para
salir del color del nuevo gabinete.
—¡Nuevo ministerio! —exclaman los pretendientes— se salvó el país
(con los mismos hombres que lo perdieron cuatro meses antes).
¿Se despejó la incógnita? Pues ya tenemos a mi tío en la o cina.
—¿Qué tenía don Simeón? —¿Qué había de tener? Resuelto a no ver
la luz mientras hubiera un ministerio como el caído; ahora tenemos
Gobierno.
Si se acercan las elecciones y el Poder permite que el pueblo tome
alguna parte en ellas, porque aquí sucede a veces que todo no lo hace el
que manda (y si no ha sucedido, dicen que sucederá muy pronto, si
alcanzamos la promesa de nuestro señor, Amen;) entonces mi tío Simeón
asiste a todas las sociedades, aprueba todos los programas, aunque no los
haya, eso sí; no rma actas ni discurre en la tribuna.
—¿Cuál es su candidato, don Simeón?
—El que nombre el partido.
—Pero, entre Herodes y Caifás ¿cuál escoge?
—El que dé más garantías a los principios.
—¿Cuál creé usted que da más garantías entre esos dos?
—Eso depende del círculo que le rodee.
No hay poder humano que le arranque una palabra de nida.
Él va siempre entre dos aguas.
Triunfó un candidato, que por cierto no era el de la oposición, nadie
hizo más que Don Simeón por sacarlo, su influjo lo hizo todo.
Los últimos sucesos lo pusieron entre la espada y la pared. En un
bolsillo llevaba la divisa azul que decía:
«Unión y Libertad,» en el otro la amarilla que decía «Por Falcón»
hasta que salió del apuro con la divisa blanca de «Paz, Unión y
Federación» que se repartió en el casamiento del Gobierno con la
Revolución, (como dijo uno de los novios) matrimonio que, aunque a
disgusto de ambas partes es posible que viva en paz.
Concluyo aquí, dejando a mi buen tío color de actualidad.

1868.
XXXI

El Polvo
DEDICADO AL SR. DOCTOR JOSÉ MARÍA ROJAS.

¡Qué polvo!
He aquí la exclamación que anda de boca en boca y que nos sorprende
por todas partes y a todas horas.
Caracas a imitación de Londres se envuelve en una nube sofocante.
Esta es de polvo, aquella de humo.
Una y otra nube anuncian el movimiento de las fábricas.
Acá, el edi cio, la calzada, el acueducto.
Allá, la fundición, el telar, los artefactos.
Este el pueblo que se incorpora a la marcha de la civilización.
Aquel el pueblo que recoge ya sus frutos, y levanta a los cielos, en
penachos de humo, la bandera del siglo.
Multitud de carros en estridente galope, cruzan por toda la ciudad,
cargados de tierra, es decir de polvo.
No hay una calle exenta de esta calamidad.
Polvo de San Francisco, polvo del Algarrobo, polvo de la Sabanita,
polvo del Calvario.
Esos polvos sumados, producen la inmensa polvareda que nos tiene a
todos ciegos y acatarrados.
Sin embargo, el polvo tiene también su lado bueno.
Gentes conozco yo, que están de gala por el polvo, y que lo pagarían a
cualquier precio.
En lugar de acepillar el sombrero y la levita, los empolvan.
¿Quién conocerá su estado, ni su clase, ni su edad, al través del espeso
velo?
Dicho está por los santos padres que bajo la tierra, no hay jerarquías ni
privilegios. Todo es igual.
Fiado en esta sentencia, que en su traje lleva escrita, sale a paseo don
Cirilo, que parece enterrado en vida, y va repartiendo cortesías a diestra y
siniestra.
Pero al llegar cerca de una viudita muy conocedora de remiendos y
zurcidos, saca el pañuelo por encubrir la solapa, y haciendo que sacude,
balbucea —¡qué polvo! Señora, a los pies de usted.
La dama melindrosa que entregada al polizón y la castaña, olvidó
sacudir el piano y la consola, apela diligente al desusado escobillón, cuando
siente los pasos del diario visitante, y disculpando su abandono, repite —
¡qué polvo! ¡Jesús! ¡Qué polvo!
Y se presta el polvo a salvarnos en los trances más apurados.
Encuentra usted, por ejemplo, a un acreedor, a quien probablemente
no querrá usted saludar si la deuda es antigua; no hay más que sesgar la
cara hacia la pared, cubrir los ojos con las manos, y exclamar —¡qué polvo!
Tiene usted un amigo poeta, que no le faltará por poco que valga
usted; y se empeña en que usted le dé su opinión, favorable por supuesto, a
una oda que ha escrito a la ninfa de cualquier rio: le detiene a usted en la
calle, y lee, y declama, y acciona, y marca él mismo las bellezas que usted no
es capaz de reparar, por muy capaz que usted sea, y va usted viendo que la
oda no se acaba nunca ¿qué remedio para salir de las torturas del Parnaso?
Aprovechar la primera ráfaga, apretar los ojos y exclamar —¡qué polvo! Si
no se le toma gusto a nada. Querido, dejemos esto para luego.
Después de lo cual, una cita para el casino y esconderse por un mes.
Encuentra, usted al marqués de la Tambora, que es peor que todos los
acreedores y que todos los poetas malos; porque cobra lo que nadie le debe
—respeto y aplauso—. Desde que él lo divisa usted tercia el sobretodo en
el brazo, y no en el hombro, porque «sobre él nada» dispone la mirada
napoleónica y el gesto desdeñoso de Tarquino, estira el cuello, y se pandea
y se in a, para que usted reconozca desde lejos, por el noble talante, al
nieto de Carlo-Magno, sobrino de doña Urraca y heredero de que sé yo
cuantos caudales…
Él cuenta ya con una reverencia de usted y se dispone a retribuirla, con
un gesto piadoso que quiere decir —«te perdono el saludo».
¿Qué hará usted en tal aprieto? Mirarle cara a cara, levantar la cabeza,
lanzar un estornudo y —¡qué polvo!— ¡si por poco se ahoga usted!
Corrido de tal desaire el señor de la Tambora, sacude con enfado la
solapa, y repite colérico —¡qué polvo!
Va usted al Congreso, o a la barra, que es adonde va el pueblo, y cobra
usted esperanzas, oyendo a Hernández, a Plaza, a Bolet, a Toledo y a otros
paladines nobles de más noble causa; pero se alza una voz de
contradicción, y se alzan para aplaudirla manos que van a ser atadas por los
esfuerzos del orador, y sale usted de allí espantado y va a lanzar una
imprecación peligrosa; pero llega a tiempo de salvarle un remolino que le
hace decir:
—¡Qué polvo tan inicuo!
Pero acortemos ya, no sea que el lector acometido de otro remolino
que le doble el papel, lo arroje con enfado diciendo —¡qué fastidioso está
el polvo!
Bendigamos el polvo que nos ahoga, porque al n, Dios ha permitido
que no sea el polvo que levantan los caballos enfurecidos que revuelven en
el campo de batalla; polvo pavoroso, ¡que se aplaca amasándolo con sangre
de hermanos!
No es el polvo que se agita cavando la tierra, para sepultar a millares de
compatriotas, ¡calientes todavía! Polvo doloroso, ¡que se aplaca con
lágrimas de inocentes!
Es el polvo del Capitolio, que se levanta alto como el Sinaí de la
República.
Es el polvo de la Universidad, que va a presentar la cara, después de
tantos años que la ocultaba bajo el capucho del fraile, dejando ver en sus
facciones góticas la antigüedad de su existencia.
Es el polvo del Calvario, que va a convertirse en delicioso paseo,
después de haber sido por diez y nueve siglos la calle de la amargura.
Es el polvo del Algarrobo, que no quiere detener por más tiempo el
curso de los carruajes, y cubre el cenagoso cauce con un hermoso puente.
Es el polvo del barranco que se nivela, de la calle que se reforma, de la
cloaca que se ciega.
Es, en n, el polvo de la paz, el polvo de la civilización, el polvo del
progreso, o, cómo diría Guzmán Blanco, orgulloso de su fortuna: «¡Es el
polvo del 27 de Abril!».

1873.
XXXII

ARTÍCULOS DE COMERCIO

IV

Un Buen Marchante
—¡Un buen marchante!
—¡Un comprador fuerte!
—¡Ha llegado un comerciante de los Llanos que está haciendo grandes
compras!
Tal es la noticia que circula de boca en boca por todo el mercado.
—¿Cómo se llama?
—Nadie sabe.
—¿De dónde es?
—Tampoco.
—¿Quién lo recomienda?
—Se ignora también.
Lo único que se sabe es que Mr. Schulze le ha saludado con mucho
agasajo.
Se sabe también que ha traído una carta para Wilson y Ca y que le han
vendido una factura valiosa.
Se sabe que ha traído trescientas reses, que valen más que trescientas
cartas, y que Otáñez almorzó con él.
Se sabe que tiene grandes bigotes y que anda en una mula rucia
famosa, y que está alojado en «Saint Amand».
—¿En Saint Amand? Pues a buscar al marchante.
No se necesita de otro informe.
¡Cuándo se aloja allí, debe ser un personaje!
Como cosa muy secundaria, se averigua que se llama Escalante y que
vive en el Orinoco. La distancia da mucho prestigio en el comercio.
Todos los corredores andan en solicitud del señor Escalante.
No hay forastero con bigotes y mula rucia, que no sea detenido en la
calle veinte veces.
El portero del hotel está fastidiado de que le pregunten por el señor
Escalante.
Desde que tocan a la puerta responde con enfado —¡no está aquí!
Llueven los muestrarios y las tarjetas de los almacenes, con
ofrecimientos de crédito muy especiales.
El señor Escalante está admirado del crédito que tiene en Caracas,
donde no le conocen, al paso que donde le conocen no tiene ninguno.
—¡Ah! —dice en su interior— ¡nadie es profeta en su tierra!
Aunque no había pensado comprar nada, quiere aprovechar las
buenas disposiciones del mercado para hacer una operación.
Se ajusta un magni co ux que le ha hecho Duprat, y sale a campaña
provisto de las tarjetas.
—¿Por dónde empezará? —Él no sabe, pero un dependiente que le
espera en la puerta para llevarle a un almacén, le saca de dudas.
Llega al almacén.
El principal no puede dejar este lance al vendedor; él mismo quiere
tener el honor de atender al señor Escalante, y abandonando su gravedad y
su escritorio, sale a recibirlo con el sombrero en la mano y la calva
descubierta.
Le ofrece primero un tabaco puro de Alemania y después toda la casa.
Escalante, que es práctico, disputa los precios, y el vendedor que está
entusiasmado, cede a todo, y así anotan una factura de aquello que el
comprador juzga más realizable.
Por n se despide el señor Escalante conducido hasta la puerta por el
principal, que no queda contento porque la factura no pasa de seis mil
pesos.
Sin embargo, al ver la nota no puede menos que exclamar —¡qué buen
marchante!
Al salir de la casa encuentra el señor Escalante a dos corredores
emboscados esperando su salida.
—¿Con cuál se va? —¡Qué discusión! ¡Qué argumentos! ¡Qué
intancias!
El más agresivo vence y se va con él.
Le reciben también en triunfo.
Examina, escoge, regatea, compra en n todo lo que quiere, y mucho
menos de lo que quisieran venderle.
—¡Qué buen marchante! —dice también el vendedor.
De allí pasa a otra casa y se repite la misma escena.
Los ofrecimientos se van multiplicando y Escalante atiende a todo el
mundo y no desaíra a nadie: quiere que todos queden contentos.
—¡Qué hombre tan simpático!
—¡Qué caballero!
—¡Qué avanzador!
—¡Qué buen marchante!
Así dicen en todas partes.
Los carreteros y los arrieros se disputan las cargas del señor Escalante.
No se ve otra marca en los almacenes.
No se atiende a nadie.
Por n, el señor Escalante recoge sus facturas, rma pagarés por
cincuenta mil pesos, y se marcha, ofreciendo volver muy pronto.
Esto acontecía en Marzo del año pasado.
Por ocho días no se habló de otra cosa entre los comerciantes.
—¿Cuánto le vendieron ustedes?
—Nada casi… unos siete mil pesos; ¿y ustedes?
—Otra friolera; por ahí cerca.
—Los quincalleros lo aprovecharon bien.
—Fulano fue quien le hizo la venta.
Estos y otros eran los diálogos frecuentes.
A mí no me tocó nada de la feria. Más vale así.
Mi parte ha sido registrar esta crónica en los anales mercantiles.
Los pagarés de Escalante se vencían en Septiembre, y con gran
asombro de los tenedores no eran descontados: pero en n llegado el
vencimiento se esperaba por momentos el dinero. Se contaba párrafo
aparte con él. Todas las mulas rucias se parecían a la de Escalante.
Todo hombre con bigotes, era Escalante.
Las pisadas de toda bestia que entraba a un almacén, hacían levantar la
cabeza al principal y cambiar con el cajero una mirada interrogativa que
quería decir —¿será Escalante?
Al llegar un periódico, se buscaba antes que todo el movimiento de los
hoteles, para ver en cual de ellos se había alojado Escalante.
Se daba por hecho que había llegado.
No podía menos; ¡si el plazo tenía dos días de vencido!
Cada hora que corría aproximaba más la llegada de Escalante. ¿Cómo
retardarse debiendo tanto?
Pero pasó un mes y comenzó a entrar la zozobra… Pasó otro mes y la
zozobra se iba convirtiendo en pánico…
Escalante y escalofrío eran cosas relativas.
Los comerciantes entre sí no se atrevían a nombrar a Escalante.
Tenían cierto rubor muy natural; pero al n llegaron a tocar la
cuestión.
Ninguno de ellos había recibido dinero ni noticias de Escalante. Nadie
les daba informes seguros: para unos vivía en Cabruta, para otros en
Nutrias.
Por n se resolvió mandar un comisionado cautelosamente a investigar
el paradero de Escalante.
Se le recomendó mucho el tacto, para no manifestarle descon anza.
Debía de haber un motivo muy justi cado para el retardo. Quizá le
hallaba en el camino.
Un mes de espera. ¡Un mes de mortal ansiedad!
Era urgente la llegada del emisario. Los fondos estaban haciendo falta
para las remesas del próximo paquete.
¡Llega por n!
La noticia se extiende como un acontecimiento de grande
importancia.
La impaciencia reúne en su morada a todos los interesados.
—¿Qué hay de Escalante? —preguntan en coro.
—No he podido encontrarle —respondió el comisionado.
—¿Y las mercancías?
Las realizó muy bien, según noticias.
—Y el dinero ¿se ha perdido?
—No, señores, él lo tiene.
—¿Y la casa?
—Quedó sellada por la autoridad y traigo aquí el inventario de los
enseres, mercancías y animales que existen.
—Leamos —dijo con avidez uno de tantos, tomando el inventario.
«Una armadura de pino, picada».
Un reloj de sol.
Una pipa desarmada.
Otra ídem sin fondo.
Un anteojo de larga vista sin vidrio.
Dos gruesas pulseras mohosas.
Una gruesa almanaques del año pasado.
—Basta, basta de mercancías —interrumpió el más grave—, siga con
los animales que son la riqueza del Llano.
Un burro despaletado.
Un gallo ciego.
Una perra con seis cachorros.
Una vaca perdida.
Un caimán embalsamado.
—No siga, no siga, —volvió a decir el viejo.
—Falta lo principal —dijo el emisario.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —preguntaron todos.
—Ochenta y cuatro mil pesos en deudores.
—¡Vaya! —exclamaron todos— ya eso es algo.
—Y que tal —preguntó uno— ¿son cobrables?
—Según informes, la mitad, por lo menos, se han muerto.
—¿Y los otros?
—Los otros… creo que no han nacido.
—Cómo ¿son imaginarios?
—Al menos no están ni en las listas de sufragantes, que es donde se
encuentra más gente del otro mundo.
—¿Y las 300 reses?
—No eran de Escalante.
—¿Y la mula rucia?
—Era del dueño del ganado.
—¿Y la carta para Wilson y Ca?
—No hubo tal carta.
—Si la hubo —interrumpió un joven— yo la he visto, pero…
—¿Pero que decía?
—«El portador va a comprarles una factura al contado para mí.
Trátenlo bien».
—¡Al contado! —exclamaron diez voces.
—Sí, señores, y no le dieron una hilacha a crédito.
—¡Qué carta tan costosa! —dijo un viejo suspirando.
—Pues señores —dijo un mocetón atronerado— el señor Escalante
nos ha escalado. ¡Si nos hubiera escaldado también!
—La culpa es nuestra —dijo el que parecía tener más juicio— nos
desvivimos por vender sin reparar a quien; nos seguimos por lo que hace el
vecino, sin saber porque lo hace, y no es lo peor, sino que estos caballeros o
pillos de industria, arruinan a nuestros honrados compradores del interior,
que no pueden competir con ellos.
Los comerciantes se disolvieron cabizbajos y haciendo propósitos de
enmienda.
Poco después supieron que Escalante había hecho otra rubiera en
Ciudad Bolívar y otra en Santómas.
Le falta todavía la más gorda; que no están los Estados Unidos y la
Europa, ¡libres de un buen marchante!

1876.
XXXIII

Los Cohetes
A DON JOSÉ SELGAS

Pocas cosas tienen a mi ver la importancia de esta tontería.


Suprimid los cohetes si queréis saber la falta que hacen.
Una esta religiosa sin cohetes no tendría solemnidad a los ojos del
vulgo, y para estos casos todo el mundo es vulgo.
Si faltaran en una esta popular, faltaría el entusiasmo.
Los cohetes son el hurra de la multitud. El aplauso elevado a los cielos.
Puede decirse que son máquinas de hacer entusiasmo.
Por eso los gobiernos, que siempre saben lo que les conviene, si bien
suelen no saber lo que conviene a los pueblos, tienen esta máquina en
ejercicio desde tiempo inmemorial.
Es una partida que nunca falta en los gastos públicos, en la sección
imprevistos.
Sin embargo, apenas hay gasto más previsto.
Lo que han gastado en cohetes nuestros gobiernos en cuarenta años,
bastaría para salvar la agricultura, que vale tanto como decir para resucitar
a Lázaro.

*
* *

Un cohete no es más que un cartucho de pólvora y una verada. No hay


nada escrito en él, sin embargo contiene una gran lección.
En ningún libro de moral, puede aprenderse mejor, que «el que sube
muy alto, gran caída da».
La caída de un cohete, corresponde línea por línea a su elevación.
Pero no todos los cohetes caen de un mismo modo.
La mayor parte caen sobre los techos o en lugares ignorados, y allí
concluyen su papel bajo los rigores de la intemperie.
Algunos pocos descienden perpendicularmente, y van a dar al mismo
punto de donde partieron. Allí una tropa de muchachos disputan la
verada.
Si hemos de losofar sobre esto diremos.
Hay hombres cohetes que solo brillan un momento y luego caen
condenados a podrirse en el olvido público.
Y hombres cohetes que descienden entre la algazara de la multitud,
que los recoge, para elevarlos más tarde con alguna modi cación.
Un cohete grande puede recortarse, y en más pequeña escala, volver al
aire.
También puede ser empatado, y con mayor fuerza, elevarse a mayor
altura, que la primera vez.
Tiene otra manera de subir el cohete caído.
Sirviendo de varillas a un papagayo, y así, a espaldas del papel, que
recibe el viento y da la cara, vuelve a remontarse sobre nuestras cabezas.
Allí nadie ve el cohete, sin embargo, el papel no se elevaría sin él.
¿No conoces algún hombre cohete, lector?

*
* *

De los cohetes condenados a la intemperie es que ha tomado vida


aquella frase tan popular como picante: «Ese es un cohete quemado».
Una coqueta no puede dar una bofetada más cruel a un hombre
casado que decirle: «usted es un cohete quemado».
Hay muchas gentes que no son otra cosa.
Por ejemplo:
Una viuda pobre con hijos.
Un militar derrotado a quien degrada la opinión pública.
Un tribuno que pierde la con anza del pueblo.
Un literato silbado.
Una muchacha, en n, que pierde la consideración social por un
desliz.
Sin embargo, este cohete quemado sigue echando humo; hay algo
todavía que arde por dentro, y puede quemar a quien lo toque sin
precaución.
*
* *

Los cohetes pueden dar lugar a muchas conjeturas. En una noche de


alarma puede desvelarse a una población entera con solo un cohete —¿qué
será?— ¿qué no será?
Aquí en Venezuela en tiempo de guerra, una docena de cohetes
disparados en la casa de Gobierno, hieren directamente al conspirador que
los traduce por una derrota.
Si yo fuera capaz de volver a ser ministro, acabaría con mis enemigos a
sustos y desvelos, sin más armas que doce cohetes por noche. Había de
salirles una aneurisma en cada vena.
Un cohete disparado aisladamente en el silencio de la noche, es
también la pesadilla del policía.
Las rondas de las cercanías se ponen en movimiento hacia el punto de
su aparición.
Al encontrarse unos con otros en la misma diligencia se preguntan:
—¿Qué buscan ustedes por aquí?
—Siguiendo la pista a un cohete que ha salido de este arrabal.
Entre tanto el que lanzó el proyectil está tras de una celosía con ganas
de decirles —si quieren seguirle la pista no hay más que tomar el camino
del cielo.
Pero la policía tiene su desquite; ella también sabe lanzar sus cohetes en
hora y punto oportunos, y ¿cuántos conspiradores suelen quemarse
atraídos por su luz? Ese cohete es para el conspirador lo que el queso para
el ratón, lo que la carnada para el pez.
La policía a su vez hace de trampa o de anzuelo.

*
* *

Los cohetes son compañeros de los músicos y de las campanas.


Celebran al que triunfa.
También son como los espías, los traidores y los testigos de o cio; —
pertenecen a quien los compra.
No hay cosa más in el que los cohetes; nadie puede contar con ellos;
sin embargo, no engañan a nadie, porque no tienen mas que una palabra y
siempre la pronuncian en alto —¡pum!
Los cohetes no tienen memoria, por eso celebran hoy la ruina de lo
que preconizaron ayer.
¿Pero, qué mucho que lo hagan así los cohetes; si la misma mano que
los disparó ayer, los dispara hoy y los disparará mañana?

1870.
XXXIV

La Piedra Filosofal
Para todo se necesita vocación, se ha dicho siempre.
Así vemos que el que ha de ser buen abogado, o sea defensor del
derecho, se inclina a invadir el ajeno desde que tiene uso de razón.
El pichón de agricultor nace a cionado a chupar frutas y todo lo que
puede chuparse: es una especie de esponja.
El pintor ensucia las paredes desde chiquillo.
El militar se familiariza con la muerte matando moscas desde la cuna, y
cuando llega a ser grande, hombres y moscas valen para él lo mismo.
El polluelo de empleado es insaciable en el mamar desde que nace.
El muchacho que ha de ser médico comienza por echar lavativas a los
gatos.
El comerciante es la excepción de la regla.
Él no obedece a una vocación; se forma de circunstancias imprevistas.
Aquellos que no pueden completar una carrera cientí ca; los que no
heredan o no encuentran por donde medrar en la política, patrimonio de
los audaces; los que no pueden soportar las fatigas de la carrera militar, o
hallan quien los soporte a ellos; esos son los que vienen a formar la gran
mayoría del gremio mercantil.
—¿No hay capital ni aptitudes para cosa ninguna? Pues al Comercio
que es el inmenso receptáculo donde cabe todo el que no cabe en ninguna
parte.
He aquí la razón de esa gran cifra suplantadora de un desarrollo
mercantil que, siguiendo como va, no tardará en absorber todas las
profesiones.
¡Será cosa de ver un pueblo donde todos vendan algo y ninguno
compre nada!
Todas estas consideraciones me las ha sugerido la lectura de una carta
que voy a trasladar a mis lectores; dice así:
—«Mi muy querido padrino.
Ya usted sabrá la suerte que me corre desde que mis acreedores
remataron la última nca que me quedaba de las que heredé de mi padre.
¡Pobre viejo! ¡Tanto como trabajó para esos bribones!
Afortunadamente no se cubrieron ni el diez por ciento de mis deudas.
Al verme en quiebra me asocié a un periodista y me dediqué a zurcir
chascarrillos y coplas: pero ni la tal literatura produce un cuarto, ni el
periódico daba para el papel. La empresa quebró y yo volví a quebrar.
En recompensa de algunas ores que le eché a un ministro, alcancé un
empleo; pero el ministro se me volvió tirano en cuanto me tuvo por
debajo, y pretendió tenerme trabajando la mitad del día y otros excesos
semejantes, y como yo tengo pocas pulgas, no quise ser el único empleado
que ganara el sueldo; me le planté en guardia y él me plantó en la puerta
del palacio.
He aquí mi tercera quiebra.
Entonces me ocurrió hacerme médico homeópata y lanzarme por esos
pueblos del interior a ganar mi vida a costa de las ajenas.
En la casa había una hermosa fuente y me dediqué a hacer ensayos:
diluciones iban y venían, y ya las vasijas no cabían en ninguna parte: las
ltraciones y derrames llevaban la humedad hasta los techos, mi estancia
era un lago, más propio para aprender náutica que medicina. El hecho es
que de tanto estudio no saqué más que un reumatismo que cortó mi
carrera médica.
Ya tiene usted mi cuarta quiebra.
Al mejorar mi salud quise emplearme en algo, pero como no sabía
ningún o cio, no tuve otro refugio que sentar plaza en el ejército.
Atendiendo a los méritos que me faltaban no me hicieron mas que
Capitán.
Quise echarla de veterano introduciendo en la situación diez
imaginarias, cosa muy corriente, pero el habilitado del cuerpo, más
veterano que yo, no me las dejó pasar.
Era un hombre muy recto, tanto como aquel que decía —¿pegarle a
mi madre?— eso solamente yo.
El hecho es que me siguieron una causa inicua, y que a fuerza de
empeños conseguí que solo me condenaran a inhabilitación perpetua para
ejercer destinos de honor y de con anza.
Después de todas estas quiebras me he convencido de que nací para el
comercio, y quiero hacer una prueba, para lo cual invoco su afecto y la
ayuda de su experiencia.
Cuento con la ventaja de no tener ningún capital. Llamo esto ventaja
porque al que ha de salir bien no le hace falta, y al que ha de perder le
estorba.
Yo pretendo establecerme en un pueblo donde tengo muchas
relaciones buenas; nada menos que relaciones de familia, cuya marchantía
es segura.
La política me ha dado muchos amigos, y como soy masón, cuento
con el apoyo de toda la hermandad: así es que la clientela está formada.
Voy a exponerle a usted todo mi plan.
Tomaré una casa grande y central, y en letras gigantes pondré en la
parte más visible “Bazar Universal”, porque mi propósito es abarcar todos
los ramos.
Paso una circular resonante en que gure un socio imaginario en
comandita con veinte mil pesos.
Hago anunciar la acreditada casa en todos los periódicos y saco
patente de primera clase y la publico también.
Después de esto me voy a Puerto Cabello, y como allí nadie me
conoce, tomaré cuanto quiera.
Abro la casa con un baratillo y pongo una sinfonía en la puerta.
La venta será fabulosa; haré remesas semanales y pedidos diarios;
ganaré descuentos; pondré mi crédito en las nubes y carrera hecha.
Tal es mi plan; solo necesito que usted lo apruebe y que me auxilie con
una pequeña suma para los preliminares.
Será un gran servicio con que usted va a libertar de la miseria a un
hombre de bien.
Su ahijado,
WENCESLAO DICKSON».

Leí diez veces esta carta y comprendí, al cabo, que del ahijado se podía
sacar una gran cosa, pues que había encontrado la clave mágica de la
carrera mercantil, tal cual se sigue muy comúnmente en los modernos
tiempos, y decidí prestarle mi apoyo y mis consejos contestándole así:
«Querido ahijado:
Recibe ante todo mi abrazo de congratulación, porque después de
tantos martillazos en vago, ¡has dado por n en el clavo!
¡Has encontrado la piedra losofal! Vas a ser una notabilidad
mercantil.
Lo que más me gusta es que no tengas ningún capital; y no dudo que
con tan buena base, trabajarás muy desahogado; porque todo negocio es
bueno y fácil para quien nada arriesga en él.
No rmes con tu nombre entero. El Wenceslao no es mercantil,
mientras que la W. sola, que puede pasar por William o Wilhelm, añadida
al apellido inglés que llevas con una K. por dentro te darán una gran
importancia.
La W. y la K. valen por sí solas más de veinte mil venezolanos: yo no
aceptaría al socio imaginario que me anuncias: no lo necesitas.
Por una de esas dos letras daría yo todas las de mi nombre.
En cuanto a la clientela con que cuentas, solo te digo que mejor
estarías sin ella.
Con la parentela, los amigos políticos y los masones tienes lo su ciente
para arruinarte.
Todo lo demás está bien trazado; pero debes añadir a la circular
algunas palabras francesas como nouveauté, dernière, fantaisie y llamarte
siempre agente general, comisionista general, y decir que tu surtido es
general y que el crédito de tus almacenes (esto en plural) está generalmente
reconocido: todo lo tuyo debe ser general, y es lástima que tú no pudieras
serlo, aunque fuera de papelito, como los compadres, que te sirviera al
menos de antídoto contra la milicia.
Dispón de los recursos que necesitas para armar la casa y no vayas a
malgastarlos.
Es una carnada que te presto, para salir a la mar; aprovéchala, que es
época de arribazón y harás una buena pesca; y cuando sea tiempo,
devuélvemela; ¡no la dejes también entre las redes!
Si tus combinaciones salen bien, vete a Europa, y allá te alojas en los
grandes hoteles y no sueltas nunca los guantes, que cuestan poco y valen
mucho, y no andas a pie sino en voiture, y verás como también te abren
todas las puertas y todas las cajas y otras cosas más, que donde quiera
cuecen habas.
Pero fíjate mucho en esto, —sí, ayudado por la fortuna, llegas a verte
un día entre caudales, hazte hombre de bien, o al menos, salva las
apariencias que vale lo mismo, si no valiere mucho más en estos tiempos».
JUSTO.

Caracas, 1877.
POESÍAS
Diálogos en un Café
A JOAQUÍN SALVOCH

—Poeta, qué distraído,


¡qué mediterráneo estás!
—Me ocupaba de un soneto
titulado «Idealidad».
—A la gloria del dios Baco
lo debieras dedicar.
—No es mi musa tan grotesca;
estoy por lo espiritual
—¡Y yo por lo espirituoso!
—Cada cosa en su lugar…
—En eso estamos de acuerdo,
y pues estamos acá
donde se bebe cerveza
cerveza hasta reventar;
cuando vayamos al Pindó
la cítara tronará.
—¡Tienes un talento raro
para eso de argumentar!
Pide pronto la cerveza
que yo soy un animal.
—Eso es lo que viene al caso,
¿pero verso aquí? ¡Jamás!—
—Trajo el mozo la cerveza
diciendo entre sí el refrán:
«Siempre se juntan los mochos
para poderse rascar».

II

—La política francesa


siempre ha sido desleal:
¿quién fue su gran diplomático?
El bribón de Talleyrand…
—No diga usted disparates
señor prusiano, ¡alto allá!
No venga usted a apestarnos
con el príncipe Bismarck,
con su Guillermo y su Moltke,
con Estraburgo y Sedan.
—Que dejen el continente
y atraviesen el canal,
a ver si los vencedores
de Waterloo y Trafalgar,
hijos de Nelson y Wellington,
se dejan atropellar…
—¡Vaya una fanfarronada!
¿Qué dejan a Portugal,
donde los niños de pecho
tragan hombres sin mascar?
—Calle usted, señor babieca,
¡majadero sin igual!
¿Cuándo tuvieron un Cid
ni un Pelayo por allá?
¿Ni cuándo pudo la Francia,
ni el inglés, ni el alemán
igualarse con el pueblo
que saca mundos del mar?
—¡Ofende Usted a Inglaterra!
—¡Vaya un español audaz!
—¡Casteçao miserable!
—¡Soberbio!
—¡Pillo!
—¡Brigand!
—¡A las armas! ¡Con los cuatro
tengo para comenzar!
—¡Señores! ¡Por Dios! ¿Qué es esto?
¡La gente honrada dirá
que aquí peligra la vida
Y mi casa va a quebrar!
—¡Silencio! ¡Cesó la guerra!
Vamos a rmar la paz
en obsequio de la casa.
Venga Usted a intermediar
sirviéndonos brandy water
como potencia neutral,
para brindar por la gloria
del pueblo que bebe más.
Acabó con chispa el duelo
quedando rme el refrán:
Siempre se juntan los mochos
para poderse rascar.

III

Chico, que tal, ¿cómo marchan


la Merced y la Asunción?
¡Ni me las nombres!… las quise,
me quisieron, ¡pues adiós!
Ahora estoy picoteando
una pichoncita en or;
me quiere como a sus ojos,
ayer me lo declaró:
Y cuenta que hay mostacilla;
es hija de un señorón
que en los gobiernos pasados,
según se dice mamó.
¡Que suerte la tuya Antonio
y la mía tan atroz!…
Pues quiero con toda mi alma
a una chica como un sol;
pero que no me hace caso
ni que la jure por Dios.
Escaldada que estará
de alguno que la engañó.
—Si la digo —tus miradas
me abrasan el corazón,
cúrame, niña piadosa,
con bálsamo de tu amor—;
me responde muy reida
que apague lo que incendió
con el agua que a mis ojos
haga brotar su rigor.
¿Qué te parece la burla?
Es una mujer atroz,
y contra tales mujeres,
¡no hay más remedio que ron!
—¡Esa es la panacea
que cura todo dolor!
¡Mozo! Pronto, sirve brandy
Listo el mozo les sirvió,
una vez y dos y diez,
y murmuraba el bribón:
«Cuando estos mochos se juntan
se rascan a su sabor».
La Pastorcita
A DON ANTONIO DE TRUEBA

Caminito derecho
De los olivos,
Iba Juana jugando
Con sus cabritos,
Muy distraída,
Sin pensar, la inocente,
Que la veían.
Recociendo de paso
Flores de pascua
Y bejucos de mimbre,
Ponía guirnaldas
A los cabritos,
En sus cuellos, tan blancos
Como el armiño.
De vagar dulcemente
Por la campiña,
Sintióse fatigada
La pobrecita…
Frondoso almendro
La ofreció su follaje
¡Tan ancho y fresco!
Y yo que la seguía
Ojo en acecho,
Al mirarla sentada
Salí a su encuentro,
Mas, sorprendida,
Se levantó gritando
—¡Corred cabrillas!
—No corras tu ganado,
Niña de mi alma,
No te asustes —le dije—
No temas nada;
Yo soy Antonio,
El que muere de amores,
Luz de mis ojos.
Siguiendo tus pisadas
Voy, pastorcita,
Por decirte —me muero
¡De amor, mi vida!
Dame esa mano,
Para imprimir en ella
Mi amante labio.
Extendióme la mano,
Mas en silencio,
Inclinó la cabeza
Sobre su pecho.
¡Púdica niña!
—Su manecita estaba
Trémula y fría…
Quise besar su frente
Mas ¡ay! No pude;
Que el rubor aunque débil
Pavor infunde…
—¡Niña! ¡Perdona
Si turbó tus contentos
Quien más te adora!
Alma Sencilla
A DON JOSÉ SELGAS

—¡Madrecita querida,
Si fuera al teatro!
¡Ay! ¡Cómo me deleitan
Música y canto!
—Hija del alma,
Si tú no tienes joyas
¡Ni ricas galas…!
—Pero tengo violetas
Y purpurinas,
Que valen los brillantes
galas ricas;
Y tengo palmas
Ternecitas, de mirto,
Para guirnaldas.
Tengo mi traje blanco
Con bellos rizos,
Y encajitos graciosos
De puro lino;
Y mis cabellos
Que bajan ondeando
Sobre mi cuello.
—Y tienes mil tesoros,
Hija querida,
Porque tienes un alma
Pura y sencilla—
Dijo la madre
Bañando en tiernas lágrimas
La faz del ángel.
A Libia
Pastorcita, que moras
Junto a la fuente
Y miras como juegan
En su corriente
Los pececillos,
Sin saber los que causas
Crueles martirios:
 
Oye la amarga queja
Que exhala el pecho,
¡Ay! Que ya de guardarla
Muere deshecho.
Y tú inocente
Del daño que causaste
Vives alegre.
 
Desde la vez primera,
Linda pastora,
Que te vieron mis ojos
Mi alma te adora,
Y a hurtadillas
Te siguen mis miradas
Por la campiña.
 
Cuando la rubia lumbre
De la mañana
Tiñe la verde loma
De oro y grana,
Yo te contemplo
Silbando tus ovejas
Con paso lento.
 
Cuando huyendo los rayos
Del sol ardiente
Bajo el ceibo reposas
Tranquilamente,
Mi amante celo
Vigila cariñoso
Tu dulce sueño.
 
Cuando viene la noche,
Vuelves gozosa
Guiando las ovejas
Hacia tu choza…
Entonces, ¡Libia!
Suspiro por la vuelta
¡Del nuevo día!…
 
Mientras yo estoy sufriendo,
Tú vas dichosa
Por los prados y vegas
Cual mariposa
De or en or,
Sin saber que Menandro
¡Muere de amor!
Las Flores
A DON RAMÓN DE CAMPOAMOR

Por vez primera, Julia


Libre del claustro,
Una hermosa mañana
Paseaba el campo:
¡Oh! ¡Cuán dichosa
En medio de las ores
Y sus aromas!
Acá brotaban lirios;
Allí azucenas;
Más allá los rosales
Y las violetas;
Cual mariposa,
Vagaba la inocente
De unas en otras.
Quitando a cada ramo
La más luciente,
Formó de mil matices
Un ramillete,
Y al contemplarlo
Exclamaba gozosa
—¡Bello es el campo!
Mas viendo que las rosas
Se deshojaban
Al contacto del viento,
Quiso guardarlas,
Y entre su seno
Ocultó su ramito
Fragante y bello.
Con mano cariñosa
Lo comprimía
Celosa de la ausencia
De su conquista;
Y por mirarla
Sin peligro del viento,
Volvió a su casa.
Más al tomar el tallo
Miró… ¡la pobre!
Que salieron las hojas,
Mas no las ores…
Y que en el seno,
Los pétalos quedaron
Mustios, deshechos.
—Retratan estas ores
La dicha humana,
Donde está más segura
No hallamos nada.
¡Más qué recuerdos!
¡Cuántos ramos marchitos
Hay en el pecho!
En la Muerte de Sofía Camejo
A LOS DIEZ AÑOS DE EDAD

Fuentecilla que mana


Del verde musgo,
Entre ores silvestres
Y tierno junco,
Que brota apenas
Y la consume impía
¡La ardiente arena!…
 
Neblina que amanece
Serena y blanca,
Dormida entre las ores
De la hondonada,
Y que al moverse
Al soplo de la aurora
¡Desaparece!…
 
Navecita que sale
Sobre onda tersa,
Desplegando a las auras
La blanca vela,
Y de improviso
La sumerge furioso,
¡Cruel remolino!…
 
Así la dulce niña
Nació ¡tan bella!
Y a los primeros pasos
Cayó sin fuerzas…
Miró a los cielos,
Besó la triste madre
¡Y alzó su vuelo!…

1873.
El Mendigo

DOLORA
A ARÍSTIDES CALCAÑO

Un infeliz pordiosero,
Sobre un puente reclinado,
Dormitaba fatigado
De tanto pedir y andar.
Un joven que iba de prisa
Tropezó con el anciano,
Y le arrancó de la mano
Su garrote y su morral.
 
Volvió la vista, y como era
Un infeliz sin fortuna,
No tuvo pena ninguna
Del daño que le causó.
—¡Anda! —El anciano le dijo—
Que si llegas a mis años,
Otro te hará iguales daños
Y no tendrá compasión.
 
Se acaba la primavera…
Pasa el calor del estío…
Y llega el invierno frio
A quitarnos el vigor…
Se hielan las amistades…
Se deshace la riqueza…
Y el que pasa nos tropieza
¡Y no nos pide perdón!
 
A la voz del viejo, el joven
Volviose, y dijo apenado:
—Dispensad, he tropezado
Porque al pasar no os miré.
—A tu edad nada se mira,
Joven, porque nada importa;
¡Cuándo la vista se acorta
Es que se comienza a ver!
La Cita

ROMANCE MORISCO
A DON LUIS MARIANO DE LARRA

Del Guadalquivir ameno


Cabe la margen dormida
Se alza un roble majestuoso,
Cuyas ramas extendidas,
Favorecen con su sombra
La corriente peregrina.
Al pie de este árbol, que mecen
Frescas auras vespertinas,
Un mancebo silencioso
Viendo al ocaso suspira.
Cuando las sombras empiezan
A batallar con el día,
Su pecho amante batalla
Con le esperanza indecisa.
Del valle en la angosta senda
La mirada ansiosa ja,
Y acecha, atento el oído
Las pisadas de Zelima.
Crece la ansiedad y crece…
Las sombras se precipitan
Y Abenamar intranquilo,
Ve su esperanza perdida.
Creyendo que ya su dama
Deja burlada la cita,
Luchando entre amor y celos,
Dice con voz dolorida:
 
—¡Oh árboles serenos,
Corriente fugitiva,
Que no sabéis la pena
Que me devora impía!
 
Decid al bien que adoro
Que visteis desprendidas
Dos lágrimas ardientes
Quemando mis mejillas.
 
Que en estos sitios gratos,
Donde encontré mi dicha,
Tan solo hallé pesares
Ausente mi Zelima…
 
¿Por qué, por qué no vienes,
Amor del alma mía?
¡Oh maga de mis sueños,
Sultana de mi vida!
 
Allá en tu rico alcázar,
Entre oro y pedrerías,
En la embriaguez del gozo
De Abenamar te olvidas.
 
Quizá cuando mi pecho
Por tu presencia ansia,
Escuchas de otro amante
Los votos complacida.
 
Tal vez en danza alegre
Tu amante se fatiga,
Ciñendo tu cintura
Con mano enardecida.
 
Y tú de mí olvidada,
¿Será verdad, Zelima?
Al tórrido contacto
Te sientes conmovida…
 
¡Oh! Goza entre sus brazos
Su amor y sus caricias,
En tanto que a mi pecho
Los celos martirizan.
 
Deste modo habló el mancebo
Y ya su marcha emprendía,
Cuando en el follaje escucha
La dulce voz de Zelima.
Corre a su encuentro, anhelante
Con las manos extendidas,
Y dos amorosos besos
Resuenan por la campiña…
 
No supe más, que la noche,
Siempre del amor amiga
Veló con su negro manto
La suspirada entrevista.
Francisco de Sales Pérez (Caracas, 1836-1926). Escritor, periodista,
empresario y político venezolano. Se inicia en el campo de la literatura
como poeta dramático y sobre todo, como escritor costumbrista. Sus
artículos, rmados en su mayoría con el seudónimo de «Justo», son
recopilados en las obras Costumbres venezolanas (1876) y Ratos perdidos
(1878).
Colaborador de El Cojo Ilustrado (a partir de 1892). En 1895 es elegido
individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua.
En 1904 desempeña la presidencia provisional del estado Carabobo.
Notas
[1] Paracotos es una población de 500 almas. <<

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