Selección Lectura Crónicas
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La historia de Chile podría contarse por medio de sus catástrofes, antes que de sus
revoluciones. La relación de Chile con el desastre es cercana e íntima, empapa la vida
cotidiana como si fuera una sombra o una amenaza constante. El país, cada cierto tiempo,
debe reconstruirse de nuevo. La mayoría de los chilenos ha vivido uno o dos terremotos, ha
visto todo lo que lo rodea en el suelo, ha escuchado relatos familiares que se hilvanan así,
como si cualquier catástrofe fuera algo cotidiano. Esa condición es endémica y condiciona
al desastre como algo inminente o posible. Y cuando aquello se ha olvidado, estos vuelven
con fuerza, como pasó el 2010 cuando un terremoto grado 9 arrasó la mitad del país.
Ahora mismo, en el plazo de dos semanas, se cuentan dos terremotos y un megaincendio.
Hay que agregar que la inesperada sincronía de los últimos (el 2010 se celebraba el
Bicentenario; este mes Michelle Bachelet comenzaba su segundo período presidencial) con
eventos del orden público solo aumenta la feroz perplejidad que puede provocar el asunto.
Porque parece inverosímil y exagerado, trágico y triste, pero es así. La supuesta estabilidad
política del país está cruzada por las fuerzas de la naturaleza impredecibles. Cada chileno es
un sismólogo aficionado, un experto improvisado en la rutina de la emergencia. Todo lo
que conoce puede desaparecer, gracias a los terremotos, la erupción de volcanes, los
maremotos y, ahora, el ataque del fuego.
Por lo mismo, si se atiende a la explicación de los peritos, por más que suene inverosímil, el
incendio del sábado 12 de abril fue puro azar. Un cortocircuito y un desastre
inconmensurable alimentado por la mala planificación urbana, el viento y la mala suerte.
Los afectados fueron fundamentalmente lugares que están más allá del sector turístico de la
ciudad. Barrios donde viven los verdaderos porteños. Zonas donde los discursos del turismo
y el patrimonio sólo llegan como ecos lejanos de algo que se vive abajo, en el plan.
El incendio devoró algo que está más allá de la cámara del turista, algo que es sólo un
punto lejano en la postal que tenemos de la ciudad. Qué se trataba de un desastre
anunciado, sí, es verdad. Que todos sabían que podía pasar, sí, también es verdad. Había
varios informes de diverso cuño (de arquitectos, de funcionarios de la municipalidad)
avisando que podía ocurrir pero aquello no permite minimizar que en cerros como
Ramaditas, El Litre, Mariposas o la Cruz, todo lo que era cotidiano se convirtió en una zona
de guerra. El fuego no solo acabó con las poblaciones construidas de modo precario sobre
tomas de terreno sino también con los barrios residenciales de una clase media que la
ciudad nunca ha visto de frente, preocupada como está de funcionar como una especie de
museo a cielo abierto.
El incendio desnudó el verdadero rostro de Valparaíso, ese que solo aparece cuando la
máscara del patrimonio se cae al no alcanzar a resolver la narración de un espacio
colectivo. Así, el incendio triunfó ahí donde los narradores y los poetas y los arquitectos y
los nostálgicos de la ciudad han fracasado: describir Valparaíso. El incendio sacó a
Valparaíso del peso de la historia. Lo devolvió al presente. Expuso con precisión lo que ha
pasado los últimos 10 años, lo que ha sucedido en la ciudad desde que la declararon
patrimonio del humanidad.
Por supuesto, se trata de un relato accidentado, lleno de aristas. En el año 2003, la
UNESCO declaró “Patrimonio de la humanidad” a los barrios históricos del barrio puerto
de Valparaíso, cosa que se celebró con una gran fiesta en la plaza 21 de Mayo. En términos
precisos, la declaración la Unesco significaba una inyección de más de 73 millones de
dólares a la ciudad, por medio de préstamos del BID. ji
Aquel dinero nunca se vio en la ciudad realmente. Mientras el turismo patrimonial se
convirtió en el foco de atracción que cambió los comportamientos inmobiliarios en los
Cerros Alegre y Concepción (subieron los precios de las propiedades y el lugar se llenó de
hostales, hoteles boutiques y restoranes) el resto de la ciudad quedó abandonado a su suerte.
Ahí, la instalación de una multitienda y un hipermercado en las faldas del cerro Barón
destruyeron el barrio comercial de la calle Quillota y las zapaterías que estaban en la
avenida Argentina. Un incendio arrasó con una casona al lado de la antigua Iglesia de la
Matriz. La casona fue demolida y se instaló un supermercado. El déficit municipal creció
de modo exponencial: si el 2003 era de 7.3 millones de dólares, diez años después había
subido a 63 millones de dólares. Mientras, escándalos de diverso tipo afectaron al
municipio y al gobierno regional. El más importante era el que involucraba a Hernán Pinto
(alcalde y principal cacique político de aquellos años) en el caso Spiniak, donde se lo
vinculó con proxenetas que suministraban menores para fiestas privadas.
Mientras, la ciudad se quemaba, como si anunciara un desastre. Durante el año 2006, varios
incendios afectaron a la ex cárcel de la ciudad, ahora convertida en un parque
autogestionado. El año 2007, en el mismo casco histórico protegido, un cortocircuito y una
fuga de gas volaron una cuadra completa de la calle Serrano. A comienzos del 2008, un
incendio en el sector de Laguna Verde hizo que por días llovieran cenizas sobre la bahía.
En septiembre del año 2010, la Iglesia de San Francisco (que era uno de los símbolos de la
ciudad) se quemó. Ya se había quemado antes en 1983. En abril del año pasado, un
incendio arrasó con 35 casas y 40 hectáreas entre el cerro La Cruz y el Cerro Mariposas. En
agosto, la Iglesia de San Francisco se quemó de nuevo, por tercera vez consecutiva. En
enero de este año un edificio de la calle Condell, en pleno centro, se incendió llevándose,
entre otras cosas, una inmensa videoteca de películas documentales.
En noviembre del 2013, a diez años de la declaración patrimonial, un observador de
ICOMOS llegó a Valparaíso a elaborar un informe sobre el estado de la ciudad y fue
asaltado por tres sujetos armados con golletes de botellas quebradas en el sector de Plaza
Echaurren, en el centro exacto del casco histórico.
***
En la mañana del martes 15 de abril, dos días después del incendio, la avenida Argentina,
en el plan de Valparaíso, está llena de voluntarios que suben caminando hasta los cerros a
ayudar a la remoción de los escombros. En su mayoría, se trata de escolares armados con
palas y carretillas. Las clases están suspendidas en la ciudad. Por el bandejón central de la
avenida, donde los sábados y domingos se instala la clásica feria de la ciudad, se pasean
militares vestidos de comando que miran tranquilos a los grupos de adolescentes caminar.
El tráfico sigue normal. Las escuelas del sector se han convertido en albergues para los
damnificados. Hace frío y huele a humo. Cerca de calle Colón, Virginia Reginatto,
alcaldesa de Viña del Mar conversa con algunos funcionarios: tiene estacionada una
caravana completa de camiones aljibes, de retroexcavadoras, de camionetas. En algunas
está pegado un cartel que dice “Viña del Mar ayuda a Valparaíso”.
Más allá está el Congreso de la República. En las fotos del sábado 12, en las panorámicas
que circularon el domingo, aparece tal y como aparecido siempre: como una isla de la
pesadumbre arquitectónica que dejó el gobierno de Pinochet como legado. Una mole blanca
que se supuso que iba a ayudar a la ciudad, descentralizando al país y que en parte podía ser
leído como el legado kistch que el mismo Pinochet le dejaba a la ciudad donde había
nacido. El Congreso estaba ahí, edificado sobre los que fueron los terrenos del viejo
Hospital Deformes, como un modo de levantar la ciudad, de darle un nuevo aire.
No pasó.
El barrio El Almendral, el mismo sobre el que cronista Joaquín Edwards Bello escribió,
siguió siendo lo que había sido siempre, un lugar de casonas antiguas que alternaban con
talleres mecánicos, panaderías y locales de respuestas de autos; con el Mercado Cardonal al
norte, el cerro El Litre al sur y con las calle Uruguay y Colón como otros ejes de
circulación comercial y de tránsito. Ahí, en El Almendral, pareciese que la modernidad y la
urgencia del proyecto de levantamiento urbano que la ciudad abrazó desde el 2003 no llegó.
Mientras el cerro Alegre y Concepción se transformaron en el eje del turismo; y el barrio
puerto y la plaza Echaurren se convirtió en el centro del interés patrimonial por parte de la
UNESCO acá todo siguió idéntico a sí mismo, funcionando a la sombra de un Congreso
que no influyó en lo más mínimo y determinado por el movimiento comercial que las ferias
libres (la de la frutas y verduras Avenida Argentina, la de antigüedades de la Plaza
O’Higgins, la de la calle Uruguay, mucho más informal) han tenido desde hace décadas. De
hecho, ahora mismo, en la Plaza O’Higgins los dos tiempos de la ciudad (el tiempo del
incendio y el tiempo de la vida cotidiana de la ciudad) parecen resumirse. Si en un sector
siguen las mesas de los jugadores ancianos de brisca que pasan sus tardes ahí, esperando
que lleguen los miembros del club, al otro lado, más cerca del vértigo de calle Uruguay se
instaló un pequeño campamento de cien personas que perdieron todo con el incendio.
El campamento está a espaldas de una escultura de metal de Bernardo O’Higgins donde
antaño se ponían los fotógrafos de la plaza y al lado de la estructura vacía que sirve los
fines de semana para que los anticuarios se instalen en la mañana del sábado y el domingo.
Más allá está una pequeña feria de toldos que está cerrada y que sirve de centro de acopio.
Al lado de cada carpa hay bolsas con ropa donada, botellas de ropa y víveres. La gente que
se instaló acá llegó porque los albergues estaban llenos. Lo perdieron todo: las casas, las
cosas. Sus mascotas quedaron calcinadas o se perdieron. Algunos están acompañados de
amigos o parientes que vinieron a acompañarlos.
Ahora mismo, por el campamento se pasean autoridades de la ONEMI, de la Armada y la
municipalidad. La prensa está expectante. Las cámaras filman los detalles del improvisado
campamento mientras voluntarios ofrecen comida, hacen curaciones y ingresan a los
pobladores en las fichas. Anoche, el cantante Luis Jara se paseó con las cámaras de un
canal de televisión. Desde el domingo que los quieren sacar. Se volvieron molestos,
indeseables. Ahora mismo las autoridades negocian trasladarlos a un estadio que está en el
cerro O’Higgins. No se quieren ir. Se preguntan por qué el Congreso no les dio una mano,
no los dejó quedarse ahí. No funcionó. El Congreso sigue al lado, silencioso, sin
pronunciarse. La senadora Isabel Allende, del Partido Socialista, dijo que no correspondía
abrir las puertas del edificio para que funcionara de albergue.
-Ahora llegaron, para puro salir en la tele – dice Gustavo C.
Gustavo mira las cámaras. Llegó el sábado. Venía descalzo, con el hermano y la madre. El
hermano ahora está en una carpa. Trabaja en el Mercado Cardonal. Antes estuvo preso.
Tiene la pierna rota. Se pegó en una vena mientras escapaba.
-No ha llegado nadie acá – continúa- Ni un concejal, ni un diputado, menos el alcalde.
Nadie. Por eso la gente está brava. El gobierno tiene plata. En vez de preocuparse, de
tenernos un albergue. Nada. Acá son los universitarios, la gente de los colegios, ellos son
los que más se han preocupado de nosotros. Mi compañero de allá perdió la casa. Yo lo
perdí todo. Se quemó todo. Yo vengo del cerro La Cruz. Los eucaliptos se secaron. Las
lenguas de fuego atacaron todo. Nosotros nos vamos al O’Higgins. Esta mañana trabajé,
para darle plata a mi mamá, que perdió todo. Yo estuve en la cárcel pero llevo diez años sin
meterme en nada. Me quedan dos meses para terminar de firmar y me voy a Europa, a ver a
mi hijo.
***
En la esquina de calle Uruguay con Victoria, un puesto ofrece comida y café a los
voluntarios que bajan del cerro. Casi no hay rastros de los refugiados, como si los hubieran
sacado de ahí para evitar verlos. A las seis de las tarde del martes, un jardinero municipal
riega y limpia la plaza O’Higgins en el lugar exacto donde estaban, hace algunas horas, el
centenar de damnificados del incendio del sábado. El pasto y la tierra están mojados. Es
como si nada hubiese pasado, como si nadie hubiera estado en el lugar. Ya no están las
carpas, quedan apenas un par de personas, un par de mujeres que revisan las bolsas con
ropa. Alguien que duerme tapado sobre dos colchones viejos.
El campamento desapareció. Se llevaron a los damnificados al Estadio O’Higgins, en el
cerro del mismo nombre.
Al lado del Congreso, los jubilados juegan a las cartas como si no existiera nada más de su
mundo hecho de mesas y barajas. La luz empieza a declinar. En la plaza, en un escenario
improvisado, suena un reggeaton. El Congreso sigue ahí, silente y helado. Más tarde, en el
fin de semana, la ciudad colapsará por la cantidad de camiones con ayuda que deben subir a
los cerros. Ordenarán restricción vehicular y descubrirán que gran parte de la ropa donada
está en mal estado, que habrá que botarla. En el mundo de las redes sociales, la muerte de
García Márquez desalojará el incendio de Valparaíso, así como éste desalojó de la pauta al
terremoto del norte. Por ahora, todo es reciente, está vivo. No alcanza a cicatrizar.
No va a cicatrizar jamás.
Por ahora, en un cartel escrito a mano los miembros del club de jubilados avisan que el
baile que tenían programado para el sábado 19 de abril se suspendió.
El cartel lo dice todo. Valparaíso es una fiesta suspendida. Arriba, los vecinos volverán a
estar solos en su calle. Tendrán que reconstruirla. Antes de eso, durante eso, todos tendrán
que volver a sus trabajos, a simular reconstruir una rutina nueva en sus vidas. El fuego los
desalojó de su propia historia, los lanzó a la fuerza hacia delante, hacia un futuro donde
tendrán que aprender a habitar sus propias casas de nuevo. Los voluntarios ya se habrán
ido. La atención de la prensa habrá desaparecido. En ese momento, van a estar solos. Solos
en el cerro, en el barrio, en sus vidas.
Esperan que las lluvias de abril no lleguen tan pronto.