Lecturas Gnoseología 5°
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En lo que va del curso hemos trabajado con la verdad como algo que se puede
afirmar acerca de proposiciones, esto es, dada una proposición podemos asignarle un
valor de verdad (o verdadera, o falsa). Cabe la pregunta, ¿Qué significa “verdad”? De
haber una verdad, ¿podemos acceder a ella? ¿Qué hace que una proposición o un
juicio sean verdaderos? ¿Podemos “conocer” realmente la verdad?
“La teoría del conocimiento es, como su nombre indica, una teoría, esto es, una
explicación e interpretación filosófica del conocimiento humano. (...)
Francisco Sánchez
NI esto siquiera sé, que nada sé; lo conjeturo, sin embargo, de mí y de los demás.
Sea esta proposición mi bandera; ésta se debe seguir: Nada se sabe.
Si supiere probarla, concluiría con razón que nada se sabe; si no supiere, mejor
todavía, pues tal es lo que afirmo.
Pero dirás: si sabes probarla, seguiráse lo contrario, pues ya sabes algo.
Pero yo concluí lo contrario primero que tú arguyeras.
Ya se comienza a enredar la cosa; de esto mismo ya se sigue que nada se sabe.
Tal vez no me entendiste y me llamas ignorante y caviloso.
Dijiste verdad. Pero yo mejor que tú, porque no entendiste.
Ambos, pues, ignorantes.
Ya, pues, sin saberlo, concluíste lo que buscaba.
Si entendiste la ambigüedad de la consecuencia, viste manifiestamente que nada se
sabe; si no, piensa, distingue y desátame el nudo.
Aguza el ingenio. Prosigo.
Traigamos la cosa por su nombre. Pues para mí toda definición es nominal y casi toda
cuestión lo es.
Voy a explicarme.
No podemos conocer las naturalezas de las cosas; al menos yo; si dices que tú sí, no lo
disputaré; pero es falso. ¿Por qué tú y no yo? De ahí, que nada sabemos.
Y si no las conocemos, ¿cómo demostrarlas? De ninguna manera.[3]
Tú, no obstante, dices que es definición la que demuestra la naturaleza de la cosa.
Dame una. No la tienes. Concluyo, pues...
Además, ¿cómo ponemos nombres a las cosas que no conocemos? No lo concibo. Los
hay, sin embargo.
De ahí, duda perpetua acerca de los nombres y mucha confusión y falacia en las
palabras, y tal vez en todo esto que acabo de decir. Concluye tú...
Dices que tú defines esta cosa que es el hombre con esta definición: animal racional
mortal. Niego. Pues dudo nuevamente de la palabra animal, de la racional y de la otra.
Definirás todavía estas cosas por los géneros y las diferencias superiores, según les
llamas, hasta llegar al ente. Preguntaré lo mismo de cada uno de los nombres y,
finalmente, del último: ente. Ya sé menos.[4]
Dirás, sin embargo, que al fin se ha de cesar en las preguntas. Esto no resuelve la
dificultad ni satisface a la mente. Declaras, forzado, la ignorancia. Me alegro. Procedo,
pues, en consecuencia.
Una sola cosa es el hombre; pero la señalas, no obstante, con muchos nombres: ente,
substancia, cuerpo, viviente, animal, hombre y, finalmente, Sócrates. ¿No son, todas
éstas, palabras? Ciertamente. Si significan lo mismo, son superfluas; si nuevas cosas, no
significan una sola: el hombre.
Dices que consideras muchas cosas en el mismo hombre, a cada una de las cuales
atribuyes nombres propios. Haces la cuestión más dudosa. No entiendes a todo el
hombre, que es algo magno, craso y perceptible por el sentido, y lo divides en tan
pequeñas partes, que escapan al sentido, el más seguro de todos los jueces, para
indagarlas con la razón falaz y oscura. Obras mal, me engañas, y te engañas más a ti
mismo.
Pregunto: ¿qué llamas en el hombre animal, viviente, cuerpo, substancia, ente? Lo
ignoras como antes. Y yo también. Y esto quería. Lo diré, sin embargo, más abajo.
Pregunto después: ¿qué significa este nombre cualidad, qué naturaleza, qué ánima,
qué vida? Dirás: esto. Lo negaré fácilmente, pues puede ser otra cosa. Pruébalo. Recurres
a Aristóteles. Yo a Cicerón, cuyo es el oficio de mostrar las significaciones de las
palabras.
Dirás que no habló con tanta propiedad Cicerón ni con tanta exquisitez. Yo replicaré
lo contrario, pues Cicerón ejercía este arte, no Aristóteles. Si quieres más, traeré otros
cultivadores de la lengua latina o de la griega, pues es lo mismo. No hay entre ellos
concordia alguna, ninguna certidumbre, ninguna estabilidad, ningunos límites. Cada
cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí las acomoda a su placer.
De ahí tantos tropos, tantas figuras, tantas reglas, tanta confusión, de todo lo cual se
compone la Gramática.
Y ¿qué no pervierten la Retórica y la Poética? ¿De qué modos no abusan? Todos ellos
ejercitan sólo la inútil locuacidad.
Así también la Dialéctica o Lógica, aunque de diversa suerte; pues dispone en orden
las palabras, las prepara al combate y les prohibe que peleen separadas, en vez de
unidas; dicta leyes, cohibe, consiente, apremia. Finalmente, son parecidas la Dialéctica y
la Lógica a aquellos que fingen batallas y campamentos en los juegos y espectáculos
públicos, en los cuales se requiere más decoro que fuerza; muy al contrario acontece a los
que se preparan seriamente para la guerra, a los cuales más conviene la fuerza que la
hermosura.
Y, para todos, son las palabras soldados locuaces. ¿A cuál de ellas creerás más? Es
dudoso. Cada una quiere ser creída. No basta esto. Las significaciones de las palabras
parece que dependen principal o totalmente del vulgo, y, por tanto, a él se han de
preguntar; pues ¿quién nos enseñó a hablar sino el vulgo?
Por esta razón, casi todos los que hasta el momento presente escribieron tomaron por
fundamento de disputa lo que más frecuentemente está en boca de los hombres, como
aquello: «Entonces decimos que sabemos algo cuando conocemos sus causas y
principios», y aquello otro: «Hase de aceptar aquí aquel principio aprobado por el
consentimiento de todos, que todos los hombres entonces se juzgan firmes», etc.
Mas ¿hay en el vulgo alguna certidumbre y estabilidad? Ninguna. ¿Cómo, pues, habrá
alguna vez reposo en las palabras?
Ya no hay dónde te refugies.
Dirás tal vez que se ha de buscar qué significación usó el que primero impuso el
nombre. Búscalo, pues. No lo hallarás.
Pero ya es bastante.
¿Es o no es todo, manifiestamente, cuestión de nombres? A mí me parece que lo probé.
Si lo niegas continuarás la prueba de la cuestión principal. Pero luego se probará mejor.
El conocimiento.
Mas ahora sujetémonos al negocio que interesa de presente.
¿Qué es conocimiento? La aprehensión de la cosa. ¿Qué es aprehensión? Apréndetelo
de ti, pues yo no puedo ingerírtelo todo en la mente. Y si insistes diré: intelección,
perspección, intuición. Si sigues preguntándome de estas últimas cosas, callaré.
Distingue, no obstante, la aprehensión de la recepción; pues recibe el perro la imagen del
hombre, de la piedra, de la cantidad; pero no conoce. Y aun recíbela nuestro ojo y
tampoco conoce. Recíbela el alma muchas veces y no conoce, como cuando admite lo
falso, cuando se ofrecen a un ingenio tardo cosas obscuras.
Distingue también el conocimiento propiamente dicho que ahora describimos, pero
que no conocemos, de otro impropiamente dicho, por el cual dícese que conoce cada cual
aquellas cosas que vió en otra ocasión y retiene en la memoria ornadas con las propias
señales. Pues con este conocimiento dícese que conoce el niño al padre y al hermano, y el
perro al dueño y el camino por donde fué.
Divide, después, todo conocimiento en dos: Uno perfecto, por el cual se contempla y
entiende la cosa por todas partes, por dentro y por fuera, y ésta es la ciencia que ahora
quisiéramos conciliar con los hombres, pero que ella no quiere. Otro imperfecto, por el
cual apréndese la cosa de cualquier manera. Y éste nos es familiar. Pero es mayor,
menor, más claro, más obscuro y, finalmente, dividido en varios grados, según los varios
ingenios de los hombres.
Este segundo conocimiento lo hacen doble.
Uno externo, que se hace por los sentidos y le llaman, por consiguiente, sensual; otro
interno, que es por sola la mente, pero nada menos que eso.
De otra manera se han de considerar estas cosas.
El hombre es un solo cognoscente. Uno solo el conocimiento en todas estas cosas; pues
es una sola la mente que conoce lo externo y lo interno.
El sentido nada conoce, nada juzga; sólo recibe lo que ofrezca a la mente que ha de
conocer. Del mismo modo que el aire no ve los colores ni la luz, aunque los reciba para
ofrecerlos a la vista.
EL SIGNIFICADO DE LA VERDAD
PREFACIO
1
Pero verificabilidad, añado yo, vale tanto como verificación. Frente a un proceso-verdad completo,
hay millones en nuestras vidas que actúan en embrión. Éstos nos conducen hacia la verificación
directa, hacia las proximidades del objeto que contemplan; y luego, si todo se desenvuelve
armónicamente, estamos tan seguros de que su verificación es posible que la omitimos, y
corrientemente nos justificamos por todo lo que sucede.
1 Pero verificabilidad, añado yo, vale tanto como verificación. Frente a un
proceso-verdad completo, hay millones en nuestras vidas que actúan en embrión.
Éstos nos conducen hacia la verificación directa, hacia las proximidades del objeto
que contemplan; y luego, si todo se desenvuelve armónicamente, estamos tan
seguros de que su verificación es posible que la omitimos, y corrientemente nos
justificamos por todo lo que sucede. tal activo contacto con ella que se la maneje, a
ella o a algo relacionado con ella, mejor que si no estuviéramos conformes con ella.
Mejor, ya sea en sentido intelectual o práctico... Cualquier idea que nos ayude a
tratar, práctica o intelectualmente, la realidad o sus conexiones, que no complique
nuestro progreso con fracasos, que se adecué, de hecho, y adapte nuestra vida al
marco de la realidad, estará de acuerdo suficientemente como para satisfacer la
exigencia. Mantendrá la verdad de aquella realidad.
"Lo verdadero, dicho brevemente, es sólo lo ventajoso en nuestro modo de
pensar, de igual forma que lo justo es sólo lo ventajoso en el modo de conducirnos.
Ventajoso en casi todos los órdenes y en general, por supuesto, pues lo que
responde satisfactoriamente a la experiencia en perspectiva no responderá de
modo necesario a todas las ulteriores experiencias tan satisfactoriamente. La
experiencia, como sabemos, tiene modos de "salirse" y de hacernos corregir
nuestras actuales fórmulas."
HUMANISMO Y VERDAD
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