PG 39209
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Title: Platero y yo
Author: Juan Ramón Jiménez
Release date: March 20, 2012 [eBook #39209]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif & Víctor Moné
*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK PLATERO Y YO
***
Juan Ramón Jiménez
PLATERO Y YO
Elegía andaluza
Al índice
ADVERTENCIA Á LOS HOMBRES
Á LA MEMORIA DE AGUEDILLA,
LA POBRE LOCA DE LA CALLE DEL SOL,
QUE ME MANDABA MORAS Y CLAVELES
LA ELEGÍA
I
PLATERO
PLATERO es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo
de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos
son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico,
rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo
dulcemente: "¿Platero?", y viene á mí con un trotecillo alegre que parece
que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas
moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de
miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco
como de piedra. Cuando paso, sobre él, los domingos, por las últimas
callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y
despaciosos, se quedan mirándolo:
—Tiene acero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
II
PAISAJE GRANA
LA cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios
cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se
agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y
transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada,
penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus
ojos negros, se va, manso, á un charco de aguas de carmín, de rosa, de
violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen
líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso
de umbrías aguas de sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño,
ruinoso y monumental. Se dijera, á cada instante, que vamos á descubrir un
palacio abandonado... La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora,
contagiada de eternidad, es infinita; pacífica, insondable...
—Anda, Platero...
III
ALEGRÍA
PLATERO juega con Diana, la bella perra blanca que se parece á la luna
creciente, con la vieja cabra, gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve
campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las
orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace
rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose á sus patas, tirando, con los
dientes, de la punta de las espadañas de la carga. Con una clavellina ó con
una margarita en la boca, se pone frente á él, le topa en el testuz, y brinca
luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus
locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que
ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!
.........................
¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de Octubre
afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de
rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas...
IV
MARIPOSAS BLANCAS
LA noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes
perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de
campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo.
De pronto, un hombre obscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante
la cara fea por la luz del cigarro, baja á nosotros de una casucha miserable,
perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
—¿Va algo?
—Vea usted... Mariposas blancas...
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y yo lo
evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y
cándido, sin pagar su tributo á los Consumos...
V
LA PRIMAVERA
¡Ay, qué relumbres y olores!
¡Ay, cómo ríen los prados!
¡Ay, qué alboradas se oyen!
Romance popular.
EN mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de
chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama.
Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que
los que alborotan son los pájaros.
Salgo al huerto y doy gracias al Dios del día azul. ¡Libre concierto de
picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su canto en el pozo;
silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla en el
chaparro; el chamariz, ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y,
en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de
oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por
la casa, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en
crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un g r a n panal de luz, que fuese el
interior de una inmensa y, cálida rosa encendida.
VI
¡ANGELUS!
MIRA, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas,
blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se
me llenan de rosas la frente, los hombros, las, manos... ¿Qué haré yo con
tantas rosas?
¿Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde
es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y
celeste—, mas rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angelico, el que
pintaba el cielo de rodillas?
De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas á la tierra.
Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la
torre, en el tejado, en Jos árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su
adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas...
Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vida nuestra pierde
su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante
y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba á las
estrellas, que se encienden ya entre las rosas... Más rosas.... Tus ojos, que tú
no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.
VII
EL LOCO
VESTIDO de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo
cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo á las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con
sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes,
rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros,
chillando largamente:
—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
...Delante está ya el campo verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un
incendiado añil, mis ojos—¡tan lejos de mis oídos!—se abren noblemente,
recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y
divina que vive en el sinfín del horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados
finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
—¡El lo...co! ¡El io...co!
VIII
RONSARD
LIBRE ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas margaritas del
pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un
breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto á leer en alta voz:
Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose
En sa belle jeunesse, en sa première fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol
hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo, se
oye el partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando.
...jaloux de sa vive couleur...
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre
mi hombro... Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo,
viene á leer conmigo. Leernos:
...vive couleur,
Quand l'aube de ses pleurs
au point du jour l'a...
Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa la palabra con una nota
falsa.
Ronsard se debe haber reído en el infierno...
X
LA LUNA
PLATERO acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del
corral, y volvía á la cuadra, lento y distraído entre los altos girasoles. Yo le
aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia
fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de septiembre, dormía el
campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos. Una gran nube
negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro,
puso la luna sobre una colina.
Yo le dije á la luna:
...Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido blando, una
oreja. Me miraba absorto, y sacudía la otra...
XI
EL CANARIO VUELA
UN día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un
canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado
libertad por miedo de que se muriera de hambre ó de frío, ó de que se lo
comieran los gatos.
Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en el pino de la
puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados
en la galería, absortos en los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre,
Platero, holgaba junto á los rosales, jugando con una mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó
largo tiempo, latiendo en el suave sol que declinaba. De pronto, y sin saber
nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre.
¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocando las palmas,
arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole á su
propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de
plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un
vals tosco, y, poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y tibio...
XII
SUSTO
ERA la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobré
el mantel de nieve, y los geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban
de una áspera alegría aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas
comían como mujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al
fondo, dando el pecho á un pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los
miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de estrellas
temblaba, dura y fría.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, á los brazos de la madre.
Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos
corrieron tras de ella, con un raudo alborotar, mirando, espantados, á la
ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada
por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce
comedor encendido.
XIII
LA ESPINA
ENTRANDO en la dehesa, Platero ha comenzado á cojear. Me he echado al
suelo...
—Pero, hombre, ¿qué te pasa? Platero ha dejado la mano derecha un
poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi
con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico,
le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una espina larga y
verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de
esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la espina; y me lo
he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua
corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás,
cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda...
XIV
AMISTAD
NOS entendemos bien. Yo lo dejo ir á su antojo, y él me lleva siempre
adonde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme á su
tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme y clara copa;
sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, á la fuente vieja;
que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora,
de un paraje clásico. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se
abre siempre á uno de tales amables espectáculos.
Yo trato á Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le
peso un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar... Él
comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual á mí,
que he llegado á creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada
protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los
hombres...
XVI
LA NOVIA
EL claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe
entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin
limpiar y mece las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro... Toda la
tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡dan un blando bienestar al
corazón!
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso.
Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, á la colina. A lo lejos, una cinta
brillante, incolora, vibra, entre Los últimos pinos, en un aspecto de paisaje
isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata
en mata.
Un estremecimiento primaveral vaga por las cañadas. De pronto, Platero,
yergue las orejas, dilata las levantadas narices, replegándolas hasta los ojos
y dejando ver las grandes habichuelas de sus dientes amarillos. Está
respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que
debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el
cielo azul, á la amada. Y dobles rebuznos, sonoros y largos, rompen con su
trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre Platero. La
bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con sus ojazos de
azabache cargados de estampas. ¡Inútil pregón misterioso, que ruedas
brutalmente por las margaritas!
Y Platero trota indócil, intentando á cada instante volverse, con un
reproche en su trotecillo menudo:
—Parece mentira, parece mentira, parece mentira...
XVII
CALOSFRÍO
LA luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados
soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las
zarzamoras... Alguien se esconde, tácito, á nuestro pasar... Sobre el vallado,
un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una
nube blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de Marzo... Un olor
penetrante á naranjas..., humedad y silencio... La cañada de las Brujas...
—¡Platero, qué... frío!
Platero, no sé si con su miedo ó con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa
la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal
se enredara, queriendo retenerlo, á su trote...
Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese á
alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave del pueblo que se acerca...
XVIII
ELLA Y NOSOTROS
PLATERO; acaso ella se iba—¿adonde?—en aquel tren negro y soleado que,
por la vía alta, cortándose sobre los nubarrones blancos, huía hacia el norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el trigal amarillo y ondeante, goteado todo
de sangre de amapolas, que ya Julio coronaba de ceniza. Y las nubecillas de
vapor celeste—¿te acuerdas?—entristecían un momento el sol y las flores,
rodando vanamente hacia la nada...
¡Breve cabeza rubia, velada de negro! Era como el retrato de la ilusión
en el marco fugaz de la ventanilla.
Tal vez ella pensara:—¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo
de plata?
¡Quiénes íbamos á ser! Nosotros... ¿verdad, Platero?
XIX
LA COZ
ÍBAMOS al cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos. El patio
empedrado, sombrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul de la tardecita,
vibraba sonoro del relinchar de los caballos pujantes, del reir fresco de las
mujeres, de los afilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un
rincón, se impacientaba.
—Pero, hombre—le dije—, si tú no puedes venir con nosotros; si eres
muy chico...
Se ponía tan loco, que le pedí al tonto que se subiera en él y lo llevara
con nosotros.
Por el campo claro, ¡qué alegre cabalgar! Estaban las marismas risueñas
y ceñidas de oro, con el sol en sus espejos rotos, que doblaban los molinos
cerrados. Entre el redondo trote duro de los caballos, Platero alzaba su
raudo trotecillo agudo, que necesitaba multiplicar insistentemente para no
quedarse solo en el camino. De pronto, sonó como un tiro de pistola.
Platero le había rozado la grupa á un fino potro tordo con su boca, y el potro
le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi á
Platero una mano corrida de sangre. Eché pie á tierra y, con una espina y
una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al tonto que se lo llevara á
casa. Se volvieron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que baja del
pueblo, volviendo la cabeza al brillante huir de nuestro tropel.
Cuando, de vuelta del cortijo, fuí á ver á Platero, me lo encontré mustio
y doloroso.
—¿Ves—le suspiré—que tú no puedes ir á ninguna parte con los
hombres?
XX
ASNOGRAFÍA
LEO en un Diccionario: "Asnografía": s. f.: se dice, irónicamente, por
descripción del asno.
¡Pobre asno! ¡Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres!
Irónicamente.,.. ¿Por qué? ¿Ni una descripción seria mereces, tú, cuya
descripción cierta sería un cuento de primavera? ¡Si al hombre que es bueno
debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre!
Irónicamente... De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo
y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y
reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados...
Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos
brillantes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y
chispeante en un breve y convexo firmamento negro. ¡Ay! ¡Si su peluda
cabezota idílica supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos
hombres que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él!
Y he escrito al margen del libro; "Asnografía: s. f.: se debe decir, con
ironía, ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe
Diccionarios."
XXI
EL VERANO
PLATERO va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las
picaduras, de los tábanos. La chicharra sierra un pino, al que nunca se
llega... Al abrir los ojos, después de un sueño instantáneo, el paisaje de
arena se me torna blanco, frío en su ardor, espectral..
Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de
humo, de gasa, de papel de seda, con sus cuatro lágrimas de carmín; y una
calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo
con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar los rabúos, que
vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas... Cuando llegamos á la
sombra del nogal grande, rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y
rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, á lo
lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya,
como si fuese agua.
XXII
BARBÓN
DARBÓN, el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una
sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Cuando habla, le faltan notas, cual á los pianos viejos; otras veces, en
lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas pifias llevan un
acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de manotadas ponderativas, de
vacilaciones chochas, de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo,
que no hay más que pedir. Un amable concierto para antes de la cena.
No le queda muela ni diente y casi sólo come migajón de pan, que amasa
primero en la mano. Hace una bola y ¡á la boca roja! Allí la tiene,
revolviéndola, una hora. Luego, otra bola, y otra. Masca con las encías, y la
barba le llega á la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta de la herrería, tapa la
casa. Pero se enternece, igual que un niño, con Platero. Y si ve una flor ó un
pajarillo, se ríe de pronto, abriendo toda su boca, con una gran risa
sostenida, que acaba siempre en llanto. Luego, ya sereno, mira del lado del
cementerio viejo:
—Mi niña, mi pobrecita niña...
XXIII
LA ARRULLADORA
LA chiquilla del carbonero, guapa y sucia cual una moneda, bruñidos los
negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está á la
puerta de la choza, sentada en una teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de Mayo, ardiente y clara como un sol por dentro. En la
paz brillante, se oye el hervor de la olla que cuece en el campo, la brama de
la dehesa, la alegría del viento del mar en la maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Mi niño se va á dormir
en gracia de la Pastora...
Pausa. El viento...
...y por dormirse mi niño,
se duerme la arrulladora...
El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos quemados, se llega,
poco á poco... Luego se echa en la tierra fosca y, á la larga copla de madre,
se adormila, igual que un niño.
XXIV
CORPUS
ENTRANDO por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las Campanas, que
ya habíamos oído tres veces desde los arroyos, conmueven, con su
pregonera coronación de bronce, el blanco pueblecillo. Su repique voltea y
voltea entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes y la chillona
metalería de la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de
chopos y juncias. Lucen las ventanas colgaduras de damasco granate, de
seda amarilla, de celeste raso, y, en las casas en que hay luto, de lana
cándida, con cintas negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche,
aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del poniente,
recoge ya la luz de los cirios rojos. Lentamente, pasa la procesión. La
bandera carmín, y San Roque, patrón de los panaderos, cargado de tiernas
roscas; la bandera glauca, y San Telmo, patrón de los marineros, con su
navío de plata en las manos; la bandera gualda, y San Isidro, patrón de los
labradores, con su yuntita de bueyes, y más banderas de colores, y más
Santos, y luego, Santa Ana, dando lección á la Virgen, y San José, pardo, y
la Inmaculada, azul... Al fin, entre la guardia civil, la Custodia, ornada de
espigas granadas y de esmeraldinas uvas agraces su calada platería,
despaciosa en su nube celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza, claro, el latín andaluz de los salmos. El sol,
ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, en la cargazón
de oro de las viejas capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata,
sobre el ópalo terso de la hora serena de Junio, las palomas tejen sus altas
guirnaldas de nieve encendida...
Platero, entonces, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la
campana, con el cohete, con el latín y con la música, al claro misterio del
día, y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza...
XXVI
LA CUADRA
CUANDO, al mediodía, voy á ver á Platero, un transparente rayo del sol de
las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo. Bajo
su barriga, por el obscuro suelo, vagamente verde, el techo viejo llueve
claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene á mí bailando y
me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su lengua
rosa. Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando
la fina cabeza de un lado y de otro, con una femenina distinción. Entretanto,
Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado
rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo:
Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento,
rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome á una
piedra, miro el campo.
El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul
limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una campana.
XXVII
EL PERRO SARNOSO
VENÍA, á Veces, flaco y anhelante, á la casa del huerto. El pobre andaba
siempre huido, acostumbrado á los gritos y á las pedreas. Los mismos
perros le enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en él sol del mediodía,
lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en
un arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. No
tuve tiempo de evitarlo. El pobre perro, con el tiro en las entrañas, giró
vertiginosamente un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto
bajo una acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa,
andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizás, daba
largas razones no sabía á quién, indignándose sin poder, queriendo acallar
su remordimiento. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el
velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado. Abatidos por el
viento del mar, los eucaliptos lloraban más reciamente en el hondo silencio
aplastante que la siesta tendía por el campo de oro, sobre el perro muerto.
XXVIII
TORMENTA
MIEDO. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el
amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... El amor se para. Tiembla
la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio...
El trueno, sordo, retumbante, interminable, como una enorme carga de
piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana
desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil—flores, pájaros—,
desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira; por la ventana entreabierta á Dios, que se
alumbra trágicamente. Allá en oriente, entre desgarrones de nubes, se ven
malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura.
¡Angelus! Un Angelus duro y abandonado, solloza entre el tronido. ¿El
último Angelus del mundo? Y se quiere que la campana acabe pronto, ó que
suene más, mucho más, que ahogue la tormenta. Y se va de un lado á otro,
y se implora, y no se sabe lo que se quiere...
(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos. Los niños
lloran...
—¿Qué será de Platero, tan solo allá en la indefensa cuadra del corral?
XXIX
SIESTA
QUÉ triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de la tarde, cuando me
despierto bajo la higuera!
Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia el sudoroso
despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me
enlutan ó me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna
que fuese del sol á la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de las tres sueñan las vísperas,
tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero, que me ha robado una
gran sandía de dulce escarcha grana, de pie, inmóvil, me mira con sus
enormes ojos vacilantes.
Frente á sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra vez... Torna la
brisa, cual una mariposa que quisiera volar y á la que, de pronto, se le
doblaran las alas... las alas... mis párpados flojos, que, de pronto, se
cerraran...
XXXI
LA TÍSICA
ESTABA derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo
ajado, enmedio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico
salir al campo, á que le diera el sol de Marzo; pero la pobre no podía.
—Cuando llego al p u e n t e—me dijo—, ¡ya ve usted, señorito, ahí al
lado que está!, me ahogo...
La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se cae, á veces,
la brisa en el estío.
Yo le ofrecí á Platero para que diese un paseíto. Subida en él, ¡qué risa la
de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos!
...Las mujeres se asomaban á las puertas á vernos pasar. Iba Platero
despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal. La
niña, con su hábito cándido, transfigurada por la fiebre y la alegría, parecía
un ángel que entraba en el pueblo, camino del cielo del sur.
XXXII
PASEO
POR los hondos caminos del estío, colgados de tiernas madreselvas, ¡cuan
dulcemente vamos! Yo leo, ó canto, ó digo versos al cielo. Platero
mordisquea la hierba escasa de los vallados en sombra, la flor empolvada de
las malvas, las vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando.
Yo lo dejo...
El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en arrobamiento, se
levanta, sobre los almendros cargados, á sus últimas glorias. Todo el campo,
silencioso y ardiente, brilla. En el río, una velita blanca se eterniza, sin
viento. Hacia los montes, la compacta humareda de un incendio alza sus
redondas nubes negras.
Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave é indefenso,
enmedio de la vida múltiple. ¡Ni la apoteosis del cielo, ni el ultramar á que
va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas!
Cuando, entre un olor á naranjas, se oye el hierro alegre y fresco de la
noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡Qué sencillo placer diario! Ya
en la alberca, yo lleno mi vaso y bebo aquella nieve líquida. Platero sume
en el agua umbría su boca, y bebe, aquí y allá, en lo más limpio,
avaramente...
XXXIII
CARNAVAL
QUÉ guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y los niños, que se han
vestido de máscara, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado en rojo,
azul, blanco y amarillo, de cargados arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van rodando
paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y las máscaras,
ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las manos azules.
Cuando hemos llegado á la plaza, unas mujeres vestidas de locas, con
largas camisas blancas y guirnaldas de hojas verdes en los negros y sueltos
cabellos, han cogido á Platero en medio de su corro bullanguero, y han
girado alegremente en torno de él.
Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza, y, como un alacrán
cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como es tan
pequeño, las locas no le temen y siguen girando, cantando y riendo á su
alrededor. Los chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne.
Toda la plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de
risas, de coplas, de panderetas y de almireces...
Por fin, Platero, decidido, igual que un hombre, rompe el corro y se
viene á mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no quiere
nada con el Carnaval... No servimos para estas cosas...
XXXIV
EL POZO
EL pozo! Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan
sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra obscura,
hasta llegar al agua.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la
mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor
penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico
de sombra fría, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una
piedra á su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de
volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida á lo lejos. Por
el pozo se escapa el alma á lo hondo. Se ve por él como el otro lado del
crepúsculo. Y parece que va á salir de su boca un gigante, dueño de todos
los secretos. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante,
magnético salón encantado!)
—Oye, Platero, si algún día me echo á este pozo, no será por matarme,
créelo, sino por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y
silenciosa, una golondrina.
XXXV
NOCTURNO
DEL pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo, vienen agrios
valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve, lívida, muda y dura, en
un errante limbo violeta, azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas obscuras
del arrabal, la luna caída, amarilla y soñolienta, se pone, sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus árboles. Hay
un canto roto de grillo, una conversación sonámbula de aguas ocultas, una
blandura húmeda, como si se deshiciesen las estrellas... Platero, desde la
tibieza de su cuadra, rebuzna tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada, dulce luego.
Al fin, se calla... A lo lejos, hacia Montemayor, rebuzna otro asno... Otro,
luego, por el Vallejuelo... Ladra un perro...
Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su color, como
en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente, bajo una roja y
vacilante farola, tuerce la esquina un hombre solitario... ¿Yo? No, yo, en la
fragante penumbra, celeste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la
brisa y la sombra, escucho mi hondo corazón sin par...
La esfera gira, blandamente...
XXXVI
EL NIÑO TONTO
SIEMPRE que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto á la
puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era
uno de esos pobres niños á quienes no llega nunca el don de la palabra ni el
regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada
para los demás.
Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento negro, no
estaba el niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el solitario umbral, y yo
me acordé de Curros, padre más que poeta, que, cuando se quedó sin su
niño, le preguntó por él á la mariposa gallega:
Volvoreta d' aliñas douradas...
Ahora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que desde la calle
de San José se fué al cielo. Estará sentado en su sillita, al lado de las rosas,
viendo con sus ojos, abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos.
XXXVII
DOMINGO
LA pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya, ya distante,
resuena en el cielo de la mañana de fiesta como si todo el azul fuera de
cristal. Y el campo, un poco enfermo ya, parece que se dora de las notas
caídas del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la procesión. Nos
hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar!
Dejo á Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino, lleno de pájaros
que no se van, á leer. Omar Khayyam...
En el silencio que queda entre los repiques, el hervidero interno de la
mañana de Septiembre cobra presencia y sonido. Las avispas orinegras
vuelan en torno de la parra cargada de sanos racimos moscateles, y las
mariposas, que andan confundidas con las flores, parece que se ríen al
revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de luz.
De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira—Yo, de vez en
cuando, dejo de leer, y miro á Platero...
XXXVIII
LA CARRETILLA
EN el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos
encontramos, atascada, una vieja carretilla, toda perdida bajo su carga de
hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda,
queriendo ayudar con el empuje de su pecho en flor al borriquillo, más
pequeño ¡ay! y más flaco que Platero. Y el borriquillo se destrozaba contra
el viento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito
sollozante de la chiquilla. Era vano su esfuerzo, como el de los niños
valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en
un desmayo, entre las flores.
Acaricié á Platero y, como pude, lo enganché á la carretilla, delante del
borrico miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero,
de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió la cuesta.
¡Qué sonreir el de la chiquilla! Fué como si el sol de la tarde, que se
rompía, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le
encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.
Con su llorosa alegría me ofreció dos escogidas naranjas. Las tomé,
agradecido, y le di una al borriquillo débil; como dulce consuelo; otra á
Platero, como premio áureo.
XXXIX
RETORNO
VENÍAMOS los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo, de
lirios amarillos.
Caía la tarde de Abril. Todo lo que en el poniente había sido cristal de
oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de
cristal. Después el vasto cielo fué cual un zafiro transparente, trocado en
esmeralda. Yo volvía triste.
Cerca ya, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba,
en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental. Era, de cerca,
como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la
primavera, encontraba en ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿adonde?, ¿de qué?, ¿para qué?... Pero los lirios que venían
conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olían con
un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor
sin verse la flor, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra
solitaria.
—¡Alma mía, lirio en la sombra!—dije. Y pensé, de pronto, en Platero,
que, aunque iba debajo de mí, se me había olvidado.
XL
EL PASTOR
EN la colina, que la hora morada va tornando obscura y medrosa, el
pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el
temblor de Venus. Enredadas en las flores que huelen más y ya no se ven,
cuyo aroma las exalta hasta darles forma en la sombra en que están
perdidas; tintinean, paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso
un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido.
—Zeñorito, zi eze burro juera mío...
El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa, recogiendo en
los ojos rápidos cualquier brillantez del instante, parece uno de aquellos
rapaces que pintó Bartolomé Esteban Murillo.
Yo le daría el burro... Pero, ¿qué iba yo á hacer sin ti, Platerillo?
La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor, se ha ido
derramando suavemente por el prado, donde aún yerran vagas claridades
del día; y el suelo florido parece ahora de ensueño, no sé qué encaje
primitivo y bello; y las rocas son más grandes y más inminentes y más
tristes; y llora más el agua del regato escondido...
Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos:
—¡Je! Zi eze burro juera mío...
XLI
CONVALECENCIA
DESDE la débil iluminación amarilla de mi cuarto de convaleciente, blando
de alfombras y tapices, oigo pasar por la calle nocturna, como en un sueño
con relente de estrellas, ligeros burros que retornan del campo, niños que
juegan y gritan.
Se adivinan cabezotas obscuras de asnos, y cabecitas finas de niños, que,
entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata, coplas de Navidad. El pueblo
se siente envuelto en una humareda de castañas tostadas, en un vaho de
establos, en un humo de hogares en paz...
Y mi alma se derrama, purificadera, como si un raudal de aguas celestes
le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡Anochecer de redenciones!
¡Hora íntima, fría y tibia á un tiempo, llena de claridades infinitas!
Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las estrellas.
Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que parece que está muy lejos...
Yo lloro, débil, conmovido y solo, igual que Fausto...
XLII
LA NIÑA CHICA
LA niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre
las lilas, con su vestídillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo,
mimosa:—Platero, Platerillo!—, el asnucho quería partir la cuerda, y
saltaba, igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba
pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa,
almenada de grandes dientes amarillos; ó, cogiéndole las orejas, que él
ponía á su alcance, lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su
nombre: ¡Platero! ¡Platerón! ¡Platerillo! ¡Platerete!
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia
la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba,
triste: ¡Platerillo...! Desde la casa obscura y llena de suspiros, se oía, á
veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh, estío melancólico!
¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro,
declinaba. Desde el cementerio ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el
ocaso abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio,
entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fuí á
la cuadra y me senté á llorar con Platero.
XLIII
EL OTOÑO
YA el sol, Platero, empieza á sentir pereza de salir de sus sábanas, y los
labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace
fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento
tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca arma de guerra, á la labor alegre de la paz,
Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de
verdecer, alumbran, á un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de
oro claro, nuestro rápido caminar.
XLIV
SARITO
PARA la vendimia, estando yo una tarde roja en la viña del arroyo, las
mujeres me dijeron que un negrito preguntaba por mí.
Iba yo hacia la era, cuando él venía ya vereda abajo:
—¡Sarito!
Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña. Se había
escapado de Sevilla para torear por los pueblos, y venía de Niebla, andando,
el capote, dos veces grana, al hombro, con hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo miraban de reojo, en un mal disimulado desprecio;
las mujeres, más por los hombres que por ellas, lo evitaban. Antes, al pasar
por el lagar, se había peleado ya con un muchacho que le había partido una
oreja de un mordisco.
Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose á acariciarme á
mí mismo, acariciaba á Platero, que andaba por allí comiendo uva, y me
miraba, en tanto, noblemente...
XLV
TARDE DE OCTUBRE
HAN pasado las vacaciones, y, con las primeras hojas gualdas, los niños han
vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa parece vacío. En la ilusión
suenan gritos lejanos y remotas risas...
Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del
ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una llama de
fragancia hacia el incendio del Poniente, huele todo á rosas quemadas.
Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco á poco se viene á mí,
duda un poco, y, al fin, confiado, se entra conmigo por la casa...
XLVI
EL LORO
ESTÁBAMOS jugando con Platero y con el loro, en el huerto de mi amigo, el
médico francés, cuando una mujer joven, desordenada y ansiosa, llegó,
cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de llegar, avanzando el negro mirar
angustiado hasta mí, me había suplicado:
—Señorito: ¿está ahí ese médico?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, á cada instante,
jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres que traían á otro,
lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan venados en el
coto de Doñana. La escopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con
tomiza, se le había reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo.
Mi amigo se llegó, cariñoso, al herido, le levantó unos míseros trapos
que le habían puesto, le lavó la sangre y le fué tocando huesos y músculos.
De vez en cuando me miraba y me decía:
—Ce n'est rien...
La tarde caía. Llegaba de Huelva un olor á marisma, á brea, á pescado...
Los naranjos redondeaban, sobre el poniente rosa, sus terciopelos de
esmeralda. En una lila, lila y verde, el loro, verde y rojo, iba y venía,
curioseándonos con sus ojitos redondos.
Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas; á veces,
dejaba oir un ahogado grito. Y el loro:
—Ce n'est rien...
Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...
El pobre hombre:
-¡Ay!
Y el loro, entre las lilas:
—Ce n'est rien... Ce n'est rien.
XLVII
ANOCHECER
EN el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del pueblo, ¡qué
poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso recuerdo de lo apenas
conocido! Es un encanto contagioso que retiene todo el pueblo como
enclavado en la cruz de un triste y largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas estrellas,
amontona en las eras sus vagas colinas amarillentas. Los trabajadores
canturrean por lo bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en los
zaguanes, las viudas piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás
de los corrales. Los niños corren, de una sombra á otra, como de un árbol á
otro los pájaros...
Acaso, entre la luz umbrosa que perdura en las fachadas de cal de las
casas humildes, pasan vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes—un
mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas, un ladrón acaso—,
que contrastan, en su obscura apariencia medrosa, con la mansedumbre que
el crepúsculo malva, lento y místico, pone en las cosas conocidas... Los
niños se alejan, y en el misterio de las puertas sin luz, se hablan de unos
hombres que "sacan el unto para curar á la hija del rey, que está hética..."
XLVIII
EL ROCÍO
PLATERO—le dije á mi burrillo—; vamos á esperar las Carretas. Traen el
rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las Animas, la
frescura de las Madres y de los dos Frenos, el olor de la Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, á que piropeara á las muchachas, por la calle
de la Fuente, en cuyos aleros de cal se moría, en una alta cinta rosa, el
vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos,
desde donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de todos los
Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la
gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, muías y caballos ataviados á la moruna, las
alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel
iba, volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía
luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado; detrás, las
carretas, como lechos, colgadas de blanco, con las muchachas, morenas y
floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas.
Más caballos, más burros... Y el mayordomo—¡Viva la Virgen del Rocío!
Vivaaaaa...!—cano, seco y rojo, con el sombrero ancho á la espalda y la
vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos
grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de colorines y
espejos, el Sin Pecado, malva y de plata en su carro blanco, todo en flor,
como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo, los cohetes, el duro
herir de los cascos herrados en las piedras...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló,
blando, humilde y consentido.
XLIX
LOS GORRIONES
LA mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en
algodón. Todos se han ido á misa. Nos hemos quedado en el jardín los
gorriones, Platero y yo.
¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, á veces, llueven unas
gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se
cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el
otro bebe en un charquito del brocal del pozo, que tiene en sí un pedazo de
cielo; aquél ha saltado al tejadillo lleno de flores casi secas, que el día pardo
aviva.
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de
lo verdadero, nada, á no ser una dicha vaga, les dicen á ellos las campanas.
Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que
extasían ó que amedrentan á los pobres hombres esclavos, sin más moral
que la suya, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja;
presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas
para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en
todas partes, á cada momento; aman el amor sin nombre, la amada
universal.
Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van á misa, los domingos,
ellos, en un alegre ejemplo, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y
jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya
conocen bien, y algún burrillo tierno, los contemplan fraternales.
L
IDILIO DE NOVIEMBRE
CUANDO, anochecido, vuelve Platero del campo, con su blanda carga de
ramas de pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura
rendida. Su paso es menudo, fino, juguetón... Parece que no anda. En punta
las orejas, se diría un caracol debajo de su casa.
Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron en ellas el sol, los
chamarices, el viento, la luna, los cuervos—¡qué horror! ¡ahí han estado,
Platero!—, se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas del
crepúsculo.
Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya á
Diciembre, la tierna humildad del burro, cargado empieza á parecer divina...
LI
EL CANARIO SE MUERE
MIRA, Platero; el canario de los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula
de plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo... El invierno, tú te
acuerdas bien, lo pasó silencioso, con la cabeza, escondida en el plumón. Y
al entrar esta primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y
abrían las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida nueva,
y cantó; pero su voz era quebradiza y asmática, como la voz de una flauta
cascada.
El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la
jaula, se ha apresurado, lloroso, á decir:
—¡Pues no le ha faltado nada; ni comida, ni agua!
No. No le ha faltado nada, Platero. Se ha muerto porque sí—diría
Campoamor, otro canario viejo...
Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre
el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos,
rosas, celestes, amarillos?
Oye; á la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro muerto al jardín.
La luna está ahora llena, y á su pálida plata, el pobre cantor, en la mano
cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un lirio amarillento. Y lo
enterraremos debajo del rosal grande.
Esta misma primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón
de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el sol de
Abril un errar encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos
claros de oro puro.
LII
LOS FUEGOS
PARA Septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el cabezo que
hay detrás de la casa del huerto, á sentir el pueblo en fiesta desde aquella
paz fragante que emanaban los nardos de la alberca.
Ya tarde, ardían los fuegos. Primero eran sordos estampidos enanos;
luego, cohetes sin cola, que se abrían arriba, en un suspiro, cual un ojo
estrellado que viese, un instante, rojo, morado, azul, el campo; y otros cuyo
esplendor caía como una doncellez desnuda que se doblara de espaldas,
como un sauce de sangre que gotease flores de luz. ¡Oh, qué pavos reales
encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de fuego por
jardines de estrellas!
Platero, cada vez que sonaba un estampido, se estremecía, azul, morado,
rojo, en el súbito iluminarse del espacio, y en la claridad vacilante yo veía
sus grandes ojos negros que me miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo, subía al cielo
la áurea corona giradora del castillo, Platero huía entre las cepas, como
alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido, hacia los tranquilos
pinos en sombra.
LIII
EL RACIMO OLVIDADO
DESPUÉS de las largas lluvias de Octubre, en el oro celeste del día abierto,
nos fuimos todos á las viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de
los niños en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna,
blanca y rosa, como una flor de albérchigo, á Blanca..
¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos rebosantes,
estaban blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales,
festoneados todavía de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.
De pronto, los niños, uno tras otro, corrieron, gritando:
—¡Un racimo! ¡Un racimo!
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún
algunas renegridas y rojizas hojas secas, encendía el picante sol un claro y
sano racimo de ámbar. ¡Todos lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía
á su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con esa dulce obediencia
voluntaria que presta al hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de
buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una á Victoria, una á Blanca,
una á Lola, una á Pepe, y la última, entre las risas y las palmas de todos, á
Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
LIV
NOCHE PURA
LAS almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo
azul, gélido y estrellado. El Norte silencioso acaricia, vivo, con su pura
agudeza.
Todos creen que tienen frío y se esconden en las casas, y las cierran.
Nosotros, Platero, vamos á ir despacio, tú con tu lana y con mi manta, yo
con mi alma, por el limpio pueblo solitario.
¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra
tosca con remate de plata! ¡Mira cuánta estrella! De tantas como son,
marean. Se diría que el cielo le está rezando á la tierra un encendido rosario
de amor ideal.
¡Platero, Platero! Diera yo toda mi vida y anhelara que tú quisieras dar la
tuya, por la pureza de esta alta noche de Enero, sola, clara y dura!
LV
EL ALBA
EN las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven las
primeras rosas del alba y las saludan, galantes, Platero, harto de dormir,
rebuzna largamente. ¡Cuan dulce su lejano despertar, en la luz celeste que
entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el
sol desde mi lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vez de caer en mis
manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros que van,
todavía de noche, por la dura escarcha de los caminos solitarios, á robar los
pinos de los montes, ó en las de uno de esos gitanos astrosos que pintan los
burros y les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejas para qué no se
les caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me importa?
En la ternura del amanecer, su recuerdo me es grato como el alba. Y, gracias
á Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi
pensamiento.
LVI
NAVIDAD
LA candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil
clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de todo azul. De
pronto, es un estridente crujido de ramas verdes que empiezan á arder;
luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia
el humo y puebla el aire de lenguas momentáneas.
¡Oh, la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules,
se pierden no sé donde, subiendo á un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de
ascua en el frió! ¡Campo, tibio ahora, de Diciembre! ¡Invierno con cariño!
¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, á través del aire caliente,
tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero,
que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y
tristes, á calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y
castañas, que saltan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego, que ya la noche va
enrojeciendo, y cantan:
...Camina,: María,
camina, José...
Yo les traigo á Platero, para que juegue con ellos.
LVII
EL INVIERNO
DIOS está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve.
Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas á sus ramas
exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio
de cristal, un Dios. Mira, esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua; y al
sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda
mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren felices,
los niños, bajo ella, recios y colorados, con las piernas al aire. Ve cómo los
gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la hiedra, en la
escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo
corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las hojas verdes, cómo
torna á navegar por la cuneta el barquillo de los niños, parado ayer entre la
hierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuan bello el arco iris
que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, á nuestro lado.
LVIII
IDILIO DE ABRIL
LOS niños han ido con Platero al arroyo de los chopos, y ahora lo traen
trotando, entre juegos y risas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo
les ha llovido—aquella nube fugaz que veló el campo verde con sus hilos
de oro y plata—. Y sobre la empapada lana del asnucho las mojadas
campanillas gotean todavía.
¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de Platero se hace
tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando, vuelve la cabeza y
arranca las flores á que su boca alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas,
le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van á
la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores,... y
que no le hicieran daño!
¡Tarde equívoca de Abril!... Los ojos brillantes y vivos de Platero copian
todo el paisaje de sol y de lluvia. En ocaso, sobre el campo de San Juan, se
ve llover, deshilachada, otra nube rosa...
LIX
LIBERTAD
LLAMÓ mi atención, perdida por las flores de la vereda, un encendido
pajarillo que, sobre el húmedo prado verde, abría sin cesar su preso vuelo
policromo. Nos acercamos despacio, yo delante, Platero detrás. Había por
allí un bebedero sombrío, y unos muchachos traidores le tenían puesta una
red á los pájaros. El triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando,
sin querer, a sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del pinar vecino un
leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el
manso y áureo viento playero que ondulaba las copas. ¡Pobre concierto
inocente, tan cerca del mal corazón!
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos, en un agudo
trote, al pinar. En llegando bajo la umbría cúpula frondosa, batí palmas,
canté, grité. Platero, contagiado, rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los
ecos respondían, secos y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los
pájaros se fueron á otro pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos violentos, rozaba
su cabezota peluda, contra mi corazón, dándome las gracias hasta
lastimarme el pecho.
LX
LA MUERTE
ENCONTRÉ á Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes.
Fuí á él, lo acaricié, hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada...
No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con
ternura, y mandé venir á su médico. El viejo Barbón, así que lo hubo visto,
sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la
cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó.-. Que el infeliz seiba... Nada... Que un dolor... Que
no sé qué raíz mala... La tierra, entre la hierba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había
hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al
cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apelillada de las muñecas
viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo
de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores...
LXI
NOSTALGIA
PLATERO, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría, el agua de la noria el
huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas abejas, en torno del
romero verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente Vieja los
borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la inmensa pureza
que une tierra y cielo en un solo cristal de esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves á los niños corriendo, arrebatados, entre las jaras, que
tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de vagas
mariposas blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo oigo en el poniente
despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno
lastimero...
LXII
EL BORRIQUETE
PUSE en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal del pobre
Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde están las cunas
olvidadas de los niños. El granero es ancho, silencioso, soleado. Desde él se
ve todo el campo moguereño: el Molino de viento, rojo, á la izquierda;
enfrente, embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras de la
iglesia, el recóndito huerto de la Pina; en el Poniente, el mar, alto y brillante
en las mareas del estío.
Por las vacaciones, los niños se van á jugar al granero. Hacen coches,
con interminables tiros de sillas caídas; hacen teatros, con periódicos
pintados de almagra, iglesias, colegios...
A veces, se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo inquieto y
raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!
LXIII
MELANCOLÍA
ESTA tarde he ido con los niños á visitar la sepultura de Platero, que está en
el huerto de la Pina, al pie del pino paternal. En torno, Abril había adornado
la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de
cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la
tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus
ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas.
—¡Platero amigo!—le dije yo á la tierra—; si, como pienso, estás ahora
en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo á los ángeles
adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún
de mi?
Y, cual contestando mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no
había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio á lirio...
MOGUER, 1907.
A
PLATERO
EN EL CIELO DE MOGUER.
Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas veces—
¡sólo mi alma!—por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de
madreselvas; á ti este libro que habla de ti, ahora que puedes entenderlo.
Va á tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de aquellos
paisajes moguereños, qué también habrá subido al cielo con la tuya; lleva
montada en su lomo de papel á la mía, que, caminando entre zarzas en flor
á su ascensión, se hace más buena, más pacífica, más pura cada día.
Sí. Yo sé que, á la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y los
azahares, llego, lento y pensativo, por el naranjal solitario, al pino que
arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, me verás
detenerme ante los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto
corazón.
FIN
ÍNDICE
Advertencia a los hombres que lean este libro para niños
Dedicatoria
LA ELEGÍA
I. —Platero
II. —Paisaje grana
III. —Alegría
IV. —Mariposas blancas
V. —La Primavera
VI. —¡Angelus!
VII. —El loco
VIII. —La flor del camino
IX. —Ronsard
X. —La luna
XI. —El canario vuela
XII. —Susto
XIII. —La púa
XIV. —Juegos del anochecer
XV. —Amistad
XVI. —La novia
XVII. —Escalofrío
XVIII. —Ella y nosotros
XIX. —La coz
XX. —Asnografía
XXI. —El Verano
XXII. —Darbón
XXIII. —La arrulladora
XXIV. —El canto del grillo
XXV. —Corpus
XXVI. —La cuadra
XXVII. —El perro sarnoso
XXVIII. —Tormenta
XXIX. —Pasan los patos
XXX. —Ultima siesta
XXXI. —La tísica
XXXII. —Paseo
XXXIII. —Carnaval
XXXIV. —El pozo
XXXV. —Nocturno
XXXVI. —El niño tonto
XXXVII. —Domingo
XXXVIII. —La carretilla
XXXIX. —Retorno
XL. —El pastor
XLI. —Convalecencia
XLII. —La niña chica
XLIII. —El Otoño
XLIV. —Sarito
XLV. —Tarde de octubre
XLVI. —El loro
XLVII. —Anochecer
XLVIII. —El Rocío
XLIX. —Gorriones
L. —Idilio de noviembre
LI. —El canario se muere
LII. —Los fuegos
LIII. —El racimo olvidado
LIV. —Noche pura
LV. —El alba
LVI. —Navidad
LVII. —El Invierno
LVIII. —Idilio de abril
LIX. —Libertad
LX. —La muerte
LXI. —Nostalgia
LXII. —El borriquete
LXIII. —Melancolía
A Platero, en el cielo de Moguer
Índice
*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK PLATERO Y YO
***
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