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Un Peronista en El Bogotazo

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Un peronista en El Bogotazo

Un reportero argentino llega a Bogotá en 1948 con el fin de


cubrir la Conferencia Panamericana. Pocos días después,
matan a Jorge Eliécer Gaitán y él le escribe a su padre una
larguísima carta al respecto. Por azar o destino, la misiva
permanece inédita 62 años. Tal es la cautivante historia de
las páginas que siguen.

Bogotá, 21 de abril de 1948

Querido papá: No sin cierta emoción me


he sentado a escribirte. Tantas veces
quise hacerlo pero como quería
escribirte largo y tendido encontraba
que siempre me faltaba el tiempo. Ayer
he recibido una carta de tío Olsen y hoy
otra de Raúl por la que me he enterado
de que todos están bien. De Elsa la
última que recibí es del 6 del corriente
y no sé siquiera como habrá pasado los
días en que nosotros andábamos de
“baile”. Aunque supongo que conociendo
mis habilidades para andar en esta clase
de cosas no se habrá asustado mucho.

Cuerpo médico de la Clínica Central de Bogotá, junto al cadáver de Gaitán.


Ayer también recibí un ejemplar de
Democracia, fecha 14, en el que con gran
satisfacción leí la segunda parte del
relato de mis aventuras durante el día
de la revuelta. Si tú lo has leído
habrás tenido una impresión aproximada
del asunto, porque como había censura
telegráfica muchas cosas las tuve que
callar por temor a que no me dejaran
pasar el cable. En La Prensa de ese
mismo día hay una crónica de Milton
Bracker en la que cuenta las
dificultades de transmisión.

En realidad, parte de lo acontecido lo


habíamos previsto ya nosotros que
venimos de un país donde hasta la última
persona es considerada como gente y
tratada como tal. Acá subsiste aún el
régimen de las “200 familias” que, junto
con los agentes de las empresas
imperialistas, son quienes dominan todo.
Tanto en el partido liberal como en el
conservador, que está en el gobierno,
los dirigentes pertenecen a la
oligarquía y las resoluciones
partidarias así como la política que
desarrollan es completamente a espaldas
del pueblo.

El tranvía de la carrera séptima (Bogotá) fue incendiado durante los disturbios.

La gente de trabajo ha abierto mucho los


ojos con la política de Perón, a pesar
de que acá la conocen muy poco porque
los diarios ocultan toda noticia que
provenga de la Argentina y muy en
especial lo que se refiere a la política
peronista. Desde que estoy acá, a lo que
le han dado mayor importancia (un título
de dos columnas) fue a la noticia sobre
la posible huelga de jugadores de
fútbol.

Sin embargo, por la propaganda en contra


de Perón realizada por los diarios
durante el período revolucionario y el
electoral, la gente se alegró mucho al
saber de su triunfo y lo ha conservado
como una bandera. Nadie ignora acá todo
lo relativo al intervencionismo de
Braden y a la derrota que sufrieron los
“gringos”, como les llaman a los
yanquis.
Varios edificios de la avenida Jiménez (Bogotá) fueron destruidos.

El salario medio de una persona está


calculado entre 60 y 80 pesos
colombianos mensuales. Pero eso es para
los obreros especializados. Los demás
perciben un sueldo que nunca sobrepasa
los 50 pesos. Tengo el caso de un mozo
empleado en la confitería del Capitolio
al que le pagan un peso diario y
hablando con él me dijo: “¿Cómo cree
usted que yo pueda mantener a mi mujer y
los niños?”. El mismo caso se nos
presentó en el hotel Astor, donde las
mucamas, que entran a las siete de la
mañana y sirven desayuno, hacen la
limpieza y las camas, sirven el
almuerzo, luego el té y finalmente la
cena y se retiran a las diez de la
noche, ganan solamente 25 pesos
mensuales mientras que a nosotros nos
cobraban 20 pesos diarios.
Así se veía la plaza de San Victorino la mañana del 10 de abirl del 48.

El descontento era general. Así que la


muerte de Gaitán fue como si la mecha
hubiera llegado a la pólvora. Un
verdadero estallido de ira. Gaitán era
muy querido porque era de origen
“humilde” para estas tierras. Era hijo
de un librero, por lo tanto no formaba
parte de la oligarquía, la que le tiraba
desde todos los ángulos posibles. Gaitán
tenía 46 años y había asimilado mucho de
la política peronista. En sus discursos
es frecuente observar coincidencias
notables o copia de frases de Perón como
“la masa sudorosa que elabora la
grandeza del país”, etcétera. La gente
humilde lo idolatraba y cuando él
hablaba concurría mucha gente a los
mítines. Por lo general, al disgregarse
se organizaban manifestaciones que
apedreaban algunas casas de oligarcas,
por lo que éstos veían en Gaitán un
enemigo formidable al que bajo ninguna
forma debían dejar llegar al poder.

Los jerarcas liberales –antes de la


última elección– se conjuraron para
impedir la candidatura electoral de
Gaitán y mediante una maniobra lograron
impedirla, fomentando así la división
del partido. No obstante, Gaitán se
presentó como candidato con el partido
dividido pero fue derrotado. Como aquí
no rige el padrón nacional sino que hay
un sistema de cedulación muy raro, el
fraude no fue difícil y así triunfó el
candidato conservador Mariano Ospina
Pérez, que forma parte del círculo de
conservadores denominados “godos” por su
cerrado espíritu y dependencia del
clericalismo jesuita.

Esta división partidaria fue fomentada y


acordada entre los oligarcas
conservadores y liberales y así fue
demostrado durante una sesión del Senado
del mes de noviembre pasado por el
senador César Ordóñez Quintero (un joven
abogado de 30 años, posible sucesor de
Gaitán, también “humilde” hijo de
campesinos), a quien durante el debate
uno de los conservas amenazó pistola en
mano cuando se vieron acorralados ante
los documentos que Ordóñez presentó ante
la Cámara acerca del entendimiento
oligárquico. Este Ordóñez es natural de
Santander del Sur, tierra de donde se
dice que los hombres “comen plomo y
escupen soldaditos”.

Después de la elección comenzó una


persecución contra todos los
simpatizantes liberales. Laureano Gómez
–el hombre más odiado de Colombia–
preconizaba desde el diario conservador
El Siglo su exterminio y cuando a raíz
de un levantamiento en la provincia de
Santander (la tierra de los bravos) fue
nombrado ministro de Gobierno, expresó,
durante una sesión de la Cámara de
Diputados en la que fue interpelado, que
“el partido conservador se mantendría en
el poder a sangre y fuego”.

Aunque acá en la capital el ambiente


estaba aparentemente tranquilo y no se
producía ningún disturbio, todos los
días leíamos en los diarios las noticias
más asombrosas provenientes del
interior. Títulos como “Veinte liberales
muertos en tal parte” o “Exterminan la
familia del liberal fulano” eran
corrientes y un día o dos antes leímos
la noticia de “Cincuenta muertos en la
provincia de x” (no me acuerdo del
nombre).

Toda esta trágica persecución política,


unida al descontento de los trabajadores
por los bajos salarios y el alto costo
de la vida (una libra –400 gramos– de
carne cuesta 63 centavos), nos dieron la
impresión de que cuando esto estallara
iba a ser incontenible. Había odio y
rencor en la clase baja. Por lo general,
son tipo mestizo descendientes de los
antiguos chibchas que poblaron esta
zona. La gente vive en casas con más de
cien o doscientos años de antigüedad,
con lo cual la mugre anda a la orden del
día mientras que la oligarquía tiene sus
residencias en el barrio denominado
Chapinero que supera en belleza y
elegancia a todo cuanto podamos tener en
Buenos Aires. Este barrio, a pesar de su
belleza, da una impresión desoladora: no
se ve gente en los jardines y las casas
siempre están cerradas. Hacen una vida
muy retraída. Casi monástica. Los
hombres van a sus ocupaciones y las
mujeres se quedan en casa. Por lo
general se acuestan a las seis de la
tarde y cenan en la cama. La
aristocracia local es de lo más cerrada
y los “200 apellidos” se repiten en una
forma impresionante. Se casan entre
primos y es común encontrarlos: Londoño
y Londoño, Lozano y Lozano, Uribe Uribe,
etcétera.

Eso, que se repite también con mayor


amplitud entre la clase baja, no
contribuye por cierto al mejoramiento de
la raza. La inmigración acá es casi nula
y el aumento vegetativo de la población
es reducido por la gran mortandad
infantil. La sífilis, según me han
dicho, comprende a un 60% de la
población, índice verdaderamente
aterrador. Por otra parte, también hay
lepra y el primer día que llegamos nos
dieron la recomendación de que
tuviéramos cuidado con los leprosos
porque acostumbran restregar sus
pústulas con quien pueden para
transmitirle la enfermedad. También hay
tifus debido a la mala calidad de las
aguas y para completarla nos enteramos
de que, como homenaje a los delegados de
la Conferencia Panamericana, muchos de
los lugares que ellos debían visitar
habían sido dedetizados para matar las
chinches, pulgas y piojos que abundaban.
Además, también como medida de homenaje,
se recluyeron en campos de concentración
a todos los mendigos de la ciudad (que
debían ser muy abundantes) y se mataron
la mayoría de los perros en virtud del
alto índice de canes rabiosos que
andaban por las calles.

El verano acá había sido muy largo y


como consecuencia el abastecimiento de
agua del salto del Tequendama había
quedado reducido casi a la nada, con lo
que la ciudad estaba en peligro de
quedar sin agua y sin electricidad
porque la usina es hidroeléctrica,
instalada también aprovechando el salto.
Para evitar la contingencia de que la
Conferencia pudiera carecer de estos
elementos, se arbitró una medida muy
simple: cortar la corriente y el agua a
los barrios pobres. Con lo cual esta
gente vio agravada su miseria con dos
elementos más. También durante los
primeros días de nuestra permanencia en
el hotel Astor a las 21 se cortaba la
luz y debíamos alumbrarnos con velas.
Después de este alegre “panorama”, en el
que creo no me olvido nada, podrás
imaginarte que la reacción popular ante
el asesinato de Gaitán debió ser como
fue.

Pero antes de entrar en detalles sobre


la rebelión, agregaré otra cosa más y de
la que me olvidaba: los borrachos. La
gente acá se pesca unas curdas
fenomenales. El whisky es de lo más
común en todos los bares y almacenes. El
precio es de 16 pesos colombianos la
botella de litro para el Vat 69 y hay
otros más baratos, hasta 12 y 14 pesos
la botella. También se vende mucho en
botellas de medio litro. En el hotel nos
estafaban cobrándonos la copa a 2 pesos
(cuatro pesos argentinos), pero creo que
en los bares se debe cobrar más barato
(alrededor de 80 centavos la copa). Yo
no lo he probado por razones de higiene
(lavado de copas deficiente). Pero
también los “piscos” (nosotros diríamos
“tipos”) se emborrachan con cerveza. Una
cerveza local medio regular que se
envasa en unas botellas parecidas a las
de medio litro de agua Villavicencio y
de las cuales los individuos se mandan
media docena o más cada uno. También hay
una especie de aguardiente anisado (30
centavos la copa) al que le llaman
“trago”. Por la noche, después de las
9:30 o 10:00, nos ha sido frecuente el
espectáculo de grandes cantidades de
borrachos en una forma como en Buenos
Aires jamás se ha visto. La policía ni
interviene en el asunto porque
prácticamente no existe en las calles,
salvo en dos o tres paradas de la zona
céntrica o alguna ronda que realizan por
parejas pero que siempre acaba en un
boliche porque acá no hay ninguna clase
de disciplina al respecto. ¡Esto no es
Buenos Aires ni la Argentina!

Con respecto a la policía agregaré otro


detalle. Está dividida en la “popol”,
los “chulavitas” y el “detectivismo”. La
primera de ellas es la policía política
que ha tenido mucho que ver con la
persecución de los liberales. La segunda
es la uniformada, el nombre es un mote
popular sinónimo de asesinos. Se le
adjudicó tal mote en virtud de la gran
cantidad de indios chulavitas que
Laureano hizo ingresar a la policía para
perpetrar los asesinatos de los
liberales. No son tipos valientes (yo
los he visto temblar de miedo el 9
pasado), pero sí sanguinarios y
alevosos. El “detectivismo” es la simple
policía de investigaciones (que, también
en homenaje a la Panamericana, se lució
encanando a todos los carteristas,
ladrones, asaltantes y asesinos
conocidos que pululaban por estas calles
y que reunió en otro campo de
concentración especial). El auge de los
asaltantes y carteristas hace que aquí
nadie lleve dinero. Todo se paga en
vales. En confiterías, almacenes,
tiendas, la gente más o menos conocida
hace su consumición y firma un vale, que
luego no sé cómo es reembolsado.

Cuando llegue –ya que la Conferencia


finaliza el 30– te contaré algo del
paisaje que rodea la ciudad, recostada
sobre el maravilloso cerro Montserrat,
en cuya cima hay un monasterio objetivo
de muchas excursiones. Pero estas
excursiones algunas veces suelen
terminar mal porque los salteadores
emboscados detienen los automóviles y
asaltan a sus pasajeros y se da el caso
de que las mujeres acompañantes no
suelen salir indemnes de la emergencia
como un caso que sucedió durante nuestra
estadía aquí –antes del 9– y que
reprodujeron los diarios.

¡Esto es algo de lo que vi en Bogotá y


también de lo que he podido comprobar!
Pasemos a los sucesos del 9.

A las 13:20 me encontraba en la sala de


periodistas del Capitolio cuando llegó
corriendo un muchacho colombiano
diciendo: ¡Acaban de matar a Gaitán! Yo
y otros muchachos que estábamos en la
sala dijimos: es imposible. En verdad la
noticia era increíble. Pero ante la
afirmación rotunda y otros detalles, con
dos periodistas yanquis nos lanzamos a
la carrera hasta el lugar del asesinato
distante unas seis cuadras. Te podrás
imaginar que íbamos con el corazón en la
boca por la altura de acá (2.600
metros), detalle del que estarás
enterado por lo que le escribí a Elsa.
Ya en la calle tuvimos la impresión de
la tragedia. Las primeras cuadras
estaban desiertas y al fondo, hacia el
lugar del asesinato, un hormiguero de
gente que iba engrosando con personas
que corrían desde todos lados. Mientras
tanto en las calles transversales
aparecían hombres jóvenes gritando:
“¡Pueblo de Colombia, acaban de matar al
doctor Gaitán!”, gritos que eran
recibidos con incredulidad por la gente
que se arremolinaba a inquirir detalles
y luego corría hacia el sitio del
asesinato.

En el lugar del hecho aquello era un


caos. La gente gritaba: “Asesinos”,
“Muera el partido conservador”,
“Queremos la cabeza de Ospina”, “Viva
Gaitán”, “Viva el partido liberal”. En
todas las solapas comenzaban a aparecer
ya cintas rojas, emblema del partido
liberal, y junto a ellas una cinta negra
de luto. Yo no sé de dónde las habían
sacado. Posiblemente desgarrando la
primera tela que tuvieron a mano. Los
conductores tranviarios abandonaron los
vehículos y se paralizó su circulación.
Tuvimos que dar un rodeo para llegar
hasta el lugar donde había caído Gaitán.
Los dos yanquis rajaron para el hotel
Granada y yo me quedé solo mezclándome
entre la multitud. Me aproximé hasta la
vereda donde había caído Gaitán (al que
ya habían trasladado a un sanatorio),
eran las 13:30 y en ese momento cubrían
el sitio donde cayó con una bandera
colombiana. Momentos antes, según me
dijeron, mucha gente había mojado su
pañuelo en la sangre del líder para
guardarlo como recuerdo.

Metros más allá, en medio de un remolino


de gente, yacía el asesino a quien
habían ultimado a puntapiés. El desorden
y el fervor eran extraordinarios. Una
reacción inigualable de un pueblo
sojuzgado. De inmediato se organizó una
manifestación al grito de “Al Palacio”,
“Al Palacio” (se referían al Palacio
Nariño, sede de la presidencia).

Seguí a la carrera con los manifestantes


mientras dos personas llevaban el
cadáver del asesino al frente tirándolo
de los pies. Mientras lo arrastraban, se
le fue saliendo la camisa y camiseta,
quedando medio desnudo. Para llegar al
Palacio Nariño pasamos por la plaza
Bolívar y un costado del Capitolio. Allí
ya comenzó la pedrea y hasta el momento
no había ninguna reacción policial. Una
cuadra más allá del Capitolio hay una
comisaría y algunos de los chulavitas la
abandonaron plegándose a los revoltosos
al grito de “Viva la policía liberal”.

Prácticamente la manifestación no entró


en la casa de gobierno por indecisión.
La guardia, según tuve la impresión,
estaba aterrada e indecisa y la gente
enardecida se limitó a proferir gritos y
a depositar el cadáver del asesino
frente al palacio presidencial, mientras
que cundía por todas partes un desorden
al que se le podría dar el calificativo
de “gran jerarquía”. Como espectáculo
era magnífico. En las esquinas se
improvisaban oradores que incitaban a la
acción, mientras hombres y mujeres
expresaban sus quejas por el asesinato y
algunas lloraban. A mi lado una mujer
secándose las lágrimas dijo: “Dios mío,
me lo han matado”. Subrayo el “me”
porque eso podría indicar mejor lo que
el pueblo sentía por Gaitán. Era de
ellos.

Unos disparos al aire hechos desde el


cuartel de la custodia presidencial
bastaron para que la multitud se
dispersara. Pero estos disparos la
enardecieron más y comenzaron a destruir
edificios. Atacaron en primer lugar los
focos de luz de la Universidad
Javeriana, frente al Capitolio, y
enseguida la emprendieron contra éste
por uno de los costados. Ante la
impresión de que lo iban a atacar, me
dirigí hacia el mismo por la entrada
principal, constituida por una
escalinata de unos diez peldaños en todo
el frente de la plaza Bolívar. La
entrada es sin puertas, solamente la
demarca un pórtico con columnas de
estilo jónico que dan entrada a un patio
en cuyo centro se encuentra la estatua
de Santander.

Sobre este pórtico montaban guardia


permanente unos 30 chulavitas, a los
cuales se les había dado un uniforme
especial de paño azul marino con botones
dorados y un casco plateado modelo
similar al inglés de la primera guerra,
pero más bien grotesco y con forma de
“vacía” de peluquero, que dio motivo a
los más jocosos comentarios entre los
mismos bogotanos. (Algunos decían que lo
utilizaban como cazuela para el
rancho.)

Cuando llegué hasta donde la fila de


chulavitas montaba guardia, me di cuenta
de que el Capitolio era una presa fácil.
Tenían el gran ca... (imaginátelo vos)
del siglo. Algunos temblaban y la
totalidad se encontraban azorados.
(También como homenaje a la Panamericana
estaban solamente armados con palos.)
Uno de ellos exclamó todo tembloroso:
“Pero cómo nos dejan así solos. Si
tuviéramos dos ametralladoras
terminábamos con todo esto”. No era en
realidad tarea de ametralladoras sino de
decisión y coraje. Los estuve alentando
y dándoles confianza. Llegué a decirles:
“No tengan miedo que no va pasar nada”.
Pero mientras les decía esto la gente se
agrupaba en la acera de enfrente (unos
25 a 30 metros) y vociferaba contra la
Panamericana y contra el gobierno,
mientras algunos cabecillas se
adelantaban al medio de la calzada
incitando a los demás a avanzar contra
el Capitolio. Observé entonces que
algunos de los policías emprendían una
retirada estratégica para el fondo y que
sus filas iban quedando raleadas.

La gente advirtió el temor y avanzó. Los


cabecillas ya estaban ascendiendo la
escalinata, lo que motivó el desbande de
los policías que se replegaron hacia el
fondo del patio. Corrí entonces hacia la
oficina de prensa, para avisarles a los
muchachos que el Capitolio era invadido.
En uno de los corredores me encontré con
unas diez chicas taquígrafas con un
susto mayúsculo. También les di ánimo de
pasada y prometí venir enseguida a
auxiliarlas. Cuando llegué a la sala
reinaba un pánico mayúsculo.

Los vidrios caían a pedazos por las


pedradas arrojadas desde la calle. Crucé
la sala hasta el fondo (12 metros) y en
una habitación encontré a los enviados
de La Nación, El Mundo, La Prensa y
otros a quienes informé de lo que pasaba
y les indiqué la necesidad de que se
retiraran por la puerta del fondo, que
hasta el momento no había sido atacada.

Después de esta información y ante su


indecisión, regresé para atrás y al
cruzar la sala bien erguido, para que
nadie fuera a pensar que sentía miedo,
una piedra como de medio kilo atravesó
uno de los vidrios y pasó por sobre mi
cabeza, yendo a estrellarse contra la
pared. Ni siquiera me encogí, porque no
sentía miedo (o el mío era menor que el
de los demás), me di media vuelta para
observar el efecto de la piedra y
proseguí mi camino. Ya la turba había
entrado al Capitolio y por todas partes
se escuchaba el estallido de los vidrios
y golpes de muebles y máquinas arrojados
al suelo.

Espié hacia el patio y los policías


habían desaparecido. En éste caía toda
clase de muebles arrojados desde el piso
superior que la gente de abajo volvía a
agitar para terminar de romperlos. Volví
a la sala de prensa y ya todo el mundo
se había retirado. Iba a hacerlo yo
mismo cuando me acordé de las
taquígrafas. Varios revoltosos habían
pasado por ese corredor rompiendo
vidrios. Me dirigí a la puerta de la
oficina de ellas (felizmente era toda de
madera) y golpié para que abrieran.
Salieron todas llorosas y me rodeaban
desesperadas. Por más que hacía no podía
animarlas. Las decidí a que nos
dirigiéramos a la puerta de atrás y así
lo hicimos. Todo estaba tranquilo por
este lado y salimos hasta una explanada
desde la cual por una escalinata se
llega a la calle.

Ya estaba el problema resuelto. Sin


embargo, apareció en ese momento un
hombre que con una piedra apuntó hacia
nuestro lado. Le hice señas de que no
tirara y me dio a entender que no lo iba
a hacer. Pero las chicas se asustaron
tanto que quisieron volver adentro. Al
regresar ya nos encontrábamos cercados.
Frente nuestro apareció un negro petizo
y motoso esgrimiendo un garrote sacado
de una pata de mesa. Dos de las niñas se
me prendieron una a cada brazo y las
otras se colocaron detrás mío. Pude
desasirme de una de ellas y levantando
el brazo le increpé entre afirmativo y
dubitante: “Supongo que no pensará
atacar a las mujeres”. El pobre tipo me
superó ampliamente en el susto, porque
se avergonzó todo, miró hacia abajo y
con un “no” muy debilucho y desganado
pasó a mi lado con la pata de mesa
enarbolada. Fue un momento realmente
dramático en que yo no sabía qué hacer.
Estaba tranquilo pero no las tenía todas
conmigo y me preocupaban esas chicas de
las que salí a hacer de protector porque
me daba asco la rajada en masa de los
colombianos que las dejaron solas.

Por indicación de una de ellas, que


conocía la casa, nos dirigimos hacia la
azotea. Desde allí tuve un formidable
punto de observación. Habían comenzado a
volcar autos y tranvías y a prenderles
fuego, al que luego agregaban los
magníficos sillones y sillas que sacaban
del Capitolio. La grita era
ensordecedora y vibrante acompañada por
el ruido de vidrios rotos, muebles que
eran arrojados desde la galería interior
del primer piso, así como máquinas de
escribir, de contabilidad y otras.

Varias veces intenté bajar, pero las


chicas no querían desprenderse de mí. En
ese momento llegaron Jean Lagrange y Ana
Kipper, corresponsales de la France
Press, con su maquinita portátil de
escribir. El francés se sentó en el
borde de un paredón, apoyó la máquina
sobre las rodillas y lo más trucho
prosiguió escribiendo sus crónicas.
También llegó minutos después Carlos
Muzio Sáenz Peña (22 años), hijo del
director del diario El Mundo, a quien
dejé a cargo de las taquígrafas,
encargoque me relevó de permanecer en la
azotea.

Me dirigí hacia abajo y ya habían


comenzado a entrar los soldados al
Capitolio por la puerta de atrás;
pacientemente y sin actos de fuerza iban
empujando a los revoltosos hacia afuera.
Ya en el patio observé cómo uno de los
de la turba hería en la cara con un caño
a uno de los soldados, quien conservó la
calma y no repelió la agresión a pesar
de que manaba sangre por la herida. Poco
a poco los retiraron del patio y ya
apostada la guardia con fusiles el
interior era un sitio más o menos
seguro. Por afuera se escuchaban
descargas de fusil y revólver, las que
luego fueron creciendo en intensidad.

Me dirigí hacia la sala de periodistas


adonde nuevamente habían llegado los
franceses y me puse a escribir mi primer
relato de los sucesos a Democracia.
Llegó en esos momentos el gerente de
American Cables, mister Goodwin, quien
enseguida se puso a nuestra disposición
para que mandáramos todo aunque nos
adelantó que le acababan de informar que
se había implantado la censura y que no
salía ningún despacho telegráfico,
aunque me aconsejó que terminara el mío
“porque así ganaba turno”. Así lo hice.
Cuando estaba escribiendo, seguían
cayendo piedras contra los cristales y,
a pesar de estar las persianas bajas,
como eran de un material plástico
flexible, las piedras pasaban
cómodamente por entre las mismas. Uno de
los empleados de la conferencia que
había aparecido de no sé dónde me
recomendó que me escudara contra una
pared. Pero le contesté lo más
tranquilo: “De acá no me muevo”.

Llegó minutos después Abello,


corresponsal de Clarín, quien desde ese
momento se convirtió en compañero de
aventuras. Cuando terminé el despacho,
me dirigí con uno de los cadetes de la
All American hacia el sótano donde
estaba mister Goodwin para hacerle una
consulta y allí me encontré con varios
delegados argentinos con estado de ánimo
fácil de imaginar. Conversé con ellos
unos minutos y luego me fui al mostrador
a tomar una solemne copa de coñac que me
cayó muy bien porque hasta ese momento,
las 16, no había tomado nada ya que no
acostumbro a desayunarme y el almuerzo
ha quedado pospuesto hasta mi regreso al
hotel.

Ya era imposible salir del Capitolio


porque estaba sitiado. Me dediqué a
recorrer las dependencias y estuve en el
frente del pórtico, donde conversé con
los soldados y su comandante, un capitán
Miranda, que tuvo un comportamiento
magnífico. Desde una de las ventanas del
costado vi dos barricadas hechas con
sillas y muebles arrojados desde el
Capitolio, en una de las cuales se
encontraban soldados cuerpo a tierra con
fusil y bayoneta y en la otra dos
piscos, uno de ellos semierguido
blandiendo un florete o sable de esgrima
(robado de las armerías) con el que
trazaba grandes remolinos en el aire
incitando a un grupo de hombres
refugiado a la vuelta de la esquina de
la calle 10. En la tierra de nadie que
separaba las dos barricadas había una
mujer muerta. Se trataba de una mujer
del pueblo, de humildes vestiduras, algo
gorda y de unos 45 años de edad. Uno de
los soldados que estaba al lado mío me
pidió que me retirara. “Están echando
bala”, me dijo, “y puede caerle alguna”.
(Palabras textuales usando idioma local.
No dicen tiran tiros sino “echan
bala”.)

Durante mi recorrido y cuando serían las


cinco, los diplomáticos y delegados, así
como gran cantidad de personas, se
retiraron protegidos por una fuerte
escolta de soldados hasta el cuartel de
la guardia presidencial distante una
cuadra y media. Yo volví al bar y me
enteré de que proseguía sitiado y
nuevamente volví a juntarme con Abello,
la Kipper, otra mujer pintora francesa y
dos muchachos ayudantes de la France
Press (Lagrange se retiró con el grupo y
dejó a sus compañeros).

Como el coñac me había dado hambre,


pregunté dónde quedaba la cocina y me
dirigí hacia ella. Allí encontré a la
pobre cocinera, no sé si aterrada o
llorosa por la muerte de Gaitán. Sobre
el piso había colocado una vela, que no
permitió a nadie que la tocara, y rezaba
en medio de grandes suspiros. Me dio
algunos sandwichs y también me trajo un
plato de rost biff semifrío que comí con
gran apetito. Traté de invitar a Abello,
el que nervioso me respondió: “Vovos
eesestas loco –es medio tartamudo a
veces–, pensando en comer mientras
estamos en este lío”. Evidentemente no
las tenía consigo y así lo declaró, pero
se portó gallardamente en todo momento.

Organicé una tertulia en el salón


comedor, entre unas treinta o cuarenta
personas que éramos en total. Conseguí
que se nos sirviera café y chiste de acá
chiste de allá lo fuimos pasando
bastante bien. Recorrí varias veces los
puestos de los soldados y ayudé a
servirles café. Eran casi las 18 y ya
obscurecía. En medio de la obscuridad
consiguió entrar en el Capitolio uno de
los mozos, de apellido Soto, que había
andado con la turba y que era portador
de una campana: la del diario El Siglo
(órgano del partido conservador fundado,
dirigido e inspirado por Laureano
Gómez). Nos relató varios episodios de
los disturbios y nos informó del estado
de la calle, acerca del cual no
necesitábamos mayores datos ya que las
continuas descargas nos daban la
impresión exacta de lo que estaba
sucediendo.

Posteriormente el capitán Miranda dijo


que era necesario evacuar el edificio y
que darían garantías para la salida.
Organizamos un grupo con Ana Kipper, la
pintora, Abello y los dos muchachos de
la France Press para dirigirnos a la
Embajada Francesa. La policía había
dejado estacionado el auto del lado de
atrás y como por el mismo no habían
provocado incendios teníamos la
esperanza de hacerlo marchar. En medio
de un gran chaparrón salimos y nos
metimos en el auto –modelo chico en el
cual seis personas íbamos como sardina
en latas–. Las garantías del capitán
Miranda se limitaron a decirnos “sigan
para abajo por la calle 9”. La Kipper –
tal vez habituada a las acciones de
Europa (tiene una cara de arpía que
impresiona)– se portó valerosamente.
Personalmente manejó el auto y salimos a
marcha moderada. Comenzamos a percibir
el resplandor de los incendios hacia
nuestra derecha (el centro de la ciudad)
y la marcha de la gente cargada de cosas
producto del saqueo. Muchas de ellas
blandiendo machetes hacían gestos en
dirección a este único auto solitario
que se aventuraba a esas horas en que
muchos de ellos habían sido quemados ya.
A los gritos de “Viva el partido
liberal” respondíamos con sonoros
vítores desde el auto. Pero al doblar
una esquina uno de los facinerosos le
tiró un mandoble a una de las ruedas y
percibimos claramente el sonido del
machete contra la goma. Felizmente no
sucedió nada. Más allá y ahí sí que nos
las vimos negras, una cadena de hombres
tomados de la mano en el medio de la
calle nos hizo señas de que nos
detuviéramos. “Que nadie hable”, les
dije, “yo me encargo de ellos”. Cuando
el auto se detuvo un pisco malentrazado
se nos acercó. A su lado había un camión
detenido y señalando hacia él nos dijo
que necesitaban un “crique”, si le
podíamos facilitar alguno. Le dije que
no llevábamos y que no se preocuparan
por eso porque teníamos también un
camión y que cuando llegáramos a “la
casa” (nadie dice aquí “mi” casa) se lo
íbamos a mandar para que los ayudara y
los remolcara también si lo necesitaban.
Aunque creo que lo del crique era cuento
y tenían intenciones de hacernos la
boleta, se frenaron al ver a dos mujeres
adelante, se dieron por satisfechos y
después de darnos las gracias nos
dejaron seguir.

Llegamos a la Embajada Francesa en medio


de la lluvia. Frente a la misma un grupo
de personas se ocupaba de forzar las
puertas de un negocio para saquearlo.
Penetramos en la Embajada, donde nos
recibieron muy bien. Ahí nos volvimos a
encontrar con Lagrange. Hubo mutuos
saludos y la oferta por parte del
embajador de una buena copa de coñac.
Hablé por teléfono al Granada y les
anuncié dónde estábamos y que nos íbamos
a dirigir hacia allá. A eso de las ocho
y media o nueve salimos Abello, dos
muchachos de la Embajada cuya residencia
quedaba en el camino y yo hacia el
Granada.

Después de caminar una cuadra entramos


en la carrera séptima. El espectáculo
era pavoroso. Personas armadas con
fusiles, pistolas, machetes, en fin con
todo lo que habían podido sacar de las
armerías en una ronda infernal
circulaban por el medio de la calle o se
agrupaban en las puertas de los
comercios, sacando las mercaderías y
saliendo cargadas con ellas. Era la
reproducción de La calle de la
tranquilidad de Carlitos Chaplin, aunque
corregida y aumentada. Ya había muchos,
muchísimos borrachos. Uno de ellos, un
muchacho de unos 18 años, nos enfrentó
con un “Viva el partido liberal” medio
gangoso. Tal vez nuestra contestación no
tuvo la suficiente fuerza porque se nos
puso al lado y nos insistió: “Ustedes
son liberales”. “Por supuesto,
camarada”, le contesté, a lo que nos
replicó mientras seguía caminando a
nuestro lado: “Porque si no yo tengo acá
algo con qué echarles bala a los que no
sean liberales” y abriéndose el saco nos
mostró la empuñadura marrón de un
revólver.

Caminábamos, evidentemente, como si


nuestros pies fueran de plomo. Mis tres
compañeros estaban mudos. Yo me puse del
lado donde nos flanqueaba el balbuceante
pisco, quien proseguía monologando
porque yo, ante el fracaso de mi
compañía, había comenzado a sentirme
intranquilo y le contestaba vagamente.
No era para hacerse el loco estar en
medio de esa turba y que al borrachito
se le ocurriera incitarla en contra
nuestra. Aligerando el paso por medio de
un “iniciemos el raje” que le deslicé a
Abello, nos desprendimos de él y
seguimos contemplando el espectáculo del
saqueo. Aquello era la locura.
Individuos armados con martillo y
cortafierros tranquilamente se dedicaban
a cortar las argollas de los candados
trabajando con un ardor encomiable.
Vimos el caso –que por cierto observamos
silenciosamente y sin reírnos– de uno de
estos tipos golpeando fervorosamente
contra un enorme candado de bronce,
mientras que otros habían penetrado al
comercio por la ventana y estaban
sacando todo. Mientras tanto en la calle
había una especie de trueque
semiviolento. “Que tú tienes tres
gabardinas (pilotos) y a mí no me ha
tocado nada. Dame una”. El que tenía las
tres se conformaba indudablemente con
tener una menos, porque de lo contrario
no lo hubiera pasado muy bien. Así entre
manotazos y empujones la gente se iba
apoderando de cosas y luego cuando ya no
daba más de carga comenzaba el desfile
de las “trabajadoras hormiguitas” hacia
su hormiguero.

Así en medio de estas escenas llegamos


hasta una cuadra del hotel. A mitad del
camino habíamos dejado ya a los
franceses en su residencia. Para entrar
al hotel debíamos cruzar una plaza. Nos
detuvimos un instante para coordinar
nuestra acción, pues las balas en ese
momento silbaban por todas partes siendo
notorio el tableteo de las pistolas
ametralladoras. “Crucemos por el medio”,
le dije a Abello. “Es más seguro ya que
nadie pasa por ahí”. Así lo hicimos. Nos
faltaba solo cruzar la calle para entrar
al Granada que aparecía con las luces
apagadas y en medio de la calzada estaba
un borracho vociferando mientras daba
mandobles al aire con su machete. A un
costado de la puerta yacía un individuo
que aparentemente estaba muerto. Las
puertas del hotel estaban cerradas; si
hubieran estado abiertas te juro que
hubiera corrido. No aguantaba más. No
sentía miedo pero los nervios estaban a
punto de estallar.
No era para menos. Llevábamos más de
ocho horas de continua tensión. A paso
firme pasamos al lado del borracho y
llegamos a la puerta del hotel, nos
hicimos reconocer y el portero nos
franqueó la entrada. Ya en el hall nos
encontramos con algunos amigos
argentinos que nos recibieron
alborozados porque se hallaban
preocupados por nuestra tardanza. Al
pasar por la puerta observamos que el
“muerto” era solo un borracho
profundamente dormido. Parecía una
estatua y con la mano izquierda empuñaba
aún una botella de ron.

En el hall del hotel la gente sentía


pánico. En uno de los sillones estaba
reclinado un herido que dormía
profundamente. Con un machete le habían
abierto la cabeza y, según me enteré, un
médico más borracho que el propio herido
le había cosido la herida con una aguja
común y una crin de caballo mientras
Taboada (enviado de La Prensa) le
alumbraba con una pequeña linterna de
mano. (Al día siguiente, después de
vomitar el alcohol que tenía almacenado
en el estómago, el individuo se levantó
lo más trucho y no he vuelto a tener
noticias de él. Se retiró del hotel y
supongo que estará vivito y coleando.)

Ya en el hotel nos dirigimos al grill


situado en el subsuelo y luego de comer
un bife me reuní con los enviados de
Clarín, La Prensa, La Nación, El Mundo y
La Razón en el living de nuestro
departamento (Elsa te habrá contado del
club que hemos alquilado) y allí
comentamos los sucesos. Mis aventuras
posteriores son tan largas como éstas y
abarcan desde mi participación en la
guardia del hotel organizada por el
general Majó, hasta algunas expediciones
punitivas contra los francotiradores,
pasando por varias excursiones
personales (algunas de ellas se las
relaté a Elsa medio en broma pero el
asunto fue en serio), pero eso será
materia de una posterior o tal vez, como
la Conferencia finaliza el 30, te las
contaré personalmente.
No te podrás quejar de éste que es el
primer relato detallado que escribo y lo
he hecho especialmente para vos.
Muéstraselo a Elsa y por supuesto a mis
hermanos. Acá los muchachos me tienen
loco porque dicen que estoy escribiendo
por metros (y creo que no se
equivocan).

Avisale al tío Olsen que he recibido ya


sus dos cartas. La primera se la he
contestado ya y sí cae bien que mamá le
lleve este relato para que vea la forma
en que se comportó su sobrino. Si en
alguna parte hago relación a dudas o
tribulaciones es porque no he querido
mandarme “la parte” de valiente. Pero en
ningún momento sentí miedo. Soy medio
psicólogo y he visto que todos los
colombianos juntos tuvieron más miedo
que el que yo pude tener.

Pero dejemos esto. Recibe un grande y


cariñoso abrazo y trasmítele a mamá unos
grandes besos del hijo pródigo que
regresará a su lar.

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