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AYLLÓN

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3.

LA VERDAD

Soy amigo de Platón,


pero soy más amigo de la verdad.

(A r is t ó t e l e s )

Ética y verdad

a ética, por definición, busca el bien. Y el bien se logra

L cuando se conoce y se respeta la verdad. ¿Qué hace


bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas
la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Solo
esto: la verdad. Por eso, obrar bien es obrar conforme a la ser
dad, conforme a lo que son las cosas. Y, entre la multiplicidad de
verdades, la verdad sobre el propio hombre. La más depurada sa­
biduría griega recom ienda el «conócete a ti mismo», y Platón
afirma que no podríamos conocer qué conducta nos hace buenos
si desconocemos lo que somos.
La verdad es, por lo dicho, uno de los fundamentos principa
les de la ética. Pero es un fundamento problemático, el alcance)
Ja validez del conocim iento humano han sido siempre objeto
Profundas y su tiles discusiones. ¿Qué es la verdad: Esta pre
gunta la han formulado pensadores de todos los tiempos, > a
luición más clara fue propuesta en el siglo xiu. la \crda
31
¡OSE RAMÓN AYLLON

adecuación entre el entendimiento y la realidad, y significa llegar


a saber lo que las cosas son en sí mismas.
En esa adecuación, es el entendimiento el que se conforma a la
realidad de las cosas, que nunca son como son porque nosotros así
lo pensemos. Tú no eres rubio porque todos piensen que lo eres
sino que, porque eres rubio, se ajustan a la verdad todos los que así
lo afirman. De aquí se desprende que la realidad constituye el fun­
damento de la verdad, y que un conocimiento es verdadero cuando
manifiesta y declara el ser de las cosas. Por eso, el error no es cono­
cimiento, pues conocer falsamente algo equivale a no conocerlo.
Si el origen de la verdad es la misma realidad, para avanzar en
el conocimiento debemos esforzamos en captar mejor la realidad
de las cosas, y no simplemente en estar informados de lo que
opinan unos y otros, pues la opinión de los hombres no es fuente
clara de verdad.

Duda, opinión, certeza

Al comienzo de la Odisea, Atenea, disfrazada de rey extranjero,


le pregunta a Telémaco si es de verdad el hijo de Ulises, «pues te
pareces a él asombrosamente». Y Telémaco contestó con discre­
ción: «Mi madre asegura que soy hijo de Ulises; yo, en cambio, no
lo sé, pues jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe».
En este breve diálogo se manifiesta un hecho muy común: el
convencimiento que las personas poseen sobre la verdad de sus
conocimientos admite grados. El más bajo se llama duda, y con­
siste en fluctuar entre la afirmación y la negación de una deter­
minada proposición, sin inclinarse hacia un extremo de la alter­
nativa más que hacia el o it o .
Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una pro­
posición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. Por tanto,
32
LA VERDAD

es un asentimiento débil. La opinión es una estimación ante


aquello que puede ser o no ser, ser de una forma o de otra. El
hombre se ve obligado a opinar porque la limitación de su co­
nocimiento le impide alcanzar a menudo la certeza: puede llo­
ver o no llover; puedo morir dentro de dos, doce, treinta años...
La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: ha­
blar sobre la configuración futura de la sociedad o de nuestra
propia vida es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo
cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Sé­
neca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino
pesadas.
Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más
allá de la opinión. Por tanto, el escepticismo es la postura que
niega la capacidad humana para alcanzar la verdad. La palabra
procede del griego skéj)tomai, que significa examinar, observar
detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es la
actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede afirmar
con certeza, por lo que más vale refugiarse en la abstención de
todo juicio.
Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma
inequívoca no es opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo
cierto como opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tie­
rra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la repú­
blica es la mejor forma de gobierno.
La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es
otra cosa que la presencia patente de la realidad. La evidencia es
mediata cuando no se da en la conclusión, sino en los pasos que
conducen a ella: no conozco a los padres de Antonio, pero la
existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace necesa­
ria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es para
mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus
padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente,
33

i
fOSf KAVftXVAXU.OS ----------- ------------------------------------------------

pero con una evidencia no directa sino mediata, que me viene


por medio de su hijo.
U condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus
conocimientos no se realicen de forma inmediata. Son pocos los
hombres que han visto las moléculas, los fondos marinos, la es­
tratosfera o Madagascar. La mayoría de los hom bres tampoco
han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a Carlomagno.
Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras
muchas personas y realidades. Su certeza se apoya en un tipo de
evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime
de testigos. En un caso, la comunidad científica; en otro, las imá­
genes de todos los medios de comunicación; y si se trata de he­
chos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes de la
historia y de la arqueología.
Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razona­
mientos, sino en segundas o terceras personas. Si no admitié­
ramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros padres no
podrían educamos, la ciencia no progresaría, no existiría la
enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si solo conce­
diésemos valor a lo conocido por uno m ism o, la vida social,
además de estar integrada por individuos ig n o ra n tes, sería
imposible. Por tanto, es necesario y razon ab le dar crédito,
creer.
¿Puede tener certeza quien cree? Sabem os que la certeza
nace de la evidencia. ¿Qué evidencia se le ofrece al que cree?
Solo una: la de la credibilidad del testigo. El que no ha estado
en América cree en los que sí han estado y atestiguan su exis­
tencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron.
Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos
casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos ca­
sos debemos incluir los que dan origen a algunas creencias reli­
giosas. Por eso, la fe -creer el testimonio de a lg u ien - es una

M
LA VERDAD

exigencia racional, y su exclusión es una reducción arbitraria


de las posibilidades humanas.

La inclinación subjetiva

Si la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la reali­


dad, depende más de lo que son las cosas que del sujeto que las
conoce. Ese sentido tienen los versos de A. Machado:

¿Tu verdad? No, la Verdad,


y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.

Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad, reconocién­


dola como es, de forma parecida a como el guante se adapta a la
mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisa­
mente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según
sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las
cosas, sino que se inventa a partir de ellas.
La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses
personales. Con frecuencia, la atracción de la comodidad, de la
riqueza, del poder, de la fama, del éxito, del placer o del amor
puede tener más peso que la propia verdad. Por eso. si suspendo
un examen, nunca será por no haberlo estudiado, sino por mala
suerte o exigencia excesiva del profesor. Y si el suspendido es
un niño, mamá jamás dudará de la capacidad de la criatura: an­
tes pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de
texto, o asegurará que su hijo es listísimo aunque «algo* vago y
despistado.
El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también
deforma las cuestiones más graves: el terrorista está convencido
de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que

35
ftguvKWifflnw____________ ___________________________ ___

solo interrumpe el embarazo; el suicida se quita la vida bajo el


peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su
enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al
moderno racista les conviene pensar que los hombres somos
esencialmente desiguales.
Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una
pers>iu habituada a reconocer las cosas como son, y el que vive
según sus exclusivos intereses suele carecer de la fortaleza nece­
saria para afrontar las consecuencias de la verdad. Pero al hom­
bre no le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por eso,
p in evitar esa violencia interna, si se vive de espaldas a la ver­
dad se acaba en la autojustificación. La historia humana es una
historia plagada de autojusüficaciones más o menos pobres. Ya
decta Hegel que todo lo malo que ha ocurrido en el mundo,
desde Adán, puede justificarse con buenas razones. Al menos,
puede intentarse.
Inas palabras de Shakespeare: Yago tiene envidia de Casio,
v no duda en calumniarle ame Otelo para hacerle caer en desgra-
ca y ocupar su cargo de alférez. ¡Qué bien me vendría su empleo!,
áce Y le calumnia, suponiendo que la acusación quizá sea ver­
dadera: S’o se sí es verdad, pero tengo sospechas que me bastan
i&u> si fuaan venkd averiguada.

El peso de la mayoría

Por sa idnmíicación con la realidad, la verdad no consiste en


U opauón de b mayoría, ni en el común denominador de las di­
ferentes opiniones. Por eso, elegir como criterio de conducta lo
que hace o piensa b mayoría de la gente constituye una pobre
elección: suele ser b coartada de la propia falta de personalidad
o dei propio inicies.

36
LA \TRDAD

Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale


a despreciar la inteligencia. En este sentido, E. Fromm piensa
que el hecho de que millones de personas compartan los mismos
vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que com­
partan muchos errores no convierte estos en verdades; y el hecho
de que millones de personas padezcan las mismas formas de pa­
tología mental no hace de estas personas gente equilibrada.
Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y
simple de que un determinado número de personas acepten o
no una proposición. Si se acepta esa identificación entre verdad
y consenso social, cerramos el camino a la inteligencia y b so­
metemos a quienes pueden crear artificialmente ese consenso
con los medios que tienen a su alcance. Es como decir que ya
no existe la verdad, y que se debe considerar como tal aquello
que decide quien tiene poder para imponer mayoritariamente
su opinión.
La mentira se puede imponer de muchas maneras, y no solo
con la complicidad de los grandes medios de comunicación. Sin
ellos, Sócrates fue calumniado hace más de dos mil años: <Si,
atenienses, hay que defenderse y tratar de arrancaros del animo,
en tan corto espacio de tiempo, una calumnia que habéis estado
escuchando tantos años de mis acusadores. Y bien quisiera con­
seguirlo, mas la cosa me parece difícil y no me hago ilusiones.
Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mi con un plan
concertado de antemano y de manera persuasiva, os han llenado
los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y prosi­
guen violentamente su campaña de calumnias* vPlaton, Apolo­
gía de Sócrates).
Sócrates representa la situación del hombre aislado por de­
fender verdades eticas fundamentales. Pertenece a esa clase de
hombres apasionadas por la verdad e indiferentes a lo> opiniones
¡QStmstoxAmox

cambiantes de la mayoría. Hombres que comprometieron su vida


en la solución a este problema radical: ¿es preferible equivocarse
con la mayoría o tener razón contra ella?
Una viñeta de Mafalda: Por suerte, la opinión pública todavía
no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada
dice un señor con aspecto de poderoso.

El conocimiento de la verdad

El subjetivismo y el escepticismo sostienen que el hombre no


conoce la verdad porque no le interesa o porque no es capaz. En
la Grecia clásica, los sofistas pensaron así, y defendieron que las
cosas son tal y como a cada uno le parecen. Muchos siglos más
tarde, la filosofía idealista alemana dirá que no conocemos la
realidad como es, sino reflejada en el estanque de nuestro cono­
cimiento. Sin embargo, ya puntualizó Aristóteles que si enten­
diésemos solamente el producto de nuestro conocimiento, nin­
guna ciencia versaría sobre el mundo real, y la misma técnica
-ciencia aplicada- no podría existir. Pero ocurre justamente lo
contrario.
Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la reali­
dad, no se puede negar que conocemos muchas verdades. La
existencia del lenguaje es una buena prueba. Para poder hablar
se rquiere, al menos, la existencia verdadera de tres realidades:
un yo, un tú y un objeto de conversación. Si lo entendido por
dos interlocutores fuera solo subjetivo, nó habría posibilidad de
entendimiento. La misma discusión es prueba de algo objetivo
sobre lo que se discute, y prueba irrefutable de que estamos cier­
tos de la existencia de una verdad que, al tiempo que nos tras­
ciende, nos resulta alcanzable. Por otra parte, la experiencia del
enor no demuestra que nuestro conocimiento no alcance la ver-
LA VERDAD

dad, sino justamente lo contrario: apreciamos lo erróneo en


comparación con lo verdadero, ya que si todo fueran errores no
nos daríamos cuenta.

Un diálogo cervantino:
¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
Sí -respondió él-, para servir a Dios y alas buenas gentes.
A lo cual respondió Cortado:
Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para ser­
vir a Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su
oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Moni­
podio a todos sus ahijados.
Sin duda -dijo Rincón- debe ser buena y santa, pues hace que los
ladrones sirvan a Dios.
Es tan santa y buena -replicó el mozo-, que no sé yo si se podrá
mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos
demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una
imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos
visto grandes cosas por esta buena obra. Tenemos más: que rezamos
nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros
no hurtamos el día del viernes.
(C erv a n tes, R in c o n e íc y Cortadillo).

39
4. LA CO N CIEN C IA

¡Baja, horrenda noche, y cúbrele bajo el palio de la más espesa


humareda del infierno! ¡Que mí afilado puñal oculte la herida que
\a a abrír, y que el cielo, espiándome a través de la abertura de las
tinieblas, no puetla gritarme: basta, basta!

( S h a k espea re, La tragedia de Macbcth)

Una brújula para el bien

abemos que por ser libres estamos obligados a elegir,

S
pero no estamos obligados a acertar. Por eso necesita­
mos una brújula que nos oriente en la azarosa navega­
ción de la vida. Si en el primer tema dijimos que esa
brújula es la ética, esa respuesta es muy general. Ahora damos
un paso más al identificar a la conciencia como el instrumento
ético que se encarga de señalar el rumbo, de distinguir el bien y
el mal.
La conciencia es la misma inteligencia que juzga sobre la
moralidad de nuestros actos. Por tanto, no se trata de una voz
misteriosa ni de un oráculo profétíco: es, simplemente, la ra­
zón que juzga la bondad o maldad de nuestras acciones. La
conciencia no echa en cara ser mal deportista o mal dibujante;
su juicio es absoluto: eres malo. Por la presencia de ese crite­
rio absoluto intuye el hombre su dignidad absoluta. Por eso
41

i.
emendemos a Tomás Moro cuando escribía a su h ija M argaret,
ames de ser decapitado; «Esta es de ese tipo de situ acio n es en
las que un hombre puede perder su cabeza y au n a sí no ser
dañado».
La conciencia se presenta como exigencia de n osotros a no­
sotros mismos. No es una imposición externa: ni la fuerza de la
ley, ni el peso de la opinión pública, ni el co n sejo de los más
cercanos. Cuando el poderoso Critón ofrece a Só crates la posi­
bilidad de escapar de la cárcel y de la muerte, se en cu en tra con
una negativa rotunda, porque las razones que le im p id en huir
«resuenan dentro de mi alma haciéndome in sen sib le a otras».
En b historia de quienes tomaron decisiones de vida o m uerte
tampoco se aprecia una previa inclinación a la d isid en cia. No
les guia el afán de rebeldía, sino el pacífico conven cim ien to de
que hay cosas que no se pueden hacer. «He desobedecido a la
ley », dirá GandhL «¡no por querer faltar a la autoridad, sin o por
obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la
conciencia».
Un párrafo de Harper Lee: en la novela M atar un ru iseñ or,
el abogado Atticus Finch defiende a un m u chach o negro acu­
sado injustamente de haber violado a una ch ica b la n ca . Pero
toda la ciudad, donde los prejuicios racistas son fu ertes, se le
echa encima. También su hija le reprocha su con d u cta, contra­
ria a lo que lodos piensan. Atticus, al resp o n d er a la n iñ a,
ofrece uno de los argumentos más elegantes sobre la dignidad
de la persona: «Tienen derecho a creerlo, y tien en d erech o a
que se respeten por completo sus opiniones, pero antes de po­
der vivir con los demás tengo que vivir co n m ig o m ism o : la
única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia
conciencia*.
Un freno para el mal

Un animal lucha con lo que tiene: dientes, garras, veneno. En


cambio, el animal racional lucha con lo que tiene -uñas y dien­
te s- y con lo que inventa: garrotes, arcos, espadas, aviones, sub­
m arinos, gases, bombas. Para bien y para mal, la inteligencia
desborda los cauces del instinto animal y complica extraordina­
riamente los caminos de la criatura humana.
Pero la misma inteligencia, consciente de su doble posibili­
dad, ejerce un eficaz autocontrol sobre sus propios actos. Las
grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde Confucio
y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de conten­
ción del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cuali­
dades humanas. Así, toda la cultura cristiana es unánime al con­
siderar la conciencia como el santuario del alma donde se
escucha la voz de Dios. Confucio define la conciencia con pala­
bras sencillas y exactas: luz de la inteligencia para distinguir el
bien y el mal.
Un repaso a la historia revela que este sexto sentido del bien
y del mal, de lo justo y de lo injusto, se encuentra en todos los
individuos y en todas las sociedades. También se manifiesta a
diario en la opinión pública tomada en conjunto, con una ener­
gía que disipa cualquier duda sobre su presencia: no se puede
hablar dos m inutos con alguien, o abrir un periódico, sin en­
contrarse con que se denuncia un abuso o se protesta contra
una injusticia.
Hablan Hamlet y Raskolnikov: Yo soy medianamente bueno, >;
con todo, de tales cosas podría acusarme, que mas valiera que mi
m adre no m e hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambi­
cioso y vengativo, con mds pecados sobir mi cabera que pensamien­
tos para concebirlos, fantasía para darles form a o tiempo para lle-

43
varios a ejecución ¿Por qué han de existir in dividu os co m o y o para
arrastrarse entre Ios cielos y la tierra? (Shakespeare, H am let).
¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crim en m a ta r a un p a rá sito
vil y nocivo? No puedo concebir que s ea m ás g lo r io s o b om b a rd ea r
-una ciudad sitiada que matar a h ach azos. A h o ra co m p ren d o menos
;que nunca que pueda llam arse crim en a m i a c c ió n . Tengo la
conciencia tranquila. (Dostoiewski, C rim en y c a s tig o ).

Una pieza insustituible

No es correcto concebir la c o n c ie n c ia c o m o u n código de


conducta impuesto por padres y ed u cad ores, algo así com o un
lavado de cerebro que pretende asegurar la o b ed ien cia y salva­
guardar la convivencia pacífica. En cierta m edida, la conciencia
es fruto de la educación fam iliar y escolar, p ero su s raíces son
más profundas: está grabada en el corazón m ism o de la persona.
La conciencia es una pieza necesaria de la estru ctu ra psico­
lógica del hombre. También hem os sid o e d u ca d o s para tener
amigos y trabajar, pero la amistad y el trab a jo n o so n inventos
educativos sino necesidades naturales: d eb em o s o b rar en con­
ciencia, trabajar y tener amigos porque, de lo co n trario , no obra­
mos como hombres.
Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tene­
mos inteligencia, ¿podríamos im pedir sus ju ic io s éticos? Desde
este planteamiento se entiende que la co n cien cia m oral, lejos de
ser un bello invento, es el desarrollo ló g ico de la inteligencia,
pertenece a la esencia humana, no es un pegote, form a parte de
la estructura psicológica de la persona. No podem os olvidar que
el juicio moral no es un ju icio sobre un m undo de fantasía, sino
sobre el mundo real. Puedes im pedir el ju ic io de con cien cia, y
también puedes negarte a comer, cond u cir y cerrar los ojos. Lo
LA CONCIENCIA

que no puedes es pretender que los ojos, el alimento y los juicios


morales sean cosas de poca monta, sin grave repercusión sobre
tu propia vida.
Un actor, un m édico y un estadista: «Vivo mejor con la
conciencia tranquila que con una buena cuenta corriente» (Tom
Cruise). «Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que
cargarlo sobre la conciencia» (Jeróme Lejeune). «He desobede­
cido a la ley no por querer faltar a la autoridad, sino por obede­
cer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la concien­
cia» (Gandhi).

Educación de la conciencia

Al estar en la raíz de toda elección moral, la conciencia nos


hace libres. Por eso, un principio moral básico es no obligar a
nadie a obrar contra su conciencia. Esto no significa que todas
las decisiones que se toman en conciencia sean correctas, puesto
que la conciencia no es infalible: también se engaña y en ocasio­
nes puede estar corrompida. Incluso con muy buena voluntad,
todos podemos equivocarnos por falta de datos, por la compleji­
dad del problem a, por un prejuicio invencible. Entonces será
bueno que desde fuera, sin obligamos a ver lo que no vemos, nos
ayuden a ver nuestra equivocación.
Como cualquier instrumento, la conciencia puede funcionar
correctamente o con error. Aunque se encuentra en todos los in­
dividuos y en todas las sociedades, su medición siempre corre
peligro de ser falseada por el peso de los intereses, las pasiones,
los prejuicios, las modas. De hecho, parece un instrumento tan
sólido com o difícil de regular, como un reloj que, sin dejar de
funcionar, tampoco marca la hora exacta.

45
JOSÉ RAMÓN AYLLÓS

Por eso, ante la necesidad de decidir moralmente, resulta ne­


cesario educar la conciencia. Una educación que debe empezar
en la niñez y no interrumpirse, pues ha de aplicar los principios
morales a la multiplicidad de situaciones de la vida. Una educa­
ción necesaria, pues los seres humanos estamos siempre someti­
dos a influencias negativas. Una educación que lleva consigo el
equilibrio personal y que supone respetar tres reglas de oro: ha­
cer el bien y evitar el mal; no hacer a nadie lo que no queremos
que nos hagan a nosotros; no hacer el mal para obtener un bien.
Una idea de Gustave Thibon: la grandeza del hombre con­
siste en no poder ahogar la voz de su conciencia, y su miseria es­
triba en encontrar instintivamente (lo que no quiere decir ino­
centemente) las desviaciones más fáciles para aplacar esta
conciencia con pocos gastos.

Contra la conciencia

«Sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin senti­


miento de culpa viviríamos felices». Así razonan los que inten­
tan suprimir la conciencia, como si fuera un residuo anacrónico
de épocas ya superadas. Pero su pretensión es tan antigua como
' Caín. Desde el punto de vista teórico fue brillantemente defen­
dida por los sofistas griegos y por Nietzsche.
Algunos sofistas del siglo v a.C. propugnaron una conducta
humana al margen de la justicia y de la moral. Frente a ellos, Só-
í crates afirmó que la medida de todas las cosas no debe estar en el
* hombre, sino en Dios. Por eso, desde Sócrates, la conciencia ha
l sido considerada como la misma voz de Dios, que habla al hom-

Í
ibre por medio de su inteligencia.
Y Nietzsche, en la segunda mitad del xtx, se propone pasar a la
| historia como el provocador de un conflicto de conciencia de
LA CONCIENCIA

proporciones universales: «Hasta ahora no se ha experimentado


la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene
un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera verdad lo contrario?».
Para lograr esa inversión de todos los valores debe arrancarlos de
su raíz fundamental. Así se entiende su obsesión por decretar la
muerte de Dios: «Ahora es cuando la montaña del acontecer hu­
mano se agita con dolores de parto. ¡Dios ha muerto: viva el su­
perhombre!».
La conclusión de Nietzsche es coherente: si Dios no existe,
todo le está permitido al hombre. Ya lo había dicho Dostoiewski.
En el mismo sentido, diversos pensadores han afirmado que
contra la libertad de asesinar no existe, a fin de cuentas, más que
un argumento de carácter religioso. Porque la imposibilidad de
matar a un hombre no es física: es una imposibilidad moral que
nace al descubrir cierto carácter absoluto en la criatura finita, la
imagen y los derechos de su Creador.

La tragedia de Macbeth

La inversión de valores no es un invento de Nietzsche. Cual­


quier justificación de la injusticia -piénsese en las razones de los
terroristas- apunta hacia esa meta. Es la propuesta de las brujas
que incitan a Macbeth al asesinato. Su lema es: «Lo bello es feo,
y lo feo es bello». Por tanto, se puede pisotear la conciencia. Y
Macbeth, con la complicidad de su mujer, asesina a su rey. Pero
no le salen las cuentas. La conciencia pisoteada se revuelve con­
tra él y le produce la picadura venenosa del remordimiento:
«¡Oh, amor mío, mi mente está llena de escorpiones!».
M acbeth, la inolvidable tragedia de Shakespeare, es un re­
trato del hombre perdido en el vértigo de una pasión, ahogado
en su propia inversión de valores. De forma casi vertiginosa, el

47
; . se v en e n v u e lto s y absorbidos por su
"protagonista y su j lar alcanzar a cualquier precio
culpabilidad progr ^ ,a lr a g e d ia d e d o s p e r s o n a s
d poder. ShakP Máj en concrei0> la obra es una refle-

* ' » “ ncienda y kS C° nSeCUendas


su transgresión.
Macbeth siente su propia conciencia como un «potro de tor­
tura* insoportable, y entonces empieza a desear no haber na­
cido, y «que la máquina del universo estalle para siempre en mil
pedazos». Su mujer le anima a resistir: «Que se bloqueen todas
las puertas al remordimiento», porque «si damos a esto tanta im­
portancia, nos volveremos locos». Palabras que se cumplieron en
ella al pie de la letra: muere loca, obsesionada porque «aún
queda olor a sangre. Ni todos los perfumes de Arabia perfuma­
rían esta pequeña mano».
Al final de la tragedia, Macbeth sentencia que «la vida es un
cuento sin senndo narrado por un idiota». Los grandes persona­
jes literarios que han intentado sepultar la con cien cia -e n tre
otros, Macbeth, Rodian Raskolnikov en Crimen y castigo, Lobo
Larsen en El lobo de mar- han pagado siempre las consecuencias
e sus propios actos. Sus vidas trágicas nos enseñan que nadie
amordazar la conciencia con la esperanza de triunfar, pues
símhmi ^ mora^ no se hacen más grandes: al contrario, se
hombr? 05 Cn.Un ^ue ca(^a vez se estrecha más. El
conciencia suele acabar como una bestia acorralada.

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