El Rey Fantasma - Libro de R. A. Salvatore
El Rey Fantasma - Libro de R. A. Salvatore
El Rey Fantasma - Libro de R. A. Salvatore
La
magia se ha descontrolado. En mitad de este cataclismo que sacude al
mundo, Drizzt Do'Urden tendrá que replantearse todo aquello en lo que creía
y, peor aún, tendrá que volver a librar batallas que ya creía ganadas.
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R. A. Salvatore
El Rey Fantasma
Transiciones III
ePUB v1.2
000 29.09.12
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Título original: The Ghost King
R. A. Salvatore, 2009.
Traducción: Emma Fondevila
Diseño/retoque portada: Todd Lockwood
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A Diane, por supuesto, el amor de mi vida, junto a quien he recorrido
todos estos años una trayectoria de vida y de sueños.
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Pero hay alguien más que merece mi agradecimiento por este libro; en realidad,
son cinco los que lo merecen. Esta llamada a la que he respondido, esta finalidad en
mi vida, a veces me arrastra. Es mi deber dejarme ir, seguirla. A veces me lleva a
lugares a los que no deseo ir. A veces hace daño. Cuando en una época terrible de mi
vida acabé Mortalis, el cuarto libro de mi serie Las Guerras Demoniacas, declaré que
esperaba no tener que volver a escribir un libro como ése, aunque lo consideraba lo
mejor que había escrito jamás; no tener que volver nunca a ese tenebroso lugar.
Cuando empecé El Rey Fantasma, supe que tenía que volver a él. Estos
personajes, estos amigos de veinte años, me lo exigían. Así, tuve que pasar los
últimos meses viendo tres vídeos, canciones de mi pasado, de la banda y la cantante
que me han acompañado durante casi toda la vida.
Stevie Nicks se preguntaba una vez en una canción: «¿Alguna vez han escrito
algo para ti? Y en tu hora más tenebrosa, ¿me oyes cantar?».
¡Ah, señora Nicks!, has estado escribiendo canciones para mí desde mis años de
instituto, en la década de los setenta, aunque no lo sabes. Estuviste conmigo durante
aquellos días de soledad y confusión, aquella época en que estaba despertando a la
vida. He visto salir el sol sobre el Fitchburg State College, sentado en mi coche y
esperando que empezara mi clase, al son de The Chain. Fuiste mi compañera durante
aquella ventisca de 1978 cuando descubrí las obras de Tolkien y de repente vislumbré
una forma totalmente nueva de expresarme. Estabas allí cuando conocí a la mujer que
sería mi esposa, y la mañana siguiente de nuestra boda, y en los nacimientos de
nuestros tres hijos.
Ibas con nosotros a los partidos de hockey y a las exhibiciones hípicas. A tu
concierto en Great Woods asistió mi familia, incluso mi hermano casi al final de su
vida.
Y estuviste ahí, conmigo, mientras escribía este libro. Hermanas de la luna,
¿Alguna vez han escrito algo para ti? y Rhiannon fueron las tres canciones que me
ayudaron a superar mis horas más negras y que ahora me permiten regresar a ese
lugar porque mis amigos de dos décadas, los compañeros del Valle del Viento
Helado, me lo pidieron.
Gracias, pues, Stevie Nicks y Fleetwood Mac por escribir la música de mi vida.
R. A. SALVATORE
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PRELUDIO
El dragón lanzó un hondo rugido y flexionó las garras, adoptando una postura
defensiva. Había perdido los ojos por la agresión del brillo feroz de un artefacto
destruido, pero sus otros sentidos compensaban con creces la pérdida.
Había alguien en la cámara —Hephaestus lo sabía sin duda alguna—, pero la
bestia no podía olerlo ni oírlo.
—Y bien… —dijo el dragón con su voz atronadora, apenas un susurro para la
criatura, aunque reverberaba y era transmitida por el eco a través de las paredes
pétreas de la caverna montañosa—. ¿Has venido a enfrentarte conmigo o a ocultarte
de mí?
—Estoy aquí mismo, delante de ti, dragón. —La respuesta llegó directamente a la
mente del wyrm.
Hephaestus inclinó su gran cabeza astada ante aquella intrusión telepática y
gruñó.
—¿No te acuerdas de mí? Tú me destruíste al destruir la Piedra de Cristal.
—¡Tus crípticos acertijos no me impresionan, drow!
—De drow, nada.
—¡Ilícida! —rugió el dragón, y lanzó su mortífero y feroz aliento hacia el lugar
donde en otra ocasión había destruido de una vez al azotamentes y a su compañero
drow, junto con la Piedra de Cristal.
Al propagarse, las llamas fundieron la piedra y calentaron toda la cámara.
Instantes después, cuando aún no había dejado de salir fuego, Hephaestus oyó otra
vez la voz en su mente.
—Gracias.
La confusión dejó al dragón sin aliento apenas un momento, antes de que un frío
intenso empezara a extenderse por el aire y se colara por entre sus escamas rojas. A
Hephaestus no le gustaba el frío. Era una criatura de llamas, calor e ira feroz, y las
heladas de las alturas castigaban sus alas cuando se aventuraba a volar fuera de su
guarida en la montaña en los meses invernales.
Sin embargo, ese frío era peor, porque iba más allá de lo físicamente helado. Era
el vacío absoluto de todos los vacíos, la ausencia total de calor vital, los últimos
vestigios de Crenshinibon vomitando la fuerza nigromántica que había forjado
aquella poderosa reliquia hacía ya milenios.
Unos dedos gélidos se introdujeron por debajo de las escamas del dragón y,
penetrando en su carne, drenaron la fuerza vital de la gran bestia.
Hephaestus trató de oponer resistencia, gruñendo y resoplando, tensando sus
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músculos como si intentara repeler el frío. Una profunda inhalación encendió el fuego
interno del dragón, no para lanzarlo hacia afuera, sino para combatir el frío.
El golpe de una sola escama contra el suelo de piedra resonó en los oídos de la
bestia. Balanceó la enorme cabeza como para ver la calamidad, aunque, por supuesto,
no pudo verla.
Sin embargo, Hephaestus sí podía sentir… la podredumbre.
Podía sentir la muerte colándose en su interior, extendiéndose, llegando hasta su
corazón y oprimiéndolo.
La inhalación acabó en un resoplido que dejó salir un chorro de fuego frío. Trató
de volver a inhalar, pero los pulmones no respondieron a su llamada. El dragón
empezó a estirar el cuello hacia adelante, pero el movimiento se detuvo a la mitad y
la gran cabeza astada rebotó contra el suelo.
Hephaestus sólo había percibido oscuridad a su alrededor desde el momento de la
destrucción de la Piedra de Cristal, y ahora sentía lo mismo por dentro.
Oscuridad.
Se encendieron dos llamas, dos ojos de fuego, de pura energía, de puro odio.
Y esa visión confundió aún más al ciego Hephaestus. ¡Podía ver! ¿Cómo era
posible?
La bestia observó una luz azul; un flujo relampagueante se abría camino reptando
y crepitando entre la escoria del suelo. Había pasado el punto de devastación
definitiva, donde el poderoso artefacto había liberado hacía tiempo las sucesivas
capas de magia para cegar a Hephaestus, y luego otra vez, más recientemente, ese
mismo día, para lanzar oleadas de asesina energía nigromántica a fin de asaltar al
dragón y…
¿Y hacer qué? El dragón evocó el frío, la caída de las escamas, la profunda
sensación de decadencia y muerte. No sabía cómo, pero veía otra vez. ¿Cuál sería el
precio?
Hephaestus respiró hondo. Más bien lo intentó, y se dio cuenta de que en realidad
no respiraba.
Presa de un repentino terror, Hephaestus se concentró en el punto del cataclismo,
y al diluirse el extraño flujo de magia azulada la bestia vio formas agazapadas, que
antes habían estado dentro, danzando entre los restos del artefacto que las había
contenido. Replegadas, encorvadas, las apariciones —los siete liches que habían
creado a la poderosa Piedra de Cristal— describían círculos y entonaban palabras
antiguas de poder perdidas hacía tiempo para los reinos de Faerun. Una mirada más
atenta reveló los antecedentes tan diversos de esos hombres de la antigüedad, las
distintas culturas y características pertenecientes a puntos muy distantes del
continente. Sin embargo, desde lejos, parecían todas ellas un corro de criaturas grises
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muy semejantes, vestidas con harapos de los que se desprendía una niebla gris a cada
movimiento: la fuerza vital del artefacto sensible.
¡Pero habían sido destruidas con la primera explosión de la Piedra de Cristal!
La bestia no alzó la enorme cabeza que remataba el extremo de su cuello
serpentino para sembrar una catástrofe entre los no muertos. Se limitó a observar y a
sopesar. Tomó nota de la cadencia y el tono, y reconoció su desesperación. Querían
volver a su morada, volver a Crenshinibon, a la Piedra de Cristal.
El dragón, curioso y aterrado, posó su mirada en aquel continente vacío, en el que
antes fue un poderoso artefacto que él había aniquilado inadvertidamente a costa de
sus propios ojos.
Y se dio cuenta de que lo había destruido por segunda vez. Aunque él no lo
supiera, quedaba poder residual en la Piedra de Cristal, y cuando el ilícida de cabeza
rodeada de tentáculos lo había provocado, Hephaestus había lanzado llamaradas que
una vez más atacaron la Piedra de Cristal.
Balanceó la cabeza a un lado y a otro. La rabia se apoderó aún más del dragón,
una repulsión llena de horror que pasó instantáneamente del desánimo más atroz a
una furia sin límites.
Porque prácticamente había perdido sus grandes y hermosas escamas de un rojo
reluciente, que ahora yacían esparcidas por el suelo. Sólo unas cuantas salpicaban su
forma casi esquelética, restos patéticos de la majestad y el poder que antes
desplegaba. Alzó un ala, una hermosa ala que hasta hacía poco le permitía surcar sin
esfuerzos las corrientes de aire que ascendían de las noroccidentales montañas Copo
de Nieve.
Nada más que huesos y jirones de piel coriácea adornaban aquel derruido
apéndice.
Lo que antes era un ser grandioso, majestuoso y de imponente belleza había
quedado reducido a una odiosa burla.
Lo que antes era un dragón, lo que ese mismo día era todavía un dragón, había
quedado reducido a… ¿qué? ¿Muerto? ¿Vivo?
Hephaestus se miró la otra ala, rota y esquelética, y se dio cuenta de que el flujo
azulado de extraño poder mágico la había atravesado. Mirando más de cerca a través
de la corriente casi opaca, Hephaestus reparó en que había una segunda corriente de
crepitante energía, un rayo verdoso dentro del campo azul, que retrocedía y lanzaba
chispas en el interior del flujo principal. Pegada al suelo, esa cuerda visible de
energía conectaba el ala del dragón con el artefacto, enlazando a Hephaestus con la
Piedra de Cristal que creía haber destruido hacía tiempo.
—Despierta, enorme bestia —dijo la voz dentro de su cabeza, la voz del ilícida,
Yharaskrik.
—¡Tú has hecho esto! —rugió Hephaestus.
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El dragón empezó a gruñir, pero de repente y sin advertencia previa, lo golpeó
una corriente de energía psiónica que lo dejó balbuceando cosas inconexas.
—Estás vivo —le dijo la criatura encerrada en esa energía—. Has derrotado a la
muerte. Eres más grande que antes, y estoy contigo para guiarte, para enseñarte
poderes que trascienden todo lo que puedas haber imaginado jamás.
Con un arranque de fuerza surgida de su rabia, la bestia se alzó sobre sus patas,
balanceando la cabeza para hacerse cargo de toda la caverna. Hephaestus no se
atrevía a retirar el ala de la corriente mágica, temeroso de volver a experimentar la
nada. Se fue abriendo camino hacia donde estaban las apariciones danzantes y la
Piedra de Cristal.
Las formas agazapadas y sombrías de los no muertos dejaron de describir círculos
y se volvieron a una para mirar al dragón. Retrocedieron, movidas por el miedo o por
el respeto, algo que Hephaestus no pudo determinar. La bestia se acercó a la piedra y
adelantó con cautela una garra para tocarla. En cuanto sus esqueléticos dedos se
cerraron en torno a ella, una compulsión repentina, un impulso arrollador, lo obligó a
alzar la pata para golpear con la Piedra de Cristal su mismísima coronilla, encima de
los feroces ojos. Mientras realizaba el movimiento, Hephaestus se daba cuenta de que
la avasalladora voluntad de Yharaskrik lo obligaba a hacerlo.
Sin embargo, antes de que pudiera vengarse de semejante insulto, la rabia de
Hephaestus se desvaneció. Se sintió invadido por el éxtasis, una liberación de
tremendo poder y alegría abrumadora, una sensación de identidad e integridad.
La bestia se echó hacia atrás y liberó el ala del flujo de energía, pero Hephaestus
no sintió horror en modo alguno, ya que su sensibilidad y su conciencia recién
estrenadas y su restablecida energía vital no disminuyeron.
«No, energía vital no —recapacitó Hephaestus—. Más bien lo contrario…
Precisamente lo contrario.»
—Eres el Rey Fantasma —le dijo Yharaskrik—. La muerte no te gobierna. Tú
gobiernas a la muerte.
Después de un largo rato, Hephaestus se sentó y pasó revista a la escena, tratando
de encontrarle sentido. La corriente relampagueante llegó a la pared del otro extremo
de la caverna y la superficie rocosa se encendió de golpe, como sí contuviera un
millar de diminutas estrellas. A través de la corriente llegaron los liches no muertos y
formaron un semicírculo ante Hephaestus. Oraban en sus lenguas antiguas, olvidadas
hacía tiempo, y mantenían bajas sus horrendas caras dirigidas al suelo con humildad.
Hephaestus se dio cuenta de que podía gobernarlas, pero prefirió dejar que se
arrastraran y se prosternaran ante él, ya que lo que le preocupaba más era la pared de
energía azulada que partía en dos la caverna.
«¿Qué puede ser?»
—El Tejido de Mystra —respondieron los liches en un susurro, como si pudieran
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leerle el pensamiento.
«¿El Tejido?», pensó Hephaestus.
—El Tejido… que se colapsa —respondió el coro de liches—. Magia… desatada.
Hephaestus contempló a las desgraciadas criaturas mientras trataba de encajar las
posibilidades. Las apariciones de la Piedra de Cristal eran los antiguos magos que
habían imbuido el artefacto de sus propias fuerzas vitales. Crenshinibon irradiaba
esencias mágicas nigrománticas.
La mirada de Hephaestus volvió a posarse en el flujo, la hebra del Tejido de
Mystra que se había vuelto visible, casi sólida. Pensó nuevamente en lo último que
recordaba haber visto cuando había lanzado su feroz aliento sobre un drow y un
ilícida y sobre la Piedra de Cristal. El fuego de dragón había hecho estallar la
poderosa reliquia y había llenado los ojos de Hephaestus de luz brillante, cegadora.
Entonces, una fría ola de vacío lo había herido, había descompuesto las escamas y
la carne que cubría sus huesos. ¿Acaso ese conjuro…, fuera lo que fuese…, había
arrastrado consigo un trozo del Tejido de Mystra?
—La hebra estaba ahí antes de que tú respiraras —explicaron las apariciones,
leyendo sus pensamientos y disipando esa idea equivocada.
—Surgida de las primeras llamaradas que rompieron la piedra —dijo Hephaestus.
—No —dijo Yharaskrik en la mente del dragón—. La hebra liberó la
nigromancia de la piedra devastada, otorgándome nuevamente sensibilidad y
reviviendo a las apariciones tal como ahora las ves.
—Y tú invadiste mis sueños —acusó Hephaestus.
—Me declaro culpable —admitió el ilícida—. Tú me destruíste en aquellos
tiempos y he vuelto para vengarme.
—¡Volveré a destruirte! —prometió Hephaestus.
—No puedes, porque no hay nada que destruir. Soy pensamiento descarnado, un
sentiente sin sustancia. Y busco dónde alojarme.
Antes de que Hephaestus pudiera siquiera captar la idea como lo que era —una
clara amenaza—, otra oleada de energía psiónica, mucho más insistente y
abrumadora, llenó todas sus sinapsis, todos sus pensamientos, hasta el último rincón
de su razón con una distorsión zumbante y crepitante. Ni siquiera fue capaz de
recordar su nombre, y mucho menos de responder a la intrusión mientras la poderosa
mente del ilícida no muerto se abría camino en su subconsciente, a través de todas las
fibras mentales que formaban la psique del dragón.
Entonces, como si de pronto se hubiera disipado la oscuridad, Hephaestus lo
entendió… todo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó telepáticamente al ilícida. Pero la respuesta
estaba allí, esperándolo, en sus propios pensamientos.
Porque Hephaestus no tuvo necesidad de volver a preguntarle nada a Yharaskrik
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nunca más. Hacerlo habría equivalido a reflexionar otra vez él mismo sobre la
pregunta.
Hephaestus era Yharaskrik, y Yharaskrik era Hephaestus.
Y ambos eran Crenshinibon, el Rey Fantasma.
El gran intelecto de Hephaestus fue retrocediendo empujado por la realidad de su
actual estado y el entusiasmo de los siete liches, mientras sus pensamientos se
inclinaban y por fin convergían para llevarlo a la certidumbre. La hebra de fuego
azul, fuera del origen que fuese, lo había vinculado a Crenshinibon y a sus
persistentes poderes nigrománticos. Cuando la Piedra de Cristal había golpeado
contra su cráneo, Hephaestus había comprendido que si bien eran restos, seguían
siendo poderosos. Se habían fusionado allí, y la energía nigromántica había invadido
lo que quedaba de los circuitos mortales de Hephaestus.
Había resurgido, pero no se trataba de una resurrección, sino de una no muerte.
Las apariciones le hicieron una reverencia, y él entendió sus pensamientos y sus
intenciones con tanta claridad como si fueran los suyos propios. Su única finalidad
era servir.
Hephaestus entendió que él mismo era una conexión sentiente entre los reinos de
los vivos y los de los muertos.
El fuego azul salió reptando de la pared del otro extremo y avanzó por el suelo.
Llegó hasta donde había estado la Piedra de Cristal y luego hasta donde había estado
la punta del ala de Hephaestus. En cuestión de segundos, salió de la caverna, dejando
el lugar en penumbra, apenas iluminado por las danzantes llamas anaranjadas de los
ojos de los liches, los ojos de Hephaestus y el suave resplandor verdoso de
Crenshinibon.
Pero el poder de la bestia no mermó ante esa marcha, y las apariciones seguían
allí prosternadas.
Había resurgido.
Era un dracolich.
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PRIMERA PARTE
DESTEJIENDO
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DESTEJIENDO
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luz detalles del plan de nuestra realidad, cuestionan los modelos del multiverso y las
normas por las que se rige; de hecho, reorientan nuestra comprensión misma de Toril
y de su relación con la luna y las estrellas del cielo.
Muchos califican ese acto de herejía, una exploración peligrosa de los reinos del
conocimiento que debería estar reservada a los dioses, a seres más elevados que
nosotros. Peor aún, esos profetas fanáticos nos advierten del fin del mundo, de que
esas inquisiciones y explicaciones impolíticas rebajan a los propios dioses y apartan
de la fe a aquellos que necesitan oír la palabra. No obstante, para filósofos como
Cadderly, la mayor complejidad del multiverso redunda en una elevación de lo que
siente por su dios. La armonía de la naturaleza, sostiene, y la belleza de la ley y el
proceso universal trasuntan una brillantez y una noción de infinitud que van más allá
de lo que nos deparan la ceguera y la ignorancia tozuda y pusilánime.
Para la mente inquisitiva de Cadderly, la ley divina que sustenta el sistema
observado supera con mucho las supersticiones del plano material.
Advierto lo opuesto en Catti-brie y en su aprendizaje y comprensión progresivos
de la magia. A ella la magia la conforta, según dice, porque no puede explicarse. La
fuerza de su fe y su espiritualidad aumentan a la par que su destreza mágica. Tener
ante uno lo que simplemente es, lo que no tiene explicación, sin artificio ni réplica, es
la esencia de la fe.
Yo no sé si Mielikki existe. No sé si alguno de los dioses es real, o si son seres de
verdad si les interesa o no el devenir cotidiano de un solitario elfo oscuro. Los
preceptos de Mielikki —la moralidad, el sentido de comunidad y de servicio y el
aprecio por la vida— son reales para mi, están en mi corazón. Ya estaban allí antes
de que encontrara a Mielikki, un nombre que darles, y seguirían estándolo aunque
me dieran pruebas contundentes de que no hay un ser real, una manifestación física
de esos preceptos.
¿Actuamos movidos por el temor al castigo, o por lo que nos pide el corazón?
Para mí es lo segundo, y desearía que así fuese para todos los adultos, aunque sé por
amarga experiencia que no suele ser ese el caso. Actuar de una manera capaz de
catapultarnos a uno u otro cielo podría parecer obvio para un dios, para cualquier
dios, porque si nuestro corazón no está en armonía con el creador de ese cielo,
entonces… ¿qué sentido tiene?
Es por eso por lo que saludo a Cadderly y a sus indagadores, que dejan de lado
lo etéreo, las respuestas fáciles, y ascienden con valentía hacia la sinceridad y la
belleza de una mayor armonía.
Mientras los numerosos pueblos de Faerun se afanan en sus quehaceres diarios y
avanzan hacia el fin de sus respectivas vidas, se advierte una vacilación mucho
mayor en las palabras que fluyen de Espíritu Elevado, incluso resentimiento y
sabotaje. El viaje personal de Cadderly para explorar el cosmos dentro de las
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fronteras de su propio y considerable intelecto, sin duda, favorecerá el miedo,
especialmente del concepto más básico y aterrador de todos; la muerte.
Por mi parte, sólo manifiesto apoyo por mi sacerdotal amigo. Recuerdo mis
noches en el Valle del Viento Helado, en lo alto de la atalaya de Bruenor,
aparentemente más lejos de la tundra que se extendía a mis pies que de las estrellas
del cielo. ¿Acaso mis cavilaciones eran allí menos heréticas que las que se hacen en
Espíritu Elevado? Y si el resultado al que llegan Cadderly y los demás se asemeja en
algo a lo que se me reveló en aquella solitaria cumbre, reconozco la fortaleza de la
armadura de Cadderly contra las maldiciones de los indiferentes y las acusaciones
de herejía de los necios menos iluminados y más dogmáticos.
Mi viaje a las estrellas, entre las estrellas, en comunión con las estrellas, fue una
experiencia de contento absoluto, de goce sin límites, el momento de la existencia
más apacible que haya conocido jamás.
Y el más poderoso, porque en ese estado de comunión con el universo que me
rodeaba, yo, Drizzt Do'Urden, pasaba por un dios.
DRIZZT DO'URDEN
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CAPÍTULO 1
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de cualquier escudriñamiento o contacto telepático no deseados. Sin embargo,
aquello no era fruto de su imaginación. Hephaestus estaba con él.
—Te encontraré, drow —volvió a amenazar el dragón.
«Te encontraré», de modo que todavía no lo había encontrado…
Jarlaxle alzó sus defensas, negándose a pensar en su paradero actual al darse
cuenta de por qué Hephaestus seguía repitiendo su declaración. El dragón quería que
él pensara en el lugar donde se encontraba para que la bestia pudiera así llegar a
conocerlo.
Llenó su mente con imágenes de la ciudad de Luskan, de Calimport, de la
Antípoda Oscura. El principal lugarteniente de Jarlaxle en su poderosa banda de
mercenarios era un consumado psiónico, y le había enseñado todo tipo de tretas y
defensas mentales. Jarlaxle puso en juego todos esos conocimientos.
El gruñido de Hephaestus, transmitido por medios psiónicos, pasó de la
satisfacción a la frustración y arrancó a Jarlaxle una risita.
—No puedes rehuirme —insistió el dragón.
—¿No estás muerto?
—¡Te encontraré, drow!
—Entonces, volveré a matarte.
La respuesta displicente de Jarlaxle desató la ira de la bestia —tal como él había
esperado—, y esa emoción le hizo perder momentáneamente el control, que era lo
que Jarlaxle necesitaba.
Se enfrentó a esa ira con un muro de rechazo, obligando a Hephaestus a
abandonar sus pensamientos. Se cambió el parche al ojo derecho para activar el
artilugio con ese contacto y exacerbar su poder protector.
Últimamente sucedía eso con muchos de sus chismes mágicos. Algo le estaba
sucediendo al mundo en su conjunto, al Tejido de Mystra. Kimmuriel le había
advertido que tuviera cuidado con el uso de la magia, pues con demasiada frecuencia
los conjuros, incluso los más simples, tenían consecuencias desastrosas.
El parche del ojo cumplió su cometido, sin embargo, y combinado con las
ingeniosas tretas y defensas instauradas por Jarlaxle, hizo que Hephaestus quedara
excluido de su subconsciente.
Otra vez con los ojos abiertos, el drow pasó revista a su pequeño campamento. Él
y Athrogate estaban al norte de Mirabar. Todavía no había salido el sol, pero por el
este el cielo empezaba a filtrar el resplandor que antecede al amanecer. Los dos tenían
concertado para esa misma mañana un encuentro clandestino con el marchion Elastul
de Mirabar, para cerrar un acuerdo comercial entre aquel egoísta gobernante y la
ciudad costera de Luskan. O, para ser más precisos, entre Elastul y Bregan D'Aerthe,
la banda mercenaria, y cada vez más mercantil, de Jarlaxle. Bregan D'Aerthe usaba la
ciudad de Luskan como conexión con el mundo de la superficie, intercambiando
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bienes de la Antípoda Oscura por artefactos de los reinos del exterior, transportando
valiosas y exóticas chucherías entre la ciudad-estado drow de Menzoberranzan y
Luskan.
El drow pasó revista a su campamento, establecido en una pequeña hondonada
entre un trío de grandes robles. Podía ver el camino, tranquilo y vacío. Desde uno de
los árboles una cigarra emitió su canto rechinante, y un pájaro pareció responderle.
Un conejo atravesó como una exhalación el pequeño prado que había más abajo del
campamento, describiendo una trayectoria zigzagueante y dando grandes saltos,
como aterrorizado por el peso de la mirada de Jarlaxle.
El drow se deslizó desde la horquilla del árbol donde había instalado su lecho.
Aterrizó silenciosamente con sus botas mágicas y salió con todo cuidado del
bosquecillo para conseguir una visión más amplia de la zona.
—¿Y adónde es que vas si saberse puede ya? —le gritó el enano.
Jarlaxle se volvió hacia donde estaba Athrogate, que todavía yacía de espaldas,
enredado con la manta y que lo miró con un ojo abierto a medias.
—Muchas veces me pregunto qué es más molesto, enano, si tus ronquidos o tus
rimas.
—Yo también —dijo Athrogate—, pero como no me oigo roncar, me inclino por
los versos.
Jarlaxle se limitó a menear la cabeza mientras seguía alejándose.
—Mantengo la pregunta, elfo.
—Me ha parecido prudente estudiar el terreno antes de que llegue nuestro
estimado visitante —respondió Jarlaxle.
—Vendrá con la mitad de los enanos de la dotación de Mirabar, eso sin duda —
dijo Athrogate.
Era cierto; Jarlaxle lo sabía. Oyó cómo el enano se ponía de pie.
—Prudencia, amigo mío —dijo el drow por encima del hombro, y se puso en
marcha otra vez.
—Naa, hay algo más —declaró Athrogate.
Jarlaxle se rió, impotente. Había pocas personas en el mundo que lo conocieran
tanto como para interpretar tan bien sus tácticas evasivas y sus medidas afirmaciones,
pero en los años que Athrogate llevaba a su lado, le había dejado entrever algo del
verdadero Jarlaxle Baenre. Se volvió y le dirigió una sonrisa a su sucio y barbudo
amigo.
—¿Y bien? —preguntó Athrogate—. Con palabras arremetes, pero ¿qué es lo que
te estremece?
—¿Estremecerme?
El enano se encogió de hombros.
—Sí, sea lo que sea, no puedes impedir que lo vea.
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—¡Ya basta! —le rogó el drow, alzando las manos a modo de rendición.
—O me lo dices, o sigo haciendo rimas —le advirtió el enano.
—Prefiero que me golpees con tus poderosos manguales. Por favor.
Athrogate puso los brazos en jarras y miró fijamente al empecinado elfo oscuro.
—Todavía no lo sé —admitió Jarlaxle—. Algo… —Con un movimiento de la
mano cogió su sombrero de ala ancha, le dio forma y se lo puso.
—¿Algo?
—Sí —dijo el drow—. Un visitante; tal vez en mis sueños, tal vez no.
—Dime que es pelirroja.
—Más bien de escamas rojas.
Athrogate hizo una mueca de disgusto.
—Tienes que soñar mejor, elfo.
—Sin duda.
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—¿O rentable?
—Ni saludable.
Elastul hizo un gesto despectivo, pero su hija Arabeth le había contado lo
suficiente sobre Jarlaxle como para saber que la ironía del drow sólo era mitad broma
y mitad auténtica amenaza.
—Si Kensidan el Cuervo y los otros tres grandes capitanes se enteraran de este
pequeño acuerdo que nos traemos entre manos, no les gustaría lo más mínimo —dijo
Elastul.
—Bregan D'Aerthe no responde ante Kensidan ni ante los demás.
—Pero tú tienes un acuerdo con los grandes capitanes para comerciar tus
productos en exclusiva a través de ellos.
—Su fortuna se incrementa considerablemente gracias al comercio solapado con
Menzoberranzan —replicó Jarlaxle—. Si yo decido que es conveniente tener tratos al
margen de ese acuerdo…, bueno, soy un mercader, después de todo.
—Un mercader muerto si Kensidan se llega a enterar.
La ocurrencia hizo reír al drow.
—Más probablemente un mercader cauto, porque ¿qué haría yo teniendo que
gobernar una ciudad de la superficie?
Elastul tardó un momento en comprender las implicaciones de aquella
bravuconada, y la posibilidad no le deparó diversión precisamente, ya que le sirvió
como recordatorio y advertencia de que estaba tratando con elfos oscuros.
Con elfos oscuros muy peligrosos.
—Entonces, ¿hay trato? —preguntó Jarlaxle.
—Abriré el túnel que lleva al almacén de Barkskin —respondió Elastul,
refiriéndose a un mercado secreto en el subsuelo de la ciudad de Mirabar, la sección
enana—. Las carretas de Kimmuriel sólo pueden acceder por ahí, y ninguna podrá ir
más allá del recinto de la entrada. Y espero que los precios sean exactamente los que
concertamos, ya que el coste que tendré que pagar por mantener a los guardias
adecuados alertas a la presencia de drows no será nada desdeñable.
—¿Presencia de drows? No creo que esperes que nos dignemos adentrarnos más
en tu ciudad, buen marchion. Nos basta con el acuerdo que tenemos ahora, puedes
creernos.
—Eres un drow, Jarlaxle, y a los drows nunca les basta.
Jarlaxle se limitó a reír. No tenía ni voluntad ni posibilidad de seguir con esa
discusión. Había accedido a hacer personalmente de intermediario en nombre de
Kimmuriel, quien supervisaría el montaje de la operación, ya que él había recuperado
sus ansias de ver mundo y quería alejarse de Luskan por un tiempo. En verdad,
Jarlaxle tenía que reconocer que realmente no le sorprendería nada volver al norte al
cabo de algunos meses y encontrarse con que Kimmuriel había hecho grandes
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incursiones en la ciudad de Mirabar, hasta llegar incluso a convertirse en el poder
verdadero de la ciudad, valiéndose de Elastul o de cualquier otro necio que se le
pusiera a tiro para darle cobertura.
Jarlaxle se llevó la mano al sombrero, se puso de pie para marcharse y le hizo a
Athrogate una seña para que lo siguiera. Resoplando como un cerdo en presencia de
una trufa, el enano seguía atiborrándose, pringándose la gran barba negra peinada en
trencitas con restos de yema de huevo y de mermelada.
—El camino ha sido largo y ha pasado hambre —le comentó Jarlaxle a Elastul.
El marchion hizo un gesto de disgusto. Sin embargo, a los enanos de la Guardia
de Mirabar se les iban los ojos de pura envidia.
Jarlaxle y Athrogate llevaban casi dos kilómetros recorridos cuando el enano dejó
de eructar el tiempo suficiente para preguntar:
—Entonces, ¿volvemos a Luskan?
—No —respondió Jarlaxle—. Kimmuriel se ocupará de los detalles más
prosaicos ahora que hemos cerrado el trato.
—Un largo camino para una breve conversación y una comida aún más breve.
—Pues te pasaste comiendo media mañana.
Athrogate se frotó la considerable barriga y lanzó un eructo que asustó a una
bandada de pájaros posados en un árbol cercano, mientras Jarlaxle sacudía la cabeza
con resignación.
—Me duele la tripa —explicó el enano. Se pasó la mano por ella y volvió a
eructar varias veces y en rápida sucesión—. O sea que no volvemos a Luskan.
¿Adónde vamos, entonces?
Jarlaxle se tomó su tiempo antes de responder.
—No estoy seguro —dijo con sinceridad.
—No voy a echar de menos ese lugar —dijo Athrogate.
Se pasó la mano por encima del hombro y dio una palmadita a la empuñadura de
uno de sus poderosos manguales de cristalacero que llevaba sujetos en diagonal a la
espalda, con la empuñadura hacia arriba y las bolas claveteadas rebotando detrás de
sus hombros, mientras avanzaban por el camino.
—Llevo meses sin usarlos.
Jarlaxle se limitó a asentir con la vista perdida en la distancia.
—Bueno, vayamos a donde vayamos, sin que ninguno de los dos sepamos,
pensando y hablando, es mejor cabalgar que ir andando. ¡Buajajá!
Athrogate rebuscó en un bolsillo donde guardaba una estatuilla negra de un jabalí
de guerra capaz de invocar una montura mágica. Ya se disponía a sacarla cuando
Jarlaxle le puso una mano encima de la suya y lo detuvo.
—No, hoy no —explicó el drow—. Hoy deambularemos sin rumbo fijo.
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—¡Bah!, necesito un viajecito movido para echar unos cuantos eructos, maldito
elfo.
—Hoy caminaremos —le dijo Jarlaxle en un tono que no admitía réplica.
Athrogate lo miró con desconfianza.
—Entonces, ¿no te interesa saber adónde iremos esta vez?
El drow miró en derredor estudiando el áspero terreno y se frotó la aguzada
barbilla.
—Pronto —prometió.
—¡Bah! ¡Podríamos haber vuelto a Mirabar para llevarnos más comida!
Sin embargo, Athrogate palideció al terminar, algo realmente raro en el rudo
enano, porque Jarlaxle le echó una mirada asesina, como para recordarle sin la menor
duda quién era el jefe y quién el secuaz.
—¡Buen día para caminar! —exclamó Athrogate, y acabó con un descomunal
eructo.
Acamparon a unos cuantos kilómetros al nordeste del campo donde se habían
reunido con el marchion Elastul, en un pequeño cerro rodeado de árboles bajos y
achaparrados, muchos de ellos secos y otros casi sin hojas. Por debajo del cerro, al
oeste, se veían las ruinas desoladas de una antigua granja, o tal vez de una pequeña
aldea, al otro lado de un campo rocoso salpicado de piedras planas cortadas; la mayor
parte estaban caídas, pero quedaban algunas plantadas de canto, lo que llevó a
Athrogate a farfullar algo sobre un antiguo cementerio.
—Eso, o un pabellón —replicó Jarlaxle sin darle la menor importancia.
Selene estaba en el cielo, jugando al escondite con las abundantes nubes de escasa
envergadura que pasaban por encima de sus cabezas.
Bajo la pálida luz, Athrogate no tardó en empezar a roncar felizmente, mientras
que a Jarlaxle la idea de sumirse en estado de ensoñación no le resultaba nada
halagüeña.
Estuvo observando mientras las sombras se iban empequeñeciendo bajo la luz de
la luna hasta casi desaparecer y luego se estiraban hacia el este, al pasar Selene por
encima de su cabeza y empezar su declinación hacia el oeste. El cansancio comenzó a
apoderarse de él, pero estuvo resistiéndose un buen rato.
Al fin, el drow se reconvino por su estupidez. No podía permanecer despierto y
alerta siempre.
Se recostó contra un árbol muerto, una silueta retorcida cuya sombra parecía el
esqueleto de un hombre con los brazos alzados hacia los dioses en actitud implorante.
Jarlaxle no se subió a él porque no confiaba en que pudiera soportar su peso. En lugar
de eso, permaneció de pie, apoyado contra el rugoso tronco.
Dejó que su mente se apartara de cuanto lo rodeaba y se replegara hacia dentro.
Recuerdos y sensaciones se fundieron en el suave torbellino de la ensoñación. Notó
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los latidos de su propio corazón, el torrente de la sangre circulando por sus venas.
Sintió los ritmos del mundo, como una apacible respiración, bajo sus pies, y se
entregó a la sensación de una conexión con la tierra, como si hubiera echado
profundas raíces en la roca. Al mismo tiempo, experimentó una especie de
ingravidez, como si estuviera flotando, y la maravillosa relajación de la ensoñación
invadiendo su mente y su cuerpo.
Sólo así se sentía libre. La ensoñación era su refugio.
—Te encontraré, drow.
Hephaestus estaba allí con él, esperándolo. En su mente, Jarlaxle volvió a ver los
feroces ojos de la bestia, sintió el aliento abrasador y el odio más abrasador aún.
—Vete. No tengo ninguna cuenta pendiente contigo —le contestó el elfo oscuro
silenciosamente.
—¡No he olvidado!
—Fue tu propio aliento el que destruyó la piedra —le recordó Jarlaxle a la
criatura.
—Gracias a tus artimañas, astuto drow. No he olvidado. ¡Me dejaste ciego, me
debilitaste, me destruíste!
Eso último le resultó extraño a Jarlaxle, no sólo porque el dragón evidentemente
no había sido destruido, sino porque tuvo la clara sensación de que no era Hephaestus
quien se estaba comunicando con él… Sin embargo, ¡era Hephaestus!
Otra imagen se coló en los pensamientos del drow, la de una criatura de cabeza
bulbosa cuyos tentáculos se agitaban amenazadores desde la cara.
—Te conozco, te encontraré —prosiguió el dragón—. Me robaste los placeres de
la vida y de la carne. Me privaste del disfrute del dulce sabor de los alimentos y el
placer del tacto.
—Entonces, el dragón está muerto —pensó Jarlaxle.
—¡Yo no! ¡Él! —La voz que parecía la de Hephaestus sonó de forma atronadora
en su mente—. ¡Yo estaba ciego y dormía en la oscuridad! ¡Demasiado inteligente
para la muerte! ¡Piensa en los enemigos que te has ganado, drow! ¡Piensa que un
rey te encontrará…! ¡Te ha encontrado ya!
Esa última idea lo asaltó con tanta ferocidad y con implicaciones tan terribles que
sacó a Jarlaxle del estado de ensoñación. Miró a su alrededor, frenético, como si
esperara que un dragón se lanzara sobre él y fundiera su campamento con la tierra
mediante una explosión de feroz aliento, o que un ilícida se materializara y lo hiciera
volar por los aires con su energía psiónica, de manera que su mente quedaría
deshecha sin remisión.
Sin embargo, la noche era apacible bajo la pálida luz lunar.
Demasiado apacible, según le pareció a Jarlaxle, tanto como ante la presencia
sigilosa de un depredador. ¿Dónde estaban las ranas, las aves nocturnas, los
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escarabajos?
Algo se movió al oeste y llamó la atención del drow. Recorrió el campo con la
vista, buscando el origen del movimiento… Tal vez se trataba de algún roedor.
Pero no vio nada, salvo el movimiento desigual de la hierba danzando bajo la luz
de la luna al ritmo de la suave brisa nocturna.
Otro movimiento, y Jarlaxle estudió las piedras abandonadas sembradas en el
campo. Llevó la mano hasta el parche que cubría su ojo y lo levantó para poder
enfocar mejor. Al otro lado del campo, había una figura sombría, agazapada, que
meneaba la cabeza y hacía señas con los brazos. Pensó que no era un hombre vivo,
sino un fantasma, o un espectro, o un lich.
En el espacio abierto que los separaba, se movió una piedra caída, y otra que
estaba de pie se inclinó cambiando de ángulo.
Jarlaxle dio un paso hacia los antiguos túmulos.
La luna desapareció detrás de una oscura nube y la noche se hizo más profunda.
Pero Jarlaxle era una criatura de la Antípoda Oscura, dotada de ojos capaces de ver
bajo aquella escasísima claridad. En las cavernas sin luz de las profundidades, una
mancha de liquen luminoso podía relucir para él como una antorcha encendida.
Incluso en esos momentos, cuando la luna se había escondido, vio que aquella piedra
volvía a moverse levísimamente, como si algo estuviera socavando el terreno bajo su
base.
—Un cementerio… —musitó, dándose cuenta por fin de que las piedras eran
lápidas, y comprendiendo lo que había dicho antes Athrogate.
Mientras, la luna se asomó de nuevo e iluminó el campo. Algo se retorcía en la
tierra, junto a la piedra que se había movido.
Una mano, una mano esquelética.
Un extraño relámpago azul verdoso crepitó a ras de suelo y dejó surcos en el
campo. Bajo esa luz, Jarlaxle pudo ver que más piedras se removían y que el suelo se
transformaba en un hervidero.
—Te he encontrado, drow —susurró la bestia en los pensamientos de Jarlaxle.
—Athrogate —dijo Jarlaxle en voz baja—. Despierta, buen enano.
El enano roncó, tosió, eructó y se puso de lado, dándole la espalda.
Jarlaxle sacó una ballesta de mano del soporte que llevaba al cinto y tensó
hábilmente la cuerda con el pulgar mientras se movía. Imaginó un tipo particular de
proyectil, romo y pesado, y el bolsillo mágico que tenía junto al soporte lo hizo afluir
a la mano que él tendía.
—Despierta, buen enano —dijo otra vez sin apartar la mirada del campo, donde
un brazo esquelético trataba de asir el aire cerca de la lápida inclinada.
Al ver que Athrogate no respondía, Jarlaxle apuntó la ballesta y pulsó el
disparador.
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—¡Eh, rayos, a qué viene esto! —dijo el enano, que había dado un respingo
cuando el proyectil lo había golpeado en el trasero.
Athrogate se dio la vuelta y se agitó como un cangrejo patas arriba, pero
finalmente se puso de pie de un salto. Empezó a dar saltitos y vueltas adelante y atrás
con las piernas dobladas, mientras se frotaba las doloridas nalgas.
—¿Qué es lo que pasa, elfo? —preguntó por fin.
—Que armas tanto ruido como para despertar a los muertos —respondió Jarlaxle,
señalando por encima del hombro del enano al campo sembrado de piedras.
Athrogate se volvió de un salto.
—Veo… todo oscuro —dijo.
No bien lo hubo dicho, no sólo asomó la luna entre las nubes, sino que otro
extraño rayo relámpago surcó el campo como si hubieran lanzado sobre él una red de
energía. Bajo la luz, se presentaron esqueletos enteros liberados de sus tumbas, que
avanzaban arrastrando los pies hacia el cerro rodeado de árboles.
—¡Creo que vienen a por nosotros! —bramó Athrogate—. Y parecen un poco
hambrientos. ¡Más que un poco! ¡Buajajá! ¡Yo diría que muertos de hambre!
—Salgamos pitando de aquí —dijo el drow.
Rebuscó en su bolsillo y sacó una estatuilla de obsidiana que representaba un
caballo enjuto con una especie de llamaradas en torno a los cascos.
Athrogate asintió e hizo lo propio, sacando la estatuilla del jabalí.
Ambos tiraron las estatuillas e invocaron al unisono a sus monturas: para Jarlaxle,
una pesadilla equina, que lanzaba humo por los ijares y corría sobre cascos de fuego;
para Athrogate, un jabalí demoníaco, que despedía calor y arrojaba bocanadas de
fuego de los planos inferiores. Jarlaxle fue el primero en montar y girar a su montura
para que corriera libremente, pero miró por encima del hombro y vio que el enano
cogía sus manguales, saltaba sobre el jabalí y lo lanzaba entre gruñidos directamente
hacia el cementerio.
—¡Por aquí es más rápido! —aulló el enano mientras revoleaba a un lado y a otro
las bolas de las armas, que pendían al final de las cadenas—. ¡Buajajá!
—¡Oh, señora Lloth! —se lamentó Jarlaxle—. Si me has mandado a éste para
atormentarme, que sepas que me rindo y que te lo puedes llevar de vuelta.
El enano cargó cuesta abajo, entre patadas y sacudidas del jabalí. Otro relámpago
azul verdoso iluminó el prado cubierto de piedras, y pudo ver docenas de muertos
vivientes surgiendo de la tierra abierta y alzando sus manos esqueléticas hacia el
enano que se les venía encima.
Athrogate bramó todavía más fuerte y apretó las poderosas piernas contra los
flancos del jabalí demoníaco. El animal, al parecer no menos desquiciado que su
barbudo jinete, cargó de lleno contra la horda andante, y el enano empezó a atizar con
los manguales a su alrededor. Con sus potentes golpes, las armas machacaron huesos,
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desprendieron dedos y brazos extendidos, y rompieron costillas.
El jabalí en que iba montado aplastaba con sus patas a los irracionales muertos
vivientes que se acercaban ávidamente. Athrogate clavó los talones en los flancos del
animal demoníaco, que dio un salto a lo alto y descargó el fuego de los planos
inferiores. Un estallido de llamaradas anaranjadas surgió de debajo de sus cascos al
aterrizar, lo que provocó una erupción en un radio que era más ancho que alto era el
enano. En torno a Athrogate, la hierba humeaba y entre la vegetación más alta
aparecían lenguas de fuego.
Aunque las llamas prendían en los esqueletos más próximos, no parecían disuadir
ni lo más mínimo a los que venían detrás. Las criaturas se acercaban sin la menor
muestra de temor.
Un golpe dado desde arriba por el enano con uno de sus manguales alcanzó un
cráneo; éste estalló y se convirtió en una nube de polvo blanco. Llevó el otro mangual
de atrás hacia adelante y arrancó limpiamente tres brazos esqueléticos tendidos hacia
él.
Los esqueletos no parecieron darse cuenta, y seguían avanzando, más y más.
Athrogate rugió con todas sus fuerzas al verse presionado y aumentó la furia de
sus golpes. No necesitaba hacer puntería. No habría errado ningún golpe ni siquiera
proponiéndoselo. Los dedos trataban de asirlo y las calaveras le tiraban mordiscos.
Entonces, el jabalí aulló de dolor. Saltó y lanzó otro círculo llameante, pero los
esqueletos, implacables, no se detenían ante el fuego que ennegrecía sus piernas.
Unos dedos sarmentosos se cerraron sobre el animal, que empezó a retorcerse en un
imparable frenesí, y Athrogate salió despedido con fuerza. Aunque superó la primera
línea de esqueletos, aún no había acabado de caer cuando muchos más se abalanzaron
sobre él.
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despedazaba a un esqueleto o hacía polvo un cráneo.
No obstante, cada vez eran más los que salían de la tierra removida, para clavar
sus garras.
Al lado del cerro, Jarlaxle se puso un anillo con displicencia y sacó una varita del
bolsillo. Apuntó con su anillo, y la magia de éste extendió y aumentó su impacto
muchas veces, abriendo un sendero de fuerza entre las filas más próximas de
esqueletos. Saltaron huesos en todas direcciones. Un segundo golpe hizo trizas a
otros tres que trataban de acercársele por el flanco izquierdo.
Una vez asegurado el espacio inmediato, el drow alzó la varita y utilizó sus
poderes para producir un estallido de luz resplandeciente, caliente y mágica, que
sembró una devastación definitiva entre los no muertos.
A diferencia de las llamas del jabalí mágico, la luz de la varita era algo que no
podía pasar desapercibido a los esqueletos. Mientras que el fuego podía chamuscar
sus huesos, producirles quizá alguna leve herida, la luz mágica los golpeaba en el
centro mismo de la magia que los había animado, contrarrestando la energía negativa
que había hecho que resurgieran de la tumba.
Jarlaxle centró el estallido en el lugar donde había caído Athrogate, y el esperado
grito de sorpresa y de dolor del enano —dolor producido por el ardor en los ojos— le
sonó al drow a música celestial.
No pudo por menos que reírse cuando el enano surgió finalmente de entre el
chasquido de los esqueletos que se desplomaban.
Sin embargo, la batalla no estaba ganada ni mucho menos. Más y más esqueletos
seguían levantándose y avanzando.
El jabalí del enano había desaparecido, muerto por la horda. La magia de la
estatuilla tardaría horas en poder producir otra criatura. También el ave de Jarlaxle
había caído víctima de unos dedos desgarradores que la estaban despedazando. El
drow se llevó la mano a la cinta del sombrero, donde estaba empezando a crecer una
nueva pluma, pero deberían pasar varios días antes de que pudiera invocar otra
diatryma.
Athrogate se dio la vuelta como si estuviera dispuesto a embestir a otro grupo de
esqueletos.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Jarlaxle.
—¡Todavía hay más que matar, elfo! —respondió el enano, frotándose aún los
doloridos ojos.
—Entonces, te dejaré para que te destrocen.
—¡Me estás pidiendo que abandone un combatel —gritó Athrogate mientras sus
manguales pulverizaban otro esqueleto que quería agarrarlo con sus manos.
—Tal vez la magia que levantó a estas criaturas también te despierte convertido
en un zombi —dijo Jarlaxle, que volvió la cabalgadura para dirigirla hacia el cerro.
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Un instante después, el drow oyó farfullar a Athrogate mientras éste se acercaba.
El enano iba que echaba chispas mientras sostenía la estatuilla de ónice del jabalí y
hablaba entre dientes.
—No puedes invocar otra montura en este momento —le recordó Jarlaxle,
tendiéndole una mano a la que el otro se cogió.
El enano se acomodó detrás del drow, sobre el lomo del corcel, y Jarlaxle acicateó
al animal, que salió como una exhalación dejando a los esqueletos muy, muy atrás.
Cabalgaron duro, luego con un poco más de tranquilidad, y el enano empezó a reír
entre dientes.
—¡No te fastidia! —exclamó Jarlaxle.
Athrogate rompió a reír a carcajadas.
—¿Qué pasa? —preguntó Jarlaxle, pero no podía perder tiempo en mirar hacia
atrás, y Athrogate parecía demasiado divertido como para responder como era
debido.
Cuando por fin llegaron a un lugar donde podían detenerse sin peligro, Jarlaxle
paró abruptamente la cabalgadura y se dio la vuelta.
Allí estaba Athrogate, rojo de tanto reír y sosteniendo un antebrazo y una mano
esquelética que seguía tratando de asir el aire. Jarlaxle desmontó de un salto, y al ver
que el enano no lo seguía inmediatamente, despidió al corcel haciendo que Athrogate
cayera al suelo en medio de un torbellino insustancial de humo negro.
A pesar de todo, el enano seguía riendo mientras daba golpes en el suelo con los
pies, terriblemente divertido por la visión del brazo esquelético animado.
—¡Quieres deshacerte de una vez de esa maldita cosa! —le dijo Jarlaxle.
Athrogate lo miró con incredulidad.
—Pensaba que tenías más imaginación, elfo —dijo.
El enano se levantó de un salto y se quitó el pesado pectoral. En cuanto se hubo
liberado de él echó hacia atrás la mano con la que sostenía el esquelético despojo y
dio un gran suspiro de alivio cuando los descarnados dedos le rascaron la espalda.
—¿Cuánto tiempo crees que vivirá?
—Espero que más que tú —replicó el drow, cerrando los ojos y meneando la
cabeza con desesperación—. Supongo que no demasiado tiempo.
—¡Buajajá! —exclamó Athrogate con voz ronca. Y luego—: ¡Aaaaah!
—La próxima vez que nos enfrentemos a semejantes criaturas confío en que sigas
mi ejemplo —le dijo Jarlaxle a Athrogate por la mañana, mientras el enano seguía
perdiendo el tiempo con su macabro juguete.
—¿La próxima vez? ¿Qué me cuentas, elfo?
—No fue un encuentro aleatorio —admitió el drow—. Ya van dos veces que me
visita en mi ensoñación una bestia a la que creía haber destruido y que, no sé cómo,
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ha trascendido la muerte.
—¿Una bestia que hizo revivir a esos esqueletos?
—Un gran dragón —explicó Jarlaxle—, hacia el sur y…
El drow hizo una pausa; no estaba demasiado seguro de dónde se encontraba la
guarida de Hephaestus. Había estado allí, pero teletransportado por la magia.
Recordaba el aspecto general de esa región lejana, pero no los detalles, aunque pensó
en alguien que seguramente conocería el lugar.
—Cerca de las montañas Copo de Nieve —añadió—. Un gran dragón que, según
parece, puede recorrer con el pensamiento cientos de kilómetros.
—¿Crees que tenemos que seguir huyendo?
Jarlaxle negó con la cabeza.
—Se me ocurren algunos grandes poderes a los que puedo recurrir para derrotar a
esa criatura.
—¡Vaya! —fue el comentario del enano.
—Sólo tengo que convencerlos de que no nos maten primero a nosotros.
—¡Vaya!
—De hecho —dijo el drow—, se trata de un poderoso sacerdote llamado
Cadderly, un Elegido de su dios, que prometió que me mataría si me atrevía a volver.
—¡Vaya!
—Pero encontraré la forma.
—Eso expresas y eso esperas; confío en que el que lo pague yo no sea.
Jarlaxle le echó una mirada asesina.
—¡O sea que no puedes volver a donde quieres…, aunque no se me viene por qué
ir a donde sólo son dragones lo que vieres!
La mirada asesina se convirtió en un gruñido.
—Lo sé, lo sé —dijo Athrogate—. No más rimas, pero ¿a que ésa ha sido buena?
—Hay que elaborarla —dijo el drow—, aunque reconozco que esta vez te has
esforzado más que de costumbre.
—¡Vaya! —dijo el enano, radiante de orgullo.
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CAPÍTULO 2
EL CONTINUUM INTERRUMPIDO
Drizzt Do'Urden se incorporó, apartó las mantas y alzó los brazos desnudos; abriendo
bien los dedos, se estiró hacia el cielo de la mañana. Era un gusto volver a viajar,
alejarse de Mithril Hall después del lóbrego invierno. Resultaba estimulante oler el
aire fresco y limpio, lejos del humo de las forjas, y sentir el viento en los hombros y
removiendo su espesa y larga cabellera blanca.
Le gustaba estar a solas con su esposa.
El elfo oscuro describió amplios círculos con la cabeza, estirando el cuello.
Volvió a alzar los brazos y se arrodilló sobre las mantas. Sintió el contacto de la fría
brisa sobre el cuerpo desnudo, pero no le importó. El viento frío le daba vigor y le
hacía revivir mil sensaciones.
Lentamente, se puso de pie, exagerando cada movimiento para eliminar las
agujetas producidas por el duro suelo que le había servido de colchón; luego se apartó
del pequeño campamento, dejando atrás el círculo de piedras para echar una mirada a
Catti-brie.
La mujer, cubierta sólo con su colorida blusa mágica que había pertenecido en
otro tiempo a un mago gnomo, estaba de pie en una pendiente cercana, con las
palmas juntas hacia adelante, en actitud de profunda concentración. Drizzt se
maravilló ante su sencillo encanto. La colorida blusa sólo la cubría hasta medio
muslo, y la belleza natural de Catti-brie no quedaba ni disminuida ni eclipsada por la
prenda de excelsa factura.
Volvían a Mithril Hall desde la ciudad de Luna Plateada, donde Catti-brie tenía a
su maga mentora, la gran dama Alustriel, que gobernaba la ciudad. La visita no había
sido placentera. Había algo en el aire, algo peligroso y aterrador. Reinaba entre los
magos la sensación de que algo no iba bien en el Tejido de la magia. Los informes y
los rumores provenientes de todo Faerun hablaban de conjuros desbaratados, de
magia que salía mal o que no funcionaba en absoluto, de brillantes magos que de
pronto se volvían locos.
Alustriel había admitido que temía por la integridad del mismísimo Tejido de
Mystra, de la fuente misma de la energía arcana, y el color ceniciento de su cara era
algo insólito, algo que Drizzt no había visto jamás, ni siquiera cuando el rey Obould y
sus hordas de orcos habían abandonado las cuevas de las montañas movidos por un
frenesí asesino. Tenía un aire decaído y medroso que Drizzt jamás habría creído
posible en aquella renombrada campeona, una de las Siete Hermanas, Elegidas de
Mystra, amada soberana de la poderosa Luna Plateada.
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La vigilancia, la observación y la meditación figuraban en el orden del día de
Alustriel, y ella y todos los demás luchaban por desentrañar las causas de lo que
estaba sucediendo. Catti-brie, cuya carrera como maga databa de menos de una
década, aunque era muy prometedora, se había tomado muy en serio ese programa.
Drizzt sabía que por eso se había levantado tan temprano y se había apartado de
las distracciones del campamento y de su presencia, para dedicarse a solas a su
meditación.
El elfo sonrió mientras la contemplaba, con su pelo cobrizo todavía brillante y
espeso, que le llegaba hasta los hombros, movido por la brisa; sus formas, un poco
más rotundas por el paso de los años tal vez, pero que todavía le resultaban tan
hermosas e incitantes, mientras se balanceaba levemente al ritmo de sus
pensamientos.
La mujer abrió los brazos con lentitud, como una invitación a la magia. Las
mangas sólo le llegaban al codo. Drizzt sonrió cuando se levantó del suelo, flotando
unos palmos en fácil meditación. Unas llamaradas purpúreas se elevaron del suelo y
acariciaron su cuerpo, como una extensión de la tela morada de la blusa, como si la
magia de la prenda se fundiera con ella en un conjunto simbiótico. Una ráfaga mágica
la golpeó y le echó hacia atrás el pelo.
Drizzt se dio cuenta de que estaba inmersa en conjuros simples, en una magia que
no representaba peligro. Trataba de intimar más con el Tejido, tomando en
consideración los temores que le había transmitido Alustriel.
Un destello de magia en la distancia sorprendió a Drizzt, que echó hacia atrás la
cabeza ante el retumbo del trueno que siguió.
Frunció el entrecejo, confundido. Era un amanecer despejado, pero había sido un
relámpago en las alturas que había llegado hasta el suelo, ya que vio el rastro
restallante y persistente de color azulado en la distancia.
Drizzt llevaba cuarenta y cinco años en la superficie, pero jamás había visto un
fenómeno natural como ése. Había presenciado terribles tempestades desde la
cubierta del Duende del Mar del capitán Deudermont; había visto una tormenta de
arena en el desierto de Calim; había sido testigo de una nevada que había cubierto el
terreno hasta la rodilla en una hora. Incluso en una ocasión había visto el extraño
fenómeno denominado «bola relampagueante» en el Valle del Viento Helado, y se
imaginaba que lo que acababa de presenciar era alguna variante de esa peculiar
energía.
Sin embargo, ese relámpago había recorrido una trayectoria recta y arrastraba una
reverberante cortina de energía blanco azulado.
Daba la sensación de que atravesaba la campiña hacia el norte de donde él se
encontraba. Miró a Catti-brie, que flotaba y resplandecía sobre la colina del este, y se
preguntó si era conveniente perturbar su meditación para llamarle la atención sobre el
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fenómeno. Volvió a mirar la línea relampagueante, y el asombro le hizo abrir mucho
los ojos color lavanda. De pronto, había acelerado y había cambiado de rumbo, venía
en dirección a él.
Desvió la vista hacia Catti-brie y se dio cuenta de que, en realidad, iba directa
hacia ella.
—¡Cat! —gritó, y empezó a correr.
Ella no parecía oírlo.
Las tobilleras mágicas pusieron alas en sus pies y empezó a correr tan deprisa que
sus piernas se desdibujaron; pero el relámpago lo superaba y lo único que pudo hacer
fue gritar una y otra vez mientras el fenómeno pasaba a su lado. Pudo sentir su
torrencial energía. Se le puso el pelo de punta debido a la poderosa estática, y las
hebras blancas quedaron flotando en todas direcciones.
—¡Cat! —volvió a gritarle a la mujer, que brillaba suspendida en el aire—. ¡Catti-
brie! ¡Corre!
Estaba sumida en su meditación, aunque de hecho pareció reaccionar levemente,
y volvió la cabeza para mirar a Drizzt.
Demasiado tarde. Abrió mucho los ojos cuando el veloz relámpago superficial la
envolvió. De sus brazos abiertos brotaron chispas azules, y sus dedos se agitaron
espasmódicamente mientras su cuerpo era sacudido por poderosas descargas.
El contorno del extraño relámpago se mantuvo unos instantes y luego siguió su
marcha; la mujer continuó flotando en la reverberante luz azul de su estela.
—Cat —dijo Drizzt con un respingo en tanto atravesaba desesperado el
pedregoso terreno.
Catti-brie seguía suspendida en el aire, temblorosa y agitada. Drizzt contuvo la
respiración mientras se acercaba. Vio que tenía los ojos en blanco.
La cogió por la mano y sintió una descarga eléctrica, pero no la soltó, sino que se
empeñó en apartarla de la línea zigzagueante del relámpago. La rodeó con sus brazos
y trató en vano de atraerla hacia el suelo.
—Catti-brie —llamó Drizzt con voz implorante—. ¡Quédate conmigo!
Un buen rato tuvo a la mujer así sujeta, hasta que por fin empezó a relajarse y
suavemente inició el descenso hacia el suelo. Drizzt la echó hacia atrás para verle el
rostro. Su corazón latía irregularmente hasta que se dio cuenta de que otra vez estaba
viendo sus hermosos ojos azules.
—¡Por los dioses!, pensé que te había perdido —dijo con un gran suspiro de
alivio, pero lo dejó en suspenso al ver que Catti-brie no parpadeaba.
En realidad, la mujer no lo miraba a él, sino que tenía la vista fija en un punto
distante, por detrás de Drizzt. Éste echó una mirada por encima del hombro para ver
qué era lo que atraía tan poderosamente la atención de Catti-brie, pero no había nada.
—¿Cat? —susurró, mirándola a los ojos, unos ojos que no lo miraban a él ni a
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ninguna otra cosa, unos ojos fijos en la nada.
La sacudió. Ella farfulló algo que el elfo fue incapaz de descifrar. Se le acercó
más.
—¿Qué? —preguntó, sacudiéndola otra vez.
Catti-brie se elevó del suelo varios centímetros, abrió los brazos y puso otra vez
los ojos en blanco. Las llamas purpúreas volvieron a aparecer, y también la crepitante
energía.
Drizzt se dispuso a tirar otra vez de ella hacia el suelo, pero se quedó paralizado
por la sorpresa cuando todo el cuerpo de la mujer se agitó como movido por una
oleada de energía. Impotente, el drow observó, a la vez fascinado y horrorizado.
—¿Catti-brie? —la llamó.
Mientras miraba sus ojos en blanco, se dio cuenta de que había algo diferente.
¡Muy diferente! Las arrugas de su rostro se habían suavizado y estaban
desapareciendo. ¡Su cabellera parecía más larga y espesa, e incluso el peinado había
cambiado a un estilo que hacía años que no llevaba! También parecía un poco más
esbelta y de piel más tersa.
Más joven.
—Era un arco que yo misma encontré en los recintos de un reino enano —dijo
ella, o algo así, porque Drizzt no la entendió bien. Había hablado con un claro acento
enano, como el que tenía en la época que había pasado casi exclusivamente con
Bruenor en la lobreguez de la cumbre de Kelvin, en el lejano Valle del Viento Helado.
Catti-brie todavía flotaba por encima del suelo, pero el fuego mágico y la energía
crepitante se habían disipado. Sus ojos se enderezaron y volvieron a la normalidad de
ese azul profundo que había cautivado el corazón de Drizzt.
—El Buscacorazones, sí —dijo Drizzt. Dio un paso atrás, descolgó de su hombro
el poderoso arco y se lo entregó.
—Sin embargo, no puedo pescar en el Maer Dualdon con un arco, por eso
prefiero el sedal de Panza Redonda —dijo Catti-brie, manteniendo la mirada fija en la
lejanía.
En la cara de Drizzt se reflejaba la confusión que sentía.
La mujer dio un profundo suspiro. Volvió a voltear los ojos y otra vez Drizzt vio
que los tenía en blanco. Las llamas y la energía reaparecieron, y de algún lugar llegó
una ráfaga de viento que sólo golpeó a Catti-brie, como si aquellas oleadas de energía
que brotaban de ella regresaran a su ser. Su cabello, su piel, su edad…, todo volvió a
ser como antes, y su colorida vestimenta dejó de agitarse con el viento.
Pasó el momento, y la mujer se posó otra vez en el suelo, nuevamente
inconsciente.
Drizzt volvió a sacudirla, la llamó muchas veces, pero ella no parecía darse
cuenta. Chasqueó los dedos delante de sus ojos, pero la mujer ni siquiera parpadeaba.
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Se dispuso a levantarla en brazos para llevarla al campamento a fin de poder volver a
toda prisa a Mithril Hall, pero al extenderle el brazo vio un desgarro en su blusa
mágica, justo detrás del hombro, y se quedó paralizado al notar unas magulladuras
debajo del tejido. Con un estremecimiento de terror, Drizzt apartó suavemente la tela
rota.
Contuvo la respiración, asustado y confundido. Había visto la espalda desnuda de
Catti-brie un millar de veces y se había maravillado ante el espectáculo de su piel
tersa e inmaculada; pero ahora había una marca, incluso una cicatriz, y tenía la forma
inconfundible de un reloj de arena del tamaño de su puño. La mitad inferior estaba
casi totalmente descolorida, mientras que la superior presentaba un nivel muy bajo de
color morado, como si casi toda la arena se hubiera trasvasado ya.
Drizzt lo tocó con manos temblorosas. Catti-brie no reaccionó.
—¿Qué es esto? —susurró, impotente.
Corrió llevando en brazos a Catti-brie, que iba con la cabeza caída, como si
estuviera medio dormida.
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CAPÍTULO 3
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inquietudes. Tenía el aspecto de un joven, de alguien que no representaba en absoluto
sus cuarenta y cuatro años. Sus ojos grises tenían el brillo de la juventud, y su melena
rizada de color castaño le caía sobre los hombros. Se movía con la soltura y la
agilidad de un hombre de muchos menos años, y andaba con paso decididamente
vivo. Vestía una indumentaria típicamente deneirana: unos pantalones y una casaca
de color crudo, a los que daba un toque personal con una capa azul celeste y un
sombrero de ala ancha del mismo color de la capa, con una banda roja y una pluma
en el lado derecho.
Los tiempos eran inquietantes; era probable que la magia del mundo se estuviera
destejiendo, y sin embargo, la mirada de Cadderly Bonaduce reflejaba más
entusiasmo que temor. Cadderly era un eterno estudioso, su mente se lo cuestionaba
todo, y no temía a lo que simplemente permanecía todavía inexplicado.
Lo único que quería era entenderlo.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —saludó una radiante mañana a un trío de
visitantes vestidos con las túnicas verdes de los druidas.
—El joven Bonaduce, supongo —dijo uno de barba gris.
—No tan joven —admitió Cadderly.
—Conocí a tu padre hace muchos años —respondió el druida—. ¿Estoy en lo
cierto si supongo que seremos bienvenidos en estos tiempos de confusión?
Cadderly lo miró con curiosidad.
—Cadderly vive todavía, ¿no es verdad?
—Bueno, sí —respondió Cadderly. Luego sonrió y preguntó—: ¿Cleo?
—¡Ah!, tu padre te ha hablado de… mí… —respondió el druida, pero acabó con
los ojos muy abiertos y tartamudeando—. ¿C…, Cadderly? ¿Eres tú?
—¡Te creía perdido con el advenimiento de la maldición del caos, viejo amigo!
—¿Cómo puedes ser tú…? —Cleo no terminó la frase, presa de una profunda
confusión.
—¿No te habían destruido? —preguntó el sacerdote de aspecto juvenil—. ¡Por
supuesto que no, ya que te tengo ante mí!
—¡Anduve deambulando bajo la forma de una tortuga durante años! —exclamó
Cleo—, atrapado por la locura bajo el caparazón de mi animal favorito. Pero tú,
¿cómo puedes ser Cadderly? Había oído hablar de los hijos de Cadderly. Tú deberías
tener la edad…
Mientras hablaba, un joven apareció junto al sacerdote. Se parecía mucho a
Cadderly, pero tenía los ojos almendrados, exóticos.
—Y he aquí a uno de ellos —explicó Cadderly, atrayendo a su hijo hacia sí con el
brazo extendido—. Mi hijo mayor, Temberle.
—Que parece mayor que tú —observó Cleo secamente.
—Es una historia larga y complicada —dijo el sacerdote—. Guarda relación con
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este lugar, Espíritu Elevado.
—Te reclaman en el observatorio, padre —dijo Temberle con un cortés saludo a
los nuevos visitantes—. Los hombres de Gond están declarando otra vez su
supremacía, ya que los artilugios superan la magia.
—Seguro que ambas facciones piensan que me sumaré a su causa.
Temberle se encogió de hombros, y Cadderly dio un hondo suspiro.
—Mi viejo amigo —le dijo a Cleo—, me gustaría dedicarte algo de tiempo para
ponernos mutuamente al día.
—Puedo hablarte de mi vida como tortuga —dijo Cleo con tono inexpresivo, y
arrancó de Cadderly una sonrisa.
—En este momento, tenemos en Espíritu Elevado muchos puntos de vista
encontrados y muy poco acuerdo —explicó Cadderly—. Por supuesto, todos andan
nerviosos.
—Con razón —dijo otro de los druidas.
—Y la razón es el único medio con que contamos para salir de esto —dijo
Cadderly—. Sed bienvenidos, pues, amigos, y entrad. Tenemos comida abundante y
discusión mucho más abundante. Sumad vuestras voces sin reservas.
Los tres druidas se miraron, y sus dos compañeros hicieron a Cleo un gesto de
aprobación.
—Tal como os había anticipado —dijo Cleo—. Estos deneiranos son sacerdotes
razonables. —Se volvió hacia Cadderly, que asintió, sonrió abiertamente y dio su
permiso.
—¿Lo ves? —le dijo Cadderly a Temberle mientras los druidas atravesaban la
puerta de Espíritu Elevado—. Te he dicho muchas veces que soy razonable. —Le dio
una palmadita en el hombro y marchó detrás de los druidas.
—Y cada vez que lo haces mi madre me susurra al oído que tu racionabilidad
siempre depende de que responda a tus deseos —dijo Temberle a sus espaldas.
Cadderly dio un traspiés y pareció a punto de caer. No volvió la vista, pero siguió
su camino riendo.
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en medio de un vendaval. Ese enano, Pikel Rebolludo, no era un típico enano, no sólo
porque había adoptado las costumbres de los druidas, sino por muchas otras razones
que hacían de él el preferido de Temberle.
Hanaleisa Maupoissant Bonaduce, que parecía una versión más joven de su
madre, Danica, con su cabello color rojo oscuro y sus brillantes ojos pardos,
almendrados como los de Temberle, alzó la vista desde la nueva plantación y sonrió a
su hermano, tan divertida como él por las cabriolas de Pikel.
—El tío Pikel dice que las hará crecer más que nunca —comentó Hanaleisa
mientras Temberle atravesaba la cancela.
—¡Evah! —gritó Pikel con voz ronca, y Temberle tuvo la sensación de que,
aparentemente, había aprendido una palabra nueva.
—Pero yo pensaba que los dioses no estaban escuchando —se atrevió a decir
Temberle, a lo que Pikel respondió con un «Uuuuh» de consternación y una agitación
admonitoria de su dedo.
—Ten fe, hermano —dijo Hanaleisa—. Tío Pikel conoce la tierra.
—Ahí, ahí —dijo el enano.
—Carradoon nos espera —dijo Temberle.
—¿Dónde está Rorey? —inquirió Hanaleisa en referencia a Rorick, el hermano
de ambos, que con sus diecisiete años era cinco menor que ellos.
—Con una pandilla de magos, discutiendo sobre la integridad de los hilos
mágicos que mueven el mundo. Espero que cuando esta situación tan rara se acabe,
Rorey tenga a una docena de poderosos magos dispuestos a ser sus mentores.
Hanaleisa asintió, pues ella, al igual que Temberle, conocía bien la propensión y
el talento de su hermano menor para inmiscuirse en cualquier debate. La joven se
sacudió la tierra de las rodillas y dio palmadas para desprenderse de la suciedad.
—Abre la marcha —le dijo a su hermano—. El tío Pikel no va a dejar que mi
huerto se muera, ¿verdad, tío?
—¡Duu-dad! —exclamó Pikel con aire triunfal, iniciando su danza de la lluvia…,
o danza de la fertilidad…, o danza del sol…, o lo que fuera que estuviera bailando.
Como de costumbre, los gemelos Bonaduce dejaron a su tío Pikel con unas
sonrisas satisfechas en sus jóvenes rostros, tal como había sucedido siempre, desde su
más tierna edad.
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palmas. Así permaneció como si estuviera en el agua, como si la gravedad no la
afectara en su estado de profunda meditación. Todavía llevó más allá el movimiento,
y lo hizo con tal gracia que era como si un hilo tirara de ella o una fuerza la impulsara
a elevarse de las palmas a los dedos.
Quedó cabeza abajo, absolutamente quieta y recta, inmune al paso del tiempo, sin
tensiones. Sus músculos no se esforzaban por mantener el equilibrio, sino que la
sostenían firmemente en esa posición, de modo que el peso del cuerpo se apoyaba de
manera uniforme sobre sus fuertes manos. Mantenía los ojos cerrados, y la cabellera,
cuyo color rojo oscuro tenía ya algunas hebras de plata, colgaba hacia el suelo.
Estaba totalmente inmersa en el momento, encerrada en su interior, pero percibió
que algo se aproximaba, un movimiento junto a la puerta, y abrió los ojos en el
preciso momento en que Ivan Rebolludo, el hermano de barba amarilla de Pikel,
asomó la peluda cabeza.
Danica miró al enano.
—Cuando toda su magia desaparezca, tú y yo nos adueñaremos del mundo,
muchacha —dijo él con un guiño exagerado.
Danica bajó las piernas y se apoyó con elegancia sobre los dedos de los pies, al
mismo tiempo que giraba para quedar de frente al enano.
—¿Qué te cuentas, Ivan? —preguntó.
—Más de lo que debiera y no lo suficiente para estar seguro —respondió—. Pero
los chicos mayores han partido para Carradoon, según me informa mi hermano.
—A Temberle le resulta grata la presencia de algunas jóvenes que hay allí, al
menos eso he oído.
—¡Ah! —La cara del enano se puso seria—. ¿Y qué hay de Hana?
Danica se rió de él.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Hay algún chico que la ande rondando?
—Tiene veintidós años, Ivan. Eso debería ser cuestión suya.
—¡Bah! No hasta que su tío Ivan hable con el interfecto. ¡Nada de eso!
—Se las puede arreglar sola. Ha sido formada en…
—¡No, no puede!
—Veo que no muestras la misma preocupación por Temberle.
—¡Bah, los chicos hacen lo que se supone que hacen, pero más les vale no
hacérselo a mi niña, a Hana!
Danica se tapó la boca con la mano en un inútil intento de disimular su sonrisa.
—¡Bah! —dijo Ivan, haciéndole un gesto con la mano—. ¡Voy a llevar a esa
muchacha a los salones de Bruenor, ya verás!
—No creo que ella acceda.
—¿Y quién ha dicho que se lo voy a preguntar? ¡Tus jovenzuelos se están
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desmandando!
Siguió gruñendo hasta que Danica consiguió por fin sofocar la risa el tiempo
suficiente para decir:
—¿Querías preguntarme algo?
Ivan se la quedó mirando un momento, con expresión confusa y aturdida.
—Sí —dijo, aunque no parecía muy seguro—. ¿Dónde está el pequeño? —añadió
después de tomarse un momento más para reflexionar—. Mi hermano estaba
pensando en hacer una escapada a Carradoon, y como él no se ha reunido con los
mayores cuando se han ido…
—No he visto a Rorick en todo el día.
—Bueno, no se ha ido con Temberle y Hana. ¿Te parece bien que vaya con su tío?
—No se me ocurre nada más seguro para mis hijos, buen Ivan.
—Ya, y es lo que es —coincidió el enano, enganchando los pulgares en los
tirantes de los pantalones.
—Sin embargo, me temo que no puedo decir lo mismo respecto de mis futuros
hijos políticos…
—Sólo respecto del yerno —la corrigió Ivan con un guiño.
—No rompas nada —le rogó Danica—, y no dejes marcas.
Ivan asintió; luego juntó las manos e hizo crujir los nudillos. Con una inclinación
de cabeza se marchó.
Danica sabía que Ivan era inofensivo, al menos por lo que respectaba a los
pretendientes de su hija. Tenía la impresión de que Hanaleisa las pasaría crudas para
mantener cualquier relación teniendo a Ivan y Pikel a su alrededor.
Aunque también era posible que esos dos pusieran a prueba las intenciones de
cualquier joven. Sin duda, un pretendiente tendría que tener una convicción muy
poderosa para no marcharse cuando los enanos empezaran a meterse con él.
Danica rió para sí misma y suspiró, satisfecha, al recordar que, descontando los
pocos años que habían estado alejados sirviendo al rey Bruenor en Mithril Hall, Ivan
y Pikel Rebolludo habían sido los mejores guardianes que ningún niño hubiera tenido
jamás.
El ser sombrío que en otro tiempo había sido el archimago Fetchigrol de una
civilización grande y perdida, ni siquiera se reconocía por ese nombre, ya que había
abandonado hacía tiempo su identidad en el ritual de incorporación comunal que
había forjado la Piedra de Cristal. Había conocido la vida; había conocido la no
muerte como lich; había conocido un estado de energía pura como parte de la Piedra
de Cristal; había conocido la nada, el olvido.
E incluso de ese último estado había regresado el que había sido Fetchigrol,
tocado por el propio Tejido. Ya no era un espíritu con libre albedrío, sino
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simplemente una extensión, un apéndice airado de ese curioso triunvirato de poder
que se había fundido en una fuerza malévola singular en una caverna excavada por el
fuego a muchos kilómetros al sudeste. Fetchigrol proporcionaba la ira de
Crenshinibon-Hephaestus-Yharaskrik, del ser en que se habían convertido, el Rey
Fantasma.
Y al igual que los siete espectros sombríos, Fetchigrol horadaba la noche en busca
de aquellos que habían perjudicado a sus amos. En las profundidades de las montañas
Copo de Nieve, mirando a un gran lago que brillaba bajo la luz de la luna hacia el
oeste, y en una senda que se internaba en las montañas y conducía a una gran
biblioteca, sentía que estaba cerca.
Cuando oyó las voces, un estremecimiento sacudió la sustancia sombría de
Fetchigrol, porque por encima de todo, el espectro no muerto buscaba una salida para
su malevolencia, una víctima para su odio. Se refugió en las sombras, detrás de un
árbol que daba al camino, cuando aparecieron un par de jóvenes humanos que
caminaban a tientas bajo la escasa luz tratando de no tropezar con las raíces que
surcaban el camino.
Pasaron justo delante de él sin darse cuenta siquiera, aunque la mujer ladeó la
cabeza con curiosidad y experimentó un estremecimiento.
¡Cuánto habría deseado la criatura no muerta saltar de su escondite y devorarlos!
Sin embargo, Fetchigrol estaba demasiado alejado de su mundo, se había internado
en el Páramo Sombrío, el reino de sombra y oscuridad que había llegado a Faerun
para inmiscuirse. Como sus seis hermanos, no tenía la sustancia necesaria para
afectar a las criaturas materiales.
Sólo espíritus. Sólo las energías vitales declinantes de los muertos.
Siguió a la pareja montaña abajo, hasta que por fin encontraron un lugar que les
pareció adecuado para acampar. Confiando en que permanecerían allí al menos hasta
la hora que antecede al amanecer, el malévolo espíritu se lanzó hacia la espesura en
busca de un recipiente.
Lo encontró a escasos tres kilómetros del campamento de los jóvenes humanos,
en la forma de un oso muerto cuya carcasa medio podrida estaba erizada de gusanos y
moscas.
Fetchigrol se inclinó ante la bestia y empezó un cántico para canalizar el poder
del Rey Fantasma, para invocar el espíritu del oso.
El cadáver se estremeció.
Con paso lento y el corazón más pesado que los agotados miembros, Drizzt
Do'Urden cruzó el puente sobre el río Surbrin. La puerta oriental de Mithril Hall
estaba a la vista, y también algunos miembros del clan Battlehammer, que corrieron a
recibirlo y ayudarlo con el peso que cargaba.
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Catti-brie iba exánime en sus brazos, balanceando la cabeza a cada paso y con los
ojos abiertos sin ver nada.
Y la expresión de Drizzt, llena de temor y de pesar, añadía peso a esa imagen
horrenda.
A gritos de «¡Llamad a Bruenor!» y de «¡Abrid las puertas y despejad el
camino!», condujeron a Drizzt por la puerta trasera. Pero antes de que hubiera dado
diez pasos en el interior de Mithril Hall, apareció una carreta a su lado y un grupo de
enanos ayudaron a que él y Catti-brie subieran a la parte trasera del vehículo.
Sólo entonces se dio cuenta Drizzt de lo agotado que estaba. Había recorrido
kilómetros con Catti-brie en brazos, sin atreverse a parar, ya que ella necesitaba un
tipo de ayuda que él no podía darle. Esperaba que los sacerdotes de Bruenor supieran
qué hacer, y los enanos que lo rodearon lo tranquilizaban asegurándole que así sería.
El carretero condujo al tiro de bueyes a través del barranco de Garumn y por los
largos y sinuosos túneles que llevaban a los aposentos de Bruenor.
La noticia ya se había difundido, y Bruenor estaba en la sala esperándolos. Regis
y muchos otros estaban a su lado, mientras él se paseaba ansiosamente, estrujándose
las fuertes manos o mesándose la gran barba, cuyo color rojo se había ido
convirtiendo en naranja por el gris que lo suavizaba.
—¡Elfo! —saludó Bruenor—, ¿qué tienes que contarme?
Drizzt a punto estuvo de derrumbarse ante el tono desesperado de su querido
amigo, porque no tenía mucho que explicar ni podía transmitir esperanzas. Reunió
toda la energía que pudo y, pasando las piernas por encima del costado del vehículo,
se dejó caer al suelo ágilmente. Miró a Bruenor a los ojos y sacó fuerzas para un leve
gesto esperanzador con la cabeza. Se esforzó por mantener ese optimismo mientras
rodeaba la carreta y bajaba el portalón trasero para coger en brazos a su amada Catti-
brie.
Bruenor estaba a su lado, con los ojos desorbitados. Las manos le temblaban
cuando las alzó para tocar a su querida hija.
—¿Elfo? —Su voz era apenas un susurro, y hablaba tan entrecortadamente que la
breve palabra se alargó muchísimo.
Drizzt lo miró y se quedó paralizado, incapaz de mover la cabeza ni de esbozar
una sonrisa de esperanza.
Drizzt no tenía respuestas.
Catti-brie había sido alcanzada por la magia desatada, eso era todo lo que podía
decir; estaba perdida para ellos, estaba perdida para la realidad circundante.
—¿Elfo? —repitió Bruenor mientras acariciaba con los dedos la suave cara de su
hija.
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árbol seco, con las manos entrelazadas de una forma sorprendente hacia adelante.
Hanaleisa, tan imbuida de las dotes de su madre, encontró su centro de paz y
fortaleza.
Podría haber alzado los brazos, haber agarrado la rama y haberla partido con el
peso de su cuerpo, haciendo palanca, pero ¿qué gracia habría tenido?
En lugar de eso, convirtió al árbol en su adversario, su enemigo, su desafío.
—¡Date prisa, la noche se pone fría! —le gritó Temberle desde el campamento
que habían montado junto al camino.
Hanaleisa no permitió que ni la sombra de una sonrisa alterara la seriedad de su
rostro e hizo caso omiso de la llamada de su hermana Totalmente concentrada, golpeó
de forma repentina descargando toda su fuerza cerca del punto donde la rama se unía
al árbol, primero con el codo izquierdo, después con el derecho y nuevamente con el
izquierdo, antes de adoptar una postura defensiva y levantar la pierna preparando una
patada al aire.
Dio un salto en redondo y, de un puntapié, cortó el extremo de la rama; lejos del
tronco, primero, y en su parte media, a continuación. Con otra patada, desprendió por
fin la rama del árbol en el punto que ya había debilitado con los codos.
La rama cayó limpiamente al suelo en tres trozos iguales.
Hanaleisa tocó el suelo, en una muestra de equilibrio impecable, juntando los
dedos de las manos. Hizo una reverencia al árbol, su adversario derrotado, a
continuación, recogió la leña y se dirigió al campamento, desde donde su hermano la
volvía a llamar.
Había dado unos cuantos pasos cuando oyó que algo se arrastraba en el bosque,
no muy lejos de ella. La joven se quedó absolutamente quieta en su sitio, sin hacer el
menor ruido, recorriendo con la vista los espacios que recortaba la luna en medio de
la oscuridad y tratando de captar cualquier movimiento.
Algo avanzaba entre la maleza, algo pesado, a menos de veinte pasos de ella, y se
dio cuenta de que se dirigía directamente al campamento.
Hanaleisa plegó poco a poco las rodillas, depositó en el suelo la leña sin hacer
ruido y se reservó un grueso leño. Se puso de pie y se quedó quieta un momento,
tratando de detectar otra vez el sonido para orientarse. Con gran agilidad alzó primero
un pie y luego otro para despojarse de sus botas y, a continuación, empezó a caminar
descalza, con pasos leves.
No tardó en ver la luz del fuego que Temberle se había ingeniado y vio la forma
que se movía torpemente, interponiéndose entre ella y el fuego; parecía una criatura
realmente corpulenta.
Hanaleisa contuvo la respiración, tratando de escoger su siguiente movimiento, y
sin tardanza, porque la criatura iba acortando la distancia que la separaba de su
hermano. Sus padres la habían entrenado en las artes del combate, y las dominaba,
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pero jamás se había encontrado tan cerca del peligro.
—¿Hana?
La voz de su hermano la arrancó de su contemplación. Temberle había oído a la
bestia, que ya estaba muy cerca de él y avanzaba ahora a gran velocidad.
Hanaleisa salió a la carrera y gritó para atraer la atención de la criatura, temiendo
haber vacilado ya durante demasiado tiempo.
—¡Tu espada! —le gritó a su hermano.
La joven dio un salto al aproximarse a la bestia —un oso, según constató al fin—
y se agarró a una rama que había sobre su cabeza, desde donde tomó impulso para
pasar por encima del animal y colocarse delante. Sólo entonces comprendió
Hanaleisa la verdadera naturaleza del monstruo: no se trataba de un simple oso al que
se podía amedrentar y ahuyentar. Vio que tenía la mitad de la cara destrozada y que a
través de la carne descompuesta se atisbaba el hueso blanco de su calavera, brillante a
la luz de la luna.
Al pasarle por encima, la criatura alzó la cabeza para reaccionar, y la joven la
golpeó enérgicamente en pleno hocico con la palma abierta. El golpe sobresaltó al
monstruo, pero no detuvo el movimiento de su garra, que alcanzó de refilón a
Hanaleisa e hizo que diera una vuelta en el aire.
La joven aterrizó blandamente, pero un poco desequilibrada hacia un lado, en el
momento preciso en que Temberle pasaba corriendo a su lado espada en mano. Cargó
de frente contra el oso con un poderoso mandoble, que penetró en la piel desprendida
de la bestia y partió el hueso.
El oso no se detuvo, al parecer indiferente a la herida, y siguió el camino de la
espada directo hacia Temberle, con las terribles zarpas abiertas y mostrando al rugir
sus amenazadores colmillos.
Hanaleisa se interpuso de un salto entre Temberle y el oso, y descargó ambos pies
contra el pecho y los hombros del animal. De haberse tratado de un oso vivo, de
doscientos kilos de músculo, piel dura y hueso resistente, no lo habría movido
demasiado, por supuesto, pero su condición de no muerto jugaba a su favor, ya que
gran parte de la criatura se había caído a trozos o había sido devorada por los
carroñeros.
La bestia se tambaleó hacia atrás, y la hoja de la espada quedó lo bastante
despejada como para que Temberle pudiera arrancársela.
—No le claves la espada; hazle cortes —le recordó Hanaleisa.
La joven aterrizó de pie y avanzó propinándole al animal una rápida sucesión de
patadas y puñetazos. Apartó a un lado una zarpa y se colocó por detrás de las
mortíferas garras, para descargar una serie de contundentes golpes de puño en los
hombros de la bestia.
Sintió el crujido de los huesos bajo el peso de sus golpes, pero nuevamente la
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bestia pareció ajena al castigo y lanzó un revés que obligó a la joven a recular.
El oso pasó a la ofensiva y atacó con ferocidad, esa vez a la mujer. Hanaleisa
retrocedió, pero tropezó con una raíz y quedó atascada contra un grupo de abedules.
Gritó aterrorizada cuando la bestia se le tiró encima, o hizo amago de hacerlo,
porque una poderosa espada relumbró bajo la luz de la luna y asestó en el hombro
derecho del oso un golpe tan fuerte que lo atravesó. La bestia no muerta aulló y
persiguió a Hanaleisa, que trataba de escabullirse; arremetió contra el grupo de
abedules y derribó algunos ejemplares con su corpulenta forma. El oso mordía y daba
zarpazos como si ya tuviera seguro a su adversario, pero Hanaleisa se había colado
hacia un lado, arrastrándose para ponerse fuera de su alcance.
El oso trató de seguirla, pero Temberle no perdió el tiempo y desde atrás empezó
a asediarlo con decididos golpes de su espadón. A cada golpe le arrancaba un trozo de
carne, de modo que saltaban gusanos por todas partes y los huesos se reducían a
polvo.
A pesar de todo, el oso seguía embistiendo a cuatro patas y acercándose a
Hanaleisa.
La joven trató de sobreponerse a la repulsión y el pánico. Apoyó la espalda contra
un árbol sólido y retrajo las piernas, de forma que cuando la bestia se acercó con las
fauces abiertas para morderla, la recibió con reiteradas patadas en el hocico.
La bestia no se arredraba, y tampoco Temberle, que continuaba haciéndole cortes
desde atrás mientras Hanaleisa la castigaba con los pies. ¡Se le desprendieron la
mandíbula superior y el hocico, que quedó colgando hacia un lado, pero el cadáver
animado seguía y seguía!
En el último momento, Hanaleisa se arrojó a un lado y hacia atrás con una
voltereta. Aterrizó sobre sus pies, y aunque su instinto la instaba a salir corriendo,
suprimió el miedo.
El oso se volvió hacia Temberle con ferocidad. El joven descargó la espada con
todas sus fuerzas sobre la clavícula de la bestia, pero el monstruo la apartó con tanta
fuerza que la arrancó de la mano de Temberle e hizo que saliera volando.
El oso se alzó cuan alto era, con las patas delanteras levantadas hacia el cielo,
dispuesto a caerle encima al guerrero desarmado.
Hanaleisa le saltó a la espalda, y poniendo en su golpe toda la fuerza de su
impulso, unida a su máxima concentración y al vigor de todos sus años de
entrenamiento como monje, clavó los dedos índice y pulgar, extendidos como una
espada, en la nuca de la bestia.
Sintió que sus dedos atravesaban el cráneo. Retrocedió y repitió el golpe una y
otra vez, hasta pulverizar el hueso; los dedos se incrustaron en el cerebro de la
criatura y se lo arrancaron a trozos.
El oso giró, y Hanaleisa salió despedida contra un par de olmos jóvenes; tras
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rebotar de uno a otro, el impulso que llevaba facilitó que atravesara el espacio entre
los troncos.
Sin embargo, al deslizarse hacia el suelo por tan estrecha separación, se le quedó
atascado el tobillo. Desesperada, miró al monstruo, que se acercaba.
Entonces vio la espada que descendía detrás del animal, que le atravesó el cráneo
y le partió la cabeza en dos; después continuó por el cuello de la criatura.
¡Y a pesar de todo el monstruo siguió adelante! Hanaleisa lo miraba con ojos
desorbitados por el horror. ¡No podía liberar el pie!
Sin embargo, lo que en realidad movía al oso no muerto hacia adelante era el
impulso que llevaba, hasta que por fin se desplomó entre los olmos y cayó hacia un
lado.
Hanaleisa respiró. Temberle corrió hacia ella y la ayudó a soltarse, y luego a
ponerse de pie. Le dolía todo el cuerpo, y sin duda tenía una magulladura en el
hombro, pero el oso estaba muerto… otra vez.
—¿Qué demonio ha llegado a estos bosques? —preguntó la joven.
—No lo… —empezó a decir Temberle, pero se calló de golpe.
Los dos hermanos se estremecieron y se quedaron paralizados por la sorpresa.
Una súbita sensación de frío impregnó el aire.
Oyeron un sonido sibilante, tal vez una risa, y ambos se replegaron para adoptar
una postura defensiva, como les habían enseñado a hacer.
La ráfaga helada pasó de largo, y también la risa.
A la luz del fuego del cercano campamento, vieron una figura de sombra que se
alejaba.
—¿Qué era eso? —preguntó Temberle.
—Deberíamos volver —respondió Hanaleisa con voz entrecortada.
—Estamos mucho más cerca de Carradoon que de Espíritu Elevado.
—¡Deprisa entonces! —dijo la muchacha, y ambos corrieron hacia el
campamento y recogieron sus cosas.
Cada uno cargó una rama encendida para que les sirviera de antorcha, y se
pusieron en marcha por el camino. Mientras corrían se encontraron repetidas veces
con bolsas de aire frío, risas escalofriantes y sombras más oscuras que la más oscura
noche, que se movían en torno a ellos.
—Más deprisa —se dijeron el uno al otro en más de una ocasión, y sus susurros
se hicieron más insistentes cuando por fin se les agotaron las antorchas y la oscuridad
los envolvió estrechamente.
No pararon de correr hasta que llegaron a las afueras de la ciudad de Carradoon,
oscura y dormida a orillas del lago Impresk. Todavía faltaban horas para el amanecer,
y como conocían al propietario de Los Cedros Cimbreantes, una buena posada que
había por allí, se acercaron a la puerta y llamaron insistentemente.
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—¡Eh, que ya voy! ¿Qué manera de llamar es ésta a la hora de las brujas? —fue
la tosca respuesta que llegó desde una ventana de la planta superior—. ¡Esperad, eh!
¿Sois los hijos de Danica?
—Déjanos entrar, buen Bester Bilge —gritó Temberle—. ¡Por favor, déjanos
entrar!
Respiraron más tranquilos cuando la puerta se abrió. El alegre Bester Bilge tiró de
ellos hacia dentro; le dijo a Temberle que echara unos cuantos troncos sobre las
brasas del hogar y les prometió algo fuerte para beber y una sopa caliente enseguida.
Temberle y Hanaleisa se miraron con gran alivio, esperando haber dejado fuera el
frío y la oscuridad.
¿Cómo iban a saber que Fetchigrol los había seguido hasta Carradoon y en ese
mismo momento estaba en el viejo cementerio situado extramuros de la ciudad,
planeando una matanza para el día siguiente?
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CAPÍTULO 4
UN INDICIO EN LA GRIETA
Athrogate sostenía en alto el brazo esquelético. Gruñó al ver que no se movía y le dio
una leve sacudida. Los dedos empezaron a agitarse otra vez, y el enano sonrió y se lo
volvió a echar por encima del hombro, suspirando con satisfacción al ver cómo le
rascaba un lugar de difícil acceso en medio de la espalda.
—¿Cuánto tiempo crees que durará? —preguntó.
Jarlaxle, demasiado preocupado para pensar siquiera en la antigüedad que
esgrimía el enano, se limitó a encogerse de hombros y a seguir adelante por su
sinuoso camino. No sabía con certeza adónde se dirigía. Cualquiera que conociese a
Jarlaxle se habría dado cuenta de la gravedad de la situación al ver su expresión
insegura, pues muy pocas personas, si es que había alguna, habían visto perplejo a
Jarlaxle Baenre.
El drow se dio cuenta de que no podía esperar a que Hephaestus viniera hacia él.
No quería encontrarse con semejante enemigo solo, ni siquiera con Athrogate a su
lado. Pensó en volver a Luskan —Kimmuriel y Bregan D'Aerthe podrían prestarle su
ayuda—, pero su instinto lo desaconsejaba. Una vez más estaría dejando la iniciativa
en manos de Hephaestus, y sin duda llevaría las de perder ante un enemigo que
aparentemente podía convocar a secuaces no muertos con toda facilidad.
Por encima de todo, Jarlaxle quería ser quien atacara al dragón, y estaba
convencido de que Cadderly muy bien podía ser la solución a sus problemas. Pero
¿cómo reclutar para su lucha a un sacerdote que seguramente no querría tener nada
que ver con los elfos oscuros, salvo con un elfo oscuro en particular?
¿Y acaso no sería una gran idea conseguir que Drizzt Do'Urden y algunos de sus
poderosos amigos participaran en la cacería?
Pero ¿cómo?
Fue así como, siguiendo la dirección que marcaba Jarlaxle, los dos se dirigieron
hacia el este, abriéndose camino por la Marca Argéntea hacia Mithril Hall.
Fácilmente les llevaría unos diez días llegar, y el drow no estaba seguro de contar con
tanto tiempo. Ese primer día se negó a caer en estado de ensoñación, y cuando llegó
la noche, meditó levemente, de pie sobre un apoyo inestable.
Una brisa fría lo asaltó, y cuando se removió para acomodarse y evitarla, se
resbaló del estrecho tronco en el que se había colocado y se despertó a consecuencia
de la caída. Con la mano ya en el bolsillo, el drow sacó un puñado de piedrecitas de
cerámica. Trazó un rápido círculo, esparciéndolas a su alrededor, y cada una de ellas,
al golpear contra el suelo, se abrió y liberó al encantamiento que tenía dentro, una
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esencia mágica de luz brillante.
—¿Qué diablos…? —gritó Athrogate al despertarse por la repentina claridad.
Jarlaxle no le hizo ni caso y partió veloz tras una figura sombría que escapaba de
la luz mágica, algo doloroso para las criaturas no muertas. Lanzó otra bomba de luz
por delante de la forma agazapada que huía, y luego otra cuando salló volando hacia
un tramo en sombras.
—¡Deprisa, enano! —gritó el drow, y no tardó en oír a Athrogate bufando y
resoplando tras él.
En cuanto el enano lo adelantó, Jarlaxle sacó una varita mágica y lanzó un
estallido de luz todavía más brillante y poderosa, que fue a caer cerca de la figura
sombría. La criatura gritó con un alarido horroroso, sobrenatural, lo que hizo que a
Jarlaxle le recorriera la espalda un escalofrío.
Ese aullido no frenó en absoluto a Athrogate, y el bravo enano cargó con
decisión, con los manguales en las manos y los brazos extendidos a uno y otro lado
del cuerpo. Athrogate invocó el encantamiento del mangual que llevaba en la
derecha, y un aceite explosivo se extendió por la bola metálica. El enano se abalanzó
contra la criatura acobardada y la golpeó con todas sus fuerzas, decidido a poner fin
al combate con una única explosión.
El mangual no dio contra nada sólido; sólo emitió un zumbido al atravesar el aire
de la noche.
Entonces, Athrogate aulló de dolor cuando algo cortante lo golpeó en el hombro;
sintió un horroroso ardor. Reculó, revoleando el arma con desenfreno. La trayectoria
zigzagueante de su mangual nuevamente golpeó en el vacío.
Al ver las manos oscuras y frías del espectro extendiéndose hacia él, el enano
decidió aplicar una táctica diferente. Agitó los manguales desde ángulos diferentes
hacia dentro, con la intención de que las dos cabezas chocaran directamente en el
centro de la sombría oscuridad.
Jarlaxle contemplaba el combate con curiosidad, tratando de calibrar a ese
enemigo. El espectro era un secuaz de Hephaestus, evidentemente, y conocía bien las
cualidades habituales de los muertos vivientes incorpóreos.
El arma de Athrogate debería haberlo herido, al menos haberle hecho algún daño,
ya que los manguales del enano tenían poderosos encantamientos. Ni siquiera las
criaturas no muertas más poderosas, las que existían tanto en el plano material
primario como en un espacio más oscuro de energía negativa, tenían una inmunidad
tan absoluta a su asalto.
El drow hizo una mueca y cerró los ojos cuando las bolas de los manguales de
Athrogate chocaron una con otra. El aceite volátil explotó y produjo un destello
cegador, un estallido conmocionante que obligó al enano a echarse atrás.
Cuando Jarlaxle volvió a mirar, el espectro parecía totalmente indiferente al
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estallido, pero el drow observó algo insólito. Precisamente cuando las bolas
chocaron, el espectro pareció reducirse. En el momento de la explosión, dio la
impresión que la criatura se desvanecía o disminuía de tamaño.
Cuando la criatura no muerta se acercó al enano, pareció cobrar sustancia otra
vez, y extendió las manos oscuras para infligir más dolor frío.
—¡Elfo! ¡No puedo golpear a la maldita cosa! —El enano aulló de dolor y
retrocedió.
—¡Más aceite! —gritó Jarlaxle al ser asaltado por una idea—. Vuelve a golpear
una bola contra otra.
—¡Eso duele, elfo! ¡Tengo los brazos entumecidos!
—¡Hazlo! —ordenó Jarlaxle.
Otra vez disparó su varita, y el estallido de luz hizo que el espectro reculara, lo
que le dio a Athrogate unos segundos. Jarlaxle se quitó el sombrero y buscó en el
interior, y mientras el enano daba un golpe fenomenal con sus dos manguales, el
drow sacó un círculo plano de tela, como si fuera el forro negro de su sombrero y lo
lanzó. El objeto salió dando vueltas por el aire y se alargó al pasar al lado del enano.
Los manguales chocaron y, una vez más, la explosión arrojó a Athrogate hacia
atrás. El espectro, tal como había previsto Jarlaxle, empezó a desvanecerse, a
desaparecer hacia la nada, pero no, no hacia la nada, sino hacia algún otro plano o
dimensión.
Y el círculo de tela, el bolsillo extradimensional creado por el poder del sombrero
encantado de Jarlaxle, cayó sobre el sitio.
El repentino resplandor causado por las oleadas de energía —púrpura, azul y
verde— se expandió a partir de ese punto, emitiendo un latido de puro poder.
La trama del mundo se abrió.
Jarlaxle y Athrogate flotaron, ingrávidos, con la vista fija en el lugar que había
sido una vez un claro en el bosque y que ahora parecía transformado en un… paisaje
estelar.
—¿Qué has hecho elfo? —gritó el enano, cuya voz modulaba su volumen al ser
llevada por vientos intermitentes.
—¡Mantente apartado! —le advirtió Jarlaxle, y sintió un leve tirón en la espalda
que lo arrastraba hacia el lugar estelar; sabía que era una grieta, hacia el plano astral.
Athrogate empezó a agitar los brazos, repentinamente asustado, ya que no estaba
lejos del peligro. Comenzó a dar vueltas y volteretas, pero esos movimientos
resultaban inútiles para detener su deriva inexorable hacia las estrellas.
—¡No, así no! —le gritó Jarlaxle.
—¿Y cómo, estúpido elfo?
Para Jarlaxle la solución era fácil. Su deriva lo llevó junto a un árbol que seguía
firmemente arraigado en el firmamento. Se agarró a él con una mano y se mantuvo
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sin problemas en su lugar, sabiendo que un pequeño impulso lo alejaría de la grieta.
Porque era exactamente eso, como sabía Jarlaxle: una grieta en la trama del plano
material primario, la consecuencia de mezclar las energías de dos espacios
extradimensionales. Para Jarlaxle, que llevaba consigo elementos de sujeción que
creaban bolsillos extradimensionales cuya capacidad real superaba su capacidad
aparente, un par de bolsas en el cinto que hacían lo mismo y varios otros artilugios
que podían facilitar esencias mágicas similares, las consecuencias de mezclarlos no
eran nada desconocido ni inesperado.
Sin embargo, lo que lo sorprendió fue que su agujero extradimensional hubiera
reaccionado de tal modo con ese ser sombrío. Todo lo que había pretendido hacer era
atrapar a la cosa dentro del agujero mágico cuando tratase de fluir de regreso al plano
de los vivos.
—¡Arrójale algo! —gritó el drow. Y al ver que Athrogate levantaba el brazo
como para lanzar uno de sus manguales, añadió—: ¡Algo que no necesites recuperar!
Athrogate frenó el lanzamiento en el último momento y se quitó de la espalda la
pesada mochila. Esperó a estar en el punto conveniente de su giro y la lanzó contra la
grieta. La reacción opuesta mandó al enano flotando hacia atrás, lo bastante lejos de
la grieta como para que Jarlaxle pudiera aventurarse con una cuerda. Le arrojó a
Athrogate un extremo, de modo que el enano pudiera cogerlo, y en cuanto lo hizo, el
drow tiró con fuerza y atrajo al enano hacia sí y luego un poco más allá.
Jarlaxle se dio cuenta de que Athrogate se trasladaba apenas unos palmos antes de
salir de la zona de ingravidez y de caer de golpe sobre su trasero. Sin apartar un solo
instante los ojos del paisaje estelar que se extendía a apenas diez pasos de distancia,
Jarlaxle se impulsó hacia atrás y fue a caer junto a Athrogate, mientras el enano se
ponía de pie.
—¿Qué has hecho? —preguntó el enano con toda seriedad.
—No tengo la menor idea —replicó Jarlaxle.
—Sea lo que sea, lo has conseguido.
Jarlaxle, no demasiado convencido de ello, se limitó a hacer una mueca.
Se quedaron un rato vigilando la grieta. Gradualmente el fenómeno fue
disipándose, y el agreste paisaje fe recuperando su firmamento habitual, sin muestra
discernible de deterioro. Todo estaba como antes, salvo por el hecho de que el
espectro había desaparecido.
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—Creo que ganamos anoche —dijo el enano.
—Hemos derrotado a un secuaz —explicó Jarlaxle—. Según mi experiencia,
derrotar al secuaz de un poderoso enemigo sólo consigue poner más furioso al
enemigo.
—Entonces, ¿tendríamos que haber dejado que esa cosa ganara?
El suspiro de Jarlaxle arrancó a Athrogate una sonora carcajada.
Marcharon todo el día, y esa noche, en el campamento, Jarlaxle se permitió un
tiempo de ensoñación.
Y allí, en su propio subconsciente, Hephaestus lo volvió a encontrar.
—Sagaz drow —dijo el dracolich en su mente—, ¿realmente crees que podrás
escapar de mí tan fácilmente?
Jarlaxle instauró sus defensas en forma de imágenes de Menzoberranzan, la gran
ciudad de la Antípoda Oscura. Se concentró en un recuerdo claro, de una batalla que
su banda de mercenarios había librado en nombre de la madre matrona Baenre. En
aquella batalla, un Jarlaxle mucho más joven había entablado combate, uno tras otro,
con dos maestros de armas ante las puertas de Melee Magthere, la escuela drow de
artes marciales. Había sido posiblemente la lucha más desesperada que Jarlaxle había
librado jamás, y no habría sobrevivido de no haber sido por la intervención de un
tercer maestro de armas, uno de una Casa de menor rango, la Casa Do'Urden, por
cierto, aunque la batalla había tenido lugar muchas décadas antes de que Drizzt
naciera.
Ese recuerdo había cristalizado hacía mucho tiempo en la mente de Jarlaxle
Baenre, con imágenes definidas y claras, y un nivel de tumulto suficiente para
mantener ocupados sus pensamientos. Y con tan tremenda tensión emocional, el drow
esperaba no revelar su posición actual al intruso de Hephaestus.
—¡Bien hecho, drow! —lo felicitó el dragón—. Pero al final dará lo mismo.
¿Realmente crees que puedes esconderte de mi con tanta facilidad? ¿Realmente crees
que tu triquiñuela, tan simple, aunque indudablemente ingeniosa, puede destruir a
uno de los Siete?
Jarlaxle se quedó pensando: «¿Uno de qué Siete?».
Rápidamente retiró la pregunta a un lugar apartado de su mente y reanudó su
defensa mental. Comprendió que su atrevida estratagema poco o nada había sacudido
la confianza de Hephaestus, pero de todos modos estaba convencido de que el dragón
no estaba haciendo grandes avances. Entonces, se le ocurrió una idea que lo arrancó
de la confrontación con el dragón y de su ensoñación. Se cayó del árbol en el cual se
había apostado.
—Los Siete —dijo tragando saliva, tratando de recordar todo lo que sabía sobre
los orígenes de la Piedra de Cristal…
Y sobre los siete liches que la habían creado.
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—Los Siete… —susurró Jarlaxle otra vez, y un escalofrío le recorrió la espalda.
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Ni una queja más salió de la boca de Athrogate.
—¿Eres amigo de Drizzt Do'Urden? —le preguntó a Jarlaxle uno de los orcos al
que la bebida le había soltado la lengua.
—¿Lo conoces? —preguntó a su vez el drow, y varios orcos asintieron—. ¡Lo
mismo que yo! ¡He tenido varios encuentros con él y he combatido a su lado a veces,
y compadezco a los que se pongan delante de sus cimitarras!
Eso último no les sentó bien a los orcos, y uno de ellos gruñó de forma
amenazadora.
—El corazón de Drizzt está herido —dijo el orco, y la criatura sonrió ferozmente,
como si aquello lo regocijara.
Jarlaxle lo miró fijamente y trató de descifrar esas palabras.
—¿Catti-brie?
—Se ha quedado alelada —explicó el orco—. Tocada por la magia. Alelada por la
magia.
Otros dos rieron por lo bajo.
«El Tejido», coligió Jarlaxle, ya que sabía de los acontecimientos traumáticos que
estaban teniendo lugar a su alrededor. También Luskan, una ciudad que antes
albergaba la Torre de Huéspedes del Arcano y que todavía tenía entre sus ciudadanos
a muchos de los magos de ese lugar —y aliados de Bregan D'Aerthe—, había sido
afectada por el desbaratamiento del Tejido.
—¿Dónde está? —preguntó Jarlaxle, y el orco se encogió de hombros como si no
le importara.
Sin embargo, a Jarlaxle sí le importaba, pues ya estaba trazando un plan. Para
derrotar a Hephaestus necesitaba a Cadderly. Para contar con Cadderly, necesitaba a
Drizzt. ¿Podría ser que Catti-brie y, por consiguiente, Drizzt también necesitaran a
Cadderly?
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Bruenor la llamó, con voz teñida por la desesperación y el remordimiento, pero
ella no dio señales de oírlo.
—¿Guenhwyvar? —volvió a decir.
Entonces, dio la impresión de que caminaba, lenta y decididamente, aunque en
realidad no se movió. Alargó una mano como para tocar al felino…, el felino que no
estaba allí.
—¿Dónde está el elfo oscuro, Guenhwyvar? —preguntó con voz suave y
tranquila—. ¿Puedes llevarme con él?
—¡Por todos los dioses! —musitó Drizzt.
—¿Qué es esto, elfo? —inquirió Bruenor.
La niña se irguió y después se volvió, dándoles la espalda a los dos.
—¿Eres un drow? —Tras la pregunta hizo una pausa, como si le estuvieran
respondiendo—. He oído que los drows son malvados, pero tú no me lo pareces.
—¿Elfo? —El tono de Bruenor era implorante.
—Las primeras palabras que me dirigió —dijo Drizzt en un susurro.
—Yo me llamo Catti-brie. —Seguía hablando a la pared que estaba enfrente de
ellos—. Mi padre es Bruenor, rey del clan Battlehammer.
—Está en la cumbre de Kelvin —dijo Bruenor.
—Los enanos —dijo Catti-brie—. No es mi verdadero padre. Bruenor me adoptó
cuando era un bebé, cuando mis verdaderos padres fueron… —Hizo una pausa y
tragó saliva.
—Nuestro primer encuentro, en la cumbre de Kelvin —explicó Drizzt con voz
entrecortada. Y en verdad estaba oyendo a la mujer, que entonces era apenas una
niña, igual que lo había hecho aquel día de invierno extrañamente cálido sobre la
ladera de una lejana montaña.
Catti-brie los miró por encima del hombro; bueno, no los miró a ellos, sino que
miró por encima de ellos.
—Es una hermosa pant… —empezó a decir.
Pero de repente inspiró y otra vez puso los ojos en blanco, mientras sus brazos
caían a los lados del cuerpo. La energía mágica invisible se apoderó nuevamente de
ella, sacudiéndola con su intensidad.
Y ante la mirada atónita de los dos hombres, Catti-brie volvió a su edad real.
Cuando tocó el suelo, Drizzt y Bruenor corrieron a abrazarla y suavemente la
llevaron otra vez a su cama y la tendieron sobre ella.
—¿Elfo? —volvió a implorar Bruenor con tono de desesperación.
—No sé —replicó Drizzt, tembloroso y tratando de contener las lágrimas. El
momento que Catti-brie había evocado le era tan caro, estaba tan grabado en su
corazón y en su alma…
Estuvieron sentados junto al lecho de la mujer un largo rato, incluso después de
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que viniera Regis a recordarle a Bruenor que lo esperaban en la sala de audiencias.
Habían llegado emisarios de Luna Plateada y de Nesme, de Obould y de otras partes
del mundo. Era hora de que Bruenor Battlehammer fuera otra vez el rey de Mithril
Hall.
Sin embargo, apartarse del lecho de su hija era una de las cosas más difíciles que
había hecho en su vida. Para alivio del enano, después de comprobar que la mujer
dormía profundamente, Drizzt salió con él, y el fiel Regis se hizo cargo de su
vigilancia.
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intentando embaucarlo.
—Me temo que no conozco ese clan, ni siquiera las Colinas de Piedra —dijo
Bruenor.
El rey enano echó una mirada a Drizzt, que se encogió de hombros y negó con la
cabeza.
—Bueno, nosotros sí hemos oído de ti —replicó Athrogate—. Son muchas las
canciones sobre Mithril Hall que suenan en las Colinas de Piedra.
—Me alegra saberlo —respondió Bruenor, invitándolo a seguir con un gesto de la
mano, evidentemente ansioso de acabar con las formalidades—. ¿Y estás aquí para
ofrecernos oportunidades de comercio quizá? ¿O para sentar las bases de una alianza?
—¡Naa! —dijo Athrogate—. Soy sólo un enano que recorre el mundo y quiere
conocer al rey Bruenor Battlehammer.
El rey enano asintió.
—Muy bien. ¿Quieres quedarte con nosotros en Mithril Hall durante un tiempo?
Athrogate se encogió de hombros.
—Me dirigía al norte, a Adbar —dijo—. Tengo familia allí. Tenía pensado venir a
Mithril Hall de regreso hacia el oeste, no ahora; pero por el camino oí rumores sobre
tu hija.
Eso estimuló a Bruenor, y también al drow que tenía detrás.
—¿Qué has oído sobre mi hija? —preguntó Bruenor en un tono de desconfianza.
—Oí por el camino que ha sido afectada por el decaimiento del Tejido de la
magia.
—Conque has oído eso, ¿eh?
—Sí, rey Bruenor; por eso pensé que tenía que venir a toda la velocidad que me
permitían mis cortas piernas.
—¿Eres un sacerdote acaso?
—¡Naa! Sólo un metomentodo.
—Entonces, ¿por qué? ¿Qué? ¿Tienes algo que ofrecerme, Stuttgard de las
Colinas de Piedra? —dijo Bruenor con evidente agitación.
—Un nombre que creo que debes de conocer —dijo Athrogate—. El nombre
humano de Cadderly.
Bruenor y Drizzt se miraron, y a continuación observaron atentamente al
visitante.
—Su sede no está muy lejos de mi tierra —explicó Athrogate—. Pasé por allí al
venir hacia aquí, por supuesto. Tiene a un montón de magos y sacerdotes en este
momento, todos tratando de determinar la naturaleza de las cosas. No sé si me
entiendes.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Bruenor, haciendo evidentes esfuerzos por
mantener la calma, aunque era incapaz de suprimir la urgencia de su tono…, ni de su
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actitud, ya que se inclinó hacia adelante en el trono.
—Él y los suyos han estado trabajando en los problemas de la magia —explicó
Athrogate—. Pensé que quizá deberías saber que algunos con el cerebro afectado por
el Tejido han acudido allí, y la mayoría han salido recuperados.
Bruenor pegó un salto en su asiento.
—¿Dices que Cadderly está curando a los alelados por los problemas de la
magia?
Athrogate se encogió de hombros.
—Creí que querrías saberlo.
Bruenor se volvió rápidamente hacia Drizzt.
—Un mes o más de duro camino —le advirtió el drow.
—Los artilugios mágicos están funcionando —replicó Bruenor—. Tenemos la
carreta que mis muchachos están construyendo para los viajes a Luna Plateada.
Tenemos los zapatos de céfiro…
A Drizzt se le iluminaron los ojos al oír la referencia, porque era cierto que los
enanos del clan Battlehammer habían estado trabajado en una solución a su
aislamiento, incluso antes de que surgieran las tribulaciones mágicas. Al no contar
con la teletransportación mágica de sus ciudades vecinas, ni con creaciones mágicas
como los carros de fuego voladores de la dama Alustriel, los enanos habían optado
por una solución más mundana: construir una carreta lo bastante sólida como para
salvar los baches y las piedras de los caminos traicioneros. Se habían procurado
ayuda mágica para conseguir tiros capaces de arrastrar el vehículo.
El drow ya se disponía a abandonar el estrado antes de que Bruenor hubiera
acabado la frase.
—Ahora mismo me pongo en marcha —dijo Drizzt.
—¿Puedo desearte lo mejor, rey Bruenor? —preguntó Athrogate.
—Stuttgard de las Colinas de Piedra —repitió Bruenor, y se volvió al escribiente
de la corte—. ¡Apúntalo!
—Sí, mi rey.
—Que sepas que si mi hija encuentra la paz en Espíritu Elevado, haré una visita a
tu clan, buen amigo —dijo Bruenor, volviéndose hacia Athrogate—. Y que sepas que
para siempre te considero un amigo de Mithril Hall. ¡Puedes quedarte el tiempo que
quieras. Yo corro con todos los gastos! Pero te ruego que me perdones, tengo que
partir.
Lo saludó con una rápida inclinación de cabeza y salió corriendo de la sala antes
de que Athrogate pudiera siquiera darle las gracias.
Pletóricos de energía y entusiasmo por primera vez en esos días interminables, los
esperanzados Drizzt y Bruenor salieron corriendo hacía la habitación de Catti-brie. Se
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pararon de golpe al ver la crepitante energía púrpura y azul que se filtraba por las
rendijas de la puerta.
—¡Bah, otra vez no! —gruñó Bruenor.
El rey enano llegó a la puerta antes que Drizzt y la abrió de golpe.
Allí estaba Catti-brie, flotando de pie encima de la cama, con los brazos
extendidos a ambos lados, los ojos en blanco, temblando y temblando…
—Mi hija… —empezó a decir Bruenor, pero se mordió la lengua cuando vio a
Regis contra la pared, acurrucado en el suelo y tapándose la cabeza con los brazos—.
¡Elfo! —gritó.
En ese momento, Drizzt ya corría hacia Catti-brie y tiraba de ella para llevarla a
la cama. Bruenor farfulló una maldición y acudió a toda prisa a ayudar a Regis.
Al desvanecerse abruptamente la rigidez, una vez terminado el acceso, Catti-brie
se desplomó en brazos de Drizzt, que la sentó en la cama y la abrazó. Sólo entonces
reparó en la desesperación de Regis.
El halfling trataba de alejar a Bruenor agitando los brazos, y lo golpeó repetidas
veces mientras pugnaba por apartarlo. Estaba evidentemente aterrorizado, como si en
vez de ver al enano estuviera viendo a un gran monstruo.
—Panza Redonda, ¿qué te pasa? —le preguntó Bruenor.
Regis le gritó a la cara; fue una explosión primaria de puro terror. Cuando
Bruenor se apartó, el halfling se arrastró fuera de su alcance, poniéndose primero de
rodillas y después de pie. Se lanzó de cabeza contra la pared opuesta y se dio de
bruces contra ella. Rebotó y cayó al suelo con un gruñido.
—¡Oh, por todos los dioses! —dijo Bruenor, agachándose y recogiendo algo del
suelo. Se volvió hacia Drizzt y le mostró lo que tenía en la mano.
Era el colgante de rubí del halfling, la gema encantada que le permitía a Regis
lanzar hechizos sobre víctimas inadvertidas.
Regis se recuperó del golpazo que se había dado y se puso de pie de un salto.
Volvió a gritar y pasó corriendo junto a Bruenor, moviendo los brazos como un
poseso, Cuando el enano trató de detenerlo, el halfling lo abofeteó, lo golpeó e
incluso lo mordió. Bruenor no paraba de llamarlo por su nombre, pero daba la
impresión de que Regis no oía una palabra. Era como si el enano fuera un demonio o
un diablo dispuesto a comerse al halfling durante la cena.
—¡Elfo! —llamó Bruenor antes de dar un aullido y retroceder cogiéndose la
mano sangrante.
Regis corrió hacia la puerta, pero Drizzt fue más rápido; se le echó encima, y los
dos salieron rodando hacia la pared. Mientras rodaban, Drizzt manipuló la situación
para quedar detrás del halfling, sujetándolo con las piernas por la cintura y con los
brazos a la altura de las axilas, de modo que éste quedó totalmente inmovilizado.
Regis no tenía modo de soltarse, ni de golpear a Drizzt, ni de escabullirse de él,
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pero no por eso dejaba de agitarse ni de gritar como un loco.
El pasillo empezó a llenarse de enanos curiosos.
—¿Le has clavado al halfling un alfiler en el culo, elfo? —preguntó uno.
—¡Echadme una mano con él! —rogó Drizzt.
El enano se acercó y trató de coger a Regis, pero retiró la mano rápidamente
cuando el halfling intentó morderlo.
—¡Por los Nueve Infiernos!
—¡Limitaos a sujetarlo! —gritó Bruenor desde el interior de la habitación—.
¡Cogedlo y atadlo, pero no le hagáis daño!
—¡Sí, mi rey!
Les llevó un tiempo, pero por fin los enanos consiguieron apartar a Regis, que no
dejaba de moverse, de Drizzt.
—Podría golpearlo y dejarlo inconsciente —se ofreció uno, pero la mirada que le
echó Drizzt lo disuadió.
—Lleváoslo a su habitación y evitad que se dañe —dijo el drow. Volvió junto a
Catti-brie y cerró la puerta a su espalda.
—Ni siquiera se dio cuenta —le explicó Bruenor a Drizzt mientras éste se sentaba
en la cama junto a su amada—. No tiene ni idea del mundo que la rodea.
—Eso ya lo sabíamos —le recordó Drizzt.
—¡Ni un poquito! Y ahora el halfling tampoco.
Drizzt se encogió de hombros.
—Cadderly —le recordó al rey enano.
—Para los dos —dijo el enano, mirando hacia la puerta—. Panza Redonda usó el
rubí con Catti-brie.
—Para tratar de llegar a ella —añadió Drizzt.
—Pero, en cambio, fue ella la que llegó a él —dijo el enano.
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CAPÍTULO 5
MUERTOS AIRADOS
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naturaleza del cosmos —le replicó Hanaleisa.
—¡Duu-dad! —gritó Pikel, apartándose de la joven. Y cuando tanto ella como
Rorick lo miraron con curiosidad, se limitó a añadir—: ¡Ji, ji, ji!
—Se lo inventó todo —explicó Rorick, y Hanaleisa asintió.
—¿Y también los magos y los sacerdotes se lo inventaron todo? —preguntó
Hanaleisa—. Según tu percepción, quiero decir.
Rorick bajó la vista.
—Te sacaron con cajas destempladas —coligió Hanaleisa.
—Porque no pudieron soportar que los desplazara nuestro hermano pequeño. ¡Sin
duda! —intervino Temberle, que venía del herrero al que acababa de visitar a la
vuelta de la esquina. Su espadón había salido muy mal parado la noche anterior, tras
el impacto contra la clavícula del oso no muerto.
La expresión de Rorick se animó un poco al oír aquello, pero cuando alzó la vista
para mirar a sus hermanos, la confusión se adueñó de él.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, observando que Temberle tenía su espadón en
la mano y estaba examinando la hoja.
—¿Ayer salisteis tarde de Espíritu Elevado? —preguntó Temberle.
—Sí, a mediodía —respondió Rorick—. El tío Pikel quería usar las raíces de los
árboles para bajar de las montañas, pero padre se lo impidió, por temor a la
impredecibilidad e inestabilidad de la magia, incluso la de los druidas.
—¡Duu-dad! —dijo Pikel con una risita.
—Yo tampoco viajaría por medios mágicos —dijo Hanaleisa—. Ahora no.
Pikel se golpeó el pecho con el puño y la miró con hostilidad.
—¿De modo que acampasteis en el bosque anoche? —prosiguió Temberle.
Rorick asintió con la cabeza, sin entender muy bien adónde quería llegar su
hermano, pero Pikel algo sacó en claro, al parecer, y lanzó un «Uuuh».
—Hay algo extraño en esos bosques —dijo Temberle.
—¡Sssse! —concedió Pikel.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Rorick, mirándolos a uno tras otro.
—¡Brr! —dijo Pikel, y se protegió cruzando los brazos sobre el pecho.
—Yo dormí toda la noche de un tirón —dijo Rorick—, y no hacía tanto frío.
—Nosotros luchamos contra un zombi —explicó Hanaleisa—. El zombi de un
oso. Y había algo más por ahí, rondando el bosque.
—¡Sssse! —asintió otra vez Pikel.
Rorick miró al enano con curiosidad.
—No dijiste que hubiera nada raro.
Pikel se encogió de hombros.
—Pero ¿lo sentiste? —preguntó Temberle.
—¡Sssse! —repitió el enano.
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—¿De modo que luchasteis…? ¿Luchasteis de verdad? —les preguntó Rorick a
sus hermanos con curiosidad evidente.
Los tres habían crecido a la sombra de la biblioteca, rodeados por poderosos
sacerdotes y magos veteranos. Habían oído historias de grandes batallas, sobre todo
de la lucha de sus padres contra la temida maldición del caos y contra su propio
abuelo, pero aparte de las contadas veces en que sus padres habían tenido que
participar en alguna batalla, o en que sus tíos enanos habían ido a servir al rey
Bruenor de Mithril Hall, las vidas de los hermanos Bonaduce habían sido placenteras
y pacíficas. Habían recibido un enérgico entrenamiento en las artes marciales —en
lucha con las manos y la espada— y sobre la vida de los sacerdotes, los magos y los
monjes. Siendo como eran hijos de Cadderly y de Danica, los tres hermanos se
habían visto favorecidos con la educación más completa y exhaustiva que nadie
pudiera soñar, pero en las aplicaciones prácticas de sus lecciones, especialmente en
cuanto a la lucha, los tres eran unos neófitos y no se habían estrenado hasta la noche
anterior.
Hanaleisa y Temberle se miraron, preocupados.
—Contadme —insistió Rorick.
—Fue aterrador —admitió su hermana—. Jamás he tenido tanto miedo en toda mi
vida.
—Pero fue apasionante —añadió Temberle—, y en cuanto empezamos a luchar,
no tuvimos tiempo para pensar que teníamos miedo.
—No podíamos pensar en nada —dijo Hanaleisa.
—¡Ji, ji, ji! —coincidió Pikel con una inclinación de cabeza.
—Nuestro entrenamiento —dijo Rorick.
—Somos afortunados porque nuestros padres, y nuestros tíos —dijo Hanaleisa
mirando a Pikel, radiante de orgullo—, no dieran por supuesta la paz que hemos
conocido y nos enseñaran…
—A combatir —la interrumpió Temberle.
—Y a reaccionar —dijo Hanaleisa, que era un poco más filosófica en relación con
la lucha y el papel que desempeñaban las artes marciales dentro de una perspectiva
más global.
En ese sentido, Hanaleisa tenía mucha más afinidad con su madre, y por eso había
renunciado a una larga formación con la espada y con la maza para dedicarse a las
técnicas más disciplinadas de mano abierta empleadas por la orden de Danica.
—Hasta alguien muy ducho en el uso de la espada habría muerto en el bosque
anoche de no tener una mente preparada para dejar a un lado sus temores.
—De modo que vosotros también percibisteis la presencia en el bosque —le dijo
Temberle a Pikel.
—¡Siip!
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—Debemos poner sobre aviso a la gente de la ciudad, y hacer llegar un mensaje a
Espíritu Elevado —añadió Hanaleisa.
—¡Siip, siip!
Pikel alzó el brazo bueno al frente y estiró los dedos. Empezó a balancear la mano
adelante y atrás, como un pez que se deslizara bajo las aguas del lago Impresk. Los
otros comprendieron que el enano estaba hablando de su viaje con las plantas incluso
antes de que añadiera con una sonrisa: «¡Duu-dad!».
—No puedes hacer eso —dijo Hanaleisa, y también Temberle sacudió la cabeza.
—Podemos salir mañana en cuanto amanezca —dijo—. Sea lo que sea lo que
acecha ahí fuera, está más cerca de Carradoon que de Espíritu Elevado. Podemos
conseguir caballos para hacer la primera parte del camino; estoy seguro de que los
palafreneros nos acompañarán por las sendas más bajas.
—Si nos movemos con rapidez, podemos llegar antes de que se ponga el sol —
reconoció Hanaleisa.
—Pero ahora mismo, tenemos que preparar a la ciudad para lo que pueda
sobrevenir —dijo Temberle, que miró a Hanaleisa y se encogió de hombros—,
aunque realmente no sabemos lo que hay ahí fuera, ni siquiera sabemos si todavía
está ahí. Puede que fuera sólo ese oso que matamos, un caprichoso espíritu malévolo,
y que ahora se haya ido.
—Tal vez no lo fuera —dijo Rorick, y su tono dejó bien claro que esperaba tener
razón.
Dado su juvenil entusiasmo, Rorick tenía bastante envidia de sus hermanos en ese
momento, un sentimiento fuera de lugar que pronto se vería corregido.
—Quizá errante durante cien años —farfulló un viejo perro de aguas, término que
se aplicaba en Carradoon a los muchos pescadores curtidos que vivían en la ciudad.
El hombre hizo un gesto despectivo con la mano, como si la historia no fuera para
dar miedo.
—Es verdad que el mundo se ha vuelto blando —se lamentó otro parroquiano.
—No, no el mundo —explicó otro—. Sólo nuestra parte de él, por vivir a la
sombra de los padres de estos tres. ¡Nos hemos civilizado, según creo!
Eso arrancó una ovación, en tono un poco burlón, aunque de buena voluntad, de
los muchos parroquianos reunidos.
—El resto del mundo se ha endurecido —continuó el hombre—. Sin duda nos
llegará también a nosotros.
—Y nosotros, los más viejos, recordamos bien las luchas —dijo el primer viejo
perro de aguas—, pero me pregunto si los más jóvenes, criados en tiempos de
Cadderly, estarán preparados para lo que pueda venir.
—Sus chicos lo hicieron bien, ¿no? —fue la respuesta, y todos los presentes en la
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taberna alzaron sus jarras de cerveza y brindaron por los gemelos, que estaban en la
barra.
—Hemos sobrevivido —dijo Hanaleisa en voz alta, atrayendo la atención de
todos—, pero lo más probable es que todavía haya ahí fuera una especie de mal.
Eso no suscitó el temor que la joven había pretendido, sino que la respuesta fue
una reacción mixta de entrechocar de jarras y risas. Hanaleisa miró a Temberle, y los
dos miraron hacia atrás, donde Pikel saludó la falta de conciencia de la multitud con
un profundo «Uuuh».
—¡Carradoon debería apostar centinelas en todas las puertas y a lo largo de las
murallas! —gritó Temberle—. Poned patrullas a recorrer las calles, proporcionadles
antorchas, e iluminad la ciudad. ¡Os lo ruego!
Aunque su perorata consiguió atraer algo la atención, todos los ojos se volvieron
hacia la puerta de la taberna cuando se abrió de par en par.
Un hombre entró tambaleándose.
—¡Ataque! ¡Ataque! —gritó.
Pero más que sus gritos, lo que más impresionó a los presentes fue lo que se oía
en la calle: alaridos, voces de terror y de agonía.
Las mesas se volcaron cuando los perros de aguas se pusieron de pie de un salto.
—¡Uh!, ¡oh! —dijo Pikel.
El enano sujetó con la mano el brazo de Temberle y tocó a Hanaleisa con el
muñón antes de que pudieran intervenir. Habían venido a la taberna a advertir a la
gente y a organizaría, pero Pikel era lo bastante astuto como para darse cuenta de lo
descabellado de las intenciones de los parroquianos.
Temberle trató de hablar de todos modos, pero ya las tripulaciones de los muchos
barcos de pesca de Carradoon se estaban organizando; pedían grupos que se
encaminaran a los muelles para coger las armas y preparaban bandas para ir a las
calles.
—Pero la gente… —trató de protestar Temberle mientras Pikel lo sujetaba
insistentemente.
—¡Chsss! —le advirtió el enano.
—Entonces, nosotros cuatro —aceptó Hanaleisa—. Veamos en qué podemos
ayudar.
Salieron junto con una veintena de parroquianos, aunque unos cuantos se
quedaron atrás —en su mayoría, capitanes de barco— para tratar de idear algún tipo
de estrategia. Con unas palabras rápidas, Pikel sujetó su bastón de madera de roble
negro, su cachiporra mágica, debajo de lo que quedaba de su brazo y pasó los dedos
por un extremo, conjurando una luz que transformó el arma en una mágica antorcha
incombustible.
A menos de dos manzanas de la taberna, de vuelta hacia la puerta por la que
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habían entrado en Carradoon, los cuatro se enteraron de cuál era la causa de todo ese
tumulto. Cadáveres corrompidos y esqueletos campaban a sus anchas por las calles:
humanos y elfos, enanos y halflings, e incluso muchos cadáveres de animales. Los
muertos andaban… y atacaban.
Al ver a una familia que trataba de escapar por el lateral de la ancha calle, el
grupo se dirigió hacia allí, pero Rorick se paró en seco y gritó; a continuación, se
tambaleó y se levantó la pernera del pantalón. Cuando Pikel le acercó su luz, vieron
claramente unos surcos de sangre, junto con algo pequeño que se revolvía. Rorick
agitó la pierna, y la criatura atacante salió volando torpemente hacia un lado de la
calle.
Era un amasijo de huesos, piel y plumas.
—Un pájaro —dijo Hanaleisa con voz entrecortada.
Pikel corrió, impulsó hacia abajo el extremo luminoso de su cachiporra y
despachurró a la criatura contra los adoquines. La luz también resultó dañina para la
criatura no muerta, que acabó llena de heridas y chamuscada.
—¡Sha-la-la! —proclamó Pikel, orgulloso, y levantó en alto su cachiporra.
El enano se volvió velozmente, y ajustándose al mismo tiempo la olla que llevaba
por yelmo, se lanzó al callejón más próximo. En cuanto la luz de la cachiporra
atravesó el umbral del callejón, permitió ver una multitud de esqueletos que se
abalanzaban sobre Pikel.
Temberle rodeó con el brazo la espalda de su hermano y lo impulsó hacia arriba y
hacia atrás para sacarlo del callejón, al mismo tiempo que le gritaba a la familia de
Carradoon que huía que no avanzara.
—¡Tío Pikel! —gritó Hanaleisa, corriendo para ayudarle.
Se paró en seco al acercarse al callejón, alertada por el crujido de huesos y por los
trozos de costilla y de cráneo que pasaban volando a su lado. La luz de Pikel no
paraba de moverse, como una llama en un vendaval, impulsada por los movimientos
frenéticos del enano. Era la demostración más feroz que la muchacha había visto
jamás y que difícilmente habría imaginado siquiera tratándose de su amable tío
hortelano.
Volvió a fijar la atención en la calle, en la familia que retrocedía, una pareja y tres
niños pequeños. Confiando a Pikel la batalla contra las criaturas del callejón, aunque
el número de estas lo superaba ampliamente, la muchacha salió a la carrera detrás de
la familia. Hanaleisa se lanzó contra dos esqueletos que la perseguían. Dio un salto
repentino para golpearlos, los hizo retroceder varios pasos, se dio la vuelta mientras
caía y aterrizó limpiamente de pie.
Luego, apoyada sobre la punta de un pie, lanzó una patada al aire que alcanzó de
lleno la caja torácica de un atacante. Entre una lluvia de esquirlas de hueso, replegó el
pie, se inclinó hacia atrás, corrigió el ángulo y aplastó la cara del esqueleto con otra
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patada.
Siempre apoyada en un solo pie, Hanaleisa se volvió con movimiento experto y
repitió la patada, una, dos, tres veces, contra el pecho del segundo esqueleto.
Saltó a lo alto e inició una patada circular ante la cara del esqueleto, con intención
no de golpear, sino de distraerlo, porque cuando aterrizó firmemente sobre sus dos
pies, lo hizo inclinada hacia adelante, en una posición perfecta para lanzar una serie
de puñetazos devastadores sobre su enemigo.
Tras haber despachado rápidamente a los dos esqueletos, Hanaleisa retrocedió y
siguió a la familia. Observó con alivio que Pikel se unía a ella al pasar por el callejón.
Ambos sonrieron, se volvieron e hicieron frente a la multitud de no muertos que los
perseguían, a patadas, puñetazos y mucho «sha-la-la».
Al poco tiempo se unieron a ellos más ciudadanos, y también Temberle, que con
su espadón empezó a hacer estragos entre esqueletos y zombis.
¡Pero eran tantos!
Los muertos se habían levantado de un cementerio que había sido el lugar de
descanso final de muchas generaciones de carradeños. También salían de un espeso
bosque, donde el ciclo de la vida se renovaba de manera incansable para alimentar el
apetito de un conjuro tan poderoso como maligno. Incluso en las orillas del lago
Impresk, bajo las oscuras aguas, volvían a la no vida esqueletos de peces —miles de
ellos arrojados nuevamente a las aguas después de haberles sido quitada la carne en
los barcos de pesca—; atravesaban los oscuros cascos de las embarcaciones o
nadaban por debajo de ellas para saltar fuera del agua y llenar las orillas y los
muelles, en una desesperada carrera por destruir cualquier cosa que tuviera vida.
Y de pie sobre las oscuras aguas, Fetchigrol observaba. Sus ojos muertos se
encendieron con reflejos color naranja cuando se inició un incendio que destruyó
varias casas. Esos ojos relucían con íntima satisfacción cada vez que un grito de
horror atravesaba la oscura ciudad asediada.
Sus sentidos percibieron un naufragio cerca de allí, muchos naufragios, muchos
marineros que llevaban mucho tiempo muertos.
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—No podemos quedarnos aquí —dijo Temberle desde la puerta—. Se aproximan.
Pikel se dio prisa y apretó el vendaje contra la pantorrilla ensangrentada de
Rorick, sujetando un extremo con su medio brazo y manipulando con mano experta
el otro hasta hacer un nudo. Entonces, lo apretó con los dientes por un cabo y la mano
por el otro.
—Demasiado apretado —se quejó Rorick.
—¡Chsss! —lo reconvino el enano.
Pikel recogió el yelmo y se lo puso, vertiendo por olvido o porque no le
importaba lo que quedaba en el recipiente, que le chorreó por el pelo y la barba
verdes. No dio la menor muestra de que le molestara, aunque saboreó lo que le llegó
a la boca. Se puso de pie de un salto, con la cachiporra bien sujeta bajo el muñón, y
empujó a Rorick hacia delante.
El joven trató de apresurarse, pero a punto estuvo de caerse al primer paso de su
pierna dañada. La herida era más profunda de lo que Rorick aparentemente creía.
Claro era que Pikel estaba allí para sostenerlo, y ambos salieron detrás de
Temberle. Hanaleisa estaba fuera esperándolos y moviendo al cabeza con aire
preocupado.
—Demasiados —dijo con tono serio—. No solo no ganamos terreno, sino que
estamos replegándonos.
—¿A los muelles? —preguntó Temberle, mirando la afluencia de gente que iba en
esa dirección y al parecer no muy contento con la perspectiva—. ¿Vamos a dar la
espalda a lago?
La cara de Hanaleisa reflejaba claramente que tampoco a ella le gustaba la idea,
pero no tenían elección. Se unieron a la población que huía y corrieron con ella.
Encontraron cierta defensa organizada a medio camino, y rápidamente ocuparon
un puesto en las filas. Pikel hizo un gesto de aprobación mientras seguía adelante con
Rorick, hacia un grupo de grandes edificios que daban al paseo costero y los muelles.
Estaban construidos sobre una antigua fortaleza y allí habían decidido hacerse fuertes
los capitanes de los barcos.
—Combatamos bien por mamá y papá —le dijo Hanaleisa a Temberle—. No
deshonraremos sus nombres.
Temberle le sonrió. Ya se sentía como un veterano.
No tardó en presentárseles la ocasión cuando su frente corrió calle arriba para
apoyar a los grupos rezagados de pobladores que trataban arduamente de dejar atrás a
los monstruos que los perseguían. Valientemente, Hanaleisa y Temberle cargaron
entre los no muertos, aplastando y destrozando con contundencia.
Su acción llegó a ser devastadora cuando el tío Pikel se les sumó; con su brillante
cachiporra destruyó a cuanto monstruo se le puso delante.
A pesar de sus esfuerzos combinados, tanto ellos tres como el resto de los que
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combatían a su lado seguían retrocediendo de forma inexorable. Por cada zombi o
esqueleto que machacaban, daba la impresión de que aparecían otros tres para
reemplazarlo. Sus líneas se adelgazaban cada vez que un hombre o una mujer eran
arrollados por las furiosas huestes de muertos vivientes.
Y las desdichadas víctimas no tardaban en ponerse de pie de nuevo para combatir
en la otra facción.
Aquello iba haciendo mella en la moral de los defensores, que horrorizados y
debilitados por la repulsión veían que sus amigos y familiares se levantaban hacia la
no muerte para volverse contra ellos.
Hanaleisa alzó la vista hacia su hermano con desesperación y tristeza en sus ojos,
de un intenso color pardo. No podían replegarse metiéndose en el agua, y las paredes
de los edificios no iban a contener durante mucho tiempo a aquellas hordas. Tenía
miedo, y él también.
—Tenemos que encontrar a Rorick —le dijo Temberle a su tío enano.
—¿Eh? —fue la respuesta de Pikel.
El enano no entendió que los gemelos sólo querían asegurarse de que los tres
hermanos estuvieran juntos en el momento de la muerte.
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CAPÍTULO 6
Era lo último que Bruenor Battlehammer quería oír en ese preciso momento.
—Obould está enfadado —explicó el gnomo Nanfoodle—. Piensa que somos
culpables de la extraña locura de la magia y del silencio de su dios.
—Sí, para ese cabeza de pedernal nosotros siempre somos culpables de todo —
gruñó Bruenor.
El rey enano miró a la puerta que daba al camino hacia el barranco de Garumn y a
la salida oriental de Mithril Hall, esperando ver a Drizzt. Durante la mañana no se
había producido nada que aliviase a Catti-brie ni a Regis. El halfling se había
debatido hasta llegar al agotamiento y ahora languidecía en un sufrimiento inquieto.
—El emisario de Obould… —empezó a decir Nanfoodle.
—¡Ahora no tengo tiempo para él! —gritó Bruenor.
Desde el otro lado, varios enanos observaron aquella salida de tono que no era
propia de Bruenor. Entre ellos estaba el general Banak Buenaforja, que contemplaba
la escena desde su silla, a la que había quedado sometido desde aquella primera
batalla de hacía tiempo con las incipientes hordas de Obould.
—¡No tengo tiempo! —volvió a gritar Bruenor, aunque con cierto tono de
disculpa—. ¡Mi hija tiene que marcharse! ¡Y Panza Redonda también!
—Yo acompañaré a Drizzt —se ofreció Nanfoodle.
—Por los Nueve y además un décimo Infiernos. ¡Claro que lo harías! —fue la
ronca respuesta de Bruenor—. ¡Pero no voy a dejar sola a mi hija!
—Pero eres el rey —gritó uno de los enanos.
—Y todo el mundo se está volviendo loco —respondió Nanfoodle.
Bruenor estaba que echaba chispas, al borde de una explosión.
—No —dijo por fin, y con una seña afirmativa al gnomo, que se había convertido
en uno de sus consejeros de más confianza, atravesó la habitación y se plantó delante
de Banak—. No —dijo otra vez—. No soy el rey. Ahora no.
Un par de enanos dieron un respingo, pero Banak Buenaforja asintió con aire
solemne, aceptando la responsabilidad que ya se veía venir.
—Ya has gobernado el reino antes —dijo Bruenor—, y sé que puedes volver a
hacerlo. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que salí de viaje.
—Ve y salva a tu hija —respondió el viejo general.
—Esta vez no te puedo dejar a Panza Redonda para que te ayude —prosiguió
Bruenor—, pero este gnomo es listo. —Se volvió a mirar a Nanfoodle, que no pudo
por menos que sonreír ante el inesperado cumplido y ante la confianza que Bruenor
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había depositado en él.
—Tenemos muchas buenas manos —reconoció Banak.
—Bien, pues no empecéis otra guerra con Obould —le aconsejó Bruenor—, no
sin que esté yo para acabar con algunos de sus perros.
—Jamás.
Bruenor le dio a su amigo una palmada en el hombro, se volvió y se marchó. Una
parte importante de él sabía cuáles eran sus responsabilidades allí, donde el clan
Battlehammer lo reconocía como líder, especialmente en momentos tan conflictivos,
pero una parte aún más importante sabía que, si bien era el rey de Mithril Hall,
también era el padre de Catti-brie y el amigo de Regis.
Y en ese momento aciago, pocas cosas más tenían importancia.
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vosotros podáis seguirnos —explicó Bruenor—. No tengo dudas de que correríais
hasta caer muertos, pero ahí se acabaría todo. No, amigo mío, tu lugar está aquí en
caso de que Obould piense que ha llegado otra vez la hora de la guerra. —Lanzó un
gran suspiro y miró a Drizzt en busca de apoyo—. Hasta yo tendría que quedarme —
musitó por fin.
—Y volverás muy pronto —le prometió el drow—. Ahora tu lugar está en el
camino, conmigo, con Catti-brie y con Regis. Te advierto que no tenemos tiempo
para paparruchas. Nuestra carreta nos aguarda.
—¡Mi rey! —gritó Pwent.
El enano despidió a su brigada con un gesto, pero salió corriendo detrás de Drizzt
y de Bruenor cuando se pusieron en marcha hacia los túneles que los llevarían hasta
sus atribulados amigos.
Al final, sólo fueron cuatro los que dejaron Mithril Hall en la carreta tirada por un
par de las mejores mulas que se pudieron encontrar. Y no fue Pwent el que se quedó,
sino Regis.
El pobre halfling no podía dejar de moverse, tratando de mantener a raya a unos
monstruos que nadie más podía ver, y con toda la furia y la desesperación de un
halfling que estuviera al borde del propio Abismo. No podía comer. No podía beber.
Ni por un momento dejaba de patalear y de morder, y las palabras no hacían mella en
él. Sólo con la colaboración de numerosos ayudantes pudieron los enanos hacerle
ingerir algún alimento, algo que sería imposible en una carreta en movimiento en
medio de parajes inhóspitos.
Bruenor era partidario de llevarlo de todos modos, e insistió hasta ponerse ronco,
pero al final fue Drizzt el que se impuso.
—¡Ya basta! —dijo, guiando a un Bruenor lleno de frustración—. Aun
suponiendo que la magia surta efecto, aunque la carreta aguante —añadió—,
tardaremos diez días o más en llegar a Espíritu Elevado, y otros tantos en volver. No
sobreviviría.
Dejaron a Regis en el estupor que le producía el agotamiento, totalmente vencido.
—Tal vez se recupere con el transcurso del tiempo —explicó Drizzt mientras
avanzaban a buen paso por los túneles, atravesando el gran barranco—. No fue
afectado directamente por la magia, como en el caso de Catti-brie.
—¡Está alelado, elfo!
—Y como ya he dicho, puede ser que se le pase. Tus sacerdotes podrán llegar a
él. —Drizzt hizo una pausa—. O lo haré yo.
—¿Qué me estás diciendo, elfo? —inquirió Bruenor.
—Id y preparad la carreta —les indicó Drizzt—, pero esperadme.
Dándose la vuelta salió a todo correr por donde habían venido, en dirección a la
habitación de Regis, donde entró como un vendaval y se fue derecho al pequeño cofre
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que había encima del tocador. Con manos temblorosas, sacó el colgante de rubí.
—¿Qué te propones? —preguntó Cordio Carabollo, un sacerdote de gran fama
que estaba junto al halfling.
Drizzt alzó el colgante. El rubí mágico rotaba, tentador, bajo la luz de las
antorchas.
—Tengo una idea. Por favor, despertad al halfling, pero sostenedlo con firmeza,
todos vosotros.
Miraron al drow con curiosidad, pero tantos años juntos les habían enseñado a
confiar en Drizzt Do'Urden, e hicieron lo que les había dicho.
Regis se despertó moviendo los brazos, pataleando como si estuviera tratando de
ahuyentar a un monstruo invisible.
Drizzt puso su cara muy cerca de la del halfling, lo llamó, pero Regis no dio ni
señales de haber oído a su viejo amigo.
El drow le puso ante los ojos el colgante y lo hizo rotar. Los reflejos atrajeron a
Drizzt a su interior, de una forma persuasiva y tranquilizadora, y poco después, en las
profundidades del rubí, encontró a Regis.
—Drizzt —dijo el halfling en voz alta y también en la mente del drow—,
ayúdame.
Drizzt tuvo un levísimo atisbo de las visiones que atormentaban a Regis. Se
encontró en una tierra de sombra —el mismísimo plano de la sombra, tal vez, o algún
otro plano inferior—, con oscuras y ominosas criaturas que lo acechaban por todas
partes, tratando de asirlo, de morderle la cara con sus bocas llenas de afilados dientes.
Unas manos con garras lo amenazaban desde el campo periférico de su visión,
siempre un poco por delante de él. Llevado por el instinto, Drizzt desplazó su mano
libre hacia la cimitarra que colgaba de su cadera, emitió un grito y empezó a
desenvainar.
Algo lo mordió, arrojándolo a un lado, por encima de la cama que no podía ver, y
lo hizo caer tambaleándose sobre un suelo que tampoco veía.
En la distancia, Drizzt oyó el ruido de algo que rebotaba en el suelo de piedra y
supo que era el colgante de rubí. Sintió una sensación de quemazón en el antebrazo y
cerró los ojos en una mueca de dolor. Cuando los volvió a abrir, se encontraba otra
vez en la habitación; Cordio estaba a su lado. Se miró el brazo y vio un reguero de
sangre donde se había cortado al caer con la cimitarra a medio desenvainar.
—¿Qué…? —empezó a preguntar al enano.
—Lo siento, elfo —dijo Cordio—, pero tuve que sujetarte. Estabas viendo
monstruos como el halfling, y sacando la espada…
—No digas más, buen enano —replicó Drizzt, incorporándose hasta quedar
sentado; adelantó el brazo para apretar fuerte y contener la hemorragia.
—¡Traedme un vendaje! —les gritó Cordio a los demás, que estaban procurando
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por todos los medios sujetar al enloquecido Regis.
—Está ahí dentro —le explicó Drizzt a Cordio mientras éste le vendaba el brazo
—. Lo encontré. Gritó pidiendo ayuda.
—Sí, eso lo hemos oído.
—Está viendo monstruos, seres de sombra, en un lugar horrible.
Otro enano se acercó y le entregó a Cordio el colgante de rubí. El sacerdote se lo
dio a Drizzt, pero el drow lo rechazó.
—Guárdalo —dijo—. Tal vez encuentres una manera de llegar a él, pero ten
cuidado.
—Ya lo creo; tendré una brigada de Revientabuches listos para sujetarme si es
necesario —le aseguró Cordio.
—Más que eso —dijo Drizzt—. Ten cuidado de poder escapar del lugar donde
ahora está Regis. —Miró con pena a su pobre amigo halfling, comprendiendo por
primera vez el horror que sentía Regis cuando estaba despierto.
Drizzt alcanzó a Bruenor en los salones orientales. El rey estaba sentado en el
banco de una fabulosa carreta de madera pulida y ruedas sólidas, con un subcarruaje
provisto de varios fuertes muelles hechos de una aleación creada por Nanfoodle, casi
tan resistente como el hierro, pero mucho menos quebradiza. En la carreta se
apreciaban la maestría y el orgullo del artesano, una representación digna del arte y la
pericia de Mithril Hall.
Sin embargo, el vehículo no estaba terminado todavía, ya que los enanos habían
pensado en incluir una cama y quizá la posibilidad de una ampliación extensible para
carga, con unas varas más largas que permitieran enganchar un tronco de seis u ocho
caballos. Ante lo urgente de la situación, habían abreviado el trabajo y habían
colocado rápidamente unas paredes de madera y una puerta trasera. Habían sacado su
mejor tiro de mulas, jóvenes y fuertes, a las que habían colocado herraduras mágicas
que les permitirían avanzar a paso rápido durante todo el día.
—Encontré a Regis en sus pesadillas —explicó Drizzt, acomodándose al lado de
su amigo—. Usé el rubí con él, tal como él había hecho con Catti-brie.
—¡Estás loco de remate!
Drizzt negó con la cabeza.
—Tomé todas las precauciones —le aseguró.
—Sí, eso ya lo veo —dijo Bruenor, cortante, mirando el vendaje del brazo de
Drizzt.
—Lo encontré y él me vio, pero sólo brevemente. Está viviendo en el reino de las
pesadillas, Bruenor, y aunque traté de llevármelo conmigo, no pude hacer ningún
avance. Más bien fue él quien tiró de mí a un lugar que me superó como le había
pasado a él. Sin embargo, creo que hay esperanza. —Suspiró y musitó el nombre que
habían vinculado a esa esperanza—: Cadderly.
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Esa idea hizo que Bruenor transmitiera a las mulas más urgencia mientras salían
por la puerta oriental de Mithril Hall y tomaban a gran velocidad el camino hacia el
sudoeste.
Pwent se encaramó al pescante para situarse al lado de Bruenor. Drizzt bajó del
vehículo y se puso a correr, explorando los lados del camino, aunque a menudo tenía
que subir a la carreta para recuperar el aliento, ya que seguían y seguían sin necesidad
de dar descanso a los animales. Todo ese tiempo, Catti-brie permaneció sentada en la
trasera de la carreta, sin ver nada que ellos pudieran ver, sin oír nada que ellos
pudieran oír, perdida y sola.
—Los conoces bien —le felicitó Athrogate a Jarlaxle ese mismo día cuando los
dos, descansando en una verde colina, observaban la carreta que avanzaba por la
carretera desde el noroeste.
La expresión de Jarlaxle no reflejaba tanta confianza, ya que lo había tomado
completamente por sorpresa la rapidez con que había avanzado el vehículo. No había
contado con ver a la partida de Bruenor hasta la mañana siguiente.
—Dejarán a las mulas agotadas en un día —farfulló con gesto de desaprobación.
En la distancia vio a una figura oscura que se movía entre las sombras. Supo que
era Drizzt.
—Corren que se matan por su doliente amiga —comentó Athrogate.
—No hay poder más grande que los vínculos que comparten, amigo mío —dijo el
drow.
Jarlaxle acabó con una tos para despejar la garganta y para eliminar de su tono
cualquier rastro de melancolía, pero al mirar de reojo a Athrogate, se dio cuenta de
que no había sido lo bastante rápido como para impedir que el enano lo mirara con
incredulidad.
—En sus sentimientos está su debilidad —dijo Jarlaxle, tratando de resultar
convincente—, y yo sé cómo explotar esa debilidad.
—Ya, ya —dijo Athrogate, y remató la respuesta con un sonoro «Buajajá».
Jarlaxle se limitó a sonreír.
—¿Vamos a ir allí, o sólo los seguimos?
Jarlaxle se quedó pensando un momento; luego se sorprendió tanto como el enano
cuando se puso de pie de un salto y se sacudió la ropa.
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Dejó la frase sin terminar cuando vio las impresionantes armas que llevaba el
otro, un par de manguales de cristalacero que se meneaban a su espalda. La expresión
de Bruenor era de absoluta desconfianza, ya que Stuttgard no llevaba semejante
armamento a su paso por Mithril Hall. Sus sospechas se hicieron más acusadas al
pensar en la distancia que habían recorrido, pues eso significaba que Stuttgard debía
de haber salido de Mithril Hall inmediatamente después de su audiencia con él.
—¡Naa!, pero bien hallado una vez más, rey Bruenor —replicó Athrogate.
—¿Qué te propones, enano? —preguntó Bruenor. Junto a él, Pwent se puso de pie
y empezó a flexionar las rodillas, listo para combatir.
A un lado del camino se oyó un rugido que hizo mirar a todos en esa dirección.
Allí, sobre la rama de un árbol solitario que dominaba el camino estaba Guenhwyvar,
moviendo las zarpas como si tuviera intención de saltar sobre el enano.
—Paz, buen rey —dijo Athrogate, alzando las manos ante sí—. No soy un
enemigo.
—Ni eres Stuttgard de las Colinas de Piedra —dijo una voz que llegaba desde un
punto más lejano del camino, por detrás de Athrogate y por delante de la carreta.
Bruenor y Pwent miraron más allá de Stuttgard y asintieron, aunque no podían
ver a su compañero drow. Stuttgard miró por encima del hombro. Sabía que era
Drizzt, aunque el drow estaba bien escondido entre la maleza y no lo podía ver.
—Tendría que haberte reconocido en la corte de Bruenor —dijo Drizzt.
—Son mis manguales —explicó Stuttgard—. Parezco más grande con ellos, al
menos eso me dicen. ¡Buajajá! Han pasado un montón de años desde que cruzamos
armas, ¿eh, Drizzt Do'Urden?
—¿Quién es? —le preguntó Bruenor a Drizzt. Luego miró de frente al enano de la
carretera—. ¿Quién eres?
—¿Dónde está? —dijo Drizzt a modo de respuesta, suscitando gestos de sorpresa
en Bruenor y Pwent.
—Está delante de ti. ¿Es que estás ciego, elfo? —gritó Pwent.
—Él no —replicó Drizzt—. No… Stuttgard.
—Ah, cómo me entristece que mi apreciado drow no sea capaz de recordar mi
nombre —dijo el enano de la carretera.
—¿Dónde está quién? —Bruenor empezaba a impacientarse y a montar en cólera.
—Se refiere a mí —respondió otra voz.
En el lado del camino opuesto al de Guenhwyvar estaba Jarlaxle.
—Vaya, éste era el grano en el trasero que tenía Moradin —gruñó Bruenor—. Se
rascó y tuvo que caernos a nosotros.
—También yo me alegro de verte, rey Bruenor —dijo Jarlaxle con una
reverencia.
En ese momento, Drizzt salió de entre la maleza y avanzó hacia el grupo. El drow
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no había desenvainado. De hecho, apoyó el arco sobre el hombro mientras avanzaba.
—¿Qué pasa, mi rey? —preguntó Pwent, mirando nerviosamente primero a
Drizzt y luego a Jarlaxle—. ¿Qué…?
—No va a haber pelea —le aseguró Bruenor, lo que le causó una decepción—.
Todavía no va a haber pelea.
—Jamás —añadió Jarlaxle, colocándose junto a su compañero.
—¡Bah! —dijo Pwent con un bufido.
—¿A qué viene todo esto? —exigió saber Bruenor.
Athrogate farfulló algo cuando Drizzt pasó a su lado, y meneó la cabeza con
pesar, haciendo un ruido tintineante con las cuentas que sujetaban sus trenzas.
—Athrogate —susurró Drizzt al pasar, y el enano lanzó una risotada.
—¡Conque lo conoces! —dijo Bruenor.
—Ya te hablé de él. Cuando lo de Luskan —miró a Jarlaxle—. Hace ocho años.
El mercenario drow asintió.
—Un día aciago para muchos.
—Pero no para ti y los tuyos.
—Te lo dije entonces y te lo repito ahora, Drizzt Do'Urden. La caída de Luskan y
del capitán Deudermont no fue obra de Bregan D'Aerthe. Me habría gustado tanto
tratar con él como con…
—Él jamás habría tenido tratos contigo y con tus mercenarios —lo interrumpió
Drizzt.
Jarlaxle no terminó la frase; se limitó a abrir las manos, reconociendo la verdad
de aquellas palabras.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Bruenor.
—Nos enteramos de vuestra situación…, de lo de Catti-brie —explicó Jarlaxle—.
Lo correcto es recurrir a Cadderly, por eso envié a este amigo a…
—Y a que nos mintiera —dijo Drizzt.
—Me pareció lo más prudente en ese momento —admitió Jarlaxle—, pero lo
correcto es y sigue siendo recurrir a Cadderly, y tú lo sabes.
—Yo no sé nada de lo que concierne a Jarlaxle —le replicó Drizzt, a lo que
Bruenor asintió—. Si es todo lo que tienes que decir, ¿por qué habrías de reunirte con
nosotros en el camino?
—Supongo que le estaba apeteciendo un viaje —dijo Pwent, y sus muñequeras
crujieron al rozarse cuando cruzó los musculosos brazos sobre el pecho.
—No precisamente —respondió el drow—, aunque agradecería la compañía.
Hizo una pausa y miró a las mulas, evidentemente sorprendido de lo frescas que
parecían teniendo en cuenta que habían recorrido más trayecto de lo que podrían
recorrer la mayor parte de los tiros normales en dos días.
—Herraduras mágicas —señaló Drizzt—. Este tiro puede recorrer en un día lo
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que otros en seis.
Jarlaxle hizo un gesto para indicar que lo había entendido.
—Ahora sí que le apetece un paseo —comentó Pwent, y Jarlaxle no pudo menos
que reír, pero negó con la cabeza.
—No, buen enano, un paseo no —explicó—, pero hay algo que quisiera pediros.
—¡Vaya sorpresa! —dijo Drizzt secamente.
—Yo también necesito a Cadderly, aunque por un motivo totalmente diferente —
explicó Jarlaxle—, y él me va a necesitar a mí, o se alegrará de que esté allí cuando
sepa cuál es ese motivo. Por desgracia, mi última visita al poderoso sacerdote no fue
muy bien y me pidió que no volviera.
—Y piensas que te recibirá si vas con nosotros —coligió Bruenor mientras Drizzt
asentía.
—¡Bah! —dijo el rey enano con un bufido—. Más te vale encontrar una excusa
mejor.
—Mucho mejor —replicó Jarlaxle, dirigiéndose más a Drizzt que a Bruenor—. Y
os lo contaré todo, pero es una larga historia y no debéis retrasaros por el bien de tu
esposa.
—¡No trates de hacernos creer que te preocupas por mi hija! —gritó Bruenor, y
Jarlaxle retrocedió un paso.
Sin embargo, Drizzt advirtió algo que Bruenor, demasiado alterado, no pudo ver.
Vio un destello de auténtico pesar en los ojos de Jarlaxle. Recordó la vez que Jarlaxle
le había permitido a él, junto con Catti-brie y Artemis Entreri, escapar de
Menzoberranzan, una de las muchas veces que Jarlaxle le había permitido marcharse.
Drizzt trató de ponerlo todo en el contexto de la presente situación, para descubrir los
posibles motivos de las acciones de Jarlaxle. ¿Estaba mintiendo o decía la verdad?
Se inclinó por lo segundo, y eso lo sorprendió.
—¿En qué piensas, elfo? —le preguntó Bruenor.
—Me gustaría oír esa historia —respondió Drizzt sin apartar en ningún momento
la mirada de Jarlaxle—, pero la escucharé mientras seguimos camino.
Jarlaxle le hizo una señal a Athrogate, que sacó del bolsillo la estatuilla del jabalí,
al mismo tiempo que Jarlaxle sacaba del suyo el corcel de obsidiana. Un momento
después, las monturas se materializaron, y las mulas de Bruenor pegaron las orejas a
la cabeza y se removieron, inquietas.
—¿Qué Nueve Infiernos? —farfulló Bruenor, que se vio en apuros para controlar
a las mulas.
A una señal de Jarlaxle, Athrogate condujo el jabalí a la parte trasera de la carreta.
—¡Yo quiero uno de ésos! —dijo Thibbledorf Pwent, mirando con ojos
codiciosos al jabalí demoníaco cuando pasó a su lado—. ¡Oh, mi rey!
Jarlaxle sofrenó a su cabalgadura de pesadilla y la puso al paso junto a la carreta.
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Drizzt subió al pescante de ese lado para sentarse lo más cerca posible de él.
Entonces, llamó a Guenhwyvar.
La pantera sabía cuál era su lugar. Abandonó el árbol, tomó impulso al pasar
junto a Athrogate y saltó a la carreta para hacerse un ovillo alrededor de los pies de
Catti-brie, dispuesta a defenderla.
—Es un largo camino —señaló Drizzt.
—Es una larga historia —replicó Jarlaxle.
—Entonces, cuéntala sin prisas y sin omitir detalle.
La carreta seguía sin moverse, y tanto Drizzt como Jarlaxle miraron a Bruenor,
que les devolvió una mirada oscura, llena de dudas.
—¿Estás seguro de esto, elfo? —le preguntó a Drizzt.
—No —respondió el elfo, pero luego miró a Jarlaxle, meneó la cabeza y cambió
de idea—. A Espíritu Elevado —dijo.
—Con esperanzas —añadió Jarlaxle.
Drizzt se volvió a mirar a Catti-brie, que estaba tranquilamente sentada, por
completo ajena al mundo que la rodeaba.
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CAPÍTULO 7
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pesar del saludo tranquilo de éste.
—No te culpo a ti ni a Espíritu Elevado —dijo Wanabrick—. Al parecer, mi
enfado es tan difuso como mi magia.
—Todos estamos frustrados y cansados —dijo Cadderly.
—Hemos dejado a tres de nuestro gremio en diversos estados de demencia —
explicó Dalebrentia—, y un cuarto, un amigo de Wanabrick, fue consumido por su
propia bola de fuego cuando trataba de ayudar a un granjero a despejar un terreno.
Estoy seguro de que la lanzó lejos, pero estalló incluso antes de dejar su mano.
—El Tejido es eterno —dijo Wanabrick, furioso—. Debe ser… estable y eterno.
¡De lo contrario, el trabajo de toda mi vida habría sido una broma cruel!
—Los sacerdotes coinciden en eso —dijo un gnomo, un discípulo de Gond.
Su apoyo era elocuente. Los hombres de Gond, amantes de la lógica y de los
mecanismos, del polvo humeante y de los artilugios, construidos con más mafia que
magia, habían sido los menos afectados por los repentinos problemas.
—Es joven —le dijo Dalebrentia a Cadderly—. No se acuerda de la Era de los
Trastornos.
—Yo no soy tan joven —replicó Cadderly.
—¡De mente! —gritó Dalebrentia y se rió para romper la tensión.
Los otros dos magos de Puerta de Baldur, uno de mediana edad como Cadderly y
el otro todavía más viejo que Dalebrentia, también rieron.
—¡Pero entre nosotros hay muchos que sienten el crujir de las rodillas una
mañana de lluvia y no están muy de acuerdo, buen hermano Bonaduce rejuvenecido!
Hasta Cadderly sonrió al oír eso, porque su viaje por la edad había sido realmente
extraño. Había comenzado la construcción de Espíritu Elevado después de que la
maldición del terrible caos provocara la destrucción de su predecesora, la Biblioteca
Edificante. Valiéndose de la magia que le dio —mejor dicho que canalizó a través de
él— el dios Deneir, Cadderly había envejecido mucho, hasta el punto de creer que la
construcción culminaría con su muerte en un estado de vejez muy avanzada. Él y
Danica aceptaron ese destino por el bien de Espíritu Elevado, el magnífico tributo a la
razón y la iluminación.
Pero el desgaste resultó ser sólo temporal, tal vez una prueba de Deneir para
probar la lealtad de Cadderly a la causa que profesaba, la causa de Deneir. Una vez
terminado Espíritu Elevado, el hombre había empezado a rejuvenecer físicamente, de
modo que su aspecto actual era el de una persona mucho más joven, más joven
incluso del que correspondía a su verdadera edad. Tenía cuarenta y cuatro años, pero
parecía que contaba con algo más de veinte, incluso menos que sus hijos gemelos.
Ese extraño viaje hacia la juventud física se había estabilizado a continuación, o eso
creía Cadderly, que tenía la impresión de que iba envejeciendo de una manera más
normal en el curso de los últimos meses.
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—Yo he hecho el más extraño de los viajes —dijo Cadderly, apoyando un brazo
apaciguador en el hombro de Wanabrick—. Me temo que lo único constante es el
cambio.
—¡Pero seguramente no como éste! —replicó Wanabrick.
—Eso esperamos —dijo Cadderly.
—¿Has encontrado alguna respuesta, buen sacerdote? —preguntó Dalebrentia.
—Sólo que Deneir trabaja a la par que yo, escribiendo su lógica, tratando de
encontrar razón al caos, aplicando reglas a lo que aparentemente no las tiene.
—Y sin éxito —dijo Wanabrick con cierto desdén.
—Paciencia —recomendó Cadderly—. Se encontrarán respuestas y normas que
aplicar. En cuanto las descubramos, también entenderemos el alcance de sus
implicaciones, y adaptaremos nuestro pensamiento y nuestros conjuros en
consecuencia.
El gnomo que ocupaba una mesa cercana empezó a batir palmas al oírlo, y el
aplauso se generalizó por todo el estudio. Docenas de magos y sacerdotes se unieron
a él y no tardaron en ponerse de pie. Sabía Cadderly que no lo vitoreaban a él, sino a
la propia esperanza frente a la prueba más aterradora a la que se habían enfrentado.
—Gracias —le dijo tranquilamente Dalebrentia—. Necesitábamos oír eso.
Cadderly miró a Wanabrick, que estaba de pie, con los brazos cruzados y una
expresión tensa de ansiedad y enfado. Sin embargo, consiguió inclinar la cabeza ante
Cadderly.
El sacerdote volvió a palmearlo en el hombro y se alejó, prodigando gestos
amistosos y sonrisas entre todos los que lo saludaban en silencio al pasar.
Una vez fuera de la sala, dio un profundo suspiro, lleno de honda preocupación.
No había mentido al decirle a Dalebrentia que Deneir trabajaba con denuedo para
desentrañar lo desentrañable, pero tampoco había dicho toda la verdad.
Deneir, el dios del conocimiento, la historia y la razón, sólo había respondido a
los ruegos de comunión de Cadderly con una sensación de grave turbación.
—Mantén la fe, amigo —le dijo Cadderly a Wanabrick esa misma noche, cuando
el contingente balduriano abandonó Espíritu Elevado—. Estoy seguro de que es una
turbulencia pasajera.
Wanabrick no compartía su optimismo, pero de todos modos asintió y se dirigió a
la puerta.
—Confiemos en que así sea —le dijo Dalebrentia a Cadderly, acercándose a él y
tendiéndole la mano en señal de gratitud.
—¿No queréis pasar aquí la noche y partir cuando brille el sol?
—No, buen hermano, ya llevamos fuera demasiado tiempo —replicó Dalebrentia
—. Varios miembros de nuestro gremio han sido afectados por la locura del Tejido
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puro. Debemos volver con ellos y ver si lo que hemos averiguado aquí puede ser de
alguna ayuda. Otra vez más te damos las gracias por permitirnos usar tu biblioteca.
—No es mi biblioteca, buen Dalebrentia. Es la biblioteca de todos. Yo no soy más
que el guardián del conocimiento aquí contenido, y las responsabilidades que los
grandes sabios me adjudicaron me hacen ser más humilde.
—El guardián, y el autor de unos cuantos volúmenes, debo agregar —puntualizó
Dalebrentia—. Y en verdad que nos haces muy buen servicio como guardián,
hermano Bonaduce. En estos tiempos revueltos, encontrar un lugar donde puedan
reunirse las mentes brillantes resulta reconfortante, aunque no sea demasiado
productivo en esta ocasión en concreto. Sin embargo, aquí tratamos con lo
desconocido, y confío en que a medida que se consiga desenredar el Tejido, si es de
lo que se trata, tengas muchas más obras importantes que añadir a tu colección.
—Todo lo que tú y tus pares escribáis será bienvenido —le aseguró Cadderly.
Dalebrentia asintió.
—Nuestros escribientes dejarán constancia de todo lo que se ha hablado aquí hoy
para conservarlo en Espíritu Elevado, de modo que en épocas venideras, cuando
problemas como éste aquejen a Faerun, Tymora no lo quiera, nuestros conocimientos
puedan ayudar a los atribulados magos y sacerdotes del futuro.
Mantuvieron el apretón de manos mientras duró la conversación, imbuyéndose
ambos de la fortaleza del otro, porque tanto Cadderly —tan sabio, el Elegido de
Deneir— como Dalebrentia —un mago cuyo reconocimiento databa ya de la Era de
los Trastornos, que había tenido lugar más de dos décadas antes— sospechaban que
lo que todos ellos habían experimentado últimamente no era algo pasajero, sino que
podría representar el fin del Toril que conocían y desembocar en tumultos
inimaginables.
—Leeré con gran interés las palabras de Dalebrentia —le aseguró Cadderly
cuando por fin separaron sus manos y Dalebrentia se internó en la noche para
reunirse con sus compañeros.
Formaban un grupo sombrío mientras su carreta rodaba lentamente por el largo
camino de acceso a Espíritu Elevado, pero no tanto como en el momento de su
llegada. Aunque no habían descubierto nada sólido que los ayudara a resolver el
preocupante enigma que tenían planteado, era difícil abandonar Espíritu Elevado sin
un asomo de esperanza. En realidad, la magnificencia de la biblioteca tenía que ver
tanto con su contenido como con su construcción, con miles de pergaminos y
volúmenes donados por ciudades tan lejanas como Aguas Profundas y Luskan, Luna
Plateada e incluso la gran Calimport, situada muy al sur. En el lugar había un aura de
luminosidad y esperanza, cierta grandeza y perspectivas prometedoras que
seguramente no se daban en ninguna otra estructura del mundo.
Dalebrentia había subido a la carreta junto al viejo Resmilitu, mientras que
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Wanabrick iba en el pescante con Pearson Bluth, que conducía los dos ponis.
—Encontraremos las respuestas que necesitamos —dijo Dalebrentia sobre todo
para el impaciente Wanabrick, aunque también para que lo oyeran todos.
Sólo los acompañaba el repiqueteo de los cascos y el traqueteo de las ruedas
sobre las piedras. Llegaron al largo camino de tierra apisonada que los llevaría de las
montañas Copos de Nieve a Carradoon.
La noche se iba haciendo más oscura a medida que avanzaban bajo el denso dosel
de los árboles. En los bosques que los rodeaban reinaba un silencio casi absoluto, lo
cual les habría parecido extraño de haber reparado en ello. Sólo de vez en cuando
había un susurro ocasional del viento entre las hojas.
Las luces de Espíritu Elevado quedaron atrás y pronto se impuso una oscuridad
total.
—Encended una llama —les pidió Resmilitu a los demás.
—Una luz atraerá a los enemigos hacia nosotros —replicó Wanabrick.
—Somos cuatro poderosos magos, jovencito. ¿A qué enemigos debemos temer en
esta noche fría y oscura?
—Vaya, no tan fría —dijo Pearson Bluth, y miró por encima de su hombro.
Aunque lo dicho por el conductor era cierto, éste y los otros dos observaron con
sorpresa que Resmilitu tenía los brazos apretados sobre el pecho y temblaba como
una hoja.
—Enciende una luz, pues —le dijo Dalebrentia a Wanabrick.
El joven mago cerró los ojos y movió los dedos mientras formulaba un hechizo
para conjurar una luz mágica encima de su bastón de roble. Se encendió la luz, y
aunque no desprendía calor, Resmilitu hizo un gesto afirmativo.
Dalebrentia se movió para coger una manta de las talegas que llevaban en la parte
trasera de la carreta.
Entonces, todo volvió a estar oscuro.
—¡Ah, Mystra!, nos pones a prueba —dijo Pearson Bluth, mientras Wanabrick
soltaba maldiciones de mayor calado ante el fracaso.
Un momento después, la afabilidad de Pearson se transformó en alarma. La
oscuridad se tornó más intensa que la noche que los rodeaba, como si la esencia
mágica de Wanabrick no sólo hubiera fallado, sino que se hubiese transformado en un
conjuro opuesto, de oscuridad. El hombre detuvo a los ponis. No podía verlos, ni
siquiera podía ver a Wanabrick, que estaba sentado a su lado. No tenía manera de
saber si también ellos habían sido engullidos por la negrura absoluta.
—¡Maldita sea esta locura! —gritó Wanabrick.
—Pero si se han borrado las mismísimas estrellas —dijo Dalebrentia en el tono
más desenfadado que pudo fingir, confirmando que la parte trasera de la carreta
también había caído víctima de la aparente inversión del conjuro.
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Entonces, Resmilitu gritó mientras le castañeteaban los dientes.
—¡Tanto frío!
Y antes de que los demás pudieran reaccionar, también sintieron un frío tan
profundo que los caló hasta los huesos.
—¿Qué es esto? —dijo atropelladamente Pearson Bluth, porque sabía tan bien
como los otros que el frío no era un fenómeno natural, y sentía al igual que sus
compañeros que había una malevolencia en ese frío, una sensación de muerte.
Resmilitu fue el primero en gritar de dolor cuando alguna criatura invisible subió
por el lateral de la carreta y le clavó sus garras al anciano mago.
—¡Luz! ¡Luz! —gritó Dalebrentia.
Pearson Bluth se aprestó a atender su llamada, pero los ponis empezaron a
agitarse y a dar coces mientras relinchaban lastimosamente. El pobre conductor no
podía mantener a raya a los frenéticos animales. Junto a él, Wanabrick hizo un
movimiento ondulante con los brazos, atreviéndose a adentrarse en el reino
sumamente impredecible de la magia para hacer un encantamiento aún mayor.
Produjo una luz más brillante, pero sólo duró un instante, lo suficiente como para ver
la forma contrahecha y sombría que atacaba a Resmilitu.
Era una criatura baja y achaparrada, de carne negra, hombros anchos y
encorvados y una cabeza que parecía salir directamente de ellos. Sus piernas no eran
más que colgajos de pellejo, pero tenía unas brazos largos, con los tendones bien
marcados, y unas manos acabadas en largas garras. Cuando Resmilitu se cayó de la
carreta, la criatura lo siguió, propulsándose con los miembros delanteros, como un
hombre sin piernas que se arrastrara.
—¡Fuera! —gritó Dalebrentia, blandiendo una delgada varita de madera pulida
con punta de metal. Lanzó sus proyectiles de energía pura justo cuando se apagaba la
luz mágica de Wanabrick.
La criatura aulló de dolor, pero también el pobre Resmilitu, y los demás oyeron
cómo se rasgaban las vestiduras del viejo mago.
—¡Fuera! —repitió Dalebrentia.
Esa frase accionaba su varita mágica, y todos oyeron cómo salían nuevos
proyectiles aunque no pudieron ver ningún destello en medio de la negrura mágica.
—¡Más luz! —gritó Dalebrentia.
Otra vez se oyó la llamada desesperada de Resmilitu, y el aullido de dolor de la
criatura, aunque sonó más como un alarido de placer asesino que como un quejido.
Wanabrick se tiró del pescante encima de la carnosa bestia y empezó a aporrearla
con su bastón para apartarla del pobre Resmilitu.
El monstruo no era demasiado fuerte, y el mago consiguió liberar un brazo, pero
entonces fue Pearson Bluth el que gritó desde delante, y la carreta se sacudió hacia un
lado. En ese momento, se apartó de la oscuridad mágica y la luz que remataba el
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bastón de roble de Wanabrick volvió a brillar e iluminó el entorno. Sin embargo, el
mago no encontró en ello gran consuelo, porque los animales, aterrorizados,
arrastraron el vehículo, lo sacaron del camino y lo lanzaron por una pronunciada
pendiente. Todos trataron de sujetarse, pero las ruedas delanteras giraron de repente,
se atascaron en una rodera, y la carreta volcó.
La madera se partió y los magos gritaron, pero el alarido más grande fue el de una
mula a la que se le rompieron las patas en el vuelco.
Dalebrentia aterrizó de bruces en el musgo, al pie de un árbol, y tuvo la certeza de
haberse roto un brazo. Sin embargo, trató de dominar el dolor y se puso de rodillas.
Echó una rápida mirada a su alrededor buscando su bastón, pero lo que vio fue al
pobre Resmilitu; la bestia estaba destrozando frenéticamente lo que quedaba de él.
Dalebrentia pensó en acudir en su ayuda, pero se contuvo cuando una ráfaga de
luz relampagueante surgió del otro lado, sacó a la bestia sombría de encima de su
amigo y la arrojó lejos en medio de la noche. Dalebrentia miró a Wanabrick para
expresarle su aprobación.
Pero no consiguió hacerlo. Al mirar hacia el hombre que tenía el bastón de luz
mágica, Dalebrentia vio que otras bestias sombrías se arrastraban por detrás del mago
más joven. Eran fofas, encorvadas, y se aproximaban con voracidad.
A un lado de Wanabrick, apareció Pearson Bluth, tambaleándose. Una bestia
montada sobre su espalda le apretaba el cuello con un brazo mientras le clavaba las
garras de la otra mano en la cara.
Dalebrentia se puso a formular un conjuro y produjo una especie de guisante
abrasador con la idea de lanzarlo más allá de Wanabrick, lo bastante lejos como para
que la explosión afectara a la horda que se aproximaba, pero sin tocar a su amigo.
Sin embargo, el Tejido desfalleciente engañó al viejo mago. El proyectil apenas
había salido de su mano cuando explotó. Olas de calor intenso lo alcanzaron, y
Dalebrentia se echó atrás, llevándose las manos a los ojos. Se revolcó por el suelo
como un loco, tratando de apagar las llamas, demasiado presa de su dolor como para
oír los gritos de sus amigos ni los de las enormes bestias, que también aullaban al ser
castigadas por el fuego.
En algún recoveco de su mente, al viejo Dalebrentia le quedaba la esperanza de
que su bola de fuego hubiera eliminado a los monstruos sin matar a sus compañeros.
Sus esperanzas respecto de lo primero se desvanecieron un instante después,
cuando unas garras se le clavaron en un lado del cuello. Ensartado como un pez,
ciego y quemado por su propio fuego y maltrecho por la caída, era poco lo que podía
hacer Dalebrentia para resistirse a la bestia sombría que lo arrastraba.
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montaña, el súbito estallido de fuego —que incluso habría encendido un alto pino—
similar a los fuegos artificiales que el sacerdote había usado a menudo para entretener
a sus hijos cuando eran pequeños. Pero se había ido para adentro en cuanto los cuatro
de Puerta de Baldur se habían marchado.
La incapacidad de esos visitantes para descubrir nada pertinente movió al
sacerdote a volver a su meditación, a intentar otra vez la comunión con Deneir, el
dios que, más que ningún otro de los que formaban el panteón, podía ofrecer ciertas
claves sobre la fuente de acontecimientos tan impredecibles e inquietantes.
Se acomodó en una pequeña habitación iluminada sólo por un par de velones, uno
a cada lado de la manta que había extendido en el suelo. Allí se sentó con las piernas
cruzadas, con las manos sobre las rodillas y las palmas hacia arriba. Durante un largo
rato estuvo concentrado sólo en su respiración, tratando de que sus inhalaciones y
exhalaciones tuvieran la misma duración y usando el recuento para despejar la mente
de preocupaciones y tribulaciones. Estaba solo, e inmerso en su cadencia, se apartaba
del plano material primario y se adentraba en el reino del pensamiento puro, el reino
de Deneir.
Había hecho eso mismo muchas veces desde el advenimiento de los trastornos,
pero no sin conseguir nada notable. Una o dos veces creyó llegar a Deneir, pero el
dios se había escabullido de sus pensamientos antes de que pudiera surgir ninguna
imagen clara.
Esa vez, sin embargo, Cadderly sintió profundamente la presencia de Deneir.
Insistió, dejando muy atrás la conciencia. Vio el paisaje estelar a su alrededor, como
si estuviera flotando en el cielo, y vio la imagen de Deneir, el viejo escribano, sentado
en el cielo nocturno con un gran rollo desplegado ante sí, entonando un cántico,
aunque al principio no fue capaz de distinguir las palabras.
El sacerdote puso toda su voluntad en acercarse a su dios, sabiendo que la suerte
estaba de su lado, que había entrado en esa región particular de concentración y razón
en conjunción con el Señor de Todos los Glifos y las Imágenes.
Oyó el cántico.
Números. Deneir estaba repasando el Metatexto, la lógica vinculante del
multiverso.
Poco a poco, Cadderly empezó a distinguir las hebras levemente brillantes que
formaban una red en el cielo por encima de él y de Deneir, el manto de magia que
daba encantamiento a Toril. El Tejido. Cadderly hizo una pausa y pensó en las
implicaciones. ¿Era posible que el Metatexto y el Tejido estuvieran conectados en un
sentido algo más amplio que el sentido filosófico? Y si eso era cierto, puesto que el
Tejido evidentemente estaba desfalleciente y declinante, ¿no podría estarlo también el
Metatexto? «No, eso no es posible», se dijo, y volvió a centrarse en Deneir.
Se dio cuenta de que Deneir estaba numerando las hebras, adjudicándoles un
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orden y registrando las pautas en su pergamino. ¿Estaría tratando por algún medio de
infundir al decadente Tejido la lógica y consistencia perfectas del Metatexto? La idea
hizo que se estremeciera. ¿Sería su dios, por encima de todos los demás, el encargado
de reparar los fallos de la tela de la magia?
Quiso implorar a su dios, obtener algo de inspiración divina, alguna instrucción,
pero, sorprendido, se dio cuenta de que Deneir no estaba allí para responder a su
petición de comunión, que Deneir no lo había traído a ese lugar. No; si había llegado
a ese lugar y a ese tiempo coincidiendo con Deneir, no había sido por designio, sino
por pura coincidencia.
Se acercó más, lo suficiente como para mirar por encima del hombro de Deneir
mientras el dios permanecía allí, suspendido en el vacío, tomando nota de sus
observaciones.
El pergamino tenía configuraciones numéricas distribuidas como un gran
rompecabezas. Deneir estaba tratando de descodificar el propio Tejido, de clasificar
las hebras por su tipo y por su forma. ¿Sería posible que el Tejido, como la tela de
una araña, estuviera compuesto de varias partes que lo sostenían? ¿Sería posible que
el desfallecimiento, si eso es lo que era realmente el período de turbulencia, fuera el
resultado de la ausencia de una de las hebras que lo sostenían?
¿O de un fallo en el diseño? ¡No, seguro que no!
Cadderly siguió observando en silencio por encima del hombro de Deneir. Se
aprendió de memoria unas cuantas secuencias de los números para poder anotarlas
más tarde, cuando volviera a su estudio. Aunque él no era un dios, Cadderly tenía la
esperanza de poder entender algo dentro de aquellas secuencias para después
comunicárselo a Deneir, para ayudar al escribano de Oghma en sus contemplaciones.
Cuando por fin Cadderly volvió a abrir los ojos físicos, se encontró con que los
velones todavía ardían a su lado. Al mirarlos, dedujo que había estado viajando por el
reino de la concentración durante dos horas aproximadamente. Se puso de pie y se
dirigió a su escritorio para transcribirlos números que había visto, la representación
del Tejido.
Del Tejido desfalleciente.
Se preguntó dónde estarían las hebras perdidas o errantes.
Cadderly no había visto la luz del fuego en el camino de montaña, pero Ivan
Rebolludo, que estaba recogiendo leña para su forja, sin duda sí la vio.
—¡Vaya!, ¿qué diabluras andan haciendo por ahí? —se preguntó el enano.
Después, Ivan pensó en su hermano y se dio cuenta de que Pikel se pondría
furioso al ver un pino tan majestuoso convertido en una columna llameante.
Ivan se desplazó hasta un afloramiento rocoso para tener una perspectiva mejor.
Todavía no podía ver mucho porque los caminos seguían estando oscuros, pero el
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viento traía gritos hasta su nueva atalaya.
El enano dejó caer su mochila junto a la carretilla en la que transportaba la leña,
se ajustó el casco adornado con unos grandes cuernos de ciervo y asió su hacha de
batalla de doble hoja, Hendedora, a la que había dado ese nombre —después de que
Cadderly la encantara con un filo poderosamente aguzado— por lo bien que partía
tanto los troncos como los cráneos de los goblins. Sin siquiera echar una mirada hacia
Espíritu Elevado, el enano de barba amarilla corrió por los oscuros caminos
propulsado a gran velocidad por sus cortas piernas.
Cuando llegó, unas fofas bestias sombrías se estaban comiendo los cadáveres de
los magos baldurianos.
Ivan frenó en seco, y las criaturas más próximas repararon en él y se acercaron,
arrastrándose sobre sus largos miembros delanteros.
Ivan pensó en retroceder, pero sólo hasta que oyó el quejido de uno de los magos.
—¡Bien, entonces! —decidió el enano, y cargó contra las bestias.
Hendedora echaba chispas mientras él descargaba golpes a diestro y siniestro de
una manera desenfrenada. La afilada hacha atravesaba sin dificultad el negro pellejo;
la sangre de las criaturas, que no dejaban de chillar, salpicaba por doquier. Eran
demasiado lentas para escapar a los poderosos golpes, y demasiado estúpidas para
resistirse a su hambre insaciable y salir corriendo.
Una tras otra fueron cayendo bajo el embate de Ivan; producían un ruido
asqueroso al ser despanzurradas por Hendedora. Los brazos del enano no se cansaban
ni sus golpes se hacían más lentos, aunque siguieron apareciendo bestias durante un
buen rato.
Cuando por fin pareció que no quedaba nada que aplastar, Ivan corrió hasta el
mago más próximo, el más viejo del grupo.
—Éste no tiene remedio —musitó cuando le dio la vuelta a Resmilitu y se
encontró con que le habían destrozado el cuello.
Sólo uno de ellos no estaba muerto del todo. El pobre Dalebrentia yacía allí
temblando, con la piel llena de ampollas y los ojos cerrados con fuerza.
—Estoy contigo —le dijo Ivan en un susurro—. Mantén ese hálito de vida que
tienes y te llevaré con Cadderly.
Dicho eso y tras una rápida ojeada a su alrededor, el enano se colgó el hacha a la
espalda y se agachó para pasar una mano bajo las rodillas de Dalebrentia y otra bajo
la espalda. Sin embargo, antes de levantar al hombre, Ivan se sintió invadido por un
frío muy intenso… No era el frío del invierno, sino algo más profundo, como si
tuviera a sus espaldas a la propia muerte.
Se dio la vuelta, lentamente al principio, mientras volvía a echar mano de su
arma. Vio allí cerca una forma de sombra que lo miraba fijamente. A diferencia de las
fofas bestias que yacían a su alrededor —a decir verdad, los cuatro magos también
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habían matado a unas cuantas— tenía más bien el aspecto de un hombre, viejo y
encorvado.
El frío que lo recorrió fue tan intenso que empezaron a castañetearle los dientes.
Quiso gritarle algo al hombre, o sombra, o espectro, o lo que fuese, pero se dio cuenta
de que no podía.
Y comprendió que no tenía que hacerlo.
A su mente acudió un torbellino de imágenes de mucho tiempo atrás, de sí mismo
bailando con sus seis poderosos amigos en torno a un artefacto de gran poder.
Imágenes de un dragón rojo tan increíblemente claras que empezó a recular como
si la bestia estuviera sobrevolándolo en ese instante.
Una imagen de otra criatura borró las anteriores, una monstruosidad con cabeza
de pulpo y con tentáculos bajo la barbilla que se movían como las trenzas de la barba
de un viejo enano.
Un nombre llegó a sus oídos, arrastrado por una brisa invisible: «Yharaskrik».
Ivan se irguió, levantando en brazos a Dalebrentia.
Luego, lo dejó caer al suelo, levantó la pesada bota y aplastó el cuello del mago,
hasta que dejó de respirar y de moverse.
Con una sonrisa de satisfacción, Ivan, que no era Ivan, miró en derredor. Señaló
con la mano a los magos, uno por uno, que se levantaron atendiendo a su llamada.
Tenían las gargantas desgarradas, los brazos medio comidos, grandes agujeros en
el vientre, pero nada de eso importaba, porque la llamada de Ivan era el eco del Rey
Fantasma, y la llamada del Rey Fantasma hacía que volvieran las almas de la tierra de
los muertos con toda facilidad.
Seguido por sus cuatro siniestros guardaespaldas, Ivan Rebolludo se puso en
marcha, alejándose cada vez mas de Espíritu Elevado.
No llegó a su destino esa noche, pero encontró una cueva donde él y los suyos
pudieron pasar las horas del día.
Ya tendrían mucho tiempo para matar cuando volviera a reinar la oscuridad.
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CAPÍTULO 8
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Su pie lo atravesó limpiamente, pero cuando trató de retirar la pierna se encontró
atascada en la columna vertebral del monstruo. Volvió a tirar, pues no podía hacer
otra cosa, y se encontró cada vez más enredada, ya que el zombi, que no había
quedado totalmente destruido por el poderoso golpe, la sujetó con sus garras.
De nuevo, intervino la espada de Temberle, que atacó de lado con dureza.
Alcanzó al monstruo en la cara y lo ensartó.
Hanaleisa cayó hacia atrás sin poder desprenderse del cadáver.
—¡Protégeme! —le gritó a su hermano.
Pero Hanaleisa se arrepintió de haber hablado al comprobar que Temberle tenía el
brazo cubierto de sangre, que seguía manando de la herida. Cuando asió la espada
para volver a golpear y tensó los músculos del antebrazo, la sangre brotó en
abundancia.
Hanaleisa supo que no podría continuar así mucho tiempo. Ninguno de ellos
podría. Exhaustos y horrorizados, y con la espalda tocando casi contra la pared de los
almacenes del muelle, necesitaban un descanso del incesante ataque y tiempo para
poder reagruparse y curarse las heridas…, de lo contrario, Temberle iba a acabar
desangrándose.
Cuando por fin consiguió liberarse, Hanaleisa se puso de pie, dio un salto y miró
en derredor buscando a Pikel o una vía de escape, cualquier cosa que pudiera darle
esperanzas. Todo lo que vio fue a otro defensor que caía arrollado por la horda de no
muertos, y un mar de monstruos por todas partes.
A lo lejos, a apenas unas manzanas de donde ellos estaban, saltaban furiosas
llamaradas que multiplicaban los incendios en Carradoon.
Con un suspiro de pesar y un gruñido de determinación al mismo tiempo que
luchaba por contener las lágrimas, la joven volvió a combatir con ferocidad,
golpeando al monstruo que tenía más cerca y al que atacaba a Temberle con una serie
incansable de golpes. Saltaba y giraba, daba patadas y puñetazos, y su hermano
trataba de mantenerse a su altura, pero sus embestidas se hacían más lentas y seguía
perdiendo sangre.
El fin estaba próximo.
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era tan impredecible y muchas veces tenía el efecto contrario al buscado, no se
atrevía a intentar otros más difíciles.
Sus esfuerzos lo dejaron satisfecho, al traerle a la memoria que los jefes tienen
que ser listos y reflexivos, no sólo fuertes en las armas o en el Arte. Su padre jamás
había sido el mejor luchador, y hubo de esperar casi al final de los trastornos que
habían asolado la Biblioteca Edificante para disfrutar en toda su magnitud del poder
que le había concedido Deneir. A pesar de todo, Rorick se lamentó de no haber
recibido una formación similar a la de sus hermanos. Dependiendo de un bastón para
andar, con el tobillo hinchado y la sucia herida supurando, cada doloroso paso le
recordaba que no era gran cosa como guerrero.
«Tampoco soy gran cosa como mago», pensó, e hizo una mueca cuando su
sirviente invisible desapareció. La niña, desequilibrada por la barrica, se cayó. Un
lado del recipiente se rompió y el whisky se derramó por la esquina del tejado del
almacén.
—¿Y ahora qué? —preguntó un marinero.
Rorick tardó un momento en darse cuenta de que el hombre esperaba que fuera él
quien tomara una decisión, pese a ser mucho más viejo y curtido que el menor de los
Bonaduce.
—Sé un líder —se dijo Rorick entre dientes, y señaló al trente del almacén, al
borde de poca altura bajo el cual la batalla estaba en su apogeo.
—¡Duu-dad!
Hanaleisa oyó a su derecha el grito familiar, mucho más allá de Temberle. Se
disponía a mirar en esa dirección, pero vio movimiento en lo alto y retrocedió,
sorprendida.
Sobrevolando las cabezas de los defensores, empezaron a caer pequeños barriles
de whisky. ¡Docenas de ellos! Volaban y caían aplastando a zombis y demás
desdichadas criaturas unos, y reventándose sobre los adoquines otros.
—¿Qué dem…? —gritó más de un sorprendido defensor, entre ellos Temberle.
—¡Duu-dad! —fue la enfática respuesta.
Todos los defensores miraron en esa dirección y vieron que Pikel corría hacia
ellos. Llevaba el brazo derecho extendido hacia un lado, apuntando a la horda con su
cachiporra, que lanzaba chispas. Al principio, la luz brillante bastó para mantener a
los no muertos apartados, de modo que el camino se despejaba mientras él seguía
corriendo, pero lo más importante era que esas chispas encendían el alcohol
derramado, y no había nada que ardiera mejor que el whisky de Carradoon.
El enano seguía su carrera lanzando llamas con su cachiporra y otras llamas le
respondían.
A pesar del dolor, a pesar de los temores por sus hermanos, Hanaleisa no pudo
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por menos que soltar una risita al ver pasar al enano, agitando su muñón como si
fuera el ala de un pato herido. En realidad, no corría, según observó Hanaleisa, sino
que se deslizaba.
La asaltó una imagen de un Rorick de cinco años patinando por el huerto de su
madre en Espíritu Elevado, con una bengala chispeante en la mano, y se sintió
invadida por una repentina alegría, como si estuviera segura de que el tío Pikel podría
hacer que todo se solucionara.
Sin embargo, desechó rápidamente aquella idea y acabó con un monstruo cercano
que había quedado por delante de la muralla de fuego. Después corrió hacia
Temberle, que ya estaba empezando a gritar para organizar la retirada. Hanaleisa
rebuscó en su bolsillo y sacó un lienzo limpio con el que intentó parar la hemorragia
del brazo de Temberle.
Y fue justo a tiempo. Su hermano le hizo un gesto de agradecimiento y, acto
seguido, se desplomó. Hanaleisa lo sujetó pidió ayuda y le dio instrucciones a una
mujer para que recogiera el espadón de Temberle, ya que sabía, como lo sabían todos,
que seguramente le volvería a hacer falta, y muy pronto.
Se dirigieron al almacén. Formaban una hilera de enclenques tropas defensivas,
tan deterioradas física como emocionalmente; tal vez esto último sobre todo, ya que
nadie ignoraba que su amado Carradoon no tenía muchas probabilidades de
sobrevivir al sorpresivo ataque.
—Nos has salvado a todos —le dijo Hanaleisa a Rorick poco después, cuando
volvieron a reunirse una vez más.
—Tío Pikel hizo el trabajo peligroso —dijo Rorick, señalando con la barbilla al
enano.
—¡Duu-dad! ¡Ji, ji, ji! —dijo Pikel. Y levantando su cachiporra al mismo tiempo
que sacudía la peluda cabeza, añadió—: ¡Buum!
—Todavía no estamos salvados —dijo Temberle, apostado en una pequeña
ventana desde donde se veía la carnicería que estaba teniendo lugar en la calle. Había
recuperado la conciencia, pero todavía estaba débil y su voz sonaba realmente
apesadumbrada—. Esos fuegos no van a durar mucho tiempo.
Era cierto, pero los incendios alimentados por el whisky habían cambiado las
tornas y habían salvado su causa. Los estúpidos muertos vivientes no conocían el
miedo y habían seguido avanzando, de manera que sus ropas y su pellejo putrefactos
activaban las llamas cuando caían encima de otros no muertos.
Sin embargo, unos cuantos rezagados habían conseguido abrirse paso y estaban
arañando con sus garras las paredes del almacén y golpeando los tablones mientras el
fuego de fuera se iba agotando.
Un zombi atravesó las llamas y ardió. Sin embargo, siguió avanzando en
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dirección a la puerta del edificio y consiguió golpearla con los puños unas cuantas
veces antes de sucumbir a las llamas. La mala suerte quiso que el fuego se extendiera
a la madera. Eso no habría tenido grandes consecuencias de no haber sido porque el
contenido de una barrica que se había derramado en el tejado se había desparramado
por la pared.
Se oyeron varios gritos cuando prendió la esquina del almacén. Algunos
acudieron para tratar de apagar las llamas, pero no consiguieron nada. Y lo peor era
que los que habían arrojado los barriletes apenas habían utilizado un tercio de lo que
había almacenado en el edificio. El whisky era una de las principales exportaciones
de Carradoon. Cada diez días más o menos salían barcos cargados de licor.
Había más de cien personas en aquel almacén, y el pánico se propagó entre ellas
con la misma rapidez que el fuego por el tejado.
—¡Tenemos que salir! —gritó un hombre.
—¡A los muelles! —gritaron otros, y se inició la estampida hacía la puerta trasera.
—¡Uh!, ¡oh! —dijo Pikel.
Temberle pasó el brazo de Rorick por encima de sus hombros y los hermanos
avanzaron hacia la salida, apoyándose el uno en el otro y gritándoles a Hanaleisa y a
Pikel que los siguieran.
Pikel empezó a moverse, pero Hanaleisa lo cogió por el brazo y lo retuvo.
—¿Eh?
Hanaleisa señaló una barrica que estaba cerca y corrió a por ella. La abrió y la
levantó, luego corrió a la puerta delantera, donde había esqueletos y zombis tratando
de entrar. Mirando a Pikel, Hanaleisa empezó a derramar el contenido a lo largo de la
pared.
—¡Ji, ji, ji! —aprobó Pikel, acudiendo a su lado con otra barrica.
Primero, el enano acercó los labios y tomó un buen trago, pero después corrió a lo
largo de la pared, esparciendo el contenido por todo el suelo y la base de los tablones.
El calor se hacía cada vez más intenso. Una viga que cayó del techo trazó una
línea de fuego de un lado a otro del edificio.
—¡Hana! —gritó Rorick desde el fondo del almacén.
—¡Salid! —le gritó su hermana—. ¡Tío Pikel, vamos!
El enano corrió hacia ella, de un salto superó la viga tirada en el suelo, y ambos se
dirigieron deprisa hacia la puerta.
Hubo más desprendimientos peligrosos, y la pared lateral empapada de whisky
empezó a arder con furia. Las llamas se propagaron por las paredes que tenían detrás,
pero los no muertos no habían conseguido entrar.
Hanaleisa de dio cuenta al llegar a la salida.
—¡Vete! —le ordenó a Pikel, empujándolo a través de la puerta.
El enano y los dos hermanos quedaron horrorizados cuando Hanaleisa se volvió y
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entró a la carrera en el edificio en llamas.
El humo le inundó las fosas nasales y le hizo arder los ojos. Apenas podía ver,
pero conocía el camino. Saltó por encima de la viga tendida en medio del almacén, se
agachó y, con una voltereta, pasó por debajo de otra que caía desde lo alto.
Se acercó a la puerta delantera y de un salto se lanzó hacia ella en el preciso
momento en que una barrica cercana estallaba y se convertía en una bola de fuego;
otra que había detrás explotó también. Hanaleisa dio una patada a la pesada barra que
atrancaba la puerta, poniendo todas sus fuerzas y su voluntad en el golpe. Oyó el
crujido de la madera bajo el pie. Menos mal, porque no tenía tiempo para repetir el
movimiento. En ese momento, las llamas alcanzaron el whisky que ella y Pikel
habían vertido y tuvo que salir a todo correr para no ser presa del fuego.
Pero la puerta estaba abierta, y los no muertos se precipitaron al interior, llevados
por su estupidez y su ansia devastadora.
Más barricas estallaron y la mitad del techo se hundió detrás de Hanaleisa, pero
ella mantuvo su atención centrada y las piernas en movimiento. Como casi no veía
nada en medio de la densa humareda, tropezó contra un madero encendido y se
lastimó los dedos de los pies.
Consiguió recuperarse rápidamente y se levantó de nuevo.
Más explosiones, y a su alrededor seguían cayendo trozos encendidos del tejado.
El humo se volvió tan espeso que se desorientó. No podía ver la puerta. Hanaleisa se
detuvo derrapando, pero no tenía tiempo que perder. Volvió a salir corriendo, tropezó
con una pila de barriles y los volcó.
No podía ver, no podía respirar, no tenía la menor idea de dónde estaba la salida,
y sabía que cualquier otra dirección la conduciría directamente a la muerte.
Giró a izquierda y derecha. Partió en una dirección y luego retrocedió,
desalentada. Llamó a gritos, pero su voz se perdió entre el rugido de las llamas.
En ese momento, el horror se transformó en resignación. Sabía que estaba
condenada, que su atrevida maniobra había sido un éxito, pero que le costaría la vida.
Que así fuera.
La joven se dejó caer sobre manos y rodillas, y pensó en sus hermanos. Confió en
haberles dado el tiempo necesario para escapar. «El tío Pikel los pondrá a salvo», se
dijo, y aceptó su suerte.
Hay que decir a su favor que Bruenor no dijo nada, pero Thibbledorf Pwent y
Drizzt no podían por menos que notar las miradas evidentemente incómodas que
echaba a un lado y a otro cada vez que Jarlaxle y Athrogate entraban o salían de entre
los árboles en sus monturas mágicas.
—Tiene las hechuras de un Revientabuches —comentó Pwent, que estaba sentado
al lado de Bruenor en el pescante de la carreta mientras Drizzt caminaba junto a ellos.
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El Revientabuches señaló con su barbudo mentón a Athrogate—. Demasiado limpio
para mi gusto, pero me agrada ese puerco que lleva. ¡Y esos manguales!
—O sea que los Revientabuches andan por ahí con drows, ¿verdad? —replicó
Bruenor, pero antes de que Pwent pudiera descifrar aquella observación irónica, llegó
la respuesta de Drizzt.
—A veces —dijo.
—¡Bah, elfo!, tú no eres un drow, ni lo has sido nunca —protestó Bruenor—. Ya
sabes lo que quiero decir.
—Lo sé —reconoció Drizzt—. No pretendías ofender ni yo me he sentido
ofendido, pero tampoco creo que Jarlaxle coincida con la idea que tú te has formado
de mi pueblo.
—¡Bah!, él no es ningún Drizzt.
—Tampoco lo era Zaknafein de la manera que tú das a entender —respondió
Drizzt—, pero el rey Bruenor habría dado la bienvenida a mi padre en Mithril Hall.
De eso, estoy seguro.
—Y este extraño se parece a tu padre, ¿es eso lo que quieres decir?
Drizzt miró a través de los árboles para observar a Jarlaxle montado en su corcel
infernal y se encogió de hombros sin saber realmente qué responder.
—Según me han dicho, eran amigos.
Bruenor guardó silencio un momento y también miró a esa extraña criatura que
era Jarlaxle, con su extravagante sombrero adornado con una pluma. Todo en torno a
su persona resultaba chocante para la estrechez de miras de Bruenor; todo lo suyo
hablaba al enano en clave del «otro».
—Es sólo que no estoy seguro de ése —farfulló el rey enano—. Mi hija está aquí
llena de problemas y me pides que confíe en tipos como Jarlaxle y ese enano que
tiene como mascota.
—Es cierto —admitió Drizzt—, y no niego que yo mismo tengo dudas.
Drizzt dio un salto y se agarró a la barandilla que había detrás del asiento para
viajar un rato en la carreta. Miró directamente a Bruenor, exigiendo su atención
absoluta.
—Pero también sé que si Jarlaxle nos hubiera querido muertos lo más probable es
que a estas alturas estuviéramos caminando por el plano de fuga. Regis y yo no
habríamos salido de Luskan sin su ayuda. Catti-brie y yo no podríamos haber
escapado a sus muchos guerreros en las afueras de Menzoberranzan hace años si él
no lo hubiera permitido. No tengo la menor duda de que detrás de su ofrecimiento de
ayuda hay algo más que su preocupación por nosotros o por Catti-brie.
—¡Seguro que él también tiene un problema —dijo Bruenor—, o yo soy un
gnomo barbudo! Y un problema más gordo que eso que nos contó acerca de que
quería asegurarse de que la Piedra de Cristal había desaparecido.
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Drizzt asintió.
—Puede que así sea, pero a pesar de todo pienso que tenemos más oportunidades
con Jarlaxle de nuestro lado. Ni siquiera habríamos pensado en recurrir a Espíritu
Elevado y a Cadderly si Jarlaxle no hubiera enviado a su compañero enano a Mithril
Hall para sugerirlo.
—¡Para obligarnos a salir! —replicó Bruenor, cuyo tono resultó bastante audible.
Drizzt hizo un gesto con la mano para tranquilizar al enano.
—Te repito, amigo mío, que si lo único que pretendía era hacernos vulnerables,
Jarlaxle nos habría tendido una emboscada en cuanto hubiéramos salido por la puerta,
y allí estaríamos ahora y seríamos pasto de los cuervos.
—A menos que espere algo de ti —insistió Bruenor—. Podría ser que hubiera
todavía una bonita recompensa por la cabeza de Drizzt Do'Urden, gracias a las
madres matronas de Menzoberranzan.
Era posible, Drizzt tenía que admitirlo, y echó una mirada a Jarlaxle por encima
del hombro, pero finalmente hizo un gesto negativo. Si Jarlaxle hubiera querido algo
así, habría atacado la carreta con una fuerza aplastante a la salida de Mithril Hall y los
habría capturado a los cuatro o a cualquiera de ellos que pudiera tener algún valor
para sus inconfesables planes. Sin embargo, incluso dejando a un lado esa lógica tan
simple, muy dentro de Drizzt había algo más, una comprensión de Jarlaxle y de sus
motivos que lo sorprendía cada vez que se paraba a pensarlo.
—No lo creo —le respondió a Bruenor—. No creo nada de eso.
—¡Bah! —bufó el rey enano, que no parecía nada convencido.
Bruenor hizo sonar las riendas para apurar aún más el paso de los animales,
aunque ya habían recorrido más de setenta y cinco kilómetros en lo que iba del día, y
todavía tenían por delante otro medio día de cabalgada. La carreta proseguía
cómodamente el viaje. Los artesanos enanos, sin duda, habían estado a la altura de la
empresa.
—¿De modo que piensas que lo único que quiere de nosotros es una buena
recomendación ante Cadderly? Te has tragado su cuento, ¿no? ¡Bah!
Era difícil encontrar una respuesta adecuada a uno de los «¡Bah!» de Bruenor, y a
dos, mucho más, pero incluso antes de que Drizzt lo intentara siquiera, un grito
llegado desde el fondo de la carreta puso fin a la conversación.
Al volverse, los tres vieron a Catti-brie flotando en el aire, con los ojos en blanco.
No se había elevado lo suficiente como para escapar por el portalón trasero del
vehículo, y seguía con ellos en su estado de ingravidez. Tenía uno de los brazos
alzado hacia un lado y flotaba como si estuviera en el agua, tal como la habían visto
otras veces durante sus ataques, pero el otro brazo lo llevaba hacia adelante, con la
mano vuelta, como si estuviera sosteniendo una espada ante sí.
Bruenor tiró de las riendas y se las pasó a Pwent, volviéndose hacia atrás en el
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asiento incluso antes de que el Revientabuches pudiera recogerlas. Drizzt llegó
primero a la caja de la carreta. Saltó con agilidad por encima del lateral y sujetó a
Catti-brie por el brazo izquierdo, antes de que ésta pudiera deslizarse más allá de la
barandilla. El drow alzó la otra mano para detener a Bruenor y miró con intensidad a
Catti-brie mientras ella ponía en escena lo que veía mentalmente.
Sus ojos volvieron a la normalidad, recuperando su color azul profundo.
Su brazo derecho se retorció, y ella hizo una mueca de dolor. Su mirada parecía
enfocada hacia adelante, aunque teniendo en cuenta que sus ojos miraban a lo lejos,
era difícil afirmarlo con seguridad. Giró lentamente su mano extendida, como
forzando la espada imaginaria en un ángulo descendente. Entonces, subió un poco,
como si algo o alguien se hubiera deslizado del extremo del arma. La respiración de
Catti-brie era entrecortada. Una lágrima, sólo una, se deslizó por su mejilla y,
moviendo mudamente los labios, dijo:
—La he matado.
—¿En qué anda ahora? —preguntó Bruenor.
Drizzt le hizo señas de que se callara y le permitiera seguir con su representación.
Catti-brie bajó la cabeza, como si estuviera mirando al suelo, luego la alzó mientras
levantaba su espada imaginaria.
—Seguro que está mirando la sangre —susurró Bruenor.
El rey enano oyó el corcel de Jarlaxle galopando a un lado, y también el de
Athrogate, pero no apartó los ojos de su amada hija.
Catti-brie sollozaba entrecortadamente y trataba de recobrar el aliento mientras le
corrían las lágrimas por las mejillas.
—¿Está mirando al futuro o al pasado? —preguntó Jarlaxle.
Drizzt hizo un gesto como si no lo supiera, aunque estaba casi seguro de
reconocer la escena que estaba representando ante él.
—Pero ha flotado y casi sale por el portalón trasero. Yo no quiero hablar, pero
está tocada —dijo Athrogate.
Entonces sí que Bruenor se volvió y echó al enano una mirada asesina.
—Mil perdones, buen rey Bruenor —se disculpó Athrogate—: sólo he dicho lo
que pensaba.
Catti-brie volvió a sollozar y a sacudirse violentamente. Drizzt ya había visto
suficiente. Atrajo a la mujer hacia su regazo, la abrazó y le susurró al oído.
Y el mundo se tornó oscuro para el drow. Durante un instante apenas vio a la
víctima de Catti-brie, una mujer con el hábito de la Torre de Huéspedes del Arcano,
una maga llamada Sydney. La conocía y sabía con toda seguridad cuál era el
incidente que su amada acababa de revivir.
Antes de que pudiera entender del todo que lo que veía era el cuerpo de la
primera persona a la que Catti-brie había matado en su vida, la primera vez que había
TIEMPO DE HÉROES
Apareció una luz, un faro brillante que atravesaba el humo y llamó su atención.
Hanaleisa sintió su invitadora calidez, tan diferente de la mordaz dentellada del
fuego. La llamaba, casi como si estuviera encantada. Cuando por fin salió por la
puerta, dejando atrás la densa humareda, y se encontró en los muelles, Hanaleisa no
se sorprendió al ver a un sonriente tío Pikel allí, de pie, sosteniendo en alto su
cachiporra, que emitía una luz relumbrante. Trató de darle las gracias, pero no paraba
de toser, medio ahogada por el humo. A punto de desplomarse, consiguió llegar hasta
Pikel y darle un gran abrazo. Sus hermanos acudieron a su lado y le dieron
palmaditas en la espalda para ayudarla a expulsar el persistente humo.
Después de un buen rato, Hanaleisa pudo dejar de toser y mantenerse en pie.
Pikel los condujo rápidamente a todos lejos del almacén, que seguía siendo sacudido
por explosiones de barricas de whisky de Carradoon que todavía estaban intactas.
—¿Por qué entraste ahí? —le recriminó Rorick en cuanto pasó el peligro más
inmediato—. ¡Fue una necedad!
—¡Tut, tut! —le dijo Pikel, moviendo un dedo en el aire para acallarlo.
Una parte del tejado cayó con gran estruendo y derribó también un tramo de la
pared. A través del agujero que dejó, los cuatro vieron el asalto imparable de los no
muertos, los monstruos descerebrados dispuestos a entrar por la puerta abierta por
Hanaleisa. Todos caían casi inmediatamente y eran devorados por las llamas.
—Ella los invitó a entrar —le dijo Temberle a su hermano pequeño—. Hana ganó
tiempo para nosotros.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Hanaleisa entre toses, mirando por encima
de sus hermanos hacia los muelles.
La pregunta era más bien fruto de la sorpresa que una petición de respuesta, ya
que ésta era evidente. La gente se amontonaba a bordo de dos pequeños barcos de
pesca amarrados allí cerca.
—Se proponen trasladarnos al otro lado del lago, hacia el norte, a Byernadine —
le explicó Temberle, refiriéndose a la aldea más próxima a Carradoon sobre la orilla
del lago.
—No tenemos tiempo —replicó Hanaleisa.
—No tenemos elección —dijo Temberle—. Cuentan con buenas tripulaciones. No
tardarán en conseguir más barcos.
Se empezaron a oír gritos en los muelles. Enseguida hubo también empujones y
peleas, ya que la gente, desesperada, trataba de subir a los dos primeros barcos.
ATISBANDO LA GRIETA
DRIZZT DO'URDEN
EL INTERMEDIARIO BARBUDO
—Te regocija en exceso una treta tan simple —le dijo Hephaestus a su compañero
en una cueva al sur de Espíritu Elevado.
—Es una cuestión de mera eficiencia y oportunidad, dragón, de la cual no
obtengo el menor regocijo —respondió Yharaskrik con la voz de Ivan Rebolludo, en
cuyo cuerpo había pasado a residir el ilícida, al menos en parte.
Cualquiera que conociese a Ivan se habría rascado la cabeza sorprendido ante el
extraño acento que tenía la voz grave del enano. Una inspección más detenida no
hubiera hecho sino aumentar la sensación de extrañeza, porque Ivan mostraba una
calma excesiva. Se privaba de mesarse la gran barba amarilla y de cambiar el peso
del cuerpo de uno a otro pie, e incluso de golpearse el pecho o las caderas con las
manos, como tenía por costumbre.
—Todavía sigo con vosotros —añadió Yharaskrik—. Hephaestus, Crenshinibon y
Yharaskrik como uno solo. Tener a este enano bajo mi control me permite dar voz
externa a nuestras conversaciones, aunque no siempre eso es bueno.
—Mientras estás leyendo mis pensamientos —replicó el dragón con un tono en el
que era palpable el sarcasmo—, estás exteriorizando una parte de tu conciencia para
proteger de mí los tuyos propios.
El enano hizo una reverencia.
—¿No lo niegas? —preguntó Hephaestus.
—Estoy en tu conciencia, dragón. Tú sabes lo que yo sé; cualquier pregunta que
quieras hacerme será puramente retórica.
—Pero ya no estamos totalmente unidos —protestó Hephaestus, y el enano lanzó
una risita. La confusión del dragón era evidente—.
¿No eres lo bastante sabio como para segmentar tus pensamientos en pequeños
compartimentos, algunos interiores y otros exteriores, bajo la forma de un enano feo
y retaco?
El Yharaskrik metido en el cuerpo de Ivan volvió a inclinar la cabeza.
—Me halagas, gran Hephaestus. Puedes creer que estamos inexorablemente
unidos. No podría herirte sin herirme a mí, porque hacérselo a uno es realmente
hacérselo al otro. Sabes que es verdad.
—Entonces, ¿por qué recurriste al enano, a este huésped representante?
—En particular por ti, que nunca has conocido tal intimidad mental —respondió
el ilícida—. Puede resultar confuso determinar dónde termina una voz y dónde
—¡Defended ese flanco! —les gritó Rorick a los hombres de la pared izquierda de
la cueva, dispersos entre un montón de rocas caídas.
Estaban con el agua por los tobillos y combatían a muerte contra una multitud de
esqueletos y zombis. El centro de la línea defensiva, encabezada por los tres jóvenes
Bonaduce y por Pikel, se mantenía firme contra el ataque de los no muertos. Allí el
agua llegaba casi hasta la rodilla, y su arrastre afectaba más al avance de los
monstruos que a los defensores.
A la derecha, los contornos y curvas del túnel también favorecían a los
defensores. Ante ellos, donde el túnel se hacía aún más ancho, había un profundo
pozo. Los esqueletos y zombis que se atrevían a entrar en él estaban totalmente
cubiertos por las aguas, y los que conseguían salir eran recibidos con una lluvia de
pesadas estacas. Ese pozo era el motivo principal por el cual los defensores habían
elegido defender allí el terreno cuando por fin las hordas los encontraron. Al
principio, había parecido una elección prudente, pero la afluencia incansable de sus
enemigos estaba empezando a hacer pensar a muchos —Temberle y Hanaleisa, entre
ellos— que tal vez deberían haber escogido un punto más estrecho que ese espacio de
nueve metros.
—No van a aguantar —les dijo Rorick a sus hermanos mientras Hanaleisa le daba
una patada en la cabeza a un esqueleto y lo mandaba volando túnel abajo.
Hanaleisa no necesitó aclaración alguna para saber a qué se refería. Dirigió de
inmediato la mirada a la izquierda, a las muchas rocas que bordeaban aquella parte
desmoronada del túnel. Habían creído que esas rocas iban a ser una ventaja ya que
obligarían a la avanzadilla de los monstruos a concentrarse para abrirse camino entre
los numerosos obstáculos, pero cuando los monstruos atacaron, esas piedras
esparcidas empezaron a perjudicar a los defensores, que demasiado a menudo se
LA PESADILLA VIVIENTE
Athrogate manejaba sus manguales con pericia, haciendo que las pesadas bolas
claveteadas gimieran en el extremo de las cadenas y se abrieran paso por delante de
él, a un lado y a otro, y por encima de su cabeza.
—¡Saca tu arma! —le gritó a Thibbledorf Pwent.
—¡Yo soy el arma, idiota! —respondió el Revientabuches.
Mientras la carnosa criatura se acercaba, justo antes de que Athrogate diera un
paso adelante para lanzar una andanada de manguales voladores, Pwent se lanzó a la
carga sobre el enemigo, dando puñetazos y rodillazos. Afirmado en su sitio con sus
primeros pinchos, y mientras la criatura atrapada movía los brazos y trataba de
morderlo, Pwent inició un furibundo movimiento giratorio, una violenta convulsión,
algo parecido a un ataque.
La armadura serrada del enano hizo trizas a la bestia, que rápidamente quedó
reducida a un guiñapo de carne picada.
Athrogate dio un alarido, creyendo que había llegado su hora, pero una segunda
silueta atravesó el aire, cabeza abajo, y atacó con la pica del yelmo. Thibbledorf
Pwent ensartó a la bestia mientras saltaba, y la apartó hacia un lado a la vez que caía
Danica y Cadderly corrían por los pasillos de Espíritu Elevado para ver a qué se debía
toda esa conmoción. Tuvieron que empujar a un grupo de magos y sacerdotes
susurrantes y apretujarse para poder salir por la puerta y encontrarse con que el gran
porche frontal del edificio no estaba menos atestado.
—¡Quédate ahí! —le gritó un mago a Danica en cuanto consiguió abrirse paso y
bajó corriendo los escalones hasta llegar al camino de acceso—. Cadderly, no la
dejes…
El hombre calló cuando Cadderly alzó una mano para imponerle silencio. El
sacerdote confiaba en Danica y les estaba recordando a los demás que hicieran lo
propio. A pesar de todo, Cadderly se quedó bastante perplejo por lo que vio. Ciervos,
conejos, ardillas y toda clase de animales atravesaban a todo correr la pradera de
Espíritu Elevado.
—Había un oso —explicó un sacerdote mayor.
—¿Un oso les produce semejante pánico? —preguntó Cadderly con evidente
escepticismo.
—El oso corría tan deprisa y tan asustado como los demás —aclaró el sacerdote,
y como Cadderly hizo un gesto de incredulidad, varios otros asintieron para
confirmar la descabellada teoría.
—¿Un oso?
—Un gran oso. Tiene que haber un incendio.
Cadderly miró hacia el sur, hacia el lugar de donde venían los animales, y no vio
humareda alguna oscureciendo el cielo del atardecer. Olfateó varías veces, pero no
captó el menor olor a humo en el aire. Miró a Danica, que se dirigía hacia la línea de
árboles que había al sur. Un poco más allá llegó el rugido de otro oso, y luego el de
un gran felino.
Cadderly se adelantó hasta los primeros escalones y descendió con cautela. Un
ciervo salió de entre los árboles y atravesó frenéticamente la pradera. Cadderly dio
unas palmadas confiando en asustar a la criatura para que se desviase hacia un lado,
pero no dio muestras de oírlo ni de verlo siquiera. Siguió corriendo y casi lo atropelló
al pasar.
—¡Te lo dije! —le gritó el primer mago—. No hay ni atisbo de cordura en ellos.
En los bosques, el oso rugió otra vez, con más fuerza, con más insistencia.
—¡Danica! —gritó Cadderly.
El oso rugía no sólo como afirmación, sino también de dolor, y su gruñido
Danica sintió un gran alivio al oír que otros daban órdenes de vigilar las ventanas
y las puertas, ya que Cadderly poco podía hacer en ese momento, y la necesitaba.
Echó una rápida mirada a su alrededor, dándose cuenta de pronto de que faltaba
alguien. Espíritu Elevado era un lugar enorme, con muchísimas habitaciones, y no
había reparado antes en su ausencia, pero en ese momento de urgencia y peligro cayó
en la cuenta de que la familia de Espíritu Elevado no estaba completa.
¿Dónde estaba Ivan Rebolludo?
Volvió a mirar por todas partes, tratando de recordar dónde había visto por ultima
vez al bullicioso enano, pero un respingo de Cadderly la devolvió a la situación a que
se enfrentaban.
Cadderly gritó, alarmado, y volvió la cara para evitar el golpe, pero no fue
suficiente para librarse de las largas y terribles garras. Sintió que se le desgarraba la
piel bajo el ojo izquierdo, y la fuerza del golpe fue tal que a punto estuvo de dejarlo
sin sentido.
Cadderly ni siquiera se dio cuenta de que había disparado su ballesta de mano. El
virote no estaba perfectamente colocado en la tablilla, pero de todos modos salió
disparado; que el arma estuviera apuntando en la dirección correcta fue sólo cuestión
de suerte. El virote se clavó en la carne del monstruo, se abrió y explotó, arrojando
NO SOY TU ENEMIGO
En su rostro lucía una sonrisita de complicidad que no coincidía con la de sus ojos,
que otra vez estaban en blanco. Flotaba en el aire.
—¿Te propones matarlo? —preguntó, como si se estuviera dirigiendo a alguien
que tuviera delante. Mientras hablaba, sus ojos se enfocaron otra vez.
—El acento —comentó Jarlaxle cuando Catti-brie echó los hombros hacia atrás,
tal vez como si se estuviera recostando en una silla.
—Si vas a matar a Entreri para liberar a Regis y para impedir que haga daño a
alguien más, entonces mi corazón dice que está bien —dijo la mujer, y se inclinó
hacia adelante con intención—, pero si quieres matarlo para demostrar quién eres o
para negar lo que él es, entonces mi corazón llora.
—Calimport —susurró Drizzt, recordando la escena con claridad.
—¿Qu…? —iba a preguntar Bruenor, pero Catti-brie continuó, interrumpiéndolo.
—Sin duda, el mundo no es justo, amigo mío. Sin duda, has sido ultrajado, pero
¿vas tras el asesino por tu propia ira? ¿Acaso la muerte de Entreri va a subsanar el
ultraje?
»Mírate en el espejo: Drizzt Do'Urden, sin la máscara. Matar a Entreri no va a
cambiar el color de su piel… ni el de la tuya.
—¿Elfo? —preguntó Bruenor, pero en aquel momento sorprendente, Drizzt ni
siquiera podía oírlo.
El peso de aquel lejano encuentro con Catti-brie se le volvió a echar encima. Ahí
estaba otra vez, en ese momento, en aquella pequeña habitación, recibiendo una de
las lecciones más profundas de pura sabiduría que nadie se había molestado en darle
jamás. Fue el momento en el que se dio cuenta de que amaba a Catti-brie, aunque
pasarían años antes de que se atreviera a dejarse llevar por sus sentimientos.
Miró a Bruenor y a Jarlaxle, un poco azorado, demasiado abrumado, y se volvió
otra vez hacia su amada, que siguió reproduciendo aquella vieja conversación,
palabra por palabra.
—… si aprendieras a mirar —dijo la mujer con aquella sonrisa encantadora y
cautivante en los labios, aquella sonrisa que tan a menudo había deslumbrado a
Drizzt y había eliminado toda resistencia que él pudiera tener a lo que decía—. Y si
hubieras aprendido a amar, seguramente lo habrías dejado correr, Drizzt Do'Urden.
Volvió la cabeza como si algo hubiera ocurrido cerca, y Drizzt recordó que
Wulfgar había entrado en la habitación en ese momento. Por aquel entonces, Wulfgar
era el amante de Catti-brie, aunque ella había dado muestras de que su corazón
—¡No podemos esperar aquí a que nos ataquen otra vez cuando caiga el sol! —
gritó un mago joven, y muchos otros hicieron suyas esas palabras.
—Ni siquiera sabemos si eso llegará a suceder —les recordó Ginance, una mujer
madura, sacerdotisa de la orden de Cadderly, que había estado catalogando
pergaminos en Espíritu Elevado desde sus comienzos—. Jamás nos hemos enfrentado
a criaturas como… esos montones de carne repugnante! No sabemos si le tienen
aversión a la luz del sol o si se retiraron al amanecer por razones estratégicas.
—Se fueron cuando asomó la luz del amanecer por el este —protestó el primero
—. Eso me indica que tenemos un buen lugar por donde comenzar nuestro
contraataque, y eso debemos hacer… y con contundencia.
—¡Siiií! —gritaron otros.
Ya llevaban algún tiempo discutiendo en la nave de Espíritu Elevado, y hasta ese
momento Cadderly se había mantenido en silencio, sopesando lo que se decía. Varios
magos y sacerdotes, todos ellos visitantes que habían acudido a la biblioteca,
murieron en el brutal asalto de la noche anterior. Cadderly vio con satisfacción que el
grupo restante, unos setenta y cinco hombres y mujeres, en su mayor parte bien
entrenados y formados en las artes arcanas o divinas, no habían sucumbido a la
desesperación tras la inesperada batalla. Su espíritu combativo era más que evidente,
y eso, bien lo sabía, sería un factor importante si querían superar esa prueba.
Volvió a centrarse en Ginance, su amiga y uno de los miembros más sabios y
eruditos de su clero.
—Ni siquiera sabemos si Espíritu Elevado ha quedado totalmente limpio de
bestias —dijo la mujer, atemperando el entusiasmo.
—¡Por el momento, ninguna de esas feroces criaturas nos está dando dentelladas!
—sostuvo el primer mago.
Ginance pareció tener dificultades para hacerse oír entre los gritos que siguieron;
todos ellos pedían actuar fuera de los confines de la catedral.
—Dais por supuesto que no tienen raciocinio o, por lo menos, que son estúpidas
—intervino finalmente Cadderly, y aunque no habló a gritos, en cuanto empezó a
hablar se hizo el silencio, y todos quedaron pendientes de sus palabras.
El sacerdote respiró hondo al comprobar una vez más la importancia y la
reputación de que gozaba. Él había construido Espíritu Elevado, y eso no era un
hecho baladí. Sin embargo, no se dejó llevar por el respeto que le mostraban,
especialmente teniendo en cuenta que muchos de sus huéspedes eran mucho más
Danica fue avanzando velozmente, pero mirando muy bien dónde ponía los pies,
manteniéndose apenas apartada de la huella de devastación. Tenía en todas partes
entre cinco y diez zancadas de ancho y había árboles desgajados y hierba pisada en la
parte central, como si alguna gran criatura se hubiera abierto paso por allí. Sólo vio
algunos parches secos a ambos lados, no de deterioro absoluto como había observado
en el centro de la senda, sino áreas bien delimitadas, donde daba la impresión de que
los árboles simplemente habían muerto.
La monje era reacia a cruzar la senda, e incluso a entrar en la zona de mayor
deterioro, pero cuando vio una huella en un trozo despejado de terreno, supo que
tenía que averiguar más. Contuvo la respiración al acercarse, porque reconoció
enseguida lo que era: una huella gigantesca, cuatro dedos con grande garras, la
impresión dejada por la pata de un dragón.
Danica se arrodilló e inspeccionó la zona, con interés especial en la hierba. No
toda estaba seca en la senda, pero cuanto más cerca de las huellas, más profunda era
la devastación. Se puso de pie y miró en derredor, a los árboles que seguían de pie a
los lados, y fue como sí viera un dragón caminando entre ellos, arrasando los árboles
y arbustos que encontraba en su camino, tal vez flexionando las alas de vez en
cuando, lo que las habría hecho chocar con los árboles de los lados.
Se fijó bien en los lugares donde estaban esos árboles muertos, formando tan vivo
contraste con la pujanza del resto del bosque. ¿Acaso el simple contacto de las alas de
la bestia los había matado?
Miró otra vez la huella, y la total ausencia de vida en la vegetación inmediata.
Un dragón, pero ¿un dragón que eliminaba todo vestigio de vida sólo con tocar?
Danica respiró hondo al darse cuenta de que aquellas bestias fofas, encorvadas y
serpenteantes podrían ser el menor de sus problemas.
No es muy probable que su herencia enana los conforte si lo consideran un idiota —le
explicó Hanaleisa a Temberle, que estaba bastante molesto por los rumores que oía
entre las filas de los refugiados de Carradoon.
Temberle había insistido en que Pikel, el único enano del grupo y el único que
parecía capaz de conjurar luz mágica en los túneles totalmente oscuros, los condujera
a través de la montaña. Aunque unos cuantos habían expresado su incredulidad ante
la idea de seguir a aquel enano de barba verde que apenas podía expresarse, nadie se
había opuesto abiertamente. ¿Cómo iban a hacerlo si, al fin y al cabo, Pikel había
sido, sin duda alguna, el héroe de la última batalla al congelar el agua y hacer posible
la retirada, evitando así un desastre seguro?
Claro estaba que eso había sucedido el día anterior, y la marcha de las últimas
horas había sido una sucesión de arranques y paradas y de vueltas atrás que había
hecho que se difundiera la idea de que estaban perdidos. Al menos, no habían
encontrado muertos vivientes, pero eso era magro consuelo cuando hasta los niños
tenían que avanzar a rastras por aquellas cuevas húmedas y sucias, y llenas de todo
tipo de bichos.
—Están asustados —le respondió Temberle en un susurro—. Se quejarían igual
fuera quien fuese el que los guiara.
—Porque estamos perdidos.
Al decir eso, Hanaleisa señaló con la cabeza a Pikel, que estaba de píe delante de
todos, con su cachiporra encendida sujeta bajo el muñón, mientras se rascaba la
espesa barba verde con la mano buena. El enano de extraño aspecto estaba estudiando
los tres túneles que partían por delante de él, obviamente desorientado.
—¿Cómo no íbamos a estarlo? —comentó Temberle—. ¿Acaso alguien ha pasado
antes por aquí?
Hanaleisa aceptó su comentario con un encogimiento de hombros, pero tiró de su
hermano y juntos fueron a reunirse con el enano y con Rorick, que estaba al lado de
Pikel, apoyado en un bastón que alguien le había dado para que pudiera caminar a
pesar de su tobillo herido.
—¿Sabes dónde estamos, tío Pikel? —preguntó Hanaleisa al acercarse.
El enano la miró e hizo un gesto que revelaba su desorientación.
—¿Sabes hacia dónde está Carradoon? ¿En qué dirección?
Sin pararse a pesar y evidentemente seguro de su respuesta, Pikel señaló hacia el
lugar de donde venían y hacia la derecha, lo que Hanaleisa interpretó que era el
AGUJEROS OSCUROS
Danica vio la entrada de la cueva desde lejos, mucho antes de darse cuenta de que el
rastro de muerte llevaba a ese sitio. Su instinto le dijo que la criatura que había
causado tamaña decrepitud y descomposición no podría estar mucho tiempo bajo el
sol.
La huella describía algunas curvas, pero pronto se dirigía hacia la ladera en
sombras de la distante montaña, donde terminaba abruptamente. Era probable que el
dragón hubiese levantado el vuelo.
Cuando Danica llegó por fin a la base de la montaña, miró hacia arriba, a la
oscura boca de la caverna. Sin duda, era lo bastante grande como para dejar entrar a
un gran wyrm, una grieta sutil en lo alto de la pared montañosa, inaccesible para
quien no fuera capaz de volar.
O no fuera capaz de escalar con la habilidad de un maestro monje.
Danica cerró los ojos y se encerró en su interior, conectando mente y cuerpo en
total armonía. Se imaginó más ligera, liberada de la presión de la gravedad.
Lentamente, la mujer volvió a abrir los ojos y alzó la barbilla para encontrar un
camino entre las piedras. Pocas personas hubieran vislumbrado allí esa posibilidad,
pero para Danica un saliente no más ancho que un dedo resultaba tan útil como una
cornisa capaz de sostener a cinco hombres uno detrás de otro.
Mentalmente alzó el cuerpo y echó mano de un reborde, al que se aferró,
calculando la cadencia de los siguientes movimientos. Trepó como una araña,
aparentemente sin esfuerzo, subiendo por la pared sobre manos y pies; encontraba un
apoyo y se estiraba. Danica se movía tanto horizontal como verticalmente, buscando
mejores rebordes, más piedras rotas y asideros más convenientes.
El sol cruzó su punto medio, y Danica seguía escalando. El viento aullaba en
torno a ella, pero hacía caso omiso de su mordaz contacto sin permitir que la
desconcentrara. Lo que mas la preocupaba era el tiempo. Su idea al comenzar el
ascenso había sido que la criatura a la que buscaba era una bestia de la oscuridad, y
ninguna perspectiva le gustaba menos que la de estar pegada a una pared de piedra, a
muchos metros del suelo, cuando saliera de su agujero.
Teniendo en mente esa idea desazonadora, Danica siguió adelante, buscando a
tientas lugares donde afirmar los dedos de las manos y de los pies. Constantemente
cambiaba el peso del cuerpo para no forzar ningún miembro, ni siquiera un dedo. Al
acercarse a la boca de la cueva, el ascenso se volvió más abrupto y empinado, con
varios tramos en los que tuvo que hacer una pausa para recuperar el resuello. Después
Números.
Contaba y sumaba; restaba y contaba un poco más. Una compulsión dominaba
todos sus pensamientos: contar y sumar, buscar configuraciones en los muchos
números que se le pasaban por la cabeza.
Ivan Rebolludo siempre había sido aficionado a los números. Diseñar una nueva
herramienta o utensilio, elaborar los ratios adecuados y calcular la fuerza necesaria de
cada pieza había sido uno de los mayores gozos del enano artesano. Como aquella
vez que Cadderly había acudido a él con un tapiz que representaba a unos elfos
oscuros y sus legendarias ballestas de mano. A partir de esa imagen y basándose
únicamente en su intuición, Ivan había reproducido esas delicadas armas casi a la
perfección.
Números. Todo tenía que ver con los números. Todo se relacionaba con los
números, al menos eso era lo que Cadderly había sostenido siempre. Todo podía
reducirse a números y deconstruirse a voluntad a partir de ese punto. Bastaba con que
la inteligencia que hiciese la reducción fuera lo bastante poderosa como para entender
los patrones presentes.
Cadderly había insistido muchas veces en que ésa era la diferencia entre los
mortales y los dioses. Los dioses eran capaces de reducir la vida misma a números.
Esas ideas jamás se habían hecho carne en el mucho menos teórico y mucho más
pragmático Ivan Rebolludo, pero al parecer, según recapacitó, los sermones de
Cadderly habían dejado en su cerebro una impronta mucho más profunda de lo que
suponía.
Pensó en las implicaciones de los números, y el recuerdo de una lejana
conversación fue lo único capaz de hacer que el aturdido enano se diera cuenta de que
los números que se le presentaban constantemente como destellos en ese momento no
eran más que una distracción intencionada y maliciosa.
Ivan tuvo la sensación de estar despertando a orillas de un arroyo cantarín, y ese
momento de reconocimiento del sonido le dio un espacio real fuera de sus sueños,
una pieza de solidez y realidad a partir de la cual atraer plenamente sus pensamientos
al mundo de la vigilia.
Los números seguían destellando insistentemente. Las pautas aparecían un
instante y desaparecían.
Distracción.
Algo lo tenía enajenado, desequilibrado, apartado de su conciencia. No podía
Ivan sabía dónde estaba y lo que se le venía encima; lo había sabido a través de la
mente del que lo poseía. No experimentó ningún choque cuando el ilícida se marchó,
de modo que el enano se despertó revoleando su hacha y asestando contundentes
cortes con ella. Golpeó al mago quemado, levantando al aire una nube de jirones de
carne chamuscada. Con un revés abrió de lado a lado el pecho de un segundo zombi y
lanzó despedida a la horrenda criatura. Cuando otro se acercó a él tras el arco de ese
corte, Ivan bajó la cabeza y lo embistió con fuerza, abriendo con la cornamenta de
ciervo de su yelmo profundos agujeros en la criatura que cargaba contra él.
Con un gruñido, el mago no muerto cayó hacia atrás, se desprendió de las puntas
del yelmo y, justo a tiempo, recibió el golpe del hacha en un lado de la cabeza. El filo
lo atravesó y siguió hendiéndose en el cuerpo que avanzaba con idea de agarrar al
enano.
Para cuando el enano hubo descargado su furia inicial, más enemigos lo cercaron:
unas bestias achaparradas y fofas.
Ivan corrió senda abajo, alejándose de la cueva, aunque sabía que seguramente la
ruta no tenía más salida que un largo despeñadero. Sentía que la conciencia invasora
todavía lo sobrevolaba, que había previsto esa carrera.
Así pues, Ivan se volvió y se abrió camino a empujones entre el par de bestias que
lo perseguían, haciéndolas a un lado a base de pura ferocidad y fuerza. Corrió todo lo
que pudo en dirección a la boca de la cueva y se metió dentro.
Y allí estaba el esqueleto desafiante de un titánico dragón, imbuido con el poder
animado de los no muertos. Ya estaba en movimiento cuando Ivan se topó con él,
Los primeros sonidos de lucha alertaron a Danica. Rodeó una piedra y se le cayó
el alma al suelo, porque allí vio a Ivan, luchando valientemente contra las bestias
reptantes y unos cuantos muertos vivientes horriblemente mutilados. Danica tuvo la
sensación de que por detrás de ellos, dirigiéndolos, había algún ser espectral,
agazapado y sombrío, relumbrando como un humo gris que al mismo tiempo se
disipaba y se hacía más denso. La primera reacción de Danica fue acudir en ayuda de
Ivan, o atacar por detrás a sus adversarios, pero mientras estaba sopesando las
posibilidades, el enano se volvió y salió corriendo senda arriba, hacia, la gran cueva.
Los monstruos lo persiguieron, y el espectro corrió detrás de ellos.
Danica, también.
Ivan entró en la cueva seguido por los monstruos, los zombis y el espectro.
Danica llegó hasta el borde de la entrada y allí se paró en seco, ya que vio la
perdición de Ivan y la suya propia. Allí vio la perdición de todo el mundo.
Danica ni siquiera pudo recuperar el aliento a la vista del gran dracolich, y del
dragón quedaba intacto lo suficiente como para poder reconocer las escamas rojas del
wyrm. Sus ojos se fijaron en la cara de la bestia, de la cual la podredumbre se había
llevado la mitad y dejaba ver la blanca calavera. Las cuencas de los ojos emitían un
fuego aterrador y en la frente se veía un cuerno peculiar, del que emanaba una luz
verdosa.
Sintió el poder de aquella luz.
Un poder horroroso.
El grito de batalla de Ivan la arrancó del trance, y miró la carga del enano; vio
cómo levantaba el hacha por encima de su cabeza como si quisiera abrirse camino a
través del mismísimo wyrm. Cargó contra la pata delantera del dracolich, y éste la
levantó en el último momento.
Ivan se tiró al suelo, y lo mismo hicieron un trío de bestias fofas y uno de los
muertos vivientes en quien Danica reconoció a uno de los magos de Puerta de Baldur.
Vivimos en un mundo peligroso, un mundo que parece más arriesgado ahora que
el camino de la magia está en transición, o tal vez a punto de derrumbarse. Si la
suposición de Jarlaxle es correcta, hemos sido testigos del choque entre mundos, o
entre planos, hasta tal extremo que las grietas nos presentarán retos nuevos y tal vez
de mayor envergadura a todos nosotros.
Sospecho que es un tiempo para los héroes.
He llegado a aceptar mi propia necesidad personal de acción. Mis momentos de
mayor felicidad son aquellos en que me enfrento a los desafíos y los supero. En esos
instantes de gran crisis siento que formo parte de algo más grande que yo, algo así
como una responsabilidad común, un deber generacional, y para mi eso es un gran
consuelo.
Ahora todos vamos a ser necesarios, todas las espadas y todos los cerebros, todos
los eruditos y todos los guerreros, todos los magos y todos los sacerdotes. Los
acontecimientos acaecidos en la Marca Argéntea, la preocupación que vi en el rostro
de la dama Alustriel, no son hechos localizados, me temo, sino que resuenan hasta
los últimos confines de Toril. Puedo imaginar el caos en Menzoberranzan con la
declinación de los magos y de los sacerdotes; la sociedad matriarcal en su conjunto
podría estar en peligro, y las Casas más grandes podrían encontrarse sitiadas por
legiones de kobolds airados.
Es probable que nuestra situación en el mundo de la superficie no sea menos
alarmante, de ahí que sea el tiempo de los héroes. ¿Qué significa eso de ser un
héroe? ¿Qué es lo que eleva a algunos por encima de las hordas de combatientes y
magos de batalla? No cabe duda de que las circunstancias tienen algo que ver. El
valor o las acciones extraordinarios suelen darse en los momentos de mayores crisis.
Y, sin embargo, en esos momentos tan críticos, el resultado suele ser un desastre
la mayor parte de las veces. No surge ningún héroe. Ningún salvador lidera la carga
en el campo de batalla, ni mata al dragón, y la ciudad es devorada por las llamas.
En nuestro mundo, para bien o para mal, se dan muy a menudo las
circunstancias favorables para la creación de un héroe.
Por lo tanto, no se trata sólo de las circunstancias ni de la buena suerte. La
suerte puede tener algo que ver, y de hecho, algunas personas, entre las cuales me
cuento, son más afortunadas que otras, pero puesto que no creo que haya almas
benditas y almas malditas, ni que éste o aquel dios estén asomados a nuestro hombro
y se impliquen en nuestros asuntos cotidianos, sé que hay otra cualidad necesaria
para aquellos que encuentran una forma de destacar entre la multitud.
DRIZZT DO'URDEN
Mirando desde la puerta de la sala lateral del oscurecido barranco, Catti-brie casi
Alguien la agarró y le bajó los brazos colocándoselos a ambos lados del cuerpo.
Oyó el bisbiseo de un susurro lejano, pero no pudo distinguir las palabras ni pudo ver
a aquel cuyo contacto sentía.
Era Drizzt, lo sabía por la ternura y la fuerza de aquellas delicadas manos.
Pero Drizzt estaba perdido para ella, para todos ellos. No tenía sentido.
Y Bruenor…
Pero el barranco había desaparecido, el dragón había desaparecido, su padre había
desaparecido y todo el mundo había desaparecido, todos reemplazados por aquella
tierra de brumas parduscas y de bestias sombrías reptantes que se abalanzaban sobre
Una pequeña luz anaranjada se filtró por entre los párpados cerrados de Danica,
colándose a través de la negrura que se había apoderado de sus sentidos.
Sacudiéndose la pereza consiguió entreabrir un ojo, y la luz del sol la saludó. El
brillante disco del sol apenas asomaba en el este, en la cárcava en forma de V que se
abría entre dos montañas. Danica tuvo incluso la sensación de que aquellas montañas
distantes estaban guiando la luz directamente hacia ella, hacia sus ojos, para
despertarla.
Los acontecimientos del día anterior se reprodujeron en sus pensamientos, y no
pudo determinar dónde acababan los sueños y empezaba la tremenda realidad.
¿O acaso habría sido todo un sueño?
¿Y si era así por qué estaba tirada en un cañón junto a una gran pared rocosa?
Lentamente, trató de volverlo todo atrás, y la oscuridad se retiró.
Intentó incorporarse sobre los codos. Lo intentó, pero las oleadas de agonía en el
hombro hicieron que se echara otra vez. Con una mueca de dolor y los ojos cerrados,
Danica evocó la caída, el paso a tumbos entre los árboles, y de allí volvió a la escena
en lo alto del precipicio, en la cueva del dragón no muerto.
Ivan estaba muerto.
LA ROTURA
Yharaskrik sabía que era más que pensamiento independiente. Era deseo
independiente.
Semejante cosa no podía tolerarse. Los siete liches que habían creado la Piedra de
Cristal estaban representados solamente por el poder singular de Crenshinibon. No
tenía voz ni voto en la cuestión, y sus deseos no se consideraban pertinentes.
Pero al sagaz ilícida no se le escapaba el deseo latente en la petición de
Fetchigrol. La criatura no actuaba ni por oportunidad ni por una compulsión de servir
a sus tres maestros conjugados en el Rey Fantasma. Fetchigrol quería algo.
Y la aportación de Crenshinibon al debate interno que se fraguaba dentro del Rey
Fantasma era decididamente un apoyo al espectro transformado en lich.
Yharaskrik apeló telepáticamente a Hephaestus para que se opusiera al lich, y
trató de transmitir la profundidad de su inquietud, pero tenía que andar por la cuerda
floja, y no quería que la Piedra de Cristal reconociera esa preocupación.
El ilícida no podía saber si el dragón había captado la sutil inflexión de su
pensamiento, o si simplemente era que no le importaba, ya que nunca había tenido
gran simpatía por él. La respuesta del dragón llegó en forma de avidez, tal como
Fetchigrol había pedido.
—¿Hasta qué punto podemos tantear a los secuaces del Páramo Sombrío antes de
que dejemos de ser sus amos en éste, nuestro mundo? —dijo Yharaskrik en voz alta.
Hephaestus luchó por controlar plenamente la boca del dracolich para responder.
—¿Temes a estos montones achaparrados de carne?
—En el Páramo Sombrío no todo son bestias reptantes —respondió Yharaskrik
tras un breve forcejeo por recuperar el uso de su voz—. Es mejor que utilicemos a los
no muertos de nuestro plano como ejército. Su número es prácticamente ilimitado.
—¡Y son ineficaces! —rugió el dracolich, haciendo temblar las rocas del lugar—.
No razonan…
—Pero son controlables —interrumpió el ilícida.
Las voces se distorsionaron, ya que ambos luchaban por el control físico.
—¡Nosotros somos el Rey Fantasma! —bramó Hephaestus—. Somos supremos.
Yharaskrik se dispuso a resistirse, pero hizo una pausa estudiando a Fetchigrol,
que estaba ante él asintiendo con la cabeza. Percibió la satisfacción que emanaba de
la criatura de sombra, y supo que Crenshinibon se había puesto del lado de
Hephaestus, que había dado permiso a Fetchigrol para que volase de vuelta a
Carradoon y alzase un gran ejército de bestias reptantes para cazar y matar a los que
Solmé había superado a Fetchigrol. Siglos antes, ellos y otros cinco se habían
unido con una finalidad común, una unificación total en un singular artefacto de gran
poder y duración infinita. Se suponía que a Fetchigrol no debía importarle que Solmé
lo hubiera superado. La explicación de Crenshinibon había sido instructiva, no un
castigo.
La aparición —una extensión de algo más grande que Fetchigrol, un instrumento
para mayor gloria de Crenshinibon y nada más—, no tenía que importar.
Pero no era así. Esa misma noche, cuando Fetchigrol llegó a los muelles de la
destruida Carradoon y se extendió a través de los planos hasta el Páramo Sombrío,
sintió alegría, Su propia alegría, no la de Crenshinibon.
Y cuando su conciencia volvió a Toril, con la grieta al alcance de la mano, y abrió
la rotura, experimentó una gran satisfacción, suya, personal, no de Crenshinibon,
sabiendo que la siguiente conferencia instructiva estaría dirigida a Solmé y no a él
mismo.
Por la grieta empezaron a salir bestias reptantes. Fetchigrol no las controlaba,
En el Páramo Sombrío, el dragón retrocedió, pero marcó el lugar del desgarro con
la esperanza de que pronto se ensanchara lo suficiente como para permitirle pasar.
Cuando se retiró, otras bestias se dirigieron a la abertura. Los noctalas, murciélagos
SACERDOTES DE NADA
—¡No somos nada! ¡No hay nada! —gritó el sacerdote. Recorría a grandes
zancadas el salón de audiencias de Espíritu Elevado y acentuaba cada palabra con una
gran pisada. Su intención se veía reforzada por la sangre que le apelmazaba el pelo y
le manchaba un lado de la cara y un hombro, una herida que parecía peor de lo que
era. De los cinco que habían salido con él hacia las montañas Copo de Nieve, él había
sido con mucho el más afortunado, ya que la única superviviente, ademas de él, había
perdido una pierna y parecía que iban a tener que amputarle la otra, eso sólo si la
pobre mujer sobrevivía.
—¡Siéntate, Menlidus, viejo necio! —le gritó uno de sus iguales—. ¿Piensas que
este berrinche va a servir para algo?
Cadderly esperaba que Menlidus, otro sacerdote de Deneir, siguiera el consejo,
pero lo dudaba, y puesto que el hombre era más de una década mayor que él —y
parecía que le llevara tres— prefería no tener que intervenir para imponerle silencio.
Además, Cadderly comprendía la frustración que había detrás de aquel arranque del
hombre, y no se apartaba demasiado de sus desesperadas conclusiones. También él
había acudido a Deneir y temía haber perdido para siempre el contacto con su dios,
como si Deneir simplemente se hubiera inscrito en el laberinto numérico del
Metatexto.
—¿Yo soy el necio? —preguntó Menlidus, callando y dejando de pasear mientras
se golpeaba el pecho con un dedo y esbozaba una sonrisa ácida—. Yo he desatado
columnas de fuego sobre los enemigos de nuestro dios. ¿O es que te has olvidado,
Donrey?
—Por supuesto que no —replicó el otro—. Tampoco he olvidado la Era de los
Trastornos, ni ninguna de las muchas situaciones desesperadas a las que nos hemos
enfrentado antes y que hemos superado.
Cadderly apreció esas palabras tal como, al parecer, habían hecho todos los
presentes, o ésa fue la impresión que tuvo al mirar en derredor.
Menlidus, sin embargo, se echó a reír.
—No como ésta —dijo.
—Eso no podemos decirlo hasta saber a qué se debe realmente este silencio.
—Tiene que ver con la locura de nuestras vidas, amigo —dijo en tono calmado el
derrotado Menlidus—. ¡Todos nosotros, y míranos bien! ¡Artistas! ¡Pintores! ¡Poetas!
Hombre y mujer, enano y elfo, que tratan de encontrar un significado más profundo
en el Arte y en la fe. Artistas, digo, que evocamos emociones y profundidad con
Unos doscientos metros por delante de ellos surgieron llamaradas por encima de
las ramas de árboles distantes, sobre un caballete de la montaña. Drizzt, Jarlaxle y
Bruenor se enderezaron en el pescante, sobresaltados, y detrás de ellos, Danica se
removió.
—Eso es Espíritu Elevado —señaló Drizzt.
—¿Qué pasa? —preguntó Danica, asomando la cabeza entre Drizzt y Bruenor.
Una columna de humo negro empezó a ascender hacia el cielo por encima de las
copas de los árboles.
—Lo es —dijo Danica sin aliento—. ¡Más deprisa!
Drizzt echó una mirada a Danica y parpadeó, sorprendido, al ver lo rápidamente
que se había curado la mujer. Su entrenamiento y su disciplina, combinados con las
pociones de Jarlaxle y las destrezas propias de su orden monacal, habían propiciado
un restablecimiento increíble.
Tomó nota mentalmente de que debía hablar con ella acerca de su entrenamiento,
pero puso fin de manera abrupta a aquella línea de pensamiento y le dio un codazo a
Bruenor. Habiendo entendido su intención, el enano hizo un gesto afirmativo y saltó
de la carreta, seguido velozmente de Drizzt. Bruenor llamó a Pwent, y los tres
corrieron hacia la parte trasera y se apoyaron contra el portalón.
—¡Hazlos avanzar! —le gritó a Jarlaxle cuando los tres estuvieron preparados.
Entonces, el drow hizo restallar las riendas apurando a las mulas mientras ellos
tres empujaban con los hombros contra la carreta con todas sus fuerzas, ayudando al
vehículo a subir la empinada cuesta.
Danica se sumó a ellos en un abrir y cerrar de ojos, y aunque hizo un gesto de
dolor al aplicar el hombro a la carreta, siguió empujando.
Cuando culminaron la cuesta, Jarlaxle gritó:
—¡Saltad!
Los cuatro se agarraron con fuerza al portalón y levantaron las piernas mientras la
carreta iba aumentando de velocidad. Sin embargo, duró poco tiempo; por delante se
les presentaba otra empinada cuesta. Las mulas se esforzaron, los cuatro se
esforzaron, y a pesar de todo, la carreta avanzaba lentamente.
Las formas achaparradas de las bestias reptantes aparecieron en el camino,
delante de ellos, pero antes de que Jarlaxle pudiera lanzar un grito de advertencia a
los demás, apareció otra figura, un enano sobre un feroz jabalí infernal, que salió
como un estallido de entre los arbustos del lado opuesto del camino, dejando a su
paso zarcillos de humo en las ramas. Athrogate irrumpió entre las bestias reptantes, y
Athrogate aulló y espoleó a su jabalí para lanzarlo a la carga. Mientras, alzó los
brazos y dio una voltereta hacia atrás, desmontando en una maniobra perfecta que
acabó con él de pie detrás de su piafante bestia de los infiernos.
Por ambos lados se les echaron encima los monstruos. Mientras el jabalí se
defendía del asalto frontal lanzando llamas por sus aplastantes cascos y balanceando
la cabeza de un lado a otro con impresionante ferocidad, Athrogate se dirigió a la
derecha, haciendo girar los manguales. Su primer choque con los atacantes hizo saltar
por los aires sangre y vísceras de las bestias reptantes, que explotaban bajo el peso de
sus armas.
También Drizzt cayó en la cuenta de que las bestias habían sido lo bastante
astutas como para colarse detrás de ellos, e intentó el mismo tipo de vuelta que
habían iniciado Bruenor y sus compañeros.
Pero casi no podía moverse. Tanto él como Jarlaxle estaban rodeados de bestias
reptantes empeñadas en impedir que regresaran a la carreta. Drizzt sólo podía seguir
combatiendo con la esperanza de encontrar una brecha y gritar para advertir a Danica.
Una bestia reptante trepó por encima de la barandilla de la carreta, y Drizzt casi
se quedó sin respiración.
—¡Jarlaxle! —imploró.
A cinco zancadas de él, Jarlaxle asintió y arrojó la pluma. De inmediato, un ave
gigantesca que no podía volar apareció junto al mercenario.
—¡Ve! —gritó Jarlaxle, maniobrando para acudir al lado de Drizzt mientras el ave
dominaba el campo de batalla.
Avanzaban codo con codo, tratando de encontrar cierto ritmo, de complementar
sus variados estilos, pero Drizzt sabía que no llegarían a tiempo a la carreta.
También Bruenor, que venía detrás de él, gritando, lo sabía.
Pero los cinco, tanto drows como enanos, respiraron más tranquilos cuando una
figura se irguió ante la bestia reptante de la carreta:
Danica se levantó con los puños cerrados delante del pecho. Alzó una pierna por
encima de su cabeza y con sorprendente destreza, sólo igualada por su fuerza,
descargó una tremenda patada en la testuz de la bestia.
Se oyó un crujido espantoso que dejó la cabeza más achatada de lo que era, y la
bestia cayó por el lateral de la carreta como si se le hubiera desplomado encima una
montaña.
Los cinco compañeros que seguían luchando denodadamente por acercarse al
vehículo le gritaron a modo de advertencia cuando un nuevo monstruo apareció a su
espalda, trepando por el otro lado de la carrera. Pero Danica no necesitaba la
advertencia, y salió del tremendo pisotón pivotando perfectamente para dar una
patada hacia atrás a la segunda bestia en toda su horrorosa cara. También ésta salió
despedida.
Una tercera criatura asomó por encima de la barandilla, y una patada circular la
alcanzó en la feroz mandíbula. Danica se mantuvo apoyada en la pierna derecha y se
alzó sobre la punta del pie para ejecutar un giro completo y golpear a una cuarta
criatura.
Otra más que apareció por el lateral fue recibida por una andanada de puñetazos,
una rápida explosión de diez golpes cortos que le dejaron la cara hecha papilla. Antes
LA TOZUDEZ DE UN ENANO
Rorick se tiró al suelo, justo por debajo de las garras de un enorme murciélago
negro.
—¡Tío Pikel! —gritó, rogando al druida que hiciera algo.
Pikel cerró el puño, movió los brazos y aporreó el suelo con los pies, presa de la
frustración, porque no tenía nada, absolutamente nada que ofrecer. La magia había
desaparecido, incluso su afinidad natural con los animales había volado. Pensó en
apenas unos días antes, cuando había convencido a las raíces de las paredes de que
hicieran una fuerte barricada, algo temporal al parecer, ya que los perseguidores
llegaban por esa dirección. El enano sabía que no podría alcanzar aquel nivel de
magia, tal vez nunca más, y su frustración se hizo patente en aquella cueva oscura de
las profundidades de las montañas Copo de Nieve.
—¡Uuuuh! —gimió, y volvió a aporrear el suelo, esa vez más fuerte.
Su gemido se convirtió en un gruñido cuando vio al mismo murciélago del que
había escapado Rorick dando la vuelta y lanzándose directamente hacia él.
Pikel culpó al murciélago, pero, por supuesto, no tenía sentido. En realidad, ya
nada tenía sentido para Pikel en ese momento. De modo que culpó al murciélago. A
ese murciélago. Sólo a ese murciélago. Ese murciélago había causado el fallo de la
magia y había ahuyentado a su dios.
Se puso a cuatro patas y levantó la cachiporra. Ya no era un artilugio encantado,
había dejado de ser una cachiporra mágica, pero seguía siendo un garrote sólido,
como pronto descubrió el murciélago.
Aquella cosa enorme de alas membranosas se tiró en picado hacia Pikel, que saltó
y giró al mismo tiempo, lanzando el golpe más poderoso que jamás había asestado
con su fuerte brazo, contando incluso los días en que había podido usar los dos. La
dura madera golpeó contra el cráneo y partió el hueso.
El noctala cayó como si una piedra enorme le hubiera alcanzado desde lo alto, y
se desplomó encima de Pikel. Los dos salieron rodando, como una bola de enano y
murciélago negro.
Pikel daba cabezazos y patadas a discreción. Mordía y golpeaba con el muñón
mientras descargaba golpes cortos y fuertes con la cachiporra, atizándole a la criatura
con denuedo.
Cerca de él, un hombre gritó cuando un noctala se le echó encima y lo agarró por
los hombros con sus enormes garras, pero Pikel no lo oyó. Varios otros también
gritaron, y una mujer lanzó un aullido horrorizado cuando el murciélago voló
directamente hacia una pared y soltó allí a su presa: el pobre hombre se estrelló
contra las rocas, donde sus huesos se destrozaron con crujidos espantosos.
Pikel no lo oyó. Él estaba dando golpes con su garrote y patadas furiosas, aunque
LA CRUDA VERDAD
UN SUSURRO EN LA OSCURIDAD
La noche era apacible. El bosque que se extendía más allá del ancho patio de Espíritu
Elevado estaba oscuro y tranquilo.
«Demasiado tranquilo», pensó Jarlaxle, mirando desde un balcón de la segunda
planta que era el puesto de guardia que le habían asignado. Oyó a otros en los
pasillos, por detrás de él, que expresaban su esperanza por la aparente calma, pero
para Jarlaxle, esa paz engañosa era precisamente lo contrario. La pausa le revelaba
que sus enemigos no eran tontos. El último ataque se había convertido en una
masacre de bestias reptantes, cuyos restos quemados y despanzurrados sembraban
todavía la pradera.
Sin embargo, era seguro que no estaban acabados. Basándose en el informe de
Danica, y en su propia comprensión del odio que les tenían no sólo a él, sino también
a Cadderly y Danica, no veía posibilidad alguna de que, de pronto, dejaran en paz a
Espíritu Elevado.
No obstante, la noche era pacífica; innegable, paradójica e incluso
misteriosamente pacífica. Y en aquella quietud, no turbada siquiera por un hálito de
viento, Jarlaxle, y sólo Jarlaxle, oyó una llamada.
No pudo por menos que abrir mucho los ojos a pesar del control casi perfecto que
tenía de sus emociones, y por reflejo miró a su alrededor. Sabía con qué reservas
habían sido admitidos él y Athrogate en Espíritu Elevado, y a duras penas podía creer
que tuviera tan mala suerte como para que otro aliado, uno que seguramente no sería
aceptado en la biblioteca-catedral, pidiera una audiencia.
Trató de desechar aquella llamada tranquila aunque insistente, pero su urgencia
no hizo más que acrecentarse.
Jarlaxle miró hacia el bosque y concentró sus pensamientos en un árbol de gran
tamaño que estaba justo donde acababa el follaje. Entonces, echando otra mirada a su
alrededor, el drow saltó por encima de la balaustrada del balcón y ágilmente se
deslizó hasta el suelo. Desapareció en la oscuridad, escogiendo con mucho cuidado el
camino por donde atravesar el ancho patio.
—¡Bah!, lo que yo te decía, elfo —le dijo Bruenor Battlehammer con gesto
desdeñoso a Drizzt mientras observaban cómo se escabullía Jarlaxle de su puesto de
guardia—. Ése no tiene más amigo que el propio Jarlaxle.
Un profundo suspiro dejó ver la honda decepción de Drizzt.
—Llamaré a Pwent y entre los dos le haremos una encerrona a ese molesto enano
No muy lejos de allí, entre la maleza, Drizzt Do'Urden escuchaba todo con
interés, aunque gran parte no era más que una confirmación de lo que ellos ya habían
concluido sobre su poderoso enemigo. Entonces, escuchó la respuesta y las
instrucciones de Jarlaxle sin poder creer lo que oía, y realmente sintió justificada su
confianza en él.
—No puedes pedirme que asuma semejante riesgo con Bregan D'Aerthe —oyó
decir a Kimmuriel.
—Lo que podemos conseguir bien vale la pena —replicó Jarlaxle—, y piensa en
la oportunidad que esto te brinda para desentrañar mucho más del misterio que está
teniendo lugar a nuestro alrededor.
Aparentemente, lo último tuvo el efecto deseado sobre Kimmuriel, porque el
drow inclinó la cabeza ante Jarlaxle, se volvió hacia un lado y literalmente cortó el
aire con un dedo, que fue dejando a su paso una línea azul vertical crepitante. Con un
gesto de la mano, Kimmuriel transformó aquella línea azul bidimensional en una
puerta y, pasando por ella, desapareció de la vista.
Jarlaxle permaneció allí un momento, con los brazos en jarras, asimilando todo
aquello. Entonces, sacudiendo la cabeza con un gesto de descreimiento, incluso de
confusión, el mercenario se dirigió de vuelta a Espíritu Elevado.
Para cuando Drizzt llegó, sólo instantes después que Jarlaxle, Bruenor y él ya
habían sido convocados a una audiencia con Cadderly.
Y con Jarlaxle, por supuesto.
EL RETO
EL SACRIFICIO
Reconocer que estás completamente indefenso, más que bajarte los humos, te
deja abrumado. En las ocasiones en que alguien se da cuenta, en su fuero interno, de
que la fuerza de voluntad, la fuerza bruta o la técnica no bastan para superar los
obstáculos a los que se enfrenta, que está indefenso frente a ellos, lo que sobreviene
es una angustia mental devastadora.
Cuando Errtu arrastró a Wulfgar al Abismo, éste quedó completamente abatido y
sufrió múltiples torturas físicas, pero en las pocas ocasiones en las que fui capaz de
convencer a mi amigo para que me hablara sobre esa época, lo que más destacaba
en su relato era la indefensión. Por poner un ejemplo: el demonio le hacía creer que
era libre y que estaba viviendo con la mujer a la que amaba, para a continuación
asesinarlos a ella y a los hijos imaginarios de ambos ante la mirada impotente de
Wulfgar.
Aquellas torturas le dejaron a Wulfgar hondas y perdurables cicatrices. Durante
mi infancia en Menzoberranzan me enseñaron algo que todos los drows varones
deben saber. Mi hermana Briza me llevó hasta el borde de la caverna que era nuestro
hogar, donde esperaba un gigantesco elemental de tierra. La bestia llevaba un arnés
y Briza me tendió una de las riendas.
—Sujétalo —me dijo.
No comprendí bien por qué, pero cuando el elemental dio un paso atrás, me
arrancó la cuerda de las manos.
Por supuesto, Briza me golpeó con el látigo, y estoy seguro de que disfrutó
haciéndolo.
—Sujétalo —volvió a decir. Cogí la cuerda y me preparé. El elemental volvió a
dar un paso atrás y yo salí volando tras él. Ni siquiera era consciente de que yo
existía, o de que estaba tirando con todas mis exiguas fuerzas para tratar de impedir
que se moviera.
Briza me miró con el ceño fruncido mientras me informaba de que tendría que
intentarlo de nuevo.
Yo decidí que superar aquella prueba era cuestión de inteligencia, así que en vez
de prepararme simplemente para el tirón, enrollé la cuerda alrededor de una
estalagmita cercana, mientras Briza asentía con gesto de aprobación, y clavé los
talones en el suelo.
El elemental dio un paso atrás al recibir la orden y me golpeó contra la piedra
como si fuera un simple trozo de pergamino arrastrado por un vendaval El monstruo
no aminoró el paso, ya que ni siquiera se dio cuenta.
DRIZZT DO'URDEN
—¿Cómo voy a decirte algo que no sé? —gruñó Ivan, ayudando a Temberle a
incorporarse.
—Pensé… que podrías saberlo… —tartamudeó el hombre.
—Eres un enano —añadió secamente Hanaleisa.
—¡Él también lo es! —dijo Ivan, irritado mientras señalaba con el dedo a Pikel.
Su expresión obstinada desapareció cuando volvió la mirada hacia los hermanos
Bonaduce, que lo miraban, escépticos.
—Sí, ya lo sé —coincidió Ivan, suspirando exasperado.
—¡Duu-dad! —dijo Pikel, y con un significativo y bronco carraspeo se apartó del
grupo.
—Debo reconocer que es endiabladamente bueno en los túneles más altos —dijo
Ivan en defensa de su hermano—. Cuando las raíces sobresalen, habla con ellas, ¡y
esas malditas cosas le responden!
—La situación actual —le recordó Rorick, acercándose para unirse a la
conversación— es que la gente está harta de túneles y cada vez más nerviosa.
—Preferirían estar ahí fuera, en Carradoon, ¿verdad? —replicó Ivan en un tono
sarcástico que no dejaba lugar a dudas.
Pero para sorpresa de todos, Rorick ni siquiera pestañeó.
—Precisamente eso es lo que están diciendo —informó a los demás.
—Se están olvidando de lo que nos persiguió hasta aquí en un principio —dijo
Temberle, pero Rorick meneaba la cabeza a cada palabra.
—No se están olvidando de nada… y, de todas formas, hemos estado luchando
contra los mismos monstruos en los túneles.
—Desde posiciones defendibles, en un terreno que elegimos nosotros —dijo
Hanaleisa, ante lo cual Rorick se encogió de hombros.
—¿Creéis que podríais encontrar el camino de regreso hasta los túneles que están
cerca de Carradoon? —les preguntó Ivan a Temberle y Hanaleisa.
—No puedes… —comenzó a decir Temberle, pero Hanaleisa lo interrumpió.
—Podemos —dijo ella—. He ido marcando los túneles en varias intersecciones.
Estoy segura de que podemos volver a un lugar próximo al punto de partida.
—Podría ser nuestra mejor opción —dijo Ivan.
—No —dijo Temberle.
—No sabemos si todavía hay algo ahí, muchacho —le recordó Ivan—, pero sí
sabemos lo que nos espera en las montañas, y sé que no viste nada del tamaño de ese
En otra cueva silenciosa que no estaba lejos de aquella en la que los Rebolludo,
los hermanos Bonaduce y el resto de los refugiados se ganaban la victoria a pulso, la
oscuridad absoluta se vio interrumpida por un punto azul brillante, que flotaba a casi
dos metros del suelo de piedra. Como si una mano invisible lo utilizara para dibujar,
el punto se movió, cortando la oscuridad con una línea azul.
Se quedó allí flotando, crepitando con energía mágica durante unos instantes, y
después pareció expandirse, pasando de ser bidimensional a tridimensional al formar
una puerta brillante.
Un joven drow salió por ella, al parecer surgiendo de la nada. El guerrero, que
llevaba en una mano una ballesta de mano y en la otra una espada, se deslizó en
silencio hacia el interior de la sala, mirando atentamente de un lado al otro del
pasadizo. Después de un rápido reconocimiento de la zona, se puso frente al portal, se
enderezó y envainó la espada.
Al ver la señal, otro elfo oscuro salió al pasadizo. Moviendo los dedos
frenéticamente en el lenguaje silencioso de su raza, le ordenó al explorador que se
situara tras la entrada mágica y se quedara vigilando.
Salieron más drows, asegurando la zona con movimientos metódicos, precisos y
disciplinados.
El portal crepitó y su brillo se hizo más intenso. Lo atravesaron más elfos
oscuros, entre ellos Kimmuriel Oblodra, creador de la escisión dimensional psiónica.
Un drow que estaba junto a él comenzó a hablar en la lengua de signos, pero
Kimmuriel, dando muestras de gran confianza, lo cogió por la mano y lo instó a
expresarse en susurros.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó el drow llamado Mariv.
—Está siguiendo la recomendación y la petición de Jarlaxle —contestó Valas
Hune, el segundo drow que había salido por el portal, que era un explorador de gran
renombre—. Así que no, Mariv, nuestro amigo no está seguro porque sabe que
Jarlaxle tampoco lo está. Este último siempre actúa como si estuviera seguro, por
supuesto, pero toda su vida se ha basado en hacer apuestas arriesgadas, ¿no es cierto?
—Me temo que ése es precisamente su encanto —dijo Kimmuriel.
LA TERRIBLE VERDAD
No habían destruido al Rey Fantasma, al menos eso resultaba obvio para Drizzt
mientras abrazaba fuertemente a Catti-brie y se deslizaba hacia el interior del foso de
desesperación en el que estaba aprisionada Sus ojos se posaron sobre aquel mundo
extraño. Permaneció brevemente en una sombra grisácea del mundo que lo rodeaba,
en un terreno montañoso que era una imitación de las montañas Copo de Nieve en el
Páramo Sombrío.
El Rey Fantasma estaba allí.
En la planicie que se extendía frente a Catti-brie, el dracolich se revolvía y rugía
de forma desafiante y dolorida. Sus huesos parecían mas blancos, y su piel, en los
puntos donde las escamas habían caído, presentaba un color rojo intenso, moteado
con enormes ampollas. La bestia, que había recibido quemaduras de la luz sagrada,
parecía estar fuera de sí a causa del dolor y la furia, y a pesar de que acababa de
enfrentarse a él en la batalla, Drizzt no se podía imaginar lo que sería enfrentarse a él
en ese momento tan horrible.
Cadderly había herido profundamente a la bestia, pero Drizzt pudo ver con
facilidad que las heridas no eran mortales. De hecho, ya parecía estar curándose, y
precisamente eso era lo más aterrador de todo.
La bestia se encabritó, mostrándose en toda su diabólica gloria, y comenzó a
girar, cada vez más deprisa, mientras de su cuerpo en movimiento surgían sombras
que eran como brazos demoníacos de oscuridad. Éstos se extendieron por la planicie,
atrapando a las bestias reptantes que se arrastraban por doquier, las cuales emitían un
único grito antes de morir.
Drizzt jamás había presenciado nada igual, y se concentró únicamente en una
pequeña parte de aquel espectáculo. Por el bien de su salud mental debía mantener
EL AMANECER
—¿Por qué no estamos luchando? —le susurró Temberle a Ivan. Incluso los
susurros parecían hacer eco en el silencio sepulcral de los túneles.
—No tengo ni idea —le respondió Ivan a Temberle y al resto de los refugiados
que quedaban en el grupo, que eran menos de veinte—. Espero que sea cosa de tu
padre.
—¡Bum! —dijo Pikel esperanzado, y en voz alta, provocando gritos ahogados
entre los demás—. ¡Ups! —se disculpó el enano de barba verde, tapándose la mano
con la boca.
—O quizá nos estén tendiendo una trampa —intervino Hanaleisa.
Ivan asintió al oírla, ya que había estado a punto de hacer la misma observación.
—Quizá hayan aprendido tras la masacre.
—¿Qué debemos hacer, entonces? —preguntó Rorick.
Cuando miró a su hermano pequeño, Hanaleisa vio que estaba muy asustado, y le
puso una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Sigamos. ¿Qué otra opción tenemos? —dijo Ivan, y alzó la voz a propósito—.
Si están escondidos esperándonos, entonces los mataremos y pasaremos por encima
de sus cadáveres putrefactos.
Ivan palmeó su hacha ensangrentada con la mano abierta y asintió decidido, para
después alejarse pisando con fuerza.
—¡Uh, oh! Pikel se mostró de acuerdo, y se ajustó la olla que le servía de casco,
para a continuación seguirlo con algo de dificultad.
No muy lejos de aquel lugar, la banda sitiada entró en una estancia en la que se
encontró con otro enigma, aunque a primera vista era algo bueno. El suelo de la sala
estaba lleno de cadáveres de bestias reptantes y murciélagos gigantes, e incluso un
gigante muerto.
El grupo buscó pistas, principalmente tratando de encontrar los cuerpos de
aquellos que habían luchado contra las bestias. ¿Acaso sería otro grupo de refugiados
en plena huida?
—¿Se habrán matado los unos a los otros? —dijo Temberle, haciendo la pregunta
que todos querían hacer.
—No, a menos que usen arcos pequeñitos —contestó uno de los refugiados.
Temberle y los demás se dirigieron hacia donde estaba el hombre, acercando la
antorcha para iluminarlo con su débil luz. Lo encontraron sosteniendo un pequeño
dardo, como los que Cadderly usaba con sus ballestas de mano.
A los refugiados humanos también les ardieron los ojos cuando llegaron a la
superficie después de varios días largos y llenos de penurias en los que habían vagado
por los túneles librando batalla tras batalla. Se protegieron de la luz del amanecer
reflejada en el lago Impresk, liderados por Ivan en dirección al borde de la cueva que
estaba en la parte trasera de la pequeña ensenada.
El resto del grupo se apelotonaba tras él, ansiosos de sentir el sol en sus rostros,
desesperados por salir de debajo de toneladas de piedra y tierra. Disfrutaron
colectivamente del silencio de la mañana, sin otros sonidos que no fueran los cantos
de los pájaros y el romper de las olas contra las rocas.
Ivan los sacó rápidamente al exterior. Habían encontrado más noctalas,
noctámbulos y bestias reptantes asesinados por el camino. Estaban convencidos de
que los túneles estaban infestados de elfos oscuros, por lo que Ivan y los demás se
mostraron realmente contentos de salir de ellos.
Salir de la ensenada les llevó más tiempo del que esperaban. No se atrevían a
aventurarse a aguas más profundas, puesto que ya habían visto bastante de los peces
no muertos. Ascender por el acantilado no fue fácil para los humanos cansados y los
enanos de piernas cortas, ya que cuando habían descendido lo habían hecho con la
ayuda mágica de Pikel. Probaron varias rutas sin éxito, y finalmente cruzaron la
ensenada y escalaron la parte más baja de la cara norte. El sol estaba ya alto en el este
cuando por fin consiguieron rodearlo y divisar Carradoon.
Durante largos instantes permanecieron en lo alto del acantilado mirando las
ruinas, sin decir una sola palabra ni emitir más ruidos que algún sollozo ocasional.
—No tenemos por qué entrar ahí —afirmó Ivan por fin.
—Tenemos amigos… —comenzó a protestar un hombre.
—No queda nada con vida ahí dentro —lo interrumpió Ivan—, al menos nada con
vida que puedas querer ver.
—¡Nuestras casas! —se lamentó una mujer.
—Ya no están —contestó Ivan.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —le dijo el primer hombre alzando la voz.
—Os ponéis en camino y salís de aquí —dijo Ivan—. Mi hermano y yo vamos a
Espíritu Elevado…
—¡Mi hegmano! —lo jaleó Pikel, e hizo una cabriola en el aire.
—Y los hijos de Cadderly vienen con nosotros —añadió Ivan.
—Shalane no está muy lejos, y la carretera es más segura —replicó el hombre.
—Entonces, seguidla —le dijo Ivan—. Os deseo buena suerte.
Al enano le parecía así de simple, de modo que empezó a caminar en dirección
Cadderly se daba golpecitos en los labios con el dedo mientras estudiaba a la mujer
que representaba una escena delante de él. Aparentemente estaba hablando con
Guenhwyvar, y no pudo evitar sentirse incómodo mientras estudiaba la
reconstrucción de un momento privado.
—¡Oh, pero es tan hermosa y elegante! ¿A que sí? —dijo Catti-brie, pasando la
mano por el aire como si estuviera acariciando a la gran pantera mientras ésta se
acurrucaba a sus pies—. Con sus encajes y bodoques, tan alta y erguida, y sin que
salga una sola palabra estúpida de esos labios pintados, no, no.
Cadderly sentía que estaba allí sin estar realmente. Sus movimientos eran
demasiado completos y complejos como para tratarse de un simple recuerdo. No,
estaba reviviendo el momento tal y como había ocurrido. La mente de Catti-brie
había viajado atrás en el tiempo, mientras que su cuerpo estaba atrapado en el tiempo
y el espacio actuales.
Cadderly, que había vivido una experiencia única en cuanto al envejecimiento del
cuerpo y la regresión, estaba impresionado con la aparente locura de la mujer.
¿Estaría realmente loca? ¿O acaso estaba atrapada en una serie genuina pero
desconocida de burbujas separadas en el enorme océano del tiempo? Cadderly había
pensado a menudo en el pasado, y se había preguntado si cada momento que pasaba
era un breve cumplimiento de una representación eterna, o si realmente el pasado
estaba perdido tan pronto como llegaba el siguiente instante.
Al observar a Catti-brie, le dio la impresión de que la primera afirmación no era
tan improbable como la lógica le decía.
¿Había alguna manera de viajar en el tiempo? ¿O de prever aquellos inesperados
preludios del desastre?
—¿Te parece hermosa, Guen? —preguntó Catti-brie, sacándolo de sus
cavilaciones.
La puerta que había detrás de Cadderly se abrió, y al echar la vista atrás vio a
Drizzt entrar en la habitación; hizo una mueca de dolor cuando se dio cuenta de que a
Catti-brie le había dado otro de sus ataques. Cadderly le rogó que se mantuviera en
silencio, agitando la mano y llevándose un dedo a los labios cerrados. Al verlo,
Drizzt, que llevaba la bandeja con la cena de Catti-brie, se quedó muy quieto
mientras miraba a su amada esposa.
—Drizzt piensa que es hermosa —continuó Catti-brie, ajena a su presencia—. Va
a Luna Plateada siempre que puede, y en parte es porque Alustriel le parece hermosa.
Llevó la cuchara hasta sus labios, y ella no se resistió, sino que ingirió la comida
de forma metódica. Drizzt remojó una servilleta en un cuenco de agua tibia y le
limpió parte de las gachas de avena de los labios.
Ella no pareció darse cuenta, igual que no parecía darse cuenta del sabor de la
comida que él le ofrecía. Cada vez que le metía una cucharada en la boca, cada vez
que permanecía inexpresiva, le hacía daño a Drizzt y le recordaba lo inútil que era
todo aquello. Había hecho las gachas de avena tal y como le gustaban a su esposa,
pero a cada cucharada comprendía que podría haberse ahorrado la canela y la miel, y
en su lugar haber utilizado especias picantes. A Catti-brie no le hubiera importado lo
más mínimo.
—Todavía recuerdo aquel momento en la cumbre de Kelvin —le dijo—, cuando
lo reviviste frente a mis ojos volvió a mí increíblemente claro, y recordé tus palabras
Sabían que su enemigo volvería, y sabían dónde querían luchar contra él, pero cuando
ocurrió, a pesar de no ser algo inesperado, el recio Athrogate y Thibbledorf Pwent
más que gritar dejaron escapar un sonoro respingo.
El Rey Fantasma volvió al mundo material de Toril exactamente en el mismo sitio
en el que había desaparecido, al principio envuelto en un brillo azul blanquecino
traslúcido que se fue volviendo corpóreo, poco a poco, en el patio que había enfrente
de la catedral, e incluso mientras Pwent y Athrogate gritaban, y sus rugidos eran
repetidos por el eco en los pasillos vacíos, la gran bestia se elevó en el aire y batió las
alas, emprendiendo el vuelo por el cielo nocturno.
—¡Está ahí arriba! ¡Está ahí arriba, mi rey! —exclamó Pwent, dando saltitos y
señalando hacia el cielo.
Bruenor, Drizzt y los demás llegaron a la habitación que daba al balcón, en la que
los enanos habían estado haciendo guardia.
—¿El dracolich ha aparecido en el mismo punto? —preguntó Cadderly, dejando
claro que lo consideraba un detalle importante.
—Justo como dijiste —contestó Athrogate—. Brillando y todo eso. Después se
alejó volando.
—¡Está ahí arriba, mi rey! —volvió a gritar Pwent.
Drizzt, Cadderly, Bruenor y Jarlaxle intercambiaron gestos decididos.
—Esta vez no se nos escapa —dijo Bruenor.
Todos los ojos se posaron en Cadderly cuando hicieron esa afirmación, y el gesto
de asentimiento del sacerdote parecía lleno de confianza.
—Permaneced en el interior —les ordenó a todos—. La bestia volverá con rabia y
fuego. Espíritu Elevado nos protegerá.
Oyeron el ruido de cristales rotos de una de las pocas ventanas que había quedado
intacta en el anterior asalto, pero el edificio ni se movió.
—¡Por los dioses! —maldijo Cadderly.
—¡Malditas bestias reptantes! —coincidió Bruenor.
Estaban en la sala de audiencias más grande del edificio, en el primer piso, un
lugar que no tenía ventanas, sólo algunos pasillos de comunicación.
Pwent y Athrogate estaban junto a la barandilla del balcón norte con sus maderos
atados, a unos ocho metros por encima de los demás. Bruenor, Cadderly y los otros
estaban en el estrado donde Cadderly solía celebrar las audiencias, al otro lado de las
puertas de doble hoja y el pasillo principal, que conducía al vestíbulo de la catedral.
Drizzt estaba en el umbral de una pequeña y segura antecámara en la que estaba
Catti-brie.
Drizzt se inclinó para arropar mejor a su esposa con la manta, y susurró:
—No te tendrá. Por mi vida, amor mío, que mataré a esa bestia. Encontraré la
manera de volver a ti, o de que tú vuelvas con nosotros.
Catti-brie no reaccionó, sino que se quedó mirando al horizonte.
Drizzt se inclinó y la besó en la mejilla.
—Te lo prometo —susurró—. Te quiero.
No muy lejos de allí, Drizzt oyó un sonido de madera astillada. Se incorporó y
salió de la pequeña antecámara, cerrando la puerta tras de sí.
Cadderly se estremeció al sentir cómo aquellas bestias inmundas entraban a través
de las ventanas rotas de Espíritu Elevado.
—¿Limpiamos el lugar? —gritó Athrogate desde arriba.
—¡No, mantened las posiciones! —ordenó Cadderly, e incluso mientras hablaba,
la puerta del balcón más cercano a los dos enanos comenzó a vibrar y a dar golpes.
Cadderly se concentró en su interior, tratando de conectar con la magia que
fortalecía Espíritu Elevado, rogándoles a la catedral y a Deneir que se mantuvieran
fuertes.
—Adelante, pues —le susurró Cadderly al Rey Fantasma—. Da el primer paso.
—Ha aprendido de su derrota —comentó Jarlaxle mientras Drizzt se reunía con
ellos—. Está enviando la carne de cañón. No va a quedar atrapado y aislado como
antes.
Cadderly les lanzó una mirada llena de inquietud a Drizzt y a Bruenor.
—Yo lo traeré —prometió Drizzt, y cargó hacia la entrada que estaba al otro lado
de la puerta de doble hoja, con los otros tres pegados a sus talones.
Cadderly lo agarró antes de que pudiera abandonar la habitación. Cuando Drizzt
se dio la vuelta, el sacerdote le cogió la mano derecha, en la que sostenía a Muerte de
Mientras huían de Drizzt, muchos de los monstruos entraban a la carga por las
puertas de doble hoja de Espíritu Elevado y avanzaban por el pasillo que conducía a
la sala de audiencias. La bestia reptante que iba en cabeza a punto estuvo de atravesar
la puerta, pero Bruenor estaba junto a la entrada con la espalda pegada a la pared, y
coordinó perfectamente el poderoso golpe oscilante de su hacha con las dos manos,
enterrándola en el pecho de la bestia y matándola al instante.
El enano dio un tirón y la hizo salir despedida, y mientras lo hacía liberó su brazo
izquierdo, tiró hacia atrás del brazo para volver a posicionar su escudo, y se lanzó
contra la siguiente bestia, que empezaba a atravesar la puerta con dificultad. El enano
y la bestia reptante rodaron a un lado, dejando el camino libre para Jarlaxle y sus
rayos, que destellaron uno tras otro a través del pasillo abarrotado.
Detrás de ellos, Cadderly avanzó unos pasos, justo hasta la puerta, y alzó los
brazos hacia el cielo, obteniendo poder mágico que después liberó a través de sus
pies, y lo expandió como un círculo brillante justo bajo el umbral. El sacerdote
retrocedió y las persistentes bestias reptantes siguieron avanzando, pero al pasar
sobre el suelo consagrado de Cadderly, eran consumidos por un resplandor
devastador. Chillaron de dolor mientras se abrasaban, se desplomaron sobre el suelo y
ahí se quedaron agonizando.
Jarlaxle lanzó otro par de rayos por el pasillo.
Otra bestia reptante llegó volando desde el balcón que tenían arriba, pero tanto
allí como en la sala de audiencias la situación se estaba calmando rápidamente.
—¡Venga, bestezuelas! —gritó Athrogate en dirección al pasillo vacío de arriba.
Con una velocidad y una ferocidad inusitadas, el monstruo de piel negra le dio un
puñetazo al drow en plena carga, y cualquier guerrero menos hábil que Drizzt habría
quedado destrozado por el golpe. Sin embargo, el explorador, con el aumento de
velocidad que le proporcionaban las tobilleras y sus increíbles reflejos, dio un paso a
la izquierda cuando el gigante comenzó a oscilar el brazo. Anticipándose a la
reacción del gigante ante ese movimiento, Drizzt volvió a dar un paso en la otra
dirección para poder correr sin obstáculos mientras el puño de la criatura golpeaba el
aire.
Drizzt no aminoró el paso en tanto adelantaba al gigante, pero saltó e hizo un giro
para ganar velocidad mientras lanzaba un tajo hacia afuera con Muerte de Hielo.
Quería alcanzar al gigante en la rótula, y utilizar el impacto para mantener la
velocidad mientras giraba hacia el otro lado y poder rodar fuera de su alcance, pero
para su sorpresa no notó ningún impacto.
Drizzt aterrizó casi como si no hubiera dado contra nada sólido, y a pesar de sus
experiencias previas con sus armas imbuidas de poder divino, se encontró casi atónito
ante la realidad que se le presentaba, la de haber atravesado de lado a lado la pierna
del monstruo.
Drizzt improvisó y dio una voltereta diagonal hacia la izquierda, elevándose y
girando al mismo tiempo para situarse justo detrás del gigante. Giró una vez más para
clavarle a Muerte de Hielo en la parte trasera del otro muslo, y la criatura, entre
aullidos, tuvo que ponerse de puntillas mientras se tambaleaba para llevarse la mano
a la otra pierna herida.
El elfo oscuro retiró la cimitarra, pero sólo para dejarle paso a Centella, ya que
dio un tajo transversal con ella que le cercenó al gigante la pierna que le quedaba.
La enorme bestia se desplomó sobre el suelo, y sus gritos llamaron la atención del
Rey Fantasma mucho más que los gritos de desafío de Drizzt.
El drow ni siquiera se molestó en rematar al gigante, ya que éste no necesitaría
ayuda para morir desangrado, así que se preparó para volver corriendo a la catedral.
Todos huyeron a su paso; los noctalas se refugiaban aleteando en la oscuridad, y las
bestias reptantes se subían unas encima de otras para tratar de alejarse de él. Pilló a
unas cuantas y las mató de un solo golpe devastador, para después recorrer corriendo
una ruta menos directa y alcanzar la posición que había previsto para poder dispersar
aún más a aquella horda.
Un grito desgarrador surgió del cielo nocturno, tan intenso y fuerte que dolía.
Drizzt dio un salto mortal y se puso de pie, afianzándose en esa posición y
enfrentándose a él. Lo primero que vio fueron los ojos como ascuas del dracolich,
—¡Allí! —exclamó Rorick, señalando hacia el cielo, por encima de las montañas.
Habían oído el grito de muerte y, siguiendo la mirada de Rorick, vieron al Rey
Fantasma deslizándose por el cielo estrellado.
—Está volando sobre nuestro hogar —dijo Hanaleisa, y los cinco echaron a
correr.
Sin embargo, cada diez pasos Ivan les pedía que se detuvieran. Finalmente los
demás aminoraron el paso, respirando con dificultad.
—Si no permanecemos juntos, moriremos —los regañó el enano de barba
amarilla—. ¡No puedo seguir vuestro ritmo, muchacha!
—Y yo no puedo mirar desde lejos cómo atacan mi hogar —replicó Hanaleisa.
—Pero no puedes llegar hasta allí —dijo Ivan—. Hay por lo menos medio día de
camino, o más, si vamos corriendo. ¿Tienes pensado correr durante horas?
—Si es necesario… —comenzó a responder Hanaleisa, pero un gesto de Pikel
para que se callaran le impidió continuar. Todas las miradas se posaron sobre el enano
de barba verde mientras éste daba saltitos y señalaba hacia el oscuro bosque.
Un instante después, escucharon a varias criaturas moverse rápidamente entre la
maleza. Como si fueran uno solo, el grupo se preparó para el ataque, pero se dieron
cuenta de inmediato de que aquellas criaturas, que debían ser esbirros del Rey
Fantasma, no iban a por ellos, sino que se dirigían con rapidez hacia el oeste, por
encima de las colinas y hacia Espíritu Elevado. Sus enemigos acudían en tropel a la
lejana batalla.
—Vayamos deprisa entonces, pero sin correr —ordenó Ivan—. ¡Y permaneced
juntos!
Hanaleisa encabezaba la marcha a paso ligero. Con su entrenamiento intensivo en
sigilo y resistencia, y la manera tan grácil que tenía de moverse, estaba segura de que
realmente podría llegar corriendo a casa, a pesar de lo lejos que estaba y de que la
mayor parte del camino discurría colina arriba. Aun así, no podía abandonar a los
demás rodeados de enemigos, especialmente a Rorick, que se había torcido el tobillo
y avanzaba con dificultad.
—Madre y padre están rodeados de un centenar de magos y sacerdotes capaces.
—Ella se dio cuenta, por el tono de su voz, de que Temberle trataba de animarla, y de
paso de animarse a sí mismo—. Eliminarán esa amenaza.
Poco después, tras haber avanzado un kilómetro aproximadamente, el grupo tuvo
que aminorar el paso, tanto por cansancio como porque el bosque que los rodeaba
Notó cómo le crujían los huesos, como si fueran las mismísimas vigas de Espíritu
Elevado. Su espalda se curvó y quedó dolorosamente encorvada, y los brazos le
temblaban al intentar alzarlos frente a sí.
Pero Cadderly sabía que había llegado el momento de la verdad, el momento de
Cadderly, de Espíritu Elevado y de Deneir. De algún modo supo que era el último
momento del escribano de Oghma, el acto final de su dios.
Así pues, necesitaba poder, y lo obtuvo. Tal y como había hecho en la batalla
anterior contra el Rey Fantasma, el sacerdote pareció alzar las manos y hacer
descender el sol sobre sí mismo. Sus aliados obtuvieron fuerza y energías curativas;
tanto fue así, que Athrogate apenas gimió mientras bajaba de un salto del balcón, ya
que sus piernas torcidas se enderezaron incluso antes de que apareciera el dolor.
El Rey Fantasma sintió la brutal punzada de la luz de Cadderly, y el sacerdote
avanzó. El dracolich llenó la habitación de fuego, pero la protección mágica de
Cadderly aguantó mientras seguía atacando.
La criatura se concentró entonces en Drizzt, decidida a acabar con aquel malvado
guerrero, pero tampoco esa vez pudo morder lo bastante deprisa como para alcanzar
al elfo danzante, y aunque intentó acorralar a Drizzt con sus golpes contra los
escombros de la pared, se encontró con que, en cambio, era ella la acorralada.
Drizzt saltó sobre el dracolich y agarró la costilla del monstruo, que había
quedado al aire con el agujero que el proyectil enano le había hecho, con la mano que
aún seguía libre, y antes de que el Rey Fantasma o cualquiera de los demás pudiera
analizar el sorprendente movimiento del drow, éste se introdujo en el interior de la
bestia, justo en el pulmón, que estaba desgarrado.
El Rey Fantasma se estremeció y se revolvió frenético, fuera de sí por el intenso
dolor mientras el drow, empuñando las dos armas, comenzó a destrozarlo desde
adentro. Sus movimientos eran tan violentos, sus gritos tan potentes y su aliento tan
devastador que los demás combatientes tuvieron que taparse los oídos mientras
paraban de luchar, tambaleantes, e incluso Pwent se cayó de la criatura.
Pero en su interior, Drizzt sacó toda su furia, y Cadderly mantuvo su luz radiante
para reforzar a sus aliados y consumir a su enemigo.
El Rey Fantasma se apartó de la pared, dando tumbos y rompiendo el suelo de
una patada para acabar cayendo a las catacumbas. Gritó y lanzó su aliento de fuego, y
la magia debilitada de Espíritu Elevado no pudo resistir más las llamas. El humo se
volvió denso y apagó el brillo cegador de la luz de Cadderly, pero no debilitó su
efecto.
—¡Mátalo y deprisa! —gritó Jarlaxle mientras la bestia se estremecía agonizante.
Bruenor levantó su hacha y se lanzó a la carga. Athrogate comenzó a hacer girar
No permanecía inerte en los brazos de Drizzt, sino que parecía estar presenciando un
espectáculo sobrecogedor, y por el modo en que se retorcía y los gritos ahogados que
emitía, Drizzt no podía ni imaginarse la batalla que su amigo Cadderly estaba
librando contra el Rey Fantasma.
—Mátalo —se encontró susurrando mientras salía dando tumbos de la catedral en
ruinas, a través de las puertas de doble hoja y hasta el amplio porche.
Lo que realmente quería era dirigirle una plegaria silenciosa a Cadderly para que
trajera a Catti-brie de vuelta.
—Mátalo.
Y esa palabra lo abarcaba todo, desde el dracolich tangible y simbólico hasta la
locura que se había extendido por el mundo y había atrapado a Catti-brie. Estaba
seguro de que era su última oportunidad. Si Cadderly no encontraba el modo de
romper el conjuro que ataba a su amada esposa, la habría perdido para siempre.
Para alivio de todos, no quedaban monstruos a los que enfrentarse mientras huían
del edificio. El patio estaba lleno de cadáveres, a los que habían matado Drizzt o el
feroz asalto del Rey Fantasma. El jardín, que solía ser tan tranquilo y hermoso,
presentaba la negra cicatriz creada por el fuego del dragón, la hierba muerta al
contacto con el dracolich y la enorme zanja creada por el gran dragón al lanzarse en
picado.
Jarlaxle y Bruenor los condujeron a la salida de aquella estructura, y cuando
echaron la vista atrás, hacia la enorme catedral, el trabajo que le había llevado toda la
vida a Cadderly Bonaduce, comprendieron mejor por qué el asalto había hecho tanta
mella en el sacerdote. Ardían fuegos en varios puntos, especialmente en el ala que
acababan de abandonar. Cuando la primera oleada de fuego había sido rechazada por
la fuerza de la magia de la catedral, los conjuros protectores se habían debilitado. El
lugar no quedaría totalmente consumido por las llamas, pero los daños eran
cuantiosos.
—Déjala en el suelo, amigo mío —dijo Jarlaxle, posando la mano sobre el brazo
de Drizzt.
Drizzt sacudió la cabeza y se apartó, y en ese mismo instante Catti-brie parpadeó,
y por un breve instante Drizzt creyó distinguir la claridad en su interior… ¡Lo había
reconocido!
—¡Mi hija! —exclamó Bruenor, que seguramente había visto lo mismo.
Pero fue algo tan fugaz, si realmente existió, y Catti-brie volvió a ese estado
Todo era un borrón, un torbellino, una bruma gris que desafiaba a la lucidez.
Destellos de imágenes, la mayor parte aterradoras, atravesaban su sensibilidad y la
hacían saltar de un recuerdo a otro, a sensaciones de la vida que había conocido.
Todo era un borrón incomprensible.
Hasta que Catti-brie vio un punto dentro de ese mar en movimiento, un punto
focal, como el extremo de una cuerda que le hubieran arrojado a través de la niebla.
Mentalmente y con la mano trató de asir ese punto de claridad y, ante su sorpresa,
consiguió tocarlo. Era firme y liso, del marfil más puro.
Las nubes se retiraron en un remolino de ese punto, y Catti-brie pudo entonces
ver claramente con los ojos, y en el presente, por primera vez desde hacía semanas.
Examinó el elemento salvador, un solo cuerno. Lo siguió.
Un unicornio.
—¡Mielikki! —dijo en un susurro.
El corazón le golpeaba en el pecho. Trató de abrirse paso a través de la confusión,
de salir de la maraña de hechos que habían sucedido.
¡La hebra del Tejido! Recordó la hebra del Tejido que la había tocado y dañado.
Todavía estaba allí, dentro de ella. Las nubes grises se arremolinaban en los la
periferia de su visión.
—Mielikki —volvió a decir, sabiendo sin la menor duda que era ella, la diosa, la
que tenía delante.
El unicornio bajó la cabeza y dobló las patas delanteras, invitándola.
El corazón de Catti-brie latía desbocado, hasta tal punto que pensó que se le iba a
salir por la boca. Las lágrimas asomaron a sus ojos mientras trataba de negar lo que
vendría a continuación y rogaba en silencio que se retrasara.
El unicornio la miró con sus grandes ojos oscuros llenos de comprensión.
Entonces, volvió a ponerse de pie y retrocedió un paso.
—Concédeme una noche más —susurró Catti-brie.
Salió corriendo de su habitación con los pies descalzos y fue a la puerta siguiente
de Mithril Hall, esa puerta que conocía tan bien, la de la habitación que compartía
con Drizzt.
Él estaba en la cama, profundamente dormido, cuando ella entró en la habitación.
Soltó las cintas de su túnica mágica y la dejó caer al suelo antes de deslizarse en la
cama, junto a él.
Drizzt se despertó y se volvió, y Catti-brie lo recibió con un beso apasionado. Los
dos cayeron sobre la cama, abrumados, e hicieron el amor hasta quedar exhaustos el
El grito de una voz familiar despertó a Drizzt. El pánico que trasuntaba ofrecía un
palpable contraste con la maravillosa sensación cálida de la noche pasada.
Pero si la frenética llamada de Bruenor no había conseguido romper del todo el
sopor inducido, sin duda lo hizo la imagen que cobró nitidez al mismo tiempo que
Drizzt tomaba conciencia de la sensación que le transmitía su tacto.
Catti-brie estaba allí, con él, en la cama, con los ojos cerrados y una expresión de
total serenidad en el rostro, como si estuviera dormida.
Pero no lo estaba.
Drizzt se incorporó de golpe, respirando con dificultad, con los ojos desorbitados
Lo sintió como un latido bajo los pies desnudos, la tierra viva, el ritmo de la propia
vida, y tuvo ganas de bailar. Y aunque nunca se le había dado muy bien el baile, sus
movimientos fueron fluidos y gráciles, una perfecta expresión del bosque primaveral
en el que la habían colocado. Y aunque tenía la cadera dañada —irreversiblemente,
según creían todos— no sintió el menor dolor al levantar la pierna ni al saltar y girar
en una inspirada pirueta.
Se llegó hasta Regis, que estaba sentado en un pequeño prado de flores silvestres,
con la vista fija en las ondas de un reducido estanque. Le sonrió y se echó a reír
mientras danzaba a su alrededor.
—¿Estamos muertos? —preguntó el halfling.
Catti-brie no tenía respuesta. Ahí estaba el mundo, en algún lugar más allá de los
árboles del bosque, y ahí estaba… Aquí. Esta existencia. Este rincón de paraíso, una
expresión de lo que había sido que nacía de la diosa Míelikki, un regalo que les hacía
a ella y a Regis, y a todo Toril.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —preguntó el halfling, al que ya no
atormentaban los encorvados monstruos de sombra.
Porque habían vivido una vida satisfactoria, Catti-brie lo sabía. Porque éste era el
regalo de Mielikki —para ellos y para Drizzt—, una expresión de recuerdos
maravillosos de la diosa que sabía que el mundo había cambiado para siempre.
Catti-brie se alejó, cantando, y aunque nunca se le había dado bien el canto, su
voz sonaba con un tono y una armonía perfectos, otro efecto del bosque encantado.
Seguían en Toril, aunque no lo sabían, en un pequeño reducto de eterna primavera
del bosque situado en medio de un mundo cada vez más oscuro y frío. Pertenecían a
ese lugar, de forma tan innegable como había pertenecido Cadderly a Espíritu
Elevado, o tal vez más. Abandonarlo equivalía a propiciar otra vez la entrada de las
pesadillas y el estupor de la confusión más absoluta.
Porque de entrar alguien más, sería como invitarlos a variaciones de lo mismo.
Aquel prado era la expresión de Mielikki, un lugar de posibilidades, de lo que
podría ser y no de lo que era. Allí no había monstruos, aunque abundaban los
animales. Y el regalo era de carácter privado y no podía compartirse, un lugar
secreto, la marca indeleble de la diosa Mielikki, el monumento adecuado de Mielikki
en un mundo que avanzaba en una nueva dirección.
Y así discurría todo, y el tiempo llegó a perder su significado, los días y las
estaciones ya no tenían importancia.
Nevó en el bosque, pero no hacía frío, y las flores no pararon de abrirse, y Catti-
brie, el alma mágica de la expresión de Mielikki, no dejó de danzar ni de cantar.
Era su lugar, su bosque, y allí encontraba felicidad, serenidad y paz de espíritu, y
si algo amenazaba al bosque, ella le haría frente. Regis también sabía todo eso, y
sabía que era un huésped allí, que siempre sería bienvenido, pero no estaba tan
íntimamente unido a la tierra como lo estaba su compañera.
Y por eso el halfling decidió que se convertiría en una especie de vigilante.
Cultivó un jardín y lo mantenía perfecto. Se construyó una casa sobre una ladera, con
una puerta redonda y un confortable hogar, con estantes maravillosamente tallados
que él mismo había esculpido, y platos y tazas de madera, y una mesa siempre
puesta…
FIN