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Revista de Cultura Científica

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Revista de cultura científica

FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


Busca ampliar la cultura científica de la población, difundir información y
hacer de la ciencia
un instrumento para el análisis de la realidad, con diversos puntos de vista
desde la ciencia.

La Vía Láctea, nuestra galaxia

Christine Allen Armiño


Entre los objetos que podemos admirar en el cielo en una noche oscura, lejos
de la luz de las grandes ciudades, pocos presentan una apariencia tan notable
y misteriosa como la Vía Láctea. Desde nuestras latitudes la observamos
como una tenue banda de luz plateada y difusa que surca la bóveda celeste,
aproximadamente en dirección norte-sur. Aunque es visible a lo largo de todo
el año, la anchura y el brillo de la Vía Láctea son irregulares. Su máximo brillo
podemos apreciarlo en verano, cuando atraviesa las constelaciones de Scutum
y Sagittarius. Sobre la blanquecina banda de luz se aprecian regiones muy
oscuras, así como también pequeñas nubecillas de alto brillo. Estas
irregularidades en la anchura y el brillo de la Vía Láctea se perciben
claramente a simple vista, y nos dan importantes claves para entender la
naturaleza y la estructura del sistema estelar del que formamos parte, es
decir, nuestra galaxia.
La llamativa apariencia de la Vía Láctea en el cielo ha dado origen desde el
remoto pasado a variados y poéticos mitos y leyendas. El término Vía Láctea
(que significa camino lechoso) es de origen romano, pero los primeros en
denominarla “Galaxia” fueron los astrónomos griegos Anaxágoras y
Eratóstenes, quienes se referían a ella como “Gala” (palabra que en griego sig-
nifica leche).
En la mitología griega, la Galaxia se formó cuando Heracles, mientras era
amamantado por su madre, la diosa Hera, arrojó hacia el cielo un chorro de
leche. Otras culturas dieron origen a diversas leyendas sobre la Vía Láctea que
compiten entre sí en imaginación y poesía; para los incas era polvo dorado de
estrellas; para los europeos, el sagrado camino que guiaba a los peregrinos
por los Pirineos para ir a Santiago de Compostela; para los egipcios, trigo
esparcido en el cielo por la diosa Isis; y para los esquimales, un sendero de
nieve que surcaba la oscura bóveda celeste.
Pero, ¿qué es en realidad la Vía Láctea? Esta pregunta, en apariencia tan
sencilla, no encontró respuesta sino hasta las primeras décadas del siglo
veinte, cuando se empezó a tener una idea clara de la forma y de las dimensio-
nes del sistema estelar del cual formamos parte, de nuestra galaxia. Antes de
esas fechas no sabíamos siquiera si en el Universo existían otros sistemas
estelares parecidos a ella, o si lo que ahora conocemos como la Galaxia
constituía la totalidad del Universo.
Hoy sabemos que nuestra Galaxia no es sino una entre una multitud de otras
galaxias, y que como ella existen muchas otras. Un ejemplo cercano lo cons-
tituye la galaxia espiral llamada NGC 4414. La visión moderna sobre el
tamaño de la Vía Láctea ha ido surgiendo poco a poco en medio de grandes
controversias científicas.
Galileo Galilei fue el autor de una de las primeras explicaciones científicas
sobre la naturaleza de la Vía Láctea. Hacia 1610, después de realizar las
primeras observaciones astronómicas con el por entonces recién inventado
telescopio, Galileo publicó su obra Sidereus Nuncius, el mensajero de las
estrellas, en la cual reporta que la difusa y blanquecina luz de la Vía Láctea se
debe a la suma del brillo de un gran número de estrellas, principalmente de
estrellas muy débiles. Hoy sabemos que nuestra Vía Láctea es una galaxia que
contiene más de cien mil millones de estrellas.
Muchos otros astrónomos y filósofos propusieron esquemas para describir
nuestro sistema estelar. Entre ellos destaca el filósofo alemán Immanuel Kant
(1724-1804), con su idea de que nuestra galaxia es un “universo-isla”, y que
como ella existen muchos otros. Las ideas de Kant tuvieron una profunda
influencia en el pensamiento posterior. Cabe mencionar también el esquema
elaborado por William Herschel, que data de fines del siglo XVIII y que
representó el primer modelo científico, observacional y cuantitativo para
nuestra galaxia, aunque resultó fallido principalmente porque aún no se había
podido medir las distancias a las estrellas.
Fue hasta principios del siglo veinte, cuando la calidad y la cantidad de datos
disponibles se había incrementado notablemente y podía obtenerse las
distancias a las estrellas, cuando el astrónomo holandés Jacobus C. Kapteyn
pudo refinar las técnicas de Herschel y elaborar en 1922 un modelo para
nuestra galaxia, el llamado “Universo de Kapteyn”. Lo más notable de este
modelo es su reducido tamaño, ya que su diámetro es de 55 000 años luz, así
como la posición central que en él ocupa el Sol —características que no eran
hipótesis, sino desafortunadas consecuencias de no tomar en cuenta la
absorción interestelar, que aún no se descubría. Al igual que el modelo de
Herschel, pretendía ser una descripción del Universo entero, el cual, según el
pensamiento de entonces, coincidía con la Vía Láctea.

Pero el Universo de Kapteyn presentaba un problema que habría de resultar


de fundamental importancia, ya que su solución llevaría a un drástico cambio
en las ideas astronómicas sobre la estructura y dimensiones de nuestra
galaxia, sobre la existencia de otras galaxias o “universos-islas” y la situación
de la nuestra en un Universo ahora enormemente mayor. El problema estaba
relacionado con la distribución en el espacio de los llamados cúmulos
globulares, que son enjambres esféricos compuestos por centenares de miles
de estrellas, ligadas entre sí por la fuerza de gravedad. Actualmente
conocemos más de 150 cúmulos globulares en nuestra galaxia, y sabemos que
las galaxias externas también cuentan con sus propios sistemas de cúmulos
globulares.

El astrónomo norteamericano Harlow Shapley había iniciado desde 1915 el


estudio sistemático de los cúmulos globulares e inventado un método para
medir las distancias a ellos. Así pudo elaborar un mapa a escala de su distri-
bución en el espacio y se percató de que tenía forma esférica. Con gran sor-
presa notó que el centro de la distribución no coincidía con el de las estrellas.
También sorprendente resultó el tamaño del sistema de cúmulos, mucho
mayor que el de todo el Universo de Kapteyn.

La figura 1 ilustra la contradicción entre los resultados de Shapley y Kap-


teyn. Puede verse claramente que los cúmulos globulares se ubican en un vo-
lumen mucho mayor que el que ocupan las estrellas; además, los centros no
coinciden. Para resolver la contradicción, Shapley propuso que nuestro
sistema estelar es en realidad mucho más grande que el propuesto por Kap-
teyn. El “universo” que Shapley proponía tiene la forma de un delgado disco
cuyo centro coincide con el centro del sistema de cúmulos globulares; su
diámetro es de aproximadamente 100 mil años luz, y el Sol está situado muy
lejos del centro, a unos 50 mil años luz. El sistema de cúmulos globulares
tiene forma esférica y engloba simétricamente el disco de estrellas.
De esta manera, hacia 1922 los astrónomos se enfrentaban a dos concepcio-
nes radicalmente distintas sobre la forma y el tamaño de nuestra galaxia,
ambas basadas en datos por entonces confiables. Fue necesario que pasaran
otros diez años antes de que nuevas observaciones apoyaran decisivamente el
modelo propuesto por Shapley. Un avance fundamental fue el descubrimien-
to, en 1930, de la llamada absorción interestelar. El astrónomo estadou-
nidense R. J. Trumpler encontró pruebas contundentes de que el espacio
entre las estrellas no era totalmente transparente, sino que estaba permeado
por una tenue neblina de gas y polvo. Tomando en cuenta los efectos de la
absorción en la determinación de las distancias a las estrellas pudo resolverse
la contradicción en favor del esquema de Shapley.

Forma y dimensiones de nuestra galaxia

Hasta hace unas cuantas décadas se pensaba que nuestra galaxia es un disco
plano en rotación, de unos 100 000 años luz de diámetro, en el cual se con-
centra la mayoría de las estrellas y todo el gas y polvo. Un halo esférico con-
céntrico rodea el disco, y en él están situados los cúmulos globulares y algu-
nas estrellas de características especiales. Más allá de los cúmulos globulares
se encuentra el espacio intergaláctico, prácticamente vacío. A unos 150 mil
años luz de nosotros se localizan las galaxias externas más cercanas —las Nu-
bes de Magallanes— y para llegar a la galaxia de Andrómeda hay que recorrer
distancias de dos millones de años luz.
Las galaxias externas, como la de Andrómeda, son sistemas estelares in-
dependientes y ajenos a nuestra Vía Láctea; corresponden a los universos-
islas imaginados por Kant. El proceso que llevó a reconocer que las galaxias
externas, denominadas entonces nebulosas espirales, son enormes sistemas
estelares, análogos a nuestra Vía Láctea pero extremadamente lejanos,
constituye uno de los capítulos más interesantes de la astronomía reciente;
mencionaremos sólo que, después de muchas discusiones, se llegó a la con-
clusión de que las dimensiones reales del Universo excedían por varios órde-
nes de magnitud las contempladas en el Universo de Kapteyn o incluso el de
Shapley. Por cuanto se refiere a la Vía Láctea, nos hemos dado cuenta recien-
temente que de nuevo se habían subestimado sus dimensiones. No obstante
lo anterior, la década de 1930 fue fructífera en resultados sobre los movi-
mientos de las estrellas en nuestra Galaxia, y sobre la rotación de su disco.
El estudio de los movimientos de las estrellas situadas en el entorno solar
llevó al astrónomo holandés J. Oort a concluir que la gran mayoría de las es-
trellas de la Vía Láctea se mueven en órbitas casi circulares, alrededor de un
centro situado a unos 25 000 años luz del Sol, y que ese centro coincide con el
de la galaxia. Oort también mostró que las órbitas de estas estrellas están
confinadas a un delgado disco. Así, la imagen que emergía es la de nuestra ga-
laxia como sistema estelar cuya componente dominante es un disco de es-
trellas y gas, aplanado y en rotación, rodeado de un tenue halo esférico. La
rotación del disco nos permite estimar la masa de la galaxia así como su
distribución.

Todo parecía así indicar que la Vía Láctea es un sistema estelar similar a la
galaxia de Andrómeda. Sin embargo, la característica más llamativa de estas
galaxias es su estructura espiral: tienen dos o más brazos que emanan de su
región central. La pregunta surge de inmediato: ¿posee nuestra galaxia una
estructura espiral? La respuesta eludió a los astrónomos durante algunos
años, pero finalmente pudo mostrarse contundentemente la existencia de
brazos espirales en la Vía Láctea.

El problema estriba en que desde la posición que ocupa el Sol en la Vía Láctea
—ubicado en el disco y rodeado de multitud de estrellas, polvo y gas—, es
difícil percibir las características globales de la galaxia. El astrónomo es-
tadounidense W. Baade se dio cuenta de que en las galaxias externas los bra-
zos espirales quedan claramente delineados por las estrellas azules más
brillantes y las nebulosas gaseosas, y propuso que para encontrar brazos es-
pirales en nuestra galaxia había que estudiar este tipo de objetos.
La idea de Baade fue puesta en práctica por W. W. Morgan y sus colaborado-
res, quienes en 1951 publicaron el primer diagrama de la estructura espiral de
nuestra galaxia. En nuestros días se sigue empleando la técnica sugerida por
Baade, pero se complementa con técnicas infrarrojas y radioastronómicas,
que han resultado ser de fundamental importancia en el estudio de la
estructura de nuestra galaxia.

La investigación sobre las causas de la formación de brazos espirales en


algunas galaxias continúa siendo de gran actualidad. Se piensa que los brazos
espirales pueden identificarse con ondas de densidad, esto es, ondas de com-
presión del material galáctico, análogas a las ondas sonoras, que se propagan
en el disco galáctico. Ello lleva a la concepción de los brazos espirales como
estructuras transitorias, que se forman al llegar la onda de densidad, y se
esfuman una vez que ésta ha pasado. Lo que persiste es el patrón espiral
global. Pese a su indudable éxito, las ideas modernas sobre la estructura
espiral de las galaxias dejan aún muchos problemas sin explicar, y se sigue
trabajando en ellos.

La región central de nuestra Galaxia es difícil de estudiar, pues se encuentra


oculta tras densas nubes de polvo. Fue necesario que se desarrollaran técnicas
de observación en el infrarrojo y desde satélites para poder obtener
información confiable sobre esta región. Hoy sabemos que, al igual que otras
galaxias, la nuestra posee un bulbo rodeando la región central, el cual tiene
unos 10 000 años luz de radio y está formado principalmente por estrellas
rojizas.

Inicialmente, por simplicidad, se supuso que la forma del bulbo es esférica,


pero observaciones recientes, principalmente las del satélite cobe (Cosmic
Background Explorer), en conjunción con estudios sobre los movimientos de
las estrellas en esa región, han revelado que, en realidad, el bulbo es alargado,
tiene forma de barra, su longitud es unas tres veces mayor que su grosor, y
apunta aproximadamente en dirección del Sol.

Si fue difícil reconocer que el bulbo de nuestra Galaxia tiene en realidad for-
ma de barra, el estudio de la región central lo ha sido mucho más aún. El in-
terés se despertó desde la década de 1950, cuando se encontró una fuente
compacta que emite intensamente en radiofrecuencia. Hoy sabemos que esa
fuente, llamada Sagittarius A*, está asociada a un hoyo negro situado justo en
el centro de la galaxia.

La región central de la galaxia aún encierra grandes misterios. Imaginemos


que paulatinamente nos acercamos al centro de la galaxia, a unos 500 años
luz de Sagittarius A*, y notamos que la densidad de estrellas se vuelve cada
vez mayor, y distinguimos numerosas nubes de gas molecular, más calientes y
turbulentas que las nubes del disco. Más cerca aún del centro, a unos 25 años
luz, nos encontramos con un anillo de gas en rotación, y en su interior, a 5
años luz del centro, una “cavidad” central, casi sin gas; ese escaso gas forma
allí una miniespiral. En esta región abundan las estrellas, incluso las jóvenes.
Acercándonos aún más, a unos cuantos días luz del centro, nos encontramos
con un cúmulo de estrellas sumamente denso: un millón de veces mayor a la
densidad que observamos cerca del Sol. Los rápidos movimientos de estas es-
trellas (cuya velocidad sobrepasa 1 000 kilómetros por segundo) nos han
permitido conocer la masa del objeto central.

Hasta muy recientemente se dudaba de la existencia de un agujero negro


central en nuestra galaxia. Sin embargo, las observaciones del denso cúmulo
central han permitido trazar las órbitas de algunas de sus estrellas (figura 2).
Estas órbitas implican la existencia de una masa de aproximadamente 3.6
millones de veces la masa solar con un radio de menos de 6 horas luz. La
única alternativa hoy viable para esta concentración de masa es un agujero
negro. Con ello, la Vía Láctea constituye un interesante ejemplo de una
galaxia normal (es decir, no explosiva) con un aguj ero negro supermasivo en
su centro.

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