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Pasion Por Las Almas-9

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de su historia. ¿Querría usted venir y celebrar una aquí?

» Pregunté al doctor Ockenga cuánto daba


entonces su iglesia para las misiones. Me contestó que 3.200 dólares anuales. Al año siguiente, tomé
conmigo un grupo de misioneros y celebré una conferencia en la iglesia de la calle Park. Volví año tras
año, seis veces seguidas. El año pasado la iglesia dio más de 200.000 dólares. Piénsese en esto: hace
unos años, 3.200 dólares; ahora, 200.000. Todo como resultado de una Conferencia Misionera anual.
El otro ejemplo es el de mi propia iglesia. Celebré mi primera conferencia hace unos treinta años.
La ofrenda de ese año fue de 3.500 dólares. Este año celebré la última. La ofrenda fue de 290.000
dólares para misiones. Las ofrendas totales ahora pasan los tres millones de dólares. Esto es lo que
hacen las conferencias. Esta es la forma en que la gente obtiene una visión y cuando tienen una visión,
contribuyen.
Esto no es cosa difícil. Lo puede hacer cualquier iglesia. Todo lo que hay que hacer es que todos
alcancen la visión y que todos tomen parte. Hace unos años, nuestra contribución era de un promedio
de cinco dólares anuales por persona. Pero, contando con tres mil contribuyentes llegábamos a 15.000
dólares para misiones. Luego, alcanzamos un promedio de diez dólares cada uno y llegamos a los
30.000 anuales. Luego llegamos al promedio de quince dólares. Eso nos dio 45.000 dólares para
misiones. Eso era sólo juego de niños. Cualquier chico puede ganar quince dólares anuales. Sólo es
algo más de un dólar al mes. Hace unos años mi hijo Pablo hacía golosinas para vender y daba esa
suma. Tengo en mi iglesia a gente humilde que dan más del doble. Finalmente, el promedio llegó a 55
dólares. Como se ve, lo único que hay que hacer es dar la visión a toda la iglesia y cuando cada uno se
transforma en un contribuyente sistemático, el problema está resuelto.
Algún día, millones y millones de paganos marcharán ante el trono, señalándote con el dedo
acusador y clamando:
—Nadie se preocupó por mi alma.
Y entonces tú y yo trataremos de justificarnos diciendo:
—Señor, ¿soy yo guarda de mi hermano?
Y Dios responderá:
—La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el África, desde la China, desde las islas del
Pacífico.
La voz de la sangre de tu hermano. Sí, y tú irás al cielo, salvado, pero con sangre en tus manos, la
sangre de aquellos que pudiste haber ganado si hubieras ido o enviado a alguno en tu lugar.
No es cosa fácil ser atalaya. «Su sangre reclamaré de tu mano». ¿Qué vas a hacer frente a esto?

CAPÍTULO 4
¿Por qué escuchar el evangelio
dos veces antes que todos
lo hayan escuchado una vez?
R ECURRAMOS a Mateo 9.35–38: «Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas». Note por favor, que
«recorría» todas las ciudades y aldeas. No se instaló en ninguna comunidad. Jesús nunca fue un pastor.
Se hallaba continuamente en marcha. «Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las
sinagogas de ellos, predicando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el
pueblo».
Pero, «al ver las multitudes tuvo compasión de ellas». ¿Y qué nos acontece a nosotros? ¿Qué
sucede cuando vemos las multitudes? ¿Tenemos compasión de ellas? Él tuvo compasión de ellas,
porque estaban desamparadas y dispersas «como ovejas que no tienen pastor».
«Entonces dijo a sus discípulos: “A la verdad la mies es mucha, pero los obreros pocos”». Este es,
pues, el problema. Y el problema de aquellos días es también el de nuestros días: mucha mies, pocos
obreros. Nacen más niños paganos que nunca antes. Ahora bien, para tal dramática situación, la
solución sigue siendo: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies».
¿Podría quedarme en Canadá?
Hace años, recorrí la Biblia para ver si podía quedarme en Canadá y seguir obedeciendo a Dios. Me
preguntaba si sería posible disfrutar de un confortable pastorado: no cruzar nunca las fronteras de mi
país y seguir cumpliendo con los mandamientos de mi Señor. ¿Quedaría Dios conforme?
Al estudiar la Biblia, hallé expresiones como éstas: «todas las naciones», «todo el mundo», «toda
criatura», «todo linaje, lengua, pueblo y nación»; «los extremos de la tierra». En otras palabras,
descubrí que el evangelio debía ser presentado al mundo entero. Cada nación y lengua debían
escucharlo.
Cuando vi eso, la pregunta fue: ¿viven todas las naciones en Canadá? Si así fuese, y si no hubiesen
naciones viviendo fuera de las fronteras de mi patria, entonces podría permanecer en ella, predicar aquí
el evangelio y nunca franquear los límites. Pero si existe una nación fuera de los límites de Canadá,
tengo la obligación de dejar mi país, cruzar fronteras e ir a esa nación. Si yo no puedo, tengo que hallar
sustitutos y enviarles como mis representantes. Y si nada de ello hago, seré un cristiano falto en el día
de la recompensa.
Amigo, ¿cuál es tu situación? Sabes que el evangelio debe ser presentado a todas las naciones, a
todo el mundo, lengua y pueblo, hasta las partes más remotas de la tierra. ¿Qué haces tú en este
sentido? ¿ Qué es lo que harás? O debes ir tú mismo o debes enviar a alguien en tu lugar, y ¡ay de ti si
nada llevas a cabo! Las órdenes de Dios han de obedecerse, sus mandamientos han de ser ejecutados:
no hay camino para eludirlos.

Traté de ir
Cuando tenía dieciocho años fui a los indios de la Columbia Británica. Habité completamente solo en
una pequeña choza en una reserva indígena cerca de Alaska, a unos seis mil kilómetros de mi hogar.
Allí permanecí algo más de un año, dándome cuenta que necesitaba más preparación. Al fin retorné a la
civilización, siguiendo por seis años un curso de teología, hasta que logré graduarme y ordenarme para
el ministerio del evangelio.
Me presenté ante la Junta de Misiones Extranjeras de la Iglesia Presbiteriana y me ofrecí para
trabajar en la India. Mi caso fue considerado con mucho cuidado; tuve que presentarme personalmente
ante las autoridades y al fin se llegó a una decisión: fui rechazado. Las autoridades pensaban que no era
persona adecuada para el trabajo misionero y así fui desechado.
Volví a mi tierra para trabajar allí. Asumí el pastorado de la Iglesia Presbiteriana de Dale, Toronto,
y luego del Tabernáculo de la Alianza; pero no me hallaba satisfecho. Yo sabía que debía hacer algo.
Había captado la visión. Finalmente, la emprendí por mi propia cuenta, yendo a los campos misioneros
rusos de Europa, predicando a extensas multitudes por todas partes de Letonia, Estonia, Polonia,

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