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ganando muchas almas para Cristo.
Un día, después de haber predicado hasta quedar extenuado, caí sin
fuerzas y regresé a mi patria. Viajé por todos los Estados Unidos y Canadá, realizando campañas de evangelización hasta que volví a sentir el clamor de la necesidad y fui a España, pero nuevamente me enfermé y tuve que regresar. Luego me hice cargo de la Iglesia de los Pueblos, en Toronto. Eso fue en el año 1930. Dos años más tarde, me di cuenta de la urgencia y salí para África. A caballo me interné en el interior, en compañía del doctor Tomás Lambie, cabalgando unos cuarenta y cinco kilómetros al día, hasta que me desplomé sobre los altos pastizales del África. Después de una seria enfermedad que duró seis semanas, volví nuevamente a la civilización. Por ese tiempo comencé a sentir que la Junta había estado en lo cierto y que yo no era apto para la obra misionera. Sin embargo, yo había tenido la visión, sabía que otras naciones deberían escuchar el evangelio, y en el año 1933 salí nuevamente con la decisión de hacer mi parte para ayudar a la evangelización del mundo. Esta vez me dirigí al lejano Pacífico y, luego de haber viajado en vapor durante treinta y un días, día y noche, me hallé predicando a los caníbales y los cristianos de las islas Salomón. Al final, contraje la malaria, que duró tres años, y nuevamente me sentí debilitado hasta que un día el doctor Northeote Deck y los otros misioneros me embarcaron a bordo de un vapor y me enviaron de regreso a mi obra en Toronto. Había tratado de ir y había llegado a visitar más de cuarenta países para descubrir que sería sumamente difícil para mí residir en clima tropical. Busqué sustitutos En los primeros días de mi ministerio, al darme cuenta de que yo mismo no podría salir, me puse a buscar sustitutos. Un día me acerqué al reverendo J. H. W. Cook, dirigente de la Unión Evangélica en América del Sur. —¿Desea usted enviar nuevos misioneros? —le pregunté. —Sí —contestó—. Disponemos de cinco que están listos para ir. —¿Por qué no los envía? —insistí. —No tenemos recursos financieros —fue la contestación. —Si yo tengo éxito para lograr los fondos para sus viajes, ¿me permitirá usted ayudarles? — pregunté nuevamente. Su rostro resplandeció al responder afirmativamente. Jamás olvidaré el día cuando invité a que ocupasen la plataforma esos cinco misioneros en la Iglesia de los Pueblos y pronuncié ante la congregación el desafío de enviarles. Así lo hicieron. Los cinco llegaron a ser diez; los diez, veinte; los veinte, cuarenta; los cuarenta, cien; los cien, doscientos; los docientos, trescientos cincuenta. Ahora tenemos un ejército de obreros sirviendo como nuestros reemplazantes en unos cuarenta campos misioneros diferentes, bajo treinta y cinco agencias misioneras de fe, y nosotros proveemos de su sostenimiento personal. Pero… ¡no estoy satisfecho! Oro constantemente y ésta es mi oración: «Señor déjame vivir, si es tu voluntad, hasta que tengamos cuatrocientos misioneros en diversos campos de la tierra». Creo que es esa la cantidad que debería sostener la Iglesia de los Pueblos y nunca estaré satisfecho hasta que no alcancemos, por lo menos, esa cantidad de misioneros en regiones fuera de nuestras fronteras. Para eso vivo. Para eso existo. Soy pastor en segundo lugar; misionero en primer lugar. Soy himnólogo en segundo lugar; misionero en primer lugar. Soy escritor en segundo lugar; misionero en primer lugar. Traté de ir yo mismo, fui, pero en cada ocasión me parecía que tenía que regresar; llegué a saber que tan sólo había una cosa que podía hacer: enviar a otros. Por esa razón viajo por todos los Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Gran Bretaña. Voy para organizar congresos misioneros y desafiar a los jóvenes. Debo hacer todo lo que me sea posible para hallar y enviar sustitutos. Ciudades vecinas Hace poco oí el relato de cómo Jesús fue a todas las ciudades y aldeas. ¿Recuerdas el tiempo cuando desapareció después de haber trabajado en cierta ciudad? ¿Y tienes también presente cómo los discípulos salieron en busca suya, en horas de la mañana y cómo al fin le hallaron sobre una montaña, sumido en oración? —¡Maestro —exclamaron—, el gentío te espera! Hay muchos enfermos para ser curados. Retorna y termina tu trabajo. Hay otros en la ciudad en la que trabajaste ayer, que desean escucharte. Sí, puedo imaginarme al Maestro, con su vista enfocando a la distancia, valles y montañas, contestando de esta manera: —Debo predicar en las ciudades vecinas, porque para ello he sido enviado—. Pensaba, como siempre lo hacía, en las ciudades próximas, y en la siguiente, y en la de más allá. Pensaba en aquellas ciudades en las que aún jamás había trabajado; y deseaba ir para que también allí pudiesen escuchar el evangelio. Siempre tenía en su mente la otra oveja. Pablo tuvo la misma visión. Hablaba de los «lugares más allá» (2 Corintios 10.16), zonas no ocupadas. Dijo que deseaba ir a España y a Roma (Romanos 15.23–24). El también comprendió que el evangelio debía llevarse «a todo el mundo». Sabemos que toda la parte norte de África fue evangelizada en un tiempo, y que había allí cientos de iglesias cristianas. ¿Nos damos cuenta de que algunos de nuestros más grandes teólogos surgieron del África del Norte en los primeros siglos de la era cristiana? Pero, ¿qué sucedió? El África del Norte se tornó musulmana, y por espacio de cientos de años, apenas si quedó vestigio de cristiandad. Las velas alumbraron muy bajo y cada vez menos, hasta que al fin se apagaron y la luz que tanto había brillado se extinguió. ¿Cómo explicar este hecho? Permítanme hacerlo. Los dirigentes religiosos y teólogos de África del Norte entraron en controversia en lugar de predicar el evangelio, y comenzaron discusiones teológicas argumentando unos contra otros sobre la doctrina cristiana. ¿Qué deberían haber hecho? Deberían haber ido a las ciudades siguientes, al sur, y luego a las ciudades próximas al sur de esas. ¿Qué habría sucedido? En poco tiempo habrían alcanzado Ciudad del Cabo, y habría sido evangelizada toda África hace varios cientos de años. África podría haber enviado misioneros a Europa, y hasta a América. Eso, hermanos, puede llegar a sucedernos aquí. Sí, y ya está sucediendo aquí. Hay iglesias en los Estados Unidos como en el Canadá, como en Gran Bretaña, Australia o Nueva Zelanda —cientos de ellas— que llegaron a tornarse en meros clubes sociales, y si la iglesia de Jesucristo no despierta y da el evangelio a todo el mundo, lo que aconteció en África acontecerá aquí. «La luz de mayor alcance es la que brilla más intensamente en casa». El campo es el mundo Pero, preguntarán ustedes: «¿Por qué ir antes de que todos hayan sido salvados aquí? ¡Hay tanto que hacer en casa! ¿Por qué no completar la obra en nuestra patria, antes de salir al campo extranjero?» Donde quiera que voy se me formula esta pregunta. Déjenme contestar haciendo otras cuatro: