L1. Todo Tiene Un Principio
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Resumen: El artículo propone una doble tarea. Por una parte, exponer algunas tensiones
discursivas y prácticas entre saberes sobre la salud mental a lo largo de las distintas versiones
publicadas del DSM, y por otra, fundamentar en la III versión las condiciones de posibilidad para
la emergencia de una concepción específica de padecimiento mental, el trastorno mental. En
esta versión se produce el desbloqueo tanto epistemológico-filosófico como tecnológico, que
sienta las bases para el giro del manual hacia la psiquiatría biológica que se consolidó en
versiones subsiguientes, y nutre las controversias que hoy persisten, se multiplican y
reactualizan. Se utilizaron métodos analítico-interpretativos para el procesamiento y análisis de
datos primarios y secundarios, incluyendo tanto la totalidad de las versiones del DSM, como la
revisión bibliográfica especializada.
Abstract: This article has a double goal; on the one hand it seeks to expose some tensions at
the levels of both discourse and practice between different forms of knowledge about mental
health emerging through the different versions of the DSM. On the other hand, it aims at showing
that the 3rd edition of the DSM generated conditions of possibility for the emergence of a specific
idea of mental health. That particular version of the DSM made possible an epistemological and
technological unblocking that turned successive editions towards biological psychiatry.
(*) Instituto Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Becaria
CONICET. Correo electrónico: eugenia.bianchi@yahoo.com.ar
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Introducción
El manual DSM (Diagnostic and Statistic Manual of Mental Disorders) publicado por la APA
(American Psychiatric Association) constituye en la actualidad un instrumento que incide de
modo insoslayable en las nosografías y estructuras clasificatorias a las que remiten los saberes
de la salud mental, aunque tal incidencia no se encuentra exenta de conflictos, tensiones y
críticas. Desde enfoques tan distanciados en otros aspectos, como el psicoanálisis y las
neurociencias cognitivas, pasando por la misma psiquiatría biológica, el DSM es considerado un
manual con severas fragilidades y deficiencias en su conformación. Un concepto clave en estas
conflictividades es el de ‘trastorno mental’, noción descripta en el manual, en su III versión de
1980. Esta versión se mantuvo prácticamente sin cambios en las versiones subsiguientes del
manual, tanto la revisión de 1987 (DSM-III-R), como en la IV versión de 1994 (DSM-IV) y su texto
revisado en 2000 (DSM-IV-TR).
La publicación en Estados Unidos del DSM-51, en mayo de este año (2014), supone una
reactualización de las controversias, a la luz de la incorporación, tanto de nuevas nomenclaturas
como -más ampliamente- de nuevos criterios diagnósticos. Algunas cuestiones del diseño y
organización que se modifican en el DSM-5 son: la reducción de los subtipos “no especificados”
de trastornos; la clasificación dimensional y su mixtura con el paradigma categorial, centrando la
definición del trastorno en la intensidad de su expresión, y no en presencia o ausencia de
síntomas (con la consecuente multiplicación de comorbilidades); la desaparición o
reagrupamiento de categorías diagnósticas poco precisas, y la definición de síndromes de riesgo
(manifestaciones leves o mild) para prevenir trastornos graves que pueden desarrollarse en la
adultez si no son detectados.
En Argentina, los debates propiciados por diversos profesionales, instituciones y asociaciones
tienen en el DSM un punto de anclaje fundamental. De hecho, desde 2011
Argentina participa de la campaña mundial “STOP DSM”, llevada a cabo en España, Portugal,
Francia y Brasil, a la que han suscripto profesionales a través del “Manifiesto Buenos Aires”. En
el III Simposio Internacional sobre Patologización de la infancia, “Problemas e intervenciones en
la clínica y en las aulas”, realizado en junio de 2011 en la Ciudad de Buenos Aires, fue
presentado el Manifiesto “Por un abordaje subjetivante del sufrimiento psíquico en niños y
1 Hasta la IV-TR, las versiones llevaban números romanos; la sustitución por numeración arábiga en la
quinta versión obedece a facilitar la inclusión de revisiones, al estilo de los programas informáticos, con
códigos como 5.1, 5.2, etc.
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adolescentes-No al DSM”. En el simposio, además, se señaló que la utilización del DSM para el
diagnóstico de patologías mentales en niños constituye una violación a la Ley Nacional de Salud
Mental (N° 26.657), y que contraviene la Convención Internacional de los Derechos del Niño (N°
23.849). La presentación del Manifiesto fue acompañada por la proyección de un video, “STOP
DSM”, que tiene a la fecha más de 33.500 visitas en www.youtube.com. En el documento se
toma posición frente a lo que los profesionales de la salud y de la educación, nucleados en el
Forum Infancias (ex Forumadd), denominan -desde la defensa del derecho a la salud y a la salud
mental- como patologización y medicalización de la sociedad, con especial atención en los niños
y adolescentes.
En la actualidad, los saberes volcados en el DSM para establecer criterios diagnósticos,
congregados en torno al concepto de trastorno mental, distan taxativa y explícitamente del
discurso psicoanalítico. Estas disputas tienen, empero, una circunscripción histórica que no se
remonta más allá de la década de 1980. Diversos trabajos señalan que, con anterioridad, los
criterios diagnósticos del DSM abrevaban en el andamiaje teórico-conceptual y clínico del saber
psicodinámico.
Como un aporte a la reflexión acerca de los conflictos que se suscitan, en especial de cara al
pronto arribo del DSM-5 en castellano y a la publicación de la CIE-11 (Clasificación Internacional
de Enfermedades, de la Organización Mundial de la Salud), este escrito se propone una doble
tarea. Por una parte, dar cuenta de algunas tensiones discursivas y prácticas entre saberes
sobre la salud mental a lo largo de las distintas versiones del manual, y por otra, fundamentar en
la III versión las condiciones de posibilidad para la emergencia de una concepción específica de
padecimiento mental: el trastorno mental. En esta versión se produce el desbloqueo tanto
epistemológico-filosófico, como tecnológico, que sienta las bases para el giro del manual hacia la
psiquiatría biológica, que se consolidó en versiones subsiguientes, y nutre las controversias que
hoy persisten, se multiplican y reactualizan.
Gaines (1992) señala que en las década de 1920 y 1930, la situación respecto de la
clasificación de enfermedades mentales en Estados Unidos era caótica. Cada centro de
enseñanza empleaba un sistema clasificatorio propio, que respondía a necesidades inmediatas
de la institución local. El localismo de las nosologías las convertía en altamente susceptibles a
las diferencias culturales de cada región. No obstante, los psiquiatras necesitaban un estándar
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es el psiquiatra alemán Emil Kraepelin2, quien discriminó grupos de signos que evidenciaban
entidades patológicas específicas como la demencia precoz y luego psicosis maníaco-
depresivas. La clasificación de Kraepelin se basó en tres presupuestos (Young 1995; Decker
2007):
- La analogía entre trastornos mentales y físicos. Si la psiquiatría quería desarrollarse, debía
seguir los pasos de la medicina, ubicando las causas de síndromes específicos.
- El énfasis en la descripción de los fenómenos visibles. La clasificación de los trastornos
mentales requería una cuidadosa sistematización, recolección, registro y comparación de los
casos clínicos, para identificar patrones de síntomas, establecer cursos de la enfermedad, y
realizar predicciones. En alusión al psicoanálisis, Kraepelin consideraba que debían rechazarse
las inferencias basadas en teorías etiológicas que carecieran de evidencia empírica, o que
invocaran mecanismos invisibles.
- El origen orgánico y bioquímico de los trastornos mentales. Aunque reconocía que en
términos etiológicos, eran escasos los conocimientos acerca de los trastornos mentales, eso no
constituía un obstáculo para realizar las clasificaciones.
Una diferencia central entre los enfoques kraepelinianos y los de la psicología psicodinámica
desarrollada en Estados Unidos es en relación al síntoma. Para Kraepelin, los síntomas son
relevantes por dos motivos: son o pueden ser pruebas de estructuras patológicas subyacentes y
procesos patofisiológicos, y son componentes de un sistema de significados basado en reglas de
inclusión y exclusión. En este sistema, un síntoma es significativo porque puede yuxtaponerse
con otros en una formación estable, el síndrome.
Los abordajes psicodinámicos, por su parte, entienden los síntomas como expresiones
polimorfas de procesos subyacentes. Estas diferencias tornan incompatibles, según Young, a
ambos lenguajes.
La concepción del síntoma incide en el proceso diagnóstico, prolongando la diferencia con el
psicoanálisis, que no surgió con una gran preocupación clasificatoria. Desde esta perspectiva, el
diagnóstico no se restringe a una descripción de los agrupamientos sintomáticos, sino que
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implica considerar el proceso analítico establecido por el paciente. Al diagnosticar, se ubican los
efectos producidos y registrados como síntomas en relación a una singularidad y a una alteridad.
Según Vasen (2007), esto se diferencia de la mera clasificación, que omite las consideraciones
acerca de los modos en los que cada singularidad se vincula, problemáticamente, con
alteridades como pueden ser la pulsión, el fantasma, el goce.
La relevancia que Kraepelin otorgaba a las clasificaciones no fue compartida inmediatamente
en Estados Unidos. Sin embargo, y de la mano del desarrollo de algunas disciplinas de las
ciencias sociales, crece el interés por impulsar el conocimiento científico acerca de los
comportamientos individuales para morigerar una serie de problemas sociales acuciantes. La
necesidad de contar con información empírica se manifestó en Estados Unidos en la valorización
del Censo Federal como base para la elaboración de políticas sociales. Más que un mero
conjunto de datos, el conocimiento estadístico resultante del Censo Federal aparecía como
posibilidad de terminar con los conflictos entre la teoría, los principios y la política.
Ya desde 1908 el Bureau del Censo le había solicitado a la American Medico-Psychological
Association (devenida en la APA en 1921) que designara un comité para la nomenclatura de
enfermedades, y para 1913 la Asociación creó el Committee on Statistics. En 1917, el comité
reportó que la falta de uniformidad hacía imposible recabar a nivel nacional estadísticas
comparadas de enfermedades mentales. Como consecuencia, concluía, “el estado actual
respecto de la clasificación de enfermedades mentales es caótico. Este estado de situación
desacredita a la ciencia de la psiquiatría y se refleja desfavorablemente en nuestra Asociación”
(Salmon, Copp, May et al. 1917. Citado en Grob 1991, pp. 425).
Para 1918 la American Medico-Psychological Association publica la primera nosología
psiquiátrica estandarizada, el Statistical Manual for the Use of Institutions for the Insane, fruto de
su trabajo conjunto con en National Committee for Mental Hygiene. La clasificación contenía 22
grupos principales de trastornos, y reflejaba la preeminencia de psiquiatras, partiendo
mayormente de una creencia en la base biológica de los trastornos mentales.
El Bureau del Censo adoptó este sistema clasificatorio y, basándose en él, publicó su propia
nomenclatura en 1920, aunque admitía que no era posible trazar una línea clara entre síntomas
y enfermedades, y reconocía que muchos términos utilizados para describir condiciones
patológicas podían en el futuro considerarse meros síntomas, si se descubría la etiología de la
enfermedad. Desde 1923 y hasta la Segunda Guerra Mundial, el Bureau del Censo publicó
anualmente las estadísticas de la población enferma mental institucionalizada.
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El derrotero del concepto de trastorno en el DSM se inicia con la primera edición del manual,
en 1952. Allí es definido como término genérico para designar un grupo de síndromes
psiquiátricos relacionados. Cuando resulta posible, cada grupo es además dividido en
condiciones psiquiátricas más específicas denominadas ‘reacciones’ (…). Todos los trastornos
mentales se dividen en dos grupos principales aquellos en los que hay un disturbio de la función
mental, resultante o precipitado por un impedimento en la función del cerebro, generalmente
debido a un impedimento difuso del tejido cerebral, y aquellos que resultan de una dificultad más
general en la adaptación del individuo, y en la que cualquier asociación con el disturbio de una
función cerebral es secundario al trastorno psiquiátrico3 (APA 1952, pp. 9).
Esta versión del manual diferencia entre funciones mentales y cerebrales, primando una
lógica de la reactividad. El uso del concepto ‘reacción’ es uno de los sellos distintivos del DSM-I,
que viene a expresar cómo la psiquiatría concebía la enfermedad mental como una reacción a
los problemas de la vida y a situaciones complejas que impactan en los individuos. El hecho que
la enfermedad sea considerada psicosocial pone el eje, según Ehrenberg (2000), en tres
cuestiones: la noción de reacción, la visión unitaria de la enfermedad mental, y el diagnóstico por
etiología, que traen una serie de consecuencias: cualquier persona puede reaccionar
desarrollando una enfermedad mental; la severidad de un cuadro sigue criterios cuantitativos y
no cualitativos; y la existencia de ‘algo’ detrás del síntoma o síndrome es lo que da sustento a la
enfermedad mental.
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El DSM-II, publicado en 1968, fue desarrollado por la APA como resultado de la insatisfacción
que provocaba la CIE –entendiendo que ésta no hacía distinciones apropiadas y omitía
entidades importantes-. Aunque expresa una visión diferente de lo mental, el DSM-II mantuvo
que las enfermedades mentales son expresiones simbólicas de realidades psicológicas o
psicosociales subyacentes. Y al igual que en el DSM-I, se sostuvo la naturaleza simbólica de los
síntomas psiquiátricos.
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La publicación del DSM-III ha sido connotada por diferentes autores como ‘revolución’ (Mayes
y Horwitz 2005; Decker 2007; Young 1995), ‘revolución terminológica’ (Russo y Venâncio 2006),
‘transformación’ (Wilson 1993) o ‘piedra de toque categorial’ (Conrad 2007). Ha sido entendida
también como la ‘construcción cultural’ (Lock 1987; Gaines 1992) que expresa la puesta en
funcionamiento de la ‘máquina americana’ (Ehrenberg 2000), ‘el viraje médico de la psiquiatría’
(Amaral de Aguiar 2004), o ‘el ascenso de la especificidad’ (Lakoff 2005). También se la
considera como la ‘remedicalización de la psiquiatría’ (Paes Henriques 2003) con ‘los nuevos
ropajes del empirismo’ (Faust y Miner 1986). El DSM-III de 1980 se afina conceptualmente la
noción de trastorno. Con diferencias menores, esta definición figura en el DSM-III-R de 1987.
Asimismo, la IV versión de 1994 y la revisada de 2000 mantienen idéntica definición.
Las vicisitudes de la creación de este manual trazan algunas líneas que permiten
conceptualizar la publicación de esta versión como un desbloqueo de lo que en diferentes
trabajos ha sido conceptualizado como la psiquiatría biológica (Cooper 2005), biomédica (Lakoff
2005) o somática (Rose 2007) estadounidense.
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Sin embargo, el análisis en términos de desbloqueo también admite ser puesto en relación
con algunos lineamientos metodológicos foucaulteanos más generales, que buscan dar cuenta
de una “concepción positiva de los mecanismos del poder y de los efectos de éste” (Foucault
2001, pp. 59), por entender que “es un error a la vez metodológico e histórico considerar que el
poder es esencialmente un mecanismo negativo de represión” (Foucault 2001, pp. 57). Foucault
rastrea en el siglo XVIII la introducción de un poder de normalización que, respecto al sistema
social, desempeña un papel efectivamente positivo, que no es solo represivo, sino productivo de
mecanismos que crean saberes, poderes y subjetividades. Un poder que no es conservador sino
inventivo, y que posee en sí mismo principios de transformación e innovación. Pero además, en
el siglo XVIII se introdujo un poder de normalización que no está ligado al desconocimiento sino
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que, al contrario, funciona gracias a la formación de un saber que es tanto condición como efecto
de su ejercicio.
Tomando en cuenta las consideraciones históricas y las premisas metodológicas antedichas
para analizar la publicación del DSM-III, este suceso puede incluirse entre las condiciones de
posibilidad que contribuyeron al desbloqueo epistemológico y tecnológico de la psiquiatría
biológica norteamericana, vinculando poblaciones en diferentes dominios: la clínica, los seguros
de salud, la investigación científica, la industria farmacológica, diversas agencias y programas de
salud mental estatales y privados, etc. Aunque ambas dimensiones (epistemológica y
tecnológica) se encuentran ineludiblemente imbricadas, a efectos analíticos se desarrollan de
manera separada.
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5En estos modelos, la explicación es un razonamiento deductivo entre cuyas premisas aparecen, de
manera esencial, enunciados con forma de ley, entendidas estas últimas como leyes universales. La
estructura del modelo nomológico-deductivo es la siguiente: la explicación de un enunciado (E) que
expresa una ley general o un hecho particular (explanandum) es un razonamiento deductivo con
premisas-leyes y premisas-datos (explanans) cuya conclusión es E. (Klimovsky e Hidalgo 1998).
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b) Los datos deben recolectarse y analizarse del modo más objetivo y riguroso posible,
evitando los sesgos generados por asunciones metafísicas, para que la naturaleza pueda
revelarse;
c) El conocimiento es resultante de la combinación de bloques de hechos irrefutables, que los
científicos recolectan a través del tiempo, y de leyes de alto nivel o postulados;
d) La construcción del conocimiento se produce desde los cimientos de los hechos hacia la
plataforma de la teoría. La cercanía entre el programa baconiano y el Task Force de la APA en
Nomenclaturas y Estadísticas se pone de manifiesto en algunos pasajes de la sección
introductoria del manual.
El abordaje tomado en el DSM-III es a-teórico en la consideración de la etiología o el proceso
patofisiológico, excepto en los trastornos en los que esto está bien establecido (APA 1980, pp.
7). Debido a que el abordaje del DSM-III es a-teórico en lo que respecta a la etiología, intenta
describir comprensivamente lo que las manifestaciones de los trastornos mentales son, y sólo
rara vez intenta dar cuenta de cómo suceden los trastornos (APA 1980, pp. 7). Este abordaje
puede definirse como ‘descriptivo’ en tanto las definiciones de los trastornos generalmente
consisten en descripciones de los rasgos clínicos de los trastornos. Estos rasgos son descriptos
con el menor rango de inferencia necesario para describir los trazos característicos del trastorno
(APA 1980, pp. 7).
Estos objetivos proclamados por el manual están en estrecha relación con los postulados de
las doctrinas baconianas en lo atinente a apegarse a los datos, a minimizar la inferencia y a
evitar la teorización prematura. Sin embargo, Faust y Miner argumentan que la aparente
objetividad del DSM-III es en gran parte ilusoria, ya que a pesar de las apelaciones a la
reducción de la teorización y de la inferencia, en el documento abundan las presuposiciones y
suposiciones teóricas.
La presuposición más general es el recurso a un abordaje descriptivo, y a-teórico. El
programa metodológico del DSM-III enfatizó la descripción, y atenuó las inferencias de alto nivel
y la teoría. Esta elección se fundamenta en la construcción de una nomenclatura que pudieran
utilizar los profesionales de distintas influencias teóricas. Sin embargo, en los abordajes
descriptivos la selección de datos no está basada en criterios objetivos o irrefutables. Los datos
no son teóricamente neutrales; están sujetos a cambios al igual que la teoría. Y aunque no la
crean, los hechos se definen en el contexto de una teoría. Además, un sistema en el que
acuerda la mayoría no tiene una validez científica mayor que uno que genera acuerdos
minoritarios.
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6La más sutil de esas presunciones es la edad de inicio especificada. Sea que esté establecida o no, las
diferencias en la edad especificada de inicio a menudo implican diferentes etiologías. No es lo mismo que
una condición deba empezar “en los primeros 30 meses de vida” (APA 1980, pp. 87), como el autismo,
que una condición deba empezar “antes de los 45 años” (APA 1980, pp. 181), como los trastornos
esquizofrénicos. La menos sutil involucra lo que los autores entienden como trastornos facticios o
artificiales.
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7 “Hoy en día, únicamente se acepta la evidencia basada en ensayos clínicos controlados aleatoriamente,
denominados RCT. Es el patrón oro de la evidencia, es decir pruebas que tienen la potencia suficiente
(reclutan suficientes pacientes) para producir resultados clínicamente significativos. Se trata de pruebas
con placebos controlados en las que los pacientes se distribuyen aleatoriamente en fármaco o placebo
(en lugar de ser distribuidos sobre la base de a cuál es más probable que respondan); dichas pruebas
también son ‘doble ciego’, es decir que los investigadores y los pacientes desconocen por igual qué grupo
de participantes está tomando la droga o el placebo. Dichas pruebas no se llevaron a cabo antes de la
década de 1970” (Shorter 2009, pp. 6). “De todas maneras, en la práctica médica actual, lo que tiende a
darle la reputación a un fármaco es la sabiduría acumulada por la experiencia clínica, y no las pruebas
controladas de la literatura” (Shorter 2009, pp. 9).
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tampoco demostraron una efectividad superior en las drogas que se estaban testeando, frente a
las más antiguas. Recién a mediados de 1980 se regularizó la inclusión de placebos controlados
en los estudios, a instancias de la intervención de la agencia reguladora FDA (Food & Drug
Administration).
La capacidad para demostrar el efecto de un tratamiento en pequeñas muestras condujo a
que las RCT en psiquiatría resultaran cada vez más atractivas para compañías farmacéuticas,
clínicos y diseñadores de políticas. De manera que un incentivo particularmente importante para
la adhesión al DSM-III lo constituyó la afinidad entre el formato de sus diagnósticos y la
investigación experimental, revistiendo ésta última especial interés para la industria farmacéutica,
que desde la segunda posguerra mundial venía lanzando al mercado distintos psicotrópicos
(Russo y Venâncio 2006). Los resultados de la aplicación de RCT se optimizaban en poblaciones
homogéneas, conduciendo a que las elecciones de reclutamiento de pacientes para los estudios
resultaran congruentes con entidades diagnósticas basadas en categorías discretas.
Para Healy el hecho que los pacientes bajo estudio estén diagnosticados en base a entidades
discretas como las propuestas por el DSM-III, crea la ilusión de especificidad del fármaco, de
adecuación biunívoca con la nosología8. El uso de RCT genera otra distorsión: usar los criterios
operacionales y escalas de clasificación no implican que pueda equipararse la respuesta del
paciente al tratamiento de un trastorno, con la respuesta de un bacilo al antibiótico en un
experimento.
Las RCT también transformaron la concepción de la evidencia. La capacidad de estos
estudios de generalizarse a situaciones de la vida real es un tema en debate. Las muestras de
pacientes recabadas para estudios farmacológicos tienen validez interna al estudio (en el sentido
de la detección del efecto de un tratamiento), pero la validez externa de estas muestras es
8 La lógica criticada por Healy responde al modelo “magic bullet” (Cooper 2005, pp. 109), expresión
coloquial para designar a la panacea, el santo remedio, o la solución mágica, que resulta más afín para la
psiquiatría biológica. Un ejemplo paradigmático de este modelo son los antibióticos, que actúan atacando
la causa de la enfermedad. El diagnóstico adquiere una relevancia capital, porque los fármacos son
altamente específicos y actúan sobre agentes causales también específicos. Desde la década del ’70 es
el modelo dominante en el pensamiento de investigadores y clínicos. En la actualidad, los ensayos
clínicos están casi universalmente basados en la selección de grupos de pacientes de acuerdo al
diagnóstico, y la mayoría de los manuales sugieren que el tratamiento debe estar determinado por el
diagnóstico. En este modelo, se asume que los principios activos atacan mecanismos causales
subyacentes de la patología, de modo tal que la información concerniente a la eficacia del fármaco en una
población particular de pacientes es valiosa para la teorización psicopatológica. Además, en los casos en
los que es materia de debate si dos formas de enfermedad son realmente diferentes, una misma
respuesta al fármaco en dos grupos distintos de pacientes es interpretada como evidencia de que esas
formas de enfermedad son fundamentalmente iguales, mientras que una respuesta diferenciada se lee
como indicador de la diferencia entre ambas formas.
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9 Esta argumentación remite al “target symptom model”, el modelo dirigido a los síntomas, que se
popularizó entre clínicos e investigadores durante los ’50 y ’60, y se caracteriza en términos generales por
orientarse a la supresión de los mismos, y por restarle peso al diagnóstico y a la etiología al establecer un
tratamiento. El ejemplo más obvio de este modelo explicativo son los analgésicos -que reducen el dolor
más allá de la causa- y la administración del fármaco se sustenta en la consideración de que pacientes
con diferentes categorías diagnósticas pueden padecer de los mismos síntomas.
En la esfera de la investigación, este modelo conlleva que la selección de los grupos para la evaluación
de la eficacia de un fármaco se realice en base a los síntomas y no a los diagnósticos. Se utiliza
especialmente para tratar pacientes que no encajan en ninguna categoría diagnóstica.
Según Cooper, el modelo dirigido al síntoma perdió prominencia durante la década del ’70, aunque
mantiene su influencia en el pensamiento de los psiquiatras en la actualidad. Pero además, Cooper
inscribe la preferencia, o no, por este modelo en las discrepancias más amplias entre la psiquiatría
biológica y el psicoanálisis. Para Cooper, los psicoanalistas tienden a verse atraídos por este modelo,
porque da sustento a la perspectiva de acuerdo con la cual la droga, el principio activo, opera sólo sobre
los síntomas, y ello va en consonancia con dos cuestiones. Por un lado, la consideración de que es
factible la cura a través del psicoanálisis, y por otro, que la eficacia de la droga reporta una contribución
mínima a la psicopatología. Respecto de este último aspecto, lo que pone en evidencia el modelo dirigido
al síntoma es que la respuesta positiva de distintos pacientes a una misma droga no es indicador de una
similitud patológica subyacente, sino de una mera analogía sintomática.
10 La talidomida es un medicamento que fue indicado para los malestares de las mujeres durante el
sobre las drogas con prescripción, nuevas drogas y drogas en investigación. Se reconoce que ninguna
droga es verdaderamente segura a menos que también sea efectiva, y se requiere que dicha efectividad
se establezca con anterioridad a la comercialización – un hito en los avances en la historia médica. A las
compañías farmacéuticas se les exigió remitir reportes de reacciones adversas a la FDA, y los avisos de
fármacos en revistas médicas debían proveer de información completa para el doctor acerca de los
riesgos y los beneficios. En los años posteriores a 1962 literalmente miles de drogas por prescripción se
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Una exigencia fundamental de la FDA hacia la industria farmacéutica consistió en que los
nuevos medicamentos colocados en el mercado debían estar precedidos de la presentación de
resultados de investigaciones que pudieran ser replicados, de manera de probar su validez. Las
evaluaciones de eficacia de los fármacos incluían: estudios cuantitativos basados en muestras
comparables de pacientes diagnosticados uniformemente, asignados al azar, y tratados con
procedimientos estandarizados, con resultados juzgados no sólo por clínicos, sino por
observadores imparciales, no involucrados en el tratamiento (Mayes y Horwitz 2005, pp. 256).
Esta exigencia reforzó la necesidad de un diagnóstico como el ofrecido por el DSM, basado en
criterios con fronteras definidas, criterios de inclusión y exclusión, etc. (Russo y Venâncio 2003).
Los RCT, cuyas fortalezas y debilidades estaban apenas sondeadas, pasaron a ocupar una
posición central en la investigación en fármacos. Se convirtieron en el instrumento-garantía para
el diseño de tratamientos específicos, para enfermedades específicas, con efectos específicos,
permitiendo que las agencias regulatorias y los diseñadores de políticas minimicen los riesgos
comparativos de los tratamientos. A la vez, eran el formato al que debían adherir las compañías
farmacéuticas si deseaban que sus productos fueran habilitados para su circulación comercial.
Para Lakoff, la Enmienda de 1962 “constituyó un evento clave para convertir a las
psicofarmacéuticas en agentes con efectos específicos. Para que se aprobara la efectividad de
la droga de acuerdo a criterios biomédicos, tenían que enfocarse en enfermedades claramente
definibles” (Lakoff 2005, pp. 10).
Otro elemento que concurrió para el desbloqueo tecnológico de la psiquiatría biológica en los
‘80 fueron los simposios patrocinados por las compañías farmacéuticas, que se propagaron a
nivel nacional e internacional.12 Para los ‘90, las figuras clínicas más renombradas participaban
asiduamente de reuniones y simposios, y algunas eran investigadores principales en las
compañías farmacéuticas.
Los resultados de los simposios se publican en distintas revistas científicas de las disciplinas
afines, otro elemento a tener en cuenta para pensar el desbloqueo. Además de la exigencia de
presentar los artículos siguiendo los lineamientos del DSM, Healy menciona que estas revistas
rara vez hacían revisión por pares, y que aunque algunos artículos parecían producir nueva
información, sólo re-publicaban información ya conocida, con el respaldo de alguna de estas
figuras renombradas. Para mediados de 1990 las reuniones de psiquiatras adquirieron una
han retirado del mercado de Estados Unidos por la ausencia de evidencia sobre seguridad y/o
efectividad, o han cambiado el etiquetado para reflejar los datos médicos conocidos” (página web FDA).
12 Entre 1974 y 1988 el dinero destinado por las principales compañías farmacéuticas a estos eventos y
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La publicación del DSM-III supuso la consolidación de una visión de la salud mental basada
en los síntomas, y el desplazamiento del paradigma psicosocial predominante hasta entonces en
la clínica norteamericana. Abolió la distinción entre neurosis y psicosis como base clasificatoria,
“deshaciéndose del término ‘funcional’ para la esquizofrenia y los trastornos afectivos, sobre la
base de que ‘ya no eran vistos como puramente psicogénicos’” (Shorter 2009, pp. 157).
A diferencia del diagnóstico del caso individual, el diagnóstico realizado siguiendo los criterios
del DSM prescinde de la historia particular, del historial de vínculo con los padres o de rechazo
escolar. Se basa en que comparten un conjunto de respuestas a las escalas y cuestionarios, y
esa similitud los ubica en una misma categoría de enfermedad.
La influencia de escuelas psicodinámicas en las clasificaciones psiquiátricas previas al DSM-
III ignoraba diagnósticos estandarizados y escalas de clasificación, contribuyendo al bloqueo de
la incorporación en dicha égida de criterios de investigación epidemiológicos. En 1972, un
estudio comparativo de las prácticas diagnósticas “indicaba que los psiquiatras estadounidenses
se encontraban significativamente desincronizados de las normas internacionales” (Lakoff 2005,
pp. 11). La práctica diagnóstica era poco fiable entre observadores clínicos, siendo imposible
asegurar que los estudios clínicos fueran aplicados al mismo tipo de paciente.
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A partir del DSM-III se extiende el financiamiento de ensayos clínicos por parte de la industria
farmacéutica, consolidándose en el DSM-IV una fuerte articulación entre la inclusión de nuevos
diagnósticos, y la producción de nuevos medicamentos (Russo y Venâncio 2006).
A diferencia de las dos ediciones anteriores el DSM-III, se convirtió en un texto autorizado en
salud mental y fue aprobado por instituciones clave, como el NIMH (National Institute of Mental
Health). Demolió la crítica a sus versiones anteriores, que enfatizaban su utilidad reducida para
pacientes internados, y su irrelevancia para el diagnóstico de pacientes ambulatorios con
trastornos menores. Lo adoptaron tanto escuelas de medicina como programas de residencia,
incluyéndolo entre la bibliografía obligatoria para las evaluaciones de graduación. También lo
incorporaron agencias gubernamentales y compañías aseguradoras, dado que transparentaba
los procesos de reembolsos. Por último, lo incorporaron los investigadores gracias a que
proporcionaba criterios estandarizados y un lenguaje único para realizar investigaciones
transdisciplinarias. Los criterios sustentados en parámetros científicos permitían, además,
proyectar investigaciones concordantes con los requisitos de financiación gubernamental.
Profesionales que adscribían a terapias basadas en la palabra, como los enfoques
psicodinámicos y de la ortodoxia freudiana plantearon sus resistencias al manual, siendo
progresivamente relegados, tanto de las instituciones, como de los recursos que incorporaron al
DSM (Wilson 1993; Young 1995).
Uno de los elementos a ser tenido en cuenta en su positividad es el señalado por Lakoff:
El DSM-III era un sistema estandarizado pero dinámico, sus categorías eran evolutivas antes
que fijas, y sus autores organizaron una estructura basada en comités de profesionales para
el testeo y revisión de sus definiciones. Los autores no aseguraban que los estándares que
surgieron de ese proceso fueran una descripción final de sus objetos; antes bien, resultaban
del mejor acuerdo entre diversos intereses. El punto era delimitar los conjuntos de reglas para
la negociación de futuros estándares. En ese punto, Spitzer y sus colegas reformadores
tuvieron éxito, ya que el DSM en sus versiones revisadas continúa evolucionando y
fortaleciéndose (Lakoff 2005, pp.13).
Para Spitzer, sin embargo, el punto clave de la aceptación del DSM-III residió en que la
psiquiatría se concentró en los aspectos biomédicos (Healy 2002). Desde su punto de vista, la
mayor innovación del DSM-III fue la adopción de un criterio operacional, y la razón por la que fue
aceptado rápidamente residió en que incluía un rango de diagnósticos en los que los clínicos
veían reflejada su práctica cotidiana. Adicionalmente, la gran extensión del DSM-III supuso
ingresos monetarios acordes para la APA.
Según Cooper (2005) el interés de la APA por definir el concepto de trastorno, aun de modo
retórico, tuvo su pico en la década de 1970 y 1980, y se debió tanto a los reclamos del
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movimiento antipsiquiátrico13, como de los movimientos por los derechos de los homosexuales.
Este núcleo problemático concernía primordialmente a la situación estadounidense, y se fue
disolviendo para fines de los ‘80. De modo que para el momento de publicación del DSM-IV, la
definición de trastorno ya no revestía mayor interés. De hecho, tanto en el DSM-IV (APA 1994,
pp. XXI) como en el DSM-IV-TR (APA 2000, pp. XXXI) se aclara que: “La definición de trastorno
mental (…) es la misma que la del DSM-III y la del DSM-III-R, ya que es tan útil como cualquier
otra definición y, además, ha permitido tomar decisiones sobre alteraciones ubicadas entre la
normalidad y la patología”.
En el manual se remarca el sesgo que implica la denominación trastorno mental, dado que
supone una separación entre las nociones de este tipo y las físicas. Pero la denominación
presentada en el DSM-III y el DSM-III-R persiste, indicando la ausencia de otra que resulte más
adecuada. En palabras de los redactores, esto ocurrió “porque no hemos encontrado un sustituto
apropiado” (APA 2000, pp. XXX).
A diferencia del DSM-III, cuya definición se centraba sólo en los trastornos mentales, el DSM-
IV se aparta de cualquier distinción significativa entre trastornos mentales y físicos, dada la
dificultad de encontrar criterios coherentes para decidir cuál trastorno es físico y cuál es mental:
ni los síntomas, ni las causas, ni los efectos de una enfermedad son atribuibles sólo a factores
físicos o mentales. Del mismo manual: “En el DSM-IV no se presume que cada categoría de
trastorno mental sea una entidad completamente discreta con límites absolutamente precisos
que la dividan de otros trastornos mentales o de otros trastornos no mentales. Tampoco se
presume que todos los individuos descriptos como padeciendo el mismo trastorno mental son
iguales a todos en todos los aspectos importantes” (APA 2000, pp. XXXI).
Si bien el DSM-IV-TR plantea que “los conocimientos actuales indican que hay mucho de
‘físico’ en los trastornos ‘mentales’ y mucho de ‘mental’ en los trastornos ‘físicos’” (APA 2000, pp.
XXX), se aparta de los intentos por distinguir a los trastornos en mentales y físicos como un “un
13 Del abanico de estudios incluidos en esta corriente, Conrad y Schneider resaltan dos posturas: la de
Thomas Szasz, y la de R. D. Laing. La primera (que Conrad y Schneider ubican como una crítica por la
derecha), es entendida como una crítica dentro de los postulados del laissez faire, que entiende que a los
individuos debería permitírseles conducirse de acuerdo a sus deseos, en tanto no infrinjan la ley; y en
caso de infringirla, se consideran criminales. A través de la internación involuntaria, la psiquiatría priva al
individuo de su libertad, desestimando mediante el mito de la enfermedad mental (Szasz 2001) que las
personas tienen problemas para vivir (problems in living). La segunda (la crítica por la izquierda) se sitúa
en un ángulo diferente. Centrada en la etiología de la esquizofrenia, la locura es entendida como una
respuesta a situaciones de la vida de la persona, que no está enferma, sino que es diferente. La causa o
la fuente de la locura se ubica en el sistema familiar, que es el que necesita ser transformado. La crítica
de Laing está centrada en la experiencia fenomenológica de la locura, desde el punto de vista de quien la
padece.
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anacronismo reduccionista del dualismo mente/cuerpo” (APA 1994, pp. XXI; APA 2000, pp.
XXX). Frente a esto, el DSM adopta una perspectiva fisicalista.
Cooper (2005) ha analizado este sesgo desde una perspectiva filosófica, considerando que la
APA acierta al considerar que los trastornos mentales y los físicos deben considerarse juntos,
pero que de ello no se deriva la adopción de dicha perspectiva fisicalista acerca de la mente.
Que lo mental y lo no mental estén compuestos, en última instancia, por un sustrato material, no
implica que ambos no puedan distinguirse. Y si ambos no puedan distinguirse en la actualidad
es, precisamente según Cooper, debido a que han fallado los intentos por encontrar un caso
claro que los diferencie. Esta perspectiva tiene implicancias para los profesionales y para los
pacientes.
Para los profesionales, la adopción de una perspectiva fisicalista se inscribe en el debate
sobre quién debe tratar los trastornos mentales. En la década de 1970, sostiene Cooper, los
psiquiatras consideraban enfáticamente que los trastornos mentales y físicos eran similares,
mientras que los psicólogos se pronunciaban en sentido contrario. Para cuando se publica el
DSM-III esta discrepancia atravesaba su momento de máxima tensión, e incluso se barajó la
posibilidad de caracterizar a los trastornos mentales como un sub-conjunto de los trastornos
médicos.
La postura de los psicólogos se sostenía en que la etiología de muchos trastornos mentales
era desconocida, señalando que aunque los mismos pueden considerarse trastornos de la salud,
no hay justificación para equipararlos a los trastornos médicos. La de los psiquiatras, por su
parte, constituía otro modo de expresar la convicción en la psiquiatría como una especialidad
médica.
Para los pacientes, sin embargo, que una enfermedad sea considerada mental o física abre
posibilidades diferenciales en relación, entre otras muchas cuestiones, a la estigmatización o
inclusión social, y al otorgamiento o negación de beneficios sanitarios, laborales, y educativos.
Volviendo a los DSM-IV, en el manual no sólo se enfatiza la laxitud respecto de los límites
entre un trastorno mental y uno físico. El carácter difuso de las fronteras aparece como una
característica del concepto mismo de trastorno mental:
A pesar de que este manual proporciona una clasificación de los trastornos mentales, debe
admitirse que no existe una definición que especifique adecuadamente los límites del concepto
«trastorno mental». El término (…), al igual que otros muchos términos en la medicina y en la
ciencia, carece de una definición operacional consistente que englobe todas las posibilidades
(…). Los trastornos mentales han sido definidos también mediante una gran variedad de
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“Una concepción errónea muy frecuente es pensar que la clasificación de los trastornos
mentales clasifica a las personas; lo que realmente hace es clasificar los trastornos de las
personas que los padecen. Por esta razón, el texto del DSM-IV (al igual que el texto del DSM-III-
R) evita el uso de expresiones como «un esquizofrénico» o «un alcohólico» y emplea las frases
«un individuo con esquizofrenia» o «un individuo con dependencia del alcohol»”. (APA 1994, pp.
XXI; APA 2000, pp. XXX-XXXI).
A modo de cierre:
El DSM se caracteriza por una serie de rasgos que resultan blanco de críticas: su flexibilidad,
dinamismo, estandarización, a-teoricidad, prescindencia de explicaciones etiológicas, sustento
en la observación de sintomatología conductual, etc. Dichas características se prolongan en la
noción que estructura dicho manual: el trastorno mental. Esta noción se destaca además, por
admitir la alta correlación sintomática entre patologías, presentar escasa capacidad predictiva, y
débiles o nulas vinculaciones con las variaciones históricas, culturales y ambientales. De lo
expuesto emerge que la noción de trastorno vigente en el DSM es central para la comprensión
de sus especificidades, sus funcionalidades, las rupturas que expresa en relación al modelo de la
enfermedad, y los efectos que ha provocado en los procesos de diagnóstico y tratamiento. La
configuración de esta noción en el DSM resulta, además, de una coyuntura histórica, económica
y política particular, que responde a limitaciones y exigencias puntuales.
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Las características del DSM mencionadas forman parte del núcleo de numerosas críticas al
manual, presentándose como las indicadoras de su incoherencia, parcialidad, y hasta falta de
cientificidad. Un ejemplo de estas críticas lo ofrece Cooper, que culmina su libro señalando:
“(d)esafortunadamente, resulta que aunque el DSM es de enorme importancia práctica, no está
en camino de convertirse en la mejor clasificación posible de los trastornos mentales” (Cooper
2005, pp. 150). Habida cuenta de lo expuesto, la conclusión de Cooper bien puede pensarse al
revés: que aunque no es la mejor clasificación posible de los trastornos mentales, el DSM es de
enorme importancia práctica. Esto se verifica en la extensión que ha tenido desde su tercera
versión, y en los numerosos adeptos que ven en el DSM un manual que sirve a meros fines
diagnósticos, sin comprometer o limitar teóricamente a los profesionales actuantes.
De manera que, precisamente en su carácter paradojal, ambiguo y epistemológicamente
frágil, reside una de las líneas que explicarían el éxito de su extensión. Son esas características
del DSM-III las que permitieron desbloquear y articular al saber de la psiquiatría somática,
bloqueado por la incidencia de los conceptos psicodinámicos que se utilizaban en la primera y
segunda versión (y que no eran tributarios de directrices empiristas), y disperso en una serie de
tecnologías que se utilizaban con anterioridad en otros ámbitos, pero que no se habían
empleado de modo unificado en ningún manual clasificatorio psiquiátrico. En esta articulación
con toda una serie de tecnologías, instrumentos y actores que venían desarrollándose con
independencia de las clasificaciones del manual, el DSM encontró las posibilidades para su
expansión.
La definición de trastorno mental que los manuales introdujeron y reforzaron con cada nueva
publicación desde 1980, tuvo como efecto su aceptación y uso entre numerosos profesionales de
la salud mental, que encontraron un lenguaje con criterio científico para avalar sus diagnósticos,
ya que el DSM-III apeló, incorporó y ofreció códigos e instrumentos estadísticos que aplicó al
diagnóstico de los trastornos mentales. Esos criterios formales entroncaban con la necesidad
(tanto al interior como por fuera de los saberes de la salud mental) de contar con esquemas
clasificatorios que resultaran consonantes con la formulación de proyectos de investigación, de
testeo y comercialización de psicofármacos, y de publicación de resultados que, en un contexto
de recorte presupuestario, descentralización y desregulación económica, cumplieran con
requisitos de aceptación para la asignación de fondos privados y estatales. Ofrecía además, una
pretendida ateoricidad que eximía a los profesionales de un pronunciamiento a favor de alguna
escuela clínica particular, y se presentaba como una “solución” al desprestigio en el que estaba
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consonancia además, con los lineamientos metodológicos foucaulteanos útiles para la reflexión
planteada en este artículo.
Otra consideración que surge del análisis es que el DSM no extingue, sino que renueva la
díada normal-patológico, dándole una forma novel y específica, en función de la utilización de los
adelantos e instrumentos tecnológicos reseñados. La díada normal-patológico expresada en el
DSM además, se vio influenciada por perspectivas epistémico-filosóficas, como el empirismo
baconiano, y por actores y fuerzas socio-políticas y económicas. Todos estos elementos
vinculados al DSM-III reconfiguraron y delinearon el objeto sobre el cual la psiquiatría somática
pudo profundizar su intervención anterior, o iniciar una nueva. En esta renovación, la formulación
del concepto de trastorno mental tiene un rol clave, con efectos en la definición de nosologías
particulares. Y las transformaciones en la definición de trastorno mental que se introdujeron en la
quinta versión del DSM-5 tienen en el giro del DSM-III, y en el desbloqueo tecnológico y
epistemológico antes reseñado, un antecedente para nada desdeñable, que tributó para que
estas transformaciones sean posibles.
Bibliografía
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