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Contradicciones 1 y 2

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CONTRADICCIÓN 1

VALOR DE USO Y VALOR DE CAMBIO

NADA PODRÍA SER más simple. Entro en un supermercado con dinero en


el bolsillo y con él compro algunos artículos alimenticios. No me puedo
comer el dinero, pero sí esos artículos, de forma que la comida me es útil
en formas en que el dinero no lo es. Los alimentos son pronto usados y
consumidos, mientras que los trozos de papel y las monedas que son acep-
tadas como dinero siguen circulando indefinidamente. Parte del dinero
que me cobran en el supermercado es a continuación pagado en forma de
salario al cajero o cajera, que a su vez utiliza el dinero para comprar más
comida. Parte de él se lo quedan los propietarios en forma de beneficio
y lo gastan en todo tipo de cosas. Otra parte va a los intermediarios y
finalmente a los productores directos de los alimentos, quienes también lo
gastan de diversas formas, y así sucesivamente. En una sociedad capitalista
tienen lugar diariamente millones de esas transacciones. Las mercancías
como la comida, la ropa y los teléfonos móviles vienen y van, mientras que
el dinero sigue circulando por los bolsillos de la gente (o las cajas fuertes de
las instituciones). Así es como la mayor parte de la población mundial vive
habitualmente su vida cotidiana.
En una sociedad capitalista, todas las mercancías que compramos tie-
nen un valor de uso y un valor de cambio. La diferencia entre ambas formas
del valor es significativa, y en la medida en que a menudo se enfrentan una
con otra constituye una contradicción que puede dar lugar ocasionalmente
a una crisis. Los valores de uso son infinitamente variados (incluso para el
mismo artículo), mientras que el valor de cambio (en condiciones norma-
les) es uniforme y cualitativamente idéntico (un dólar es un dólar, e incluso
cuando es un euro tiene un tipo de cambio conocido con el dólar).
Consideremos, por ejemplo, el valor de uso y el valor de cambio de
una vivienda. Como valor de uso, ésta ofrece cobijo; es un lugar donde
la gente puede construirse un hogar y una vida afectiva; es un nicho de
reproducción cotidiana y biológica (donde cocinamos, hacemos el amor,
tenemos discusiones y educamos a los niños); ofrece privacidad y seguri-
dad en un mundo inestable. Puede también funcionar como símbolo de

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32 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

estatus o de pertenencia social a algún subgrupo, como signo de riqueza y


poder, como señal mnemónica de memoria histórica (tanto personal como
social), como objeto de importancia arquitectónica, o simplemente para
ser admirado y visitado por los turistas como creación elegante y hermosa
(como la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright). Puede convertirse
en un taller para un innovador con aspiraciones (como el famoso garaje
que se convirtió en centro de lo que iba a ser Silicon Valley). Puede ocultar
un taller de trabajo esclavo en el sótano o utilizarse como escondrijo para
inmigrantes perseguidos o como base para el tráfico de esclavas sexuales.
Podríamos proseguir con una larguísima lista de distintos usos que se le
pueden dar a la vivienda. Sus usos potenciales son, en resumen, aparente-
mente infinitos y muy a menudo puramente idiosincrásicos.
¿Pero qué se puede decir de su valor de cambio? En gran parte del
mundo contemporáneo tenemos que comprar la vivienda o alquilarla a
fin de disponer del privilegio de usarla, para lo que tenemos que emplear
dinero. La cuestión es cuánto valor de cambio se requiere para procurarnos
sus usos y cómo afecta ese «cuánto» a nuestra capacidad para disponer de
los usos particulares que deseamos y necesitamos. Suena como una pre-
gunta simple, pero de hecho su respuesta es bastante complicada.
Hace ya mucho tiempo, los pioneros de la frontera estadounidense
construían sus propias casas sin apenas ningún coste monetario: la tierra
era gratuita, utilizaban su propio trabajo (o se procuraban la ayuda colec-
tiva de los vecinos sobre una base recíproca: tú me ayudas a mí ahora con
mi tejado y yo te ayudaré la semana que viene con tus cimientos) y obte-
nían del entorno muchas de las materias primas (madera, adobes, etc.). Las
únicas transacciones monetarias eran las relacionadas con la adquisición de
hachas, sierras, clavos, martillos, cuchillos, arneses para los caballos y cosas
parecidas. Todavía pueden encontrarse sistemas de producción de vivien-
das de ese tipo en los asentamientos informales que constituyen las áreas
urbanas hiperdegradadas [slums] de muchas ciudades de los países en vías
de desarrollo y así se construyeron por ejemplo las favelas en Brasil. La pro-
moción de la «autoayuda» por el Banco Mundial desde la década de 1970
señaló formalmente ese sistema de construcción de viviendas como ade-
cuado para las poblaciones de bajos ingresos de muchos países del mundo.
Su valor de cambio es relativamente limitado.
Las viviendas se pueden también «construir por encargo». Alguien dis-
pone de suelo y paga arquitectos, contratistas y constructores para edificar
una casa con su propio diseño. El valor de cambio queda fijado por el coste
de las materias primas, los salarios de los albañiles y carpinteros y el pago
por los servicios necesarios para habilitar la casa. El valor de cambio no
domina en este caso, pero puede limitar las posibilidades de crear valores
de uso (no se dispone de suficiente dinero para construir un garaje o todo
Contradicción 1. Valor de uso y valor de cambio | 33

un ala de una de una mansión aristocrática se queda sin construir por-


que se acaban los fondos de financiación). En las sociedades capitalistas
avanzadas mucha gente amplía el valor de uso de una vivienda existente
(construyendo un cobertizo anejo o elevando la construcción con un des-
ván, por ejemplo).
En gran parte del mundo capitalista avanzado, no obstante, las vivien-
das se construyen especulativamente como una mercancía destinada a ser
vendida en el mercado a quienquiera que pueda pagarla y la necesite. La
oferta de viviendas de ese tipo ha sido durante mucho tiempo caracterís-
tica en las sociedades capitalistas. Así es como se construyeron las famosas
terrazas georgianas de Bath, Bristol, Londres, etc., a finales del siglo XVIII.
Más adelante, tales prácticas especulativas de construcción se articula-
ron para erigir los bloques de apartamentos de la ciudad de Nueva York,
las viviendas en hilera para la clase obrera en ciudades industriales como
Filadelfia, Lille o Leeds, y las urbanizaciones periféricas típicas de las ciuda-
des estadounidenses. El valor de cambio queda fijado por los costes básicos
de la edificación de la casa (trabajo y materias primas), pero en este caso
se añaden otros dos costes: en primer lugar, el margen de beneficio que
espera el constructor que desembolsa el capital inicial necesario y paga el
interés por los eventuales créditos solicitados, y en segundo lugar, el coste
de adquirir o alquilar el suelo a sus propietarios. El valor de cambio queda
determinado por los costes reales de producción más el beneficio, el coste
del endeudamiento y la renta capitalizada (precio de la tierra). El objetivo
de los productores es obtener valores de cambio, no valores de uso. La
creación de valores de uso para otros es un medio para ese fin. La cualidad
especuladora de esa actividad significa, no obstante, que lo que importa
es un valor de cambio potencial. Los constructores de viviendas están en
realidad expuestos a perder tanto como a ganar. Obviamente, tratan de
organizar las cosas, en particular la compra de viviendas, de forma que
eso no suceda; pero siempre corren cierto riesgo. En el puesto de mando y
conducción de la oferta de viviendas se sitúa el valor de cambio.
Viendo que la necesidad de valores de uso adecuados quedaba insatis-
fecha, una pluralidad de fuerzas sociales, que iban desde patronos deseosos
de mantener domesticada y asequible su fuerza de trabajo (como John
Cadbury) hasta fervorosos radicales y utópicos (como Robert Owen, los
fourieristas o George Peabody) y el Estado local y nacional, han lanzado de
vez en cuando programas de alojamiento con financiación pública, filan-
trópica o paternalista para satisfacer las necesidades de las clases más bajas
con un coste mínimo. Si se acepta genéricamente que todo el mundo tiene
derecho «a un hogar decente y a un entorno vital apropiado» (como dice
el preámbulo de la Ley de Vivienda estadounidense de 1949), entonces,
obviamente, vuelven a primera línea de las luchas por el acceso a la vivienda
34 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

las consideraciones sobre el valor de uso. Esta actitud política condicionó


mucho los planes de vivienda durante la era socialdemócrata en Europa y
tuvo efectos en Norteamérica y determinados países del mundo en vías de
desarrollo. La participación del Estado en la oferta de viviendas ha aumen-
tado y disminuido con los años, como ha sucedido con el interés por los
alojamientos sociales; pero las consideraciones sobre el valor de cambio
vuelven a menudo a prevalecer cuando las capacidades fiscales del Estado
se ven constreñidas por la necesidad de subvencionar viviendas asequibles
con unas arcas públicas disminuidas.
En la producción de viviendas ha habido pues diversas formas de ges-
tionar la tensión entre valor de uso y valor de cambio; pero también ha
habido fases en que el sistema se ha resquebrajado y se ha producido una
crisis como la acontecida en el mercado de la vivienda en Estados Unidos,
Irlanda y España en 2007-2009. Esa crisis no carecía de precedentes. La
crisis de las savings and loan estadounidenses desde 1986, el colapso del
mercado inmobiliario escandinavo en 1992 y el final de la expansión eco-
nómica japonesa de la década de 1980 con el crac del mercado del suelo en
1990 son otros ejemplos1.
En el sistema mercantil de propiedad privada que domina ahora en la
mayor parte del mundo capitalista hay cuestiones adicionales que analizar.
Para empezar, la vivienda es un «artículo caro» que será consumido durante
un periodo de muchos años y no, como los alimentos, de inmediato. Los
individuos privados pueden no tener dinero suficiente para comprar una
vivienda directamente, pero quien no puede comprarla con dinero en efec-
tivo dispone de dos opciones básicas: o bien la alquila de un propietario que
se especializa en la compra especulativa de viviendas construidas para vivir de
sus rentas, o puede endeudarse para comprarla, bien consiguiendo préstamos
de los amigos y parientes o contratando una hipoteca con una institución
financiera. En este último caso tendrá que pagar todo el valor de cambio de
la vivienda más el interés correspondiente durante todo el periodo de vigen-
cia de la hipoteca, y sólo acabará siendo su propietario al cabo de, digamos,
treinta años. La vivienda se convierte así en una forma de ahorro, un activo
cuyo valor (o al menos la parte del valor que se adquiere mediante los pagos
mensuales) puede convertirse en dinero en cualquier momento. Parte del
valor de ese activo habrá sido empleado para pagar los costes de manteni-
miento (por ejemplo, pintura) y para reponer porciones deterioradas (por
ejemplo, un tejado). Pero aun así cabe esperar un incremento del valor neto
del que se es propietario a medida que se va pagando la hipoteca.

1
Para un resumen breve, véase David Harvey, Rebel Cities. From the Right to the City to the
Urban Revolution, Londres, Verso, 2013 [ed. cast.: Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a
la revolución urbana, Madrid, Akal, 2013].
Contradicción 1. Valor de uso y valor de cambio | 35

La financiación hipotecaria de la compra de una vivienda es, sin embargo,


una transacción muy peculiar. El total pagado por una hipoteca de 100.000
dólares durante treinta años al 5 por 100 es de alrededor de 195.000 dólares,
de forma que la hipoteca supone la adición de una prima de 95.000 dólares
extra para poder adquirir un activo valorado en 100.000 dólares. Es difícil
entender el provecho de esa transacción. ¿Por qué decidimos hacerla? La res-
puesta es, por supuesto, que necesitamos el valor de uso de la vivienda como
lugar donde vivir, y se pagan 95.000 dólares por vivir en ella hasta adquirir
su propiedad completa. Es lo mismo que pagar 95.000 dólares de alquiler a
un casero durante treinta años, sólo que en este caso se dispone al final del
valor de cambio de toda la vivienda. Ésta se convierte así, de hecho, en una
forma de ahorro, un depósito de valor de cambio.
El valor de cambio de una vivienda no es, sin embargo, algo fijo, sino
que fluctúa con el tiempo según una diversidad de condiciones y fuerzas
sociales. Para empezar, depende del valor de cambio de las viviendas cerca-
nas. Si todas las casas en torno a la mía se van deteriorando o entra a vivir en
ellas gente «del tipo equivocado», es muy probable que el valor de mi casa
caiga aunque yo la mantenga en el mejor estado posible. Recíprocamente,
«mejoras» en el vecindario (por ejemplo, gentrificación) aumentarán el
valor de mi casa aunque yo no invierta nada en ella. El mercado de la
vivienda se caracteriza por lo que los economistas llaman efectos de «exter-
nalidad». Los propietarios de las viviendas a menudo emprenden acciones,
tanto individuales como colectivas, para controlar tales externalidades. Si
alguien propone edificar un reformatorio o una casa de acogida para cri-
minales excarcelados en un vecindario de propietarios «respetables» ¡verá
inmediatamente las consecuencias! El resultado sería una campaña del tipo
«¡No en mi patio trasero!», exclusión de las poblaciones y actividades inde-
seables, y organizaciones vecinales cuya actividad está casi exclusivamente
orientada al mantenimiento y mejora del valor de las casas del entorno
(por ejemplo, las buenas escuelas en las proximidades suelen tener un gran
efecto). La gente actúa para proteger el valor de sus ahorros, pero puede
también perderlos cuando el Estado o un grupo de inversores adquieren
las casas de determinado barrio para llevar a cabo una importante remo-
delación urbana y dejan que algunas casas se deterioren, destruyendo así el
valor de mercado de las restantes.
Si alguien invierte en mejoras, entonces se esforzará en realizar única-
mente las que aumenten el valor de cambio de su vivienda. Hay montones
de «Guías para propietarios» sobre ese tema (incorporar una nueva cocina
a la última moda incrementa el valor, pero los espejos en todos los techos
o una pajarera en el patio trasero no lo hace).
La propiedad de una vivienda se ha convertido en algo importante para
sectores cada vez mayores de la población en muchos países del mundo.
36 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

El mantenimiento y mejora del valor de las viviendas consideradas como


un activo se ha convertido también en una enjundiosa cuestión política, ya
que el valor de cambio para los consumidores es tan importante como el
valor de cambio ganado por los productores.
Pero durante aproximadamente los últimos treinta años, la vivienda se ha
convertido en objeto de especulación. Puedo comprar una casa por 300.000
dólares y tres años después su valor se ha revaluado hasta 400.000 dólares.
Puedo a continuación capitalizar el valor extra refinanciándola por 400.000
dólares y quedarme con los 100.000 dólares de más para usarlos como desee.
El aumento del valor de cambio de las viviendas se convierte así en un asunto
de gran relieve. Las casas se convierten en una especie de vaca lechera o
cajero automático personal, alentando la demanda agregada y en particu-
lar la demanda de nuevas viviendas. Michael Lewis explicaba en The Big
Short (2010) el tipo de cosas que sucedieron en vísperas del crac de 2008. La
niñera de uno de sus informantes principales acabó siendo propietaria, junto
con su hermana, de seis casas en Queens, en Nueva York. «Después de com-
prar la primera y de que su valor aumentara, los prestamistas les sugirieron
una refinanciación ofreciéndoles 250.000 dólares, que usaron para comprar
otra». El precio de ésta también subió, y repitieron el experimento. «En el
momento en que la rueda se detuvo poseían cinco viviendas pero el mercado
caía y no podían hacer frente a ninguno de los pagos»2.
La especulación en el mercado de la vivienda se disparó; pero ese tipo
de especulación siempre conlleva un funcionamiento del tipo «pirámide
de Ponzi»: la gente compra casas con dinero prestado y los precios suben;
otros se sienten entonces atraídos por la idea de comprar una vivienda,
debido al aumento de los precios inmobiliarios; toman prestado más
dinero (algo fácil de hacer cuando a los prestamistas le sobra el dinero) para
comprar algo que está subiendo de precio; y cuanto más suben los precios,
más gente y más instituciones entran en juego. El resultado es una «bur-
buja inmobiliaria» que acaba desinflándose. Cómo y por qué se forman
tales burbujas en los valores de activos como las viviendas, qué tamaño
llegan a tener y qué ocurre cuando se desinflan, es algo que depende de
la configuración específica de diferentes condiciones y fuerzas en liza. Por
el momento nos basta aceptar, ateniéndonos a las pruebas históricamente
registradas (los cracs del mercado de la vivienda de 1928, 1973, 1987 y
2008 en Estados Unidos, por ejemplo), que tales frenesíes y burbujas for-
man parte inevitable de la historia del capitalismo. A medida que China ha
ido incorporando las normas de funcionamiento del capital, por ejemplo,
también se ha visto cada vez más sometida a booms y burbujas especulativas
en su mercado de la vivienda. Más adelante volveremos sobre esta cuestión.

2
Michael Lewis, The Big Short. Inside the Doomsday Machine, Nueva York, Norton, 2010, p. 34
[ed. cast.: La gran apuesta, Barcelona, Debate, 2013].
Contradicción 1. Valor de uso y valor de cambio | 37

En el reciente crac del mercado inmobiliario en Estados Unidos, alrededor


de cuatro millones de personas perdieron sus hogares por los desahucios.
Para ellos, la búsqueda de valor de cambio destruyó el acceso a la vivienda
como valor de uso. Una cantidad enorme de gente está todavía «con el
agua al cuello» en la financiación de sus hipotecas: habiendo comprado una
vivienda en el momento culminante del boom, ahora se halla en posesión de
un valor nominal bastante más alto de lo que vale la vivienda en el mercado.
El propietario no puede deshacerse de su propiedad sin sufrir una pérdida
sustancial. En el momento cumbre del boom, el precio de la vivienda era
tan alto que muchos no podían obtener acceso a su valor de uso sin asumir
una deuda que en último término resultaría imposible de saldar. Después
del crac, el lastre financiero de verse cargado con cierto conjunto de valores
de uso ha tenido efectos notablemente perniciosos. La búsqueda temeraria
del valor de cambio destruyó en muchos casos, en resumen, la capacidad de
adquirir y luego mantener el valor de uso de la vivienda.
En el mercado del arrendamiento de viviendas han aparecido proble-
mas similares. En la ciudad de Nueva York, donde alrededor del 60 por
100 de los habitantes son arrendatarios, en el momento cumbre del boom
muchos grandes complejos de viviendas de alquiler fueron comprados y
vendidos por private equity funds [fondos de capital riesgo] que preten-
dían hacer con ellos un gran negocio (aun a pesar de las estrictas leyes
reguladoras) elevando el precio de los alquileres. Los fondos deterioraron
deliberadamente los valores de uso adquiridos para justificar sus planes de
reinversión, pero cuando fueron a la quiebra durante la crisis financiera
dejaron a los arrendatarios con valores de uso deteriorados y alquileres
más elevados, viviendo en edificios bajo ejecución hipotecaria, lo que des-
dibujaba las obligaciones asociadas a la propiedad (no está nada claro a
quién se puede llamar para arreglar una calefacción que no funciona en
un complejo de viviendas bajo ejecución hipotecaria). Cerca del 10 por
100 de las viviendas de alquiler ha sufrido ese tipo de problemas. El afán
implacable de maximizar el valor de cambio ha disminuido el valor de uso
de las viviendas de un gran sector de la población; y por añadidura, por
supuesto, el crac del mercado de la vivienda desencadenó una crisis global
de la que está siendo muy difícil recuperarse.
Podemos concluir que la provisión de viviendas bajo el capitalismo
se ha desplazado, de una situación en que dominaba la búsqueda de
valores de uso, a otra en la que lo primordial es el valor de cambio. En
una inversión insólita, el valor de uso de la vivienda se convirtió cada
vez más, primero en un medio de ahorro, y después en un instrumento
de especulación tanto para los usuarios como para los constructores,
financieros y demás implicados (intermediarios de ventas, captadores
de compradores para las instituciones financieras, abogados, agentes
38 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

de seguros, etc.), que pretendían obtener ganancias de la situación


de boom en el mercado inmobiliario. La provisión de valores de uso de
vivienda adecuados (en el sentido convencional del consumo) para la
gran mayoría de la población es rehén de esa concepción cada vez más
arraigada del valor de cambio. Las consecuencias para la provisión de
viviendas adecuadas y asequibles han sido desastrosas para un sector
cada vez mayor de la población.
En el trasfondo de todo esto ha estado el terreno movedizo de la opi-
nión pública y de las políticas públicas sobre el papel que debe asumir el
Estado en el abastecimiento de valores de uso adecuados para satisfacer las
necesidades básicas de la población. A partir de la década de 1970 se ha ido
constituyendo (o se ha impuesto) un «consenso neoliberal» en virtud del
cual el Estado se inhibe de las obligaciones de provisión pública en áreas
tan diversas como la vivienda, la sanidad, la educación, el transporte o los
servicios públicos (agua potable, evacuación de aguas residuales, energía e
incluso infraestructuras), con el fin de abrirlos a la acumulación privada de
capital y a la primacía del valor de cambio. Todo lo que ha venido suce-
diendo en el ámbito de la vivienda se ha visto afectado por esos cambios,
si bien la motivación en pro de la privatización que los ha animado es un
asunto que en este momento de la argumentación no estamos en condicio-
nes de abordar. Pero creo que es importante señalar ahora que durante los
últimos cuarenta años este tipo de cambios ha condicionado radicalmente
en buena parte del mundo capitalista, aunque no en todo, la participación
del Estado y otras administraciones menores en la provision pública de
viviendas y que ello ha tenido consecuencias específicas en la gestión de la
contradicción valor de uso-valor de cambio.
Obviamente, he elegido este caso de la vivienda porque es un ejemplo
perfecto de cómo la diferencia en el mercado entre el valor de uso y el
valor de cambio de una mercancía puede convertirse en una oposición
y un antagonismo, intensificándose hasta dar lugar a una contradic-
ción absoluta y a una crisis en todo el sistema financiero y económico.
No tenía que evolucionar necesariamente de esa forma (¿O quizás sí?
Deberíamos ser capaces de responder en último término a esta pregunta
crucial). Pero es incuestionable que así sucedió en Estados Unidos y en
Irlanda y España, y en cierta medida en Gran Bretaña y en otros países
del mundo, desde el año 2000, poco más o menos, hasta dar lugar a la
crisis macroeconómica de 2008 (una crisis que todavía no se ha resuelto).
Y también es innegable que era una crisis en el lado del valor de cam-
bio que negaba a cada vez más gente el valor de uso adecuado de una
vivienda, además de un nivel de vida decente.
Lo mismo sucede en la sanidad y la educación (en particular en la
enseñanza superior) a medida que las consideraciones del valor de cambio
Contradicción 1. Valor de uso y valor de cambio | 39

predominan cada vez más en la vida social sobre los aspectos del valor de
uso. La historia que oímos repetida en todas partes, desde nuestras aulas
hasta prácticamente todos los medios de comunicación, es que la forma
más barata, mejor y más eficiente de producir y distribuir los valores de uso
es desencadenando los espíritus animales del empresario ansioso de bene-
ficio, que le instan a participar en el sistema de mercado. Por esta razón,
muchos tipos de valores de uso que hasta ahora eran distribuidos gratuita-
mente por el Estado han sido privatizados y mercantilizados: alojamiento,
enseñanza, sanidad y servicios públicos han ido todos ellos en esa dirección
en muchos países del mundo. El Banco Mundial insiste en que esa debería
ser la norma global, pero es un sistema que favorece a los empresarios, que
en general obtienen grandes beneficios, y a los ricos, pero que penaliza
a casi todos los demás hasta el punto de haber dado lugar a entre 4 y 6
millones de desahucios en Estados Unidos (e innumerables más en España
y en otros muchos países). Cobra así relevancia la opción política entre un
sistema mercantilizado que sirve bastante bien a los ricos y un sistema que
se concentra en la producción y el abastecimiento democrático de valores
de uso para todos sin mediaciones del mercado.
Reflexionemos entonces, de una forma teórica más abstracta, sobre la
naturaleza de esa contradicción. El intercambio de valores de uso entre
individuos, organizaciones (como las empresas y corporaciones) y grupos
sociales es evidentemente importante en cualquier orden social com-
plejo caracterizado por intrincadas divisiones del trabajo y amplias redes
comerciales. En tales situaciones el trueque tiene una utilidad limitada
debido al problema de la «doble coincidencia de carencias y necesida-
des». Para que se produzca un trueque simple otro ha de poseer algo que
yo deseo y yo he de tener algo que el otro desea. Se pueden construir
cadenas de trueque, pero son limitadas y engorrosas, por lo que cierta
medida independiente del valor de todas las mercancías en el mercado
–una medida única de valor– se hace no sólo ventajosa sino necesaria.
Puedo entonces vender mi mercancía a cambio de cierto equivalente
general del valor y usar ese equivalente general para comprar en otro
lugar cualquier otra cosa que yo quiera o necesite. El equivalente general
es, por supuesto, el dinero. Pero eso nos lleva al campo de la segunda
contradicción del capital: ¿qué es el dinero?
CONTRADICCIÓN 2
EL VALOR SOCIAL DEL TRABAJO Y SU
REPRESENTACIÓN MEDIANTE EL DINERO

EL VALOR DE cambio requiere una medida de «cuánto» valen unas mercan-


cías en relación con otras. Esa medida se llama dinero. ¿Qué es pues ese
«dinero» que utilizamos diariamente una y otra vez sin pararnos a pensarlo?
Nos preocupamos cuando no tenemos suficiente, imaginamos formas (a
veces dolosas o ilegales) para conseguir más, aunque a menudo nos encon-
tremos con dificultades para organizar nuestras vidas según los parámetros
definidos por la cantidad de dinero que poseemos. A veces parece como
si el dinero fuera el dios supremo del mundo de las mercancías y todos
debiéramos inclinarnos ante él, someternos a sus dictados y adorarlo en el
altar de su poder.
Sabemos muy bien cuáles son las funciones técnicas básicas de la forma
capitalista del dinero. Es un medio de circulación (que facilita los intercam-
bios resolviendo el problema de la «no coincidencia de intereses» que limita
el trueque directo); ofrece una única vara de medir los valores económicos
de todas las mercancías en el mercado, y también una forma de almacenar el
valor. ¿Pero qué representa el dinero y cómo se multiplica en sus significados
y funciones sociales y políticas para que parezca como si fuera el afán de
dinero el que mantiene en movimiento el mundo social y económico?
El dinero es, en primera instancia, un medio con el que puedo reclamar
una parte del trabajo social de otros; esto es, un título sobre ese trabajo
invertido en la producción de bienes y servicios para otros colocados en
el mercado (eso es lo que diferencia una «mercancía» de un «producto»
como los tomates que cultivo en mi huerto para mi propio consumo). Es
un título de un derecho que no tiene por qué ejercerse inmediatamente
(porque el dinero almacena valor), pero que tiene que ejercerse en algún
momento, porque de lo contrario no cumple su destino y función.
En una sociedad compleja, como la que el capital ha construido, depen-
demos en gran medida del trabajo de otros para obtener los distintos valores
de uso que necesitamos para vivir, y cuya disponibilidad damos por segura.
Accionamos un interruptor y se enciende la luz, el horno calienta cuando
apretamos un botón, se pueden abrir y cerrar las ventanas, disponemos de

41
42 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

zapatos y camisas para calzarnos y vestirnos, podemos siempre preparar


el café o el té de la mañana y ahí están siempre disponibles el pan y los
autobuses, los automóviles, los lápices, los cuadernos de notas, los libros,
al igual que hay dentistas, médicos, quiroprácticos, peluqueros, maestros,
investigadores, abogados y burócratas que producen conocimiento y nor-
mas, cuyos servicios están a nuestra disposición ¡simplemente pagando su
precio! Pero esas cosas y servicios absorben trabajo humano, directa o indi-
rectamente, como el trabajo acumulado en el acero del clavo con el que se
construye una casa. La mayoría de nosotros proporcionamos de una forma
u otra, directa o indirectamente, bienes y servicios a otros.
Lo que el dinero representa es el valor social de toda esa actividad, de
todo ese trabajo. El «valor» es una relación social establecida entre las activi-
dades de millones de personas de todo el mundo. Como relación social, es
inmaterial e invisible (como la relación entre yo mismo, el autor de este libro,
y quien lo lee). Pero al igual que los valores morales y éticos en general, ese
valor inmaterial tiene consecuencias objetivas para las prácticas sociales. En
el caso del trabajo social, el «valor» explica por qué los zapatos cuestan más
que las camisas, las casas cuestan más que los automóviles y el vino cuesta
más que el agua. Esas diferencias de valor entre distintas mercancías no tie-
nen nada que ver con su carácter como valores de uso (aparte del simple
hecho de que todas deben ser útiles para alguien en algún lugar) y con lo
que sí tienen que ver es con el trabajo social involucrado en su producción.
Al ser inmaterial e invisible, el valor requiere alguna representación
material, y ésta es el dinero. El dinero es una forma tangible de apariencia
así como símbolo y representación de la inmaterialidad del valor social.
Pero al igual que todas las formas de representación (pensemos en los
mapas), existe una disparidad entre la representación y la realidad social
que trata de representar. La representación hace un buen trabajo al captar
el valor relativo del trabajo social en algunos aspectos, pero olvida e incluso
falsifica otros (del mismo modo que los mapas son representaciones preci-
sas de algunas características del mundo que nos rodea, pero dejan de lado
otras). Esa disparidad entre el dinero y el valor que representa constituye la
segunda contradicción fundamental del capital.
El dinero, podemos decir de entrada, es inseparable pero también
distinto del trabajo social que constituye el valor. El dinero oculta la inma-
terialidad del trabajo social (valor) bajo su forma material. Es muy fácil
tomar equivocadamente la representación por la realidad que trata de
representar, y en la medida en que la representación falsifica (como siem-
pre lo hace hasta cierto punto), acabamos creyendo en algo que es falso
y actuando sobre ello. Del mismo modo que no podemos ver el trabajo
social coagulado en una mercancía, nos vemos particularmente cegados
respecto a la naturaleza del trabajo social por el dinero que la representa.
Contradicción 2. El valor social del trabajo y su representación mediante el dinero | 43

Consideraremos algunos ejemplos dentro de un momento. La insepara-


bilidad entre el valor y su representación es importante. Deriva del hecho
simple de que sin el dinero y las transacciones que facilita, el valor no
podría existir como relación social inmaterial. Con otras palabras, el valor
no podría formarse sin la ayuda de su representación material (el dinero)
y las prácticas sociales del intercambio. La relación entre dinero y valor es
dialéctica y coevolutiva –ambos surgen juntos–, pero no causal.
Pero esa relación puede ser también equívoca porque la «brecha» entre
el valor social y su representación está cuajada de contradicciones potencia-
les, que dependen de la forma adoptada por el dinero. El dinero-mercancía
(como el oro y la plata) se inserta en mercancías tangibles con determi-
nadas cualidades físicas, mientras que las monedas, el papel moneda y el
dinero fiduciario (ya sean emitidos por entidades privadas o por el Estado),
así como las formas más recientes de dinero electrónico son simplemente
símbolos. El «dinero de cuenta» permite prescindir de los pagos con dinero
físico real en el momento de la venta o compra, remitiéndolos al pago del
saldo neto al cabo de cierto periodo. Para las empresas comerciales el saldo
neto de múltiples transacciones monetarias suele ser una cantidad mucho
menor que las transacciones totales efectuadas, porque las compras y las
ventas se compensan mutuamente. Sólo se paga en realidad el saldo neto
residual. Los bancos, por ejemplo, intercambian cheques entre sí (ahora
eso se hace electrónicamente, pero antes solía hacerse manualmente en
las cámaras de compensación –cinco veces al día en Nueva York– y cada
banco enviaba recaderos a depositar los cheques en la ventanilla del banco
contra el que se habían firmado). Al final del día o del periodo de com-
pensación, las transferencias netas entre los bancos pueden ser cercanas a
cero, aunque hayan tenido lugar gran número de transacciones, porque
los cheques girados contra un banco son compensados por los depositados
por muchos otros. El dinero de cuenta reduce así notablemente la canti-
dad de dinero «real» necesario. Ese tipo de dinero también sirve para las
operaciones de una vasta variedad de instrumentos de crédito y préstamos
que facilitan tanto la producción como el consumo (en el mercado de
la vivienda, por ejemplo, los promotores piden préstamos para construir
especulativamente viviendas, y los consumidores utilizan la financiación
hipotecaria para comprar esas viviendas). El dinero crediticio constituye
en sí mismo todo un mundo realmente complicado, que algunos teóricos
consideran radicalmente diferente del de otros tipos de dinero.
De todo esto deriva un uso peculiar y aparentemente tautológico del
dinero. Éste, que supuestamente mide el valor, se convierte a su vez en un
tipo de mercancía, el capital-dinero. Su valor de uso consiste en utilizarlo para
producir más valor (beneficio o plusvalor). Su valor de cambio viene dado por
el pago de intereses, con lo que de hecho se adscribe un valor a lo que mide el
44 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

valor (¡algo verdaderamente tautológico!). Esto es lo que hace del dinero una
medida tan peculiar y tan curiosa. Mientras que otras medidas estándar, como
las de longitud o peso (metros, kilos, etc.) no se pueden comprar o vender por
sí mismas (puedo comprar kilos de patatas, pero no kilos en sí), el dinero se
puede comprar y vender por sí mismo como capital-dinero (puedo comprar el
uso de 100 dólares durante cierto periodo de tiempo).
La forma más simple de crear una representación material del valor
es seleccionar una mercancía como representativa del valor de todas las
demás. Por diversas razones los metales preciosos, en particular el oro y
la plata, aparecieron históricamente como los más aptos para cumplir ese
papel. Las razones por las que fueron seleccionados son importantes. Para
empezar, esos metales son relativamente escasos y su oferta acumulada
es prácticamente constante. No puedo ir a mi patio trasero y cavar hasta
encontrar cierta cantidad de oro o plata cuando yo quiera. La oferta de los
metales preciosos es relativamente inelástica, por lo que mantienen su valor
relativo frente a todas las demás mercancías cuando pasa el tiempo (aun-
que estallidos de actividad productiva, como la fiebre del oro en California,
crearon algunos problemas). La mayor parte del oro del mundo ha sido
ya extraído y sacado a la superficie. En segundo lugar, esos metales no se
oxidan y deterioran (como sucedería si eligiéramos frambuesas o patatas
como mercancía-dinero); eso significa que mantienen sus características
físicas con el paso del tiempo de una transacción de mercado a otra, y
lo que es aún más importante, pueden funcionar de forma relativamente
segura como depósito de valor a largo plazo. En tercer lugar, las propieda-
des físicas de esos metales son bien conocidas y sus cualidades se pueden
evaluar con precisión de forma que su medida se calibra fácilmente, a dife-
rencia, digamos, de las botellas de vodka (donde el gusto del consumidor
podría ser muy variable) utilizadas como dinero en Rusia cuando el sistema
monetario se hundió a finales de la década de 1990 y el comercio quedó
reducido a un sistema de trueque multilateral1. Las propiedades físicas y
materiales de esos elementos del mundo llamado natural se usan para fijar
y representar la inmaterialidad del valor como trabajo social.
Pero el dinero-mercancía es difícil de usar diariamente para la compra
y venta de artículos de bajo valor, por lo que las monedas, fichas y al final
trozos de papel y luego dinero electrónico se hicieron mucho más habitua-
les en los mercados del mundo. ¡Imaginemos qué pasaría si tuviéramos que
pagar por una taza de café en la calle un peso exacto de oro o plata! Así,
pues, si bien el dinero-mercancía pudo proporcionar una base física sólida
para representar el trabajo social (los billetes de banco británicos todavía
prometen «pagar al portador», aunque hace tiempo que dejaron de ser

1
Este relato fascinante aparece en Paul Seabright (ed.), The Vanishing Rouble. Barter Networks and
Non-Monetary Transactions in Post-Soviet Societies, Londres, Cambridge University Press, 2000.
Contradicción 2. El valor social del trabajo y su representación mediante el dinero | 45

discrecionalmente convertibles en oro o plata), fueron pronto desplazados


por formas de dinero más flexibles y manejables, con lo que se creaba otra
rareza: monedas que fueron originalmente creadas para dar forma física a
la inmaterialidad del trabajo social pasaron a ser representadas por nuevos
símbolos, y últimamente por simples números en cuentas computerizadas.
Cuando la mercancía-dinero es representada por números, se introduce
en el sistema monetario una paradoja seria y potencialmente engañosa.
Mientras que el oro y la plata son relativamente escasos y de oferta cons-
tante, la representación del dinero por números permite que la cantidad
disponible se expanda sin ningún límite técnico. Hemos visto así en estos
últimos años a la Reserva Federal sacarse del sombrero billones de dólares
para introducirlos en la economía mediante tácticas como la llamada «fle-
xibilización cuantitativa» [quantitative easing]. Parece no haber límites a
esas posibilidades aparte de las impuestas por las decisiones y regulaciones
estatales. Cuando en la década de 1970 se abandonó la base metálica del
dinero global, entramos de hecho en un mundo en el que se puede crear
y acumular dinero prácticamente sin límites. Además, el auge de monedas
de cuenta y lo que es aún más importante del dinero crediticio (empe-
zando por el simple uso de pagarés) pone en buena medida la creación
de dinero en manos individuales y de los bancos arrebatándosela a las
instituciones estatales, lo que suscitó intervenciones e imposiciones regu-
ladoras por parte del aparato estatal en lo que a menudo no han sido sino
intentos desesperados de gestionar el sistema monetario. Episodios asom-
brosos y legendarios de inflación, como el que tuvo lugar en la República
de Weimar alemana en la década de 1920, han puesto de relieve el papel
clave del Estado en relación con la confianza en las cualidades y significado
del papel dinero que emite. Retomaremos este asunto en relación con la
tercera contradicción fundamental.
Todas esas peculariedades surgen en parte porque las tres funciones
básicas del dinero tienen exigencias muy diferentes en cuanto a su realiza-
ción efectiva. El dinero-mercancía es bueno como depósito de valor pero
disfuncional cuando se trata de hacer circular las mercancías en el mercado.
Las monedas y el papel moneda son muy buenos como medios de pago
pero menos seguros como depósitos de valor a largo plazo. El dinero fidu-
ciario de circulación obligada emitido por el Estado (obligada porque los
impuestos deben pagarse en esa moneda) están sometidos a los caprichos
políticos de las autoridades emisoras (por ejemplo, las deudas se pueden
desinflar simplemente imprimiendo dinero). Esas distintas funciones no
son totalmente coherentes entre sí, pero tampoco son independientes.
Si el dinero no sirviera como almacén de valor más que de forma efímera,
sería inútil como medio de circulación. Por otro lado, si sólo pretendemos
que el dinero sea un medio de circulación, entonces el dinero falso puede
46 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

servir tan bien como el «real» de una moneda de plata. Por eso el oro y la
plata, muy buenos como medida y depósito de valor, necesitan a su vez
una representación en forma de billetes y títulos de crédito para que la cir-
culación de las mercancías sea fluida. ¡Así acabamos con representaciones
de representaciones del trabajo social como base de la forma dinero! Se da
ahí, por decirlo así, un doble fetiche (un doble conjunto de máscaras tras
las que se oculta la socialidad del trabajo humano).
Con la ayuda del dinero, a las mercancías se les puede poner una etiqueta
para llevarlas al mercado con un precio de venta, precio que puede ser o
no realizado según las condiciones de oferta y demanda. Pero ese etique-
tado lleva consigo otro conjunto de contradicciones. El precio realmente
realizado en una venta individual depende de condiciones particulares de
oferta y demanda en un lugar y momento particular. No existe una corres-
pondencia inmediata entre el precio singular y la generalidad del valor. Sólo
en mercados competitivos con un funcionamiento perfecto podemos prever
la convergencia de todos esos precios de mercado singulares efectivamente
realizados en torno a un precio medio que representa la generalidad del valor,
aunque es precisamente porque los precios pueden divergir por lo que pue-
den oscilar hasta proporcionar una representación más firme del valor. Sin
embargo, el proceso de mercado ofrece muchas oportunidades y tentaciones
para desviar esa convergencia. Cada capitalista ansía poder vender con un
precio de monopolio y evitar la competencia. De ahí la notoriedad de las
marcas y las prácticas de venta basadas en la promoción de logotipos, que
permiten por ejemplo a Nike cargar un precio de monopolio permanente-
mente mayor que el estándar unificado del valor en la producción de calzado
deportivo. Esa divergencia cuantitativa entre precios y valores plantea un
problema: los capitalistas responden necesariamente a los precios y no a los
valores porque en el mercado ven únicamente precios y no cuentan con un
medio directo para estimar los valores. En la medida en que existe una dis-
tancia cuantitativa entre precios y valores, los capitalistas se ven obligados a
responder a las representaciones engañosas más que a los valores subyacentes.
Además, no hay nada que impida poner esa etiqueta llamada precio
a cualquier cosa, ya sea producto del trabajo social o no. Puedo colgar la
etiqueta en una parcela de terreno y extraer una renta por su uso. Puedo,
como todos esos grupos de presión de la Street K de Washington, comprar
legalmente influencia en el Congreso o cruzar la línea para vender con-
ciencia, honor y reputación al mejor postor. Entre el precio de mercado
y el valor social de una mercancía existe no sólo una divergencia cuanti-
tativa, sino también cualitativa. Puedo hacer una fortuna con el tráfico
de mujeres, traficando con drogas o vendiendo armas clandestinamente
(tres de los negocios más lucrativos del capitalismo contemporáneo). Y
aún peor (¡si es que ello es posible!), puedo usar mi dinero para hacer
Contradicción 2. El valor social del trabajo y su representación mediante el dinero | 47

más dinero, como si fuera capital cuando no lo es. Los signos moneta-
rios divergen de lo que deberían ser según la lógica del trabajo social.
Puedo crear vastos depósitos de capital ficticio, esto es, capital dinero
dedicado a actividades que no crean ningún valor en absoluto pero que
son muy rentables en términos monetarios y de rendimiento de inte-
reses. La deuda pública para organizar y emprender guerras siempre se
ha financiado mediante la circulación de capital ficticio: la gente presta
al Estado, que se lo devuelve con un interés extraído de los impuestos
recaudados aunque se esté destruyendo valor y no creándolo.
Ahí hay pues otra paradoja: el dinero que se supone que representa el
valor social del trabajo creativo adopta una forma –capital ficticio– que cir-
cula hasta llenar finalmente los bolsillos de financieros y bonistas mediante
la extracción de riqueza de todo tipo de actividades no productivas (no
productoras de valor). A quien no lo crea le bastará echar una mirada a la
reciente historia del mercado de la vivienda para entender exactamente lo
que quiero decir. La especulación sobre el valor de la vivienda no es una
actividad productiva, pero enormes cantidades de capital ficticio afluyeron
al mercado de la vivienda hasta 2007-2008 porque el rendimiento de las
inversiones en él era muy alto. El crédito fácil significaba un alza conti-
nua del precio de la vivienda y la elevada rotación significaba una plétora
de oportunidades para ganar comisiones y honorarios exorbitantes en las
transacciones realizadas en ese mercado. Con el empaquetamiento de las
hipotecas (una forma de capital ficticio) en collateralized debt obligations
[obligaciones de deuda garantizadas], se creó un instrumento de deuda
(una forma de capital aún más ficticio) que se podía comercializar en el
mundo entero. Esos instrumentos de capital ficticio, muchos de los cuales
resultaron no tener valor alguno, y aun así las agencias de calificación certi-
ficaban que eran «tan seguros como las casas», fueron vendidos a inversores
ingenuos en todo el mundo en un frenesí desbocado cuyos excesos segui-
mos pagando todavía hoy.
Las contradicciones surgidas de la forma dinero son por tanto múlti-
ples. Las representaciones, como ya hemos observado, falsifican incluso
lo que representan. En el caso del oro y la plata como representaciones
del valor social, se toman las circunstancias particulares para la produc-
ción de esos metales preciosos como medida general del valor coagulado
en todas las mercancías. Se toma en efecto un valor de uso particular (el
oro metálico) y se utiliza para representar el valor de cambio en general.
Por encima de todo, se toma algo que es intrínsecamente social y se
representa de una forma que puede ser apropiada como poder social por
determinadas personas privadas. Esta última contradicción tiene conse-
cuencias muy profundas y en ciertos aspectos devastadoras para las otras
contradicciones del capital.
48 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

Para empezar, el hecho de que el dinero permita que el poder social sea
apropiado y exclusivamente utilizado por personas privadas sitúa al dinero
en el centro de una amplia variedad de comportamientos humanos noci-
vos: el ansia y codicia de dinero y del poder que confiere se convierten
inevitablemente en características centrales de la estructura política del
capitalismo. De ahí todo tipo de comportamientos y creencias fetichistas.
El deseo de dinero como forma de poder social lo convierte en un fin en sí
mismo que distorsiona la relación entre oferta y demanda del mismo que
se necesitaría simplemente para facilitar los intercambios, desmintiendo la
supuesta racionalidad del mercado capitalista.
Se puede sin duda debatir si la codicia es una característica intrínseca de
los seres humanos o no (Marx, por ejemplo, no creía que fuera así). Pero
lo que es sin duda cierto es que el auge de la forma dinero y la posibili-
dad de su apropiación privada ha creado un espacio para la proliferación
de comportamientos humanos nada virtuosos ni nobles. La acumulación
de riqueza y poder (acumulaciones que se eliminaban ritualmente en los
famosos sistemas potlatch de las sociedades precapitalistas) ha sido no sólo
tolerada sino saludada y tratada como objeto de admiración, lo que llevó
al economista británico John Maynard Keynes a escribir en 1930, en sus
«Posibilidades económicas para nuestros nietos», que:
Cuando la acumulación de riqueza no sea ya de gran importancia so-
cial, habrá grandes cambios en el código moral. Podremos liberarnos
de muchos de los prejuicios seudomorales que nos han atormentado
durante doscientos años y por los que hemos exaltado algunas de las
cualidades humanas más desagradables, elevándolas a la posición de las
más altas virtudes. Podremos atrevernos a atribuir al motivo del dinero
su auténtico valor. El amor al dinero como posesión –algo distinto
al amor al dinero como medio para el disfrute de las realidades de la
vida– será reconocido como lo que es, una morbidez un tanto asque-
rosa, una de esas propensiones semicriminales y semipatológicas que se
abandonan con un estremecimiento a los especialistas en enfermedades
mentales. Seremos entonces libres para descartar por fin todo tipo de
hábitos sociales y prácticas económicas que afectan a la distribución de
riqueza y de recompensas y penalizaciones económicas que ahora man-
tenemos a cualquier precio, por desagradables e injustas que puedan
ser en sí mismas, porque son tremendamente útiles para promover la
acumulación de capital2.

¿Cual debería ser pues la respuesta crítica a todo esto? En la medida


en que la circulación de capital ficticio especulativo conduce inevitable-
mente a turbulencias que se cobran un elevado tributo de la sociedad

2
John Maynard Keynes, Essays in Persuasion, Nueva York, Classic House Books, 2009, p. 199
[ed. cast.: Ensayos de persuasión, Madrid, Síntesis, 2009].
Contradicción 2. El valor social del trabajo y su representación mediante el dinero | 49

capitalista en general (pero sobre todo, del modo más trágico, de las
franjas de la población más vulnerables), un ataque directo contra los
excesos especulativos y las formas monetarias (en gran medida ficticias)
que los han promovido se convierte necesariamente en eje primordial de
la lucha política. En la medida en que esas formas especulativas han favo-
recido los inmensos aumentos en la desigualdad social y la distribución
de riqueza y poder, de modo que la oligarquía emergente –el infame 1
por 100, que en realidad es un 0,1 por 100 aún más infame)– controla
ahora efectivamente las palancas de toda la riqueza y el poder globales,
eso también define obvios frentes de lucha de clases decisivos para el
futuro bienestar de la gran mayoría de la humanidad.
Pero ello es únicamente la punta más obvia del iceberg. El dinero es,
merece la pena repetirlo, tan inseparable del valor como el valor de cambio
lo es del dinero. Los vínculos entre los tres están estrechamente entrelaza-
dos. Si el valor de cambio se debilita y en último término desaparece como
brújula que guía cómo se producen y distribuyen los valores de uso en
la sociedad, desaparecerán igualmente la necesidad de dinero y todas las
demás patologías ansiosas asociadas con su uso (como capital) y su pose-
sión (como fuente excelsa de poder social). Aunque el objetivo utópico de
un orden social sin valor de cambio y por lo tanto sin dinero requiere una
articulación pausada, el paso intermedio del diseño de formas cuasi dine-
rarias que faciliten el intercambio pero inhiban la acumulación privada de
riqueza y poder social es urgente, y además factible en principio. Keynes,
en su influyente Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936),
por ejemplo, citaba al «extraño e indebidamente olvidado profeta Silvio
Gesell», quien hace mucho tiempo propuso la creación de una especie de
paradinero que se oxidaría si no era utilizado. La desigualdad fundamental
entre mercancías (valores de uso) que se desgastan o se ajan y una forma
dinero (valor de cambio) que no lo hace debe rectificarse. «Sólo un dinero
que se quede atrasado como un periódico, que se pudra como unas pata-
tas, o que se evapore como el éter, puede superar el test como instrumento
de intercambio de las patatas, los periódicos, el hierro o el éter», escribía
Gesell3. Con el dinero electrónico eso se podría practicar ahora mucho
más fácilmente, asignando una fecha límite de caducidad a las cuentas
monetarias, de forma que el dinero no utilizado (como los kilómetros
no aprovechados de los bonos de líneas aéreas) se desvanezca al cabo de

3
Silvio Gesell, The Natural Economic Order, 1916, http://www.archive.org/details/TheNaturalE-
conomic Order, p. 121 [ed. cast.: El dinero tal cual es. El orden económico natural, Rota, Hur-
qualya, 2008]. Para un análisis más profundo de las ideas de Gesell, véase John Maynard Keynes,
The General Theory of Employment, Interest, and Money, Nueva York, Harcourt Brace, 1964, p.
363 [ed. cast.: Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, Barcelona, RBA, 2004], y
Charles Eisenstein, Sacred Economics. Money, Gift and Society in the Age of Transition, Berkeley
(CA), Evolver Editions, 2011.
50 | Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo

cierto periodo de tiempo. Esto corta el lazo entre el dinero como medio de
circulación y el dinero como medida y aún más significativamente como
depósito de valor (y por lo tanto como medio primordial de acumulación
de riqueza y poder privados).
Obviamente, iniciativas de ese tipo requerirán ajustes de amplio espectro
en otros aspectos de la economía. Si el dinero se oxida sería imposible aho-
rrarlo para futuras necesidades. Los fondos de inversión en pensiones, por
ejemplo, desaparecerían. Pero ésa no es una perspectiva tan estremecedora
como podría parecer. Para empezar, los fondos de pensiones pueden perder
su valor de todas formas (debido a la financiación insuficiente, la mala ges-
tión, los colapsos del mercado de valores o la inflación). El valor monetario
de los fondos de pensiones es contingente y nada seguro como están com-
probando ahora a sus expensas muchos pensionistas. La Seguridad Social,
en cambio, debería cubrir unos derechos de jubilación independientes en
principio del ahorro de dinero para el futuro. Los trabajadores de hoy man-
tienen a quienes los precedieron. Sería mucho mejor organizar los ingresos
del futuro por ese medio que ahorrando y esperando que las inversiones
sean rentables. Una renta básica garantizada para todos, esto es, un acceso
mínimo a un conjunto de valores de uso colectivamente gestionado, obviaría
totalmente la necesidad de una forma dinero y de unos ahorros privados que
garanticen cierta seguridad económica en el futuro.
Se concentraría así la atención en lo que realmente importa, que es la
creación continua de valores de uso mediante el trabajo social y la erra-
dicación del valor de cambio como medio principal de organización de
la producción de valores de uso. Marx, por ejemplo, creía que las refor-
mas del sistema monetario no garantizarían por sí mismas la disolución
del poder del capital y que era ilusorio creer que las reformas monetarias
pudieran ser la punta de lanza del cambio revolucionario, algo en lo que
creo que estaba acertado. Pero sus análisis dejan también claro, a mi juicio,
que la construcción de una alternativa al capital requeriría como condición
necesaria pero no suficiente una reconfiguración radical de la organización
de los intercambios y la disolución en último término del poder del dinero,
no sólo sobre la vida social, sino, como indicaba Keynes, sobre nuestras
concepciones mentales y morales del mundo. Imaginar una economía sin
dinero es una forma de estimar cómo podría ser una alternativa al capita-
lismo. Su posibilidad, dadas las potencialidades del dinero electrónico o
incluso de sustitutos del dinero, puede no estar tan lejos. La aparición de
nuevas formas de cibermonedas, como el bitcoin, sugiere que el propio
capital trata de inventar nuevas formas monetarias. Para la izquierda sería
por lo tanto oportuno y juicioso situar el proyecto y el pensamiento polí-
tico en torno a este objetivo último.

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