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Obra El Zarco

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EL ZARCO

Autor: Ignacio Manuel Altamirano

ACTO I

Antonia:------ Los hijos son lo mejor que la vida nos regala. Y los amamos tanto que
a veces, nos cegamos ante la realidad de lo que se han convertido. Observen ustedes
la tragedia que le sucedió a doña Antonia.

Narrador: En un rinconcito de Yautepec, en el patio interior de una casita pobre, pero


de graciosa apariencia, que estaba situada a las orillas de la población y en los bordes
del río, con su respectiva huerta de naranjos, limoneros y platanares, se hallaba
tomando el fresco doña Antonia y sus dos hijas jóvenes muy hermosas, aunque de
diversa fisonomía. Una tenía aspecto como de veinte años, blanca, de ojos claros y
risueña. (Manuela está sentada en un banco rústico y muy entretenida en enredar en
sus cabellos una guirnalda de rosas blancas y de caléndulas rojas). La otra joven
tendría 18 años, era morena con tono suave, de ojos grandes y oscuros, de sonrisa
triste que manaba melancolía. Desde luego diametralmente opuesta a la otra.

(Pilar coloca una guirnalda de azahares en su trenza).

Manuela: ----Mira, mamá (Dirigiéndose a la señora mayor que cosía sentada en una
pequeña silla de paja, algo lejos del banco rústico), mira a esta tonta, que no acabará
de poner sus flores de azhares en toda la tarde; Y es que a toda costa quiere casarse,
y pronto.

Pilar: -----¿Yo? (Alzando tímidamente los ojos como avergonzada).

Manuela: ----Sí, tú no lo disimules; tú sueñas con el casamiento; no haces más que


hablar de ello todo el día, y por eso escoges los azahares de preferencia. Yo no, yo
no pienso en casarme todavía, y estoy contenta con las flores que más me gustan.
Además, con la corona de azahares parece que va una a vestirse de muerta. Así
entierran a las doncellas.

Pilar:---- Pues tal vez así me enterrarán a mí y por eso prefiero estos adornos.

Antonia: -----¡Oh!, niñas, no hablen de esas cosas, a como están los tiempos y
ustedes hablando de cosas tristes, es para aburrirse. Tú, Manuela deja a Pilar que se
ponga las flores que más le cuadren y ponte tú las que te gustan. Al cabo, las dos
están bonitas con ellas y como nadie las ve. (Dando un suspiro).

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Manuela: ----¡Ay, qué lástima! Ojalá pudiéramos ir a un baile o siquiera asomarnos a
la ventana.

Antonia: -----Bonitos están los tiempos lindos para andar en bailes o asomarse por
las ventanas. ¿Para qué queríamos más fiesta? ¡Jesús nos ampare! ¡Con qué
trabajos tenemos que vivir a escondidas y sin que sepan los malditos plateados que
existimos! No veo la hora de que venga mi hermano de México y nos lleve, aunque
sea a pie. No puede vivirse ya en esta tierra. Me voy a morir de miedo un día de éstos.
Ya no es vida. Señor, ya no es vida la que llevamos en Yautepec.

Narrador: Para estos días de 1861 el terror de los plateados ya había caído sobre la
ciudad. En cuanto sonaba la campana significaba que todos tenían que estar
resguardados. Las noches tranquilas y silenciosas fueron reemplazadas por miedo a
tiros o gritos.

Antonia: -----Ya no se puede vivir en este pueblo porque se llevaron al monte a don
fulano; que ya apareció su cadáver en tal barranca o en tal camino; que hay zopilotera
en tal lugar; que ya se fue el señor cura a confesar a fulano que está mal herido; que
ahí viene el Zarco o Palo seco (Manuela se enfurece al escuchar el nombre del Zarco)
después: que ahí viene la tropa del gobierno, fusilando y amarrando a los vecinos.
Díganme ustedes si esto es vida; no: es el infierno y yo estoy mala del corazón.

Manuela: (Pregunta con ternura) ----Mamá, tú no me habías dicho que estabas mala
del corazón. ¿Te duele de veras? ¿Estás enferma?

Antonia: ----No, hija, enferma no; no tengo nada, pero digo que semejante vida me
aflige, me entristece, me desespera y acabará por enfermarme realmente. Lo que es
enfermedad, gracias a Dios que no tengo, y ésa es al menos una fortuna que nos ha
quedado en medio de tantas desgracias que nos han afligido desde que murió tu
padre. Pero al fin, con tantas zozobras, con tantos sustos diarios, con el cuidado que
tú me causas, tengo miedo de perder la salud, y en esta población, y teniéndote a ti.
Todos me dicen: Doña Antonia, esconda usted a Manuelita o mandela usted mejor a
México o a Cuernavaca. Aquí está muy expuesta, es muy bonita, y si la ven los
plateados, si algunos de sus espías de aquí les dan aviso, son capaces de caer una
noche en la población y llevársela. ¡Jesús me acompañe! y nosotras sin otro amparo
que mi hermano a quien envío muchas cartas, pero que se hace el sordo. Ya ves, hija
mía, cuál es la espina que tengo siempre en el corazón y que no me deja ni un
momento de descanso. Si mi hermano no viniera, no nos quedaría más que un
recurso para liberarnos de la desgracia que nos está amenazando.

Manuela: ----¿Cuál es, mamá? (Pregunta sobresaltada).

Antonia: ---El de casarte, hija mía (Con acento de infinita ternura).

Manuela: ----¿Casarme? ¿y con quién?

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Antonia: -----¿Cómo con quién? Tú sabes muy bien que Nicolás te quiere, que se
consideraría dichoso si le dijeras que sí, que el pobrecito hace más de dos años que
viene a vernos día con día, sin que le estorben ni los aguaceros ni los peligros, ni tus
desaires tan frecuentes y tan injustos, y todo porque tiene esperanzas de que te
convenzas de su cariño, de que te ablandes, de que consientas en ser su esposa.

Manuela: -----¡Ah! En eso habíamos de acabar, mamacita (Interrumpió vivamente)


debí haberlo adivinado desde el principio; siempre me hablas de Nicolás; siempre me
propones el casamiento con él, como el único remedio de nuestra mala situación,
como si no hubiera otro.

Antonia: ----Pero ¿cuál otro, muchacha?

Manuela: ----El de irnos a México con mi tío, el de vivir como hasta aquí,
escondiéndonos cuando hay peligro.

Antonia: ----Pero tú ves que tu tío no viene, y no responde nuestras cartas

Manuela: -----Pues entonces, mamá, seguiremos como hasta aquí, que éstas no son
penas del infierno; algún día acabarán, y mejor me quedaré para vestir santos.

Antonia: ---Ojalá que ese fuera el único peligro que corrieras. Pero mucha gente me
dice que un día vas a ir a dar con los plateados, que te llevarán a Cuernavaca o
Cuautla o a una hacienda grande

Manuela: ----Pero mamá, si esos son chismes con que quieren asustarla. ¿Cómo me
van a robar si ni siquiera voy a misa? Estoy aquí encerrada entre piedra y lodo ¿dónde
me van a ver?

Antonia: -----¡Ay! ¡No, Manuela! Eres tan joven que no puedes ver la realidad, pero
yo soy vieja y por mi experiencia sé que estos hombres son capaces de todo.

Manuela: ----Bueno, y aun, suponiendo que así sea, mamá, ¿qué lograríamos
casándome con Nicolás?

Antonia: ----¡Ah, hija mía!, lograríamos que te pusieras bajo el amparo de un hombre
de bien.

Manuela: ----¿Y tú crees que ese herrero que es un pobre artesano nos va a
defender?

Antonia: ---Pues, aunque es un pobre artesano, ese herrero es todo un hombre. En


primer lugar, casándote, ya estarías bajo su potestad, y él te protegería. En segundo
lugar, si tú no querías estar por aquí, Nicolás ha ganado bastante dinero y podría
llevarnos a vivir a México mientras que pasan estos malos tiempos.

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Manuela: ----¡No!, ¡nunca, mamá! (Interrumpe bruscamente) estoy decidida; no me
casaré nunca con ese indio horrible a quien no puedo ver, me choca de una manera
espantosa, no puedo aguantar su presencia. Prefiero cualquier cosa a juntarme con
ese hombre. Prefiero a los plateados (Añade con altanera resolución).

Antonia: ----¿Sí? (Arrojando su costura, indignada), ¿prefieres a los plateados? Pues


mira bien lo que dices, porque si no quieres casarte honradamente con un muchacho
que es un grano de oro de honradez, y que podría hacerte dichosa y respetada, ya te
morderás las manos de desesperación cuando te encuentres en los brazos de esos
bandidos, que son demonios vomitados del infierno. Yo no veré semejante cosa, no
Dios mío; yo me moriré antes de pesadumbre y de vergüenza – (Añade derramando
lágrimas de cólera).

(Manuela se queda pensativa. Pilar se acerca a la pobre vieja para consolarla).

Antonia: -----Mira tú que eres mi ahijada, que no me debes tanto como esta ingrata
no me darías semejante pesar. Nicolas no es ningún indio horrible gana el trabajo con
el sudor de su frente y es honrado ¿verdad Pilar?

Pilar: ---Sí, madrina, tiene usted sobrada razón. Nicolás es un hombre muy bueno,
muy trabajador, que quiere muchísimo a Manuela, que sería un marido como pocos,
que le daría gusto en todo. Yo siempre se lo estoy diciendo a mi hermana. Además,
yo no lo encuentro horrible.

Antonia: ----¡Qué horrible va a ser!, sino que esta tonta, como no lo quiere, le pone
defectos como si fuera un espantajo. No es blanco, ni español, ni anda relumbrando
de oro y de plata, ni luce en los bailes y en las fiestas. Es quieto y encogido, pero eso
me parece a mí que no es un defecto.

Pilar: ---Ni a mí

Manuela: ----Bueno, Pilar, pues si a ti te gusta tanto, ¿por qué no te casas tú con él?

Pilar: ----¿Yo? ¿yo, hermana?, ¿pero por qué me dices eso? Yo no me caso con él
porque no es a mí a quien él quiere, sino a ti.

Manuela. ----¿De modo que si te pretendiera le corresponderías? (Pregunta


sonriéndose burlonamente).

(Pilar suspira como para responder, pero en ese instante llamaron a la puerta de un
modo tímido).

Antonia: ----Es Nicolás; ve a abrirle, Pilar.

(Ambas señoritas se quitan las flores que tienen en el pelo, Pilar sale para abrir la
puerta).

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Narrador: Nicolás era un joven trigueño, con el tipo indígena bien marcado, pero de
cuerpo alto y esbelto, de músculos bien proporcionados y cuya fisonomía inteligente
y benévola predispone desde luego en su favor. Los ojos negros y dulces, su nariz
aguileña, su boca grande, provista de una dentadura blanca y brillante, sus labios
gruesos, que sombreaba apenas una barba naciente y escasa, daban a su aspecto
algo de melancólico, pero de fuerte y varonil al mismo tiempo. Se conocía que era un
indio, pero no un indio abyecto y servil, sino un hombre culto, ennoblecido por el
trabajo y que tenía la conciencia de su fuerza y de su valer.

(Mientras el narrador habla Nicolas saluda a las tres mujeres y se sienta junto a
Antonia).

Nicolas: ----Manuelita, ¿por qué ha tirado usted tantas flores?

Manuela: ----Estaba yo haciendo un ramillete (responde secamente), pero me fastidié


y las he arrojado.

Nicolás: ----¡Y tan lindas! (Inclinándose para recoger algunas, lo que Manuelita ve
hacer con marcado disgusto). ¡Usted siempre está descontenta!

Antonia: ----¡Pobre de mi hija! Mientras estemos en Yautepec y encerradas no


podemos tener un momento de gusto y ¿qué nuevas noticias nos trae usted ahora,
Nicolás?

Nicolás: -----Ya sabe usted, señora, las de siempre , plagios, asaltos, crímenes por
donde quiera, no hay otra cosa. Recientemente los plateados mataron a unos
extranjeros junto con sus familias.

Antonia: ----¡Jesús!

Pilar: ----¡Qué horror!

(Mientras que Manuela se pone pensativa)

Nicolás: ----Parece que fue una cosa espantosísima. Ahí amanecieron tirados los
cadáveres, nomás los cadáveres, porque los bandidos se llevaron, naturalmente, los
equipajes, las mulas, los caballos y todo.

Antonia: -----¡Ay Dios, Nicolás, y usted que se arriesga todas las tardes para venir de
Atlihuayan, sólo por vernos! Yo le ruego a usted que no lo haga ya.

Nicolás: ----¡Ah!, no, señora, en cuanto a mí, pierda usted cuidado. Yo soy pobre,
nada tienen que robarme. Además, la distancia de Atlihuayan a acá es muy corta,
nada arriesgo verdaderamente para venir.

Antonia: ----Pero usted anda siempre solo, Nicolás y eso es una temeridad. Gracias,
Nicolás, por la noticia, y espero que usted venga a vernos como siempre para

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comunicarnos algo nuevo y para que me haga usted el favor de quedarse con mis
encargos ¡no tengo hombre de confianza más que usted!

Nicolás: -----Señora, ya sabe usted que estoy a sus órdenes en todo, y que puede
usted ir tranquila respecto de sus cosas, pues me quedo aquí.

(Nicolás sale de la escena)

Antonia: ----La única pena que tendré alejándome de este rumbo, será dejar en él a
este muchacho, que es el único protector que tenemos en la vida. ¡Con qué gusto lo
vería yo como mi yerno!

Manuela: -----¡Y dale, con el yerno, mamá! (Acercándose a la pobre señora y


abrazándola cariñosamente). ¡No piense en eso! Ya vamos a salir de aquí y tendrá
otro yerno mejor.

Antonia: — Este te ofrece un amor honrado

Manuela: — Pero no un amor de mi gusto (Frunciendo las cejas y sonriendo)

Antonia: — Dios quiera que nunca te arrepientas de haberlo rechazado.

Manuela: — No, mamá, de eso sí puede usted estar segura. Nunca me arrepentiré.
¡Si el corazón se va adonde quiere, no a donde lo mandan!

Narrador: La noche había cerrado y el rocío, tan abundante en las tierras calientes,
comenzaba a caer; las sombras de la arboleda de la huerta se hacían más intensas
a causa de la luz de la luna, que comenzaba a alumbrar, y la familia se entró en sus
habitaciones.

ACTO II

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Narrador: Aquella misma noche apenas se había retirado Nicolás cuando el Zarco
apareció al tropel de su caballo.
Allí se detuvo al pie de un zapote colosal cuyos ramajes frondosos cubrían como una
bóveda toda la anchura del callejón, y procurando penetrar con la vista en la sombra
densísima que cubría el cercado, se contentó con articular dos veces seguidas una
especie de sonido de llamamiento:

Zarco: (Susurrando). —¡Psst ... psst! ...


(Le responde Manuelita de la misma forma, desde la cerca y aparece en escena).
Zarco: — ¡Manuelita! (Dijo en voz baja el plateado)
Manuela: — ¡Zarco mío, aquí estoy! (Responde con una dulce voz).
Zarco: —¿Pero, qué tienes? ¡Estás temblando! ¿Por qué me esperabas con ansia?
Manuela: —Dime, ¿estuviste tú en lo de la matanza?
Zarco: —Sí, precisamente yo mandaba la fuerza. ¿Por qué me preguntas eso?
¿Cómo lo has sabido tan pronto?
Manuela: —Hoy en la tarde vino el fastidioso herrero, y él le contó a mi mamá.
También le dijo que podríamos aprovechar la oportunidad para irnos con una tropa
que saldrá de aquí
Zarco: —¿Ustedes?
Manuela: —Sí, nosotras, y mi madre dijo que le parecía buena la idea; que nos
íbamos a disponer para irnos, y aun encargó al herrero que viniera mañana para
traerle nuevas noticias y para dejarle sus encargos.
Zarco: — ¡Ah, caramba!, ¿de modo que es de veras?
Manuela: — Muy de veras, Zarco, muy de veras. Tiene mi madre tal miedo, que va a
aprovechar la ocasión, y ya me dijo que vayamos disponiendo nuestros baúles con
lo más preciso; que irá mañana a pedirle a una persona su dinero que le tiene
guardado, y nos vamos.
Zarco: — ¡Imposible! ¡Imposible! Se irá ella, pero tú no; primero me matan.
Manuela: — Pero, ¿cómo hacemos entonces?
Zarco: —Niégate.
Manuela: —¡Ah!, sería inútil, Zarco, tú no conoces a mi mamá; Hartos disgustos tengo
todos los días porque me quiere casar a fuerza con el indio, y por más que le
manifiesto mi resolución de no unirme a ese hombre, por más que le hago desaires a

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este, y que le he dicho en su cara muchas veces que no le tengo amor, mi madre
sigue en su porfia, y el herrero sigue también viniendo. Pero en fin, en esto puedo
desobedecer porque alego mi falta de cariño, pero en lo de irnos ... ya tú ves que es
imposible.
Zarco: —Pues, déjame pensar
Manuela: — Podríamos casarnos
Zarco: —¿Casarnos?
Manuela: —Sí, y ¿por qué no? pero, ¿Tú piensas en que no podemos casarnos?
¿Por qué, dímelo?
Zarco: —Por mil razones. Llevando la vida que llevo, siendo como soy tan conocido,
teniendo tantas causas pendientes en los juzgados, habiendo naturalmente orden de
colgarme donde me cojan, ¿a dónde había yo de ir a presentarme para que nos
casaran? ¡Estás loca!
Manuela: —Pero ¿no podemos irnos lejos de este rumbo, a Puebla, al Sur, a Morelos,
a donde no te conozcan para casarnos?
Zarco: —Pero para eso sería preciso que te sacara yo de aquí, que te robara yo, que
te fueras conmigo a Xochimancas mientras ... y después emprenderíamos el viaje a
otra parte.
Manuela: —Pues bien. Puesto que no queda más que ese recurso, sácame de aquí,
me iré contigo a donde quieras.
Zarco: —Pero ¿te acostumbrarás a la vida que llevo, siquiera por esos días? Vamos
a Xochimancas; ya sabes quiénes son mis compañeros; es verdad que tienen ellos
allí a sus muchachas, pero no son como tú: ellas están acostumbradas a otro tipo de
vida, porque pasan cosas un poco feas. Tú eres una muchacha criada de otra manera
y tu mamá te quiere mucho. Tengo miedo de que te enfades, de que llores,
acordándote de tu mamá y de Yautepec; de que me eches la culpa de tu desgracia,
de que me aborrezcas.
Manuela: —Eso nunca, Zarco, nunca; yo pasaré cuantos trabajos vengan, yo también
sé montar a caballo, y ayunaré y me desvelaré, y veré todo sin espantarme con tal de
estar a tu lado. Mira , yo quiero, en efecto, mucho a mi mamá, aunque de pocos días
a esta parte me parezca que la quiero menos; sé que le voy a causar tal vez la muerte,
pero te prometo no llorar cuando me acuerde de ella, con la condición de que tú estés
conmigo, de que me quieras siempre, como yo te quiero, de que nos vayamos pronto
de este rumbo.

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Zarco: —Bueno. (Se separa de los brazos de Manuela) -. Entonces no hay más que
hablar, te sales conmigo y nos vamos ...
Manuela: —¿Ahora? (Con indecisión).
Zarco: —No, no ahora; ahora es tarde y no podrías prepararte. Mañana vendré por ti
a la misma hora, a las once. No des en qué sospechar para nada a tu madre; estate
en el día, como si tal cosa, con mucho disimulo; no saques más ropa que la muy
necesaria. Allá tendrás toda la que quieras; pero saca tus alhajas y el dinero que te
he dado; guardas todo eso aparte, ¿no es verdad?
Manuela: —Sí, lo tengo en un baulito, enterrado.
Zarco: —Pues bien: sácalo y me aguardas aquí mañana, sin falta.
Manuela: —Y ¿si por casualidad llegara la tropa del gobierno?
Zarco: —No, no vendrá, estate segura. La tropa del gobierno habrá andando todo el
día de hoy buscándonos. Toma. (Sacando de los bolsillos de su chaqueta unas cajitas
y entregándoselas a la joven)
Manuela: —¿Qué es esto?
Zarco: —Ya las verás mañana y te gustarán. ¡Son alhajas! Guárdalas con las otras.
Ahora me voy, porque ya es hora; apenas llegaré amaneciendo a Xochimancas; hasta
mañana, mi vida.

Manuela: —Hasta mañana, no faltes.

Zarco: — ¡Mañana serás mía, enteramente!

Manuela: —Tuya para siempre (Le envía un beso, y se queda un instante en la cerca
para verlo partir).

Narrador: El Zarco se alejó, como había venido, al paso y recatadamente, y poco a


poco se perdió en las tortuosidades de la callejuela apenas alumbrada por la luna.
(Sonido de pisadas de caballos)

ACTO III

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Narrador: A la noche siguiente, doña Antonia le dijo a Manuela que se abrigara
mucho y que rezara. La señora se durmió por el sonido arrullante de la lluvia, pero la
joven no cerró los ojos, cuando ella conoció que se aproximaba la hora señalada se
levantó sigilosamente de puntitas, abrió cuidadosamente la puerta de su cuarto y se
lanzó al patio alumbrándose con su linterna (Se reproducen sonidos de lluvia y
truenos)

Zarco: (Tiene una capa negra y está recargado en la cerca: — (el Zarco Chifla)

Zarco: —¡Desgraciada noche! (La agarra de las manos) Sufrí al pensar que no
podrías salir, mi vida, y que todo se arruinara.

Manuela: —¡Cómo no, mi vida! Eres testigo de que cuando doy mi palabra la cumplo.

Zarco: — Bueno, ¿traes todo?

Manuela: — ¡Claro que sí! Todo está aquí.

Zarco: — Cúbrete con esta capa. (La trata de cubrir con la capa).

Manuela: — ¡Ya estoy mojada! No es necesario

Zarco: — No le hace, póntela y también este sombrero… ¡Válgame Dios! (La abraza)
¡pero si estás empapada!

Manuela: — ¡Vámonos, vámonos! (Se reproducen sonidos de lluvia y truenos)

Narrador: Entonces, el par de enamorados se dirigió apresuradamente a las orillas


del pueblo y se perdieron entre las más espesas tinieblas.

La búsqueda de Manuela

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Narrador: Después de la mala noche que pasó doña Antonia, agitada después de
diversos pensamientos y preocupaciones por su próximo viaje, comenzó a dar vueltas
en su cama. Cuando los primeros rayos del sol penetraron por las pequeñas rendijas
del cuarto; entonces se levantó apresuradamente y corrió hacia el cuarto de su hija.

Antonia: (Busca desesperadamente a su hija): —¡Manuelaaaaa!, ¡Manuelaaaa!


¡Manuelaaaa!

Narrador: Llamando por todas partes a su hija con las palabras más tiernas y
desesperadas, con la garganta seca, con los ojos fuera de las órbitas, pudiendo
apenas respirar, con el corazón saliéndose del pecho, loca de dolor y de susto. Pero
nada, Manuela no aparecía.

Antonia: —(Mirando al cielo) —¡Pero Dios mío! ¿Dónde está mi hija?

Narrador: Después de buscar en la habitación, Antonia salió al patio para seguir con
su ardua búsqueda, de pronto miró con cuidado el suelo, y distinguió al final de la
cerca, huellas de pisadas y de cascos de caballos. ¿Quién podía haber andado por
ahí esa mañana, si no era Manuela?

Entonces la infeliz anciana, convencida ya de su desdicha, cayó desplomada sobre


el suelo y rompió a llorar, dando alaridos que hubieran conmovido a las piedras.

(Antonia entra a su casa (Pilar entra a escena)

Antonia: —Mi hija se ha escapado en los brazos de su amante.

Pilar: —Un hombre trajo esta carta. (Antonia abre la carta).

Manuela: (Con voz en off): Mamá, Perdóname, pero era preciso que hiciera lo que
he hecho. Me voy con un hombre a quien quiero mucho, aunque no puedo casarme
con él por ahora. No me llores porque soy feliz y que no nos persigan, porque es
inútil.

(Doña Antonia deja caer la carta al suelo) (se oye el galope de un caballo, entra
Nicolás)

Antonia: — ¡Nicolás, Manuela se ha huido!

Nicolás: —Mis sospechas son ciertas.

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Pilar y Antonia: —¿Qué sospechas?

Nicolás: —Esta mañana el guarda campo me dijo que muy temprano vio a cuatro
hombres a caballo y que llevaban a una mujer joven muy hermosa. Y que sin duda
el jefe de ellos era el Zarco.

Pilar y Antonia: —¡El Zarco!

Antonia: —Con razón dice que es inútil perseguirla. Prefiero verla muerta antes que
saberla en los brazos de ese ladrón y asesino.

Narrador: Nicolás fue a la comandancia con doña Antonia, y al hacer su petición de


ir en busca de Manuela, recibió una negativa.

Comandante: —Nadie va a querer correr ese riesgo. Además no conocemos al


Zarco y su gente.

Nicolás: —Pero yo sí los conozco, y si el señor lo dispusiera, algunos amigos míos y


yo acompañaremos a la tropa del gobierno para guiarle y ayudarle en sus pesquisas.

Comandante: —Pues si tiene algunos amigos que lo acompañen, supongo que


armados, ¿por qué no va usted a hacer la persecución?

Nicolás: —Porque sería lo mismo que sacrificamos inútilmente. Mis amigos y yo


seremos a todo rigor diez, y los bandidos a quienes podemos encontrar en
Xochimancas pasan de quinientos o por lo menos son trescientos; ¿qué podríamos
hacer diez contra trescientos? Moriríamos estérilmente.

Comandante: —Pero, ¿toda esa pelotera y ese empeño por una muchacha?

Nicolás:(Indignado) —No, señor no sería solamente por la muchacha, porque se


lograrían otros fines que son de mayor importancia. Se lograría acabar con esa
guarida de malhechores que tienen azorado el distrito; se lograría tal vez matar o
coger a los asesinos a quienes persiguió el señor comandante ayer y antier
inútilmente; Yo creo que hasta el Supremo Gobierno se lo agradecería.

Comandante: —A mí nadie me enseña mis deberes como soldado.Yo sé lo que debo


hacer, y para eso tengo superiores que me ordenen lo que crean conveniente. ¿Quién
es usted, amigo, para venir aquí a imponer leyes y a hablarme con ese tono?

Nicolás: —Señor, yo soy un ciudadano que sabe perfectamente que usted es un jefe
de seguridad pública, que la tropa que usted trae está pagada para proteger a los
pueblos, y ahora precisamente le estamos proporcionando a usted la oportunidad de
cumplir con su comisión.

Comandante: —¿Quién le ha dado a usted facultades para hablarme en ese tono?

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Yo le enseñaré a no faltar al respeto a los militares.

Nicolás: —Haga usted lo que quiera, señor militar; usted tiene allí su fuerza armada.
Yo estoy solo, sin armas y delante de la autoridad de mi población. Puede usted
fusilarme, no lo temo y ya lo estaba yo esperando. Esto no será glorioso para usted,
pero sí lo único que puede y sabe hacer.

Comandante: —¿De manera que usted cree que yo me valgo de la fuerza para
castigar la insolencia de usted?

Nicolás: —Así lo creo - (Cruzado de brazos)

Comandante: —Pues se equivoca usted, amigo. Yo no necesito de la fuerza armada


para castigar a los que me insultan. Yo sé corregirlos hombre a hombre.

Nicolás: —¡Sería de ver! (Con una ligera sonrisa de desprecio). Y precisamente por
aquí cerca de Yautepec hay algunos lugares bastante solitarios en que podría usted
dar pruebas de ese valor. Deje usted aquí a su tropa, montaremos a caballo los dos
y nos iremos juntos a escoger el sitio a propósito.

Comandante: —¿Sí, me desafía usted?

Nicolás: —Yo acepto, señor comandante. Usted ha dicho que es muy capaz de
castigar a los que le insultan hombre a hombre y sin valerse de la fuerza. Yo acepto
y estoy dispuesto, con iguales armas y donde a nadie favorezca más que su propio
valor.

Comandante: —Préndanme ustedes a ese pícaro y tenganlo en el cuartel con


centinela de vista! Si se mueve, mátenlo. (Los policías, prenden a Nicolás).

Nicolás: —¡Bonita manera de arreglar las cosas hombre a hombre!

Comandante: —¡Ahora verá usted si me echa bravatas, insolente!

Narrador: Pasadas las horas Pilar fue a ver al prisionero, que reparó en ella en el
instante, y que se levantó en ademán de recibida, no pudo pronunciar más que estas
palabras entre ahogados sollozos:

Pilar: —¡Nicolás! (Cayendo de rodillas en el suelo, muda de dolor y llorando)

Comandante: —¡Sepárese, señorita! Porque el reo está incomunicado y no puede


hablarle.

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Pilar: —Pero si es mi… ¡pero si es pariente mío!

Comandante: —No le hace, no puede usted hablarle, lo siento mucho, pero es la


orden.

Pilar: —Una palabra nada más, por compasión, ¡déjeme hablarle!

Comandante: —No se puede, niña. Retírese usted. Es mejor que se vaya.

Pilar: —¡Máteme, pero que se salve él!

Narrador: Estas palabras que llegaron a oídos de Nicolás, le revelaron toda la verdad
de lo que pasaba en el alma de la hermosa joven y fueron para él como una luz
esplendorosa que iluminó las nubes sombrías en que naufragaba su espíritu ¡Pilar lo
amaba y esa sí que sabía amar! ¡De manera que él había estado embriagándose por
mucho tiempo con el aroma letal de la flor venenosa y había dejado indiferente a su
lado a la flor modesta y que podía darle la vida!

ACTO IV

Narrador: Mientras tanto Manuela, apasionada del Zarco y por lo mismo ciega, no
había previsto enteramente la situación que le esperaba. Su fantasía de mujer
enamorada e inexperta le representaba la existencia en que iba a entrar como una
experiencia de aventuras peligrosas, es verdad, pero divertidas, romanescas,
originales, fuertemente atractivas para un carácter como el suyo, irregular, violento y
ambicioso.

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Pocos momentos después, el Zarco dijo a Manuela, con tono amoroso:

Zarco: —Ya estamos en Xochimancas, mi vida, ahí están todos los muchachos.

Narrador: —Al llegar al lugar donde se escondían, algunas voces gritaron:


- ¡Miren al Zarco! ¡Qué maldito! ... ¡Qué buena garra se trae!
- ¿Dónde te has encontrado ese buen trozo, Zarco de tal?

Zarco: —Esta es para mí nomás.

Narrador: Ellos respondieron ¿Para ti nomás? ... Pos ya veremos ... -replicaban
aquellos bandidos-.
¡Adiós güerita, es usted muy chula para un hombre solo!
- ¡Si el Zarco tiene otras!, ¿pa' qué quiere tantas? -gritaba un mulato horroroso que
tenía la cara vendada.

Zarco: —¡Se quieren callar, grandísimos! -No les hagas caso, son muy chanceros.
¡Ya los verás qué buenos son!

Narrador: Pero Manuela se sentía profundamente contrariada. Más aún, se había


sentido herida en su orgullo de mujer y puede decirse en su pudor de virgen, al oír
aquellas exclamaciones burlonas.

Manuela: —¿Por qué no me has defendido de todas esas burlas?

Zarco: —¡No te enojes, mi alma, por lo que dicen esos muchachos! Ya te he dicho
que tienen modos muy diferentes de los tuyos. ¡Es claro, pues, si no somos
frailes ni catrines! ¡Te lo dije, Manuelita, te dije que no extrañaras, y tú me has
prometido hacerte nuestra vida!

Narrador: La frase “te lo dije”, resonó como un latigazo para ella, inclinó la cabeza y
no dijo ninguna palabra. (Se muestra arrepentida, da un suspiro).

(Caminan hacia una choza)

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Zarco:—Manuelita, esto como vez esta muy feo, pero por ahora hay que conformarse,
ya tendrás otra cosa mejor. Ahora voy a traerte de almorzar.

Narrador: La joven se sentó en uno de aquellos bancos y dejó caer la cabeza entre
las manos, desfallecida, abrumada y llorando.
Manuela pasó los cinco primeros días de su permanencia en Xochimancas, siendo
presa de emociones diversas, terribles y capaces de quebrantar un organismo más
fuerte que el suyo. Ella suponía que el Zarco iba a llevarla a alguna cabañita salvaje,
escondida entre los bosques. Allí estarían solos, allí serían felices. Ella lo único que
deseaba era ser feliz al lado del hombre que amaba, no le importaban las riquezas,
sin embargo, ahora veía su realidad.

(Entra a escena la mujer de Yautepec)

Después de muchos días, y por necesidad tuvo que entablar relaciones de amistad,
por lo menos de familiaridad con aquellas mujeres que habitaban en la capilla con
ella. Entre ellas había una que se distinguía de todas porque conocía a la familia de
Manuela.

Mujer: —¡Ay manuelita! me alegro que estés con nosotras, porque es usted muy
bonita y tan graciosa. Pero no dejaré de decir que ha cometido una gran tontería de
venirse aquí con él. Mejor sería que te hubieras ido con otro; acá los hombres nos
pegan y nos maltratan, pero ya estamos acostumbradas ya no nos hace ningún daño,
pero tú no estás acostumbrada a sufrir; no está hecha para pasar trabajos. Me da
cosa que te enfermes. ¿Ya viste en un espejo tu cara toda triste?

Manuela: (Llora)

Mujer: —Pobrecita. Yo la conocí hace dos años allá en el pueblo, tan hermosa, bien
vestida parecía usted a una virgen y todos los muchachos la pretendían. Aunque la
verdad, ninguno de ellos valía la pena en comparación con Nicolas, el herrero.
Aunque estaba feo, desairado, como indio y artesano. Pero él sí te convenía andaba
enamorado de usted y no lo quiso, todos lo sabían. El Zarco es verdad que es buen

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mozo y simpático, bueno para la pelea, pero tiene un mal genio y si te sigue viendo
triste te va pegar. Así que mi consejo es que vayas quitando esa cara triste, que te
muestres alegre, disimula tus penas y dale a conocer al Zarco que estás a gusto,
acepta a sus amigos por que sino va ser una desgracia.

Narrador: Manuela comprendió que aquella mujer tenía razón y que, lo que le pasaba
era por su mala determinación, entonces tomó la decisión de tomar una buena actitud.
Pero una tarde llegó el Zarco a caballo y muy contento. Durante el día había hecho
una expedición en unión de varios compañeros. Saltó del caballo a la puerta de la
capilla y corrió a ver a Manuela, que casi siempre se hallaba encerrada en la especie
de alcoba que se le había improvisado.

(Entra el Zarco)

Zarco: —Toma, para que ya no estés triste. (Y puso en sus manos una bolsa con
onzas de oro).

Manuela: —¿Qué es esto?

Zarco: —Cien onzas de oro -, que me acaban de traer, y mañana me traerán otras
cien, o le corto los dedos al francés.

Manuela: —¿Qué francés?

Zarco: —Pues un francés que me fueron a traer los muchachos hasta cerca de
Chalco. ¡Es rico y aflojará dinero o se muere! Ya mandó la familia cien onzas. Por ahí
le tengo comiendo una tortilla cada doce horas.

Manuela: —¡Jesús! .

Zarco: —¡Qué! ¿Te espantas? ¡Pues vaya que estás lúcida! Deberías alegrarte,
porque con ese dinero vamos a ser ricos para irnos de aquí, porque lo que eres tú,
no tienes pinta de querer llevar esta vida, ¡y que me lo habías prometido! …

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Narrador: Manuela, sin darse por entendida por este reproche, después de haber
mirado el dinero con indiferencia, le contestó:

Manuela: —Oye Zarco, aunque no me traigas más dinero te ruego que sueltes a ese
hombre. ¿Dices que está comiendo una tortilla cada veinticuatro horas? yo te suplico
que le des de comer bien, y que luego lo dejes libre y aunque no te dé más dinero.
Zarco: —¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Estás loca, Manuela? Tú ya sabías a lo
que venías ¿De qué te espantas ahora? ¿Te has venido aquí para predicarmos
sermones? Pues pierdes el tiempo y me estás fastidiando, porque, la verdad, ya no
aguanto tus gestos y desprecios para mis compañeros y tus lágrimas. La verdad,
Manuelita, no lo he de aguantar. Si tu modo de pensar era diferente, ¿por qué no te
casaste con el indio de Atlihuayan? ¡Ese no es ladrón! Pero conmigo, la bebes o la
derramas ... o te conformas con la vida que llevo o te mueres, Manuela.

Manuela: —Pero yo no quiero que por mi culpa fueras a matar a ese extranjero ... Era
por ti, sólo por ti ... porque tengo miedo de que cometas un crimen …

Zarco: —¡Crimen! ¡Vaya una tonta! ¿Pues tú estás pensando que ésta es la primera
zorra que desuello? ¡Vete al demonio con tus escrúpulos!

Manuela: —Bien, no hablemos ya más de eso. Haz lo que quieras, Zarco, no te diré
más.

Zarco: —¡Pues está bueno -, y harás bien! Ahora lo que hay que hacer es
aprovecharse de la ocasión. Guarda esas onzas sin hacer ruido, y no hables ni me
molestes con llantos y con quejumbres.

Narrador: Por unos días el Zarco y sus bandidos siguieron haciendo sus fechorías.
Pero un ranchero de la región, cansado de las malas acciones de los hombres malos,
y viendo que nada hacía el gobierno, decidió hacer justicia por su propia mano.

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ACTO V
Narrador: Ojo por ojo y diente por diente. Tal era la ley penal de Martín Sánchez,
después que los plateados mataran a su padre y a su hijo. Movido por un sentimiento
personal, poco a poco, en él, fueron reuniéndose los rencores generales, como en un
pecho común; cada venganza por un crimen de los plateados encontraba en su
espíritu un eco, cada asesinato cometido por ellos era inscrito en el tremendo libro de
su memoria; cada lágrima de viuda, de huérfano, de padre, se depositaba en su
corazón como en una urna de hierro. De vengador de su familia, se había convertido
en vengador social.

Martín: —Si los plateados son crueles, yo voy a ser peor. Van a tener una lucha
espantosa, no les daré tregua ni compasión. Los bandidos van a temblar, yo soy el
ángel exterminador y nadie me va a detener.

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Narrador: ¿Quién ganaría? ¡Quién sabe, pero Martín Sánchez se lanzaba a esa
guerra con los ojos cerrados y con la espada desnuda y con el pecho acorazado por
su sed de venganza y de justicia! Una mañana primaveral, el pueblo de Yautepec se
despertaba alborozado y alegre, como para una fiesta. Nicolás, el honradísimo
herrero de Atlihuayan, se casaba con la buena y bella Pilar, la perla del pueblo por su
carácter, por su hermosura y sus virtudes.

Por fin la misa acabó, y los novios, después de recibir los plácemes de sus amigos y
de todo el pueblo, se dispusieron a partir a la hacienda de Atlihuayan. Pero en el
camino se encontraron con las tropas de Martín Sánchez.

Martín Sánchez: —Buenos días, amigo don Nicolás: no esperaba usted verme por
aquí ni yo esperaba tener el gusto de saludar a usted y de desearle mil felicidades, lo
mismo que a la señora, que es un ángel. Ya le explicaré el motivo de mi presencia
aquí. Ahora mi tropa va a presentar las armas en señal de respeto y de cariño, y yo
le ruego a usted que continúe sin parar hasta la hacienda. Allá iré yo después.

(Se estrechan las manos y al instante entra Manuela corriendo, arrastrándose


desmelenada, desencajada, temblando, pudiendo apenas hablar, yaciéndose de las
puertas del guayín, dijo con la voz enronquecida y con palabras entrecortadas,)

Manuela:—¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Pilar, hermana! ... ¡Socorro! ¡Misericordia! ¡Tengan

piedad de mí! ¡Perdón! ¡Perdón!

Narrador: El corazón de Manuela estaba desgarrado como sus ropas, primero porque
recién había escuchado sobre la muerte de su madre y a quien no pudo dar sepultura;
y segundo, porque Martín ya le había dado caza al Zarco.

(Nicolás y Pilar se quedaron helados de espanto).

Pilar: Pero, ¿qué es eso? ¿Qué tienes?

Manuela: Es que… es que…. ahorita lo van a fusilar al Zarco; allí está amarrado,
tapado con los caballos lo van a matar delante de mí! ¡Perdón! ¡Perdón, don Martín!
¡Perdón, Nicolás! ¡Ah, me voy a volver loca!

Narrador: En efecto, la fila de jinetes enlutados ocultaba un cuadro estrecho en el


centro del cual, sentados en una piedra, bien amarrados y desfallecidos, estaba el
Zarco próximo a ser ejecutado. Martín Sánchez, al ver la comitiva y previendo que
podría ser la comitiva de Nicolás, había querido ocultar a los bandidos para ahorrar
este espectáculo a los novios.

Martín Sánchez: Si yo hubiera sabido que ustedes venían para acá, a esta hora,
crea usted, don Nicolás, que me habría llevado a estos pícaros para otra parte; pero
no lo sabía. Lo que sí sabía yo, y por eso me tiene usted aquí, es que lo esperaban a

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usted estos malvados con su gente y que se ha escapado usted de buena. Lo supe a
tiempo, anduve dieciséis leguas, y les di un albazo esta mañana, por aquí cerca los
he matado a casi todos, pero vengo a colgar a los capitanes en este camino; al Zarco
aquí, al Tigre lo voy a colgar en Xochimancas.

Nicolás: Yo le ruego a usted por quien es que, si puede, perdone a ese hombre
siquiera por esta pobre mujer.

Martín Sánchez: Don Nicolás, usted es mi señor, usted me manda, por usted doy la
vida, pídamela usted y es suya, pero no me pida usted que perdone a ningún bandido
y menos a este.

( Manuela había corrido ya al lado del Zarco y se había abrazado de él)

Pilar: Siquiera nos llevaremos a Manuela

Martin Sánchez: Si ustedes quieren, pueden llevársela, pero esa muchacha es una
malvada; acabo de quitarle un saco en que tenía las alhajas de los ingleses que
mataron en Alpuyeca ¡alhajas muy ricas!, ¡no merece compasión!

(Un soldado procuró arrancar a la joven del lado del Zarco, a quien tenía abrazado
estrechamente, pero fue en vano)

Zarco: ¡No me dejes, Manuelita, ¡no me dejes!

Manuela: ¡No, moriré contigo! Prefiero morir, a ver a Pilar con su corona de flor de
naranjo al lado de Nicolás, el indio herrero a quien dejé por ti.

Zarco: ¡La rama en que cantaba el tecolote! ... ¡Bien lo decía yo! ... ¡Adiós, Manuelita!

Narrador: (Manuela se cubre la cara con las manos) Los soldados arrimaron al Zarco
junto al tronco y dispararon sobre él cinco tiros, y el de gracia. Humeó un poco la ropa,
saltaron los sesos, y el cuerpo del Zarco rodó por el suelo.

(Manuela se levanta, y sin ver el cadáver de su amante, comienza a gritar como si


tuviese a pilar enfrente)

Manuela: Sí, déjate esa corona, Pilar; tú quieres casarte con el indio herrero; pero
yo soy la que tengo la corona de rosas. ¡yo no quiero casarme, yo quiero ser la querida
del Zarco, un ladrón!

(Después se lleva las manos al corazón, da un grito agudo y cae al suelo).

Martin Sánchez: ¡Pobre mujer, se ha vuelto loca! Levántenla y la llevaremos a


Yautepec.

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(Dos soldados fueron a levantarla, pero ven que arrojaba sangre por la boca, y que
estaba rígida y que se iba enfriando.)

Soldados: ¡Don Martín, ya está muerta!

Martin Sánchez: Pues a enterrarla y vámonos a concluir la tarea. (Y desfiló la terrible


tropa lúgubre.)

Narrador: así fue el triste final de una pobre mujer ambiciosa, que pudiendo tener un
futuro glorioso, lo cambió por uno lleno de desgracia.

FIN

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