Bochenski-La Verdad
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Bochenski-La Verdad
Ahora pues, ¿qué significa que una proposición, un juicio es verdadero? ¿Qué
queremos decir cuando afirmamos que fulano es un verdadero amigo? Es fácil ver lo que
eso quiere decir: algo es verdadero cuando se da en la realidad, cuando sucede o se
cumple. Así decimos que Arturo es un verdadero amigo cuando coincide con nuestro ideal
del amigo, cuando este ideal se cumple en él.
Es fácil darse cuenta de que este cumplimiento puede verificarse en una doble
dirección. Primero, en el sentido de que una cosa corresponde a una idea. Así cuando se
dice que tal metal es oro verdadero, o que tal hombre es un verdadero héroe. En este caso,
la cosa corresponde a la idea. Esta primera especie de lo verdadero y de la verdad suelen
llamarla los filósofos «ontológica». Se trata de la llamada «verdad ontológica». En otros
casos es a la inversa: la idea, el juicio, la proposición, etc., se llaman verdaderos si
corresponden a la cosa. Esta segunda especie de lo verdadero tiene una característica por
la que se la puede fácilmente conocer: verdaderos en este segundo sentido sólo lo son las
ideas, los juicios, las proposiciones, pero no las cosas del mundo. Esta segunda especie
de la verdad se llama entre los filósofos «verdad lógica».
Aquí vamos a limitarnos a esta segunda especie de verdad, sin tocar la primera, que
presenta especiales dificultades. Un ejemplo nos permitirá comprender lo que es la verdad
lógica. Tomemos la frase: «El sol brilla hoy.» Esta frase y, consiguientemente, la idea o
juicio que le corresponde es exactamente verdadera si el sol brilla efectivamente hoy. Por
ahí se ve que una frase, una proposición son exactamente verdaderas cuando la cosa es
como ellas dicen. Si la cosa no es así, la proposición, la frase son falsas. Esto parece claro
y hasta perogrullesco. Y, sin embargo, la cosa no es tan fácil como de pronto pudiera
creerse. Hay aquí, efectivamente, dos grandes y difíciles problemas. He aquí el primero: si
una proposición es verdadera cuando la cosa es como en ella se dice, la proposición tendrá
que ser absolutamente verdadera o falsa independientemente de quien la diga o cuando la
diga. Dicho de otro modo: si una proposición es verdadera, es absolutamente verdadera
para todos los hombres y para todos los tiempos.
Ahora bien, contra esta calidad de absoluto surgen reparos varios. Éstos son en
parte tan serios, que muchos filósofos y, desde luego, muchos más no filósofos suelen decir
que la verdad es relativa condicional, variable, etc. Los franceses tienen incluso un refrán
que dice: «Lo que es verdad a un lado de los Pirineos es falso al otro.» Y hoy se ha puesto
casi de moda afirmar que la verdad es relativa. ¿Qué razones hay en pro de tal concepción?
Algunas de estas razones son superficiales y fáciles de refutar. Así se dice que la
proposición «Hoy llueve» sólo es relativamente verdadera, porque llueve en Roma, pero no
en Madrid. O como en el cuento indio de los dos ciegos: uno cogía al elefante por la pata y
decía que el elefante era como un árbol; el otro lo tomaba por la trompa y afirmaba que se
parecía a una serpiente. Todo esto son equívocos. Basta formular plenamente las frases
en cuestión y decir claramente lo que se quiere decir para ver que no puede aquí hablarse
de relativismo alguno. Cuando uno dice que hoy llueve, quiere decir evidentemente que
llueve aquí, en Madrid, en un día y hora determinados, no que llueva en todas partes. Su
proposición es, por consiguiente, absolutamente verdadera para todos los hombres y todos
los tiempos. Tampoco la experiencia de los ciegos prueba nada contra el carácter absoluto
de la verdad. Los ciegos se han expresado incautamente. El que se cogió de la pata del
elefante tenía que haber dicho: «El elefante, por lo que yo toco, se asemeja a un árbol.» Y
por el estilo el de la trompa. La proposición, en ese caso, hubiera sido absolutamente
verdadera. La dificultad procede aquí de una formulación insuficiente de las proposiciones.
Si los pensamientos se formulan suficientemente, se ve en seguida que son absolutamente
verdaderos o falsos y nada tienen que ver con la relatividad.
Ahora pudiera pensarse que ha de haber un camino para decidir cuál de entre todos
los sistemas es el verdadero: ver si se verifica o no. Pero las cosas no son tan sencillas. En
geometría, por ejemplo, dicen los especialistas que la euclidiana se verifica en nuestro
contorno minúsculo; en el espacio cósmico, en cambio, se ajusta mejor a los hechos otra
geometría. Tendríamos, pues, que una proposición es verdadera en unas circunstancias y
falsas en otras. La cosa es grave.
Si suponemos ahora que las cosas son como estos entendidos nos dicen y que en
el terreno de las matemáticas y de la lógica hay distintos sistemas, de suerte que una
proposición verdadera en uno sea falsa en otro, surge inmediatamente la pregunta: «¿Qué
decide la elección de uno y no de otro entre los varios sistemas?» Porque no se trata
seguramente de un capricho. El físico Einstein, por ejemplo, no escogió una geometría
determinada porque le hiciera gracia. Hubo de tener serias razones para ello. ¿Qué
razones? Aquí surge una respuesta que tiene gran importancia filosófica. La respuesta dice
que el sabio y el hombre en general no tiene por verdaderos una proposición o un sistema
porque se ajusten a la realidad, sino porque le son útiles. Así, el filósofo escoge una
geometría no euclidiana porque con ella puede construir más fácilmente, mejor y, acaso,
en absoluto sus teorías y explicar la realidad.
Siendo esto así, habrá que llamar verdaderas aquellas proposiciones que nos sean
útiles. La verdad es la utilidad, se dice. Es el concepto pragmático de la verdad, que fue
sobre todo desarrollado por William James, el famoso y simpático filósofo norteamericano,
y cuenta hoy con muchos partidarios.
Ahora bien, en esta doctrina es cierto que hay secciones de la ciencia en que se
admiten ciertas tesis o hipótesis por la sola razón de que son útiles para proseguir la
investigación o para construir una teoría. Pero aquí hay que observar dos cosas. En primer
lugar, que en tales casos no sabemos a punto fijo si las tesis o hipótesis en cuestión son
verdaderas o falsas. Sólo son realmente útiles. Ahora bien, lo que no se ve bien es por qué
ha de llamarse «verdad» a esta utilidad y por qué ha de hablarse aquí de relatividad de la
verdad. En segundo lugar, que, aun tratándose de la utilidad, no podemos menos de
conocer siquiera algunas proposiciones verdaderas; y digo «verdaderas» en el sentido
propio de la palabra. Un físico ha construido una teoría y cree que es útil. ¿Cómo lo
demuestra? Sólo comprobándola mediante los hechos. Pero esto, a su vez, quiere decir
que sienta determinadas tesis que han de ser con firmadas por la observación directa. En
un laboratorio, por ejemplo, un científico escribe la siguiente frase: «En estas u otras
circunstancias, a las 10 horas, 20 minutos, 15 segundos, el índice del amperímetro estaba
así o asá.» Ahora bien, esta frase sólo es verdadera si, efectivamente, a tal hora y en tales
circunstancias el índice del amperímetro estaba así y sólo así. Luego, aun el pragmático
ha de conceder que hay algunas proposiciones verdaderas en sentido aristotélico. Las
demás habría que llamarlas útiles mejor que verdaderas.
Esto sobre la primera cuestión. Vamos ahora a la segunda. La cuestión es: ¿qué es
ese algo con el que ha de coincidir la proposición, frase o juicio, para ser verdadera?
Pudiera pensarse que la cosa es clara: la frase ha de coincidir con la situación, con el
estado, con la realidad de las cosas, tal como se hallan fuera de nosotros. Sólo así es
verdadera. Pero también aquí surgen objeciones. Tenemos, por ejemplo, la proposición:
«Esta rosa es roja.» Si afirmamos que la proposición es verdadera cuando la rosa es
efectivamente roja, nos hallamos con que la cualidad de rojo no se da en el mundo externo,
pues los colores sólo se originan en nuestros órganos visuales como efectos de la acción
de determinadas ondas luminosas que caen sobre nuestros ojos. Un color externo no
existe. Así lo enseñan nuestros filósofos. No puede, pues, decirse que nuestra frase es
verdadera cuando se verifica en la situación exterior, pues no existe tal situación.
¿Con qué ha de coincidir, pues, una proposición para que sea verdadera?
Para formarnos una idea de esta doctrina, vamos a volver a nuestro ejemplo del
gato. El gato viene por la izquierda, anda luego por detrás de mi espalda, desaparece por
tanto durante un momento y sale luego por la derecha para continuar tranquilamente su
camino, acaso hacia la cocina. En la última meditación he dicho que la explicación más
sencilla es admitir un gato exterior que sigue andando por detrás de mi espalda. Los
idealistas no pueden admitir semejante gato, pues para ellos no existe un mundo exterior
en sentido estricto. Pero dicen que el gato es realidad en cuanto lo pensamos conforme a
leyes. No es, por ende, imaginación, sino realidad por lo demás, todo el espacio en que nos
hallamos juntamente con el gato, nuestro propio cuerpo y demás son también reales, es
decir, están pensados conforme a leyes.
Sin embargo, la mayoría de los filósofos actuales no son idealistas. Los filósofos se
deciden generalmente contra esta interpretación de la verdad y del conocimiento al discutir
la cuestión del propio conocimiento humano. ¿Qué es realmente el conocimiento? Según
el idealismo, el conocimiento es creador: crea sus objetos. Ahora bien, es evidente que
nuestro pensamiento personal e individual puede crear muy poco, a lo sumo entes de razón,
imaginaciones o fantasmas, y aun estos constan generalmente de elementos que no se
han creado de nuevo, sino que sólo se han combinado entre sí. Así cuando pensamos en
una sirena, mitad mujer y mitad pez. Es seguro que el que imaginó la sirena hubo de ver
antes una mujer y un pez. La cosa es evidente y cierta.
De ahí que los idealistas se ven forzados a suponer un doble sujeto, un doble
pensamiento, un doble yo: el yo, como si dijéramos, menor, el yo personal, al que llaman
«yo empírico», y el yo mayor, ultrapersonal, trascendente, el «yo absoluto». Este yo mayor
y trascendente es el que crea los objetos. El yo pequeño y empírico sólo puede tomarlos tal
como le son dados por el yo grande y absoluto.
Todo esto, replican los contrarios, los realistas, es muy problemático y apenas
creíble. ¿Qué es este yo trascendental que no es ya propiamente un yo, sino que se cierne
sobre mí? Un monstruo, dicen los realistas. No existe semejante fantasma, y es además
difícil de comprender. Por otra parte, si consideramos más de cerca nuestro pensamiento,
resulta evidente que en él combinamos y unimos entre sí cosas diversas, acaso también de
vez en cuando creamos algo; pero, en conjunto o de modo general, el conocimiento consiste
en que aprehendemos, asimos un objeto que está ya ahí, que consiste o tiene consistencia,
y la tiene fuera de nuestro conocimiento.
A decir verdad, también los realistas tropiezan con grandes dificultades. Ya he citado
una: la que viene del hecho científicamente comprobado de que en el mundo no parece
haber colores. Por lo menos en este caso, parece que nuestro conocimiento ha creado algo:
los colores. ¿Qué responden los realistas a esta dificultad? La respuesta es doble.
Primeramente, dicen, no hay que poner la frontera entre el cognoscente y el mundo exterior
en la piel del hombre. Esa frontera se halla más bien donde se realiza el tránsito entre los
procesos físicos y psíquicos. Lo que el espíritu comprende son los acontecimientos tal como
se muestran en el organismo. Si nos ponemos gafas rojas, veremos negros los objetos
verdes. Sin embargo, nadie afirmará que hayamos creado por nuestro conocimiento ese
color negro. Por el contrario, es efecto o resultado de la acción de las gafas. Algo parecido
acontece con los ojos.
Otra dificultad algo más sutil que los idealistas frecuentemente resaltan consiste en
que lo conocido ha de estar en el conocimiento. Luego, no fuera. Luego, no podemos hablar
de un «fuera». A esto responden los realistas que eso es un equívoco y superstición. Se
toma aquí el conocimiento como si fuera un cajón: una cosa tiene que estar dentro o fuera
de un cajón. Pero el conocimiento no es ciertamente un cajón. Se puede comparar bien a
una fuente de luz, como ha hecho Edmund Russell. Si un rayo de luz cae sobre una cosa
en la oscuridad, la cosa está en la luz pero no dentro de la fuente de luz.
Personalmente, hace años que, tras dura lucha, me he decidido por el realismo, y
cuanto más medito más me convenzo de que esta concepción de la verdad es la verdadera.
Ya sé que no todos harán lo mismo, porque la cuestión es difícil. Pero, independientemente
de la solución que otros adopten, quisiera prevenir contra un equívoco. En este problema
la decisión ha de ser total. Hay que entender el conocimiento humano como un aprehender
o como un crear el objeto. Toda solución de compromiso es falsa. Así la solución corriente
de que en el mundo externo habría sin duda formas y ondas luminosas, pero no colores.
Hay que decir que no existe en absoluto el mundo externo y nuestro espíritu lo crea todo, o
bien que no crea nada, fuera de la combinación de contenidos, y que todo lo que conocemos
ha de existir de algún modo fuera del espíritu.
Un notable psicólogo alemán, Fechner, compuso una vez una obra en que
contraponía el mundo del día al mundo de la noche; un mundo, este, en que no hubiera
colores ni sonidos, sino sólo movimientos mecánicos y figuras en la oscuridad. Fechner
rechazó decididamente esta visión nocturna. Acaso interesa a ustedes saber que hoy día
la mayoría de los filósofos comparten la opinión de Fechner, es decir, están a favor del
mundo luminoso y contra la llamada concepción oscura.
Cuestionario
• Elabora una matriz comparativa de las ideas principales de las escuelas filosóficas
que el autor refiere.
• Ejemplifica la verdad lógica y la verdad ontológica