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Una Luz Tenue

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Una luz tenue

Blanca Inés Jiménez Zuluaga

Hace dos días estuvo aquí, en mi casa. Lo llamé. Mi silla se desvencijó. Temo caer
tendida en el piso y sin quién me socorra. ¿Fue una queja o un reclamo? Aún no lo se.
Rafael es un buen carpintero. En un par de días la silla estará arreglada. La traerá lista,
perfecta… el día de mi cumpleaños.

Cierro los ojos y lo veo con su camisa blanca que resalta su piel oscura; el pelo áspero y
rebujado; las manos ensanchadas a la fuerza, y ese tenue olor a madera. En una ocasión,
cuando limpió el polvo de la repisa del baño, después de fijarla a la pared, dejó olvidado
su pañuelo. No se lo devolví. Tampoco lo lavé. Durante algún tiempo quedó
impregnado de él. ¡Oh! Su olor…

“¿Usted vive muy bueno, verdad doña Lucrecia?” Al escuchar mi nombre sentí que este
perdía la dureza que le trasmitió mamá. ¿Por qué lo dice Rafael? “Pues… viendo sus
cuadros, esta casa tan bonita, tan limpia…, la música que usted escucha… Estoy seguro
de que la visitan muchas amistades”. Algunas Rafael, algunas.

¿Amistades? Ni las recuerdo. Esta semana, una de mis antiguas compañeras de colegio
llamó por teléfono. “Hola Lucrecia, te invitamos a la celebración de los veinticinco años
de la graduación, va a estar maravillosa”. ¿Maravillosa? ¿En una finca? “Sí, en la finca
de Gloria”. ¡Ah! Que bien. “También vendrán las que viven por fuera de la ciudad. Ya
confirmaron Mona, Ceci, Lupe, Claris…” Nombres lejanos, sin rostro, desperdigados en
el olvido o en la indiferencia. “Esta vez no tienes excusas, no te la puedes perder”. Si,
si… claro, haré lo posible. ¿Haré lo posible? No. No iré. Yo se cómo son esas
celebraciones. Rumores y cuchicheos. Fulanita está acabada. ¡Claro, de tanto sufrir con
Manuel! Pobrecita. Nena tiene dinero por montones; enviudó y ahora anda con
muchachos. O lo peor… Gloria dándose ínfulas de ser la mejor profesional, Beatriz con
sus publicaciones, el éxito de Lupe… Apariencias. Apariencias.

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No me irrita que tengan éxito. ¡No! Yo también habría estudiado lo que me gusta. Artes.
Artes plásticas. Pero… no faltaron las presiones. Las voces acomedidas. Ahora que
mamá está en silla de ruedas necesita compañía. Te pedimos un pequeño sacrificio, tal
vez un semestre o a lo sumo un año. No te preocupes, cuando salgamos de deudas,
contrataremos una enfermera o conseguiremos un cupito en una casa de ancianos. Sí,
claro, una dedicación temporal. Pasó el tiempo. Un año. Dos años. Diez años. Hasta que
murió. ¿Para qué lamentarme? Me necesitaba.

Que fui muy buena con mamá, dice mi hermano. Que está muy agradecido. Bueno, al
menos alquiló su apartamento y vino a vivir conmigo. Pero… ¿me tendrá lástima?
¡Cualquier sentimiento, menos lástima! Regresa cansado del trabajo, cena mientras ve el
noticiero y luego se encierra en su cuarto. En la mañana, suelta una que otra frase sobre
el clima, la correspondencia, lo apurado que está para llegar a su oficina. Deja el dinero
para Rosa que viene a arreglarle su ropa, o para las compras. Se va sin despedirse. Ni un
feliz día… que pases muy bien… Si me necesitas me puedes llamar… ¡No! Ninguna
palabra amable. Tal vez no lo cree preciso. Es un hombre silencioso. Huraño y
silencioso. Como mamá. Como yo. La empleada viene los viernes a las ocho y se va a
las doce. Le hablo lo necesario para evitar problemas. ¿Rosa, le provoca un jugo? Sí,
gracias. Soy cordial y nada más.

¿Cuándo perdí el gusto por salir y hasta de hablar? A veces siento como si viviera en
medio de una bruma. Temo correr las cortinas. Siempre lo mismo: pintar y tejer, tejer y
pintar. Si no lo hago, me volvería loca. El armario está atiborrado de suéteres para
hombre y el cajón a reventar de pinturas. ¿Para qué?

Todavía recuerdo a Martín… Martín y su pasión por los libros viejos. Cuando lo
conocí, empecé a tejer los suéteres y a salir un poco. Sucedió unos meses antes de morir
mamá. Fui a la librería. Quería comprar novelas. Él hojeaba un libro: Madame Bovary.
Me le acerqué: por favor, ¿me podría recomendar una novela de amor, que no sea muy
complicada? Sí, es para leerle a mamá. Compré Lo que el viento se llevó y Jane Eyre.
Acertó. Pasados unos días empecé a ir a su casa. Muy esporádicamente. Él me prestaba
libros, pero dejaba escapar un gesto de indecisión o tal vez de temor de que no
regresaran a su biblioteca. Nunca le fallé. Le llevaba regalos, a veces un cuadro o un

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suéter. Con el de lana azulina se le veían más brillantes sus ojos grises. “¡Oh!, no
debería molestarse”. No era molestia. Yo solo quería acercarme y que me viera.

Martín se negó a visitarme. “He tenido mucho que hacer”. “No puedo dejar a mi
mamá”. “Me queda imposible, ella ha estado muy enferma”. Al principio le creía. Sí, lo
lamento, tal vez en otra ocasión, le decía. Luego me di cuenta de que evitaba estar a
solas conmigo. Pero le gustaba conversar. Era cordial e inteligente. Y esas risotadas… y
esa mirada de niño asombrado. Durante semanas, yo permanecía en casa esperando una
llamada. ¡Por lo menos una llamada! ¿Estás bien? ¿Te hace falta algo? Cómo iba a
decirle que me hacía falta una palabra que rompiera esta conversación interminable con
los hilos, con los pinceles, con los personajes de las novelas. Pero no, mientras más
anhelaba tenerlo cerca, él se tornaba más esquivo.

Esa llamada de Sofía un viernes en la noche, fue terrible. ¡Un cáncer hepático! Como el
olor a campo de mi infancia, la misma brisa se encargó de llevárselo. Yo no podía creer.
Él tan medido, tan acucioso con sus horarios. Durante meses no pude volver a su casa,
él se resistía a dejarse ver. Al final, me ofrecí para acompañarlo en el hospital durante
las noches. ¿Con la mamá anciana y varias hermanas en el extranjero, cómo no
colaborar? Quince días pasé sin dormir. Lo cuidé hasta que el aire se resistió a entrar en
su cuerpo. Así le pasó a mamá. Al otro día, ya no están. Imposible retenerlos. Después
de todo… queda tan poco…

Se murió y no le devolví el último libro que me prestó: La Montaña del Alma. Con su
muerte quedé nuevamente sola, como el protagonista. Sola con mis recuerdos. A los
pocos días de morir Martín, su hermana, la menor, tuvo la cortesía de enviarme una
cartera. Una cartera de cuero marrón, muy fina. Sí, muy bonita, no lo niego. Pero…
¿para qué una cartera, si salgo poco a la calle? Nadie volvió a llamar. Nadie.

Después de varios años de luto, pensé en Rafael. Fue a partir del día aquel, cuando me
habló de mi casa y de mi vida. Me sentí extraña, como si una luz tenue, al atravesar
entre las pesadas cortinas, me iluminara. Dejé de ser un fantasma. “Usted vive muy
bueno doña Lucrecia”. Traspasó la barrera o ¿solo lo dijo por un formalismo? Sí, vivo

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muy bueno, le dije. ¿Cómo vivirá él? Lo he observado. No muestra el cansancio que
deja la rutina de estar solo o acompañado sin amor.

¿La silla? Bueno, a decir verdad, la silla se dañó el mes pasado. Cuando Rafael la traiga
restaurada, encontrará sobre la mesa del comedor una torta y un vino. Me pondré el
vestido azul oscuro que contrasta con mi piel blanca. Le mentiré: por poco no me
encuentra, estaba en el banco y había mucha gente, Rafael. Disfruto tarareando su
nombre. Como las notas del pentagrama: Ra-fa-el. Raaa-faa-eel. No se preocupe señora,
yo la hubiera esperado, ¡se ve usted muy elegante! Ah, gracias, estoy cumpliendo años;
es una casualidad que usted esté aquí para felicitarme. Si señora muy casual…
Estrechará mi mano. Sentiré su calor. Su firmeza. No me dará un beso. No, no me lo
dará, él es un hombre serio.

Después de pagarle por su trabajo, le mostraré el suéter que tejí para él. Casualmente,
sin darle mucha importancia, no quiero que me interprete mal. Tejer me entretiene
Rafael, con las agujas voy entrelazando mis pensamientos. ¿Le gusta el color? Es de un
tono claro, como usted se viste. A mi hermano no le sirvió, es muy grande para él. Por
favor mídaselo, si le queda bien…Lo protegerá de la lluvia.

¿Le apetece un vino Rafael? Sí, gracias doña Lucrecia. No la había vista tan contenta
señora. Doña. Doña. Señora. Ni siquiera señorita. No soporto esa distancia. Si me viera
como una mujer… Rafael, este año quiero celebrar. Más tarde vendrán unas amigas.
Pero, no se inquiete, no tenemos prisa. ¿Qué música le gusta? Oh sí, ya me había dicho
que le gusta la música que yo escucho. Abriré un poco la cortina y pondré música.

Acérquese Rafael. Siéntese aquí, en la sala. Conversemos. Espéreme un momento, voy


por la botella para servir más vino. ¿No quiere tomar? ¿No acepta? ¿Se tiene que ir?
No… no… por favor… no se vaya. Me siento tan bien. Mire el cielo, aún es de día.
Pronto dejará de llover y podrá marcharse. Recuerde que es mi cumpleaños. Nunca me
había visto tan alegre, ¿verdad? No se vaya… por favor…Brindemos Rafael,
brindemos.

Blanca Inés Jiménez. Enero – julio 2013

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