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Miguel Pardo Bachiller. Trabajo 3 Cine

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Tiempo y des-tiempo en el cine de Paul Thomas Anderson

Miguel Pardo Bachiller

Cine Contemporáneo: Trabajo 3


Uno de los objetivos principales del cine es el de narrar historias. La presentación
de relatos, su desarrollo en sagas, partes, su adaptación de la literatura… Son uno de los
motores principales del séptimo arte, que basa su configuración en un metraje y en la
disposición de una serie de escenas y secuencias en un espacio de tiempo determinados
(tanto un contexto, como una duración concreta). En esta ocasión nuestra intención es
analizar cómo el director norteamericano Paul Thomas Anderson, conocido como uno de
los realizadores posmodernos por excelencia de los Estados Unidos, representa el tiempo
en algunas de sus películas. Para ello utilizaremos como referencia tres largometrajes
suyos, por estar ambientados en una misma década, la de los años 70; aquella en la que
este autor vivió su infancia y con la que parece tener una relación simbólica enormemente
particular. Estas tres películas son, evidentemente, Boggie Nights (1997), Inherent Vice
(2014) y Licorice Pizza (2022).

El hecho de que escojamos la noción del tiempo y cómo la trata un director


presumiblemente posmoderno, no es arbitrario. Es a partir de esta década y tras las guerras
mundiales, la de Corea o la de Vietnam, que la hegemonía del capitalismo comienza a
volverse indiscutible en occidente; con permiso de la URSS, la guerra fría y el muro de
Berlín. En este clima, en el que se inauguró lo que se ha venido llamando posmodernidad
(que no creemos que sea más que una tendencia, si eso posmodernismo) se empezó a
hablar de lo que después Fukuyama llamaría en 1992 «el fin de la historia»1. Otros como
Lipovetsky, vendrían a hablar del fin de los metarelatos, esto es, la concienciación por
parte del mundo cultural (esta constatación no llegará a la gente de a pie hasta el siglo
XXI) de que las grandes narrativas de la modernidad han fracasado. Es en esta alteración
de la forma de contar las historias, de narrar los relatos, en la que nos interesan las
modulaciones que sufre el tiempo y su organización en las distintas películas de Paul
Thomas Anderson.

Boogie Nights: La Destrucción por el Tiempo

La segunda película de la filmografía de Anderson, es una de las más alocadas,


escandalosas y vertiginosas de su recorrido. Podríamos decir sin miedo a equivocarnos
también, que es una de sus obras con una narración más coherente y lineal. En ella, se
sigue la vida de Eddie Adams (Mark Wahlberg) desde que se introduce en la industria del
porno en 1977 y de cómo en la década de los 80, su existencia y la de sus compañeros o

1
¿El Fin de la Historia? Y otros ensayos, Fukuyama, Francis. Alianza Editorial, 2015.
amigos comienza a truncarse de forma trágica. Esta es la base narrativa de la película, una
historia lineal, que presenta una paulatina degradación a partir de 1980. Para ello, Paul
Thomas Anderson nos da fechas y nos ubica permanentemente con cartelas, pero su mejor
recurso, es el de los planos secuencia. Cada evento importante en la vida de Adams y
compañía se ve acompañado de un plano exigente y prolongado, alcanzado con una
compleja y dificultosa coreografía de la que participan decenas de actores y figurantes.
El primero es la escena inicial: entramos en la discoteca de Maurice T. Rodríguez (Luis
Guzmán) y acompañamos al dueño, a Jack Horner (Burt Reynolds), Amber Waves
(Juliane Moore)… Todos los personajes principales son presentados, de manera soberbia
en un recorrido por la pista de baile y la zona restaurante; hasta terminar en el protagonista
(Wahlberg); que trabaja en el servicio.

Como se aprecia en los planos secuencia subsiguientes, esta suerte de continuidad


y de acción constante en las fiestas, funciona como un recurso que nos introduce mucho
más vivamente en esos eventos. Es indudable que la propia experiencia del abuso de la
cocaína induce esta forma de grabar: nerviosa, veloz, encadenada. Aunque en un
comienzo esa concatenación tan exquisita es presentada de forma fluida, orgánica y
fresca; poco a poco, según aumenta el consumo de los personajes, la película se altera
también. Ahí están esos planos agitados en los que la cámara se acerca nerviosamente al
personaje mientras simultáneamente hacen zoom sobre su rostro; como cada vez que el
personaje de Thomas Jane trae droga. Estos giros vertiginosos de cámara, en los que
Anderson se especializará en Magnolia y Punch Drunk Love, tienen algo inherentemente
norteamericano, por mucho que a este director se lo haya considerado siempre de cine de
autor.

Pero es ese el punto desde el que pensamos que parte la irónica interpretación de
la cultura americana de Anderson. Su protagonista Eddie Adams, es a todas luces un joven
estúpido y descerebrado, como le considera su desequilibrada madre, que tiene un talento
y que quiere explotar a través del escaparate propio del sueño americano (si es que tener
un gran miembro viril es un talento). Este escaparate, el mismo que podemos resumir bajo
la estrategia por excelencia neoliberal de: “encuentra lo que haces bien y hazte rico con
ello”, se parece un tanto al del genio romántico. De hecho, hay muchas relaciones entre
ellos, como bien saben teóricos como Jameson o Marcuse. Al decirle a cada individuo de
la sociedad americana que tiene un talento innato y que puede enriquecerse con él, sin
necesidad de esforzarse duramente (o esforzándose, porque la ética del trabajo también
es importante), implicarse en cosas que no le interesen, o configurando su personalidad y
su ego a través de esa capacidad; los medios de masas de la modernidad avanzada -aún
no de la posmodernidad- condenan a cada individuo a una dicotomía: frustración y
resentimiento/vanidad e irrealidad. De hecho, lo que acontece en Boogie Nights a partir
de los 80, es la realización de ese mal sueño; el despertar de la conciencia de que lo que
se nos había vendido como deseable y posible (hedonismo, satisfacción, triunfo,
visibilidad) no es ni factible ni tan molón como se nos había pintado.

No hay que esperar demasiado para percibir el fantasma hauntológico (haciendo


su efecto negativo, pero aún no presente) de los ochenta en la película. En cuanto
disfrutamos del impresionante plano secuencia de la fiesta en la casa de Jack Horner,
vemos cómo una de las invitadas, en la parte de atrás y sin ser vista, sufre una sobredosis.
También vemos por primera vez al personaje de Phillip Seymour Hoffman, una especie
de adalid de la culpa y el mal gusto, que nos acompaña con una mala conciencia durante
toda la película; e incluso presenciamos por segunda vez la ridiculización que le hace su
esposa a Little Bill (William H. Macy)… Una fiesta divertida y alentadora para el
protagonista, aunque llena de sufrimiento y horror ya para algunos de los personajes. Pero
no será hasta la secuencia central (el cambio de 1979 a 1980) cuando esta especie de mal
viaje comience a consumarse. Exactamente mientras hacen la cuenta atrás para el año
nuevo, podemos seguir a Little Bill, muy en la línea de Elephant de Gus Van Sant, cuando
se encamina a cometer un terrible crimen como represalia por una humillación que lleva
años sufriendo. Esta fiesta tan trágica, es la misma en la que el personaje de Hoffman,
ebrio, acosa sexualmente al personaje de Wahlberg… Y en la que Buck (Don Cheadle)
asume que no se siente identificado con las modas de su tiempo y que no se siente apoyado
en esa obsesión suya por su esposa.

Y el tema de la moda es también central en la concepción temporal de Boogie


Nights. Si Buck en la fiesta, vestido como Sun Ra se siente ridículo, son sus propios
amigos y su jefe quienes se avergüenzan de él cuando va de vaquero en plenos setenta;
pero también es él quien en los momentos finales ya viste con un peine en el afro y un
chándal de hip hop. La otra persona obsesionada con la moda es el protagonista, Eddie
Adams. El intérprete, interpretado por Wahlberg, lleva desde que empieza a ganar dinero,
unas prendas de lo más extravagantes y se dedica a hablar de ellas largo y tendido con
otros personajes. Esta conciencia generalizada de las tendencias, unos intentando
adaptarse a ellas y otros tratando de evitarlo; conciencia igualmente al espectador del paso
del tiempo, de la inanidad y superficialidad de esos nuevos símbolos; pero también de su
arbitrariedad y la de la gente para identificarse con ellos. También esto aparece
manifestado a través de las tecnologías. En Boogie Nights tenemos una gran cantidad de
planos detalle de cintas de grabación, película analógica, flashes de cámaras… Ello se ve
consumado cuando en el albor de los años ochenta, Jack Horner se niega a pasar a la cinta
porque supone una suerte de traición a la pretensión artística que tenía. Nada más lejos
de la realidad, como ya vimos con Room 666, los tiempos cambian y el que no cambia
con ellos, se queda atrás.

Y sobre eso, en un sentido muy trágico y muy humano, trata en realidad la segunda
película de Paul Thomas Anderson. Sobre cómo la vida y la velocidad con la que el
tiempo pasa, va poniendo a cada persona en lugares desconcertantes, incómodos o por
qué no, deprimentes. Una película que empieza como una ensoñadora obra en el Valle de
San Francisco, repleta de color y el goce propio de los 70 y el tiempo del Boogie, se va
distorsionando hacia una adultez repleta de adicciones, decepciones y trágicos
desencuentros; que dejan a la mayoría de los personajes tocados; cuando no simplemente
fuera de escena. Por todo ello, la corriente de violencia que acompaña la última parte de
la película, con el atraco fallido (masacre incluida) que presencia Buck, la paliza que
recibe Eddie Adams, el rapapolvo que igualmente recibe el excompañero de la chica de
los patines, o el tiroteo en casa del traficante, no termina de sorprender a ningún
espectador; pues parece en cierta medida, espantosamente inevitable. Y es con esa última
escena, en la casa del traficante interpretado maravillosamente por Alfred Molina, con la
que nos queremos quedar para señalizar esa especie de quiebres vitales que van haciendo
caer en la cuenta de su desdicha a los personajes. En esta escena aderezada por petardos
y una enorme cantidad de sangre, podemos ver también un primer plano enormemente
curioso, que dura cerca de un minuto, en el que Mark Wahlberg simplemente mira al
vacío, sin decir ni escuchar nada. Como si estuviese cayendo en la cuenta de la absurda
espiral de poder, desquiciamiento y crueldad, con la que la vida se ha vuelto contra él por
abusar de ciertas cosas y dejarse llevar y seducir por una forma muy distorsionada de la
realidad, Eddie Adams llega a lo que se suele llamar el “rock bottom”, e intenta, a partir
de entonces, salvarse de algún modo.

Inherent Vice: La Confusión del Tiempo

En este caso procuraremos ser algo más breves. El hecho de que la película de
2014, protagonizada por Joaquin Phoenix, esté basada en la novela más reciente del
archifamoso Thomas Pynchon, un crítico acérrimo y conocedor de la cultura
norteamericana, no resulta (evidentemente) en absoluto casual. En esta ocasión, la
intención de Paul Thomas Anderson parece bien distinta y es que, aunque igualmente
trate de representar los años 70, esta vez huye de la perspectiva objetiva (falsamente
objetiva) de la linealidad de Boogie Nights, para sumergir al espectador en un confuso,
colorido y divertido Noir. Y es que, aunque coloquialmente podríamos caracterizar de
“gamberras” las tres películas que aquí analizamos, es Inherent Vice la que realmente está
llena de humor y de un cinismo irónico; de hecho, no es una película nada optimista, más
bien terriblemente sarcástica con lo inmediatamente anterior a la década en la que está
ambientada. Tras el sueño hippie de la contracultura de los años 60, llega, como
comentamos en el ensayo sobre Apocalypse Now, el “bad trip”. Las drogas han afectado
a los cerebros de los hippies y dejan una estela de neurosis, resentimientos (de Sportello
hacia su exnovia, de Big Foot hacia el cuerpo de policía) y conflictos extraños e
irresueltos, que no hacen sino emerger de forma indecente a cada instante.

Para entender la configuración (o para recibirla al menos, porque entenderla es


complicado) temporal de Inherent Vice es esencial tener en cuenta dos factores: el primero
es el deterioro mental producido por las drogas psicodélicas que afecta a su protagonista
y el segundo es la absorción del sueño de la contracultura por parte del capitalismo. El
primero de estos factores es el que produce que la película esté completamente narrada
desde la perspectiva de Sportello, que el espectador no vea más que lo que él ve o imagina
y por tanto comparta su estado de paranoia. El segundo factor, en cambio, genera la
constatación (igual que en Boogie Nights) de que el estado norteamericano y occidental
no se diferencia tanto de los supuestos autoritarismos que criticó y atacó en la segunda
guerra mundial. De hecho, en mitad del caos californiano en el que vemos pasar a un
elenco extraordinario de actores, una y otra vez aparecen integrantes de grupos nazis
formando parte de colectivos que protegen a los peces gordos del negocio inmobiliario,
que son sicarios de la policía… Pynchon y Anderson juegan a comparar la invasión
neoliberal (la exigencia del éxito y de la búsqueda de lucro) como una especie de
infiltración de un nuevo fascismo, ante el que los personajes como el de Phoenix o el de
Owen Willson son incapaces de adaptarse.

A todo esto, se suma el mal sueño Mansoniano. Los asesinatos cometidos por la
“familia Manson” fueron sin duda un detonante para la destrucción y atomización del
movimiento hippie, que ya no sólo era incómodo, sucio, maloliente y pusilánime, sino
que además se había vuelto peligroso. En medio de todo este caldo de cultivo es en el que
se desarrolla un tiempo confusamente reconocible, atravesado por la experiencia de
Sportello, cosa que se demuestra en varias decisiones formales. La primera es los planos
conversacionales: que siempre comienzan con un encuadre abierto, que incluye a dos
personajes o más... Y que van cerrándose en torno a la figura hasta terminar en un primer
plano del protagonista; nervioso o desconcertado, pero él. De ello nos sorprende también
la dificultad de estos planos, que duran uno, o dos minutos sin ningún problema y en los
que los actores se comunican e interactúan con una naturalidad pasmosa. Otra decisión
formal que llama la atención es la cantidad de planos contrapicados de Sportello que
encontramos. Ello genera una sensación permanente de inestabilidad que podemos
asociar precisamente con que el personaje yace bajo los efectos de alguna droga. El último
es sin duda la cantidad de fundidos que aparecen siempre que Phoenix recuerda algo, pero
sobre todo la ausencia de ellos en otras ocasiones en las que no parece claro si las
apariciones de su exnovia, Sashta Fay, son parte de su memoria, alucinaciones o están
sucediendo realmente. Son todos esos recursos, que se sintetizan en la subjetivación de la
narración, los que generan conjuntamente una distorsión general del tiempo y de los
hechos2.

Y es esta distorsión permanente, que tanto le critican la policía, el FBI y


principalmente Big Foot (Josh Brolin) a Sportello, la que hace tan interesante y necesaria
la estructura de Inherent Vice. Durante todo el metraje, es repetida en múltiples ocasiones
la expresión de “Percepción extrasensorial” que supuestamente poseen los hippies. Sea
esto una barbaridad o no, la realidad es que las drogas y su consumo continuado alteran
la configuración cognitiva y sensible de las personas. A través de múltiples escritos
teóricos (desde Mckenna y Aldous Huxley hasta Jünger) se han defendido las propiedades
de los productos psicodélicos para alterar y mejorar la experiencia consciente; para
aprovecharla de otro modo y expandirla. Por eso, cuando Sportello sigue pistas que a
otros personajes les resultan absurdas, cuando persigue su intuición por encima de
pruebas fiables y utilizables en un juicio, podemos percibir un último recurso de la
contracultura, una especie de resquicio del pensamiento libre que la estructura burocrática

2
Yéndonos sin mucho esfuerzo a la Teoría de la Literatura, podríamos acordar sin duda que Inherent Vice
es una película muy moderna y sobre todo posmoderna porque tiene lo que en tal disciplina se llama un
narrador no fiable. Pocas veces podemos saber si lo que está pasando en la cabeza de Doc Sportello es
verdad o no y es esa forma fragmentaria y confusa de narrar una de las herramientas típicas (supuestamente)
de la posmodernidad. La confusión es una sensación enormemente setentera por así decirlo. Consecuencia
de los hechos acontecidos entonces.
del capitalismo es incapaz de apropiar y sobre todo que repudia. Pero es precisamente la
sensibilidad del detective privado, que hace converger varios casos suyos, la que le
permite, a pesar de su falta de rigor y de la absoluta confusión tan bien representada,
comprender a fondo y mejor que ningún otro investigador lo que está aconteciendo en el
caso de Wolfmann.

De algún modo, sin hacer una especie de promoción o campaña de las drogas
psicodélicas, ni tratar de cubrir con un velo de incomprensión y opacidad su historia,
Pynchon y Anderson nos demuestran que, si queremos conocer y comprender la realidad
de nuestro tiempo, de aquel que emerge a partir de los setenta; necesitamos percibir el
mundo de manera diferente y pensar de una manera particular, idiosincrática si se quiere.
Como bien comprendieron Simon Reynolds y Mark Fisher al analizar la música popular
del siglo XXI, a partir de esta época, comienza a doblarse el tiempo estético (las obras
artísticas) sobre sí mismo; generando un espacio de simultaneidad en el que las cosas
interactúan y se afectan de una manera muy difícil de reducir. De hecho, de manera
irreductible. Por eso mismo, cuando Derrida utiliza en su Espectros de Marx la expresión
de Shakespeare de «el tiempo está fuera de quicio», Inherent Vice puede mostrarnos de
manera precisa esta experiencia: a través de la subjetividad de una conciencia alterada;
de una narrativa enmarañada y compleja de la que no podemos dar cuenta con las
herramientas burocráticas y racionales de la tradición.

Licorice Pizza: La Inhibición del Tiempo

Y como tercera pata de esta mesa setentera tenemos la película más reciente de
PTA. El flamante estreno de esta película grabada “en casa” por motivos pandémicos,
nos ha dejado más que sorprendidos, porque esta es sin duda la cinta más estándar y
agradable, sencilla, que el director norteamericano nos ha entregado nunca. En muchos
medios y de forma bastante acertada se afirma que Anderson parece intentar
“desaparecer” durante el metraje, como si quisiera conservar, congelado, un momento
preciso, irrepetible e intacto de la época. Los personajes de Licorice Pizza viven en un
presente eterno, en un tiempo anulado. La realidad es que a su alrededor no dejan de
suceder cosas: la crisis del crudo, la relación entre Barbara Streisand y Jon Peters, la
llegada de las máquinas recreativas… pero el tiempo está, para los dos protagonistas,
completamente suspendido. De hecho, cuando el personaje de Bradley Cooper le
pregunta por su edad a Alana, prácticamente da rabia escuchar que sigue teniendo
veinticinco años. ¿Quién puede creerse tal cosa? En ese tiempo Gary Valentine ha
montado dos negocios sin haber salido todavía de la pubertad.

¿Qué quiere decir entonces que se haya cancelado el tiempo? Que Licorice Pizza
es una película que vive en una cápsula, es un objeto, a diferencia de los otros dos que
hemos comentado, Nostálgico. Por mucho que se diga que no lo es, la última película de
Paul Thomas Anderson es, de hecho, la idealización o la romantización de un momento
personal, el del primer amor. Y es por eso mismo que este largometraje tiene un efecto
tan lenitivo, porque funciona como un consuelo en un momento de crisis, como una
herramienta de evasión y alivio. Mientras que Boogie Nights funciona como una terapia
de choque con el efecto que tiene el tiempo futuro sobre la gente, e Inherent Vice resulta
una alteración de la percepción del tiempo para poder entender el presente, Licorice Pizza,
en cambio, lucha por escapar del tiempo mirando al pasado. Puede verse perfectamente
en el contraste entre el adolescente protagonista y su joven (pero adulta) amada. Es ella
quién y una y otra vez tiene que ponerle ante la realidad de que hay cosas sucediendo a
su alrededor, aunque él no sea capaz de levantar la vista de su propio ombligo. Gary
Valentine puede ser, en tal sentido, como Jack Horner: una persona que se niega a mirar
al afuera, al efecto que tiene el tiempo sobre su pretensión de grabar en película analógica.
Incluso Valentine podría ser Horner, recordando su propio pasado, mirando sólo a lo
intenso y hermoso que fue, sin querer asumir un presente de decadencia o en el que las
cosas, sencillamente, ya no son como antes.

Es en tal caso, la excusa del amor, la que nos hace escapar al tiempo en todas las
películas. En Boogie Nights hay un amor paternal-maternal de Horner y su esposa a los
personajes jóvenes, que les hace ser indulgentes y no pensar en el efecto que el tiempo
tiene sobre ellos. Incluso en la última escena, el director le dice al personaje de Juliane
Moore “We’ve got all the time in the world” como una muestra de ese poder intocable
que tiene el amor romántico y el amor como forma de afecto sobre el paso del tiempo. En
Inherent Vice, es el amor que Sportello siente por Sashta Fay el que hace que, a pesar del
resentimiento y la confusión que siente, busque una nueva forma de organizar ese tiempo,
de darle un sentido que sólo le puede otorgar la unión de todas las piezas y la ya
estandarizada “recuperación de la chica”. Pero es en Licorice Pizza donde ese amor se
transforma definitivamente, y a través de la herencia de las otras dos películas, en una
fuerza redentora.
¿Cuáles son entonces los recursos formales para provocar esa inhibición del
tiempo? Pues precisamente la desaparición del director y de su técnica. Cuando Paul
Thomas Anderson elimina la mayoría de sus manierismos y de sus marcas de agua
personales, logra producir un efecto de universalidad, de no intromisión en la narrativa.
Licorice Pizza parece girar sobre sí misma como ese recuerdo intacto, casi virginal, que
sus personajes tratan de conservar tal cual. Y es por eso que se ve claramente remarcada
su intención: ningún evento externo tiene un efecto real, plausible sobre sus personajes.
Ellos inundan una casa, quiebran con una empresa, pero nada tiene consecuencias ni
efectos reseñables sobre sus vidas. En este caso no tenemos ni siquiera escenas de delirios
dionisíacos como puede ser la del dentista de Inherent Vice o la constante de Boogie
Nights. Lo más parecido es la delirante escena de Sean Penn y Tom Waits, en la que no
podemos dejar de hacernos la misma pregunta que en casi todo el metraje: ¿A qué viene
esto?

Pero no por eso es la última película de Anderson frustrante, sino que nos pone
ante algo que hacemos constantemente al relacionarnos con amigos o seres queridos:
rememorar. Rememoramos noches de diversión y desconcierto, vacaciones, rencillas…
todo eso y más cosas pasan en Licorice Pizza, que no parece ir hacia ningún lado,
exactamente como lo hace nuestra vida cuando realmente la estamos disfrutando, sin
preguntarnos por qué hay más allá de nuestro pequeño mundo (Inherent Vice), o qué
pasará en el futuro (Boogie Nights). Por eso, sin ser una película especialmente ambiciosa,
la última de Paul Thomas Anderson demuestra una sensibilidad perceptiva (del tiempo,
de su paso y conservación) digna de un hippie. La duda entonces, no es si este efecto es
deliberado –que claramente lo es-, sino si hay alguna otra estrategia con la que el director
norteamericano nos vaya a sorprender o a reubicar dentro de esta experiencia cognitiva
que es la contemplación de una época o un momento cultural y personal.

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