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4.

El Río de la Plata y Chile,

Buenos Aires comenzó formalmente el proceso independentista el 25 de mayo de


1810. Sus pasos posteriores buscaban consolidar la posición del nuevo gobierno
en todo el virreinato y para eso debían exportar la revolución más allá de los
límites del cabildo porteño, aunque la operación tuvo resulta- dos contradictorios.
Montevideo siguió controlada por la marina de guerra española y Paraguay, tras
fracasar la misión de Manuel Belgrano en busca de apoyos para la causa
emancipadora, se separó de Buenos Aires para seguir un camino propio y
aislacionista. La misión al norte impuso el orden porteño en Córdoba y Tucumán y
ocupó casi sin resistencia el Alto Perú, garantizando a Buenos Aires el control de la
plata potosína, aunque en poco tiempo el ejérci to peruano enviado por el virrey
Abascal y mandado por el general Goyene- che retomaría el control del territorio
altoperuano. El equipo gobernante se dividió en dos tendencias antagónicas: una
moderada, encabezada por el pre- sidente de la Junta de Gobierno, el jefe de
milicias Cornelio Saavedra, y otra mis radical o jacobina, liderada por el secretario
de la Junta, el abogado Ma- riano Moreno. Para afianzar su posición, los radicales
decidieron endurecer in represión con los proespañoles, expulsaron al virrey y a
los oidores de la Audiencia y fusilaron a los jefes del partido «realista»,
comenzando por el ex virrey Liniers. Al ser elegida por un cabildo abierto, la Junta
sólo respon- din a la autoridad del cabildo de Buenos Aires, su única fuente de
soberanía y como se quería extender el dominio del nuevo gobierno a todo el
virreinato y ampliar su legitimidad era necesario incorporar a representantes del
interior. Esto ocurrió a fines de 1810 con la llamada Junta Grande. La ampliación
per- matió incorporar a políticos de las provincias y colocó al partido jacobino en
minoría, lo que llevó a Moreno a renunciar como secretario de la Junta. Fue
designado para una misión diplomática en Londres, pero murió durante el viaje.

Si bien la movilización indígena era escasa, los enviados porteños al Aito Perú
intentaron ganar a los indios para su causa eliminando el tributo indige- La medida
no los convenció ni tampoco a las élites altoperuanas, poco straidas por el
«populismo» porteño. En julio de 1811 el general Goyeneche derrotó a los
porteños en Huaqui y privó a Buenos Aires de la plata potosina y del control del
Alto Perú, que volvió a depender de Lima. La frontera entre las Audiencias de
Buenos Aires y Charcas separó a quienes abogaban por la revo- Jución o por el
mantenimiento del vínculo colonial y allí Martin Güemes y sus campesinos
salteños defendieron a Buenos Aires del Perú. Si los porteños tra- raban de
extender la base social de la revolución con los indios del Alto Perú o los
campesinos de Salta era por la distancia con Buenos Aires, ya que en su
proximidad las cosas no eran iguales, como muestra su política hacia la Banda
Oriental (hoy Uruguay). La presión de los mandos navales en Montevideo la
convirtió en un potente foco opositor a Buenos Aires, pero los porteños sus-
pendieron en 1811 las acciones militares ante la presencia de los portugueses.
José Artigas sublevó a la campaña de la Banda Oriental, inicialmente con el apoyo
de Buenos Aires, aunque luego con su oposición, ya que la llamada re- volución
artiguista contenia una serie de reivindicaciones populares que no entusiasmaban
a las élites porteñas. Cuando los portugueses intentaron ocu- par la Banda
Oriental, Artigas impulsó el éxodo del pueblo uruguayo a la ve- cina provincia de
Entre Ríos, controlada por Buenos Aires. Entonces se rear- mó una nueva e
inestable alianza con los porteños que aguantó hasta 1813, cuando se quebró
definitivamente. En 1814, mientras el ejército porteño man- dado por el general
Carlos Maria de Alvear conquistaba Montevideo, Artigas controlába las provincias
de Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe (anteriormente pertenecientes a la
intendencia de Buenos Aires) y se declaraba «protector de los pueblos libres». Su
control territorial era sólo político, ya que las oligar- quias provinciales rechazaban
sus reivindicaciones sobre el acceso de los campesinos a la tierra. La influencia
de Artigas se extendería a Córdoba en medio del enfrentamiento con Buenos
Aires, ya que para sus dirigentes, Arti- gas amenazaba el futuro de la revolución y
simbolizaba un movimiento de protesta social que debía ser reprimido. La
ampliación de la base social revo- lucionaria sólo ocurrió en la Banda Oriental y no
en el resto de los territorios partidarios de Artigas, que seguian siendo manejados
por sus oligarquías con- tra Buenos Aires.

La Junta Grande de Buenos Aires la controlaron los moderados, pero su excesivo


tamaño llevó a la formación de un Triunvirato, caracterizado por su dureza
represiva contra quienes no se sometían a su autoridad, aunque un gol- pe militar
acabó con el predominio de las milicias, vigente desde 1807, y ale- jó a los
saavedristas del poder. Desde entonces, octubre de 1812, los oficia- les del
ejército regular formado después de la independencia controlaron la situación
política. Su principal instrumento fue la logia Lautaro, que hasta 1819 influyó en la
política porteña. Alvear y José de San Martín, oficiales re- tornados de España en
1812 tras haber luchado en la guerra contra los france- ses, eran dos de sus
miembros más reputados. San Martín creó un cuerpo de caballería bien
entrenado, los Granaderos a Caballo, que contrastaba con la improvisación de los
ejércitos de uno y otro bando y pudo, en 1813, imponer- se a los españoles en San
Lorenzo, a orillas del Paraná. Su victoria consolidó su posición política y le fue
encomendado el mando del derrotado Ejército del Norte, para destinarlo luego
como intendente en Cuyo. En Mendoza, don- de se había refugiado la oposición
chilena, armó un ejército para expulsar a los españoles del Perú. Para ello, en vez
de atacar a través del Alto Perú, lo que había fracasado en dos oportunidades,
invadiría Chile y desde allí pasaria a Lima por mar.

En 1813 se reunió en Buenos Aires una Asamblea legislativa, soberana y con


plenos poderes. Si bien no declaró la independencia, adoptó importantes
decisiones, como la supresión del mayorazgo, de los títulos nobiliarios y de la
Inquisición y otorgó la libertad a los hijos de las esclavas. También oficiali- zó la
bandera, el escudo y el himno de una nación que no se atrevia a indepen dizarse
definitivamente. La restauración de Fernando VII amenazó el proceso de
emancipación, que atravesaba serías dificultades políticas internas. La co-
yuntura obligó a concentrar el poder y en lugar del Triunvirato surgió la figu- ra del
Director Supremo, el primer gobierno unipersonal de Buenos Aires. Con grandes
esfuerzos la revolución sobrevivió en el Río de la Plata, gracias, entre otras cosas,
a que España nunca lanzó una ofensiva directa en su contra. El 9 de julio de 1816
un congreso reunido en Tucumán, con delegados de todo el territorio controlado
por Buenos Aires, declaró la independencia, ya que la presión del Director
Supremo, Juan Martin de Pueyrredón, hombre de la logia Lautaro, aceleró la
decisión emancipadora. El punto más débil del nuevo gobierno era su relación con
la zona artiguista y para debilitar a Arti- gas favoreció la invasión portuguesa de la
Banda Oriental. En 1819 se sancio- nó una constitución centralista, que pese a
mantener la ficción republicana testia un importante contenido monárquico. El
rechazo del interior y la oposi- ción del artiguismo acabaron con el gobierno de
Pueyrredón, agotado politi- camente y arruinado económicamente por los
sacrificios realizados para fi- unciar al ejército de San Martin. Desde entonces,
poca vida le quedaba al Estado centralizado que Buenos Aires había intentado
construir. Los caudi- Lios de Santa Fe y Entre Ríos, cada vez menos dependientes
de Artigas, serian los responsables de su destrucción.

En Chile, el movimiento fundacional de la Patria Vieja no se había conso- idado


por los choques entre el ala radical de José Miguel Carrera y sus her- manos y el
sector moderado de Bernardo O'Higgins. La Junta, establecida en septiembre de
1810, convocó un congreso nacional que se dividió entre refor- mistas y
revolucionarios. Si los primeros querían acabar con la opresión colo- al y obtener
más autonomía dentro de la nación española con una Constitu- ción, los últimos
apostaban por la independencia y decían que la lealtad a Fermando VII era sólo
una ficción, o una máscara. Los revolucionarios, mi- moritarios, derrocaron al
gobierno del Congreso y lo reemplazaron por el ge- Leral Carrera, al frente de una
coalición de miembros de las élites de Santiago y la Concepción. La Constitución
aprobada en 1812 instauró un Senado con Biete legisladores y puso el ejecutivo en
manos de Carrera, señalando que en sa ausencia el país sería gobernado por una
junta de tres miembros. Sin em- bargo, terminó siendo relevado por O'Higgins ante
su incapacidad militar. La situación se complicó en 1813 con el desembarco de un
cuerpo expediciona sio peruano en el sur, que en poco tiempo se apoderó de la
mayor parte del pais. Después de la derrota de O'Higgins en Rancagua, en octubre
de 1814, el general Osorio, al mando del ejército realista, entró en Santiago y
obligó a los lideres independentistas a refugiarse en Mendoza, al otro lado de la
cordille- ra, desde donde continuaron resistiendo a los peruanos y manteniendo
sus en- frentamientos intestinos.

A Mendoza destinaron a San Martin para organizar el ejército que invadi- ria Chile.
Entre la moderación centrista de O'Higgins y el populismo de los Carrera, San
Martin prefirió al primero como su aliado para la aventura tran- sandina. A
comienzos de 1817, San Martin inició el cruce de los Andes al mando de un
disciplinado ejército de 3.000 hombres, con el que obtuvo el 12 de febrero la
decisiva victoria de Chacabuco, que le abrió las puertas de Santiago y permitió
nombrar a O'Higgins como Director Supremo de la Re- pública de Chile. En marzo,
el ejército de San Martín fue vencido en Cancha Rayada, lo que estuvo a punto de
abortar la aventura emancipadora, pero la rápida recomposición de las fuerzas y
el triunfo de Maipú salvaron al gobierno revolucionario. Pese a todo, no se pudo
acabar con la resistencia española que durante años aguantó en el sur, pese a la
dura política represiva contra los partidarios de la Corona y contra los disidentes
internos.

5. San Martín y la empresa peruana

Tras la liberación de Chile, Lima y el Perú eran los objetivos de San Martin, lo que
requeria una potente flota de guerra. Los barcos y las tripulaciones se
consiguieron en Gran Bretaña y Estados Unidos y el mando de la escuadra se
encargó a lord Cochrane, que también practicó el corso en las costas del Paci-
fico. Con esos ingresos, la flota de siete barcos de guerra se amplió con dieci- séis
transportes. En agosto de 1820, San Martín se embarcó al Perú con 4.500
hombres, una cantidad exigua para derrotar al contingente realista de 20.000
soldados. San Martin esperaba trastocar el orden colonial, aprovechando el
cansancio de la sociedad peruana con una guerra inacabable y pensaba que el
bloqueo comercial minaria la lealtad realista de los hacendados costeños. De ser
necesario, utilizaría la carta indigena, algo que también hacían los realis- tas. La
empresa comenzó con buenos augurios. El desembarco en Pisco fue seguido de
rebeliones espontáneas en Guayaquil y Trujillo y el norte giró ha- cia la causa
republicana, ya que el marqués de Torre Tagle, el intendente de la región, cambió
sus preferencias políticas, probablemente afectado por los vientos liberales que
venían de España. En el sur, la campaña de la sierra afectó a la retaguardia limeña.
A principios de 1821 el jefe realista, el general José de la Serna, derrocó al virrey
Joaquin de la Pedrezuela y comenzó a ne- gociar con San Martin para crear un Perú
independiente y monárquico. El acuerdo fue rechazado por el ejército español,
acantonado en El Callac, pero dada su debilidad fue incapaz de evitar la entrada
de San Martin en Lima en julio de 1821, que fue nombrado Protector del Perú
independiente. El nuevo gobierno fue el más conservador de los establecidos en
América

desde 1815, dada su reacción frente al constitucionalismo liberal español y el


deseo de ganarse a la oligarquía local que miraba preocupada el giro político de
España. Mientras, continuaba la campaña en la sierra, que era una conti- nua
sangria para los dos bandos. La situación de San Martín era comprometi- da, ya
que la ayuda de Lima y las principales ciudades peruanas seguia siendo escasa.
En 1822, la situación era de estancamiento y sólo la ayuda extranjera podría
romper el statu quo, ayuda que San Martín estaba dispuesto a pedir a Bolívar. En
julio de 1822 los dos libertadores se encontraron en secreto en Guayaquil, tras lo
cual San Martin anunció su retirada del Perú y dejó que Bo- livar liderara la acción
emancipadora. Después de sofocar algunos bretes re- beldes en Pasto, Bolívar
pasó a Perú a mediados de 1823, cuando habia dos presidentes: José de la Riva
Agüero, que tras ser derrocado por el congreso se refugió en Trujillo, y el marqués
de Torre Tagle, nombrado por el congreso en lugar de Riva Agüero e instalado en
Lima. La movilidad de la situación la muestra el hecho de que Riva Agüero
negociaba similtáneamente con Boli- var y con los realistas. A éstos les proponía
crear una monarquia independien te al frente de un Borbón español, mientras
intentaba expulsar a Bolívar. Al conorse esta situación, Riva Agüero fue detenido y
deportado y Torre Tagle fue encargado por Bolivar para negociar con los españoles.

A comienzos de 1824, después de que un motin del destacamento de Bue- nos


Aires en El Callao entregara la guarnición a los realistas, Torre Tagle con la mayor
parte de su gobierno y numerosos diputados se pasaron a la causa moniaquica,
cuando el régimen liberal en España había caído y la Corona era muevamente
confiable. Sin embargo, gracias a su poder militar, Bolivar reto- mó el control de la
situación y en agosto triunfo en Junin y consolidó su posi- ción en la sierra. El
último acto de la independencia peruana tuvo lugar en Ayacucho, en diciembre de
1824, cuando el general Antonio José de Sucre, al mando de un ejército de
colombianos, chilenos, rioplatenses y peruanos, derrotó y capturó al virrey La
Serna. La resistencia realista continuó hasta 1826 en la guarnición de El Callao y
hasta 1825 en el Alto Perú, al mando de Olieta, cuando Sucre terminó con la
resistencia y a pedido de las élites de Charcas y Potosi creó la república de Bolivia
en homenaje al Libertador.

6. La gesta de Bolívar: Venezuela y Colombia

Francisco de Miranda fue puesto a la cabeza de la Junta surgida de los sucesos del
Jueves Santo de 1810 en Caracas, pero no fue bien recibido por la oligar- quía
cacaotera, los mantuanos, un grupo clave en el movimiento emancipa- dor. Fiel a
sí mismo, Miranda radicalizó la revolución y en junio de 1811 de- claró la
independencia, aunque con un escaso control de Venezuela, limitado al litoral
cacaotero, mientras el oeste y el interior permanecian leales a Fer- nando VII,
como la base naval de Coro, al oeste de Caracas. El terremoto que asoló a la
capital, interpretado como un castigo divino por los realistas, cam- bió in marcha
de los acontecimientos. El capitán Domingo de Monteverde, jefe de la base de
Coro, tornó In iniciativa y la guarnición de Puerto Cabello abandonó la causa
revolucionaria y esto se sumó al mayor malestar entre los esclavos negros en las
plantaciones de cacao, que llevó a los mantuanos, in- fluidos por la
independencia de Haiti, a acabar con el experimento revolucio- nario y firmar un
armisticio. En un episodio confuso, en el que intervino Bo- livar, los realistas
capturaron a Miranda, mientras Bolívar se refugiaba en Nueva Granada. Si bien los
hacendados caraqueños cesaban en su lucha, la rebelión continuó en la costa de
Cumaná y en la isla Margarita, impulsada por los negros y mulatos, que
incrementaron el nivel de violencia matando a nu- merosos colonos canarios.
Éstos se organizaron para repeler los ataques y su respuesta fue igualmente
violenta, dando comienzo la guerra a muerte, insti- tucionalizada por Bolívar
desde junio de 1813. Santiago Mariño, el lider re- belne de Cumaná, avanzó desde
el este, mientras Bolivar, de nuevo en los Andes venezolanos, entró en Caracas en
agosto. La derrota de Monteverde im- pulsó la consolidación de José Tomás Boves
como nuevo jefe realista, con la entrada en la guerra de los llaneros, que lo
apoyaron en una campaña exitons contra los costeros de Mariño y los andinos de
Bolivar, quien huyó nueva- mente a Nueva Granada para luego refugiarse en
Jamaica.

Venezuela se convirtió en una fortaleza española, reforzada en 1815 por el envio


de 10.000 hombres al mando del general Pablo Morillo para acabar con la
revolución en Nueva Granada. En Colombia, la respuesta contra la re- belión se
concentró en el sur, especialmente en Pasto y Popayán, próximas a los centros
realistas de Quito y Perů. Al igual que en Chile, los conflictos en- tre los lideres
independentistas pusieron en peligro la revolución y el radical Antonio Nariño se
impuso al moderado Lozano y se convirtió en el presiden- te de la república de
Cundinamarca, contraria a la integración en las Provin- cias Unidas de Nueva
Granada, con las que se había enfrentado. En 1814, los realistas peruanos
avanzaron desde Popayán a Antioquia y tomaron prisione- ro a Nariño. Fue
entonces cuando la confederación de Nueva Granada, apoya- da por Bolivar,
conquistó Bogotá, pero dada su debilidad no pudo controlar toda su jurisdicción.
Esto permitió que Morillo, después de conquistar Carta- gena, entrara en Bogotá.

En 1817, Bolívar reinició el proceso emancipador en Venezuela desde Haiti, pero


su situación era más desesperada que la de San Martin, por su falta de recursos y
apoyos politicos. El impulso a la causa independentista requi- rió cortar los lazos
de los mantuanos con la revolución, al primar éstos sus propios intereses sobre la
política. Pese al autoritarismo del caudillo, esto dotó a la revolución bolivariana de
un componente popular, cuya fuerza hizo posible extender su república de
Colombia a Guayaquil y proyectar su in- fluencia hasta el Alto Perú. En 1816 para
atraer a los esclavos a sus filas, Bo- livar prometió liberarlos, lo que dio un nuevo
impulso a la revolución. Al año siguiente, su alianza con el jefe guerrillero José
Antonio Páez, también de Los Llanos, fue una de las claves de su triunfo.
Inicialmente Bolívar pensó en tomar Caracas, pero al cerrarle el paso Morillo
retornó a Los Llanos y a la Guayana para cruzar los Andes hacia Colombia, al
mando de 3.000 hombres. Su triunfo en Boyacá le permitiría controlar Bogotá y el
centro y norte de Nueva Granada, salvo Panamá. Eran los primeros pasos de la
república de la Gran Colombia, cuya existencia y estructura política se
formalizaron en 1819 por el Congreso de Angostura. Surgió así una suerte de
república federal, pre- sidida por Bolívar e integrada por. Nueva Granada y
Venezuela, cada una con un vicepresidente responsable de las tareas
administrativas, mientras Bolivar proseguia la guerra. Desde entonces, la
liberación de Venezuela fue una cues- tión prioritaria, ya que las noticias del
triunfo liberal en España fueron nefas- tas para el bando realista, que veia mermar
sus fuerzas. La victoria de Cara-

bobo le permitió a Bolívar entrar en Caracas en 1821. Ese mismo año, Sucre,
tras sus triunfos en Riobamba y Pichincha, conquistó Quito y Bolivar derro- taba a
las fuerzas realistas de Pasto, en los Andes, cuya fortaleza radicaba en su
población mestiza, inclinada hacia la monarquía por la prédica del obispo. Esto
libró a Colombia de amenazas y dejó las manos libres a Bolivar para in- tervenir en
el Peri.

En 1821 se celebró el congreso de Cúcuta, que dotó a Colombia de una


organización más centralizada que la de Angostura: Venezuela, Nueva Gra- naila y
Quito perdieron su autonomia al dividirse todo el territorio en departa- mentos
gobernados desde Bogotá. El viceprosútume Famiώντωνία των tander asumió la
tarea organizativa. La autoridad de Bogotá sobre Venezuela era bastante relativa,
ya que Páez, dueño del poder militar, controlaba la vida politica. En Bogotá no se
veia con buenos ojos la gestión liberal de Santander y el futuro, inestable y
autoritario, no tenia buenas perspectivas para Nueva Granda.

7. Nueva España y América Central

La emancipación mexicana impulsada por la protesta india y mestiza tuvo ca-


racteristicas distintas a la de América del Sur y fue liderada por Miguel Hi- dalizo,
cura de Dolores. En septiembre de 1810 proclamó su célebre Grito de Dolores,
manifestándose a favor de la independencia, el rey, la religión y la vingen india de
Guadalupe y contra los peninsulares. Su prédica fue seguida por los peones de las
haciendas y las minas. En su avance conquistó la ciudad de Guanajuato, tras
provocar una matanza en la alhóndiga, donde habian bus- cado refugio los
soldados y los notables de la ciudad. La marcha de los rebel- des, una masa mal
armada de indios y mestizos, prosiguió y Querétaro, San Laia Potosí y Guadalajara
cayeron en sus manos. Al llegar a la ciudad de Mé- xaca, los 80.000 hombres de
Hidalgo derrotaron a los 7.000 del ejército del geueral Trujillo, aunque con muchas
bajas. Trujillo se retiró a la capital, que pulo ser conquistada por Hidalgo, pero éste
optó por retroceder para reorga- nar sus filas, algo que terminó siendo
contraproducente para sus planes, ya que la retirada se convirtió en fuga. Hidalgo
fue capturado en Chihuahua y posteriormente ejecutado. La crueldad de las
acciones revolucionarias mer inb el interés por el movimiento emancipador, que
durante una década care- co del respaldo oligárquico.

José María Morelos, otro cura, continuó los pasos de Hidalgo, pero esta vez desde
el sur del país. Como tenía un ejército más disciplinado que el de Hidalgo, en 1812
controlaba casi todo el sur de México. Entre los puntos más destacados de un
programa que cautivó la atención popular destaca la aboli- ción de las diferencias
de castas y la subdivisión de los grandes latifundios ca- ñeros de los hacendados
realistas. A fin de institucionalizar la revolución, Morelos convocó un congreso en
Chilpancingo, donde se manifestaron las mismas tendencias antagónicas
presentes en el frente militar. Pese a todo y en ui exceso de legalismo, Morelos
aceptó las resoluciones contradictorias ema- nadas del congreso, que scabarian
con la revolución y con su vida, ya que murió ejecutado en 1815. El radicalismo de
Morelos fortificó la unidad entre criollos y peninsulares en las élites españolas, ya
que todos respaldaban la le- galidad vigente y fueron quienes devolvieron a México
a su lugar en el Impe- rio. La jerarquía eclesiástica, que vio amenazadas sus
propiedades y posicio nes por la acción de los revolucionarios, también se unió a
la coalición oligárquica.

Los sucesos desencadenados en España tras el alzamiento de Riego a co-


mienzos de 1820, asustaron a las élites mexicanas. El temor por los cambios de
los liberales metropolitanos, que afectarian las relaciones con las colonias, movió
a los partidarios de la Corona a manifestarse ahora a favor de la inde- pendencia,
siguiendo al militar de origen criollo Agustin Iturbide. Junto a Vi- cente Guerrero, un
viejo resistente de la época de Morelos, Iturbide diseñó el Plan de Iguala, origen de
la independencia de un México que debería ser go- bernado por un infante español
designado por Fernando VII. Si bien el plan garantizaba la independencia, la
unidad en el catolicismo y la igualdad entre peninsulares y criollos, Fernando VII
no apoyó el acuerdo, lo que cambió los planes de Iturbide, que tras obtener el
respaldo de casi todo el país, entré triunfante en la capital y sentó las bases del
que debería ser el nuevo Imperio mexicano. Una de las primeras medidas de
Iturbide fue proponer a las autori- dades centroamericanas adherirse al Plan de
Iguala. El 15 de septiembre de 1821, en la ciudad de Guatemala, se votó la
independencia y la anexión a Mé- xico. Fue una «revolución desde arriba» que dejó
intactas a la mayoría de las autoridades coloniales. Sin embargo, la vinculación a
México duró muy poco. En 1823, tras el fracaso del imperio de Iturbide, un nuevo
congreso se reunió en Guatemala para proclamar la independencia de América
Central en la figura de una república federal, que bajo el lema de «Dios, unión y
liber- tad nucleaba a todos los territorios centroamericanos.

8. El comienzo de las prácticas electorales


La invasión de España por las tropas napoleónicas y el descabezamiento de la
monarquía llevaron a primer lugar la cuestión de la soberanía y de la repre-
sentación. Se ha aludido más arriba a como los pueblos pugnaban por retro- traer
el control de la soberanía a su control directo y de ahí el gran impulso conocido
por las Juntas desde mayo de 1808, tanto en la Peninsula como en las colonias,
donde entre 1809 y 1814,tuvieron lugar cinco procesos electora- les distintos,
convertidos en un referente importante del desarrollo de la ciu- dadanía en
América. En esos años se conoció una gran transformación en las prácticas
electorales, que pasaron de los usos corporativos propios del Anti- guo Régimen
en las elecciones para las Juntas Provisionales de Gobierno, de 1809, a los
comicios para elegir a los cargos de los ayuntamientos y las dipu- taciones
provinciales, que tuvieron lugar bajo pautas modernas y con un su- fragio
prácticamente universal.

En enero de 1809, la Junta Central, actuando como la máxima autoridad del


Imperio español, decretó que las posesiones americanas, en tanto reinos y
provincias, tenían los mismos derechos que sus homólogos peninsulares para
enviar representantes a Sevilla. Corno señalan Guillermo Palacios y Fabio Mo-
raga, de este modo la nación española se definia como una federación de pro-
vincias a ambos lados del Atlántico y se reconocía formalmente el estatuto po-
litico de los reinos y provincias de América y los derechos de sus habitantes, a la
vez que se instituía el comienzo de los procesos electorales en América, por más
que no se tratara de elecciones populares, sino de procesos inmersos en los
mecanismos del Antiguo Régimen. La Junta Central ordenó que los virrei- natos de
Nueva España, Perú, Nueva Granada y Buenos Aires, las capitanías generales de
Cuba, Puerto Rico, Guatemala y Chile y las provincias de Vene- zuela y Filipinas
eligieran representantes para incorporarse a ella. Se trataba de un sistema de
elección indirecto en varios grados, limitado a las ciudades capitales de provincia,
que llevaba a los cabildos a elegir una terna integrada por tres vecinos.
Finalmente, un sorteo decidiria el nombre del representante ante la Junta. Se
trataba de incorporar diputados americanos, pero la medida, claramente
asimétrica, fue causa de reclamaciones, ya que mientras las pro- vincias
peninsulares elegian 36 representantes, las americanas sólo tendrían mueve. Si
bien la mayoría de los representantes nunca se incorporó a la Junta, que el
comienzo de unas prácticas de importantes repercusiones en la forma- ción de la
ciudadania.

Al año siguiente se dio un paso más, cuando el 1 de enero de 1810 la Junta Central
convocó elecciones para elegir representantes a Cortes Generales. Como en el
caso anterior, hubo una discriminación negativa de las posesio- nes americanas,
ya que mientras en la Península se elegía un diputado por cada 50.000 habitantes,
en América cada provincia, aunque era un término no claramente definido, sólo
elegía uno. Las elecciones se celebraron en agosto de 1810, siguiendo las
«Instrucciones que deberán observarse para la elec- ción de diputados de Cortes»,
la primera ley electoral española. Esta normati- va autorizaba la elección de
mestizos y se planteaba estudiar la participación de los indígenas. Los comicios
no pudieron celebrarse en Buenos Aires, Chi- le, Caracas y Nueva Granada,
controladas por los rebeldes. Los mecanismos electorales no eran iguales en
España que en las colonias, siendo más moder- nos en la Península donde
votaban los vecinos de las parroquias, mientras que en América sólo se votaba en
los cabildos sin la participación de toda la po blación, aunque se autorizaba a los
indios y mestizos a votar y ser votados como representantes a Cortes. A fines de
1810 se votó en todas partes menos en Chile, Nueva Granada, Río de la Plata y
algunas zonas de Venezuela. Por el especial momento que se vivía se trató de
unas elecciones que despertaron un gran interés popular, aunque los comicios
tuvieron resultados desiguales y no se pudieron elegir todos los diputados
propuestos. De todas formas, en es- tos años se sentaron las bases de los que
serían los mecanismos electorales y representativos de los sistemas políticos
latinoamericanos.

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