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El Rey Fantasma - Libro de R. A. Salvatore

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La Plaga de Conjuros ha llegado a Faerun. El Tejido se está deshaciendo.

La
magia se ha descontrolado. En mitad de este cataclismo que sacude al
mundo, Drizzt Do'Urden tendrá que replantearse todo aquello en lo que creía
y, peor aún, tendrá que volver a librar batallas que ya creía ganadas.

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R. A. Salvatore

El Rey Fantasma
Transiciones III

ePUB v1.2
000 29.09.12

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Título original: The Ghost King
R. A. Salvatore, 2009.
Traducción: Emma Fondevila
Diseño/retoque portada: Todd Lockwood

Editor original: 000 (v1.0 a 1.2)


ePub base v2.0

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A Diane, por supuesto, el amor de mi vida, junto a quien he recorrido
todos estos años una trayectoria de vida y de sueños.

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Pero hay alguien más que merece mi agradecimiento por este libro; en realidad,
son cinco los que lo merecen. Esta llamada a la que he respondido, esta finalidad en
mi vida, a veces me arrastra. Es mi deber dejarme ir, seguirla. A veces me lleva a
lugares a los que no deseo ir. A veces hace daño. Cuando en una época terrible de mi
vida acabé Mortalis, el cuarto libro de mi serie Las Guerras Demoniacas, declaré que
esperaba no tener que volver a escribir un libro como ése, aunque lo consideraba lo
mejor que había escrito jamás; no tener que volver nunca a ese tenebroso lugar.
Cuando empecé El Rey Fantasma, supe que tenía que volver a él. Estos
personajes, estos amigos de veinte años, me lo exigían. Así, tuve que pasar los
últimos meses viendo tres vídeos, canciones de mi pasado, de la banda y la cantante
que me han acompañado durante casi toda la vida.
Stevie Nicks se preguntaba una vez en una canción: «¿Alguna vez han escrito
algo para ti? Y en tu hora más tenebrosa, ¿me oyes cantar?».
¡Ah, señora Nicks!, has estado escribiendo canciones para mí desde mis años de
instituto, en la década de los setenta, aunque no lo sabes. Estuviste conmigo durante
aquellos días de soledad y confusión, aquella época en que estaba despertando a la
vida. He visto salir el sol sobre el Fitchburg State College, sentado en mi coche y
esperando que empezara mi clase, al son de The Chain. Fuiste mi compañera durante
aquella ventisca de 1978 cuando descubrí las obras de Tolkien y de repente vislumbré
una forma totalmente nueva de expresarme. Estabas allí cuando conocí a la mujer que
sería mi esposa, y la mañana siguiente de nuestra boda, y en los nacimientos de
nuestros tres hijos.
Ibas con nosotros a los partidos de hockey y a las exhibiciones hípicas. A tu
concierto en Great Woods asistió mi familia, incluso mi hermano casi al final de su
vida.
Y estuviste ahí, conmigo, mientras escribía este libro. Hermanas de la luna,
¿Alguna vez han escrito algo para ti? y Rhiannon fueron las tres canciones que me
ayudaron a superar mis horas más negras y que ahora me permiten regresar a ese
lugar porque mis amigos de dos décadas, los compañeros del Valle del Viento
Helado, me lo pidieron.
Gracias, pues, Stevie Nicks y Fleetwood Mac por escribir la música de mi vida.

R. A. SALVATORE

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PRELUDIO

El dragón lanzó un hondo rugido y flexionó las garras, adoptando una postura
defensiva. Había perdido los ojos por la agresión del brillo feroz de un artefacto
destruido, pero sus otros sentidos compensaban con creces la pérdida.
Había alguien en la cámara —Hephaestus lo sabía sin duda alguna—, pero la
bestia no podía olerlo ni oírlo.
—Y bien… —dijo el dragón con su voz atronadora, apenas un susurro para la
criatura, aunque reverberaba y era transmitida por el eco a través de las paredes
pétreas de la caverna montañosa—. ¿Has venido a enfrentarte conmigo o a ocultarte
de mí?
—Estoy aquí mismo, delante de ti, dragón. —La respuesta llegó directamente a la
mente del wyrm.
Hephaestus inclinó su gran cabeza astada ante aquella intrusión telepática y
gruñó.
—¿No te acuerdas de mí? Tú me destruíste al destruir la Piedra de Cristal.
—¡Tus crípticos acertijos no me impresionan, drow!
—De drow, nada.
—¡Ilícida! —rugió el dragón, y lanzó su mortífero y feroz aliento hacia el lugar
donde en otra ocasión había destruido de una vez al azotamentes y a su compañero
drow, junto con la Piedra de Cristal.
Al propagarse, las llamas fundieron la piedra y calentaron toda la cámara.
Instantes después, cuando aún no había dejado de salir fuego, Hephaestus oyó otra
vez la voz en su mente.
—Gracias.
La confusión dejó al dragón sin aliento apenas un momento, antes de que un frío
intenso empezara a extenderse por el aire y se colara por entre sus escamas rojas. A
Hephaestus no le gustaba el frío. Era una criatura de llamas, calor e ira feroz, y las
heladas de las alturas castigaban sus alas cuando se aventuraba a volar fuera de su
guarida en la montaña en los meses invernales.
Sin embargo, ese frío era peor, porque iba más allá de lo físicamente helado. Era
el vacío absoluto de todos los vacíos, la ausencia total de calor vital, los últimos
vestigios de Crenshinibon vomitando la fuerza nigromántica que había forjado
aquella poderosa reliquia hacía ya milenios.
Unos dedos gélidos se introdujeron por debajo de las escamas del dragón y,
penetrando en su carne, drenaron la fuerza vital de la gran bestia.
Hephaestus trató de oponer resistencia, gruñendo y resoplando, tensando sus

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músculos como si intentara repeler el frío. Una profunda inhalación encendió el fuego
interno del dragón, no para lanzarlo hacia afuera, sino para combatir el frío.
El golpe de una sola escama contra el suelo de piedra resonó en los oídos de la
bestia. Balanceó la enorme cabeza como para ver la calamidad, aunque, por supuesto,
no pudo verla.
Sin embargo, Hephaestus sí podía sentir… la podredumbre.
Podía sentir la muerte colándose en su interior, extendiéndose, llegando hasta su
corazón y oprimiéndolo.
La inhalación acabó en un resoplido que dejó salir un chorro de fuego frío. Trató
de volver a inhalar, pero los pulmones no respondieron a su llamada. El dragón
empezó a estirar el cuello hacia adelante, pero el movimiento se detuvo a la mitad y
la gran cabeza astada rebotó contra el suelo.
Hephaestus sólo había percibido oscuridad a su alrededor desde el momento de la
destrucción de la Piedra de Cristal, y ahora sentía lo mismo por dentro.
Oscuridad.

Se encendieron dos llamas, dos ojos de fuego, de pura energía, de puro odio.
Y esa visión confundió aún más al ciego Hephaestus. ¡Podía ver! ¿Cómo era
posible?
La bestia observó una luz azul; un flujo relampagueante se abría camino reptando
y crepitando entre la escoria del suelo. Había pasado el punto de devastación
definitiva, donde el poderoso artefacto había liberado hacía tiempo las sucesivas
capas de magia para cegar a Hephaestus, y luego otra vez, más recientemente, ese
mismo día, para lanzar oleadas de asesina energía nigromántica a fin de asaltar al
dragón y…
¿Y hacer qué? El dragón evocó el frío, la caída de las escamas, la profunda
sensación de decadencia y muerte. No sabía cómo, pero veía otra vez. ¿Cuál sería el
precio?
Hephaestus respiró hondo. Más bien lo intentó, y se dio cuenta de que en realidad
no respiraba.
Presa de un repentino terror, Hephaestus se concentró en el punto del cataclismo,
y al diluirse el extraño flujo de magia azulada la bestia vio formas agazapadas, que
antes habían estado dentro, danzando entre los restos del artefacto que las había
contenido. Replegadas, encorvadas, las apariciones —los siete liches que habían
creado a la poderosa Piedra de Cristal— describían círculos y entonaban palabras
antiguas de poder perdidas hacía tiempo para los reinos de Faerun. Una mirada más
atenta reveló los antecedentes tan diversos de esos hombres de la antigüedad, las
distintas culturas y características pertenecientes a puntos muy distantes del
continente. Sin embargo, desde lejos, parecían todas ellas un corro de criaturas grises

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muy semejantes, vestidas con harapos de los que se desprendía una niebla gris a cada
movimiento: la fuerza vital del artefacto sensible.
¡Pero habían sido destruidas con la primera explosión de la Piedra de Cristal!
La bestia no alzó la enorme cabeza que remataba el extremo de su cuello
serpentino para sembrar una catástrofe entre los no muertos. Se limitó a observar y a
sopesar. Tomó nota de la cadencia y el tono, y reconoció su desesperación. Querían
volver a su morada, volver a Crenshinibon, a la Piedra de Cristal.
El dragón, curioso y aterrado, posó su mirada en aquel continente vacío, en el que
antes fue un poderoso artefacto que él había aniquilado inadvertidamente a costa de
sus propios ojos.
Y se dio cuenta de que lo había destruido por segunda vez. Aunque él no lo
supiera, quedaba poder residual en la Piedra de Cristal, y cuando el ilícida de cabeza
rodeada de tentáculos lo había provocado, Hephaestus había lanzado llamaradas que
una vez más atacaron la Piedra de Cristal.
Balanceó la cabeza a un lado y a otro. La rabia se apoderó aún más del dragón,
una repulsión llena de horror que pasó instantáneamente del desánimo más atroz a
una furia sin límites.
Porque prácticamente había perdido sus grandes y hermosas escamas de un rojo
reluciente, que ahora yacían esparcidas por el suelo. Sólo unas cuantas salpicaban su
forma casi esquelética, restos patéticos de la majestad y el poder que antes
desplegaba. Alzó un ala, una hermosa ala que hasta hacía poco le permitía surcar sin
esfuerzos las corrientes de aire que ascendían de las noroccidentales montañas Copo
de Nieve.
Nada más que huesos y jirones de piel coriácea adornaban aquel derruido
apéndice.
Lo que antes era un ser grandioso, majestuoso y de imponente belleza había
quedado reducido a una odiosa burla.
Lo que antes era un dragón, lo que ese mismo día era todavía un dragón, había
quedado reducido a… ¿qué? ¿Muerto? ¿Vivo?
Hephaestus se miró la otra ala, rota y esquelética, y se dio cuenta de que el flujo
azulado de extraño poder mágico la había atravesado. Mirando más de cerca a través
de la corriente casi opaca, Hephaestus reparó en que había una segunda corriente de
crepitante energía, un rayo verdoso dentro del campo azul, que retrocedía y lanzaba
chispas en el interior del flujo principal. Pegada al suelo, esa cuerda visible de
energía conectaba el ala del dragón con el artefacto, enlazando a Hephaestus con la
Piedra de Cristal que creía haber destruido hacía tiempo.
—Despierta, enorme bestia —dijo la voz dentro de su cabeza, la voz del ilícida,
Yharaskrik.
—¡Tú has hecho esto! —rugió Hephaestus.

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El dragón empezó a gruñir, pero de repente y sin advertencia previa, lo golpeó
una corriente de energía psiónica que lo dejó balbuceando cosas inconexas.
—Estás vivo —le dijo la criatura encerrada en esa energía—. Has derrotado a la
muerte. Eres más grande que antes, y estoy contigo para guiarte, para enseñarte
poderes que trascienden todo lo que puedas haber imaginado jamás.
Con un arranque de fuerza surgida de su rabia, la bestia se alzó sobre sus patas,
balanceando la cabeza para hacerse cargo de toda la caverna. Hephaestus no se
atrevía a retirar el ala de la corriente mágica, temeroso de volver a experimentar la
nada. Se fue abriendo camino hacia donde estaban las apariciones danzantes y la
Piedra de Cristal.
Las formas agazapadas y sombrías de los no muertos dejaron de describir círculos
y se volvieron a una para mirar al dragón. Retrocedieron, movidas por el miedo o por
el respeto, algo que Hephaestus no pudo determinar. La bestia se acercó a la piedra y
adelantó con cautela una garra para tocarla. En cuanto sus esqueléticos dedos se
cerraron en torno a ella, una compulsión repentina, un impulso arrollador, lo obligó a
alzar la pata para golpear con la Piedra de Cristal su mismísima coronilla, encima de
los feroces ojos. Mientras realizaba el movimiento, Hephaestus se daba cuenta de que
la avasalladora voluntad de Yharaskrik lo obligaba a hacerlo.
Sin embargo, antes de que pudiera vengarse de semejante insulto, la rabia de
Hephaestus se desvaneció. Se sintió invadido por el éxtasis, una liberación de
tremendo poder y alegría abrumadora, una sensación de identidad e integridad.
La bestia se echó hacia atrás y liberó el ala del flujo de energía, pero Hephaestus
no sintió horror en modo alguno, ya que su sensibilidad y su conciencia recién
estrenadas y su restablecida energía vital no disminuyeron.
«No, energía vital no —recapacitó Hephaestus—. Más bien lo contrario…
Precisamente lo contrario.»
—Eres el Rey Fantasma —le dijo Yharaskrik—. La muerte no te gobierna. Tú
gobiernas a la muerte.
Después de un largo rato, Hephaestus se sentó y pasó revista a la escena, tratando
de encontrarle sentido. La corriente relampagueante llegó a la pared del otro extremo
de la caverna y la superficie rocosa se encendió de golpe, como sí contuviera un
millar de diminutas estrellas. A través de la corriente llegaron los liches no muertos y
formaron un semicírculo ante Hephaestus. Oraban en sus lenguas antiguas, olvidadas
hacía tiempo, y mantenían bajas sus horrendas caras dirigidas al suelo con humildad.
Hephaestus se dio cuenta de que podía gobernarlas, pero prefirió dejar que se
arrastraran y se prosternaran ante él, ya que lo que le preocupaba más era la pared de
energía azulada que partía en dos la caverna.
«¿Qué puede ser?»
—El Tejido de Mystra —respondieron los liches en un susurro, como si pudieran

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leerle el pensamiento.
«¿El Tejido?», pensó Hephaestus.
—El Tejido… que se colapsa —respondió el coro de liches—. Magia… desatada.
Hephaestus contempló a las desgraciadas criaturas mientras trataba de encajar las
posibilidades. Las apariciones de la Piedra de Cristal eran los antiguos magos que
habían imbuido el artefacto de sus propias fuerzas vitales. Crenshinibon irradiaba
esencias mágicas nigrománticas.
La mirada de Hephaestus volvió a posarse en el flujo, la hebra del Tejido de
Mystra que se había vuelto visible, casi sólida. Pensó nuevamente en lo último que
recordaba haber visto cuando había lanzado su feroz aliento sobre un drow y un
ilícida y sobre la Piedra de Cristal. El fuego de dragón había hecho estallar la
poderosa reliquia y había llenado los ojos de Hephaestus de luz brillante, cegadora.
Entonces, una fría ola de vacío lo había herido, había descompuesto las escamas y
la carne que cubría sus huesos. ¿Acaso ese conjuro…, fuera lo que fuese…, había
arrastrado consigo un trozo del Tejido de Mystra?
—La hebra estaba ahí antes de que tú respiraras —explicaron las apariciones,
leyendo sus pensamientos y disipando esa idea equivocada.
—Surgida de las primeras llamaradas que rompieron la piedra —dijo Hephaestus.
—No —dijo Yharaskrik en la mente del dragón—. La hebra liberó la
nigromancia de la piedra devastada, otorgándome nuevamente sensibilidad y
reviviendo a las apariciones tal como ahora las ves.
—Y tú invadiste mis sueños —acusó Hephaestus.
—Me declaro culpable —admitió el ilícida—. Tú me destruíste en aquellos
tiempos y he vuelto para vengarme.
—¡Volveré a destruirte! —prometió Hephaestus.
—No puedes, porque no hay nada que destruir. Soy pensamiento descarnado, un
sentiente sin sustancia. Y busco dónde alojarme.
Antes de que Hephaestus pudiera siquiera captar la idea como lo que era —una
clara amenaza—, otra oleada de energía psiónica, mucho más insistente y
abrumadora, llenó todas sus sinapsis, todos sus pensamientos, hasta el último rincón
de su razón con una distorsión zumbante y crepitante. Ni siquiera fue capaz de
recordar su nombre, y mucho menos de responder a la intrusión mientras la poderosa
mente del ilícida no muerto se abría camino en su subconsciente, a través de todas las
fibras mentales que formaban la psique del dragón.
Entonces, como si de pronto se hubiera disipado la oscuridad, Hephaestus lo
entendió… todo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó telepáticamente al ilícida. Pero la respuesta
estaba allí, esperándolo, en sus propios pensamientos.
Porque Hephaestus no tuvo necesidad de volver a preguntarle nada a Yharaskrik

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nunca más. Hacerlo habría equivalido a reflexionar otra vez él mismo sobre la
pregunta.
Hephaestus era Yharaskrik, y Yharaskrik era Hephaestus.
Y ambos eran Crenshinibon, el Rey Fantasma.
El gran intelecto de Hephaestus fue retrocediendo empujado por la realidad de su
actual estado y el entusiasmo de los siete liches, mientras sus pensamientos se
inclinaban y por fin convergían para llevarlo a la certidumbre. La hebra de fuego
azul, fuera del origen que fuese, lo había vinculado a Crenshinibon y a sus
persistentes poderes nigrománticos. Cuando la Piedra de Cristal había golpeado
contra su cráneo, Hephaestus había comprendido que si bien eran restos, seguían
siendo poderosos. Se habían fusionado allí, y la energía nigromántica había invadido
lo que quedaba de los circuitos mortales de Hephaestus.
Había resurgido, pero no se trataba de una resurrección, sino de una no muerte.
Las apariciones le hicieron una reverencia, y él entendió sus pensamientos y sus
intenciones con tanta claridad como si fueran los suyos propios. Su única finalidad
era servir.
Hephaestus entendió que él mismo era una conexión sentiente entre los reinos de
los vivos y los de los muertos.
El fuego azul salió reptando de la pared del otro extremo y avanzó por el suelo.
Llegó hasta donde había estado la Piedra de Cristal y luego hasta donde había estado
la punta del ala de Hephaestus. En cuestión de segundos, salió de la caverna, dejando
el lugar en penumbra, apenas iluminado por las danzantes llamas anaranjadas de los
ojos de los liches, los ojos de Hephaestus y el suave resplandor verdoso de
Crenshinibon.
Pero el poder de la bestia no mermó ante esa marcha, y las apariciones seguían
allí prosternadas.
Había resurgido.
Era un dracolich.

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PRIMERA PARTE

DESTEJIENDO

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DESTEJIENDO

¿Dónde acaba la razón y dónde empieza la magia? ¿Dónde acaba la razón y


dónde empieza la fe? Son éstas dos de las cuestiones centrales de lo sentiente; eso me
ha dicho un amigo filósofo que llegó al final de sus días y volvió atrás. Es la reflexión
última, la búsqueda definitiva, la realidad concluyente de quiénes somos. Vivir es
morir, y saber que lo harás, y preguntarse, siempre preguntarse.
Esta verdad es la base de Espíritu Elevado, una catedral, una biblioteca, un lugar
de culto y de razonamiento, de debate y de filosofía. Sus piedras fueron colocadas
por la fe y por la magia; sus paredes se construyeron a base de asombro y de
esperanza, su techo está sostenido por la razón. Allí Cadderly Bonaduce se adentra
en las profundidades y exige de sus muchos visitantes, devotos y eruditos, que no
rehúyan las mayores preguntas de la existencia, y que no se protejan ni ataquen a
otros con un dogma irracional.
Actualmente, el mundo está enzarzado en un feroz debate, un verdadero
enfrentamiento entre la razón y el dogma. ¿Somos sólo un capricho de los dioses o el
resultado de un proceso armónico? ¿Eternos o mortales? Y si somos lo primero,
¿cuál es la relación de aquello que existe para siempre, el alma, con eso otro que
sabemos que se han de comer los gusanos? ¿En qué sentido pueden avanzar la
conciencia y el espíritu, el conocimiento de nosotros mismos y/o la pérdida de
individualidad en el estado de comunión con todo lo demás? ¿Cuál es la relación
entre lo que tiene respuesta y lo que no la tiene, y adónde puede llevarnos si lo
primero aumenta a expensas de lo segundo?
Por supuesto, el simple hecho de formular estas preguntas plantea posibilidades
perturbadoras para mucha gente, actos de herejía punible para otros, y de hecho
hasta el mismísimo Cadderly me confesó una vez que la vida sería más sencilla si nos
limitáramos a aceptar lo que es y lo que existe en el presente. No se me escapa la
ironía de su historia. Uno de los sacerdotes más destacados de Deneir, el joven
Cadderly, seguía mostrándose escéptico incluso sobre la existencia del dios al que
servía. Realmente era un sacerdote agnóstico, pero tocado con poderes divinos. De
haber rendido culto a cualquier otro dios que no fuese Deneir, cuyos mismísimos
principios alientan la indagación, probablemente el joven Cadderly no habría
encontrado jamás esos poderes para curar o para invocar la ira de su deidad.
Actualmente, confía más en la eternidad y en la posibilidad de algún cielo
deneirano, pero sigue cuestionando, sigue buscando. En Espíritu Elevado, muchas
verdades —leyes del mundo en su conjunto, incluso de los cielos— son sometidas a
estudio e indagación. Con humildad y coraje, los eruditos que allí acuden sacan a la

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luz detalles del plan de nuestra realidad, cuestionan los modelos del multiverso y las
normas por las que se rige; de hecho, reorientan nuestra comprensión misma de Toril
y de su relación con la luna y las estrellas del cielo.
Muchos califican ese acto de herejía, una exploración peligrosa de los reinos del
conocimiento que debería estar reservada a los dioses, a seres más elevados que
nosotros. Peor aún, esos profetas fanáticos nos advierten del fin del mundo, de que
esas inquisiciones y explicaciones impolíticas rebajan a los propios dioses y apartan
de la fe a aquellos que necesitan oír la palabra. No obstante, para filósofos como
Cadderly, la mayor complejidad del multiverso redunda en una elevación de lo que
siente por su dios. La armonía de la naturaleza, sostiene, y la belleza de la ley y el
proceso universal trasuntan una brillantez y una noción de infinitud que van más allá
de lo que nos deparan la ceguera y la ignorancia tozuda y pusilánime.
Para la mente inquisitiva de Cadderly, la ley divina que sustenta el sistema
observado supera con mucho las supersticiones del plano material.
Advierto lo opuesto en Catti-brie y en su aprendizaje y comprensión progresivos
de la magia. A ella la magia la conforta, según dice, porque no puede explicarse. La
fuerza de su fe y su espiritualidad aumentan a la par que su destreza mágica. Tener
ante uno lo que simplemente es, lo que no tiene explicación, sin artificio ni réplica, es
la esencia de la fe.
Yo no sé si Mielikki existe. No sé si alguno de los dioses es real, o si son seres de
verdad si les interesa o no el devenir cotidiano de un solitario elfo oscuro. Los
preceptos de Mielikki —la moralidad, el sentido de comunidad y de servicio y el
aprecio por la vida— son reales para mi, están en mi corazón. Ya estaban allí antes
de que encontrara a Mielikki, un nombre que darles, y seguirían estándolo aunque
me dieran pruebas contundentes de que no hay un ser real, una manifestación física
de esos preceptos.
¿Actuamos movidos por el temor al castigo, o por lo que nos pide el corazón?
Para mí es lo segundo, y desearía que así fuese para todos los adultos, aunque sé por
amarga experiencia que no suele ser ese el caso. Actuar de una manera capaz de
catapultarnos a uno u otro cielo podría parecer obvio para un dios, para cualquier
dios, porque si nuestro corazón no está en armonía con el creador de ese cielo,
entonces… ¿qué sentido tiene?
Es por eso por lo que saludo a Cadderly y a sus indagadores, que dejan de lado
lo etéreo, las respuestas fáciles, y ascienden con valentía hacia la sinceridad y la
belleza de una mayor armonía.
Mientras los numerosos pueblos de Faerun se afanan en sus quehaceres diarios y
avanzan hacia el fin de sus respectivas vidas, se advierte una vacilación mucho
mayor en las palabras que fluyen de Espíritu Elevado, incluso resentimiento y
sabotaje. El viaje personal de Cadderly para explorar el cosmos dentro de las

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fronteras de su propio y considerable intelecto, sin duda, favorecerá el miedo,
especialmente del concepto más básico y aterrador de todos; la muerte.
Por mi parte, sólo manifiesto apoyo por mi sacerdotal amigo. Recuerdo mis
noches en el Valle del Viento Helado, en lo alto de la atalaya de Bruenor,
aparentemente más lejos de la tundra que se extendía a mis pies que de las estrellas
del cielo. ¿Acaso mis cavilaciones eran allí menos heréticas que las que se hacen en
Espíritu Elevado? Y si el resultado al que llegan Cadderly y los demás se asemeja en
algo a lo que se me reveló en aquella solitaria cumbre, reconozco la fortaleza de la
armadura de Cadderly contra las maldiciones de los indiferentes y las acusaciones
de herejía de los necios menos iluminados y más dogmáticos.
Mi viaje a las estrellas, entre las estrellas, en comunión con las estrellas, fue una
experiencia de contento absoluto, de goce sin límites, el momento de la existencia
más apacible que haya conocido jamás.
Y el más poderoso, porque en ese estado de comunión con el universo que me
rodeaba, yo, Drizzt Do'Urden, pasaba por un dios.

DRIZZT DO'URDEN

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CAPÍTULO 1

INCURSIÓN EN LOS SUEÑOS DE UN DROW

—Te encontraré, drow.


Los ojos del elfo oscuro se abrieron de golpe y rápidamente adaptó sus aguzados
sentidos al entorno físico. La voz seguía sonando clara en su mente, invadiendo su
momento de tranquila ensoñación.
Conocía la voz y le transmitía una imagen perfectamente nítida de una catástrofe,
guardada entre los recuerdos que tenía de una década y media antes.
Se ajustó el parche del ojo y se pasó una mano por la rasurada cabeza, tratando de
encontrarle sentido a aquello. No podía ser. El dragón había sido destruido, y nada, ni
siquiera un wyrm rojo tan grande como Hephaestus, podría haber sobrevivido a la
intensidad de la explosión que sobrevino cuando Crenshinibon liberó su poder. Aun
en el caso de que la bestia hubiera sobrevivido de alguna manera, ¿por qué no se
había alzado en aquel mismo momento, cuando tenía a sus enemigos indefensos ante
sí?
No, Jarlaxle tenía la certeza de que Hephaestus había sido destruido.
—Te encontraré, drow.
Había sido Hephaestus… La intromisión telepática en la ensoñación de Jarlaxle le
había transmitido con toda claridad la imagen del gran dragón. No podía haber
confundido el peso de aquella voz. Lo había sacado de su meditación y había hecho
que instintivamente se retrajera de ella, obligándolo a volver al presente, a su entorno
físico.
Lo lamentó de una manera casi inmediata, y se tomó el tiempo necesario para
calmarse oyendo los ronquidos satisfechos de su compañero enano, para asegurarse
de que a su alrededor no había ningún peligro, antes de cerrar otra vez los ojos y
volver a adentrarse en sus pensamientos, antes de retirarse a un lugar de meditación y
soledad.
Pero no estaba solo.
Hephaestus estaba allí, esperándolo. Vislumbró los ojos del dragón, dos ascuas de
fuego feroz. Pudo sentir la rabia de la bestia, resollando con furia y prometiendo
venganza. Un gruñido de satisfacción resonó en la mente de Jarlaxle, la expresión de
un depredador que, por fin, tiene a su presa a tiro. El dragón lo había encontrado de
manera telepática, pero ¿significaba eso que sabía dónde estaba físicamente?
Jarlaxle se sintió invadido por el pánico, por una confusión momentánea. Alzó la
mano y se tocó el parche del ojo, que ese día llevaba sobre el izquierdo. Su magia
debería haber impedido la intrusión de Hephaestus, debería haber protegido al drow

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de cualquier escudriñamiento o contacto telepático no deseados. Sin embargo,
aquello no era fruto de su imaginación. Hephaestus estaba con él.
—Te encontraré, drow —volvió a amenazar el dragón.
«Te encontraré», de modo que todavía no lo había encontrado…
Jarlaxle alzó sus defensas, negándose a pensar en su paradero actual al darse
cuenta de por qué Hephaestus seguía repitiendo su declaración. El dragón quería que
él pensara en el lugar donde se encontraba para que la bestia pudiera así llegar a
conocerlo.
Llenó su mente con imágenes de la ciudad de Luskan, de Calimport, de la
Antípoda Oscura. El principal lugarteniente de Jarlaxle en su poderosa banda de
mercenarios era un consumado psiónico, y le había enseñado todo tipo de tretas y
defensas mentales. Jarlaxle puso en juego todos esos conocimientos.
El gruñido de Hephaestus, transmitido por medios psiónicos, pasó de la
satisfacción a la frustración y arrancó a Jarlaxle una risita.
—No puedes rehuirme —insistió el dragón.
—¿No estás muerto?
—¡Te encontraré, drow!
—Entonces, volveré a matarte.
La respuesta displicente de Jarlaxle desató la ira de la bestia —tal como él había
esperado—, y esa emoción le hizo perder momentáneamente el control, que era lo
que Jarlaxle necesitaba.
Se enfrentó a esa ira con un muro de rechazo, obligando a Hephaestus a
abandonar sus pensamientos. Se cambió el parche al ojo derecho para activar el
artilugio con ese contacto y exacerbar su poder protector.
Últimamente sucedía eso con muchos de sus chismes mágicos. Algo le estaba
sucediendo al mundo en su conjunto, al Tejido de Mystra. Kimmuriel le había
advertido que tuviera cuidado con el uso de la magia, pues con demasiada frecuencia
los conjuros, incluso los más simples, tenían consecuencias desastrosas.
El parche del ojo cumplió su cometido, sin embargo, y combinado con las
ingeniosas tretas y defensas instauradas por Jarlaxle, hizo que Hephaestus quedara
excluido de su subconsciente.
Otra vez con los ojos abiertos, el drow pasó revista a su pequeño campamento. Él
y Athrogate estaban al norte de Mirabar. Todavía no había salido el sol, pero por el
este el cielo empezaba a filtrar el resplandor que antecede al amanecer. Los dos tenían
concertado para esa misma mañana un encuentro clandestino con el marchion Elastul
de Mirabar, para cerrar un acuerdo comercial entre aquel egoísta gobernante y la
ciudad costera de Luskan. O, para ser más precisos, entre Elastul y Bregan D'Aerthe,
la banda mercenaria, y cada vez más mercantil, de Jarlaxle. Bregan D'Aerthe usaba la
ciudad de Luskan como conexión con el mundo de la superficie, intercambiando

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bienes de la Antípoda Oscura por artefactos de los reinos del exterior, transportando
valiosas y exóticas chucherías entre la ciudad-estado drow de Menzoberranzan y
Luskan.
El drow pasó revista a su campamento, establecido en una pequeña hondonada
entre un trío de grandes robles. Podía ver el camino, tranquilo y vacío. Desde uno de
los árboles una cigarra emitió su canto rechinante, y un pájaro pareció responderle.
Un conejo atravesó como una exhalación el pequeño prado que había más abajo del
campamento, describiendo una trayectoria zigzagueante y dando grandes saltos,
como aterrorizado por el peso de la mirada de Jarlaxle.
El drow se deslizó desde la horquilla del árbol donde había instalado su lecho.
Aterrizó silenciosamente con sus botas mágicas y salió con todo cuidado del
bosquecillo para conseguir una visión más amplia de la zona.
—¿Y adónde es que vas si saberse puede ya? —le gritó el enano.
Jarlaxle se volvió hacia donde estaba Athrogate, que todavía yacía de espaldas,
enredado con la manta y que lo miró con un ojo abierto a medias.
—Muchas veces me pregunto qué es más molesto, enano, si tus ronquidos o tus
rimas.
—Yo también —dijo Athrogate—, pero como no me oigo roncar, me inclino por
los versos.
Jarlaxle se limitó a menear la cabeza mientras seguía alejándose.
—Mantengo la pregunta, elfo.
—Me ha parecido prudente estudiar el terreno antes de que llegue nuestro
estimado visitante —respondió Jarlaxle.
—Vendrá con la mitad de los enanos de la dotación de Mirabar, eso sin duda —
dijo Athrogate.
Era cierto; Jarlaxle lo sabía. Oyó cómo el enano se ponía de pie.
—Prudencia, amigo mío —dijo el drow por encima del hombro, y se puso en
marcha otra vez.
—Naa, hay algo más —declaró Athrogate.
Jarlaxle se rió, impotente. Había pocas personas en el mundo que lo conocieran
tanto como para interpretar tan bien sus tácticas evasivas y sus medidas afirmaciones,
pero en los años que Athrogate llevaba a su lado, le había dejado entrever algo del
verdadero Jarlaxle Baenre. Se volvió y le dirigió una sonrisa a su sucio y barbudo
amigo.
—¿Y bien? —preguntó Athrogate—. Con palabras arremetes, pero ¿qué es lo que
te estremece?
—¿Estremecerme?
El enano se encogió de hombros.
—Sí, sea lo que sea, no puedes impedir que lo vea.

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—¡Ya basta! —le rogó el drow, alzando las manos a modo de rendición.
—O me lo dices, o sigo haciendo rimas —le advirtió el enano.
—Prefiero que me golpees con tus poderosos manguales. Por favor.
Athrogate puso los brazos en jarras y miró fijamente al empecinado elfo oscuro.
—Todavía no lo sé —admitió Jarlaxle—. Algo… —Con un movimiento de la
mano cogió su sombrero de ala ancha, le dio forma y se lo puso.
—¿Algo?
—Sí —dijo el drow—. Un visitante; tal vez en mis sueños, tal vez no.
—Dime que es pelirroja.
—Más bien de escamas rojas.
Athrogate hizo una mueca de disgusto.
—Tienes que soñar mejor, elfo.
—Sin duda.

—Espero que mi hija esté bien —dijo el marchion Elastul.


Estaba sentado en un cómodo butacón ante la pesada y ornamentada mesa que
habían traído sus asistentes de su palacio de Mirabar, rodeado por una docena de
enanos de expresión adusta pertenecientes a su guardia. Frente a él, en butacas más
pequeñas, estaban Jarlaxle y Athrogate, que no paraba de atiborrarse de pan, huevos y
todo tipo de bocados exquisitos. Aunque la reunión tenía lugar en medio de la nada,
Elastul había impuesto una especie de intercambio civilizado, que, para deleite del
enano, incluía un suculento desayuno.
—Arabeth se ha adaptado bien a los cambios acaecidos en Luskan, es cierto —
respondió Jarlaxle—. Ella y Kensidan han estrechado su relación, y la posición de
vuestra hija dentro de la ciudad es cada vez más destacada y poderosa.
—Ese Cuervo miserable… —susurró Elastul con un suspiro.
Se refería al gran capitán Kensidan, uno de los cuatro grandes capitanes que
gobernaban la ciudad. Estaba bien enterado de que Kensidan se había convertido en
el principal miembro de aquel grupo de élite.
—Kensidan ganó —le recordó Jarlaxle—. Fue más listo que Arklem Greeth y que
la Hermandad Arcana, lo cual no es magra hazaña, y convenció a los demás grandes
capitanes de que el rumbo que él proponía era el mejor.
—Habría preferido al capitán Deudermont.
Jarlaxle se encogió de hombros.
—Así resulta más rentable para todos nosotros.
—Cada vez que pienso que estoy aquí tratando con un drow… —se lamentó
Elastul—. La mitad de los enanos de mi guardia preferirían que te matara en vez de
negociar contigo.
—Eso no sería prudente.

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—¿O rentable?
—Ni saludable.
Elastul hizo un gesto despectivo, pero su hija Arabeth le había contado lo
suficiente sobre Jarlaxle como para saber que la ironía del drow sólo era mitad broma
y mitad auténtica amenaza.
—Si Kensidan el Cuervo y los otros tres grandes capitanes se enteraran de este
pequeño acuerdo que nos traemos entre manos, no les gustaría lo más mínimo —dijo
Elastul.
—Bregan D'Aerthe no responde ante Kensidan ni ante los demás.
—Pero tú tienes un acuerdo con los grandes capitanes para comerciar tus
productos en exclusiva a través de ellos.
—Su fortuna se incrementa considerablemente gracias al comercio solapado con
Menzoberranzan —replicó Jarlaxle—. Si yo decido que es conveniente tener tratos al
margen de ese acuerdo…, bueno, soy un mercader, después de todo.
—Un mercader muerto si Kensidan se llega a enterar.
La ocurrencia hizo reír al drow.
—Más probablemente un mercader cauto, porque ¿qué haría yo teniendo que
gobernar una ciudad de la superficie?
Elastul tardó un momento en comprender las implicaciones de aquella
bravuconada, y la posibilidad no le deparó diversión precisamente, ya que le sirvió
como recordatorio y advertencia de que estaba tratando con elfos oscuros.
Con elfos oscuros muy peligrosos.
—Entonces, ¿hay trato? —preguntó Jarlaxle.
—Abriré el túnel que lleva al almacén de Barkskin —respondió Elastul,
refiriéndose a un mercado secreto en el subsuelo de la ciudad de Mirabar, la sección
enana—. Las carretas de Kimmuriel sólo pueden acceder por ahí, y ninguna podrá ir
más allá del recinto de la entrada. Y espero que los precios sean exactamente los que
concertamos, ya que el coste que tendré que pagar por mantener a los guardias
adecuados alertas a la presencia de drows no será nada desdeñable.
—¿Presencia de drows? No creo que esperes que nos dignemos adentrarnos más
en tu ciudad, buen marchion. Nos basta con el acuerdo que tenemos ahora, puedes
creernos.
—Eres un drow, Jarlaxle, y a los drows nunca les basta.
Jarlaxle se limitó a reír. No tenía ni voluntad ni posibilidad de seguir con esa
discusión. Había accedido a hacer personalmente de intermediario en nombre de
Kimmuriel, quien supervisaría el montaje de la operación, ya que él había recuperado
sus ansias de ver mundo y quería alejarse de Luskan por un tiempo. En verdad,
Jarlaxle tenía que reconocer que realmente no le sorprendería nada volver al norte al
cabo de algunos meses y encontrarse con que Kimmuriel había hecho grandes

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incursiones en la ciudad de Mirabar, hasta llegar incluso a convertirse en el poder
verdadero de la ciudad, valiéndose de Elastul o de cualquier otro necio que se le
pusiera a tiro para darle cobertura.
Jarlaxle se llevó la mano al sombrero, se puso de pie para marcharse y le hizo a
Athrogate una seña para que lo siguiera. Resoplando como un cerdo en presencia de
una trufa, el enano seguía atiborrándose, pringándose la gran barba negra peinada en
trencitas con restos de yema de huevo y de mermelada.
—El camino ha sido largo y ha pasado hambre —le comentó Jarlaxle a Elastul.
El marchion hizo un gesto de disgusto. Sin embargo, a los enanos de la Guardia
de Mirabar se les iban los ojos de pura envidia.

Jarlaxle y Athrogate llevaban casi dos kilómetros recorridos cuando el enano dejó
de eructar el tiempo suficiente para preguntar:
—Entonces, ¿volvemos a Luskan?
—No —respondió Jarlaxle—. Kimmuriel se ocupará de los detalles más
prosaicos ahora que hemos cerrado el trato.
—Un largo camino para una breve conversación y una comida aún más breve.
—Pues te pasaste comiendo media mañana.
Athrogate se frotó la considerable barriga y lanzó un eructo que asustó a una
bandada de pájaros posados en un árbol cercano, mientras Jarlaxle sacudía la cabeza
con resignación.
—Me duele la tripa —explicó el enano. Se pasó la mano por ella y volvió a
eructar varias veces y en rápida sucesión—. O sea que no volvemos a Luskan.
¿Adónde vamos, entonces?
Jarlaxle se tomó su tiempo antes de responder.
—No estoy seguro —dijo con sinceridad.
—No voy a echar de menos ese lugar —dijo Athrogate.
Se pasó la mano por encima del hombro y dio una palmadita a la empuñadura de
uno de sus poderosos manguales de cristalacero que llevaba sujetos en diagonal a la
espalda, con la empuñadura hacia arriba y las bolas claveteadas rebotando detrás de
sus hombros, mientras avanzaban por el camino.
—Llevo meses sin usarlos.
Jarlaxle se limitó a asentir con la vista perdida en la distancia.
—Bueno, vayamos a donde vayamos, sin que ninguno de los dos sepamos,
pensando y hablando, es mejor cabalgar que ir andando. ¡Buajajá!
Athrogate rebuscó en un bolsillo donde guardaba una estatuilla negra de un jabalí
de guerra capaz de invocar una montura mágica. Ya se disponía a sacarla cuando
Jarlaxle le puso una mano encima de la suya y lo detuvo.
—No, hoy no —explicó el drow—. Hoy deambularemos sin rumbo fijo.

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—¡Bah!, necesito un viajecito movido para echar unos cuantos eructos, maldito
elfo.
—Hoy caminaremos —le dijo Jarlaxle en un tono que no admitía réplica.
Athrogate lo miró con desconfianza.
—Entonces, ¿no te interesa saber adónde iremos esta vez?
El drow miró en derredor estudiando el áspero terreno y se frotó la aguzada
barbilla.
—Pronto —prometió.
—¡Bah! ¡Podríamos haber vuelto a Mirabar para llevarnos más comida!
Sin embargo, Athrogate palideció al terminar, algo realmente raro en el rudo
enano, porque Jarlaxle le echó una mirada asesina, como para recordarle sin la menor
duda quién era el jefe y quién el secuaz.
—¡Buen día para caminar! —exclamó Athrogate, y acabó con un descomunal
eructo.
Acamparon a unos cuantos kilómetros al nordeste del campo donde se habían
reunido con el marchion Elastul, en un pequeño cerro rodeado de árboles bajos y
achaparrados, muchos de ellos secos y otros casi sin hojas. Por debajo del cerro, al
oeste, se veían las ruinas desoladas de una antigua granja, o tal vez de una pequeña
aldea, al otro lado de un campo rocoso salpicado de piedras planas cortadas; la mayor
parte estaban caídas, pero quedaban algunas plantadas de canto, lo que llevó a
Athrogate a farfullar algo sobre un antiguo cementerio.
—Eso, o un pabellón —replicó Jarlaxle sin darle la menor importancia.
Selene estaba en el cielo, jugando al escondite con las abundantes nubes de escasa
envergadura que pasaban por encima de sus cabezas.
Bajo la pálida luz, Athrogate no tardó en empezar a roncar felizmente, mientras
que a Jarlaxle la idea de sumirse en estado de ensoñación no le resultaba nada
halagüeña.
Estuvo observando mientras las sombras se iban empequeñeciendo bajo la luz de
la luna hasta casi desaparecer y luego se estiraban hacia el este, al pasar Selene por
encima de su cabeza y empezar su declinación hacia el oeste. El cansancio comenzó a
apoderarse de él, pero estuvo resistiéndose un buen rato.
Al fin, el drow se reconvino por su estupidez. No podía permanecer despierto y
alerta siempre.
Se recostó contra un árbol muerto, una silueta retorcida cuya sombra parecía el
esqueleto de un hombre con los brazos alzados hacia los dioses en actitud implorante.
Jarlaxle no se subió a él porque no confiaba en que pudiera soportar su peso. En lugar
de eso, permaneció de pie, apoyado contra el rugoso tronco.
Dejó que su mente se apartara de cuanto lo rodeaba y se replegara hacia dentro.
Recuerdos y sensaciones se fundieron en el suave torbellino de la ensoñación. Notó

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los latidos de su propio corazón, el torrente de la sangre circulando por sus venas.
Sintió los ritmos del mundo, como una apacible respiración, bajo sus pies, y se
entregó a la sensación de una conexión con la tierra, como si hubiera echado
profundas raíces en la roca. Al mismo tiempo, experimentó una especie de
ingravidez, como si estuviera flotando, y la maravillosa relajación de la ensoñación
invadiendo su mente y su cuerpo.
Sólo así se sentía libre. La ensoñación era su refugio.
—Te encontraré, drow.
Hephaestus estaba allí con él, esperándolo. En su mente, Jarlaxle volvió a ver los
feroces ojos de la bestia, sintió el aliento abrasador y el odio más abrasador aún.
—Vete. No tengo ninguna cuenta pendiente contigo —le contestó el elfo oscuro
silenciosamente.
—¡No he olvidado!
—Fue tu propio aliento el que destruyó la piedra —le recordó Jarlaxle a la
criatura.
—Gracias a tus artimañas, astuto drow. No he olvidado. ¡Me dejaste ciego, me
debilitaste, me destruíste!
Eso último le resultó extraño a Jarlaxle, no sólo porque el dragón evidentemente
no había sido destruido, sino porque tuvo la clara sensación de que no era Hephaestus
quien se estaba comunicando con él… Sin embargo, ¡era Hephaestus!
Otra imagen se coló en los pensamientos del drow, la de una criatura de cabeza
bulbosa cuyos tentáculos se agitaban amenazadores desde la cara.
—Te conozco, te encontraré —prosiguió el dragón—. Me robaste los placeres de
la vida y de la carne. Me privaste del disfrute del dulce sabor de los alimentos y el
placer del tacto.
—Entonces, el dragón está muerto —pensó Jarlaxle.
—¡Yo no! ¡Él! —La voz que parecía la de Hephaestus sonó de forma atronadora
en su mente—. ¡Yo estaba ciego y dormía en la oscuridad! ¡Demasiado inteligente
para la muerte! ¡Piensa en los enemigos que te has ganado, drow! ¡Piensa que un
rey te encontrará…! ¡Te ha encontrado ya!
Esa última idea lo asaltó con tanta ferocidad y con implicaciones tan terribles que
sacó a Jarlaxle del estado de ensoñación. Miró a su alrededor, frenético, como si
esperara que un dragón se lanzara sobre él y fundiera su campamento con la tierra
mediante una explosión de feroz aliento, o que un ilícida se materializara y lo hiciera
volar por los aires con su energía psiónica, de manera que su mente quedaría
deshecha sin remisión.
Sin embargo, la noche era apacible bajo la pálida luz lunar.
Demasiado apacible, según le pareció a Jarlaxle, tanto como ante la presencia
sigilosa de un depredador. ¿Dónde estaban las ranas, las aves nocturnas, los

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escarabajos?
Algo se movió al oeste y llamó la atención del drow. Recorrió el campo con la
vista, buscando el origen del movimiento… Tal vez se trataba de algún roedor.
Pero no vio nada, salvo el movimiento desigual de la hierba danzando bajo la luz
de la luna al ritmo de la suave brisa nocturna.
Otro movimiento, y Jarlaxle estudió las piedras abandonadas sembradas en el
campo. Llevó la mano hasta el parche que cubría su ojo y lo levantó para poder
enfocar mejor. Al otro lado del campo, había una figura sombría, agazapada, que
meneaba la cabeza y hacía señas con los brazos. Pensó que no era un hombre vivo,
sino un fantasma, o un espectro, o un lich.
En el espacio abierto que los separaba, se movió una piedra caída, y otra que
estaba de pie se inclinó cambiando de ángulo.
Jarlaxle dio un paso hacia los antiguos túmulos.
La luna desapareció detrás de una oscura nube y la noche se hizo más profunda.
Pero Jarlaxle era una criatura de la Antípoda Oscura, dotada de ojos capaces de ver
bajo aquella escasísima claridad. En las cavernas sin luz de las profundidades, una
mancha de liquen luminoso podía relucir para él como una antorcha encendida.
Incluso en esos momentos, cuando la luna se había escondido, vio que aquella piedra
volvía a moverse levísimamente, como si algo estuviera socavando el terreno bajo su
base.
—Un cementerio… —musitó, dándose cuenta por fin de que las piedras eran
lápidas, y comprendiendo lo que había dicho antes Athrogate.
Mientras, la luna se asomó de nuevo e iluminó el campo. Algo se retorcía en la
tierra, junto a la piedra que se había movido.
Una mano, una mano esquelética.
Un extraño relámpago azul verdoso crepitó a ras de suelo y dejó surcos en el
campo. Bajo esa luz, Jarlaxle pudo ver que más piedras se removían y que el suelo se
transformaba en un hervidero.
—Te he encontrado, drow —susurró la bestia en los pensamientos de Jarlaxle.
—Athrogate —dijo Jarlaxle en voz baja—. Despierta, buen enano.
El enano roncó, tosió, eructó y se puso de lado, dándole la espalda.
Jarlaxle sacó una ballesta de mano del soporte que llevaba al cinto y tensó
hábilmente la cuerda con el pulgar mientras se movía. Imaginó un tipo particular de
proyectil, romo y pesado, y el bolsillo mágico que tenía junto al soporte lo hizo afluir
a la mano que él tendía.
—Despierta, buen enano —dijo otra vez sin apartar la mirada del campo, donde
un brazo esquelético trataba de asir el aire cerca de la lápida inclinada.
Al ver que Athrogate no respondía, Jarlaxle apuntó la ballesta y pulsó el
disparador.

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—¡Eh, rayos, a qué viene esto! —dijo el enano, que había dado un respingo
cuando el proyectil lo había golpeado en el trasero.
Athrogate se dio la vuelta y se agitó como un cangrejo patas arriba, pero
finalmente se puso de pie de un salto. Empezó a dar saltitos y vueltas adelante y atrás
con las piernas dobladas, mientras se frotaba las doloridas nalgas.
—¿Qué es lo que pasa, elfo? —preguntó por fin.
—Que armas tanto ruido como para despertar a los muertos —respondió Jarlaxle,
señalando por encima del hombro del enano al campo sembrado de piedras.
Athrogate se volvió de un salto.
—Veo… todo oscuro —dijo.
No bien lo hubo dicho, no sólo asomó la luna entre las nubes, sino que otro
extraño rayo relámpago surcó el campo como si hubieran lanzado sobre él una red de
energía. Bajo la luz, se presentaron esqueletos enteros liberados de sus tumbas, que
avanzaban arrastrando los pies hacia el cerro rodeado de árboles.
—¡Creo que vienen a por nosotros! —bramó Athrogate—. Y parecen un poco
hambrientos. ¡Más que un poco! ¡Buajajá! ¡Yo diría que muertos de hambre!
—Salgamos pitando de aquí —dijo el drow.
Rebuscó en su bolsillo y sacó una estatuilla de obsidiana que representaba un
caballo enjuto con una especie de llamaradas en torno a los cascos.
Athrogate asintió e hizo lo propio, sacando la estatuilla del jabalí.
Ambos tiraron las estatuillas e invocaron al unisono a sus monturas: para Jarlaxle,
una pesadilla equina, que lanzaba humo por los ijares y corría sobre cascos de fuego;
para Athrogate, un jabalí demoníaco, que despedía calor y arrojaba bocanadas de
fuego de los planos inferiores. Jarlaxle fue el primero en montar y girar a su montura
para que corriera libremente, pero miró por encima del hombro y vio que el enano
cogía sus manguales, saltaba sobre el jabalí y lo lanzaba entre gruñidos directamente
hacia el cementerio.
—¡Por aquí es más rápido! —aulló el enano mientras revoleaba a un lado y a otro
las bolas de las armas, que pendían al final de las cadenas—. ¡Buajajá!
—¡Oh, señora Lloth! —se lamentó Jarlaxle—. Si me has mandado a éste para
atormentarme, que sepas que me rindo y que te lo puedes llevar de vuelta.
El enano cargó cuesta abajo, entre patadas y sacudidas del jabalí. Otro relámpago
azul verdoso iluminó el prado cubierto de piedras, y pudo ver docenas de muertos
vivientes surgiendo de la tierra abierta y alzando sus manos esqueléticas hacia el
enano que se les venía encima.
Athrogate bramó todavía más fuerte y apretó las poderosas piernas contra los
flancos del jabalí demoníaco. El animal, al parecer no menos desquiciado que su
barbudo jinete, cargó de lleno contra la horda andante, y el enano empezó a atizar con
los manguales a su alrededor. Con sus potentes golpes, las armas machacaron huesos,

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desprendieron dedos y brazos extendidos, y rompieron costillas.
El jabalí en que iba montado aplastaba con sus patas a los irracionales muertos
vivientes que se acercaban ávidamente. Athrogate clavó los talones en los flancos del
animal demoníaco, que dio un salto a lo alto y descargó el fuego de los planos
inferiores. Un estallido de llamaradas anaranjadas surgió de debajo de sus cascos al
aterrizar, lo que provocó una erupción en un radio que era más ancho que alto era el
enano. En torno a Athrogate, la hierba humeaba y entre la vegetación más alta
aparecían lenguas de fuego.
Aunque las llamas prendían en los esqueletos más próximos, no parecían disuadir
ni lo más mínimo a los que venían detrás. Las criaturas se acercaban sin la menor
muestra de temor.
Un golpe dado desde arriba por el enano con uno de sus manguales alcanzó un
cráneo; éste estalló y se convirtió en una nube de polvo blanco. Llevó el otro mangual
de atrás hacia adelante y arrancó limpiamente tres brazos esqueléticos tendidos hacia
él.
Los esqueletos no parecieron darse cuenta, y seguían avanzando, más y más.
Athrogate rugió con todas sus fuerzas al verse presionado y aumentó la furia de
sus golpes. No necesitaba hacer puntería. No habría errado ningún golpe ni siquiera
proponiéndoselo. Los dedos trataban de asirlo y las calaveras le tiraban mordiscos.
Entonces, el jabalí aulló de dolor. Saltó y lanzó otro círculo llameante, pero los
esqueletos, implacables, no se detenían ante el fuego que ennegrecía sus piernas.
Unos dedos sarmentosos se cerraron sobre el animal, que empezó a retorcerse en un
imparable frenesí, y Athrogate salió despedido con fuerza. Aunque superó la primera
línea de esqueletos, aún no había acabado de caer cuando muchos más se abalanzaron
sobre él.

A Jarlaxle no le gustaba nada ese tipo de lucha. La mayor parte de su repertorio


de batalla, tanto mágico como físico, estaba pensado para desorientar, para confundir
y para mantener en vilo al adversario.
A un esqueleto descerebrado o a un zombi era imposible confundirlos.
Con un gran suspiro, Jarlaxle arrancó la gran pluma de su sombrero, la arrojó al
suelo y transmitió órdenes al elemento mágico en un idioma arcano. Casi de
inmediato, con una gran humareda, la pluma se transformó en un ave gigantesca
incapaz de volar, en una diatryma de tres metros de altura y con un cuello tan grueso
como el pecho de un hombre corpulento.
Respondiendo a las órdenes telepáticas del drow, la monstruosa ave se lanzó al
campo golpeando a diestro y siniestro a los no muertos con sus cortas alas, y
destrozándolos con su poderoso pico. El ave se abrió camino entre la horda de
muertos vivientes, dando patadas, golpes y picotazos a mansalva. Cada ataque

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despedazaba a un esqueleto o hacía polvo un cráneo.
No obstante, cada vez eran más los que salían de la tierra removida, para clavar
sus garras.
Al lado del cerro, Jarlaxle se puso un anillo con displicencia y sacó una varita del
bolsillo. Apuntó con su anillo, y la magia de éste extendió y aumentó su impacto
muchas veces, abriendo un sendero de fuerza entre las filas más próximas de
esqueletos. Saltaron huesos en todas direcciones. Un segundo golpe hizo trizas a
otros tres que trataban de acercársele por el flanco izquierdo.
Una vez asegurado el espacio inmediato, el drow alzó la varita y utilizó sus
poderes para producir un estallido de luz resplandeciente, caliente y mágica, que
sembró una devastación definitiva entre los no muertos.
A diferencia de las llamas del jabalí mágico, la luz de la varita era algo que no
podía pasar desapercibido a los esqueletos. Mientras que el fuego podía chamuscar
sus huesos, producirles quizá alguna leve herida, la luz mágica los golpeaba en el
centro mismo de la magia que los había animado, contrarrestando la energía negativa
que había hecho que resurgieran de la tumba.
Jarlaxle centró el estallido en el lugar donde había caído Athrogate, y el esperado
grito de sorpresa y de dolor del enano —dolor producido por el ardor en los ojos— le
sonó al drow a música celestial.
No pudo por menos que reírse cuando el enano surgió finalmente de entre el
chasquido de los esqueletos que se desplomaban.
Sin embargo, la batalla no estaba ganada ni mucho menos. Más y más esqueletos
seguían levantándose y avanzando.
El jabalí del enano había desaparecido, muerto por la horda. La magia de la
estatuilla tardaría horas en poder producir otra criatura. También el ave de Jarlaxle
había caído víctima de unos dedos desgarradores que la estaban despedazando. El
drow se llevó la mano a la cinta del sombrero, donde estaba empezando a crecer una
nueva pluma, pero deberían pasar varios días antes de que pudiera invocar otra
diatryma.
Athrogate se dio la vuelta como si estuviera dispuesto a embestir a otro grupo de
esqueletos.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Jarlaxle.
—¡Todavía hay más que matar, elfo! —respondió el enano, frotándose aún los
doloridos ojos.
—Entonces, te dejaré para que te destrocen.
—¡Me estás pidiendo que abandone un combatel —gritó Athrogate mientras sus
manguales pulverizaban otro esqueleto que quería agarrarlo con sus manos.
—Tal vez la magia que levantó a estas criaturas también te despierte convertido
en un zombi —dijo Jarlaxle, que volvió la cabalgadura para dirigirla hacia el cerro.

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Un instante después, el drow oyó farfullar a Athrogate mientras éste se acercaba.
El enano iba que echaba chispas mientras sostenía la estatuilla de ónice del jabalí y
hablaba entre dientes.
—No puedes invocar otra montura en este momento —le recordó Jarlaxle,
tendiéndole una mano a la que el otro se cogió.
El enano se acomodó detrás del drow, sobre el lomo del corcel, y Jarlaxle acicateó
al animal, que salió como una exhalación dejando a los esqueletos muy, muy atrás.
Cabalgaron duro, luego con un poco más de tranquilidad, y el enano empezó a reír
entre dientes.
—¡No te fastidia! —exclamó Jarlaxle.
Athrogate rompió a reír a carcajadas.
—¿Qué pasa? —preguntó Jarlaxle, pero no podía perder tiempo en mirar hacia
atrás, y Athrogate parecía demasiado divertido como para responder como era
debido.
Cuando por fin llegaron a un lugar donde podían detenerse sin peligro, Jarlaxle
paró abruptamente la cabalgadura y se dio la vuelta.
Allí estaba Athrogate, rojo de tanto reír y sosteniendo un antebrazo y una mano
esquelética que seguía tratando de asir el aire. Jarlaxle desmontó de un salto, y al ver
que el enano no lo seguía inmediatamente, despidió al corcel haciendo que Athrogate
cayera al suelo en medio de un torbellino insustancial de humo negro.
A pesar de todo, el enano seguía riendo mientras daba golpes en el suelo con los
pies, terriblemente divertido por la visión del brazo esquelético animado.
—¡Quieres deshacerte de una vez de esa maldita cosa! —le dijo Jarlaxle.
Athrogate lo miró con incredulidad.
—Pensaba que tenías más imaginación, elfo —dijo.
El enano se levantó de un salto y se quitó el pesado pectoral. En cuanto se hubo
liberado de él echó hacia atrás la mano con la que sostenía el esquelético despojo y
dio un gran suspiro de alivio cuando los descarnados dedos le rascaron la espalda.
—¿Cuánto tiempo crees que vivirá?
—Espero que más que tú —replicó el drow, cerrando los ojos y meneando la
cabeza con desesperación—. Supongo que no demasiado tiempo.
—¡Buajajá! —exclamó Athrogate con voz ronca. Y luego—: ¡Aaaaah!

—La próxima vez que nos enfrentemos a semejantes criaturas confío en que sigas
mi ejemplo —le dijo Jarlaxle a Athrogate por la mañana, mientras el enano seguía
perdiendo el tiempo con su macabro juguete.
—¿La próxima vez? ¿Qué me cuentas, elfo?
—No fue un encuentro aleatorio —admitió el drow—. Ya van dos veces que me
visita en mi ensoñación una bestia a la que creía haber destruido y que, no sé cómo,

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ha trascendido la muerte.
—¿Una bestia que hizo revivir a esos esqueletos?
—Un gran dragón —explicó Jarlaxle—, hacia el sur y…
El drow hizo una pausa; no estaba demasiado seguro de dónde se encontraba la
guarida de Hephaestus. Había estado allí, pero teletransportado por la magia.
Recordaba el aspecto general de esa región lejana, pero no los detalles, aunque pensó
en alguien que seguramente conocería el lugar.
—Cerca de las montañas Copo de Nieve —añadió—. Un gran dragón que, según
parece, puede recorrer con el pensamiento cientos de kilómetros.
—¿Crees que tenemos que seguir huyendo?
Jarlaxle negó con la cabeza.
—Se me ocurren algunos grandes poderes a los que puedo recurrir para derrotar a
esa criatura.
—¡Vaya! —fue el comentario del enano.
—Sólo tengo que convencerlos de que no nos maten primero a nosotros.
—¡Vaya!
—De hecho —dijo el drow—, se trata de un poderoso sacerdote llamado
Cadderly, un Elegido de su dios, que prometió que me mataría si me atrevía a volver.
—¡Vaya!
—Pero encontraré la forma.
—Eso expresas y eso esperas; confío en que el que lo pague yo no sea.
Jarlaxle le echó una mirada asesina.
—¡O sea que no puedes volver a donde quieres…, aunque no se me viene por qué
ir a donde sólo son dragones lo que vieres!
La mirada asesina se convirtió en un gruñido.
—Lo sé, lo sé —dijo Athrogate—. No más rimas, pero ¿a que ésa ha sido buena?
—Hay que elaborarla —dijo el drow—, aunque reconozco que esta vez te has
esforzado más que de costumbre.
—¡Vaya! —dijo el enano, radiante de orgullo.

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CAPÍTULO 2

EL CONTINUUM INTERRUMPIDO

Drizzt Do'Urden se incorporó, apartó las mantas y alzó los brazos desnudos; abriendo
bien los dedos, se estiró hacia el cielo de la mañana. Era un gusto volver a viajar,
alejarse de Mithril Hall después del lóbrego invierno. Resultaba estimulante oler el
aire fresco y limpio, lejos del humo de las forjas, y sentir el viento en los hombros y
removiendo su espesa y larga cabellera blanca.
Le gustaba estar a solas con su esposa.
El elfo oscuro describió amplios círculos con la cabeza, estirando el cuello.
Volvió a alzar los brazos y se arrodilló sobre las mantas. Sintió el contacto de la fría
brisa sobre el cuerpo desnudo, pero no le importó. El viento frío le daba vigor y le
hacía revivir mil sensaciones.
Lentamente, se puso de pie, exagerando cada movimiento para eliminar las
agujetas producidas por el duro suelo que le había servido de colchón; luego se apartó
del pequeño campamento, dejando atrás el círculo de piedras para echar una mirada a
Catti-brie.
La mujer, cubierta sólo con su colorida blusa mágica que había pertenecido en
otro tiempo a un mago gnomo, estaba de pie en una pendiente cercana, con las
palmas juntas hacia adelante, en actitud de profunda concentración. Drizzt se
maravilló ante su sencillo encanto. La colorida blusa sólo la cubría hasta medio
muslo, y la belleza natural de Catti-brie no quedaba ni disminuida ni eclipsada por la
prenda de excelsa factura.
Volvían a Mithril Hall desde la ciudad de Luna Plateada, donde Catti-brie tenía a
su maga mentora, la gran dama Alustriel, que gobernaba la ciudad. La visita no había
sido placentera. Había algo en el aire, algo peligroso y aterrador. Reinaba entre los
magos la sensación de que algo no iba bien en el Tejido de la magia. Los informes y
los rumores provenientes de todo Faerun hablaban de conjuros desbaratados, de
magia que salía mal o que no funcionaba en absoluto, de brillantes magos que de
pronto se volvían locos.
Alustriel había admitido que temía por la integridad del mismísimo Tejido de
Mystra, de la fuente misma de la energía arcana, y el color ceniciento de su cara era
algo insólito, algo que Drizzt no había visto jamás, ni siquiera cuando el rey Obould y
sus hordas de orcos habían abandonado las cuevas de las montañas movidos por un
frenesí asesino. Tenía un aire decaído y medroso que Drizzt jamás habría creído
posible en aquella renombrada campeona, una de las Siete Hermanas, Elegidas de
Mystra, amada soberana de la poderosa Luna Plateada.

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La vigilancia, la observación y la meditación figuraban en el orden del día de
Alustriel, y ella y todos los demás luchaban por desentrañar las causas de lo que
estaba sucediendo. Catti-brie, cuya carrera como maga databa de menos de una
década, aunque era muy prometedora, se había tomado muy en serio ese programa.
Drizzt sabía que por eso se había levantado tan temprano y se había apartado de
las distracciones del campamento y de su presencia, para dedicarse a solas a su
meditación.
El elfo sonrió mientras la contemplaba, con su pelo cobrizo todavía brillante y
espeso, que le llegaba hasta los hombros, movido por la brisa; sus formas, un poco
más rotundas por el paso de los años tal vez, pero que todavía le resultaban tan
hermosas e incitantes, mientras se balanceaba levemente al ritmo de sus
pensamientos.
La mujer abrió los brazos con lentitud, como una invitación a la magia. Las
mangas sólo le llegaban al codo. Drizzt sonrió cuando se levantó del suelo, flotando
unos palmos en fácil meditación. Unas llamaradas purpúreas se elevaron del suelo y
acariciaron su cuerpo, como una extensión de la tela morada de la blusa, como si la
magia de la prenda se fundiera con ella en un conjunto simbiótico. Una ráfaga mágica
la golpeó y le echó hacia atrás el pelo.
Drizzt se dio cuenta de que estaba inmersa en conjuros simples, en una magia que
no representaba peligro. Trataba de intimar más con el Tejido, tomando en
consideración los temores que le había transmitido Alustriel.
Un destello de magia en la distancia sorprendió a Drizzt, que echó hacia atrás la
cabeza ante el retumbo del trueno que siguió.
Frunció el entrecejo, confundido. Era un amanecer despejado, pero había sido un
relámpago en las alturas que había llegado hasta el suelo, ya que vio el rastro
restallante y persistente de color azulado en la distancia.
Drizzt llevaba cuarenta y cinco años en la superficie, pero jamás había visto un
fenómeno natural como ése. Había presenciado terribles tempestades desde la
cubierta del Duende del Mar del capitán Deudermont; había visto una tormenta de
arena en el desierto de Calim; había sido testigo de una nevada que había cubierto el
terreno hasta la rodilla en una hora. Incluso en una ocasión había visto el extraño
fenómeno denominado «bola relampagueante» en el Valle del Viento Helado, y se
imaginaba que lo que acababa de presenciar era alguna variante de esa peculiar
energía.
Sin embargo, ese relámpago había recorrido una trayectoria recta y arrastraba una
reverberante cortina de energía blanco azulado.
Daba la sensación de que atravesaba la campiña hacia el norte de donde él se
encontraba. Miró a Catti-brie, que flotaba y resplandecía sobre la colina del este, y se
preguntó si era conveniente perturbar su meditación para llamarle la atención sobre el

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fenómeno. Volvió a mirar la línea relampagueante, y el asombro le hizo abrir mucho
los ojos color lavanda. De pronto, había acelerado y había cambiado de rumbo, venía
en dirección a él.
Desvió la vista hacia Catti-brie y se dio cuenta de que, en realidad, iba directa
hacia ella.
—¡Cat! —gritó, y empezó a correr.
Ella no parecía oírlo.
Las tobilleras mágicas pusieron alas en sus pies y empezó a correr tan deprisa que
sus piernas se desdibujaron; pero el relámpago lo superaba y lo único que pudo hacer
fue gritar una y otra vez mientras el fenómeno pasaba a su lado. Pudo sentir su
torrencial energía. Se le puso el pelo de punta debido a la poderosa estática, y las
hebras blancas quedaron flotando en todas direcciones.
—¡Cat! —volvió a gritarle a la mujer, que brillaba suspendida en el aire—. ¡Catti-
brie! ¡Corre!
Estaba sumida en su meditación, aunque de hecho pareció reaccionar levemente,
y volvió la cabeza para mirar a Drizzt.
Demasiado tarde. Abrió mucho los ojos cuando el veloz relámpago superficial la
envolvió. De sus brazos abiertos brotaron chispas azules, y sus dedos se agitaron
espasmódicamente mientras su cuerpo era sacudido por poderosas descargas.
El contorno del extraño relámpago se mantuvo unos instantes y luego siguió su
marcha; la mujer continuó flotando en la reverberante luz azul de su estela.
—Cat —dijo Drizzt con un respingo en tanto atravesaba desesperado el
pedregoso terreno.
Catti-brie seguía suspendida en el aire, temblorosa y agitada. Drizzt contuvo la
respiración mientras se acercaba. Vio que tenía los ojos en blanco.
La cogió por la mano y sintió una descarga eléctrica, pero no la soltó, sino que se
empeñó en apartarla de la línea zigzagueante del relámpago. La rodeó con sus brazos
y trató en vano de atraerla hacia el suelo.
—Catti-brie —llamó Drizzt con voz implorante—. ¡Quédate conmigo!
Un buen rato tuvo a la mujer así sujeta, hasta que por fin empezó a relajarse y
suavemente inició el descenso hacia el suelo. Drizzt la echó hacia atrás para verle el
rostro. Su corazón latía irregularmente hasta que se dio cuenta de que otra vez estaba
viendo sus hermosos ojos azules.
—¡Por los dioses!, pensé que te había perdido —dijo con un gran suspiro de
alivio, pero lo dejó en suspenso al ver que Catti-brie no parpadeaba.
En realidad, la mujer no lo miraba a él, sino que tenía la vista fija en un punto
distante, por detrás de Drizzt. Éste echó una mirada por encima del hombro para ver
qué era lo que atraía tan poderosamente la atención de Catti-brie, pero no había nada.
—¿Cat? —susurró, mirándola a los ojos, unos ojos que no lo miraban a él ni a

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ninguna otra cosa, unos ojos fijos en la nada.
La sacudió. Ella farfulló algo que el elfo fue incapaz de descifrar. Se le acercó
más.
—¿Qué? —preguntó, sacudiéndola otra vez.
Catti-brie se elevó del suelo varios centímetros, abrió los brazos y puso otra vez
los ojos en blanco. Las llamas purpúreas volvieron a aparecer, y también la crepitante
energía.
Drizzt se dispuso a tirar otra vez de ella hacia el suelo, pero se quedó paralizado
por la sorpresa cuando todo el cuerpo de la mujer se agitó como movido por una
oleada de energía. Impotente, el drow observó, a la vez fascinado y horrorizado.
—¿Catti-brie? —la llamó.
Mientras miraba sus ojos en blanco, se dio cuenta de que había algo diferente.
¡Muy diferente! Las arrugas de su rostro se habían suavizado y estaban
desapareciendo. ¡Su cabellera parecía más larga y espesa, e incluso el peinado había
cambiado a un estilo que hacía años que no llevaba! También parecía un poco más
esbelta y de piel más tersa.
Más joven.
—Era un arco que yo misma encontré en los recintos de un reino enano —dijo
ella, o algo así, porque Drizzt no la entendió bien. Había hablado con un claro acento
enano, como el que tenía en la época que había pasado casi exclusivamente con
Bruenor en la lobreguez de la cumbre de Kelvin, en el lejano Valle del Viento Helado.
Catti-brie todavía flotaba por encima del suelo, pero el fuego mágico y la energía
crepitante se habían disipado. Sus ojos se enderezaron y volvieron a la normalidad de
ese azul profundo que había cautivado el corazón de Drizzt.
—El Buscacorazones, sí —dijo Drizzt. Dio un paso atrás, descolgó de su hombro
el poderoso arco y se lo entregó.
—Sin embargo, no puedo pescar en el Maer Dualdon con un arco, por eso
prefiero el sedal de Panza Redonda —dijo Catti-brie, manteniendo la mirada fija en la
lejanía.
En la cara de Drizzt se reflejaba la confusión que sentía.
La mujer dio un profundo suspiro. Volvió a voltear los ojos y otra vez Drizzt vio
que los tenía en blanco. Las llamas y la energía reaparecieron, y de algún lugar llegó
una ráfaga de viento que sólo golpeó a Catti-brie, como si aquellas oleadas de energía
que brotaban de ella regresaran a su ser. Su cabello, su piel, su edad…, todo volvió a
ser como antes, y su colorida vestimenta dejó de agitarse con el viento.
Pasó el momento, y la mujer se posó otra vez en el suelo, nuevamente
inconsciente.
Drizzt volvió a sacudirla, la llamó muchas veces, pero ella no parecía darse
cuenta. Chasqueó los dedos delante de sus ojos, pero la mujer ni siquiera parpadeaba.

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Se dispuso a levantarla en brazos para llevarla al campamento a fin de poder volver a
toda prisa a Mithril Hall, pero al extenderle el brazo vio un desgarro en su blusa
mágica, justo detrás del hombro, y se quedó paralizado al notar unas magulladuras
debajo del tejido. Con un estremecimiento de terror, Drizzt apartó suavemente la tela
rota.
Contuvo la respiración, asustado y confundido. Había visto la espalda desnuda de
Catti-brie un millar de veces y se había maravillado ante el espectáculo de su piel
tersa e inmaculada; pero ahora había una marca, incluso una cicatriz, y tenía la forma
inconfundible de un reloj de arena del tamaño de su puño. La mitad inferior estaba
casi totalmente descolorida, mientras que la superior presentaba un nivel muy bajo de
color morado, como si casi toda la arena se hubiera trasvasado ya.
Drizzt lo tocó con manos temblorosas. Catti-brie no reaccionó.
—¿Qué es esto? —susurró, impotente.
Corrió llevando en brazos a Catti-brie, que iba con la cabeza caída, como si
estuviera medio dormida.

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CAPÍTULO 3

CAVILACIONES SOBRE LO INDESCIFRABLE

Era un lugar de torres altísimas y escaleras de vértigo, de airosos contrafuertes y


gigantescas ventanas decoradas, de luz y de ilustración, de magia y de razón, de fe y
de ciencia. Era Espíritu Elevado, la obra de Cadderly Bonaduce, Elegido de Deneir.
Cadderly el Cuestionador, lo habían bautizado sus hermanos de Deneir, el dios que
exigía a sus fieles un permanente cuestionamiento y una aplicación constante de la
razón.
Cadderly había levantado la grandiosa estructura sobre las ruinas de la Biblioteca
Edificante, considerada por muchos la biblioteca más magnífica de todo Faerun. De
hecho, arquitectos de tierras tan distantes y dispares como Luna Plateada y
Calimport, habían acudido a las montañas Copo de Nieve para contemplar su
creación, para maravillarse ante los airosos contrafuertes, una innovación reciente en
las tierras de Faerun y jamás construidos a una escala tan grandiosa. La obra de la
magia, de inspiración divina, había formado las ventanas de cristal emplomado, y
también había creado los grandes murales de los eruditos trabajando en su
interminable búsqueda de la razón.
Espíritu Elevado se había levantado como una conjunción de biblioteca y
catedral, un campo común donde los eruditos, los magos, los sabios y los sacerdotes
pudieran reunirse para poner en tela de juicio la superstición, para abrazar la razón.
No había en todo el continente lugar alguno que representara tan bien la asombrosa
conjunción de la fe y la ciencia, donde nadie tenía por qué temer que la lógica, la
observación y la experimentación pudieran apartar a un estudioso de los mandatos de
lo divino. Espíritu Elevado era un lugar donde la verdad se consideraba divina y
donde lo opuesto no tenía lugar.
Los eruditos no albergaban temor de desarrollar allí sus teorías. Los filósofos no
sentían miedo al cuestionar la concepción común del panteón y del mundo. Los
sacerdotes de cualquiera y de todos los dioses no temían ser perseguidos allí, a menos
que el mismísimo concepto de debate racional representara una persecución para una
mente estrecha.
Espíritu Elevado era un lugar donde explorar, donde cuestionar, donde
aprenderlo… casi todo. Allí, las discusiones de los diversos dioses del mundo de
Toril siempre bordeaban la herejía. Allí se examinaba la naturaleza de la magia y, por
lo tanto, era allí a donde acudían eruditos de todas partes, en una época de temor e
íncertídumbre, en una época en que se tambaleaba el Tejido.
Y Cadderly los recibía a todos con los brazos abiertos y compartía sus

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inquietudes. Tenía el aspecto de un joven, de alguien que no representaba en absoluto
sus cuarenta y cuatro años. Sus ojos grises tenían el brillo de la juventud, y su melena
rizada de color castaño le caía sobre los hombros. Se movía con la soltura y la
agilidad de un hombre de muchos menos años, y andaba con paso decididamente
vivo. Vestía una indumentaria típicamente deneirana: unos pantalones y una casaca
de color crudo, a los que daba un toque personal con una capa azul celeste y un
sombrero de ala ancha del mismo color de la capa, con una banda roja y una pluma
en el lado derecho.
Los tiempos eran inquietantes; era probable que la magia del mundo se estuviera
destejiendo, y sin embargo, la mirada de Cadderly Bonaduce reflejaba más
entusiasmo que temor. Cadderly era un eterno estudioso, su mente se lo cuestionaba
todo, y no temía a lo que simplemente permanecía todavía inexplicado.
Lo único que quería era entenderlo.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —saludó una radiante mañana a un trío de
visitantes vestidos con las túnicas verdes de los druidas.
—El joven Bonaduce, supongo —dijo uno de barba gris.
—No tan joven —admitió Cadderly.
—Conocí a tu padre hace muchos años —respondió el druida—. ¿Estoy en lo
cierto si supongo que seremos bienvenidos en estos tiempos de confusión?
Cadderly lo miró con curiosidad.
—Cadderly vive todavía, ¿no es verdad?
—Bueno, sí —respondió Cadderly. Luego sonrió y preguntó—: ¿Cleo?
—¡Ah!, tu padre te ha hablado de… mí… —respondió el druida, pero acabó con
los ojos muy abiertos y tartamudeando—. ¿C…, Cadderly? ¿Eres tú?
—¡Te creía perdido con el advenimiento de la maldición del caos, viejo amigo!
—¿Cómo puedes ser tú…? —Cleo no terminó la frase, presa de una profunda
confusión.
—¿No te habían destruido? —preguntó el sacerdote de aspecto juvenil—. ¡Por
supuesto que no, ya que te tengo ante mí!
—¡Anduve deambulando bajo la forma de una tortuga durante años! —exclamó
Cleo—, atrapado por la locura bajo el caparazón de mi animal favorito. Pero tú,
¿cómo puedes ser Cadderly? Había oído hablar de los hijos de Cadderly. Tú deberías
tener la edad…
Mientras hablaba, un joven apareció junto al sacerdote. Se parecía mucho a
Cadderly, pero tenía los ojos almendrados, exóticos.
—Y he aquí a uno de ellos —explicó Cadderly, atrayendo a su hijo hacia sí con el
brazo extendido—. Mi hijo mayor, Temberle.
—Que parece mayor que tú —observó Cleo secamente.
—Es una historia larga y complicada —dijo el sacerdote—. Guarda relación con

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este lugar, Espíritu Elevado.
—Te reclaman en el observatorio, padre —dijo Temberle con un cortés saludo a
los nuevos visitantes—. Los hombres de Gond están declarando otra vez su
supremacía, ya que los artilugios superan la magia.
—Seguro que ambas facciones piensan que me sumaré a su causa.
Temberle se encogió de hombros, y Cadderly dio un hondo suspiro.
—Mi viejo amigo —le dijo a Cleo—, me gustaría dedicarte algo de tiempo para
ponernos mutuamente al día.
—Puedo hablarte de mi vida como tortuga —dijo Cleo con tono inexpresivo, y
arrancó de Cadderly una sonrisa.
—En este momento, tenemos en Espíritu Elevado muchos puntos de vista
encontrados y muy poco acuerdo —explicó Cadderly—. Por supuesto, todos andan
nerviosos.
—Con razón —dijo otro de los druidas.
—Y la razón es el único medio con que contamos para salir de esto —dijo
Cadderly—. Sed bienvenidos, pues, amigos, y entrad. Tenemos comida abundante y
discusión mucho más abundante. Sumad vuestras voces sin reservas.
Los tres druidas se miraron, y sus dos compañeros hicieron a Cleo un gesto de
aprobación.
—Tal como os había anticipado —dijo Cleo—. Estos deneiranos son sacerdotes
razonables. —Se volvió hacia Cadderly, que asintió, sonrió abiertamente y dio su
permiso.
—¿Lo ves? —le dijo Cadderly a Temberle mientras los druidas atravesaban la
puerta de Espíritu Elevado—. Te he dicho muchas veces que soy razonable. —Le dio
una palmadita en el hombro y marchó detrás de los druidas.
—Y cada vez que lo haces mi madre me susurra al oído que tu racionabilidad
siempre depende de que responda a tus deseos —dijo Temberle a sus espaldas.
Cadderly dio un traspiés y pareció a punto de caer. No volvió la vista, pero siguió
su camino riendo.

Temberle abandonó el edificio y se dirigió a la muralla meridional, al gran huerto,


donde debía reunirse con su hermana gemela, Hanaleisa. Los dos habían planeado ir
esa mañana a Carradoon, la pequeña ciudad situada a orillas del lago Impresk, a un
día de camino de Espíritu Elevado. La sonrisa de Temberle se ensanchó al
aproximarse al gran huerto rodeado por una valla y ver a su hermana con su tío
favorito.
El enano de barba verde saltaba por encima de una fila de semillas recién
plantadas, musitando palabras de aliento y agitando los brazos, uno de los cuales
había sido cercenado a la altura del codo. Parecía un pájaro tratando de levantar vuelo

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en medio de un vendaval. Ese enano, Pikel Rebolludo, no era un típico enano, no sólo
porque había adoptado las costumbres de los druidas, sino por muchas otras razones
que hacían de él el preferido de Temberle.
Hanaleisa Maupoissant Bonaduce, que parecía una versión más joven de su
madre, Danica, con su cabello color rojo oscuro y sus brillantes ojos pardos,
almendrados como los de Temberle, alzó la vista desde la nueva plantación y sonrió a
su hermano, tan divertida como él por las cabriolas de Pikel.
—El tío Pikel dice que las hará crecer más que nunca —comentó Hanaleisa
mientras Temberle atravesaba la cancela.
—¡Evah! —gritó Pikel con voz ronca, y Temberle tuvo la sensación de que,
aparentemente, había aprendido una palabra nueva.
—Pero yo pensaba que los dioses no estaban escuchando —se atrevió a decir
Temberle, a lo que Pikel respondió con un «Uuuuh» de consternación y una agitación
admonitoria de su dedo.
—Ten fe, hermano —dijo Hanaleisa—. Tío Pikel conoce la tierra.
—Ahí, ahí —dijo el enano.
—Carradoon nos espera —dijo Temberle.
—¿Dónde está Rorey? —inquirió Hanaleisa en referencia a Rorick, el hermano
de ambos, que con sus diecisiete años era cinco menor que ellos.
—Con una pandilla de magos, discutiendo sobre la integridad de los hilos
mágicos que mueven el mundo. Espero que cuando esta situación tan rara se acabe,
Rorey tenga a una docena de poderosos magos dispuestos a ser sus mentores.
Hanaleisa asintió, pues ella, al igual que Temberle, conocía bien la propensión y
el talento de su hermano menor para inmiscuirse en cualquier debate. La joven se
sacudió la tierra de las rodillas y dio palmadas para desprenderse de la suciedad.
—Abre la marcha —le dijo a su hermano—. El tío Pikel no va a dejar que mi
huerto se muera, ¿verdad, tío?
—¡Duu-dad! —exclamó Pikel con aire triunfal, iniciando su danza de la lluvia…,
o danza de la fertilidad…, o danza del sol…, o lo que fuera que estuviera bailando.
Como de costumbre, los gemelos Bonaduce dejaron a su tío Pikel con unas
sonrisas satisfechas en sus jóvenes rostros, tal como había sucedido siempre, desde su
más tierna edad.

Con los antebrazos y la frente firmemente apoyados sobre la esterilla, la mujer


levantó los pies del suelo, colocando las piernas en vertical. Con un grácil
movimiento abrió las piernas hacia los lados; luego las cerró, e hizo el pino con gran
seguridad.
Respirando suavemente, con un equilibrio y una armonía perfectos, Danica puso
las manos planas y se impulsó hacia arriba; quedó totalmente apoyada sobre las

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palmas. Así permaneció como si estuviera en el agua, como si la gravedad no la
afectara en su estado de profunda meditación. Todavía llevó más allá el movimiento,
y lo hizo con tal gracia que era como si un hilo tirara de ella o una fuerza la impulsara
a elevarse de las palmas a los dedos.
Quedó cabeza abajo, absolutamente quieta y recta, inmune al paso del tiempo, sin
tensiones. Sus músculos no se esforzaban por mantener el equilibrio, sino que la
sostenían firmemente en esa posición, de modo que el peso del cuerpo se apoyaba de
manera uniforme sobre sus fuertes manos. Mantenía los ojos cerrados, y la cabellera,
cuyo color rojo oscuro tenía ya algunas hebras de plata, colgaba hacia el suelo.
Estaba totalmente inmersa en el momento, encerrada en su interior, pero percibió
que algo se aproximaba, un movimiento junto a la puerta, y abrió los ojos en el
preciso momento en que Ivan Rebolludo, el hermano de barba amarilla de Pikel,
asomó la peluda cabeza.
Danica miró al enano.
—Cuando toda su magia desaparezca, tú y yo nos adueñaremos del mundo,
muchacha —dijo él con un guiño exagerado.
Danica bajó las piernas y se apoyó con elegancia sobre los dedos de los pies, al
mismo tiempo que giraba para quedar de frente al enano.
—¿Qué te cuentas, Ivan? —preguntó.
—Más de lo que debiera y no lo suficiente para estar seguro —respondió—. Pero
los chicos mayores han partido para Carradoon, según me informa mi hermano.
—A Temberle le resulta grata la presencia de algunas jóvenes que hay allí, al
menos eso he oído.
—¡Ah! —La cara del enano se puso seria—. ¿Y qué hay de Hana?
Danica se rió de él.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Hay algún chico que la ande rondando?
—Tiene veintidós años, Ivan. Eso debería ser cuestión suya.
—¡Bah! No hasta que su tío Ivan hable con el interfecto. ¡Nada de eso!
—Se las puede arreglar sola. Ha sido formada en…
—¡No, no puede!
—Veo que no muestras la misma preocupación por Temberle.
—¡Bah, los chicos hacen lo que se supone que hacen, pero más les vale no
hacérselo a mi niña, a Hana!
Danica se tapó la boca con la mano en un inútil intento de disimular su sonrisa.
—¡Bah! —dijo Ivan, haciéndole un gesto con la mano—. ¡Voy a llevar a esa
muchacha a los salones de Bruenor, ya verás!
—No creo que ella acceda.
—¿Y quién ha dicho que se lo voy a preguntar? ¡Tus jovenzuelos se están

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desmandando!
Siguió gruñendo hasta que Danica consiguió por fin sofocar la risa el tiempo
suficiente para decir:
—¿Querías preguntarme algo?
Ivan se la quedó mirando un momento, con expresión confusa y aturdida.
—Sí —dijo, aunque no parecía muy seguro—. ¿Dónde está el pequeño? —añadió
después de tomarse un momento más para reflexionar—. Mi hermano estaba
pensando en hacer una escapada a Carradoon, y como él no se ha reunido con los
mayores cuando se han ido…
—No he visto a Rorick en todo el día.
—Bueno, no se ha ido con Temberle y Hana. ¿Te parece bien que vaya con su tío?
—No se me ocurre nada más seguro para mis hijos, buen Ivan.
—Ya, y es lo que es —coincidió el enano, enganchando los pulgares en los
tirantes de los pantalones.
—Sin embargo, me temo que no puedo decir lo mismo respecto de mis futuros
hijos políticos…
—Sólo respecto del yerno —la corrigió Ivan con un guiño.
—No rompas nada —le rogó Danica—, y no dejes marcas.
Ivan asintió; luego juntó las manos e hizo crujir los nudillos. Con una inclinación
de cabeza se marchó.
Danica sabía que Ivan era inofensivo, al menos por lo que respectaba a los
pretendientes de su hija. Tenía la impresión de que Hanaleisa las pasaría crudas para
mantener cualquier relación teniendo a Ivan y Pikel a su alrededor.
Aunque también era posible que esos dos pusieran a prueba las intenciones de
cualquier joven. Sin duda, un pretendiente tendría que tener una convicción muy
poderosa para no marcharse cuando los enanos empezaran a meterse con él.
Danica rió para sí misma y suspiró, satisfecha, al recordar que, descontando los
pocos años que habían estado alejados sirviendo al rey Bruenor en Mithril Hall, Ivan
y Pikel Rebolludo habían sido los mejores guardianes que ningún niño hubiera tenido
jamás.

El ser sombrío que en otro tiempo había sido el archimago Fetchigrol de una
civilización grande y perdida, ni siquiera se reconocía por ese nombre, ya que había
abandonado hacía tiempo su identidad en el ritual de incorporación comunal que
había forjado la Piedra de Cristal. Había conocido la vida; había conocido la no
muerte como lich; había conocido un estado de energía pura como parte de la Piedra
de Cristal; había conocido la nada, el olvido.
E incluso de ese último estado había regresado el que había sido Fetchigrol,
tocado por el propio Tejido. Ya no era un espíritu con libre albedrío, sino

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simplemente una extensión, un apéndice airado de ese curioso triunvirato de poder
que se había fundido en una fuerza malévola singular en una caverna excavada por el
fuego a muchos kilómetros al sudeste. Fetchigrol proporcionaba la ira de
Crenshinibon-Hephaestus-Yharaskrik, del ser en que se habían convertido, el Rey
Fantasma.
Y al igual que los siete espectros sombríos, Fetchigrol horadaba la noche en busca
de aquellos que habían perjudicado a sus amos. En las profundidades de las montañas
Copo de Nieve, mirando a un gran lago que brillaba bajo la luz de la luna hacia el
oeste, y en una senda que se internaba en las montañas y conducía a una gran
biblioteca, sentía que estaba cerca.
Cuando oyó las voces, un estremecimiento sacudió la sustancia sombría de
Fetchigrol, porque por encima de todo, el espectro no muerto buscaba una salida para
su malevolencia, una víctima para su odio. Se refugió en las sombras, detrás de un
árbol que daba al camino, cuando aparecieron un par de jóvenes humanos que
caminaban a tientas bajo la escasa luz tratando de no tropezar con las raíces que
surcaban el camino.
Pasaron justo delante de él sin darse cuenta siquiera, aunque la mujer ladeó la
cabeza con curiosidad y experimentó un estremecimiento.
¡Cuánto habría deseado la criatura no muerta saltar de su escondite y devorarlos!
Sin embargo, Fetchigrol estaba demasiado alejado de su mundo, se había internado
en el Páramo Sombrío, el reino de sombra y oscuridad que había llegado a Faerun
para inmiscuirse. Como sus seis hermanos, no tenía la sustancia necesaria para
afectar a las criaturas materiales.
Sólo espíritus. Sólo las energías vitales declinantes de los muertos.
Siguió a la pareja montaña abajo, hasta que por fin encontraron un lugar que les
pareció adecuado para acampar. Confiando en que permanecerían allí al menos hasta
la hora que antecede al amanecer, el malévolo espíritu se lanzó hacia la espesura en
busca de un recipiente.
Lo encontró a escasos tres kilómetros del campamento de los jóvenes humanos,
en la forma de un oso muerto cuya carcasa medio podrida estaba erizada de gusanos y
moscas.
Fetchigrol se inclinó ante la bestia y empezó un cántico para canalizar el poder
del Rey Fantasma, para invocar el espíritu del oso.
El cadáver se estremeció.

Con paso lento y el corazón más pesado que los agotados miembros, Drizzt
Do'Urden cruzó el puente sobre el río Surbrin. La puerta oriental de Mithril Hall
estaba a la vista, y también algunos miembros del clan Battlehammer, que corrieron a
recibirlo y ayudarlo con el peso que cargaba.

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Catti-brie iba exánime en sus brazos, balanceando la cabeza a cada paso y con los
ojos abiertos sin ver nada.
Y la expresión de Drizzt, llena de temor y de pesar, añadía peso a esa imagen
horrenda.
A gritos de «¡Llamad a Bruenor!» y de «¡Abrid las puertas y despejad el
camino!», condujeron a Drizzt por la puerta trasera. Pero antes de que hubiera dado
diez pasos en el interior de Mithril Hall, apareció una carreta a su lado y un grupo de
enanos ayudaron a que él y Catti-brie subieran a la parte trasera del vehículo.
Sólo entonces se dio cuenta Drizzt de lo agotado que estaba. Había recorrido
kilómetros con Catti-brie en brazos, sin atreverse a parar, ya que ella necesitaba un
tipo de ayuda que él no podía darle. Esperaba que los sacerdotes de Bruenor supieran
qué hacer, y los enanos que lo rodearon lo tranquilizaban asegurándole que así sería.
El carretero condujo al tiro de bueyes a través del barranco de Garumn y por los
largos y sinuosos túneles que llevaban a los aposentos de Bruenor.
La noticia ya se había difundido, y Bruenor estaba en la sala esperándolos. Regis
y muchos otros estaban a su lado, mientras él se paseaba ansiosamente, estrujándose
las fuertes manos o mesándose la gran barba, cuyo color rojo se había ido
convirtiendo en naranja por el gris que lo suavizaba.
—¡Elfo! —saludó Bruenor—, ¿qué tienes que contarme?
Drizzt a punto estuvo de derrumbarse ante el tono desesperado de su querido
amigo, porque no tenía mucho que explicar ni podía transmitir esperanzas. Reunió
toda la energía que pudo y, pasando las piernas por encima del costado del vehículo,
se dejó caer al suelo ágilmente. Miró a Bruenor a los ojos y sacó fuerzas para un leve
gesto esperanzador con la cabeza. Se esforzó por mantener ese optimismo mientras
rodeaba la carreta y bajaba el portalón trasero para coger en brazos a su amada Catti-
brie.
Bruenor estaba a su lado, con los ojos desorbitados. Las manos le temblaban
cuando las alzó para tocar a su querida hija.
—¿Elfo? —Su voz era apenas un susurro, y hablaba tan entrecortadamente que la
breve palabra se alargó muchísimo.
Drizzt lo miró y se quedó paralizado, incapaz de mover la cabeza ni de esbozar
una sonrisa de esperanza.
Drizzt no tenía respuestas.
Catti-brie había sido alcanzada por la magia desatada, eso era todo lo que podía
decir; estaba perdida para ellos, estaba perdida para la realidad circundante.
—¿Elfo? —repitió Bruenor mientras acariciaba con los dedos la suave cara de su
hija.

Permanecía perfectamente quieta, con la mirada fija en la rama sobresaliente del

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árbol seco, con las manos entrelazadas de una forma sorprendente hacia adelante.
Hanaleisa, tan imbuida de las dotes de su madre, encontró su centro de paz y
fortaleza.
Podría haber alzado los brazos, haber agarrado la rama y haberla partido con el
peso de su cuerpo, haciendo palanca, pero ¿qué gracia habría tenido?
En lugar de eso, convirtió al árbol en su adversario, su enemigo, su desafío.
—¡Date prisa, la noche se pone fría! —le gritó Temberle desde el campamento
que habían montado junto al camino.
Hanaleisa no permitió que ni la sombra de una sonrisa alterara la seriedad de su
rostro e hizo caso omiso de la llamada de su hermana Totalmente concentrada, golpeó
de forma repentina descargando toda su fuerza cerca del punto donde la rama se unía
al árbol, primero con el codo izquierdo, después con el derecho y nuevamente con el
izquierdo, antes de adoptar una postura defensiva y levantar la pierna preparando una
patada al aire.
Dio un salto en redondo y, de un puntapié, cortó el extremo de la rama; lejos del
tronco, primero, y en su parte media, a continuación. Con otra patada, desprendió por
fin la rama del árbol en el punto que ya había debilitado con los codos.
La rama cayó limpiamente al suelo en tres trozos iguales.
Hanaleisa tocó el suelo, en una muestra de equilibrio impecable, juntando los
dedos de las manos. Hizo una reverencia al árbol, su adversario derrotado, a
continuación, recogió la leña y se dirigió al campamento, desde donde su hermano la
volvía a llamar.
Había dado unos cuantos pasos cuando oyó que algo se arrastraba en el bosque,
no muy lejos de ella. La joven se quedó absolutamente quieta en su sitio, sin hacer el
menor ruido, recorriendo con la vista los espacios que recortaba la luna en medio de
la oscuridad y tratando de captar cualquier movimiento.
Algo avanzaba entre la maleza, algo pesado, a menos de veinte pasos de ella, y se
dio cuenta de que se dirigía directamente al campamento.
Hanaleisa plegó poco a poco las rodillas, depositó en el suelo la leña sin hacer
ruido y se reservó un grueso leño. Se puso de pie y se quedó quieta un momento,
tratando de detectar otra vez el sonido para orientarse. Con gran agilidad alzó primero
un pie y luego otro para despojarse de sus botas y, a continuación, empezó a caminar
descalza, con pasos leves.
No tardó en ver la luz del fuego que Temberle se había ingeniado y vio la forma
que se movía torpemente, interponiéndose entre ella y el fuego; parecía una criatura
realmente corpulenta.
Hanaleisa contuvo la respiración, tratando de escoger su siguiente movimiento, y
sin tardanza, porque la criatura iba acortando la distancia que la separaba de su
hermano. Sus padres la habían entrenado en las artes del combate, y las dominaba,

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pero jamás se había encontrado tan cerca del peligro.
—¿Hana?
La voz de su hermano la arrancó de su contemplación. Temberle había oído a la
bestia, que ya estaba muy cerca de él y avanzaba ahora a gran velocidad.
Hanaleisa salió a la carrera y gritó para atraer la atención de la criatura, temiendo
haber vacilado ya durante demasiado tiempo.
—¡Tu espada! —le gritó a su hermano.
La joven dio un salto al aproximarse a la bestia —un oso, según constató al fin—
y se agarró a una rama que había sobre su cabeza, desde donde tomó impulso para
pasar por encima del animal y colocarse delante. Sólo entonces comprendió
Hanaleisa la verdadera naturaleza del monstruo: no se trataba de un simple oso al que
se podía amedrentar y ahuyentar. Vio que tenía la mitad de la cara destrozada y que a
través de la carne descompuesta se atisbaba el hueso blanco de su calavera, brillante a
la luz de la luna.
Al pasarle por encima, la criatura alzó la cabeza para reaccionar, y la joven la
golpeó enérgicamente en pleno hocico con la palma abierta. El golpe sobresaltó al
monstruo, pero no detuvo el movimiento de su garra, que alcanzó de refilón a
Hanaleisa e hizo que diera una vuelta en el aire.
La joven aterrizó blandamente, pero un poco desequilibrada hacia un lado, en el
momento preciso en que Temberle pasaba corriendo a su lado espada en mano. Cargó
de frente contra el oso con un poderoso mandoble, que penetró en la piel desprendida
de la bestia y partió el hueso.
El oso no se detuvo, al parecer indiferente a la herida, y siguió el camino de la
espada directo hacia Temberle, con las terribles zarpas abiertas y mostrando al rugir
sus amenazadores colmillos.
Hanaleisa se interpuso de un salto entre Temberle y el oso, y descargó ambos pies
contra el pecho y los hombros del animal. De haberse tratado de un oso vivo, de
doscientos kilos de músculo, piel dura y hueso resistente, no lo habría movido
demasiado, por supuesto, pero su condición de no muerto jugaba a su favor, ya que
gran parte de la criatura se había caído a trozos o había sido devorada por los
carroñeros.
La bestia se tambaleó hacia atrás, y la hoja de la espada quedó lo bastante
despejada como para que Temberle pudiera arrancársela.
—No le claves la espada; hazle cortes —le recordó Hanaleisa.
La joven aterrizó de pie y avanzó propinándole al animal una rápida sucesión de
patadas y puñetazos. Apartó a un lado una zarpa y se colocó por detrás de las
mortíferas garras, para descargar una serie de contundentes golpes de puño en los
hombros de la bestia.
Sintió el crujido de los huesos bajo el peso de sus golpes, pero nuevamente la

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bestia pareció ajena al castigo y lanzó un revés que obligó a la joven a recular.
El oso pasó a la ofensiva y atacó con ferocidad, esa vez a la mujer. Hanaleisa
retrocedió, pero tropezó con una raíz y quedó atascada contra un grupo de abedules.
Gritó aterrorizada cuando la bestia se le tiró encima, o hizo amago de hacerlo,
porque una poderosa espada relumbró bajo la luz de la luna y asestó en el hombro
derecho del oso un golpe tan fuerte que lo atravesó. La bestia no muerta aulló y
persiguió a Hanaleisa, que trataba de escabullirse; arremetió contra el grupo de
abedules y derribó algunos ejemplares con su corpulenta forma. El oso mordía y daba
zarpazos como si ya tuviera seguro a su adversario, pero Hanaleisa se había colado
hacia un lado, arrastrándose para ponerse fuera de su alcance.
El oso trató de seguirla, pero Temberle no perdió el tiempo y desde atrás empezó
a asediarlo con decididos golpes de su espadón. A cada golpe le arrancaba un trozo de
carne, de modo que saltaban gusanos por todas partes y los huesos se reducían a
polvo.
A pesar de todo, el oso seguía embistiendo a cuatro patas y acercándose a
Hanaleisa.
La joven trató de sobreponerse a la repulsión y el pánico. Apoyó la espalda contra
un árbol sólido y retrajo las piernas, de forma que cuando la bestia se acercó con las
fauces abiertas para morderla, la recibió con reiteradas patadas en el hocico.
La bestia no se arredraba, y tampoco Temberle, que continuaba haciéndole cortes
desde atrás mientras Hanaleisa la castigaba con los pies. ¡Se le desprendieron la
mandíbula superior y el hocico, que quedó colgando hacia un lado, pero el cadáver
animado seguía y seguía!
En el último momento, Hanaleisa se arrojó a un lado y hacia atrás con una
voltereta. Aterrizó sobre sus pies, y aunque su instinto la instaba a salir corriendo,
suprimió el miedo.
El oso se volvió hacia Temberle con ferocidad. El joven descargó la espada con
todas sus fuerzas sobre la clavícula de la bestia, pero el monstruo la apartó con tanta
fuerza que la arrancó de la mano de Temberle e hizo que saliera volando.
El oso se alzó cuan alto era, con las patas delanteras levantadas hacia el cielo,
dispuesto a caerle encima al guerrero desarmado.
Hanaleisa le saltó a la espalda, y poniendo en su golpe toda la fuerza de su
impulso, unida a su máxima concentración y al vigor de todos sus años de
entrenamiento como monje, clavó los dedos índice y pulgar, extendidos como una
espada, en la nuca de la bestia.
Sintió que sus dedos atravesaban el cráneo. Retrocedió y repitió el golpe una y
otra vez, hasta pulverizar el hueso; los dedos se incrustaron en el cerebro de la
criatura y se lo arrancaron a trozos.
El oso giró, y Hanaleisa salió despedida contra un par de olmos jóvenes; tras

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rebotar de uno a otro, el impulso que llevaba facilitó que atravesara el espacio entre
los troncos.
Sin embargo, al deslizarse hacia el suelo por tan estrecha separación, se le quedó
atascado el tobillo. Desesperada, miró al monstruo, que se acercaba.
Entonces vio la espada que descendía detrás del animal, que le atravesó el cráneo
y le partió la cabeza en dos; después continuó por el cuello de la criatura.
¡Y a pesar de todo el monstruo siguió adelante! Hanaleisa lo miraba con ojos
desorbitados por el horror. ¡No podía liberar el pie!
Sin embargo, lo que en realidad movía al oso no muerto hacia adelante era el
impulso que llevaba, hasta que por fin se desplomó entre los olmos y cayó hacia un
lado.
Hanaleisa respiró. Temberle corrió hacia ella y la ayudó a soltarse, y luego a
ponerse de pie. Le dolía todo el cuerpo, y sin duda tenía una magulladura en el
hombro, pero el oso estaba muerto… otra vez.
—¿Qué demonio ha llegado a estos bosques? —preguntó la joven.
—No lo… —empezó a decir Temberle, pero se calló de golpe.
Los dos hermanos se estremecieron y se quedaron paralizados por la sorpresa.
Una súbita sensación de frío impregnó el aire.
Oyeron un sonido sibilante, tal vez una risa, y ambos se replegaron para adoptar
una postura defensiva, como les habían enseñado a hacer.
La ráfaga helada pasó de largo, y también la risa.
A la luz del fuego del cercano campamento, vieron una figura de sombra que se
alejaba.
—¿Qué era eso? —preguntó Temberle.
—Deberíamos volver —respondió Hanaleisa con voz entrecortada.
—Estamos mucho más cerca de Carradoon que de Espíritu Elevado.
—¡Deprisa entonces! —dijo la muchacha, y ambos corrieron hacia el
campamento y recogieron sus cosas.
Cada uno cargó una rama encendida para que les sirviera de antorcha, y se
pusieron en marcha por el camino. Mientras corrían se encontraron repetidas veces
con bolsas de aire frío, risas escalofriantes y sombras más oscuras que la más oscura
noche, que se movían en torno a ellos.
—Más deprisa —se dijeron el uno al otro en más de una ocasión, y sus susurros
se hicieron más insistentes cuando por fin se les agotaron las antorchas y la oscuridad
los envolvió estrechamente.
No pararon de correr hasta que llegaron a las afueras de la ciudad de Carradoon,
oscura y dormida a orillas del lago Impresk. Todavía faltaban horas para el amanecer,
y como conocían al propietario de Los Cedros Cimbreantes, una buena posada que
había por allí, se acercaron a la puerta y llamaron insistentemente.

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—¡Eh, que ya voy! ¿Qué manera de llamar es ésta a la hora de las brujas? —fue
la tosca respuesta que llegó desde una ventana de la planta superior—. ¡Esperad, eh!
¿Sois los hijos de Danica?
—Déjanos entrar, buen Bester Bilge —gritó Temberle—. ¡Por favor, déjanos
entrar!
Respiraron más tranquilos cuando la puerta se abrió. El alegre Bester Bilge tiró de
ellos hacia dentro; le dijo a Temberle que echara unos cuantos troncos sobre las
brasas del hogar y les prometió algo fuerte para beber y una sopa caliente enseguida.
Temberle y Hanaleisa se miraron con gran alivio, esperando haber dejado fuera el
frío y la oscuridad.
¿Cómo iban a saber que Fetchigrol los había seguido hasta Carradoon y en ese
mismo momento estaba en el viejo cementerio situado extramuros de la ciudad,
planeando una matanza para el día siguiente?

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CAPÍTULO 4

UN INDICIO EN LA GRIETA

Athrogate sostenía en alto el brazo esquelético. Gruñó al ver que no se movía y le dio
una leve sacudida. Los dedos empezaron a agitarse otra vez, y el enano sonrió y se lo
volvió a echar por encima del hombro, suspirando con satisfacción al ver cómo le
rascaba un lugar de difícil acceso en medio de la espalda.
—¿Cuánto tiempo crees que durará? —preguntó.
Jarlaxle, demasiado preocupado para pensar siquiera en la antigüedad que
esgrimía el enano, se limitó a encogerse de hombros y a seguir adelante por su
sinuoso camino. No sabía con certeza adónde se dirigía. Cualquiera que conociese a
Jarlaxle se habría dado cuenta de la gravedad de la situación al ver su expresión
insegura, pues muy pocas personas, si es que había alguna, habían visto perplejo a
Jarlaxle Baenre.
El drow se dio cuenta de que no podía esperar a que Hephaestus viniera hacia él.
No quería encontrarse con semejante enemigo solo, ni siquiera con Athrogate a su
lado. Pensó en volver a Luskan —Kimmuriel y Bregan D'Aerthe podrían prestarle su
ayuda—, pero su instinto lo desaconsejaba. Una vez más estaría dejando la iniciativa
en manos de Hephaestus, y sin duda llevaría las de perder ante un enemigo que
aparentemente podía convocar a secuaces no muertos con toda facilidad.
Por encima de todo, Jarlaxle quería ser quien atacara al dragón, y estaba
convencido de que Cadderly muy bien podía ser la solución a sus problemas. Pero
¿cómo reclutar para su lucha a un sacerdote que seguramente no querría tener nada
que ver con los elfos oscuros, salvo con un elfo oscuro en particular?
¿Y acaso no sería una gran idea conseguir que Drizzt Do'Urden y algunos de sus
poderosos amigos participaran en la cacería?
Pero ¿cómo?
Fue así como, siguiendo la dirección que marcaba Jarlaxle, los dos se dirigieron
hacia el este, abriéndose camino por la Marca Argéntea hacia Mithril Hall.
Fácilmente les llevaría unos diez días llegar, y el drow no estaba seguro de contar con
tanto tiempo. Ese primer día se negó a caer en estado de ensoñación, y cuando llegó
la noche, meditó levemente, de pie sobre un apoyo inestable.
Una brisa fría lo asaltó, y cuando se removió para acomodarse y evitarla, se
resbaló del estrecho tronco en el que se había colocado y se despertó a consecuencia
de la caída. Con la mano ya en el bolsillo, el drow sacó un puñado de piedrecitas de
cerámica. Trazó un rápido círculo, esparciéndolas a su alrededor, y cada una de ellas,
al golpear contra el suelo, se abrió y liberó al encantamiento que tenía dentro, una

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esencia mágica de luz brillante.
—¿Qué diablos…? —gritó Athrogate al despertarse por la repentina claridad.
Jarlaxle no le hizo ni caso y partió veloz tras una figura sombría que escapaba de
la luz mágica, algo doloroso para las criaturas no muertas. Lanzó otra bomba de luz
por delante de la forma agazapada que huía, y luego otra cuando salló volando hacia
un tramo en sombras.
—¡Deprisa, enano! —gritó el drow, y no tardó en oír a Athrogate bufando y
resoplando tras él.
En cuanto el enano lo adelantó, Jarlaxle sacó una varita mágica y lanzó un
estallido de luz todavía más brillante y poderosa, que fue a caer cerca de la figura
sombría. La criatura gritó con un alarido horroroso, sobrenatural, lo que hizo que a
Jarlaxle le recorriera la espalda un escalofrío.
Ese aullido no frenó en absoluto a Athrogate, y el bravo enano cargó con
decisión, con los manguales en las manos y los brazos extendidos a uno y otro lado
del cuerpo. Athrogate invocó el encantamiento del mangual que llevaba en la
derecha, y un aceite explosivo se extendió por la bola metálica. El enano se abalanzó
contra la criatura acobardada y la golpeó con todas sus fuerzas, decidido a poner fin
al combate con una única explosión.
El mangual no dio contra nada sólido; sólo emitió un zumbido al atravesar el aire
de la noche.
Entonces, Athrogate aulló de dolor cuando algo cortante lo golpeó en el hombro;
sintió un horroroso ardor. Reculó, revoleando el arma con desenfreno. La trayectoria
zigzagueante de su mangual nuevamente golpeó en el vacío.
Al ver las manos oscuras y frías del espectro extendiéndose hacia él, el enano
decidió aplicar una táctica diferente. Agitó los manguales desde ángulos diferentes
hacia dentro, con la intención de que las dos cabezas chocaran directamente en el
centro de la sombría oscuridad.
Jarlaxle contemplaba el combate con curiosidad, tratando de calibrar a ese
enemigo. El espectro era un secuaz de Hephaestus, evidentemente, y conocía bien las
cualidades habituales de los muertos vivientes incorpóreos.
El arma de Athrogate debería haberlo herido, al menos haberle hecho algún daño,
ya que los manguales del enano tenían poderosos encantamientos. Ni siquiera las
criaturas no muertas más poderosas, las que existían tanto en el plano material
primario como en un espacio más oscuro de energía negativa, tenían una inmunidad
tan absoluta a su asalto.
El drow hizo una mueca y cerró los ojos cuando las bolas de los manguales de
Athrogate chocaron una con otra. El aceite volátil explotó y produjo un destello
cegador, un estallido conmocionante que obligó al enano a echarse atrás.
Cuando Jarlaxle volvió a mirar, el espectro parecía totalmente indiferente al

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estallido, pero el drow observó algo insólito. Precisamente cuando las bolas
chocaron, el espectro pareció reducirse. En el momento de la explosión, dio la
impresión que la criatura se desvanecía o disminuía de tamaño.
Cuando la criatura no muerta se acercó al enano, pareció cobrar sustancia otra
vez, y extendió las manos oscuras para infligir más dolor frío.
—¡Elfo! ¡No puedo golpear a la maldita cosa! —El enano aulló de dolor y
retrocedió.
—¡Más aceite! —gritó Jarlaxle al ser asaltado por una idea—. Vuelve a golpear
una bola contra otra.
—¡Eso duele, elfo! ¡Tengo los brazos entumecidos!
—¡Hazlo! —ordenó Jarlaxle.
Otra vez disparó su varita, y el estallido de luz hizo que el espectro reculara, lo
que le dio a Athrogate unos segundos. Jarlaxle se quitó el sombrero y buscó en el
interior, y mientras el enano daba un golpe fenomenal con sus dos manguales, el
drow sacó un círculo plano de tela, como si fuera el forro negro de su sombrero y lo
lanzó. El objeto salió dando vueltas por el aire y se alargó al pasar al lado del enano.
Los manguales chocaron y, una vez más, la explosión arrojó a Athrogate hacia
atrás. El espectro, tal como había previsto Jarlaxle, empezó a desvanecerse, a
desaparecer hacia la nada, pero no, no hacia la nada, sino hacia algún otro plano o
dimensión.
Y el círculo de tela, el bolsillo extradimensional creado por el poder del sombrero
encantado de Jarlaxle, cayó sobre el sitio.
El repentino resplandor causado por las oleadas de energía —púrpura, azul y
verde— se expandió a partir de ese punto, emitiendo un latido de puro poder.
La trama del mundo se abrió.
Jarlaxle y Athrogate flotaron, ingrávidos, con la vista fija en el lugar que había
sido una vez un claro en el bosque y que ahora parecía transformado en un… paisaje
estelar.
—¿Qué has hecho elfo? —gritó el enano, cuya voz modulaba su volumen al ser
llevada por vientos intermitentes.
—¡Mantente apartado! —le advirtió Jarlaxle, y sintió un leve tirón en la espalda
que lo arrastraba hacia el lugar estelar; sabía que era una grieta, hacia el plano astral.
Athrogate empezó a agitar los brazos, repentinamente asustado, ya que no estaba
lejos del peligro. Comenzó a dar vueltas y volteretas, pero esos movimientos
resultaban inútiles para detener su deriva inexorable hacia las estrellas.
—¡No, así no! —le gritó Jarlaxle.
—¿Y cómo, estúpido elfo?
Para Jarlaxle la solución era fácil. Su deriva lo llevó junto a un árbol que seguía
firmemente arraigado en el firmamento. Se agarró a él con una mano y se mantuvo

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sin problemas en su lugar, sabiendo que un pequeño impulso lo alejaría de la grieta.
Porque era exactamente eso, como sabía Jarlaxle: una grieta en la trama del plano
material primario, la consecuencia de mezclar las energías de dos espacios
extradimensionales. Para Jarlaxle, que llevaba consigo elementos de sujeción que
creaban bolsillos extradimensionales cuya capacidad real superaba su capacidad
aparente, un par de bolsas en el cinto que hacían lo mismo y varios otros artilugios
que podían facilitar esencias mágicas similares, las consecuencias de mezclarlos no
eran nada desconocido ni inesperado.
Sin embargo, lo que lo sorprendió fue que su agujero extradimensional hubiera
reaccionado de tal modo con ese ser sombrío. Todo lo que había pretendido hacer era
atrapar a la cosa dentro del agujero mágico cuando tratase de fluir de regreso al plano
de los vivos.
—¡Arrójale algo! —gritó el drow. Y al ver que Athrogate levantaba el brazo
como para lanzar uno de sus manguales, añadió—: ¡Algo que no necesites recuperar!
Athrogate frenó el lanzamiento en el último momento y se quitó de la espalda la
pesada mochila. Esperó a estar en el punto conveniente de su giro y la lanzó contra la
grieta. La reacción opuesta mandó al enano flotando hacia atrás, lo bastante lejos de
la grieta como para que Jarlaxle pudiera aventurarse con una cuerda. Le arrojó a
Athrogate un extremo, de modo que el enano pudiera cogerlo, y en cuanto lo hizo, el
drow tiró con fuerza y atrajo al enano hacia sí y luego un poco más allá.
Jarlaxle se dio cuenta de que Athrogate se trasladaba apenas unos palmos antes de
salir de la zona de ingravidez y de caer de golpe sobre su trasero. Sin apartar un solo
instante los ojos del paisaje estelar que se extendía a apenas diez pasos de distancia,
Jarlaxle se impulsó hacia atrás y fue a caer junto a Athrogate, mientras el enano se
ponía de pie.
—¿Qué has hecho? —preguntó el enano con toda seriedad.
—No tengo la menor idea —replicó Jarlaxle.
—Sea lo que sea, lo has conseguido.
Jarlaxle, no demasiado convencido de ello, se limitó a hacer una mueca.
Se quedaron un rato vigilando la grieta. Gradualmente el fenómeno fue
disipándose, y el agreste paisaje fe recuperando su firmamento habitual, sin muestra
discernible de deterioro. Todo estaba como antes, salvo por el hecho de que el
espectro había desaparecido.

—¿Seguimos hacia el este? —preguntó Athrogate cuando él y Jarlaxle se


pusieron en marcha al día siguiente.
—Ése era el plan.
—El plan para ganar.
—Sí.

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—Creo que ganamos anoche —dijo el enano.
—Hemos derrotado a un secuaz —explicó Jarlaxle—. Según mi experiencia,
derrotar al secuaz de un poderoso enemigo sólo consigue poner más furioso al
enemigo.
—Entonces, ¿tendríamos que haber dejado que esa cosa ganara?
El suspiro de Jarlaxle arrancó a Athrogate una sonora carcajada.
Marcharon todo el día, y esa noche, en el campamento, Jarlaxle se permitió un
tiempo de ensoñación.
Y allí, en su propio subconsciente, Hephaestus lo volvió a encontrar.
—Sagaz drow —dijo el dracolich en su mente—, ¿realmente crees que podrás
escapar de mí tan fácilmente?
Jarlaxle instauró sus defensas en forma de imágenes de Menzoberranzan, la gran
ciudad de la Antípoda Oscura. Se concentró en un recuerdo claro, de una batalla que
su banda de mercenarios había librado en nombre de la madre matrona Baenre. En
aquella batalla, un Jarlaxle mucho más joven había entablado combate, uno tras otro,
con dos maestros de armas ante las puertas de Melee Magthere, la escuela drow de
artes marciales. Había sido posiblemente la lucha más desesperada que Jarlaxle había
librado jamás, y no habría sobrevivido de no haber sido por la intervención de un
tercer maestro de armas, uno de una Casa de menor rango, la Casa Do'Urden, por
cierto, aunque la batalla había tenido lugar muchas décadas antes de que Drizzt
naciera.
Ese recuerdo había cristalizado hacía mucho tiempo en la mente de Jarlaxle
Baenre, con imágenes definidas y claras, y un nivel de tumulto suficiente para
mantener ocupados sus pensamientos. Y con tan tremenda tensión emocional, el drow
esperaba no revelar su posición actual al intruso de Hephaestus.
—¡Bien hecho, drow! —lo felicitó el dragón—. Pero al final dará lo mismo.
¿Realmente crees que puedes esconderte de mi con tanta facilidad? ¿Realmente crees
que tu triquiñuela, tan simple, aunque indudablemente ingeniosa, puede destruir a
uno de los Siete?
Jarlaxle se quedó pensando: «¿Uno de qué Siete?».
Rápidamente retiró la pregunta a un lugar apartado de su mente y reanudó su
defensa mental. Comprendió que su atrevida estratagema poco o nada había sacudido
la confianza de Hephaestus, pero de todos modos estaba convencido de que el dragón
no estaba haciendo grandes avances. Entonces, se le ocurrió una idea que lo arrancó
de la confrontación con el dragón y de su ensoñación. Se cayó del árbol en el cual se
había apostado.
—Los Siete —dijo tragando saliva, tratando de recordar todo lo que sabía sobre
los orígenes de la Piedra de Cristal…
Y sobre los siete liches que la habían creado.

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—Los Siete… —susurró Jarlaxle otra vez, y un escalofrío le recorrió la espalda.

Jarlaxle apuró todavía más el paso al día siguiente. El corcel de pesadilla y el


jabalí infernal corrían que se mataban por el camino. Cuando avistaron a lo lejos el
humo de un campamento, el drow hizo un alto.
—Orcos, probablemente —le explicó al enano—. Estamos cerca de los límites de
los dominios del rey Obould.
—A matarlos, pues.
Jarlaxle meneó la cabeza.
—Debes aprender a sacar provecho de tus enemigos, mi pequeño y peludo amigo
—explicó—. Si éstos son orcos de Obould, entonces no son enemigos de Mithril
Hall.
—¡Bah! —dijo Athrogate, y escupió en el suelo.
—Nos acercaremos a ellos no como enemigos, sino como simples viajeros —
ordenó Jarlaxle—. Veamos qué podemos averiguar. —Al notar la decepción en la
cara de Athrogate, añadió—: Pero ten a mano tus manguales por si acaso.
En efecto, se trataba de un campamento de orcos de Muchas Flechas, que servían
a Obould, y aunque se pusieron enseguida en guardia, preparando las armas, ante la
desenfadada llegada de aquella curiosa pareja formada por un enano y un drow, no
lanzaron sus flechas.
—Somos viajeros de Luskan —los saludó Jarlaxle, mostrando un perfecto
dominio de la lengua orca—, emisarios comerciales ante el rey Obould y el rey
Bruenor. —Hablando de lado le dijo a Athrogate que mantuviera la calma y no
apurara el paso—. Tenemos buenas viandas que compartir —añadió Jarlaxle—, y un
grog aún mejor.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Athrogate viendo la expresión animada de los
porcunos soldados y cómo se hacían unos a otros gestos de satisfacción.
—Que nos vamos a emborrachar todos juntos —le respondió Jarlaxle en un
susurro.
—¡Sí, en el gordo trasero de un cerdo! —protestó el enano.
—Como gustes —respondió el drow. Se deslizó de su montura y despidió a su
corcel de los infiernos—. Vamos, averigüemos lo que podamos.
Todo empezó con tacto, mientras Jarlaxle sacaba comida y grog en abundancia.
La bebida les entró bien a los orcos, todavía más cuando el enano escupió el primer
trago con disgusto. Miró a Jarlaxle mudo de asombro, como si jamás pudiera haber
imaginado que algo tan fuerte supiera tan mal. Jarlaxle le respondió con un guiño y se
dispuso a volver a llenarle el jarro, pero con una mezcla diferente, lo cual no le pasó
desapercibido al enano.
Revientabuches.

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Ni una queja más salió de la boca de Athrogate.
—¿Eres amigo de Drizzt Do'Urden? —le preguntó a Jarlaxle uno de los orcos al
que la bebida le había soltado la lengua.
—¿Lo conoces? —preguntó a su vez el drow, y varios orcos asintieron—. ¡Lo
mismo que yo! ¡He tenido varios encuentros con él y he combatido a su lado a veces,
y compadezco a los que se pongan delante de sus cimitarras!
Eso último no les sentó bien a los orcos, y uno de ellos gruñó de forma
amenazadora.
—El corazón de Drizzt está herido —dijo el orco, y la criatura sonrió ferozmente,
como si aquello lo regocijara.
Jarlaxle lo miró fijamente y trató de descifrar esas palabras.
—¿Catti-brie?
—Se ha quedado alelada —explicó el orco—. Tocada por la magia. Alelada por la
magia.
Otros dos rieron por lo bajo.
«El Tejido», coligió Jarlaxle, ya que sabía de los acontecimientos traumáticos que
estaban teniendo lugar a su alrededor. También Luskan, una ciudad que antes
albergaba la Torre de Huéspedes del Arcano y que todavía tenía entre sus ciudadanos
a muchos de los magos de ese lugar —y aliados de Bregan D'Aerthe—, había sido
afectada por el desbaratamiento del Tejido.
—¿Dónde está? —preguntó Jarlaxle, y el orco se encogió de hombros como si no
le importara.
Sin embargo, a Jarlaxle sí le importaba, pues ya estaba trazando un plan. Para
derrotar a Hephaestus necesitaba a Cadderly. Para contar con Cadderly, necesitaba a
Drizzt. ¿Podría ser que Catti-brie y, por consiguiente, Drizzt también necesitaran a
Cadderly?

—Guenhwyvar —llamó la jovencita con una mirada serena de sus ojos


intensamente azules.
Drizzt y Bruenor estaban mudos de asombro en la pequeña habitación, con los
ojos fijos en Catti-brie, que de golpe había recuperado la fisonomía que tenía antes de
la adolescencia. Otra vez había salido flotando de la cama, con los ojos en blanco y
con llamaradas púrpuras y energía crepitante a su alrededor, mientras su espeso
cabello era removido por un viento que ni Drizzt ni Bruenor podían sentir.
Drizzt ya había presenciado antes esa extraña escena, y había advertido de ello a
Bruenor; pero cuando la postura y la actitud de su hija —todo lo relacionado con su
comportamiento— cambiaron de forma tan sutil y sin embargo llamativa, Bruenor
estuvo a punto de desplomarse de debilidad. Realmente parecía una persona diferente
en ese momento, una Catti-brie más joven.

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Bruenor la llamó, con voz teñida por la desesperación y el remordimiento, pero
ella no dio señales de oírlo.
—¿Guenhwyvar? —volvió a decir.
Entonces, dio la impresión de que caminaba, lenta y decididamente, aunque en
realidad no se movió. Alargó una mano como para tocar al felino…, el felino que no
estaba allí.
—¿Dónde está el elfo oscuro, Guenhwyvar? —preguntó con voz suave y
tranquila—. ¿Puedes llevarme con él?
—¡Por todos los dioses! —musitó Drizzt.
—¿Qué es esto, elfo? —inquirió Bruenor.
La niña se irguió y después se volvió, dándoles la espalda a los dos.
—¿Eres un drow? —Tras la pregunta hizo una pausa, como si le estuvieran
respondiendo—. He oído que los drows son malvados, pero tú no me lo pareces.
—¿Elfo? —El tono de Bruenor era implorante.
—Las primeras palabras que me dirigió —dijo Drizzt en un susurro.
—Yo me llamo Catti-brie. —Seguía hablando a la pared que estaba enfrente de
ellos—. Mi padre es Bruenor, rey del clan Battlehammer.
—Está en la cumbre de Kelvin —dijo Bruenor.
—Los enanos —dijo Catti-brie—. No es mi verdadero padre. Bruenor me adoptó
cuando era un bebé, cuando mis verdaderos padres fueron… —Hizo una pausa y
tragó saliva.
—Nuestro primer encuentro, en la cumbre de Kelvin —explicó Drizzt con voz
entrecortada. Y en verdad estaba oyendo a la mujer, que entonces era apenas una
niña, igual que lo había hecho aquel día de invierno extrañamente cálido sobre la
ladera de una lejana montaña.
Catti-brie los miró por encima del hombro; bueno, no los miró a ellos, sino que
miró por encima de ellos.
—Es una hermosa pant… —empezó a decir.
Pero de repente inspiró y otra vez puso los ojos en blanco, mientras sus brazos
caían a los lados del cuerpo. La energía mágica invisible se apoderó nuevamente de
ella, sacudiéndola con su intensidad.
Y ante la mirada atónita de los dos hombres, Catti-brie volvió a su edad real.
Cuando tocó el suelo, Drizzt y Bruenor corrieron a abrazarla y suavemente la
llevaron otra vez a su cama y la tendieron sobre ella.
—¿Elfo? —volvió a implorar Bruenor con tono de desesperación.
—No sé —replicó Drizzt, tembloroso y tratando de contener las lágrimas. El
momento que Catti-brie había evocado le era tan caro, estaba tan grabado en su
corazón y en su alma…
Estuvieron sentados junto al lecho de la mujer un largo rato, incluso después de

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que viniera Regis a recordarle a Bruenor que lo esperaban en la sala de audiencias.
Habían llegado emisarios de Luna Plateada y de Nesme, de Obould y de otras partes
del mundo. Era hora de que Bruenor Battlehammer fuera otra vez el rey de Mithril
Hall.
Sin embargo, apartarse del lecho de su hija era una de las cosas más difíciles que
había hecho en su vida. Para alivio del enano, después de comprobar que la mujer
dormía profundamente, Drizzt salió con él, y el fiel Regis se hizo cargo de su
vigilancia.

El enano de negra barba esperaba su turno. Era el tercero y trataba de recordar su


parlamento. Era un emisario, un representante formal ante la corte de un rey. No era
una situación nueva para Athrogate, ya que en una época había asistido a diario a
audiencias con jefes regionales. En otra época; hacía mucho tiempo.
—No hagas rimas —se dijo para sus adentros.
Tal como le había señalado Jarlaxle, uno solo de sus tontos juegos de palabras
probablemente pondría a Drizzt Do'Urden sobre la pista de quién era en realidad el
enano disfrazado. Carraspeó audiblemente, echando de menos sus manguales o
alguna otra arma que pudiera ayudarle a salir de allí si se descubría su verdadera
identidad.
El primer representante celebró su audiencia con el rey enano y abandonó la
estancia.
Athrogate repasó otra vez su parlamento. Se repitió que era realmente simple, que
Jarlaxle lo había preparado bien. Repasó la rutina una y otra vez.
—Adelántate, pues, hermano enano —le dijo Bruenor, sobresaltando a Athrogate
—. ¡Tengo demasiado que hacer como para estar aquí sentado esperando!
Athrogate miró a Bruenor, allí sentado, y luego a Drizzt Do'Urden, que estaba
detrás del trono. Cuando su mirada se encontró con la del drow percibió una chispa
de reconocimiento, ya que habían cruzado armas ocho años antes, durante la caída del
Luskan de Deudermont.
Si Drizzt vio a través de su disfraz, se cuidó mucho de demostrarlo.
—Bien hallado, rey Bruenor. ¡He oído contar tantas cosas de ti! —El saludo de
Athrogate fue entusiasta mientras se adelantaba para situarse ante el trono—. Espero
que no te moleste que haya venido a verte directamente, pero si recurro a los míos sin
haberme presentado ante ti, seguro que me echarían fuera.
—¿Y de dónde se supone que eres, buen…?
—Stuttgard —respondió Athrogate—. Stuttgard del clan Stuttgard de las Colinas
de Piedra.
Bruenor, perplejo, lo miró con curiosidad.
—Al sur de las montañas Copo de Nieve, muy al sur de aquí —dijo el enano,

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intentando embaucarlo.
—Me temo que no conozco ese clan, ni siquiera las Colinas de Piedra —dijo
Bruenor.
El rey enano echó una mirada a Drizzt, que se encogió de hombros y negó con la
cabeza.
—Bueno, nosotros sí hemos oído de ti —replicó Athrogate—. Son muchas las
canciones sobre Mithril Hall que suenan en las Colinas de Piedra.
—Me alegra saberlo —respondió Bruenor, invitándolo a seguir con un gesto de la
mano, evidentemente ansioso de acabar con las formalidades—. ¿Y estás aquí para
ofrecernos oportunidades de comercio quizá? ¿O para sentar las bases de una alianza?
—¡Naa! —dijo Athrogate—. Soy sólo un enano que recorre el mundo y quiere
conocer al rey Bruenor Battlehammer.
El rey enano asintió.
—Muy bien. ¿Quieres quedarte con nosotros en Mithril Hall durante un tiempo?
Athrogate se encogió de hombros.
—Me dirigía al norte, a Adbar —dijo—. Tengo familia allí. Tenía pensado venir a
Mithril Hall de regreso hacia el oeste, no ahora; pero por el camino oí rumores sobre
tu hija.
Eso estimuló a Bruenor, y también al drow que tenía detrás.
—¿Qué has oído sobre mi hija? —preguntó Bruenor en un tono de desconfianza.
—Oí por el camino que ha sido afectada por el decaimiento del Tejido de la
magia.
—Conque has oído eso, ¿eh?
—Sí, rey Bruenor; por eso pensé que tenía que venir a toda la velocidad que me
permitían mis cortas piernas.
—¿Eres un sacerdote acaso?
—¡Naa! Sólo un metomentodo.
—Entonces, ¿por qué? ¿Qué? ¿Tienes algo que ofrecerme, Stuttgard de las
Colinas de Piedra? —dijo Bruenor con evidente agitación.
—Un nombre que creo que debes de conocer —dijo Athrogate—. El nombre
humano de Cadderly.
Bruenor y Drizzt se miraron, y a continuación observaron atentamente al
visitante.
—Su sede no está muy lejos de mi tierra —explicó Athrogate—. Pasé por allí al
venir hacia aquí, por supuesto. Tiene a un montón de magos y sacerdotes en este
momento, todos tratando de determinar la naturaleza de las cosas. No sé si me
entiendes.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Bruenor, haciendo evidentes esfuerzos por
mantener la calma, aunque era incapaz de suprimir la urgencia de su tono…, ni de su

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actitud, ya que se inclinó hacia adelante en el trono.
—Él y los suyos han estado trabajando en los problemas de la magia —explicó
Athrogate—. Pensé que quizá deberías saber que algunos con el cerebro afectado por
el Tejido han acudido allí, y la mayoría han salido recuperados.
Bruenor pegó un salto en su asiento.
—¿Dices que Cadderly está curando a los alelados por los problemas de la
magia?
Athrogate se encogió de hombros.
—Creí que querrías saberlo.
Bruenor se volvió rápidamente hacia Drizzt.
—Un mes o más de duro camino —le advirtió el drow.
—Los artilugios mágicos están funcionando —replicó Bruenor—. Tenemos la
carreta que mis muchachos están construyendo para los viajes a Luna Plateada.
Tenemos los zapatos de céfiro…
A Drizzt se le iluminaron los ojos al oír la referencia, porque era cierto que los
enanos del clan Battlehammer habían estado trabajado en una solución a su
aislamiento, incluso antes de que surgieran las tribulaciones mágicas. Al no contar
con la teletransportación mágica de sus ciudades vecinas, ni con creaciones mágicas
como los carros de fuego voladores de la dama Alustriel, los enanos habían optado
por una solución más mundana: construir una carreta lo bastante sólida como para
salvar los baches y las piedras de los caminos traicioneros. Se habían procurado
ayuda mágica para conseguir tiros capaces de arrastrar el vehículo.
El drow ya se disponía a abandonar el estrado antes de que Bruenor hubiera
acabado la frase.
—Ahora mismo me pongo en marcha —dijo Drizzt.
—¿Puedo desearte lo mejor, rey Bruenor? —preguntó Athrogate.
—Stuttgard de las Colinas de Piedra —repitió Bruenor, y se volvió al escribiente
de la corte—. ¡Apúntalo!
—Sí, mi rey.
—Que sepas que si mi hija encuentra la paz en Espíritu Elevado, haré una visita a
tu clan, buen amigo —dijo Bruenor, volviéndose hacia Athrogate—. Y que sepas que
para siempre te considero un amigo de Mithril Hall. ¡Puedes quedarte el tiempo que
quieras. Yo corro con todos los gastos! Pero te ruego que me perdones, tengo que
partir.
Lo saludó con una rápida inclinación de cabeza y salió corriendo de la sala antes
de que Athrogate pudiera siquiera darle las gracias.

Pletóricos de energía y entusiasmo por primera vez en esos días interminables, los
esperanzados Drizzt y Bruenor salieron corriendo hacía la habitación de Catti-brie. Se

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pararon de golpe al ver la crepitante energía púrpura y azul que se filtraba por las
rendijas de la puerta.
—¡Bah, otra vez no! —gruñó Bruenor.
El rey enano llegó a la puerta antes que Drizzt y la abrió de golpe.
Allí estaba Catti-brie, flotando de pie encima de la cama, con los brazos
extendidos a ambos lados, los ojos en blanco, temblando y temblando…
—Mi hija… —empezó a decir Bruenor, pero se mordió la lengua cuando vio a
Regis contra la pared, acurrucado en el suelo y tapándose la cabeza con los brazos—.
¡Elfo! —gritó.
En ese momento, Drizzt ya corría hacia Catti-brie y tiraba de ella para llevarla a
la cama. Bruenor farfulló una maldición y acudió a toda prisa a ayudar a Regis.
Al desvanecerse abruptamente la rigidez, una vez terminado el acceso, Catti-brie
se desplomó en brazos de Drizzt, que la sentó en la cama y la abrazó. Sólo entonces
reparó en la desesperación de Regis.
El halfling trataba de alejar a Bruenor agitando los brazos, y lo golpeó repetidas
veces mientras pugnaba por apartarlo. Estaba evidentemente aterrorizado, como si en
vez de ver al enano estuviera viendo a un gran monstruo.
—Panza Redonda, ¿qué te pasa? —le preguntó Bruenor.
Regis le gritó a la cara; fue una explosión primaria de puro terror. Cuando
Bruenor se apartó, el halfling se arrastró fuera de su alcance, poniéndose primero de
rodillas y después de pie. Se lanzó de cabeza contra la pared opuesta y se dio de
bruces contra ella. Rebotó y cayó al suelo con un gruñido.
—¡Oh, por todos los dioses! —dijo Bruenor, agachándose y recogiendo algo del
suelo. Se volvió hacia Drizzt y le mostró lo que tenía en la mano.
Era el colgante de rubí del halfling, la gema encantada que le permitía a Regis
lanzar hechizos sobre víctimas inadvertidas.
Regis se recuperó del golpazo que se había dado y se puso de pie de un salto.
Volvió a gritar y pasó corriendo junto a Bruenor, moviendo los brazos como un
poseso, Cuando el enano trató de detenerlo, el halfling lo abofeteó, lo golpeó e
incluso lo mordió. Bruenor no paraba de llamarlo por su nombre, pero daba la
impresión de que Regis no oía una palabra. Era como si el enano fuera un demonio o
un diablo dispuesto a comerse al halfling durante la cena.
—¡Elfo! —llamó Bruenor antes de dar un aullido y retroceder cogiéndose la
mano sangrante.
Regis corrió hacia la puerta, pero Drizzt fue más rápido; se le echó encima, y los
dos salieron rodando hacia la pared. Mientras rodaban, Drizzt manipuló la situación
para quedar detrás del halfling, sujetándolo con las piernas por la cintura y con los
brazos a la altura de las axilas, de modo que éste quedó totalmente inmovilizado.
Regis no tenía modo de soltarse, ni de golpear a Drizzt, ni de escabullirse de él,

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pero no por eso dejaba de agitarse ni de gritar como un loco.
El pasillo empezó a llenarse de enanos curiosos.
—¿Le has clavado al halfling un alfiler en el culo, elfo? —preguntó uno.
—¡Echadme una mano con él! —rogó Drizzt.
El enano se acercó y trató de coger a Regis, pero retiró la mano rápidamente
cuando el halfling intentó morderlo.
—¡Por los Nueve Infiernos!
—¡Limitaos a sujetarlo! —gritó Bruenor desde el interior de la habitación—.
¡Cogedlo y atadlo, pero no le hagáis daño!
—¡Sí, mi rey!
Les llevó un tiempo, pero por fin los enanos consiguieron apartar a Regis, que no
dejaba de moverse, de Drizzt.
—Podría golpearlo y dejarlo inconsciente —se ofreció uno, pero la mirada que le
echó Drizzt lo disuadió.
—Lleváoslo a su habitación y evitad que se dañe —dijo el drow. Volvió junto a
Catti-brie y cerró la puerta a su espalda.
—Ni siquiera se dio cuenta —le explicó Bruenor a Drizzt mientras éste se sentaba
en la cama junto a su amada—. No tiene ni idea del mundo que la rodea.
—Eso ya lo sabíamos —le recordó Drizzt.
—¡Ni un poquito! Y ahora el halfling tampoco.
Drizzt se encogió de hombros.
—Cadderly —le recordó al rey enano.
—Para los dos —dijo el enano, mirando hacia la puerta—. Panza Redonda usó el
rubí con Catti-brie.
—Para tratar de llegar a ella —añadió Drizzt.
—Pero, en cambio, fue ella la que llegó a él —dijo el enano.

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CAPÍTULO 5

MUERTOS AIRADOS

—¡Será en Espíritu Elevado! —proclamó el Rey Fantasma. El espectro que


perseguía a Jarlaxle había adivinado las intenciones del drow incluso antes de que el
astuto elfo oscuro, con su vil artimaña, hubiera enviado a la criatura a su viaje
extraplanar, y todo lo que sabían los espectros, lo sabía el dracolich.
Los enemigos de Hephaestus, de Yharaskrik y, sobre todo, de Crenshinibon se
congregarían allí, en las montañas Copo de Nieve, donde un par de espectros del Rey
Fantasma ya estaban haciendo de las suyas.
Entonces, sólo quedaría uno, el humano del sur. La Piedra de Cristal sabía que
podría encontrarlo, aunque no con tanta facilidad como a Jarlaxle. Después de todo,
Crenshinibon había tenido un vínculo íntimo con el elfo oscuro durante muchos días.
Con los poderes psíquicos de Yharaskrik añadidos a los de la piedra, localizar al
conocido drow había sido de lo más sencillo. Jarlaxle se había convertido en el centro
de la ira capaz de reunir al trío de poderosos seres unidos por una causa común. El
humano, aunque tangencial, no tardaría en revelarse.
Además, al menos para una de las tres entidades vengativas —el dragón—, la
catástrofe que se avecinaba iba a ser un auténtico deleite.
Para Yharaskrik, la destrucción de sus enemigos sería una cuestión práctica e
informativa, una valiosa prueba para la incómoda pero tal vez provechosa
unificación.
Y Crenshinibon, que servía de vínculo entre el vehemente dragón y el pragmático
azotamentes, compartiría las sensaciones que la destrucción de Jarlaxle y de los
demás les aportaría a ambos.

—¡Tío Pikel! —exclamó Hanaleisa cuando, bien avanzada la mañana siguiente,


vio al enano de barba verde en una calle de Carradoon. Iba con el equipo de viaje,
que en el caso del enano significaba que llevaba un bastón y una olla sobre la cabeza
a modo de yelmo.
Pikel le dedicó una ancha sonrisa y dijo algo hacía el interior de la tienda que
tenía detrás. Cuando el enano avanzó para darle un gran abrazo a Hanaleisa, el
hermano pequeño de ésta salió de la tienda.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo la muchacha por encima del hombro de Pikel
al ver acercarse a su sonriente hermano.
—Te dije que quería venir.
—Y después te pasaste el resto de la mañana discutiendo con magos sobre la

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naturaleza del cosmos —le replicó Hanaleisa.
—¡Duu-dad! —gritó Pikel, apartándose de la joven. Y cuando tanto ella como
Rorick lo miraron con curiosidad, se limitó a añadir—: ¡Ji, ji, ji!
—Se lo inventó todo —explicó Rorick, y Hanaleisa asintió.
—¿Y también los magos y los sacerdotes se lo inventaron todo? —preguntó
Hanaleisa—. Según tu percepción, quiero decir.
Rorick bajó la vista.
—Te sacaron con cajas destempladas —coligió Hanaleisa.
—Porque no pudieron soportar que los desplazara nuestro hermano pequeño. ¡Sin
duda! —intervino Temberle, que venía del herrero al que acababa de visitar a la
vuelta de la esquina. Su espadón había salido muy mal parado la noche anterior, tras
el impacto contra la clavícula del oso no muerto.
La expresión de Rorick se animó un poco al oír aquello, pero cuando alzó la vista
para mirar a sus hermanos, la confusión se adueñó de él.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, observando que Temberle tenía su espadón en
la mano y estaba examinando la hoja.
—¿Ayer salisteis tarde de Espíritu Elevado? —preguntó Temberle.
—Sí, a mediodía —respondió Rorick—. El tío Pikel quería usar las raíces de los
árboles para bajar de las montañas, pero padre se lo impidió, por temor a la
impredecibilidad e inestabilidad de la magia, incluso la de los druidas.
—¡Duu-dad! —dijo Pikel con una risita.
—Yo tampoco viajaría por medios mágicos —dijo Hanaleisa—. Ahora no.
Pikel se golpeó el pecho con el puño y la miró con hostilidad.
—¿De modo que acampasteis en el bosque anoche? —prosiguió Temberle.
Rorick asintió con la cabeza, sin entender muy bien adónde quería llegar su
hermano, pero Pikel algo sacó en claro, al parecer, y lanzó un «Uuuh».
—Hay algo extraño en esos bosques —dijo Temberle.
—¡Sssse! —concedió Pikel.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Rorick, mirándolos a uno tras otro.
—¡Brr! —dijo Pikel, y se protegió cruzando los brazos sobre el pecho.
—Yo dormí toda la noche de un tirón —dijo Rorick—, y no hacía tanto frío.
—Nosotros luchamos contra un zombi —explicó Hanaleisa—. El zombi de un
oso. Y había algo más por ahí, rondando el bosque.
—¡Sssse! —asintió otra vez Pikel.
Rorick miró al enano con curiosidad.
—No dijiste que hubiera nada raro.
Pikel se encogió de hombros.
—Pero ¿lo sentiste? —preguntó Temberle.
—¡Sssse! —repitió el enano.

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—¿De modo que luchasteis…? ¿Luchasteis de verdad? —les preguntó Rorick a
sus hermanos con curiosidad evidente.
Los tres habían crecido a la sombra de la biblioteca, rodeados por poderosos
sacerdotes y magos veteranos. Habían oído historias de grandes batallas, sobre todo
de la lucha de sus padres contra la temida maldición del caos y contra su propio
abuelo, pero aparte de las contadas veces en que sus padres habían tenido que
participar en alguna batalla, o en que sus tíos enanos habían ido a servir al rey
Bruenor de Mithril Hall, las vidas de los hermanos Bonaduce habían sido placenteras
y pacíficas. Habían recibido un enérgico entrenamiento en las artes marciales —en
lucha con las manos y la espada— y sobre la vida de los sacerdotes, los magos y los
monjes. Siendo como eran hijos de Cadderly y de Danica, los tres hermanos se
habían visto favorecidos con la educación más completa y exhaustiva que nadie
pudiera soñar, pero en las aplicaciones prácticas de sus lecciones, especialmente en
cuanto a la lucha, los tres eran unos neófitos y no se habían estrenado hasta la noche
anterior.
Hanaleisa y Temberle se miraron, preocupados.
—Contadme —insistió Rorick.
—Fue aterrador —admitió su hermana—. Jamás he tenido tanto miedo en toda mi
vida.
—Pero fue apasionante —añadió Temberle—, y en cuanto empezamos a luchar,
no tuvimos tiempo para pensar que teníamos miedo.
—No podíamos pensar en nada —dijo Hanaleisa.
—¡Ji, ji, ji! —coincidió Pikel con una inclinación de cabeza.
—Nuestro entrenamiento —dijo Rorick.
—Somos afortunados porque nuestros padres, y nuestros tíos —dijo Hanaleisa
mirando a Pikel, radiante de orgullo—, no dieran por supuesta la paz que hemos
conocido y nos enseñaran…
—A combatir —la interrumpió Temberle.
—Y a reaccionar —dijo Hanaleisa, que era un poco más filosófica en relación con
la lucha y el papel que desempeñaban las artes marciales dentro de una perspectiva
más global.
En ese sentido, Hanaleisa tenía mucha más afinidad con su madre, y por eso había
renunciado a una larga formación con la espada y con la maza para dedicarse a las
técnicas más disciplinadas de mano abierta empleadas por la orden de Danica.
—Hasta alguien muy ducho en el uso de la espada habría muerto en el bosque
anoche de no tener una mente preparada para dejar a un lado sus temores.
—De modo que vosotros también percibisteis la presencia en el bosque —le dijo
Temberle a Pikel.
—¡Siip!

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—Debemos poner sobre aviso a la gente de la ciudad, y hacer llegar un mensaje a
Espíritu Elevado —añadió Hanaleisa.
—¡Siip, siip!
Pikel alzó el brazo bueno al frente y estiró los dedos. Empezó a balancear la mano
adelante y atrás, como un pez que se deslizara bajo las aguas del lago Impresk. Los
otros comprendieron que el enano estaba hablando de su viaje con las plantas incluso
antes de que añadiera con una sonrisa: «¡Duu-dad!».
—No puedes hacer eso —dijo Hanaleisa, y también Temberle sacudió la cabeza.
—Podemos salir mañana en cuanto amanezca —dijo—. Sea lo que sea lo que
acecha ahí fuera, está más cerca de Carradoon que de Espíritu Elevado. Podemos
conseguir caballos para hacer la primera parte del camino; estoy seguro de que los
palafreneros nos acompañarán por las sendas más bajas.
—Si nos movemos con rapidez, podemos llegar antes de que se ponga el sol —
reconoció Hanaleisa.
—Pero ahora mismo, tenemos que preparar a la ciudad para lo que pueda
sobrevenir —dijo Temberle, que miró a Hanaleisa y se encogió de hombros—,
aunque realmente no sabemos lo que hay ahí fuera, ni siquiera sabemos si todavía
está ahí. Puede que fuera sólo ese oso que matamos, un caprichoso espíritu malévolo,
y que ahora se haya ido.
—Tal vez no lo fuera —dijo Rorick, y su tono dejó bien claro que esperaba tener
razón.
Dado su juvenil entusiasmo, Rorick tenía bastante envidia de sus hermanos en ese
momento, un sentimiento fuera de lugar que pronto se vería corregido.

—Quizá errante durante cien años —farfulló un viejo perro de aguas, término que
se aplicaba en Carradoon a los muchos pescadores curtidos que vivían en la ciudad.
El hombre hizo un gesto despectivo con la mano, como si la historia no fuera para
dar miedo.
—Es verdad que el mundo se ha vuelto blando —se lamentó otro parroquiano.
—No, no el mundo —explicó otro—. Sólo nuestra parte de él, por vivir a la
sombra de los padres de estos tres. ¡Nos hemos civilizado, según creo!
Eso arrancó una ovación, en tono un poco burlón, aunque de buena voluntad, de
los muchos parroquianos reunidos.
—El resto del mundo se ha endurecido —continuó el hombre—. Sin duda nos
llegará también a nosotros.
—Y nosotros, los más viejos, recordamos bien las luchas —dijo el primer viejo
perro de aguas—, pero me pregunto si los más jóvenes, criados en tiempos de
Cadderly, estarán preparados para lo que pueda venir.
—Sus chicos lo hicieron bien, ¿no? —fue la respuesta, y todos los presentes en la

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taberna alzaron sus jarras de cerveza y brindaron por los gemelos, que estaban en la
barra.
—Hemos sobrevivido —dijo Hanaleisa en voz alta, atrayendo la atención de
todos—, pero lo más probable es que todavía haya ahí fuera una especie de mal.
Eso no suscitó el temor que la joven había pretendido, sino que la respuesta fue
una reacción mixta de entrechocar de jarras y risas. Hanaleisa miró a Temberle, y los
dos miraron hacia atrás, donde Pikel saludó la falta de conciencia de la multitud con
un profundo «Uuuh».
—¡Carradoon debería apostar centinelas en todas las puertas y a lo largo de las
murallas! —gritó Temberle—. Poned patrullas a recorrer las calles, proporcionadles
antorchas, e iluminad la ciudad. ¡Os lo ruego!
Aunque su perorata consiguió atraer algo la atención, todos los ojos se volvieron
hacia la puerta de la taberna cuando se abrió de par en par.
Un hombre entró tambaleándose.
—¡Ataque! ¡Ataque! —gritó.
Pero más que sus gritos, lo que más impresionó a los presentes fue lo que se oía
en la calle: alaridos, voces de terror y de agonía.
Las mesas se volcaron cuando los perros de aguas se pusieron de pie de un salto.
—¡Uh!, ¡oh! —dijo Pikel.
El enano sujetó con la mano el brazo de Temberle y tocó a Hanaleisa con el
muñón antes de que pudieran intervenir. Habían venido a la taberna a advertir a la
gente y a organizaría, pero Pikel era lo bastante astuto como para darse cuenta de lo
descabellado de las intenciones de los parroquianos.
Temberle trató de hablar de todos modos, pero ya las tripulaciones de los muchos
barcos de pesca de Carradoon se estaban organizando; pedían grupos que se
encaminaran a los muelles para coger las armas y preparaban bandas para ir a las
calles.
—Pero la gente… —trató de protestar Temberle mientras Pikel lo sujetaba
insistentemente.
—¡Chsss! —le advirtió el enano.
—Entonces, nosotros cuatro —aceptó Hanaleisa—. Veamos en qué podemos
ayudar.
Salieron junto con una veintena de parroquianos, aunque unos cuantos se
quedaron atrás —en su mayoría, capitanes de barco— para tratar de idear algún tipo
de estrategia. Con unas palabras rápidas, Pikel sujetó su bastón de madera de roble
negro, su cachiporra mágica, debajo de lo que quedaba de su brazo y pasó los dedos
por un extremo, conjurando una luz que transformó el arma en una mágica antorcha
incombustible.
A menos de dos manzanas de la taberna, de vuelta hacia la puerta por la que

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habían entrado en Carradoon, los cuatro se enteraron de cuál era la causa de todo ese
tumulto. Cadáveres corrompidos y esqueletos campaban a sus anchas por las calles:
humanos y elfos, enanos y halflings, e incluso muchos cadáveres de animales. Los
muertos andaban… y atacaban.
Al ver a una familia que trataba de escapar por el lateral de la ancha calle, el
grupo se dirigió hacia allí, pero Rorick se paró en seco y gritó; a continuación, se
tambaleó y se levantó la pernera del pantalón. Cuando Pikel le acercó su luz, vieron
claramente unos surcos de sangre, junto con algo pequeño que se revolvía. Rorick
agitó la pierna, y la criatura atacante salió volando torpemente hacia un lado de la
calle.
Era un amasijo de huesos, piel y plumas.
—Un pájaro —dijo Hanaleisa con voz entrecortada.
Pikel corrió, impulsó hacia abajo el extremo luminoso de su cachiporra y
despachurró a la criatura contra los adoquines. La luz también resultó dañina para la
criatura no muerta, que acabó llena de heridas y chamuscada.
—¡Sha-la-la! —proclamó Pikel, orgulloso, y levantó en alto su cachiporra.
El enano se volvió velozmente, y ajustándose al mismo tiempo la olla que llevaba
por yelmo, se lanzó al callejón más próximo. En cuanto la luz de la cachiporra
atravesó el umbral del callejón, permitió ver una multitud de esqueletos que se
abalanzaban sobre Pikel.
Temberle rodeó con el brazo la espalda de su hermano y lo impulsó hacia arriba y
hacia atrás para sacarlo del callejón, al mismo tiempo que le gritaba a la familia de
Carradoon que huía que no avanzara.
—¡Tío Pikel! —gritó Hanaleisa, corriendo para ayudarle.
Se paró en seco al acercarse al callejón, alertada por el crujido de huesos y por los
trozos de costilla y de cráneo que pasaban volando a su lado. La luz de Pikel no
paraba de moverse, como una llama en un vendaval, impulsada por los movimientos
frenéticos del enano. Era la demostración más feroz que la muchacha había visto
jamás y que difícilmente habría imaginado siquiera tratándose de su amable tío
hortelano.
Volvió a fijar la atención en la calle, en la familia que retrocedía, una pareja y tres
niños pequeños. Confiando a Pikel la batalla contra las criaturas del callejón, aunque
el número de estas lo superaba ampliamente, la muchacha salió a la carrera detrás de
la familia. Hanaleisa se lanzó contra dos esqueletos que la perseguían. Dio un salto
repentino para golpearlos, los hizo retroceder varios pasos, se dio la vuelta mientras
caía y aterrizó limpiamente de pie.
Luego, apoyada sobre la punta de un pie, lanzó una patada al aire que alcanzó de
lleno la caja torácica de un atacante. Entre una lluvia de esquirlas de hueso, replegó el
pie, se inclinó hacia atrás, corrigió el ángulo y aplastó la cara del esqueleto con otra

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patada.
Siempre apoyada en un solo pie, Hanaleisa se volvió con movimiento experto y
repitió la patada, una, dos, tres veces, contra el pecho del segundo esqueleto.
Saltó a lo alto e inició una patada circular ante la cara del esqueleto, con intención
no de golpear, sino de distraerlo, porque cuando aterrizó firmemente sobre sus dos
pies, lo hizo inclinada hacia adelante, en una posición perfecta para lanzar una serie
de puñetazos devastadores sobre su enemigo.
Tras haber despachado rápidamente a los dos esqueletos, Hanaleisa retrocedió y
siguió a la familia. Observó con alivio que Pikel se unía a ella al pasar por el callejón.
Ambos sonrieron, se volvieron e hicieron frente a la multitud de no muertos que los
perseguían, a patadas, puñetazos y mucho «sha-la-la».
Al poco tiempo se unieron a ellos más ciudadanos, y también Temberle, que con
su espadón empezó a hacer estragos entre esqueletos y zombis.
¡Pero eran tantos!
Los muertos se habían levantado de un cementerio que había sido el lugar de
descanso final de muchas generaciones de carradeños. También salían de un espeso
bosque, donde el ciclo de la vida se renovaba de manera incansable para alimentar el
apetito de un conjuro tan poderoso como maligno. Incluso en las orillas del lago
Impresk, bajo las oscuras aguas, volvían a la no vida esqueletos de peces —miles de
ellos arrojados nuevamente a las aguas después de haberles sido quitada la carne en
los barcos de pesca—; atravesaban los oscuros cascos de las embarcaciones o
nadaban por debajo de ellas para saltar fuera del agua y llenar las orillas y los
muelles, en una desesperada carrera por destruir cualquier cosa que tuviera vida.
Y de pie sobre las oscuras aguas, Fetchigrol observaba. Sus ojos muertos se
encendieron con reflejos color naranja cuando se inició un incendio que destruyó
varias casas. Esos ojos relucían con íntima satisfacción cada vez que un grito de
horror atravesaba la oscura ciudad asediada.
Sus sentidos percibieron un naufragio cerca de allí, muchos naufragios, muchos
marineros que llevaban mucho tiempo muertos.

—¡Estoy bien! —insistía Rorick.


El joven trataba de hurtar la pierna a su preocupado tío Pikel, pero el enano lo
tenía bien sujeto con una mano que podría haber parado a un caballo en plena
marcha, y amenazaba con el muñón al obstinado muchacho.
Estaban otra vez en la taberna, pero afuera nada se había calmado; de hecho,
parecía todo lo contrario.
Pikel cortó una tira de tela con los dientes y la puso dentro de la olla que hacía las
veces de yelmo, donde previamente había vertido un poco de potente licor mezclado
con algunas hierbas que siempre llevaba a mano.

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—No podemos quedarnos aquí —dijo Temberle desde la puerta—. Se aproximan.
Pikel se dio prisa y apretó el vendaje contra la pantorrilla ensangrentada de
Rorick, sujetando un extremo con su medio brazo y manipulando con mano experta
el otro hasta hacer un nudo. Entonces, lo apretó con los dientes por un cabo y la mano
por el otro.
—Demasiado apretado —se quejó Rorick.
—¡Chsss! —lo reconvino el enano.
Pikel recogió el yelmo y se lo puso, vertiendo por olvido o porque no le
importaba lo que quedaba en el recipiente, que le chorreó por el pelo y la barba
verdes. No dio la menor muestra de que le molestara, aunque saboreó lo que le llegó
a la boca. Se puso de pie de un salto, con la cachiporra bien sujeta bajo el muñón, y
empujó a Rorick hacia delante.
El joven trató de apresurarse, pero a punto estuvo de caerse al primer paso de su
pierna dañada. La herida era más profunda de lo que Rorick aparentemente creía.
Claro era que Pikel estaba allí para sostenerlo, y ambos salieron detrás de
Temberle. Hanaleisa estaba fuera esperándolos y moviendo al cabeza con aire
preocupado.
—Demasiados —dijo con tono serio—. No solo no ganamos terreno, sino que
estamos replegándonos.
—¿A los muelles? —preguntó Temberle, mirando la afluencia de gente que iba en
esa dirección y al parecer no muy contento con la perspectiva—. ¿Vamos a dar la
espalda a lago?
La cara de Hanaleisa reflejaba claramente que tampoco a ella le gustaba la idea,
pero no tenían elección. Se unieron a la población que huía y corrieron con ella.
Encontraron cierta defensa organizada a medio camino, y rápidamente ocuparon
un puesto en las filas. Pikel hizo un gesto de aprobación mientras seguía adelante con
Rorick, hacia un grupo de grandes edificios que daban al paseo costero y los muelles.
Estaban construidos sobre una antigua fortaleza y allí habían decidido hacerse fuertes
los capitanes de los barcos.
—Combatamos bien por mamá y papá —le dijo Hanaleisa a Temberle—. No
deshonraremos sus nombres.
Temberle le sonrió. Ya se sentía como un veterano.
No tardó en presentárseles la ocasión cuando su frente corrió calle arriba para
apoyar a los grupos rezagados de pobladores que trataban arduamente de dejar atrás a
los monstruos que los perseguían. Valientemente, Hanaleisa y Temberle cargaron
entre los no muertos, aplastando y destrozando con contundencia.
Su acción llegó a ser devastadora cuando el tío Pikel se les sumó; con su brillante
cachiporra destruyó a cuanto monstruo se le puso delante.
A pesar de sus esfuerzos combinados, tanto ellos tres como el resto de los que

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combatían a su lado seguían retrocediendo de forma inexorable. Por cada zombi o
esqueleto que machacaban, daba la impresión de que aparecían otros tres para
reemplazarlo. Sus líneas se adelgazaban cada vez que un hombre o una mujer eran
arrollados por las furiosas huestes de muertos vivientes.
Y las desdichadas víctimas no tardaban en ponerse de pie de nuevo para combatir
en la otra facción.
Aquello iba haciendo mella en la moral de los defensores, que horrorizados y
debilitados por la repulsión veían que sus amigos y familiares se levantaban hacia la
no muerte para volverse contra ellos.
Hanaleisa alzó la vista hacia su hermano con desesperación y tristeza en sus ojos,
de un intenso color pardo. No podían replegarse metiéndose en el agua, y las paredes
de los edificios no iban a contener durante mucho tiempo a aquellas hordas. Tenía
miedo, y él también.
—Tenemos que encontrar a Rorick —le dijo Temberle a su tío enano.
—¿Eh? —fue la respuesta de Pikel.
El enano no entendió que los gemelos sólo querían asegurarse de que los tres
hermanos estuvieran juntos en el momento de la muerte.

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CAPÍTULO 6

LA POLÍTICA DEL COMPROMISO

Era lo último que Bruenor Battlehammer quería oír en ese preciso momento.
—Obould está enfadado —explicó el gnomo Nanfoodle—. Piensa que somos
culpables de la extraña locura de la magia y del silencio de su dios.
—Sí, para ese cabeza de pedernal nosotros siempre somos culpables de todo —
gruñó Bruenor.
El rey enano miró a la puerta que daba al camino hacia el barranco de Garumn y a
la salida oriental de Mithril Hall, esperando ver a Drizzt. Durante la mañana no se
había producido nada que aliviase a Catti-brie ni a Regis. El halfling se había
debatido hasta llegar al agotamiento y ahora languidecía en un sufrimiento inquieto.
—El emisario de Obould… —empezó a decir Nanfoodle.
—¡Ahora no tengo tiempo para él! —gritó Bruenor.
Desde el otro lado, varios enanos observaron aquella salida de tono que no era
propia de Bruenor. Entre ellos estaba el general Banak Buenaforja, que contemplaba
la escena desde su silla, a la que había quedado sometido desde aquella primera
batalla de hacía tiempo con las incipientes hordas de Obould.
—¡No tengo tiempo! —volvió a gritar Bruenor, aunque con cierto tono de
disculpa—. ¡Mi hija tiene que marcharse! ¡Y Panza Redonda también!
—Yo acompañaré a Drizzt —se ofreció Nanfoodle.
—Por los Nueve y además un décimo Infiernos. ¡Claro que lo harías! —fue la
ronca respuesta de Bruenor—. ¡Pero no voy a dejar sola a mi hija!
—Pero eres el rey —gritó uno de los enanos.
—Y todo el mundo se está volviendo loco —respondió Nanfoodle.
Bruenor estaba que echaba chispas, al borde de una explosión.
—No —dijo por fin, y con una seña afirmativa al gnomo, que se había convertido
en uno de sus consejeros de más confianza, atravesó la habitación y se plantó delante
de Banak—. No —dijo otra vez—. No soy el rey. Ahora no.
Un par de enanos dieron un respingo, pero Banak Buenaforja asintió con aire
solemne, aceptando la responsabilidad que ya se veía venir.
—Ya has gobernado el reino antes —dijo Bruenor—, y sé que puedes volver a
hacerlo. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que salí de viaje.
—Ve y salva a tu hija —respondió el viejo general.
—Esta vez no te puedo dejar a Panza Redonda para que te ayude —prosiguió
Bruenor—, pero este gnomo es listo. —Se volvió a mirar a Nanfoodle, que no pudo
por menos que sonreír ante el inesperado cumplido y ante la confianza que Bruenor

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había depositado en él.
—Tenemos muchas buenas manos —reconoció Banak.
—Bien, pues no empecéis otra guerra con Obould —le aconsejó Bruenor—, no
sin que esté yo para acabar con algunos de sus perros.
—Jamás.
Bruenor le dio a su amigo una palmada en el hombro, se volvió y se marchó. Una
parte importante de él sabía cuáles eran sus responsabilidades allí, donde el clan
Battlehammer lo reconocía como líder, especialmente en momentos tan conflictivos,
pero una parte aún más importante sabía que, si bien era el rey de Mithril Hall,
también era el padre de Catti-brie y el amigo de Regis.
Y en ese momento aciago, pocas cosas más tenían importancia.

Encontró a Drizzt en el barranco de Garumn, junto con el enano más maloliente y


sucio que era posible imaginar.
—¡Listos para partir, mi rey! —Thibbledorf Pwent lo saludó con entusiasmo.
El mugriento enano no podía dejar de llamar la atención, con su armadura de
batalla llena de arañazos, las placas afiladas y las picas melladas, todo chirriando a
cada movimiento.
Bruenor miró al drow, que se limitó a hacer un gesto de resignación. Hacía
tiempo que había renunciado a pelear con luchadores como ése.
—¿Estás dispuesto a ir? —le preguntó Bruenor—. ¿Con la perspectiva de una
guerra aquí?
Los ojos de Pwent brillaron al pensar en esa halagüeña perspectiva, pero negó
resueltamente con la cabeza.
—¡Mi lugar está con mi rey! —dijo.
—Buenaforja será el regente de Mithril Hall mientras yo esté ausente.
En los ojos del enano hubo un momento de confusión que se pasó enseguida.
—¡Con mi rey Bruenor! —insistió—. ¡Si tú vas de viaje, Pwent y sus muchachos
van de viaje!
Al oír esas palabras, se produjo una gran ovación y varias puertas próximas se
abrieron de golpe. La famosa brigada Revientabuches en pleno salió al ancho
corredor.
—¡Oh, no, no! —protestó Bruenor—. ¡Nada de eso!
—¡Pero mi rey! —gritaron al unísono veinte Revientabuches.
—No le voy a quitar al regente Buenaforja en estos tiempos de tribulación la
mejor brigada que ha habido jamás en Faerun —dijo Bruenor—. No, no puedo. —
Miró a Pwent a los ojos—. Además, no hay lugar para ninguno de vosotros en la
carreta.
—¡Bah! ¡Nosotros iremos corriendo! —insistió Pwent.
—Vamos a ir con zapatos mágicos y no tenemos suficientes para que todos

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vosotros podáis seguirnos —explicó Bruenor—. No tengo dudas de que correríais
hasta caer muertos, pero ahí se acabaría todo. No, amigo mío, tu lugar está aquí en
caso de que Obould piense que ha llegado otra vez la hora de la guerra. —Lanzó un
gran suspiro y miró a Drizzt en busca de apoyo—. Hasta yo tendría que quedarme —
musitó por fin.
—Y volverás muy pronto —le prometió el drow—. Ahora tu lugar está en el
camino, conmigo, con Catti-brie y con Regis. Te advierto que no tenemos tiempo
para paparruchas. Nuestra carreta nos aguarda.
—¡Mi rey! —gritó Pwent.
El enano despidió a su brigada con un gesto, pero salió corriendo detrás de Drizzt
y de Bruenor cuando se pusieron en marcha hacia los túneles que los llevarían hasta
sus atribulados amigos.
Al final, sólo fueron cuatro los que dejaron Mithril Hall en la carreta tirada por un
par de las mejores mulas que se pudieron encontrar. Y no fue Pwent el que se quedó,
sino Regis.
El pobre halfling no podía dejar de moverse, tratando de mantener a raya a unos
monstruos que nadie más podía ver, y con toda la furia y la desesperación de un
halfling que estuviera al borde del propio Abismo. No podía comer. No podía beber.
Ni por un momento dejaba de patalear y de morder, y las palabras no hacían mella en
él. Sólo con la colaboración de numerosos ayudantes pudieron los enanos hacerle
ingerir algún alimento, algo que sería imposible en una carreta en movimiento en
medio de parajes inhóspitos.
Bruenor era partidario de llevarlo de todos modos, e insistió hasta ponerse ronco,
pero al final fue Drizzt el que se impuso.
—¡Ya basta! —dijo, guiando a un Bruenor lleno de frustración—. Aun
suponiendo que la magia surta efecto, aunque la carreta aguante —añadió—,
tardaremos diez días o más en llegar a Espíritu Elevado, y otros tantos en volver. No
sobreviviría.
Dejaron a Regis en el estupor que le producía el agotamiento, totalmente vencido.
—Tal vez se recupere con el transcurso del tiempo —explicó Drizzt mientras
avanzaban a buen paso por los túneles, atravesando el gran barranco—. No fue
afectado directamente por la magia, como en el caso de Catti-brie.
—¡Está alelado, elfo!
—Y como ya he dicho, puede ser que se le pase. Tus sacerdotes podrán llegar a
él. —Drizzt hizo una pausa—. O lo haré yo.
—¿Qué me estás diciendo, elfo? —inquirió Bruenor.
—Id y preparad la carreta —les indicó Drizzt—, pero esperadme.
Dándose la vuelta salió a todo correr por donde habían venido, en dirección a la
habitación de Regis, donde entró como un vendaval y se fue derecho al pequeño cofre

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que había encima del tocador. Con manos temblorosas, sacó el colgante de rubí.
—¿Qué te propones? —preguntó Cordio Carabollo, un sacerdote de gran fama
que estaba junto al halfling.
Drizzt alzó el colgante. El rubí mágico rotaba, tentador, bajo la luz de las
antorchas.
—Tengo una idea. Por favor, despertad al halfling, pero sostenedlo con firmeza,
todos vosotros.
Miraron al drow con curiosidad, pero tantos años juntos les habían enseñado a
confiar en Drizzt Do'Urden, e hicieron lo que les había dicho.
Regis se despertó moviendo los brazos, pataleando como si estuviera tratando de
ahuyentar a un monstruo invisible.
Drizzt puso su cara muy cerca de la del halfling, lo llamó, pero Regis no dio ni
señales de haber oído a su viejo amigo.
El drow le puso ante los ojos el colgante y lo hizo rotar. Los reflejos atrajeron a
Drizzt a su interior, de una forma persuasiva y tranquilizadora, y poco después, en las
profundidades del rubí, encontró a Regis.
—Drizzt —dijo el halfling en voz alta y también en la mente del drow—,
ayúdame.
Drizzt tuvo un levísimo atisbo de las visiones que atormentaban a Regis. Se
encontró en una tierra de sombra —el mismísimo plano de la sombra, tal vez, o algún
otro plano inferior—, con oscuras y ominosas criaturas que lo acechaban por todas
partes, tratando de asirlo, de morderle la cara con sus bocas llenas de afilados dientes.
Unas manos con garras lo amenazaban desde el campo periférico de su visión,
siempre un poco por delante de él. Llevado por el instinto, Drizzt desplazó su mano
libre hacia la cimitarra que colgaba de su cadera, emitió un grito y empezó a
desenvainar.
Algo lo mordió, arrojándolo a un lado, por encima de la cama que no podía ver, y
lo hizo caer tambaleándose sobre un suelo que tampoco veía.
En la distancia, Drizzt oyó el ruido de algo que rebotaba en el suelo de piedra y
supo que era el colgante de rubí. Sintió una sensación de quemazón en el antebrazo y
cerró los ojos en una mueca de dolor. Cuando los volvió a abrir, se encontraba otra
vez en la habitación; Cordio estaba a su lado. Se miró el brazo y vio un reguero de
sangre donde se había cortado al caer con la cimitarra a medio desenvainar.
—¿Qué…? —empezó a preguntar al enano.
—Lo siento, elfo —dijo Cordio—, pero tuve que sujetarte. Estabas viendo
monstruos como el halfling, y sacando la espada…
—No digas más, buen enano —replicó Drizzt, incorporándose hasta quedar
sentado; adelantó el brazo para apretar fuerte y contener la hemorragia.
—¡Traedme un vendaje! —les gritó Cordio a los demás, que estaban procurando

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por todos los medios sujetar al enloquecido Regis.
—Está ahí dentro —le explicó Drizzt a Cordio mientras éste le vendaba el brazo
—. Lo encontré. Gritó pidiendo ayuda.
—Sí, eso lo hemos oído.
—Está viendo monstruos, seres de sombra, en un lugar horrible.
Otro enano se acercó y le entregó a Cordio el colgante de rubí. El sacerdote se lo
dio a Drizzt, pero el drow lo rechazó.
—Guárdalo —dijo—. Tal vez encuentres una manera de llegar a él, pero ten
cuidado.
—Ya lo creo; tendré una brigada de Revientabuches listos para sujetarme si es
necesario —le aseguró Cordio.
—Más que eso —dijo Drizzt—. Ten cuidado de poder escapar del lugar donde
ahora está Regis. —Miró con pena a su pobre amigo halfling, comprendiendo por
primera vez el horror que sentía Regis cuando estaba despierto.
Drizzt alcanzó a Bruenor en los salones orientales. El rey estaba sentado en el
banco de una fabulosa carreta de madera pulida y ruedas sólidas, con un subcarruaje
provisto de varios fuertes muelles hechos de una aleación creada por Nanfoodle, casi
tan resistente como el hierro, pero mucho menos quebradiza. En la carreta se
apreciaban la maestría y el orgullo del artesano, una representación digna del arte y la
pericia de Mithril Hall.
Sin embargo, el vehículo no estaba terminado todavía, ya que los enanos habían
pensado en incluir una cama y quizá la posibilidad de una ampliación extensible para
carga, con unas varas más largas que permitieran enganchar un tronco de seis u ocho
caballos. Ante lo urgente de la situación, habían abreviado el trabajo y habían
colocado rápidamente unas paredes de madera y una puerta trasera. Habían sacado su
mejor tiro de mulas, jóvenes y fuertes, a las que habían colocado herraduras mágicas
que les permitirían avanzar a paso rápido durante todo el día.
—Encontré a Regis en sus pesadillas —explicó Drizzt, acomodándose al lado de
su amigo—. Usé el rubí con él, tal como él había hecho con Catti-brie.
—¡Estás loco de remate!
Drizzt negó con la cabeza.
—Tomé todas las precauciones —le aseguró.
—Sí, eso ya lo veo —dijo Bruenor, cortante, mirando el vendaje del brazo de
Drizzt.
—Lo encontré y él me vio, pero sólo brevemente. Está viviendo en el reino de las
pesadillas, Bruenor, y aunque traté de llevármelo conmigo, no pude hacer ningún
avance. Más bien fue él quien tiró de mí a un lugar que me superó como le había
pasado a él. Sin embargo, creo que hay esperanza. —Suspiró y musitó el nombre que
habían vinculado a esa esperanza—: Cadderly.

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Esa idea hizo que Bruenor transmitiera a las mulas más urgencia mientras salían
por la puerta oriental de Mithril Hall y tomaban a gran velocidad el camino hacia el
sudoeste.
Pwent se encaramó al pescante para situarse al lado de Bruenor. Drizzt bajó del
vehículo y se puso a correr, explorando los lados del camino, aunque a menudo tenía
que subir a la carreta para recuperar el aliento, ya que seguían y seguían sin necesidad
de dar descanso a los animales. Todo ese tiempo, Catti-brie permaneció sentada en la
trasera de la carreta, sin ver nada que ellos pudieran ver, sin oír nada que ellos
pudieran oír, perdida y sola.

—Los conoces bien —le felicitó Athrogate a Jarlaxle ese mismo día cuando los
dos, descansando en una verde colina, observaban la carreta que avanzaba por la
carretera desde el noroeste.
La expresión de Jarlaxle no reflejaba tanta confianza, ya que lo había tomado
completamente por sorpresa la rapidez con que había avanzado el vehículo. No había
contado con ver a la partida de Bruenor hasta la mañana siguiente.
—Dejarán a las mulas agotadas en un día —farfulló con gesto de desaprobación.
En la distancia vio a una figura oscura que se movía entre las sombras. Supo que
era Drizzt.
—Corren que se matan por su doliente amiga —comentó Athrogate.
—No hay poder más grande que los vínculos que comparten, amigo mío —dijo el
drow.
Jarlaxle acabó con una tos para despejar la garganta y para eliminar de su tono
cualquier rastro de melancolía, pero al mirar de reojo a Athrogate, se dio cuenta de
que no había sido lo bastante rápido como para impedir que el enano lo mirara con
incredulidad.
—En sus sentimientos está su debilidad —dijo Jarlaxle, tratando de resultar
convincente—, y yo sé cómo explotar esa debilidad.
—Ya, ya —dijo Athrogate, y remató la respuesta con un sonoro «Buajajá».
Jarlaxle se limitó a sonreír.
—¿Vamos a ir allí, o sólo los seguimos?
Jarlaxle se quedó pensando un momento; luego se sorprendió tanto como el enano
cuando se puso de pie de un salto y se sacudió la ropa.

—¿Stuttgard de las Colinas de Piedra? —preguntó Bruenor cuando la carreta


superó una curva del camino y vieron al enano en medio de la carretera—. Pensaba
que te ibas a quedar en Mithril Hall… —gritó mientras detenía el vehículo delante
del enano.

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Dejó la frase sin terminar cuando vio las impresionantes armas que llevaba el
otro, un par de manguales de cristalacero que se meneaban a su espalda. La expresión
de Bruenor era de absoluta desconfianza, ya que Stuttgard no llevaba semejante
armamento a su paso por Mithril Hall. Sus sospechas se hicieron más acusadas al
pensar en la distancia que habían recorrido, pues eso significaba que Stuttgard debía
de haber salido de Mithril Hall inmediatamente después de su audiencia con él.
—¡Naa!, pero bien hallado una vez más, rey Bruenor —replicó Athrogate.
—¿Qué te propones, enano? —preguntó Bruenor. Junto a él, Pwent se puso de pie
y empezó a flexionar las rodillas, listo para combatir.
A un lado del camino se oyó un rugido que hizo mirar a todos en esa dirección.
Allí, sobre la rama de un árbol solitario que dominaba el camino estaba Guenhwyvar,
moviendo las zarpas como si tuviera intención de saltar sobre el enano.
—Paz, buen rey —dijo Athrogate, alzando las manos ante sí—. No soy un
enemigo.
—Ni eres Stuttgard de las Colinas de Piedra —dijo una voz que llegaba desde un
punto más lejano del camino, por detrás de Athrogate y por delante de la carreta.
Bruenor y Pwent miraron más allá de Stuttgard y asintieron, aunque no podían
ver a su compañero drow. Stuttgard miró por encima del hombro. Sabía que era
Drizzt, aunque el drow estaba bien escondido entre la maleza y no lo podía ver.
—Tendría que haberte reconocido en la corte de Bruenor —dijo Drizzt.
—Son mis manguales —explicó Stuttgard—. Parezco más grande con ellos, al
menos eso me dicen. ¡Buajajá! Han pasado un montón de años desde que cruzamos
armas, ¿eh, Drizzt Do'Urden?
—¿Quién es? —le preguntó Bruenor a Drizzt. Luego miró de frente al enano de la
carretera—. ¿Quién eres?
—¿Dónde está? —dijo Drizzt a modo de respuesta, suscitando gestos de sorpresa
en Bruenor y Pwent.
—Está delante de ti. ¿Es que estás ciego, elfo? —gritó Pwent.
—Él no —replicó Drizzt—. No… Stuttgard.
—Ah, cómo me entristece que mi apreciado drow no sea capaz de recordar mi
nombre —dijo el enano de la carretera.
—¿Dónde está quién? —Bruenor empezaba a impacientarse y a montar en cólera.
—Se refiere a mí —respondió otra voz.
En el lado del camino opuesto al de Guenhwyvar estaba Jarlaxle.
—Vaya, éste era el grano en el trasero que tenía Moradin —gruñó Bruenor—. Se
rascó y tuvo que caernos a nosotros.
—También yo me alegro de verte, rey Bruenor —dijo Jarlaxle con una
reverencia.
En ese momento, Drizzt salió de entre la maleza y avanzó hacia el grupo. El drow

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no había desenvainado. De hecho, apoyó el arco sobre el hombro mientras avanzaba.
—¿Qué pasa, mi rey? —preguntó Pwent, mirando nerviosamente primero a
Drizzt y luego a Jarlaxle—. ¿Qué…?
—No va a haber pelea —le aseguró Bruenor, lo que le causó una decepción—.
Todavía no va a haber pelea.
—Jamás —añadió Jarlaxle, colocándose junto a su compañero.
—¡Bah! —dijo Pwent con un bufido.
—¿A qué viene todo esto? —exigió saber Bruenor.
Athrogate farfulló algo cuando Drizzt pasó a su lado, y meneó la cabeza con
pesar, haciendo un ruido tintineante con las cuentas que sujetaban sus trenzas.
—Athrogate —susurró Drizzt al pasar, y el enano lanzó una risotada.
—¡Conque lo conoces! —dijo Bruenor.
—Ya te hablé de él. Cuando lo de Luskan —miró a Jarlaxle—. Hace ocho años.
El mercenario drow asintió.
—Un día aciago para muchos.
—Pero no para ti y los tuyos.
—Te lo dije entonces y te lo repito ahora, Drizzt Do'Urden. La caída de Luskan y
del capitán Deudermont no fue obra de Bregan D'Aerthe. Me habría gustado tanto
tratar con él como con…
—Él jamás habría tenido tratos contigo y con tus mercenarios —lo interrumpió
Drizzt.
Jarlaxle no terminó la frase; se limitó a abrir las manos, reconociendo la verdad
de aquellas palabras.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Bruenor.
—Nos enteramos de vuestra situación…, de lo de Catti-brie —explicó Jarlaxle—.
Lo correcto es recurrir a Cadderly, por eso envié a este amigo a…
—Y a que nos mintiera —dijo Drizzt.
—Me pareció lo más prudente en ese momento —admitió Jarlaxle—, pero lo
correcto es y sigue siendo recurrir a Cadderly, y tú lo sabes.
—Yo no sé nada de lo que concierne a Jarlaxle —le replicó Drizzt, a lo que
Bruenor asintió—. Si es todo lo que tienes que decir, ¿por qué habrías de reunirte con
nosotros en el camino?
—Supongo que le estaba apeteciendo un viaje —dijo Pwent, y sus muñequeras
crujieron al rozarse cuando cruzó los musculosos brazos sobre el pecho.
—No precisamente —respondió el drow—, aunque agradecería la compañía.
Hizo una pausa y miró a las mulas, evidentemente sorprendido de lo frescas que
parecían teniendo en cuenta que habían recorrido más trayecto de lo que podrían
recorrer la mayor parte de los tiros normales en dos días.
—Herraduras mágicas —señaló Drizzt—. Este tiro puede recorrer en un día lo

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que otros en seis.
Jarlaxle hizo un gesto para indicar que lo había entendido.
—Ahora sí que le apetece un paseo —comentó Pwent, y Jarlaxle no pudo menos
que reír, pero negó con la cabeza.
—No, buen enano, un paseo no —explicó—, pero hay algo que quisiera pediros.
—¡Vaya sorpresa! —dijo Drizzt secamente.
—Yo también necesito a Cadderly, aunque por un motivo totalmente diferente —
explicó Jarlaxle—, y él me va a necesitar a mí, o se alegrará de que esté allí cuando
sepa cuál es ese motivo. Por desgracia, mi última visita al poderoso sacerdote no fue
muy bien y me pidió que no volviera.
—Y piensas que te recibirá si vas con nosotros —coligió Bruenor mientras Drizzt
asentía.
—¡Bah! —dijo el rey enano con un bufido—. Más te vale encontrar una excusa
mejor.
—Mucho mejor —replicó Jarlaxle, dirigiéndose más a Drizzt que a Bruenor—. Y
os lo contaré todo, pero es una larga historia y no debéis retrasaros por el bien de tu
esposa.
—¡No trates de hacernos creer que te preocupas por mi hija! —gritó Bruenor, y
Jarlaxle retrocedió un paso.
Sin embargo, Drizzt advirtió algo que Bruenor, demasiado alterado, no pudo ver.
Vio un destello de auténtico pesar en los ojos de Jarlaxle. Recordó la vez que Jarlaxle
le había permitido a él, junto con Catti-brie y Artemis Entreri, escapar de
Menzoberranzan, una de las muchas veces que Jarlaxle le había permitido marcharse.
Drizzt trató de ponerlo todo en el contexto de la presente situación, para descubrir los
posibles motivos de las acciones de Jarlaxle. ¿Estaba mintiendo o decía la verdad?
Se inclinó por lo segundo, y eso lo sorprendió.
—¿En qué piensas, elfo? —le preguntó Bruenor.
—Me gustaría oír esa historia —respondió Drizzt sin apartar en ningún momento
la mirada de Jarlaxle—, pero la escucharé mientras seguimos camino.
Jarlaxle le hizo una señal a Athrogate, que sacó del bolsillo la estatuilla del jabalí,
al mismo tiempo que Jarlaxle sacaba del suyo el corcel de obsidiana. Un momento
después, las monturas se materializaron, y las mulas de Bruenor pegaron las orejas a
la cabeza y se removieron, inquietas.
—¿Qué Nueve Infiernos? —farfulló Bruenor, que se vio en apuros para controlar
a las mulas.
A una señal de Jarlaxle, Athrogate condujo el jabalí a la parte trasera de la carreta.
—¡Yo quiero uno de ésos! —dijo Thibbledorf Pwent, mirando con ojos
codiciosos al jabalí demoníaco cuando pasó a su lado—. ¡Oh, mi rey!
Jarlaxle sofrenó a su cabalgadura de pesadilla y la puso al paso junto a la carreta.

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Drizzt subió al pescante de ese lado para sentarse lo más cerca posible de él.
Entonces, llamó a Guenhwyvar.
La pantera sabía cuál era su lugar. Abandonó el árbol, tomó impulso al pasar
junto a Athrogate y saltó a la carreta para hacerse un ovillo alrededor de los pies de
Catti-brie, dispuesta a defenderla.
—Es un largo camino —señaló Drizzt.
—Es una larga historia —replicó Jarlaxle.
—Entonces, cuéntala sin prisas y sin omitir detalle.
La carreta seguía sin moverse, y tanto Drizzt como Jarlaxle miraron a Bruenor,
que les devolvió una mirada oscura, llena de dudas.
—¿Estás seguro de esto, elfo? —le preguntó a Drizzt.
—No —respondió el elfo, pero luego miró a Jarlaxle, meneó la cabeza y cambió
de idea—. A Espíritu Elevado —dijo.
—Con esperanzas —añadió Jarlaxle.
Drizzt se volvió a mirar a Catti-brie, que estaba tranquilamente sentada, por
completo ajena al mundo que la rodeaba.

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CAPÍTULO 7

NUMERANDO LAS HEBRAS

—¡Esto es inútil! —gritó Wanabrick Prestocovin. El vehemente mago de Puerta


de Baldur adelantó las manos sobre la mesa y desordenó una pila de pergaminos.
—Tranquilo, amigo —dijo Dalebrentia Promise, otro viajero proveniente de la
misma ciudad.
Dalebrentia, más viejo y con una gran barba gris que parecía empequeñecer su
escueta figura, tenía todo el aspecto de un mago, y además lucía la vestimenta típica
de su oficio: un sombrero azul en forma de cono y una túnica del mismo color, pero
más oscuro, adornada con estrellas doradas.
—Debemos respetar los pergaminos y libros de Espíritu Elevado —añadió.
Unos meses antes, la explosión de frustración de Wanabrick habría merecido un
mar de desdén en el estudio de la gran biblioteca, donde la enorme colección de
conocimientos de todo tipo llegados de cualquier parte de Faerun, reunida por
Cadderly y su gente, era reverenciada y atesorada. Sin embargo, resultaba revelador
que estuvieran tan igualados los magos, sabios y sacerdotes del enorme estudio que
asintieron dándole la razón a Wanabrick y los que mostraron su desprecio ante el
estallido.
El hecho no le pasó desapercibido a Cadderly, que estaba sentado en el otro
extremo de la sala, entre sus propias pilas de pergaminos, en uno de los cuales estaba
haciendo ecuaciones matemáticas para tratar de introducir un principio de predicción
y una lógica superior a la aparente aleatoriedad de los misteriosos acontecimientos.
Él mismo se sentía cada vez más frustrado, aunque conseguía ocultarlo muy bien
ante los demás, porque esa aparente aleatoriedad parecía cada vez menos un velo que
había que destejer y cada vez más un auténtico colapso de la lógica que mantenía en
pie el Tejido de Mystra. Los dioses no eran todos oscuros, no todos habían callado, a
diferencia de lo ocurrido durante la terrible Era de los Trastornos; pero había una
distancia palpable en cualquier comunión divina, y una imposibilidad absoluta de
predicción en lo relativo a la formulación de conjuros, a las adivinaciones o a la
hechicería.
Cadderly se puso de pie y se acercó a la mesa donde estudiaba el trío de los
visitantes de Puerta de Baldur, pero a sabiendas desplegó una sonrisa encantadora y
caminó con pasos mesurados y tranquilos.
—Te presentamos nuestras excusas, buen hermano Bonaduce —dijo Dalebrentia
cuando Cadderly se acercó—. Mi amigo es joven y está realmente preocupado.
Wanabrick se volvió hacia Cadderly, inquieto. Su expresión seguía siendo tensa a

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pesar del saludo tranquilo de éste.
—No te culpo a ti ni a Espíritu Elevado —dijo Wanabrick—. Al parecer, mi
enfado es tan difuso como mi magia.
—Todos estamos frustrados y cansados —dijo Cadderly.
—Hemos dejado a tres de nuestro gremio en diversos estados de demencia —
explicó Dalebrentia—, y un cuarto, un amigo de Wanabrick, fue consumido por su
propia bola de fuego cuando trataba de ayudar a un granjero a despejar un terreno.
Estoy seguro de que la lanzó lejos, pero estalló incluso antes de dejar su mano.
—El Tejido es eterno —dijo Wanabrick, furioso—. Debe ser… estable y eterno.
¡De lo contrario, el trabajo de toda mi vida habría sido una broma cruel!
—Los sacerdotes coinciden en eso —dijo un gnomo, un discípulo de Gond.
Su apoyo era elocuente. Los hombres de Gond, amantes de la lógica y de los
mecanismos, del polvo humeante y de los artilugios, construidos con más mafia que
magia, habían sido los menos afectados por los repentinos problemas.
—Es joven —le dijo Dalebrentia a Cadderly—. No se acuerda de la Era de los
Trastornos.
—Yo no soy tan joven —replicó Cadderly.
—¡De mente! —gritó Dalebrentia y se rió para romper la tensión.
Los otros dos magos de Puerta de Baldur, uno de mediana edad como Cadderly y
el otro todavía más viejo que Dalebrentia, también rieron.
—¡Pero entre nosotros hay muchos que sienten el crujir de las rodillas una
mañana de lluvia y no están muy de acuerdo, buen hermano Bonaduce rejuvenecido!
Hasta Cadderly sonrió al oír eso, porque su viaje por la edad había sido realmente
extraño. Había comenzado la construcción de Espíritu Elevado después de que la
maldición del terrible caos provocara la destrucción de su predecesora, la Biblioteca
Edificante. Valiéndose de la magia que le dio —mejor dicho que canalizó a través de
él— el dios Deneir, Cadderly había envejecido mucho, hasta el punto de creer que la
construcción culminaría con su muerte en un estado de vejez muy avanzada. Él y
Danica aceptaron ese destino por el bien de Espíritu Elevado, el magnífico tributo a la
razón y la iluminación.
Pero el desgaste resultó ser sólo temporal, tal vez una prueba de Deneir para
probar la lealtad de Cadderly a la causa que profesaba, la causa de Deneir. Una vez
terminado Espíritu Elevado, el hombre había empezado a rejuvenecer físicamente, de
modo que su aspecto actual era el de una persona mucho más joven, más joven
incluso del que correspondía a su verdadera edad. Tenía cuarenta y cuatro años, pero
parecía que contaba con algo más de veinte, incluso menos que sus hijos gemelos.
Ese extraño viaje hacia la juventud física se había estabilizado a continuación, o eso
creía Cadderly, que tenía la impresión de que iba envejeciendo de una manera más
normal en el curso de los últimos meses.

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—Yo he hecho el más extraño de los viajes —dijo Cadderly, apoyando un brazo
apaciguador en el hombro de Wanabrick—. Me temo que lo único constante es el
cambio.
—¡Pero seguramente no como éste! —replicó Wanabrick.
—Eso esperamos —dijo Cadderly.
—¿Has encontrado alguna respuesta, buen sacerdote? —preguntó Dalebrentia.
—Sólo que Deneir trabaja a la par que yo, escribiendo su lógica, tratando de
encontrar razón al caos, aplicando reglas a lo que aparentemente no las tiene.
—Y sin éxito —dijo Wanabrick con cierto desdén.
—Paciencia —recomendó Cadderly—. Se encontrarán respuestas y normas que
aplicar. En cuanto las descubramos, también entenderemos el alcance de sus
implicaciones, y adaptaremos nuestro pensamiento y nuestros conjuros en
consecuencia.
El gnomo que ocupaba una mesa cercana empezó a batir palmas al oírlo, y el
aplauso se generalizó por todo el estudio. Docenas de magos y sacerdotes se unieron
a él y no tardaron en ponerse de pie. Sabía Cadderly que no lo vitoreaban a él, sino a
la propia esperanza frente a la prueba más aterradora a la que se habían enfrentado.
—Gracias —le dijo tranquilamente Dalebrentia—. Necesitábamos oír eso.
Cadderly miró a Wanabrick, que estaba de pie, con los brazos cruzados y una
expresión tensa de ansiedad y enfado. Sin embargo, consiguió inclinar la cabeza ante
Cadderly.
El sacerdote volvió a palmearlo en el hombro y se alejó, prodigando gestos
amistosos y sonrisas entre todos los que lo saludaban en silencio al pasar.
Una vez fuera de la sala, dio un profundo suspiro, lleno de honda preocupación.
No había mentido al decirle a Dalebrentia que Deneir trabajaba con denuedo para
desentrañar lo desentrañable, pero tampoco había dicho toda la verdad.
Deneir, el dios del conocimiento, la historia y la razón, sólo había respondido a
los ruegos de comunión de Cadderly con una sensación de grave turbación.

—Mantén la fe, amigo —le dijo Cadderly a Wanabrick esa misma noche, cuando
el contingente balduriano abandonó Espíritu Elevado—. Estoy seguro de que es una
turbulencia pasajera.
Wanabrick no compartía su optimismo, pero de todos modos asintió y se dirigió a
la puerta.
—Confiemos en que así sea —le dijo Dalebrentia a Cadderly, acercándose a él y
tendiéndole la mano en señal de gratitud.
—¿No queréis pasar aquí la noche y partir cuando brille el sol?
—No, buen hermano, ya llevamos fuera demasiado tiempo —replicó Dalebrentia
—. Varios miembros de nuestro gremio han sido afectados por la locura del Tejido

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puro. Debemos volver con ellos y ver si lo que hemos averiguado aquí puede ser de
alguna ayuda. Otra vez más te damos las gracias por permitirnos usar tu biblioteca.
—No es mi biblioteca, buen Dalebrentia. Es la biblioteca de todos. Yo no soy más
que el guardián del conocimiento aquí contenido, y las responsabilidades que los
grandes sabios me adjudicaron me hacen ser más humilde.
—El guardián, y el autor de unos cuantos volúmenes, debo agregar —puntualizó
Dalebrentia—. Y en verdad que nos haces muy buen servicio como guardián,
hermano Bonaduce. En estos tiempos revueltos, encontrar un lugar donde puedan
reunirse las mentes brillantes resulta reconfortante, aunque no sea demasiado
productivo en esta ocasión en concreto. Sin embargo, aquí tratamos con lo
desconocido, y confío en que a medida que se consiga desenredar el Tejido, si es de
lo que se trata, tengas muchas más obras importantes que añadir a tu colección.
—Todo lo que tú y tus pares escribáis será bienvenido —le aseguró Cadderly.
Dalebrentia asintió.
—Nuestros escribientes dejarán constancia de todo lo que se ha hablado aquí hoy
para conservarlo en Espíritu Elevado, de modo que en épocas venideras, cuando
problemas como éste aquejen a Faerun, Tymora no lo quiera, nuestros conocimientos
puedan ayudar a los atribulados magos y sacerdotes del futuro.
Mantuvieron el apretón de manos mientras duró la conversación, imbuyéndose
ambos de la fortaleza del otro, porque tanto Cadderly —tan sabio, el Elegido de
Deneir— como Dalebrentia —un mago cuyo reconocimiento databa ya de la Era de
los Trastornos, que había tenido lugar más de dos décadas antes— sospechaban que
lo que todos ellos habían experimentado últimamente no era algo pasajero, sino que
podría representar el fin del Toril que conocían y desembocar en tumultos
inimaginables.
—Leeré con gran interés las palabras de Dalebrentia —le aseguró Cadderly
cuando por fin separaron sus manos y Dalebrentia se internó en la noche para
reunirse con sus compañeros.
Formaban un grupo sombrío mientras su carreta rodaba lentamente por el largo
camino de acceso a Espíritu Elevado, pero no tanto como en el momento de su
llegada. Aunque no habían descubierto nada sólido que los ayudara a resolver el
preocupante enigma que tenían planteado, era difícil abandonar Espíritu Elevado sin
un asomo de esperanza. En realidad, la magnificencia de la biblioteca tenía que ver
tanto con su contenido como con su construcción, con miles de pergaminos y
volúmenes donados por ciudades tan lejanas como Aguas Profundas y Luskan, Luna
Plateada e incluso la gran Calimport, situada muy al sur. En el lugar había un aura de
luminosidad y esperanza, cierta grandeza y perspectivas prometedoras que
seguramente no se daban en ninguna otra estructura del mundo.
Dalebrentia había subido a la carreta junto al viejo Resmilitu, mientras que

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Wanabrick iba en el pescante con Pearson Bluth, que conducía los dos ponis.
—Encontraremos las respuestas que necesitamos —dijo Dalebrentia sobre todo
para el impaciente Wanabrick, aunque también para que lo oyeran todos.
Sólo los acompañaba el repiqueteo de los cascos y el traqueteo de las ruedas
sobre las piedras. Llegaron al largo camino de tierra apisonada que los llevaría de las
montañas Copos de Nieve a Carradoon.
La noche se iba haciendo más oscura a medida que avanzaban bajo el denso dosel
de los árboles. En los bosques que los rodeaban reinaba un silencio casi absoluto, lo
cual les habría parecido extraño de haber reparado en ello. Sólo de vez en cuando
había un susurro ocasional del viento entre las hojas.
Las luces de Espíritu Elevado quedaron atrás y pronto se impuso una oscuridad
total.
—Encended una llama —les pidió Resmilitu a los demás.
—Una luz atraerá a los enemigos hacia nosotros —replicó Wanabrick.
—Somos cuatro poderosos magos, jovencito. ¿A qué enemigos debemos temer en
esta noche fría y oscura?
—Vaya, no tan fría —dijo Pearson Bluth, y miró por encima de su hombro.
Aunque lo dicho por el conductor era cierto, éste y los otros dos observaron con
sorpresa que Resmilitu tenía los brazos apretados sobre el pecho y temblaba como
una hoja.
—Enciende una luz, pues —le dijo Dalebrentia a Wanabrick.
El joven mago cerró los ojos y movió los dedos mientras formulaba un hechizo
para conjurar una luz mágica encima de su bastón de roble. Se encendió la luz, y
aunque no desprendía calor, Resmilitu hizo un gesto afirmativo.
Dalebrentia se movió para coger una manta de las talegas que llevaban en la parte
trasera de la carreta.
Entonces, todo volvió a estar oscuro.
—¡Ah, Mystra!, nos pones a prueba —dijo Pearson Bluth, mientras Wanabrick
soltaba maldiciones de mayor calado ante el fracaso.
Un momento después, la afabilidad de Pearson se transformó en alarma. La
oscuridad se tornó más intensa que la noche que los rodeaba, como si la esencia
mágica de Wanabrick no sólo hubiera fallado, sino que se hubiese transformado en un
conjuro opuesto, de oscuridad. El hombre detuvo a los ponis. No podía verlos, ni
siquiera podía ver a Wanabrick, que estaba sentado a su lado. No tenía manera de
saber si también ellos habían sido engullidos por la negrura absoluta.
—¡Maldita sea esta locura! —gritó Wanabrick.
—Pero si se han borrado las mismísimas estrellas —dijo Dalebrentia en el tono
más desenfadado que pudo fingir, confirmando que la parte trasera de la carreta
también había caído víctima de la aparente inversión del conjuro.

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Entonces, Resmilitu gritó mientras le castañeteaban los dientes.
—¡Tanto frío!
Y antes de que los demás pudieran reaccionar, también sintieron un frío tan
profundo que los caló hasta los huesos.
—¿Qué es esto? —dijo atropelladamente Pearson Bluth, porque sabía tan bien
como los otros que el frío no era un fenómeno natural, y sentía al igual que sus
compañeros que había una malevolencia en ese frío, una sensación de muerte.
Resmilitu fue el primero en gritar de dolor cuando alguna criatura invisible subió
por el lateral de la carreta y le clavó sus garras al anciano mago.
—¡Luz! ¡Luz! —gritó Dalebrentia.
Pearson Bluth se aprestó a atender su llamada, pero los ponis empezaron a
agitarse y a dar coces mientras relinchaban lastimosamente. El pobre conductor no
podía mantener a raya a los frenéticos animales. Junto a él, Wanabrick hizo un
movimiento ondulante con los brazos, atreviéndose a adentrarse en el reino
sumamente impredecible de la magia para hacer un encantamiento aún mayor.
Produjo una luz más brillante, pero sólo duró un instante, lo suficiente como para ver
la forma contrahecha y sombría que atacaba a Resmilitu.
Era una criatura baja y achaparrada, de carne negra, hombros anchos y
encorvados y una cabeza que parecía salir directamente de ellos. Sus piernas no eran
más que colgajos de pellejo, pero tenía unas brazos largos, con los tendones bien
marcados, y unas manos acabadas en largas garras. Cuando Resmilitu se cayó de la
carreta, la criatura lo siguió, propulsándose con los miembros delanteros, como un
hombre sin piernas que se arrastrara.
—¡Fuera! —gritó Dalebrentia, blandiendo una delgada varita de madera pulida
con punta de metal. Lanzó sus proyectiles de energía pura justo cuando se apagaba la
luz mágica de Wanabrick.
La criatura aulló de dolor, pero también el pobre Resmilitu, y los demás oyeron
cómo se rasgaban las vestiduras del viejo mago.
—¡Fuera! —repitió Dalebrentia.
Esa frase accionaba su varita mágica, y todos oyeron cómo salían nuevos
proyectiles aunque no pudieron ver ningún destello en medio de la negrura mágica.
—¡Más luz! —gritó Dalebrentia.
Otra vez se oyó la llamada desesperada de Resmilitu, y el aullido de dolor de la
criatura, aunque sonó más como un alarido de placer asesino que como un quejido.
Wanabrick se tiró del pescante encima de la carnosa bestia y empezó a aporrearla
con su bastón para apartarla del pobre Resmilitu.
El monstruo no era demasiado fuerte, y el mago consiguió liberar un brazo, pero
entonces fue Pearson Bluth el que gritó desde delante, y la carreta se sacudió hacia un
lado. En ese momento, se apartó de la oscuridad mágica y la luz que remataba el

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bastón de roble de Wanabrick volvió a brillar e iluminó el entorno. Sin embargo, el
mago no encontró en ello gran consuelo, porque los animales, aterrorizados,
arrastraron el vehículo, lo sacaron del camino y lo lanzaron por una pronunciada
pendiente. Todos trataron de sujetarse, pero las ruedas delanteras giraron de repente,
se atascaron en una rodera, y la carreta volcó.
La madera se partió y los magos gritaron, pero el alarido más grande fue el de una
mula a la que se le rompieron las patas en el vuelco.
Dalebrentia aterrizó de bruces en el musgo, al pie de un árbol, y tuvo la certeza de
haberse roto un brazo. Sin embargo, trató de dominar el dolor y se puso de rodillas.
Echó una rápida mirada a su alrededor buscando su bastón, pero lo que vio fue al
pobre Resmilitu; la bestia estaba destrozando frenéticamente lo que quedaba de él.
Dalebrentia pensó en acudir en su ayuda, pero se contuvo cuando una ráfaga de
luz relampagueante surgió del otro lado, sacó a la bestia sombría de encima de su
amigo y la arrojó lejos en medio de la noche. Dalebrentia miró a Wanabrick para
expresarle su aprobación.
Pero no consiguió hacerlo. Al mirar hacia el hombre que tenía el bastón de luz
mágica, Dalebrentia vio que otras bestias sombrías se arrastraban por detrás del mago
más joven. Eran fofas, encorvadas, y se aproximaban con voracidad.
A un lado de Wanabrick, apareció Pearson Bluth, tambaleándose. Una bestia
montada sobre su espalda le apretaba el cuello con un brazo mientras le clavaba las
garras de la otra mano en la cara.
Dalebrentia se puso a formular un conjuro y produjo una especie de guisante
abrasador con la idea de lanzarlo más allá de Wanabrick, lo bastante lejos como para
que la explosión afectara a la horda que se aproximaba, pero sin tocar a su amigo.
Sin embargo, el Tejido desfalleciente engañó al viejo mago. El proyectil apenas
había salido de su mano cuando explotó. Olas de calor intenso lo alcanzaron, y
Dalebrentia se echó atrás, llevándose las manos a los ojos. Se revolcó por el suelo
como un loco, tratando de apagar las llamas, demasiado presa de su dolor como para
oír los gritos de sus amigos ni los de las enormes bestias, que también aullaban al ser
castigadas por el fuego.
En algún recoveco de su mente, al viejo Dalebrentia le quedaba la esperanza de
que su bola de fuego hubiera eliminado a los monstruos sin matar a sus compañeros.
Sus esperanzas respecto de lo primero se desvanecieron un instante después,
cuando unas garras se le clavaron en un lado del cuello. Ensartado como un pez,
ciego y quemado por su propio fuego y maltrecho por la caída, era poco lo que podía
hacer Dalebrentia para resistirse a la bestia sombría que lo arrastraba.

Si Cadderly se hubiera quedado en la puerta desde donde había despedido hacía


más de media hora a los magos, podría haber visto a lo lejos, en el camino de la

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montaña, el súbito estallido de fuego —que incluso habría encendido un alto pino—
similar a los fuegos artificiales que el sacerdote había usado a menudo para entretener
a sus hijos cuando eran pequeños. Pero se había ido para adentro en cuanto los cuatro
de Puerta de Baldur se habían marchado.
La incapacidad de esos visitantes para descubrir nada pertinente movió al
sacerdote a volver a su meditación, a intentar otra vez la comunión con Deneir, el
dios que, más que ningún otro de los que formaban el panteón, podía ofrecer ciertas
claves sobre la fuente de acontecimientos tan impredecibles e inquietantes.
Se acomodó en una pequeña habitación iluminada sólo por un par de velones, uno
a cada lado de la manta que había extendido en el suelo. Allí se sentó con las piernas
cruzadas, con las manos sobre las rodillas y las palmas hacia arriba. Durante un largo
rato estuvo concentrado sólo en su respiración, tratando de que sus inhalaciones y
exhalaciones tuvieran la misma duración y usando el recuento para despejar la mente
de preocupaciones y tribulaciones. Estaba solo, e inmerso en su cadencia, se apartaba
del plano material primario y se adentraba en el reino del pensamiento puro, el reino
de Deneir.
Había hecho eso mismo muchas veces desde el advenimiento de los trastornos,
pero no sin conseguir nada notable. Una o dos veces creyó llegar a Deneir, pero el
dios se había escabullido de sus pensamientos antes de que pudiera surgir ninguna
imagen clara.
Esa vez, sin embargo, Cadderly sintió profundamente la presencia de Deneir.
Insistió, dejando muy atrás la conciencia. Vio el paisaje estelar a su alrededor, como
si estuviera flotando en el cielo, y vio la imagen de Deneir, el viejo escribano, sentado
en el cielo nocturno con un gran rollo desplegado ante sí, entonando un cántico,
aunque al principio no fue capaz de distinguir las palabras.
El sacerdote puso toda su voluntad en acercarse a su dios, sabiendo que la suerte
estaba de su lado, que había entrado en esa región particular de concentración y razón
en conjunción con el Señor de Todos los Glifos y las Imágenes.
Oyó el cántico.
Números. Deneir estaba repasando el Metatexto, la lógica vinculante del
multiverso.
Poco a poco, Cadderly empezó a distinguir las hebras levemente brillantes que
formaban una red en el cielo por encima de él y de Deneir, el manto de magia que
daba encantamiento a Toril. El Tejido. Cadderly hizo una pausa y pensó en las
implicaciones. ¿Era posible que el Metatexto y el Tejido estuvieran conectados en un
sentido algo más amplio que el sentido filosófico? Y si eso era cierto, puesto que el
Tejido evidentemente estaba desfalleciente y declinante, ¿no podría estarlo también el
Metatexto? «No, eso no es posible», se dijo, y volvió a centrarse en Deneir.
Se dio cuenta de que Deneir estaba numerando las hebras, adjudicándoles un

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orden y registrando las pautas en su pergamino. ¿Estaría tratando por algún medio de
infundir al decadente Tejido la lógica y consistencia perfectas del Metatexto? La idea
hizo que se estremeciera. ¿Sería su dios, por encima de todos los demás, el encargado
de reparar los fallos de la tela de la magia?
Quiso implorar a su dios, obtener algo de inspiración divina, alguna instrucción,
pero, sorprendido, se dio cuenta de que Deneir no estaba allí para responder a su
petición de comunión, que Deneir no lo había traído a ese lugar. No; si había llegado
a ese lugar y a ese tiempo coincidiendo con Deneir, no había sido por designio, sino
por pura coincidencia.
Se acercó más, lo suficiente como para mirar por encima del hombro de Deneir
mientras el dios permanecía allí, suspendido en el vacío, tomando nota de sus
observaciones.
El pergamino tenía configuraciones numéricas distribuidas como un gran
rompecabezas. Deneir estaba tratando de descodificar el propio Tejido, de clasificar
las hebras por su tipo y por su forma. ¿Sería posible que el Tejido, como la tela de
una araña, estuviera compuesto de varias partes que lo sostenían? ¿Sería posible que
el desfallecimiento, si eso es lo que era realmente el período de turbulencia, fuera el
resultado de la ausencia de una de las hebras que lo sostenían?
¿O de un fallo en el diseño? ¡No, seguro que no!
Cadderly siguió observando en silencio por encima del hombro de Deneir. Se
aprendió de memoria unas cuantas secuencias de los números para poder anotarlas
más tarde, cuando volviera a su estudio. Aunque él no era un dios, Cadderly tenía la
esperanza de poder entender algo dentro de aquellas secuencias para después
comunicárselo a Deneir, para ayudar al escribano de Oghma en sus contemplaciones.
Cuando por fin Cadderly volvió a abrir los ojos físicos, se encontró con que los
velones todavía ardían a su lado. Al mirarlos, dedujo que había estado viajando por el
reino de la concentración durante dos horas aproximadamente. Se puso de pie y se
dirigió a su escritorio para transcribirlos números que había visto, la representación
del Tejido.
Del Tejido desfalleciente.
Se preguntó dónde estarían las hebras perdidas o errantes.

Cadderly no había visto la luz del fuego en el camino de montaña, pero Ivan
Rebolludo, que estaba recogiendo leña para su forja, sin duda sí la vio.
—¡Vaya!, ¿qué diabluras andan haciendo por ahí? —se preguntó el enano.
Después, Ivan pensó en su hermano y se dio cuenta de que Pikel se pondría
furioso al ver un pino tan majestuoso convertido en una columna llameante.
Ivan se desplazó hasta un afloramiento rocoso para tener una perspectiva mejor.
Todavía no podía ver mucho porque los caminos seguían estando oscuros, pero el

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viento traía gritos hasta su nueva atalaya.
El enano dejó caer su mochila junto a la carretilla en la que transportaba la leña,
se ajustó el casco adornado con unos grandes cuernos de ciervo y asió su hacha de
batalla de doble hoja, Hendedora, a la que había dado ese nombre —después de que
Cadderly la encantara con un filo poderosamente aguzado— por lo bien que partía
tanto los troncos como los cráneos de los goblins. Sin siquiera echar una mirada hacia
Espíritu Elevado, el enano de barba amarilla corrió por los oscuros caminos
propulsado a gran velocidad por sus cortas piernas.
Cuando llegó, unas fofas bestias sombrías se estaban comiendo los cadáveres de
los magos baldurianos.
Ivan frenó en seco, y las criaturas más próximas repararon en él y se acercaron,
arrastrándose sobre sus largos miembros delanteros.
Ivan pensó en retroceder, pero sólo hasta que oyó el quejido de uno de los magos.
—¡Bien, entonces! —decidió el enano, y cargó contra las bestias.
Hendedora echaba chispas mientras él descargaba golpes a diestro y siniestro de
una manera desenfrenada. La afilada hacha atravesaba sin dificultad el negro pellejo;
la sangre de las criaturas, que no dejaban de chillar, salpicaba por doquier. Eran
demasiado lentas para escapar a los poderosos golpes, y demasiado estúpidas para
resistirse a su hambre insaciable y salir corriendo.
Una tras otra fueron cayendo bajo el embate de Ivan; producían un ruido
asqueroso al ser despanzurradas por Hendedora. Los brazos del enano no se cansaban
ni sus golpes se hacían más lentos, aunque siguieron apareciendo bestias durante un
buen rato.
Cuando por fin pareció que no quedaba nada que aplastar, Ivan corrió hasta el
mago más próximo, el más viejo del grupo.
—Éste no tiene remedio —musitó cuando le dio la vuelta a Resmilitu y se
encontró con que le habían destrozado el cuello.
Sólo uno de ellos no estaba muerto del todo. El pobre Dalebrentia yacía allí
temblando, con la piel llena de ampollas y los ojos cerrados con fuerza.
—Estoy contigo —le dijo Ivan en un susurro—. Mantén ese hálito de vida que
tienes y te llevaré con Cadderly.
Dicho eso y tras una rápida ojeada a su alrededor, el enano se colgó el hacha a la
espalda y se agachó para pasar una mano bajo las rodillas de Dalebrentia y otra bajo
la espalda. Sin embargo, antes de levantar al hombre, Ivan se sintió invadido por un
frío muy intenso… No era el frío del invierno, sino algo más profundo, como si
tuviera a sus espaldas a la propia muerte.
Se dio la vuelta, lentamente al principio, mientras volvía a echar mano de su
arma. Vio allí cerca una forma de sombra que lo miraba fijamente. A diferencia de las
fofas bestias que yacían a su alrededor —a decir verdad, los cuatro magos también

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habían matado a unas cuantas— tenía más bien el aspecto de un hombre, viejo y
encorvado.
El frío que lo recorrió fue tan intenso que empezaron a castañetearle los dientes.
Quiso gritarle algo al hombre, o sombra, o espectro, o lo que fuese, pero se dio cuenta
de que no podía.
Y comprendió que no tenía que hacerlo.
A su mente acudió un torbellino de imágenes de mucho tiempo atrás, de sí mismo
bailando con sus seis poderosos amigos en torno a un artefacto de gran poder.
Imágenes de un dragón rojo tan increíblemente claras que empezó a recular como
si la bestia estuviera sobrevolándolo en ese instante.
Una imagen de otra criatura borró las anteriores, una monstruosidad con cabeza
de pulpo y con tentáculos bajo la barbilla que se movían como las trenzas de la barba
de un viejo enano.
Un nombre llegó a sus oídos, arrastrado por una brisa invisible: «Yharaskrik».
Ivan se irguió, levantando en brazos a Dalebrentia.
Luego, lo dejó caer al suelo, levantó la pesada bota y aplastó el cuello del mago,
hasta que dejó de respirar y de moverse.
Con una sonrisa de satisfacción, Ivan, que no era Ivan, miró en derredor. Señaló
con la mano a los magos, uno por uno, que se levantaron atendiendo a su llamada.
Tenían las gargantas desgarradas, los brazos medio comidos, grandes agujeros en
el vientre, pero nada de eso importaba, porque la llamada de Ivan era el eco del Rey
Fantasma, y la llamada del Rey Fantasma hacía que volvieran las almas de la tierra de
los muertos con toda facilidad.
Seguido por sus cuatro siniestros guardaespaldas, Ivan Rebolludo se puso en
marcha, alejándose cada vez mas de Espíritu Elevado.
No llegó a su destino esa noche, pero encontró una cueva donde él y los suyos
pudieron pasar las horas del día.
Ya tendrían mucho tiempo para matar cuando volviera a reinar la oscuridad.

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CAPÍTULO 8

LA BATALLA DE LA ESPADA Y DE LA MENTE

Hanaleisa dio instantáneamente una patada lateral y le rompió la tibia a un esqueleto


que había traspasado la defensa del espadón de Temberle. La joven se agachó hacia la
izquierda, levantando aún más la pierna derecha, y volvió a golpear, esa vez contra el
cráneo de un esqueleto animado que se había vuelto hacia ella.
Al mismo tiempo, lanzó un directo a un segundo objetivo. El puño produjo un
grotesco sonido acuoso cuando atravesó el pecho corrompido de un zombi.
El golpe habría dejado sin respiración a cualquier hombre, pero los zombis no
necesitaban respirar. La criatura prosiguió con su impulso alucinado y golpeó con su
pesado brazo el hombro y el brazo izquierdo de Hanaleisa, que eran su defensa, de
modo que se desvió un paso hacia la derecha y se acercó a su hermano.
Exhausta tras una larga noche de combate, Hanaleisa logró reunir toda su energía
y, dando un paso adelante, empezó a sacudir al contrincante con una andanada de
puñetazos, patadas y rodillazos. Hizo caso omiso de los macabros resultados de cada
golpe que atravesaba la piel descompuesta y destrozaba los frágiles huesos, dejando
agujeros por los que caían órganos podridos y montones de gusanos. Siguió y siguió
golpeando al zombi, hasta que por fin se desmoronó.
Otro ocupó su lugar. Parecía que el ejército enemigo era inagotable.
El espadón de Temberle apareció por delante de Hanaleisa antes de que ella
avanzara para hacer frente a su recién surgido enemigo. Temberle golpeó a la criatura
justo debajo del hombro, le cercenó el brazo, y la espada atravesó las costillas con
facilidad, lo que arrojó al zombi a un lado.
—Tuve la impresión de que necesitabas recuperar el aliento —explicó el hermano
de Hanaleisa. Luego lanzó un gemido.
La intervención para defender a Hanaleisa obligó a Temberle a ponerse en
guardia contra la siguiente bestia que se le venía encima. Con el brazo derecho
ensangrentado por una herida larga y profunda, retrocedió rápidamente y atacó con la
empuñadura de la espada, golpeando y sacudiendo al esqueleto.
La que acudió entonces fue su hermana. Dio un salto hacía arriba y hacia adelante
para interponerse entre el esqueleto que se le acercaba y el que atacaba a Temberle.
Hanaleisa lanzó los píes, uno a cada lado y, con un repiqueteo de huesos
desencajados, los dos esqueletos salieron volando en direcciones opuestas.
Hanaleisa aterrizó con ligereza, alzándose sobre la punta del pie izquierdo, giró
para descargar una poderosa patada circular en el abdomen del siguiente zombi que
se aproximaba.

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Su pie lo atravesó limpiamente, pero cuando trató de retirar la pierna se encontró
atascada en la columna vertebral del monstruo. Volvió a tirar, pues no podía hacer
otra cosa, y se encontró cada vez más enredada, ya que el zombi, que no había
quedado totalmente destruido por el poderoso golpe, la sujetó con sus garras.
De nuevo, intervino la espada de Temberle, que atacó de lado con dureza.
Alcanzó al monstruo en la cara y lo ensartó.
Hanaleisa cayó hacia atrás sin poder desprenderse del cadáver.
—¡Protégeme! —le gritó a su hermano.
Pero Hanaleisa se arrepintió de haber hablado al comprobar que Temberle tenía el
brazo cubierto de sangre, que seguía manando de la herida. Cuando asió la espada
para volver a golpear y tensó los músculos del antebrazo, la sangre brotó en
abundancia.
Hanaleisa supo que no podría continuar así mucho tiempo. Ninguno de ellos
podría. Exhaustos y horrorizados, y con la espalda tocando casi contra la pared de los
almacenes del muelle, necesitaban un descanso del incesante ataque y tiempo para
poder reagruparse y curarse las heridas…, de lo contrario, Temberle iba a acabar
desangrándose.
Cuando por fin consiguió liberarse, Hanaleisa se puso de pie, dio un salto y miró
en derredor buscando a Pikel o una vía de escape, cualquier cosa que pudiera darle
esperanzas. Todo lo que vio fue a otro defensor que caía arrollado por la horda de no
muertos, y un mar de monstruos por todas partes.
A lo lejos, a apenas unas manzanas de donde ellos estaban, saltaban furiosas
llamaradas que multiplicaban los incendios en Carradoon.
Con un suspiro de pesar y un gruñido de determinación al mismo tiempo que
luchaba por contener las lágrimas, la joven volvió a combatir con ferocidad,
golpeando al monstruo que tenía más cerca y al que atacaba a Temberle con una serie
incansable de golpes. Saltaba y giraba, daba patadas y puñetazos, y su hermano
trataba de mantenerse a su altura, pero sus embestidas se hacían más lentas y seguía
perdiendo sangre.
El fin estaba próximo.

—¡Son demasiado pesadas! —se quejó una niña.


Trataba de levantar una barrica con escaso éxito. De repente, sin embargo, se hizo
más ligera, y la niña pasó por la trampilla con tanta facilidad como si el recipiente
estuviera vacío. Cuando vio que nadie lo empujaba desde abajo, la niña miró el
fondo, pensando que debía de haberse vaciado.
Apostado en el tejado, Rorick se mantenía concentrado, ordenando a un sirviente
invisible que sostuviera con firmeza la barrica y ayudara a la pequeña. No era un gran
conjuro, pero él tampoco era un gran mago todavía, y en esa época en que la magia

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era tan impredecible y muchas veces tenía el efecto contrario al buscado, no se
atrevía a intentar otros más difíciles.
Sus esfuerzos lo dejaron satisfecho, al traerle a la memoria que los jefes tienen
que ser listos y reflexivos, no sólo fuertes en las armas o en el Arte. Su padre jamás
había sido el mejor luchador, y hubo de esperar casi al final de los trastornos que
habían asolado la Biblioteca Edificante para disfrutar en toda su magnitud del poder
que le había concedido Deneir. A pesar de todo, Rorick se lamentó de no haber
recibido una formación similar a la de sus hermanos. Dependiendo de un bastón para
andar, con el tobillo hinchado y la sucia herida supurando, cada doloroso paso le
recordaba que no era gran cosa como guerrero.
«Tampoco soy gran cosa como mago», pensó, e hizo una mueca cuando su
sirviente invisible desapareció. La niña, desequilibrada por la barrica, se cayó. Un
lado del recipiente se rompió y el whisky se derramó por la esquina del tejado del
almacén.
—¿Y ahora qué? —preguntó un marinero.
Rorick tardó un momento en darse cuenta de que el hombre esperaba que fuera él
quien tomara una decisión, pese a ser mucho más viejo y curtido que el menor de los
Bonaduce.
—Sé un líder —se dijo Rorick entre dientes, y señaló al trente del almacén, al
borde de poca altura bajo el cual la batalla estaba en su apogeo.

—¡Duu-dad!
Hanaleisa oyó a su derecha el grito familiar, mucho más allá de Temberle. Se
disponía a mirar en esa dirección, pero vio movimiento en lo alto y retrocedió,
sorprendida.
Sobrevolando las cabezas de los defensores, empezaron a caer pequeños barriles
de whisky. ¡Docenas de ellos! Volaban y caían aplastando a zombis y demás
desdichadas criaturas unos, y reventándose sobre los adoquines otros.
—¿Qué dem…? —gritó más de un sorprendido defensor, entre ellos Temberle.
—¡Duu-dad! —fue la enfática respuesta.
Todos los defensores miraron en esa dirección y vieron que Pikel corría hacia
ellos. Llevaba el brazo derecho extendido hacia un lado, apuntando a la horda con su
cachiporra, que lanzaba chispas. Al principio, la luz brillante bastó para mantener a
los no muertos apartados, de modo que el camino se despejaba mientras él seguía
corriendo, pero lo más importante era que esas chispas encendían el alcohol
derramado, y no había nada que ardiera mejor que el whisky de Carradoon.
El enano seguía su carrera lanzando llamas con su cachiporra y otras llamas le
respondían.
A pesar del dolor, a pesar de los temores por sus hermanos, Hanaleisa no pudo

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por menos que soltar una risita al ver pasar al enano, agitando su muñón como si
fuera el ala de un pato herido. En realidad, no corría, según observó Hanaleisa, sino
que se deslizaba.
La asaltó una imagen de un Rorick de cinco años patinando por el huerto de su
madre en Espíritu Elevado, con una bengala chispeante en la mano, y se sintió
invadida por una repentina alegría, como si estuviera segura de que el tío Pikel podría
hacer que todo se solucionara.
Sin embargo, desechó rápidamente aquella idea y acabó con un monstruo cercano
que había quedado por delante de la muralla de fuego. Después corrió hacia
Temberle, que ya estaba empezando a gritar para organizar la retirada. Hanaleisa
rebuscó en su bolsillo y sacó un lienzo limpio con el que intentó parar la hemorragia
del brazo de Temberle.
Y fue justo a tiempo. Su hermano le hizo un gesto de agradecimiento y, acto
seguido, se desplomó. Hanaleisa lo sujetó pidió ayuda y le dio instrucciones a una
mujer para que recogiera el espadón de Temberle, ya que sabía, como lo sabían todos,
que seguramente le volvería a hacer falta, y muy pronto.
Se dirigieron al almacén. Formaban una hilera de enclenques tropas defensivas,
tan deterioradas física como emocionalmente; tal vez esto último sobre todo, ya que
nadie ignoraba que su amado Carradoon no tenía muchas probabilidades de
sobrevivir al sorpresivo ataque.

—Nos has salvado a todos —le dijo Hanaleisa a Rorick poco después, cuando
volvieron a reunirse una vez más.
—Tío Pikel hizo el trabajo peligroso —dijo Rorick, señalando con la barbilla al
enano.
—¡Duu-dad! ¡Ji, ji, ji! —dijo Pikel. Y levantando su cachiporra al mismo tiempo
que sacudía la peluda cabeza, añadió—: ¡Buum!
—Todavía no estamos salvados —dijo Temberle, apostado en una pequeña
ventana desde donde se veía la carnicería que estaba teniendo lugar en la calle. Había
recuperado la conciencia, pero todavía estaba débil y su voz sonaba realmente
apesadumbrada—. Esos fuegos no van a durar mucho tiempo.
Era cierto, pero los incendios alimentados por el whisky habían cambiado las
tornas y habían salvado su causa. Los estúpidos muertos vivientes no conocían el
miedo y habían seguido avanzando, de manera que sus ropas y su pellejo putrefactos
activaban las llamas cuando caían encima de otros no muertos.
Sin embargo, unos cuantos rezagados habían conseguido abrirse paso y estaban
arañando con sus garras las paredes del almacén y golpeando los tablones mientras el
fuego de fuera se iba agotando.
Un zombi atravesó las llamas y ardió. Sin embargo, siguió avanzando en

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dirección a la puerta del edificio y consiguió golpearla con los puños unas cuantas
veces antes de sucumbir a las llamas. La mala suerte quiso que el fuego se extendiera
a la madera. Eso no habría tenido grandes consecuencias de no haber sido porque el
contenido de una barrica que se había derramado en el tejado se había desparramado
por la pared.
Se oyeron varios gritos cuando prendió la esquina del almacén. Algunos
acudieron para tratar de apagar las llamas, pero no consiguieron nada. Y lo peor era
que los que habían arrojado los barriletes apenas habían utilizado un tercio de lo que
había almacenado en el edificio. El whisky era una de las principales exportaciones
de Carradoon. Cada diez días más o menos salían barcos cargados de licor.
Había más de cien personas en aquel almacén, y el pánico se propagó entre ellas
con la misma rapidez que el fuego por el tejado.
—¡Tenemos que salir! —gritó un hombre.
—¡A los muelles! —gritaron otros, y se inició la estampida hacía la puerta trasera.
—¡Uh!, ¡oh! —dijo Pikel.
Temberle pasó el brazo de Rorick por encima de sus hombros y los hermanos
avanzaron hacia la salida, apoyándose el uno en el otro y gritándoles a Hanaleisa y a
Pikel que los siguieran.
Pikel empezó a moverse, pero Hanaleisa lo cogió por el brazo y lo retuvo.
—¿Eh?
Hanaleisa señaló una barrica que estaba cerca y corrió a por ella. La abrió y la
levantó, luego corrió a la puerta delantera, donde había esqueletos y zombis tratando
de entrar. Mirando a Pikel, Hanaleisa empezó a derramar el contenido a lo largo de la
pared.
—¡Ji, ji, ji! —aprobó Pikel, acudiendo a su lado con otra barrica.
Primero, el enano acercó los labios y tomó un buen trago, pero después corrió a lo
largo de la pared, esparciendo el contenido por todo el suelo y la base de los tablones.
El calor se hacía cada vez más intenso. Una viga que cayó del techo trazó una
línea de fuego de un lado a otro del edificio.
—¡Hana! —gritó Rorick desde el fondo del almacén.
—¡Salid! —le gritó su hermana—. ¡Tío Pikel, vamos!
El enano corrió hacia ella, de un salto superó la viga tirada en el suelo, y ambos se
dirigieron deprisa hacia la puerta.
Hubo más desprendimientos peligrosos, y la pared lateral empapada de whisky
empezó a arder con furia. Las llamas se propagaron por las paredes que tenían detrás,
pero los no muertos no habían conseguido entrar.
Hanaleisa de dio cuenta al llegar a la salida.
—¡Vete! —le ordenó a Pikel, empujándolo a través de la puerta.
El enano y los dos hermanos quedaron horrorizados cuando Hanaleisa se volvió y

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entró a la carrera en el edificio en llamas.
El humo le inundó las fosas nasales y le hizo arder los ojos. Apenas podía ver,
pero conocía el camino. Saltó por encima de la viga tendida en medio del almacén, se
agachó y, con una voltereta, pasó por debajo de otra que caía desde lo alto.
Se acercó a la puerta delantera y de un salto se lanzó hacia ella en el preciso
momento en que una barrica cercana estallaba y se convertía en una bola de fuego;
otra que había detrás explotó también. Hanaleisa dio una patada a la pesada barra que
atrancaba la puerta, poniendo todas sus fuerzas y su voluntad en el golpe. Oyó el
crujido de la madera bajo el pie. Menos mal, porque no tenía tiempo para repetir el
movimiento. En ese momento, las llamas alcanzaron el whisky que ella y Pikel
habían vertido y tuvo que salir a todo correr para no ser presa del fuego.
Pero la puerta estaba abierta, y los no muertos se precipitaron al interior, llevados
por su estupidez y su ansia devastadora.
Más barricas estallaron y la mitad del techo se hundió detrás de Hanaleisa, pero
ella mantuvo su atención centrada y las piernas en movimiento. Como casi no veía
nada en medio de la densa humareda, tropezó contra un madero encendido y se
lastimó los dedos de los pies.
Consiguió recuperarse rápidamente y se levantó de nuevo.
Más explosiones, y a su alrededor seguían cayendo trozos encendidos del tejado.
El humo se volvió tan espeso que se desorientó. No podía ver la puerta. Hanaleisa se
detuvo derrapando, pero no tenía tiempo que perder. Volvió a salir corriendo, tropezó
con una pila de barriles y los volcó.
No podía ver, no podía respirar, no tenía la menor idea de dónde estaba la salida,
y sabía que cualquier otra dirección la conduciría directamente a la muerte.
Giró a izquierda y derecha. Partió en una dirección y luego retrocedió,
desalentada. Llamó a gritos, pero su voz se perdió entre el rugido de las llamas.
En ese momento, el horror se transformó en resignación. Sabía que estaba
condenada, que su atrevida maniobra había sido un éxito, pero que le costaría la vida.
Que así fuera.
La joven se dejó caer sobre manos y rodillas, y pensó en sus hermanos. Confió en
haberles dado el tiempo necesario para escapar. «El tío Pikel los pondrá a salvo», se
dijo, y aceptó su suerte.

Hay que decir a su favor que Bruenor no dijo nada, pero Thibbledorf Pwent y
Drizzt no podían por menos que notar las miradas evidentemente incómodas que
echaba a un lado y a otro cada vez que Jarlaxle y Athrogate entraban o salían de entre
los árboles en sus monturas mágicas.
—Tiene las hechuras de un Revientabuches —comentó Pwent, que estaba sentado
al lado de Bruenor en el pescante de la carreta mientras Drizzt caminaba junto a ellos.

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El Revientabuches señaló con su barbudo mentón a Athrogate—. Demasiado limpio
para mi gusto, pero me agrada ese puerco que lleva. ¡Y esos manguales!
—O sea que los Revientabuches andan por ahí con drows, ¿verdad? —replicó
Bruenor, pero antes de que Pwent pudiera descifrar aquella observación irónica, llegó
la respuesta de Drizzt.
—A veces —dijo.
—¡Bah, elfo!, tú no eres un drow, ni lo has sido nunca —protestó Bruenor—. Ya
sabes lo que quiero decir.
—Lo sé —reconoció Drizzt—. No pretendías ofender ni yo me he sentido
ofendido, pero tampoco creo que Jarlaxle coincida con la idea que tú te has formado
de mi pueblo.
—¡Bah!, él no es ningún Drizzt.
—Tampoco lo era Zaknafein de la manera que tú das a entender —respondió
Drizzt—, pero el rey Bruenor habría dado la bienvenida a mi padre en Mithril Hall.
De eso, estoy seguro.
—Y este extraño se parece a tu padre, ¿es eso lo que quieres decir?
Drizzt miró a través de los árboles para observar a Jarlaxle montado en su corcel
infernal y se encogió de hombros sin saber realmente qué responder.
—Según me han dicho, eran amigos.
Bruenor guardó silencio un momento y también miró a esa extraña criatura que
era Jarlaxle, con su extravagante sombrero adornado con una pluma. Todo en torno a
su persona resultaba chocante para la estrechez de miras de Bruenor; todo lo suyo
hablaba al enano en clave del «otro».
—Es sólo que no estoy seguro de ése —farfulló el rey enano—. Mi hija está aquí
llena de problemas y me pides que confíe en tipos como Jarlaxle y ese enano que
tiene como mascota.
—Es cierto —admitió Drizzt—, y no niego que yo mismo tengo dudas.
Drizzt dio un salto y se agarró a la barandilla que había detrás del asiento para
viajar un rato en la carreta. Miró directamente a Bruenor, exigiendo su atención
absoluta.
—Pero también sé que si Jarlaxle nos hubiera querido muertos lo más probable es
que a estas alturas estuviéramos caminando por el plano de fuga. Regis y yo no
habríamos salido de Luskan sin su ayuda. Catti-brie y yo no podríamos haber
escapado a sus muchos guerreros en las afueras de Menzoberranzan hace años si él
no lo hubiera permitido. No tengo la menor duda de que detrás de su ofrecimiento de
ayuda hay algo más que su preocupación por nosotros o por Catti-brie.
—¡Seguro que él también tiene un problema —dijo Bruenor—, o yo soy un
gnomo barbudo! Y un problema más gordo que eso que nos contó acerca de que
quería asegurarse de que la Piedra de Cristal había desaparecido.

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Drizzt asintió.
—Puede que así sea, pero a pesar de todo pienso que tenemos más oportunidades
con Jarlaxle de nuestro lado. Ni siquiera habríamos pensado en recurrir a Espíritu
Elevado y a Cadderly si Jarlaxle no hubiera enviado a su compañero enano a Mithril
Hall para sugerirlo.
—¡Para obligarnos a salir! —replicó Bruenor, cuyo tono resultó bastante audible.
Drizzt hizo un gesto con la mano para tranquilizar al enano.
—Te repito, amigo mío, que si lo único que pretendía era hacernos vulnerables,
Jarlaxle nos habría tendido una emboscada en cuanto hubiéramos salido por la puerta,
y allí estaríamos ahora y seríamos pasto de los cuervos.
—A menos que espere algo de ti —insistió Bruenor—. Podría ser que hubiera
todavía una bonita recompensa por la cabeza de Drizzt Do'Urden, gracias a las
madres matronas de Menzoberranzan.
Era posible, Drizzt tenía que admitirlo, y echó una mirada a Jarlaxle por encima
del hombro, pero finalmente hizo un gesto negativo. Si Jarlaxle hubiera querido algo
así, habría atacado la carreta con una fuerza aplastante a la salida de Mithril Hall y los
habría capturado a los cuatro o a cualquiera de ellos que pudiera tener algún valor
para sus inconfesables planes. Sin embargo, incluso dejando a un lado esa lógica tan
simple, muy dentro de Drizzt había algo más, una comprensión de Jarlaxle y de sus
motivos que lo sorprendía cada vez que se paraba a pensarlo.
—No lo creo —le respondió a Bruenor—. No creo nada de eso.
—¡Bah! —bufó el rey enano, que no parecía nada convencido.
Bruenor hizo sonar las riendas para apurar aún más el paso de los animales,
aunque ya habían recorrido más de setenta y cinco kilómetros en lo que iba del día, y
todavía tenían por delante otro medio día de cabalgada. La carreta proseguía
cómodamente el viaje. Los artesanos enanos, sin duda, habían estado a la altura de la
empresa.
—¿De modo que piensas que lo único que quiere de nosotros es una buena
recomendación ante Cadderly? Te has tragado su cuento, ¿no? ¡Bah!
Era difícil encontrar una respuesta adecuada a uno de los «¡Bah!» de Bruenor, y a
dos, mucho más, pero incluso antes de que Drizzt lo intentara siquiera, un grito
llegado desde el fondo de la carreta puso fin a la conversación.
Al volverse, los tres vieron a Catti-brie flotando en el aire, con los ojos en blanco.
No se había elevado lo suficiente como para escapar por el portalón trasero del
vehículo, y seguía con ellos en su estado de ingravidez. Tenía uno de los brazos
alzado hacia un lado y flotaba como si estuviera en el agua, tal como la habían visto
otras veces durante sus ataques, pero el otro brazo lo llevaba hacia adelante, con la
mano vuelta, como si estuviera sosteniendo una espada ante sí.
Bruenor tiró de las riendas y se las pasó a Pwent, volviéndose hacia atrás en el

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asiento incluso antes de que el Revientabuches pudiera recogerlas. Drizzt llegó
primero a la caja de la carreta. Saltó con agilidad por encima del lateral y sujetó a
Catti-brie por el brazo izquierdo, antes de que ésta pudiera deslizarse más allá de la
barandilla. El drow alzó la otra mano para detener a Bruenor y miró con intensidad a
Catti-brie mientras ella ponía en escena lo que veía mentalmente.
Sus ojos volvieron a la normalidad, recuperando su color azul profundo.
Su brazo derecho se retorció, y ella hizo una mueca de dolor. Su mirada parecía
enfocada hacia adelante, aunque teniendo en cuenta que sus ojos miraban a lo lejos,
era difícil afirmarlo con seguridad. Giró lentamente su mano extendida, como
forzando la espada imaginaria en un ángulo descendente. Entonces, subió un poco,
como si algo o alguien se hubiera deslizado del extremo del arma. La respiración de
Catti-brie era entrecortada. Una lágrima, sólo una, se deslizó por su mejilla y,
moviendo mudamente los labios, dijo:
—La he matado.
—¿En qué anda ahora? —preguntó Bruenor.
Drizzt le hizo señas de que se callara y le permitiera seguir con su representación.
Catti-brie bajó la cabeza, como si estuviera mirando al suelo, luego la alzó mientras
levantaba su espada imaginaria.
—Seguro que está mirando la sangre —susurró Bruenor.
El rey enano oyó el corcel de Jarlaxle galopando a un lado, y también el de
Athrogate, pero no apartó los ojos de su amada hija.
Catti-brie sollozaba entrecortadamente y trataba de recobrar el aliento mientras le
corrían las lágrimas por las mejillas.
—¿Está mirando al futuro o al pasado? —preguntó Jarlaxle.
Drizzt hizo un gesto como si no lo supiera, aunque estaba casi seguro de
reconocer la escena que estaba representando ante él.
—Pero ha flotado y casi sale por el portalón trasero. Yo no quiero hablar, pero
está tocada —dijo Athrogate.
Entonces sí que Bruenor se volvió y echó al enano una mirada asesina.
—Mil perdones, buen rey Bruenor —se disculpó Athrogate—: sólo he dicho lo
que pensaba.
Catti-brie volvió a sollozar y a sacudirse violentamente. Drizzt ya había visto
suficiente. Atrajo a la mujer hacia su regazo, la abrazó y le susurró al oído.
Y el mundo se tornó oscuro para el drow. Durante un instante apenas vio a la
víctima de Catti-brie, una mujer con el hábito de la Torre de Huéspedes del Arcano,
una maga llamada Sydney. La conocía y sabía con toda seguridad cuál era el
incidente que su amada acababa de revivir.
Antes de que pudiera entender del todo que lo que veía era el cuerpo de la
primera persona a la que Catti-brie había matado en su vida, la primera vez que había

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sentido en su propia piel la salpicadura de la sangre de su víctima, la imagen se
desvaneció, y él se adentró más, como si penetrara en el reino de la muerte y en…
Drizzt no lo sabía. Miró a su alrededor alarmado, como si lo que estuviera viendo
no fuera la carreta y a Bruenor, sino un plano extraño, de luz difusa y densas
sombras, y una niebla gris oscura —casi negra— llevada por una brisa imperceptible.
Allí, en aquel otro lugar, se le echaron encima unas bestias oscuras, fofas, como
trolls deformes que se arrastraban sobre brazos desproporcionados, con los tendones
muy marcados, y que mostraban unos dientes largos y afilados.
Rápidamente dio la espalda a Catti-brie y echó mano a sus cimitarras cuando la
primera de las bestias extendió una garra hacia él. Hasta el brillo de Centella le
pareció oscuro al lanzar un golpe descendente, pero el arma hizo su trabajo y cercenó
el brazo de aquella cosa a la altura del codo. Drizzt se deslizó hacia adelante en pos
del golpe, atravesando el torso de la desdichada criatura con Muerte de Hielo.
Se retrajo raudamente hacia el otro lado y giró en redondo. Vio horrorizado que
Catti-brie no estaba allí. Salió en estampida, arrollando a alguien con todas sus
fuerzas, a continuación tropezó y dio una voltereta hacia adelante. Bueno, más bien
intentó darla, pero se dio cuenta de que el suelo estaba varios palmos más bajo de lo
que había pensado, y aterrizó sentado, con fuerza, entrechocando los dientes.
Drizzt lanzaba furiosos tajos y estocadas mientras las bestias oscuras se
abalanzaban sobre él. Consiguió afirmar los pies y levantarse de un salto,
simplemente tratando de evitar las muchas garras que lo amenazaban.
Aterrizó hecho una furia, haciendo girar las cimitarras con movimientos
poderosos y devastadores que obligaron a las bestias a retroceder entre chillidos
terribles, de a tres por vez.
—¡Catti-brie! —gritó, porque no podía verla y sabía que se habían apoderado de
ella.
Trató de avanzar, pero oyó una llamada desde la derecha, y cuando giró, algo lo
golpeó con rotundidad, como si una de las bestias hubiera saltado sobre él y lo
hubiera derribado con una fuerza increíble.
Perdió una cimitarra al salir despedido hacia atrás tres metros o más, aterrizó
contra algo firme, tal vez un árbol, y se encontró sujeto a él, completamente
inmovilizado, como si la fofa bestia, o lo que fuera que lo apresaba se hubiera
convertido en un mazacote en el momento en que lo había rodeado. Sólo podía mover
una mano, y no podía ver nada, apenas podía respirar.
Drizzt trató de liberarse, pensando en Catti-brie, y supo que las bestias negras y
fofas lo rodeaban por todas partes.

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CAPÍTULO 9

TIEMPO DE HÉROES

Apareció una luz, un faro brillante que atravesaba el humo y llamó su atención.
Hanaleisa sintió su invitadora calidez, tan diferente de la mordaz dentellada del
fuego. La llamaba, casi como si estuviera encantada. Cuando por fin salió por la
puerta, dejando atrás la densa humareda, y se encontró en los muelles, Hanaleisa no
se sorprendió al ver a un sonriente tío Pikel allí, de pie, sosteniendo en alto su
cachiporra, que emitía una luz relumbrante. Trató de darle las gracias, pero no paraba
de toser, medio ahogada por el humo. A punto de desplomarse, consiguió llegar hasta
Pikel y darle un gran abrazo. Sus hermanos acudieron a su lado y le dieron
palmaditas en la espalda para ayudarla a expulsar el persistente humo.
Después de un buen rato, Hanaleisa pudo dejar de toser y mantenerse en pie.
Pikel los condujo rápidamente a todos lejos del almacén, que seguía siendo sacudido
por explosiones de barricas de whisky de Carradoon que todavía estaban intactas.
—¿Por qué entraste ahí? —le recriminó Rorick en cuanto pasó el peligro más
inmediato—. ¡Fue una necedad!
—¡Tut, tut! —le dijo Pikel, moviendo un dedo en el aire para acallarlo.
Una parte del tejado cayó con gran estruendo y derribó también un tramo de la
pared. A través del agujero que dejó, los cuatro vieron el asalto imparable de los no
muertos, los monstruos descerebrados dispuestos a entrar por la puerta abierta por
Hanaleisa. Todos caían casi inmediatamente y eran devorados por las llamas.
—Ella los invitó a entrar —le dijo Temberle a su hermano pequeño—. Hana ganó
tiempo para nosotros.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Hanaleisa entre toses, mirando por encima
de sus hermanos hacia los muelles.
La pregunta era más bien fruto de la sorpresa que una petición de respuesta, ya
que ésta era evidente. La gente se amontonaba a bordo de dos pequeños barcos de
pesca amarrados allí cerca.
—Se proponen trasladarnos al otro lado del lago, hacia el norte, a Byernadine —
le explicó Temberle, refiriéndose a la aldea más próxima a Carradoon sobre la orilla
del lago.
—No tenemos tiempo —replicó Hanaleisa.
—No tenemos elección —dijo Temberle—. Cuentan con buenas tripulaciones. No
tardarán en conseguir más barcos.
Se empezaron a oír gritos en los muelles. Enseguida hubo también empujones y
peleas, ya que la gente, desesperada, trataba de subir a los dos primeros barcos.

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—¡Sólo marineros! —gritó un hombre, imponiéndose al resto, pues el plan había
sido llenar esos dos barcos con pescadores experimentados que pudieran recuperar el
resto de la flota.
Pero la operación no estaba saliendo según lo planeado.
—¡Soltad amarras! —gritaba mucha gente desde uno de los barcos mientras otros
seguían saltando a bordo.
—Son demasiados —les susurró Hanaleisa a sus compañeros.
Realmente, el pequeño barco de pesca, de apenas seis metros de eslora, no tenía
en absoluto capacidad para transportar a todos los que se habían amontonado en él. A
pesar de todo, soltaron las amarras y se separaron del muelle. Varias personas se
echaron al agua al ver que la embarcación se iba; nadaron con todas sus fuerzas para
alcanzarla y aferrarse desesperadamente a la borda, que a duras penas sobresalía de
las frías aguas del lago Impresk.
El segundo barco también salió, no tan cargado, y las velas cuadradas no tardaron
en desplegarse al apartarse de la costa. Tan atestado estaba el primer barco que la
tripulación no podía siquiera acceder a las jarcias, y mucho menos desplegar las
velas. Se escoraba peligrosamente y su rumbo era errático. Todos los que habían
quedado en la orilla daban gritos ahogados y hacían comentarios nerviosos en voz
baja, mientras los gritos y las discusiones a bordo aumentaban con la desesperación.
Ya muchos movían la cabeza, pesarosos, y esperaban una catástrofe cuando la
situación se deterioró rápidamente. Los que estaban en el agua, de repente,
empezaron a gritar y a dar manotazos descontrolados, Los peces esqueléticos se les
clavaban como cuchillos.
El barco se sacudió cuando los que se aferraban a la borda se soltaron, y la gente
comenzó a chillar al ver que las aguas se teñían de sangre.
Entonces, aparecieron los marineros no muertos, obedeciendo a una orden
secreta. Sus manos huesudas se aferraron a las bordas de los dos barcos, y la gente
que iba a bordo y la que estaba en la orilla gritó horrorizada cuando los esqueletos de
los pescadores muertos hacía tiempo empezaron a surgir de las oscuras aguas.
Al cundir el pánico en el primer barco, varias personas cayeron por la borda. La
embarcación empezó a sacudirse, a virar al desplazarse el peso y a dar vueltas sin
control. Presas también del pánico, los marineros del segundo barco no pudieron
reaccionar con la rapidez suficiente antes de que el otro los embistiera. Se produjo el
choque y se oyó el ruido de la madera al romperse y los gritos de docenas de personas
convencidas de que había llegado su fin. Muchos cayeron al agua, y como los
esqueletos empezaron a subir a bordo, otros no tenían más remedio que saltar del
barco para intentar llegar a nado hasta la orilla.
Desde muy antiguo los hombres habían navegado por las aguas del lago Impresk.
Sus profundidades habían presenciado millares de renovaciones del ciclo de la vida.

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El fondo era un hervidero de muertos que se levantaban y las aguas se removían con
el asalto de los peces esqueléticos, que asediaban a los carradeños en cuanto caían al
agua.
Y los que estaban en los muelles, entre quienes se contaban Hanaleisa, sus
hermanos y el tío Pikel, no podían hacer otra cosa que contemplar la escena
horrorizados, ya que ni uno solo de los ochenta que, más o menos, habían subido a
esos dos barcos consiguió llegar vivo a la costa.
—¿Y ahora qué? —gritó Rorick con el rostro bañado en lágrimas y hablando
entre sollozos tan profundos que a duras penas le salían las palabras.
A decir verdad, todos los que estaban en los muelles compartían esa horrible
pregunta. Entonces, el almacén se derrumbó con un estruendo espantoso. Muchos de
los no muertos fueron destruidos en esa conflagración gracias al coraje de Hanaleisa,
pero todavía quedaban muchos más. Y los habitantes de Carradoon estaban atrapados
contra las aguas del lago, un lago en el cual no se atrevían a meterse.
Grupos desperdigados empezaron a correr hacía el norte y hacía el sur,
desaparecido ya todo vestigio de orden. Unas cuantas tripulaciones consiguieron
reunirse a lo largo de la costa y bastantes habitantes se acogieron a su protección.
Muchos más tenían los ojos puestos en los hijos de Cadderly y Danica,
considerados desde hacía tiempo los héroes de la baronía. A su vez, los tres hermanos
ponían sus esperanzas en el único en quien podían confiar: el tío Pikel.
Pikel Rebolludo aceptó la responsabilidad con su proverbial entusiasmo, alzando
su muñón al aire. Sujetó su cachiporra bajo el brazo cercenado y empezó a dar
vueltas a saltitos, dándose golpecitos en los labios con un dedo y musitando
«¡humm!» una y otra vez.
—Bueno, entonces, ¿qué? —gritó el capitán de un barco.
Muchos se agruparon en torno a los cuatro a la espera de la respuesta.
—Buscaremos un lugar que defender y organizaremos nuestras filas —dijo
Temberle cuando se cansó de esperar una respuesta de Pikel—. Demos con un
callejón estrecho. No podemos quedarnos aquí abajo.
—¡Uh, uh! —exclamó Pikel, contrario a la idea cuando ya el grupo empezaba a
organizar su repliegue.
—¡No podemos quedarnos aquí, tío Pikel! —le dijo Rorick, pero el indomable
enano se limitó a responderle con una sonrisa.
Entonces, el enano de la barba verde cerró los ojos y golpeó las tablas del muelle
con su cachiporra, como si llamara a la tierra que tenía bajo sus pies. Se volvió a la
izquierda, hacia el norte, después vaciló y miró en la otra dirección antes de girar otra
vez hacia el norte y ponerse en marcha a paso ligero.
—¿Qué está haciendo? —preguntaron el capitán y algunos otros.
—No lo sé —respondió Temberle, pero Rorick y él se cogieron del brazo y

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partieron tras el enano.
—¡No vamos a seguir a ciegas a ese enano chiflado! —protestó el capitán.
—Entonces, acabaréis muertos —respondió Hanaleisa sin vacilar.
Sus palabras surtieron efecto, porque todos se apresuraron a seguir a Pikel, que
los alejó de los muelles, los condujo a la playa del norte y se dirigió hacia las rocas
oscuras que protegían el puerto de Carradoon de los vientos septentrionales.
—¡No podemos subir a esas paredes rocosas! —se quejó un hombre.
—¡Estamos demasiado cerca del agua! —gritó otra mujer.
Lo cierto era que un trío de marineros no muertos trataba de llegar hasta ellos, lo
que obligó a Temberle, Hanaleisa y otros guerreros a proteger el flanco derecho a lo
largo de todo el camino.
Se encaminaron hacia un aparente punto muerto, donde la pedregosa senda subía
una empinada cuesta que acababa en un descenso al lago lleno de piedras.
—¡Brillante! —se quejó el capitán, acercándose a Pikel—. ¡Nos has conducido a
una muerte segura, enano chiflado!
La verdad era que parecía que tenía razón, porque los muertos vivientes iban
persiguiendo al grupo, que no tenía adónde huir.
Pero Pikel no se inmutaba. Se detuvo al borde del precipicio, junto a un pino
sacudido por el viento, y cerró los ojos, entonando una salmodia mágica de los
druidas. El árbol respondió bajando una rama ante él.
—¡Ji, ji, ji! —dijo Pikel, abriendo los ojos y pasándole la rama a Rorick, que
estaba a su lado.
—¿Qué? —preguntó el joven.
Pikel señaló con un gesto la caída, y dirigió la mirada de Rorick hacia una cueva
que había en el fondo de la ensenada.
—¿Quieres que salte hasta allí? —preguntó Rorick, incrédulo—. ¿Quieres que me
balancee hasta allí?
Pikel asintió y lo empujó fuera de la cornisa.
Entre gritos, Rorick, guiado por el obediente árbol, quedó posado —con tanta
suavidad como la que emplea una madre para poner a un niño en la cuna— en un
estrecho saliente de piedra junto a la ensenada. Esperó allí al capitán y a otros dos,
que fueron los siguientes en balancearse hasta donde él estaba, antes de encaminarse
a la cueva.
Pikel fue el ultimo en bajar, con una hueste de zombis y esqueletos pisándole los
talones. Varios monstruos saltaron detrás de él, y lo que consiguieron fue destrozarse
contra las piedras del fondo.
Alzando su cachiporra relumbrante, Pikel pasó delante del grupo allí reunido y
abrió la marcha hacia la cueva, que, a primera vista, parecía una cámara ancha, alta y
estrecha, donde el agua les llegaba a los tobillos. Pero el instinto y la invocación

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mágica de Pikel lo habían guiado bien. En el fondo de aquella estrecha cueva había
un corredor lateral que se internaba en las paredes rocosas, y todavía más abajo, en
las entrañas de las montañas Copo de Nieve.
Las dos veintenas de supervivientes de Carradoon se internaron en la oscuridad.
La mitad de ellos eran buenos combatientes; el resto, ciudadanos aterrados, algunos
ancianos, otros demasiado jóvenes para blandir un arma. No habían andado mucho
cuando llegaron a un punto defendible, donde el corredor acababa en una estrecha
chimenea que daba acceso a otra cámara.
Allí decidieron establecer su primer campamento, apostando un círculo de
guardias en la entrada de la cueva, que cubrieron con una pesada piedra, y otros más
vigilando los dos corredores que salían de la cámara para internarse aún más en las
montañas.
No se oyó ni una queja más contra el tío Pikel.

Jarlaxle sacó su varita.


—¡Sólo la cara! —le gritó a Athrogate.
El drow saltó de la montura a la parte trasera de la carreta y pasó por delante de
Bruenor, que estaba apoyado sobre una rodilla sujetándose con la mano derecha el
hombro izquierdo en un intento de contener la hemorragia.
Centella había atravesado la buena armadura del enano y le había hecho una
herida profunda.
Jarlaxle sujetó a Catti-brie cuando iba a salir flotando por la parte de atrás, tras
haber recibido un fuerte empujón de Drizzt a causa de su incontrolable agitación.
Jarlaxle tiró de ella y la abrazó estrechamente, como había hecho antes Drizzt, y
empezó el mismo viaje a la locura.
Pero Jarlaxle sabía conocer las distorsiones, ya que la magia del parche que
llevaba sobre el ojo repelía los engaños, de modo que mantuvo sujeta a Catti-brie y le
susurró palabras suaves mientras ella sollozaba. Poco a poco, consiguió calmarla y
atraerla al fondo de la carreta; al fin la sentó con la espalda contra la pared lateral.
Se volvió, sacudiendo la cabeza, y vio que Thibbledorf Pwent trataba de desgarrar
la manga de Bruenor, empapada de sangre.
—¡Ay, mi rey! —se lamentó el Revientabuches.
—¡Está respirando —dijo Athrogate desde un lado del camino, donde Drizzt
permanecía inmovilizado por el globo viscoso en que lo había encerrado la varita de
Jarlaxle—, y rabiando, peleando y golpeando, no se mueve pero le gustaría estar
atizando!
—No preguntéis —dijo Jarlaxle cuando Bruenor y Pwent miraron a Athrogate y
luego a él con aire inquisitivo.
—¿Qué es lo que ha pasado? —quiso saber Bruenor.

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—A tu hija, no lo sé —admitió Jarlaxle—, pero cuando me he acercado he sido
atraído por su intermediación a un lugar oscuro. —Miró furtivamente a Drizzt—. A
un lugar en el que me temo que todavía sigue nuestro amigo.
—Regis —musitó Bruenor. Miró a Jarlaxle, pero el drow tenía la vista fija en la
distancia, absorto en sus pensamientos—. ¿Qué tienes que decirme? —preguntó
Bruenor con tono imperativo, pero Jarlaxle sólo meneó la cabeza.
El mercenario drow miró otra vez a Catti-brie y pensó en el repentino viaje que
había emprendido cuando la había tocado. Creía que era más que una ilusión. Era casi
como si su mente se hubiera adentrado en otro plano de la existencia. Tal vez en el
plano de la sombra o en alguna otra región oscura que esperaba no volver a visitar
nunca más.
Pero incluso en esa breve incursión, Jarlaxle realmente no se había alejado, como
si ese plano y el plano material primario se hubieran superpuesto, unidos en una
especie de grieta curiosa y peligrosa.
Pensó en el espectro con el que se había topado cuando Hephaestus había salido
en su busca, en el agujero dimensional al que había arrojado a la criatura y en la
grieta hacia el plano astral que había creado sin querer.
¿Acaso ese espectro, esa criatura agazapada, habría estado pasando físicamente
de Toril a la dimensión de sombra una y otra vez?
—Es real —dijo en voz baja.
—¿Qué? —preguntaron a una Bruenor y Pwent.
Jarlaxle los miró y negó con la cabeza, sin saber muy bien cómo explicar lo que
se temía que había sucedido.

—Se está tranquilizando —gritó Athrogate desde el árbol—. Pregunta por la


mujer y está hablando conmigo.
Con ayuda de Pwent, Bruenor se puso de pie y acudió con el drow y el enano al
lado de Drizzt.
—¿Qué tal andamos, elfo? —preguntó Bruenor al llegar junto a Drizzt que estaba
totalmente sujeto contra el árbol.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó a su vez el elfo, fijando la mirada en el brazo de
Bruenor.
—Apenas un arañazo —lo tranquilizó Bruenor.
—¡Bah, pero dos dedos más arriba y lo habrías decapitado! —intervino
Athrogate.
Bruenor y Jarlaxle miraron airados al bocazas del enano.
—¿Fui yo…? —empezó a preguntar Drizzt, pero hizo una pausa y bajó la cabeza
con expresión de perplejidad.
—Igual que en Mithril Hall —susurró Bruenor.

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—Ya sé dónde está Regis —dijo Drizzt, alzando la cabeza, alarmado.
Estaba seguro de que los demás se habían dado cuenta de que todavía tenía más
miedo por su pequeño amigo en ese aciago momento. Y su rostro reflejó aún más
miedo y dolor cuando miró a Catti-brie. Si la mente de Regis había entrado
inadvertidamente, quedando atrapada en aquel lugar oscuro, entonces era seguro que
Catti-brie estaba prisionera entre los dos mundos.
—Tú volviste, elfo, y también lo hará el halfling —lo tranquilizó Bruenor.
Drizzt no confiaba tanto en ello. Él apenas había andado de puntillas por esa
dimensión umbral, pero con el rubí, Regis se había asomado a las profundidades de la
mente de Catti-brie.
Jarlaxle movió la muñeca y en su mano apareció una daga. Le indicó a Athrogate
que se apartara y, adelantándose, liberó cuidadosamente a Drizzt de lo que lo
sujetaba.
—Si tienes intención de volverte majara otra vez, avísame —le dijo Jarlaxle,
guiñándole un ojo.
Drizzt no respondió ni sonrió. Su expresión se volvió aún más sombría cuando
Athrogate se acercó a él sosteniendo la cimitarra perdida y todavía manchada con la
sangre de su queridísimo amigo.

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SEGUNDA PARTE

ATISBANDO LA GRIETA

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ATISBANDO LA GRIETA

Sé que está sometida a un tormento constante, y no puedo llegar a ella. He


atisbado el interior de la oscuridad en la que reside, un lugar de sombras más
profundas y más tenebrosas que los planos inferiores. Me llevó allí, sin querer,
cuando traté de confortarla, y en tan poco tiempo estuve a punto de desmoronarme.
Llevó allí a Regis, sin querer, cuando él trató de llegar a ella con el rubí, y allí se
vino totalmente abajo. Le lanzó a Catti-brie una cuerda porque se estaba ahogando,
y ella lo arrancó de la orilla de la cordura.
Está perdida para mí, y me temo que para siempre. Perdida en un estado de
enajenación, en una vacuidad absoluta, en una existencia lánguida, sin vida. Y las
escasas ocasiones en que está activa son quizá las más dolorosos para mí, porque la
profundidad de sus delirios se muestra con toda claridad. Es como si estuviera
reviviendo su vida, por partes, viendo otra vez los momentos decisivos que formaron
a esa hermosa mujer, esa mujer a la que amo con todo mi corazón. Estuvo otra vez
en la ladera de la cumbre de Kelvin, en el Valle del Viento Helado, reviviendo el
momento de nuestro primer encuentro, y si bien ése es para mí uno de mis recuerdos
más preciados, ese hecho hizo que verlo representado otra vez a través de la mirada
distante de mi amor fuera aún más doloroso.
¡Qué perdida debe estar mi amada Catti-brie para haber roto así con el mundo
que la rodea!
Y Regis, pobre Regis. No puedo saber cuán profundamente reside Catti-brie en
esa oscuridad, pero me parece muy obvio que Regis entró plenamente en ese lugar de
sombras. Soy testigo de la naturaleza convincente de sus delirios, y también Bruenor,
cuyo hombro lleva ahora la cicatriz del tajo que le hice con mi espada mientras
trataba de combatir a monstruos imaginarios. Pero ¿eran imaginarios? No tengo la
menor idea. Para Regis, sin embargo, ése es un punto discutible, porque para él, sin
duda, son reales, y lo rodean por todas partes, lo atacan con sus garras, lo hieren y
lo aterrorizan en todo momento.
Me temo que nosotros cuatro —Bruenor, Catti-brie, Regis y yo— somos
representativos del mundo que nos rodea. La calda de Luskan, la locura del capitán
Deudermont, el advenimiento de Obould… Todos estos hechos fueron meros
precursores, porque ahora nos enfrentamos al colapso de lo que en otra época
considerábamos eterno, al colapso del Tejido de Mystra. La enormidad de esa
catástrofe se ve claramente en el rostro de la siempre tranquila dama Alustriel Los
resultados potenciales se reflejan en la demencia de Regis, en la vacuidad de Catti-
brie, en la casi pérdida de mi propia cordura y en la cicatriz que lleva el rey Bruenor.

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No sólo los magos de Faerun sentirán el peso de este espectacular cambio.
¿Cómo se acabará con las enfermedades si los dioses no escuchan las súplicas
desesperadas de sus sacerdotes? ¿Qué harán los reyes del mundo cuando cualquier
contacto con rivales y aliados potenciales, en lugar de realizarse por adivinación o
teletransportación, se convierta en un arduo y largo proceso? ¿Hasta qué punto se
verán debilitados los ejércitos, las caravanas, las pequeñas ciudades, sin el poder de
los usuarios de la magia en sus filas? ¿Y qué beneficio sacarán las razas más bajas,
como los goblins y los orcos, ante la inminencia de esas repentinas debilidades
mágicas? ¿Qué druidas se ocuparán de los campos? ¿Qué magia potenciará y
asegurará las exóticas estructuras del mundo? ¿O se vendrán abajo de una manera
catastrófica, como se vinieron abajo la Torre de Huéspedes del Arcano o la ya hace
tiempo desaparecida Netheril?
No hace mucho que tuve una conversación con Nanfoodle, el gnomo de Mithril
Hall. Hablábamos de la conveniencia de canalizar gases explosivos por debajo de la
cadena montañosa donde los gigantescos aliados de Obould tenían almacenada una
artillería devastadora. Una proeza de ingeniería para el gnomo y su grupo de
enanos, una hazaña que hizo volar la cadena montañosa como no lo habría hecho
una bola de juego de Elminster. Nanfoodle es más partidario de Gond, el dios de los
inventos, que un practicante del Arte. Le pregunté por aquello, tratando de averiguar
por qué se tomaba tantos trabajos cuando una parte tan importante de lo que podía
hacer se conseguía con mayor rapidez con un simple toque al Tejido.
Por supuesto, jamás obtuve respuesta, ya que no es ésa la forma habitual de
actuar de Nanfoodle. En lugar de eso se lanzó a una discusión filosófica sobre la
falsa tranquilidad que nos da nuestra dependencia de «lo que es» y las expectativas
que tenemos puestas en ello.
Jamás había tenido esto tan claro como hoy, porque veo que «lo que es» se está
desmoronando a nuestro alrededor.
¿Saben los granjeros de los alrededores de las ciudades más grandes de Faerun,
de Aguas Profundas y de Luna Plateada, cómo conseguir sus cosechas sin la ayuda
mágica de los druidas? Sin contar con esa ayuda mágica, ¿serán capaces de
satisfacer la demanda de las grandes poblaciones de esas ciudades? ¡Y ése no es más
que el nivel superficial de los problemas que surgirán si nos falla la magia! Hasta las
cloacas de Aguas Profundas son cuestiones complicadas. Esa red cloacal fue
construida a lo largo de muchas generaciones, y cuando la ciudad experimentó una
gran expansión, se recurrió al poder de los magos, que invocaban a los elementales
para facilitar el paso de los desechos por algunos puntos críticos. ¿Qué pasará sin
ellos?
¿Y qué será de Calimport? Regis me ha contado a menudo que tiene un exceso de
población que supera todo lo razonable, todo lo que pueden soportar el océano y el

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desierto. Por eso, los pachás, fabulosamente ricos, han complementado los recursos
naturales empleando a poderosos clérigos para que los aprovisionen de alimentos y
bebidas con que abastecer los mercados, y a grandísimos magos para teletransportar
productos frescos desde lejanas tierras.
¡Menudo caos podría sobrevenir sin esa ayuda!
Y, por supuesto, en mi propia ciudad natal de Menzoberranzan, es la magia la
que mantiene esclavizados a los kobolds, la que protege a las mayores Casas de sus
envidiosos rivales, la que sustenta la cohesión de la sociedad. Dicen que a Lloth le
encanta el caos, y puede llegar a encontrarlo en su máximo exponente si se
desvanece la magia.
Las sociedades del mundo han ido creciendo a lo largo de los siglos. Los sistemas
que tenemos instaurados han evolucionado a través de muchas generaciones, y me
temo que en esa evolución hemos olvidado los fundamentos de las estructuras de la
sociedad Tal vez peor, puede ser que aprender de nuevo las artes y los oficios
perdidos no baste para atender a las necesidades de tierras que se han vuelto más
opulentas y populosas gracias a que la magia complementa los sistemas antiguos.
Siglos atrás, Calimport no podría haber sostenido a su enorme población.
Tampoco habría podido el mundo, un lugar muchísimo más extenso, alcanzar el
gran nivel de singularidad de unicidad, de comunidad de que ahora goza. Porque
ahora la gente viaja a lugares distantes y se comunica con ellos mucho más que en el
pasado. Se suele ver a poderosos mercaderes de Puerta de Baldur en Aguas
Profundas, y viceversa. Sus redes abarcan grandes distancias porque sus magos
pueden mantenerlas. Y esas redes son vitales para garantizar que no haya guerra
entre tan poderosas ciudades rivales. ¡Si la gente de Puerta de Baldur depende de los
artesanos y granjeros de Aguas Profundas, entonces no querrá emprender una
guerra con esa ciudad!
Pero ¿qué sucede si se colapsa todo? ¿Qué sucede si «lo que es», de pronto, deja
de ser? ¿Cómo saldremos adelante cuando se acaben los alimentos y las
enfermedades no puedan curarse por medio de la intervención de los dioses?
¿Se volverá a unir la población del mundo para crear nuevas realidades y
estructuras que provean las necesidades de las masas?
¿O todo el mundo deberá soportar calamidades en una escala nunca vista?
Me temo que lo último. La desaparición de «lo que es» traerá guerras y
distancias, y un mundo de focos de civilización recluidos en lugares de difícil acceso
para defenderse de la intrusión de la demencia asesina.
Contemplo con impotencia la falta de vida de Catti-brie, el terror de Regis y el
hombro herido de Bruenor, y temo estar viendo el futuro.

DRIZZT DO'URDEN

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CAPÍTULO 10

EL INTERMEDIARIO BARBUDO

—Te regocija en exceso una treta tan simple —le dijo Hephaestus a su compañero
en una cueva al sur de Espíritu Elevado.
—Es una cuestión de mera eficiencia y oportunidad, dragón, de la cual no
obtengo el menor regocijo —respondió Yharaskrik con la voz de Ivan Rebolludo, en
cuyo cuerpo había pasado a residir el ilícida, al menos en parte.
Cualquiera que conociese a Ivan se habría rascado la cabeza sorprendido ante el
extraño acento que tenía la voz grave del enano. Una inspección más detenida no
hubiera hecho sino aumentar la sensación de extrañeza, porque Ivan mostraba una
calma excesiva. Se privaba de mesarse la gran barba amarilla y de cambiar el peso
del cuerpo de uno a otro pie, e incluso de golpearse el pecho o las caderas con las
manos, como tenía por costumbre.
—Todavía sigo con vosotros —añadió Yharaskrik—. Hephaestus, Crenshinibon y
Yharaskrik como uno solo. Tener a este enano bajo mi control me permite dar voz
externa a nuestras conversaciones, aunque no siempre eso es bueno.
—Mientras estás leyendo mis pensamientos —replicó el dragón con un tono en el
que era palpable el sarcasmo—, estás exteriorizando una parte de tu conciencia para
proteger de mí los tuyos propios.
El enano hizo una reverencia.
—¿No lo niegas? —preguntó Hephaestus.
—Estoy en tu conciencia, dragón. Tú sabes lo que yo sé; cualquier pregunta que
quieras hacerme será puramente retórica.
—Pero ya no estamos totalmente unidos —protestó Hephaestus, y el enano lanzó
una risita. La confusión del dragón era evidente—.

¿No eres lo bastante sabio como para segmentar tus pensamientos en pequeños
compartimentos, algunos interiores y otros exteriores, bajo la forma de un enano feo
y retaco?
El Yharaskrik metido en el cuerpo de Ivan volvió a inclinar la cabeza.
—Me halagas, gran Hephaestus. Puedes creer que estamos inexorablemente
unidos. No podría herirte sin herirme a mí, porque hacérselo a uno es realmente
hacérselo al otro. Sabes que es verdad.
—Entonces, ¿por qué recurriste al enano, a este huésped representante?
—En particular por ti, que nunca has conocido tal intimidad mental —respondió
el ilícida—. Puede resultar confuso determinar dónde termina una voz y dónde

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empieza la otra. Podríamos encontrarnos batallando por controlar el cuerpo que
ambos habitamos, agotándonos el uno al otro por el más simple de los movimientos.
Así es mejor.
—Si tú lo dices…
—Mira en tu interior, Hephaestus.
Eso hizo el dracolich y tardó un buen rato en responder. Por fin miró al enano
directamente a los ojos y dijo:
—Es conveniente…
Yharaskrik asintió. Miró hacia un lado de la estancia, más allá de los cuatro
cadáveres animados de los magos baldurianos, al par de criaturas agazapadas que
estaban en las sombras más profundas.
—Al igual que Crenshinibon exteriorizó partes de sí mismo —dijo el ilícida con
la voz del enano.
Fetchigrol dio un paso adelante sin dar a Hephaestus tiempo para responder.
—Nosotros somos Crenshinibon —dijo el espectro—. Ahora tenemos cuerpos
separados por la magia del Tejido en decadencia, pero pensamos como uno solo.
Hephaestus hizo un gesto afirmativo con su gigantesca cabeza, pero Yharaskrik,
que había notado una extraña evolución en los últimos días, no coincidió con él.
—No es así —replicó el ilícida—. Sois tentáculos del calamar, pero vuestros
movimientos son independientes.
—Hacemos lo que se nos ordena —protestó Fetchigrol, pero aquellas palabras le
sonaron huecas al Rey Fantasma.
La evolución del ilícida era correcta. Las siete apariciones estaban ganando cierta
independencia de pensamiento una vez más, aunque nada hacía temer que el Rey
Fantasma pudiera verse amenazado por semejante hecho.
—Sois buenos soldados de la causa de Crenshinibon —dijo Yharaskrik—; sin
embargo, dentro de la filosofía que os guía, hay independencia, como habéis
mostrado aquí, en estas montañas.
El espectro emitió un gruñido ronco.
—Existimos en dos mundos —explicó Yharaskrik—, y en un tercero, debido a
Crenshinibon, debido al sacrificio de Fetchigrol y sus seis hermanos. Qué fácil es
para vosotros, qué fácil es para todos nosotros, llegar al reino de la muerte y traer de
allí a secuaces sin uso de razón, y eso ha sido lo que ha hecho Fetchigrol.
—El caos se ha establecido en Carradoon —dijo la voz del espectro, aunque la
cara oscura del humanoide no dio indicios de haber hablado—. A medida que los
humanos van muriendo, se unen a nuestras filas.
Yharaskrik hizo con la mano un gesto hacia un lado, a los cuatro magos que había
levantado de entre los muertos, uno incluso antes de que las llamas de una bola de
fuego hubieran dejado de achicharrar su piel ennegrecida.

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—¡Y con lo fácil que es! —dijo el ilícida, dejando de lado por primera vez
durante la conversación su cadencia llana—. Aunque sólo fuera por esta capacidad,
ya seríamos poderosos.
—Pero tenemos más que este poder singular —dijo Hephaestus.
El compañero espectral de Fetchigrol flotó hacia adelante, impulsado por el Rey
Fantasma.
—La carnicería del Páramo Sombrío está a nuestra disposición —dijo Solmé—.
La verja no es fuerte y la puerta no está cerrada. Las bestias reptantes están
hambrientas de carne de Toril.
—Y cuantos más maten, más engrosarán nuestras filas —dijo Fetchigrol.
Yharaskrik asintió y cerró sus ojos enanos, sopesando las posibilidades. Ese
curioso giro de las circunstancias, esta combinación fortuita de magia, intelecto y
fuerza bruta —de Crenshinibon, Yharaskrik y Hephaestus—, había originado
posibilidades aparentemente ilimitadas.
Pero ¿había originado también un propósito común?
¿Conquistar o destruir? ¿Para qué fin?
El gruñido de Hephaestus arrancó a Yharaskrik de su contemplación, y vio que el
dragón lo miraba con aire de desconfianza.
—Adónde vayamos a parar no es mi preocupación inmediata —advirtió el dragón
con la voz ronca por la rabia acumulada—. Yo quiero tomarme mi venganza.
Yharaskrik oyó el diálogo interno del dragón con toda claridad, con imágenes
instantáneas de Espíritu Elevado, la casa del sacerdote que había ayudado a hacer
desaparecer a los tres espíritus unidos. En ese lugar, el dragón concentraba su odio y
su ira. Habían sobrevolado el edificio la noche anterior, e incluso entonces,
Yharaskrik y Crenshinibon habían tenido que contrarrestar el reflejo del enfado de
Hephaestus. De no haber sido por la mediación de aquellas dos voces internas, el
dragón se hubiera lanzado en picado sobre el lugar en un arranque explosivo de pura
malevolencia.
Yharaskrik no disentía abiertamente, y ni siquiera permitió que su mente revelara
en absoluto su oposición.
—¡Ya mismo! —rugió Hephaestus.
—No —se atrevió a oponerse el ilícida—. La magia se está deshaciendo, al
menos la arcana, y en algunos casos la divina, pero todavía no está totalmente
deshecha. No está perdida para el mundo, pero no se puede confiar en ella. Ese lugar,
Espíritu Elevado, está lleno de sacerdotes y magos poderosos. Subestimar el poder
allí reunido representa un gran peligro. Cuando lo decidamos, caerá, y ellos también
caerán, pero no antes.
Hephaestus volvió a gruñir. Fue un gruñido largo y ronco, pero Yharaskrik no
temía un estallido de la bestia, porque sabía que Crenshinibon reforzaba cada vez más

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su raciocinio dentro del dragón. Éste quería acción, devastadora y catastrófica, quería
sembrar la muerte entre aquellos que habían facilitado su caída. Hephaestus era por
naturaleza impulsivo y explosivo; era la forma de ser de los dragones.
Pero la forma de ser del ilícida requería paciencia y una consideración minuciosa,
y no había en el mundo criatura sentiente más paciente que Crenshinibon, que había
visto pasar milenios ante sus ojos.
Contrarrestaron a Hephaestus y calmaron a la bestia. Ayudaron, y no poco, sus
promesas de que Espíritu Elevado quedaría convertido en una ruina humeante. Ésa
era una intención firme y una expectativa sincera, y por supuesto, Hephaestus lo sabía
con tanta certeza como si la idea fuera suya.
El dracolich se hizo un ovillo y alimentó sus fantasías. También podía ser una
criatura paciente.
Bueno, hasta cierto punto.

—¡Defended ese flanco! —les gritó Rorick a los hombres de la pared izquierda de
la cueva, dispersos entre un montón de rocas caídas.
Estaban con el agua por los tobillos y combatían a muerte contra una multitud de
esqueletos y zombis. El centro de la línea defensiva, encabezada por los tres jóvenes
Bonaduce y por Pikel, se mantenía firme contra el ataque de los no muertos. Allí el
agua llegaba casi hasta la rodilla, y su arrastre afectaba más al avance de los
monstruos que a los defensores.
A la derecha, los contornos y curvas del túnel también favorecían a los
defensores. Ante ellos, donde el túnel se hacía aún más ancho, había un profundo
pozo. Los esqueletos y zombis que se atrevían a entrar en él estaban totalmente
cubiertos por las aguas, y los que conseguían salir eran recibidos con una lluvia de
pesadas estacas. Ese pozo era el motivo principal por el cual los defensores habían
elegido defender allí el terreno cuando por fin las hordas los encontraron. Al
principio, había parecido una elección prudente, pero la afluencia incansable de sus
enemigos estaba empezando a hacer pensar a muchos —Temberle y Hanaleisa, entre
ellos— que tal vez deberían haber escogido un punto más estrecho que ese espacio de
nueve metros.
—No van a aguantar —les dijo Rorick a sus hermanos mientras Hanaleisa le daba
una patada en la cabeza a un esqueleto y lo mandaba volando túnel abajo.
Hanaleisa no necesitó aclaración alguna para saber a qué se refería. Dirigió de
inmediato la mirada a la izquierda, a las muchas rocas que bordeaban aquella parte
desmoronada del túnel. Habían creído que esas rocas iban a ser una ventaja ya que
obligarían a la avanzadilla de los monstruos a concentrarse para abrirse camino entre
los numerosos obstáculos, pero cuando los monstruos atacaron, esas piedras
esparcidas empezaron a perjudicar a los defensores, que demasiado a menudo se

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encontraban aislados de sus aliados.
Hanaleisa le dio a Temberle una palmada en el hombro y se apartó hacia un lado.
Pero apenas hubo recorrido dos pasos oyó gritar a Rorick de dolor. Se volvió sobre
sus talones y lo vio caer; levantaba la pierna herida, de la que volvía a manar sangre.
Temberle trató de echarle una mano, pero un chapoteo hizo que perdiera pie. Un pez
esquelético salió del agua y lo golpeó en toda la cara.
Por toda la parte media de la línea, los defensores empezaron a agitarse y a gruñir
mientras los peces no muertos saltaban del agua y encontraban sus objetivos.
—¡Retirada! —gritó un hombre—. ¡Corred!
—¡No hay adónde ir! —gritó otro.
—¡Volved al túnel! —volvió a gritar el primero, y empezó a internarse más en la
cueva seguido por varios otros. La totalidad de la parte central se derrumbó detrás de
ellos.
Rorick y Temberle se pusieron de pie al mismo tiempo. Rorick le indicó a su
hermano que se fuera. Temberle, sangrando profusamente por la nariz, se volvió
velozmente, esgrimiendo el pesado espadón.
Hanaleisa miró al flanco izquierdo justo a tiempo para ver cómo una docena de
manos carcomidas tiraban de un hombre hacia abajo. Se había quedado sin opciones,
y al ver que todo se venía abajo a su alrededor, lo único que pudo hacer fue gritar:
—¡Tío Pikel!
Era lo que había hecho tantas veces en su infancia cuando se enfrentaba a una
crisis.
Si Pikel la oyó, no dio muestra alguna, ya que el enano de la barba verde estaba
lejos de la primera línea, con los ojos cerrados. Tenía la mano tendida hacia delante,
sujetando la cachiporra mágica mientras describía lentos círculos con el muñón.
Hanaleisa se disponía a llamarlo otra vez, pero vio que estaba entonando una
salmodia.
La joven monje miró hacia la pared izquierda y luego otra vez hacia el centro.
Dándose cuenta de que tenía que confiar en su tío, salió corriendo hacia las rocas,
hacia el grupo de esqueletos que no paraba de aporrear y desgarrar al defensor caído.
De un salto se colocó en medio de ellos y empezó a descargar patadas y puñetazos
con contundencia y precisión. De una patada lanzó a un esqueleto a un lado, y éste se
incrustó en el pecho de un zombi. Inmediatamente se apoyó sobre la punta de un pie
con la otra pierna extendida y comenzó a golpear furiosamente mientras describía una
veloz rotación.
—¡A mí! —les gritó a los compañeros del hombre caído, muchos de los cuales
parecían a punto de dar la vuelta y huir, al igual que varios de los del centro de la
línea.
Hanaleisa hizo una mueca de dolor cuando una mano esquelética se le clavó en el

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hombro y le produjo una profunda herida con los dedos huesudos. De un codazo le
rompió la cara a la criatura y la lanzó despedida.
Entonces, redobló las patadas y los puñetazos, decidida a seguir combatiendo
hasta el crudo final.
Los hombres y las mujeres que se habían internado más en la cueva abandonaron
toda idea de retirada y acudieron llenos de furia. Hanaleisa los había inspirado, los
había avergonzado.
A la monje guerrera la embargó la satisfacción al verlo, ya que la horda se vio
obligada a retroceder, y el hombre caído fue arrebatado de las garras de los no
muertos. Hanaleisa tenía sus dudas de que eso fuera a influir en el resultado final,
pero a pesar de todo y por alguna razón a ella sí le importaba. Morirían con honor y
valor, y eso tenía que contar algo.
Echó una mirada a sus hermanos en el momento en que Pikel, en su cuarto
intento, conseguía por fin completar su conjuro. Una bola blanca y brillante, tan
grande como el puño de Hanaleisa, brotó de la cachiporra del enano y pasó por
encima de la primera línea de defensores. La bola tocó a un esqueleto y siguió
adelante. Hanaleisa se quedó con la boca abierta cuando el esqueleto quedó
paralizado y se cubrió de una capa de hielo.
—¿Qué…? —fue todo lo que dijo antes de que la pequeña bola cayera al agua.
Entonces, tanto ella como los demás se quedaron atónitos al ver que el estanque
se congelaba alrededor de la esfera.
Los combatientes de la primera línea dieron un grito de sorpresa y dolor cuando
la garra helada llegó hasta ellos, que o bien retrocedieron, o los dejó aprisionados
donde estaban. Sin duda, era una consecuencia involuntaria, pero valió la pena
porque el monstruoso avance, incluso el de los insidiosos peces no muertos, se
detuvo de inmediato.
Unos tentáculos helados se extendieron desde el centro del hielo; avanzaban hacía
los lados y se alejaban de los defensores, guiados por la voluntad de Pikel.
—¡Ahora! —les gritó Hanaleisa a los suyos, que estaban en la pared de la
izquierda, y todos lanzaron un furioso ataque para repeler la marea de muertos
vivientes.
Los que no habían quedado atrapados en el hielo rompían con fuerza los cristales
para liberar a sus compañeros. Trabajaban con desesperación al ver que acudían
nuevos no muertos desde el otro lado del área congelada y avanzaban impertérritos
por encima de la helada superficie usando a sus secuaces inmovilizados como
asideros para no resbalar.
Sin embargo, Pikel había ganado el tiempo suficiente como para que el vapuleado
grupo pudiera retirarse por el túnel. Se adentraron más en la montaña, hasta que
atravesaron un estrecho corredor, un pasadizo por el que sólo podían avanzar de uno

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en uno y que finalmente se abría, gracias al cielo, a una cámara más ancha, de unos
cien pasos de amplitud. A la salida del túnel se hicieron firmes. Dos guerreros
recibían a los no muertos que trataban de entrar.
Y cuando esos dos se cansaban o sufrían alguna herida, otros dos ocupaban su
lugar.
Mientras tanto, detrás de ellos, Rorick organizaba una fila de defensores provistos
de grandes rocas. Cuando estuvo seguro de que tenían suficientes, dio la voz a los
defensores de que se hicieran a un lado. Uno por uno, los que formaban la cola fueron
avanzando y arrojando rocas al túnel, de manera que hicieron retroceder a los
esqueletos y los zombis. En cuanto tiraban la piedra, salían corriendo a buscar otra.
Así siguieron algún tiempo, hasta que las rocas que caían sólo golpeaban contra
otras rocas, hasta que los monstruos quedaron bloqueados detrás de una pared de
piedra cada vez más gruesa. Cuando acabaron, y mientras los contumaces monstruos
seguían arañando el otro lado de la barricada, Pikel dio un paso adelante y empezó a
frotar la piedra y la tierra de las paredes del túnel. Invocó a las plantas y les ordenó
que avanzaran, y éstas enviaron sus zarcillos y sus raíces para rellenar los huecos
entre las piedras; así, al compactarlas, les dieron mayor resistencia.
Pareció que, al menos por el momento, la amenaza había quedado vencida. Su
resultado habían sido muchos cortes y magulladuras, e incluso heridas más serias, y
el hombre al que se le había echado encima un grupo de no muertos no volvería a
combatir durante mucho tiempo, y eso si lograba sobrevivir a sus heridas. Además,
los defensores estaban en las profundidades de los túneles, en un lugar lóbrego que no
conocían. ¿Cuántos túneles más podrían encontrar bajo las montañas Copo de Nieve
y cuántos monstruos podrían encontrarlos también y volver a atacarlos?
—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó un hombre al apreciar la enormidad
de la situación en que se encontraban.
—Escondernos y luchar —dijo un Temberle decidido, respirando con dificultad
por su nariz rota.
—Y morir —añadió otro, un capitán de un barco de pesca, corpulento y entrado
en años, con una gran barba gris.
—Eso, y entonces nos levantaremos y combatiremos con el otro bando —
intervino otro.
Temberle, Hanaleisa y Rorick se miraron y no supieron qué contestar.
—¡Uuuuh! —dijo Pikel.

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CAPÍTULO 11

LA PESADILLA VIVIENTE

—Es necesario que os consiga un recambio —dijo Jarlaxle con un suspiro


exagerado.
—Hemos hecho más de mil quinientos kilómetros desde Mithril Hall —recordó
Bruenor—. Y les hemos exigido al máximo. Incluso con las herraduras… —Hizo un
gesto pesaroso.
Era cierto que esas buenas mulas se encontraban al límite, al menos por el
momento, pero se habían portado de maravilla. Habían tirado de la carreta desde el
amanecer hasta la puesta del sol, todos los días. Asistidas por las herraduras mágicas
y por el buen diseño y construcción del vehículo, consiguieron cubrir más terreno
cada día de lo que un tiro normal podía recorrer en diez.
—Es cierto —admitió el drow—, pero están realmente agotadas.
Drizzt y Bruenor se miraron, sorprendidos, cuando Pwent gritó:
—¡Yo quiero uno de ésos! —y señaló al jabalí de Athrogate, que escupía fuego.
—¡Buajajá! —exclamó a su vez Athrogate—. ¡Te aseguro que me siento
fantástico cabalgando a mi feroz puerco en la batalla! ¡Y cuando los orcos creen
conocer mi juego, le clavo los talones y lanza pedos llameantes! ¡Buajajá!
—¡Buajajá! —coreó Thibbledorf Pwent.
—¿Podemos atarlos a los dos a la maldita carreta para que tiren de ella? —
preguntó Bruenor, señalando con la mano a los otros dos enanos—. Estoy dispuesto a
clavarles las herraduras mágicas en los pies.
—Puedes hacerte una idea de lo que llevo aguantando toda la década —dijo
Jarlaxle.
—Y sin embargo, no te separas de él —apuntó Drizzt.
—Porque es fuerte contra mis enemigos y puede aguantar su carga —dijo Jarlaxle
—, y además puedo correr más que él cuando hay que batirse en retirada.
Jarlaxle le entregó a Drizzt las riendas de la mula, y éste llevó lentamente al
exhausto animal hasta la parte de atrás de la carreta, donde acababa de atar a su
compañera. Sus días de tirar de la carreta se habían terminado, al menos por un
tiempo.
La pesadilla infernal se resistió al tirón de Jarlaxle, que trataba de ponerlo en el
arnés.
—No le gusta nada —dijo Bruenor.
—No tiene elección —replicó Jarlaxle, que por fin consiguió atar a la bestia.
El drow se sacudió el polvo de las manos y se dispuso a subir con Pwent y

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Bruenor a la carreta.
—Mantén un paso vigoroso y constante, buen enano. Verás que el caballo
demoníaco es más que… —Hizo una pausa, y al saltar al interior se encontró con las
expresiones escépticas de los dos enanos—. ¿Os dejo mi corcel y pretendéis que vaya
andando? —preguntó como si estuviera herido.
Pwent miró a Bruenor.
—Déjalo subir —decidió Bruenor.
—¡Yo te protegeré, mi rey! —declaró Pwent cuando Jarlaxle se sentó junto al
Revientabuches, que quedó entre él y Bruenor.
—Te mataría antes de que te dieras cuenta de que había empezado la pelea —le
dijo Drizzt al pasar andando.
Pwent abrió los ojos, alarmado.
—Es cierto —le aseguró Jarlaxle.
Pwent empezó a tartamudear, pero Bruenor le atizó un buen codazo.
—¿Qué, mi rey? —preguntó el Revientabuches.
—Que te calles —dijo Bruenor, y Jarlaxle rompió a reír.
El rey enano hizo restallar las riendas, pero en lugar de ponerse en marcha, el
corcel de pesadilla piafó lanzando fuego por la nariz y volvió la cabeza a modo de
protesta.
—Déjame a mí, por favor —dijo Jarlaxle, alarmado, y echó mano de las riendas
que Bruenor le cedió.
Sin hacer el menor movimiento con ellas, Jarlaxle puso en marcha a la criatura
con su voluntad. El corcel demoníaco no tenía problemas para tirar de la carreta. Lo
único que retrasaba la marcha era la consideración del drow para con las dos mulas
atadas en la parte de atrás, que estaban exhaustas por la larga cabalgada.
Y realmente había sido larga, ya que habían cubierto la mayor parte del camino
por la mañana, y ya tenían a la vista las montañas Copo de Nieve, aunque todavía
quedaba todo un día de marcha.
Jarlaxle les aseguró que su bestia mágica podía seguir después de que se hiciera
de noche, que incluso podía ver en la oscuridad, pero también por consideración a las
mulas, que lo habían entregado todo en el viaje, Bruenor decidió que hicieran un alto
a media tarde y se pusieron a preparar el campamento al pie de las colinas.
Jarlaxle envió a su corcel de pesadilla de vuelta al lugar al que pertenecía, o un
plano inferior, y Athrogate hizo lo propio con su jabalí demoníaco. Entonces,
Athrogate y Pwent fueron a buscar ramas y piedras para levantar defensas alrededor
de su campamento. Apenas habían empezado a moverse, y Jarlaxle y Bruenor
acababan de soltar las mulas, cuando los animales empezaron a removerse nerviosos
y a piafar inquietos.
—¿Qué pasa? —preguntó Bruenor.

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Jarlaxle tiró con fuerza de las riendas de la mula, pero ésta se echó atrás y
resopló.
—Esperad —les dijo Drizzt.
Estaba en la carreta, de pie junto a Catti-brie, que iba sentada, y cuando los demás
lo miraron esperando una aclaración, se quedaron mudos al ver al drow en guardia,
con los ojos fijos en los árboles del otro lado de la carretera.
—¿Qué estás viendo, elfo? —susurró Bruenor, pero Drizzt se limitó a hacerle al
enano una seña con la mano que tenía extendida, imponiéndole silencio.
Jarlaxle volvió a atar las mulas a la carreta en silencio, mirando alternativamente
a Drizzt y a los árboles.
Drizzt se descolgó a Taulmaril del hombro y lo tensó.
—¿Elfo? —susurró Bruenor.
—¡Por los Nueve Infiernos…! ¿Qué…? —dijo entonces Thibbledorf Pwent con
voz chillona desde detrás de los otros tres.
Bruenor y Jarlaxle miraron hacia donde él estaba y vieron a una criatura de brazos
largos y piernas cortas, con piel a manchas grises y negras, que se arrastraba sobre las
piedras hacia Pwent y Athrogate.
Drizzt en ningún momento apartó la mirada de los árboles, y no tardó en ver a
otra criatura de la misma estirpe monstruosa que salía de entre la maleza.
El drow se quedó de piedra. Conocía demasiado bien a esas criaturas sombrías,
achaparradas y con garras. Había ido hasta el umbral de su casa.
Catti-brie estaba allí.
Y Regis.
¿Había vuelto a ir allí? Levantó su arco y lo preparó para disparar, pero respiró
hondo, temiendo estar otra vez en ese estado mental de confusión. ¿Y si lanzaba una
flecha directa al corazón de Bruenor?
—Dispara, Drizzt —oyó decir a Jarlaxle en drow profundo, una lengua en la que
no había oído hablar desde hacía mucho tiempo. Era como si Jarlaxle le hubiera leído
el pensamiento—. ¡No te lo estás imaginando!
Drizzt tensó la cuerda y la soltó, y el arco mágico lanzó una línea ardiente de
energía, como un relámpago, que abrió un boquete en el pecho de la carnosa bestia y
la arrojó de vuelta a los arbustos de donde había salido.
Pero donde había una, había muchas, y un grito de los dos enanos así se lo hizo
saber mientras todavía más irrumpían en el camino delante de él.
El explorador subía y bajaba los brazos furiosamente, buscando en su carcaj
mágico una flecha tras otra; las colocaba, las lanzaba y desgarraba las sombras con
líneas sibilantes de relámpagos luminosos. Eran tantos los monstruos que casi todas
las flechas se clavaban en una masa carnosa; algunas conseguían abrirse paso hasta
un segundo monstruo detrás del primero. El hedor de la carne quemada llenaba el

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aire, y un ruido burbujeante y explosivo colmaba la calma letal que se producía entre
las descargas atronadoras de Taulmaril.
A pesar de la devastación que sembró entre los monstruos, seguían llegando.
Muchos atravesaban el camino y se acercaban a la carreta. Drizzt lanzó otra flecha y,
a continuación, tuvo que dejar el arco y recurrir a las cimitarras para hacer frente al
ataque.
Junto a él, Bruenor saltó de la carreta, golpeando su viejo y querido escudo
grabado con la jarra espumeante del Clan Battlehammer. Cogió su mellada hacha, un
arma que llevaba consigo desde hacia décadas. Mientras el enano saltaba a tierra,
Jarlaxle se puso encima del asiento y sacó un par de sus varitas, incluida la que había
usado para inmovilizar a Drizzt.
—Bola de fuego —le explicó a Bruenor, que lo miró, a punto de preguntar por
qué no estaba en el suelo con un arma en la mano.
—¡Enciéndelas, pues!
Pero Jarlaxle se lo pensó mejor y sacudió la cabeza, sin decidirse a hacer el
conjuro. Si su otra varita funcionaba mal, él mismo podría quedar adherido a la
carreta, pero si ésta disparaba hacia atrás, no sólo él se incendiaría, sino también
Bruenor y Catti-brie.
Ante la sorpresa del enano, Jarlaxle pasó ambas varitas a su mano izquierda, giró
la muñeca derecha y produjo una hoja que salió de su muñequera mágica. Otro giro
de la muñeca alargó esa espada hasta transformarla en una espada corta. Otro más y
se convirtió en una espada larga.
Jarlaxle se disponía a guardar la varita de la bola de fuego, pero cambió de idea y
deslizó la otra en su cinturón. Pensó que si la situación se deterioraba hasta tal punto
que necesitase usar un artilugio, tendría que correr el riesgo.

Athrogate manejaba sus manguales con pericia, haciendo que las pesadas bolas
claveteadas gimieran en el extremo de las cadenas y se abrieran paso por delante de
él, a un lado y a otro, y por encima de su cabeza.
—¡Saca tu arma! —le gritó a Thibbledorf Pwent.
—¡Yo soy el arma, idiota! —respondió el Revientabuches.
Mientras la carnosa criatura se acercaba, justo antes de que Athrogate diera un
paso adelante para lanzar una andanada de manguales voladores, Pwent se lanzó a la
carga sobre el enemigo, dando puñetazos y rodillazos. Afirmado en su sitio con sus
primeros pinchos, y mientras la criatura atrapada movía los brazos y trataba de
morderlo, Pwent inició un furibundo movimiento giratorio, una violenta convulsión,
algo parecido a un ataque.
La armadura serrada del enano hizo trizas a la bestia, que rápidamente quedó
reducida a un guiñapo de carne picada.

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—¡Buajajá! —lo jaleó Athrogate, saludándolo y sacudiendo de risa la barriga
mientras saltaba por delante de él y se convertía en un remolino de manguales con la
siguiente bestia.
Las armas romas no eran tan letales contra la carne gruesa y fofa, que cedía bajo
el peso de su castigo.
Un luchador corriente, con un mangual normal se las habría visto y deseado
contra las criaturas sombrías, pero Athrogate no era un luchador corriente. Tenía la
fuerza de un gigante y la capacidad de lucha aprendida en siglos de batallar, y
tampoco sus manguales eran manguales normales.
Manejó las armas con mano experta, hasta colocarse justo delante de la vapuleada
criatura y atacarla con un poderoso porrazo desde arriba que la dejó despachurrada a
sus pies, sobre la piedra.
No tuvo tiempo de celebrarlo, apenas de decirle a Pwent que se levantara, cuando
ya tenía a otras tres bestias encima y muchas más detrás de ésas.
Una garras negras trataban de aferrarse a él, pero Athrogate no daba descanso a
sus manguales, golpeando con ellos y recuperándolos una y otra vez. Sin embargo,
con el rabillo del ojo el enano vio a otro monstruo sobre la rama de un árbol, no muy
lejos de él, y cuando esa bestia le saltó encima, Athrogate no tuvo manera de
defenderse.
A lo único que atinó fue a cerrar los ojos.

Bruenor se acordó de pronto de que Catti-brie estaba indefensa en la carreta,


detrás de él. Con esa idea fija en su mente, partió en dos a la primera criatura que se
le acercó, de la cabeza a la ingle, con un poderoso hachazo desde arriba. Haciendo
caso omiso de la profusión de vísceras y sangre, Bruenor se abrió paso, eliminó a la
segunda con un golpe de lado y bloqueó las garras de una tercera con un pesado
movimiento del escudo.
Percibió la llegada de una cuarta del otro lado e instintivamente le dio un golpe de
través con su hacha, sin darse cuenta, hasta que ya era demasiado tarde, de que no era
una bestia fofa, sino un drow.
Por suerte, el flexible Jarlaxle dio un salto y recogió las piernas.
—Cuidado, amigo —dijo al aterrizar, aunque alargó las palabras porque llevaba la
varita entre los dientes.
El drow se puso delante del sorprendido enano y, dando estocadas con dos
espadas, abrió agujeros en el pecho del siguiente monstruo.
—Podrías haberme advertido —gruñó Bruenor antes de lanzarse otra vez a
despedazar bestias a diestro y siniestro.
Un chillido que sonó a la derecha, por detrás del rey enano, advirtió a éste que las
bestias habían llegado a las mulas.

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Drizzt no tuvo ni un momento para apreciar la imagen de Bruenor y Jarlaxle
combatiendo codo con codo, algo que jamás podría haberse imaginado siquiera.
Corrió hasta colocarse por delante de ellos, dando tajos a cada paso; giraba sus
cimitarras a tal velocidad que casi no eran perceptibles cuando atravesaban el cuerpo
de una bestia. Describió un giro, moviéndose mientras daba la vuelta, y salió con tres
zancadas para clavar las hojas repetidas veces. Se detuvo y se volvió, y luego saltó y
atacó con un golpe de lado a otra de las criaturas; en el movimiento de regreso, se
cobró dos víctimas más.
Drizzt aterrizó ligero como una pluma e inmediatamente describió otro giro con
las cimitarras, que cortaron el aire y la carne gris oscuro de alrededor.
Entonces, el drow volvió hacia la carreta y se animó al ver la montura de Jarlaxle,
que acababa con todas las bestias reptantes que se acercaban demasiado. El corcel
infernal las aplastaba bajo sus cascos, que lanzaban diminutas bolas de fuego.
Drizzt se coló por detrás del animal y se quedó de piedra al ver que una bestia se
abalanzaba por la barandilla del otro lado. El drow tomó impulso en el pescante y
saltó limpiamente al otro extremo sin reducir la marcha. Como un rayo se puso
delante de Catti-brie, haciendo picadillo a la bestia al pasar.
¡Cuánto habría deseado estar con ella! Pero no podía, no cuando las mulas no
paraban de tirar y de removerse presas del terror.
De un salto se puso entre las dos, evitando con agilidad coces y empujones, y
eliminó hábilmente a los enemigos con tajos y estocadas precisos.
Justo detrás de las mulas, se detuvo y cambió de dirección, con la idea de
desandar el camino.
Se dio cuenta de que no era necesario en cuanto vio a Jarlaxle y Bruenor,
luchando uno al lado del otro como si hubieran tenido el mismo mentor y hubieran
participado juntos en cientos de batallas. El estilo de combatir de Jarlaxle, que
prefería las volteretas hacia adelante y las estocadas, comparables a los tajos con los
brazos abiertos de Drizzt, complementaba la ferocidad sin paliativos de Bruenor.
Juntos trabajaban en ataques sesgados: uno se enfrentaba a la criatura y luego se la
pasaba al otro para que la rematara.
Con un gesto de sorpresa, Drizzt se deslizó por detrás de ellos en lugar de por
delante y describió un círculo alrededor de la carreta con cuidado de no ponerse en el
camino del frenético corcel.

Athrogate dio un alarido, creyendo que había llegado su hora, pero una segunda
silueta atravesó el aire, cabeza abajo, y atacó con la pica del yelmo. Thibbledorf
Pwent ensartó a la bestia mientras saltaba, y la apartó hacia un lado a la vez que caía

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al suelo. Se puso de píe de golpe y empezó a dar saltitos, con la bestia fofa y
moribunda atravesada de lleno en su pica.
—¡Oh, eso es fantástico! —gritó Athrogate—. ¡Es grandioso!
Demasiado furioso para oírlo, el feroz Revientabuches cargó contra un grupo de
bestias, dando puñetazos, empujones, rodillazos y patadas, incluso un mordisco
cuando una garra se acercó demasiado a su cara.
Athrogate acudió corriendo a su lado. Girando furiosamente los manguales, hizo
volar trozos de carne negra con cada golpe. Codo con codo, los enanos avanzaron,
lanzando enemigos por todos lados, mientras uno daba todavía los últimos estertores
ensartado en la pica del yelmo de Thibbledorf Pwent.
Bruenor y Jarlaxle libraban una batalla más defensiva, sin ceder terreno y con
estocadas y tajos medidos. Cuando las filas de los monstruos empezaron a menguar y
la carreta quedó segura, Drizzt saltó al pescante, recuperó su arco y comenzó a
disparar hacia la línea de árboles con flechas destellantes, de manera que el número
de bestias que llegaban a Bruenor y Jarlaxle se redujo aún más.
Pwent y Athrogate, despejado el rocoso campamento, se unieron a los demás, y
Drizzt volvió a dejar el arco y sacó sus cimitarras. Con una inclinación de cabeza y
sonrisas cómplices, los cinco se unieron formando una línea devastadora que limpió
la pradera que había cerca del camino y también la carretera, antes de volverse y
correr todos a una hacia la carreta.
Sin más enemigos que despanzurrar, cuatro del grupo —los enanos y Jarlaxle—
se situaron mirando al norte, al sur, al este y al oeste, alrededor de la carreta. Drizzt
subió al vehículo y se colocó al lado de Catti-brie, con Taulmaril el Buscacorazones,
a mano, listo para ayudar a sus camaradas.
Sin embargo, pronto su atención se fijó en su amada carga, y vio que Catti-brie se
sacudía espasmódicamente y se ponía de pie, aunque no trataba de caminar. Se elevó
sobre el suelo y puso los ojos en blanco.
—¡Oh, no! —musitó, y tuvo que replegarse.
Lo más desgarrador de todo era tener que apartarse de su torturada esposa.

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CAPÍTULO 12

CUANDO LAS SOMBRAS SALIERON A LA LUZ

Danica y Cadderly corrían por los pasillos de Espíritu Elevado para ver a qué se debía
toda esa conmoción. Tuvieron que empujar a un grupo de magos y sacerdotes
susurrantes y apretujarse para poder salir por la puerta y encontrarse con que el gran
porche frontal del edificio no estaba menos atestado.
—¡Quédate ahí! —le gritó un mago a Danica en cuanto consiguió abrirse paso y
bajó corriendo los escalones hasta llegar al camino de acceso—. Cadderly, no la
dejes…
El hombre calló cuando Cadderly alzó una mano para imponerle silencio. El
sacerdote confiaba en Danica y les estaba recordando a los demás que hicieran lo
propio. A pesar de todo, Cadderly se quedó bastante perplejo por lo que vio. Ciervos,
conejos, ardillas y toda clase de animales atravesaban a todo correr la pradera de
Espíritu Elevado.
—Había un oso —explicó un sacerdote mayor.
—¿Un oso les produce semejante pánico? —preguntó Cadderly con evidente
escepticismo.
—El oso corría tan deprisa y tan asustado como los demás —aclaró el sacerdote,
y como Cadderly hizo un gesto de incredulidad, varios otros asintieron para
confirmar la descabellada teoría.
—¿Un oso?
—Un gran oso. Tiene que haber un incendio.
Cadderly miró hacia el sur, hacia el lugar de donde venían los animales, y no vio
humareda alguna oscureciendo el cielo del atardecer. Olfateó varías veces, pero no
captó el menor olor a humo en el aire. Miró a Danica, que se dirigía hacia la línea de
árboles que había al sur. Un poco más allá llegó el rugido de otro oso, y luego el de
un gran felino.
Cadderly se adelantó hasta los primeros escalones y descendió con cautela. Un
ciervo salió de entre los árboles y atravesó frenéticamente la pradera. Cadderly dio
unas palmadas confiando en asustar a la criatura para que se desviase hacia un lado,
pero no dio muestras de oírlo ni de verlo siquiera. Siguió corriendo y casi lo atropelló
al pasar.
—¡Te lo dije! —le gritó el primer mago—. No hay ni atisbo de cordura en ellos.
En los bosques, el oso rugió otra vez, con más fuerza, con más insistencia.
—¡Danica! —gritó Cadderly.
El oso rugía no sólo como afirmación, sino también de dolor, y su gruñido

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amenazador estaba mezclado con agudos chillidos.
—¡Danica! —volvió a llamar Cadderly, de forma más insistente y dirigiéndose ya
hacia los árboles. Se paró en seco cuando Danica salió corriendo de la maleza.
—¡Adentro! ¡Adentro! —les gritó a todos.
Cadderly la miró de forma inquisitiva, y luego su expresión manifestó sorpresa y
horror al ver una horda de bestias reptantes que se impulsaban con sus largos brazos a
una enorme velocidad y salían a la carga de los árboles que había detrás de la mujer.
El sacerdote había estudiado los catálogos de los muchos y variados animales y
monstruos de Faerun, pero jamás había visto nada que se les pareciera. En esa
identificación instantánea, Cadderly creyó ver a un hombre sin piernas que se
arrastraba sobre unos brazos largos y poderosos, pero esa idea no resistió un
escrutinio más minucioso. Las bestias de piel oscura tenían hombros anchos y la
espalda encorvada, y usaban los brazos para caminar. Tenían también un remedo de
pies al final de unas piernas gruesas, como las aletas de un mamífero marino. Se
movían medio saltando, medio arrastrándose. De haberse mantenido erectas, habrían
tenido la estatura aproximada de un hombre, a pesar de ese vestigio de pies y de sus
cabezas achatadas, una especie de semiesfera colocada directamente sobre los
hombros.
Sus caras no tenían nada de humano, ya que a su ausencia de frente se sumaban
una nariz plana, unas fosas nasales abiertas hacia adelante y unos ojos amarillos y
brillantes: unos ojos malignos. Pero lo que más alarmó a Cadderly y a todos los
presentes fue su boca agresiva, llena de afilados dientes. Ocupaba casi todo el ancho
de la cara alargada, con una mandíbula inferior articulada, sobresaliente, que parecía
nacer en el pecho y se abría hacia arriba de manera amenazadora, como mordiendo
desde abajo.
Danica corría delante de los monstruos, y era veloz, pero una de las criaturas se le
acercó rápidamente y describió un ángulo para interceptarla.
Horrorizado, Cadderly se dispuso a prevenirla, pero sujetó la lengua al ver que
ella llevaba el peso a los talones y resbalaba hasta detenerse, describía un círculo y
saltaba a lo alto, recogiendo las piernas mientras la criatura pasaba por debajo de ella.
La bestia también se detuvo y alzó los largos brazos, pero las piernas de Danica
fueron más rápidas y golpearon su cara vuelta hacia arriba. Después, valiéndose de
esa plataforma como cama elástica dio un salto que la puso fuera del alcance del
monstruo, que vaciló bajo el peso del golpe.
Danica bajó la cabeza y echó a correr a todo lo que le daban las piernas, no sin
antes indicarle a Cadderly que volviera a entrar en la catedral, recordándole con su
gesto desesperado que también él corría un grave peligro.
Al volverse, el sacerdote vio hasta qué punto estaba en peligro, ya que del bosque
salían más criaturas reptantes, muchas más. También vio salir al tan mentado oso

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tambaleándose y manoteando para librarse de las criaturas sombrías.
Con el corazón agitado, Cadderly subió de un salto la escalinata, pero en el
porche se amontonaban los magos y sacerdotes, que, presas del pánico, se
atropellaban ante la puerta y no dejaban entrar. Los que estaban dentro abrieron las
ventanas que había a ambos lados de la doble puerta y hacían señas a sus compañeros
de que saltaran al interior desde el porche.
Cuando volvió la vista para mirar a Danica, Cadderly se dio cuenta de que no lo
iban a conseguir. ¡Cuánto le habría gustado tener su ballesta, o por lo menos su
bastón! Pero había acudido sin sospechar que estuviera sucediendo nada grave.
Físicamente, estaba desarmado, pero todavía tenía a Deneir.
Cadderly se volvió en lo alto de la escalinata del porche y cerró los ojos; inició
una plegaria, rezó por encontrar una solución. Empezó a formular un conjuro incluso
antes de darse cuenta de que lo estaba intentando. Abrió los ojos y extendió los
brazos a ambos lados del cuerpo. Danica llegó al píe de la escalinata y pasó de un
salto a su lado, mientras una hueste de criaturas le pisaba los talones.
Una descarga de energía brotó de Cadderly, avanzando por el suelo y a través de
él en una ola arrolladora, levantando los adoquines y la hierba, y a muchas de las
criaturas.
Otras olas la siguieron y arrastraron a las bestias hacia atrás en una serie de
semicírculos imparables, como las ondas de un estanque cuando se tira una piedra al
agua. Pese a todo, las hambrientas bestias trataron de avanzar, pero inevitablemente
fueron perdiendo terreno, alejándose cada vez más.
—¿Qué es eso? —preguntó una maga con comprensible admiración, y a pesar de
su concentración, Cadderly la oyó.
No tenía respuesta.
Bueno, sólo podía decir que su conjuro les había dado el tiempo que necesitaban
para entrar en Espíritu Elevado, y eso hicieron. Danica y Cadderly fueron los últimos,
y prácticamente ella hubo de tirar de su atónito marido hacia el interior.

Danica sintió un gran alivio al oír que otros daban órdenes de vigilar las ventanas
y las puertas, ya que Cadderly poco podía hacer en ese momento, y la necesitaba.
Echó una rápida mirada a su alrededor, dándose cuenta de pronto de que faltaba
alguien. Espíritu Elevado era un lugar enorme, con muchísimas habitaciones, y no
había reparado antes en su ausencia, pero en ese momento de urgencia y peligro cayó
en la cuenta de que la familia de Espíritu Elevado no estaba completa.
¿Dónde estaba Ivan Rebolludo?
Volvió a mirar por todas partes, tratando de recordar dónde había visto por ultima
vez al bullicioso enano, pero un respingo de Cadderly la devolvió a la situación a que
se enfrentaban.

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—¿Qué has hecho ahí fuera? —le preguntó Danica—. No he visto jamás…
—No tengo la menor idea —admitió él—. He recurrido a Deneir en busca de
conjuros, buscando una solución.
—¿Y él ha respondido?
Cadderly la miró un momento, perdido en sus pensamientos, antes de sacudir la
cabeza con aire preocupado.
—El Metatexto, el Tejido… —musitó—. Ahora él forma parte de ellos.
Danica se lo quedó mirando, intrigada.
—Como si los dos…, tal vez los tres, Deneir, el Metatexto y el Tejido, ya no
fueran entes separados —trató de explicar Cadderly.
—Pero a excepción de Mystra, los dioses nunca fueron parte de…
—No, es más que eso —dijo Cadderly, sacudiendo la cabeza con más fuerza—.
Él estaba escribiendo para el Tejido, configurándolo con cifras, y ahora…
El ruido de cristales rotos, seguido de gritos y luego de alaridos, puso fin a la
conversación.
—Ahí vienen —dijo Danica, que empezó a moverse llevándose consigo a
Cadderly.
Encontraron una primera batalla en la habitación que estaba sólo a dos puertas del
vestíbulo, donde un grupo de sacerdotes se enfrentaban a la incursión de un par de
bestias. Bien armados con mazas y vestidos con sus armaduras, los sacerdotes tenían
la situación controlada.
Cadderly tomó la delantera. Corriendo hacia la escalera central, subió los
escalones de tres en tres, hasta llegar al cuarto piso y a sus habitaciones privadas.
Cogió su cinturón, que estaba al lado de la puerta; era una faja de cuero ancha, con un
soporte en cada extremo, para sus ballestas de mano. Se colocó una bandolera de
virotes de factura especial y salió corriendo otra vez al encuentro de Danica, mientras
iba cargando las ballestas.
Se dirigieron a la escalera, pero descubrieron un talento poco oportuno de las
extrañas bestias reptantes: eran expertas escaladoras. En el salón de abajo se rompió
una ventana y se oyeron los golpetazos que daba una de ellas en tanto trepaba al
interior.
Danica se adelantó a Cadderly mientras él se dirigía hacia allí a toda prisa; pero
cuando llegaron al salón y abrieron la puerta de una patada, él la hizo a un lado y
levantó el brazo, apuntando con la ballesta.
En el interior había una bestia, y otra en el alféizar de la ventana, y las dos abrían
la boca en una mueca feroz.
Cadderly disparó. El virote atravesó la habitación como un relámpago e impactó
en el pecho de la bestia de la ventana. Los soportes laterales del virote se plegaron
hacia adentro y aplastaron la pequeña ampolla que contenían. Ese choque encendió el

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aceite mágico, y la explosión abrió un enorme boquete en la carne negra del monstruo
y lo hizo salir volando por la ventana.
Cadderly apuntó con su segunda ballesta a la otra criatura, pero detuvo la acción
al ver que Danica cargaba contra ella. Danica cambió de paso en el último momento,
y llevando la pierna izquierda hacia la derecha, la impulsó poderosamente hacia atrás
para desviar los dos brazos acabados en garras. Con movimiento experto giró las
caderas sin detenerse, tomó impulso, y mientras su pie izquierdo tocaba el suelo,
lanzó una patada instantánea con el derecho y le clavó la punta del pie en el ojo
izquierdo de la bestia.
Ésta aulló y se removió, echando los brazos hacia atrás con furia, como era de
prever, y Danica se puso fácilmente fuera de su alcance; luego siguió con un paso
adelante y una patada directa al pecho de la criatura que la lanzó hacia atrás e hizo
que se golpeara contra la pared.
Nuevamente reaccionó con furia, y Danica una vez más saltó poniéndose fuera de
su alcance.
Entonces, decidió que ésa era la forma de combatir a aquellas criaturas. Golpear
duro y retroceder, repetidas veces, sin quedarse nunca lo bastante cerca como para ser
alcanzada por las horrorosas garras.
Cadderly se alegró sobremanera de que ella tuviera la situación bajo control
cuando oyeron que se rompía la ventana en la siguiente habitación. Giró sobre sus
talones y de una patada abrió la puerta que daba a ella; entró como un torbellino con
el brazo izquierdo en alto.
La bestia estaba agazapada justo delante de él, esperando para saltarle encima.
Con un grito sorprendido, Cadderly disparó la ballesta de mano, y el virote
impactó en la bestia reptante a apenas dos palmos de él, tan cerca que percibió el
calor de la fuerza del choque cuando el virote explotó. La bestia salió volando a
través de la habitación y terminó contra la pared, con los largos brazos abiertos y
convulsos, y un agujero en el torso, tan grande que Cadderly se dio cuenta de que
podía meter el puño en él sin dificultad.
Su respiración se volvió entrecortada por la sorpresa, pero oyó una conmoción
afuera. Dejó caer la ballesta de la mano izquierda, que quedó colgando sobre su
muslo porque estaba bien sujeta, y se apresuró a recargar la otra arma.
A punto estuvo de dejar caer el virote explosivo cuando Danica entró corriendo en
la habitación, por detrás de él, y dio un portazo.
—¡Son demasiadas! —gritó—. Y nos están rodeando. Tenemos que conseguir
que nos manden ayuda desde abajo.
—¡Ve! ¡Corre! —fue la respuesta de Cadderly, que manipulaba el virote, justo
cuando una sombra llenó la ventana del otro lado.
Danica, sin ver casi al enemigo cercano, corrió a la escalera. La bestia fofa se

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lanzó contra Cadderly.
La cuerda de la ballesta se le escapó y tuvo suerte de poder impedir que el virote
cayera de la tablilla acanalada. Sus ojos iban del arco a la bestia y otra vez al arco y
de vuelta a la bestia, hasta que vio una garra asquerosa que se dirigía hacia su cara.

La escalera central de Espíritu Elevado tenía un tramo descendente, luego giraba


en un descansillo y después otro tramo descendente en la dirección contraria; dos
tramos por cada piso del edificio. Danica no corrió realmente escaleras abajo, sino
que bajó la mitad del primer tramo y saltó por encima de la barandilla, aterrizando
con ligereza a la mitad del segundo tramo. No pasó directamente el tercer tramo de la
escalera, sino que saltó al descansillo para reconocer la tercera planta.
Tal como había temido, la recibió el sonido de cristales rotos. Gritó otra vez por el
hueco de la escalera y saltó hasta la mitad del siguiente tramo; luego al cuarto, y
entonces oyó la conmoción de mucha gente que corría escaleras arriba.
—¡Dividios en patrullas para asegurar cada planta! —les gritó Danica. Su orden
quedó justificada cuando la cabecera del grupo llegó a la segunda planta y se
encontró de inmediato con un par de bestias que corrían en su dirección por el pasillo.
Unos dedos ondulantes lanzaron proyectiles de fuerza mágica. Los clérigos con
armadura se agruparon en la puerta para proteger a los que no la llevaban.
En Espíritu Elevado casi todos tenían experiencia en batalla, y fue así como
varios se desprendieron del primer grupo con precisión y disciplina mientras el
grueso de la columna seguía subiendo.
Danica ya no estaba en ese sitio y subía los escalones de tres en tres. Había dejado
solo a Cadderly más tiempo del que había previsto, y aunque confiaba en él —¿cómo
no habría de hacerlo cuando lo había visto enfrentarse a un terrible dragón y a un
vampiro, y cuando había presenciado cómo, valiéndose únicamente de su fuerza de
voluntad y de la magia divina, había creado la magnífica biblioteca-catedral?— sabía
que estaba solo en la cuarta planta.
Solo y con más de dos docenas de ventanas que defender en esa ala.

Cadderly gritó, alarmado, y volvió la cara para evitar el golpe, pero no fue
suficiente para librarse de las largas y terribles garras. Sintió que se le desgarraba la
piel bajo el ojo izquierdo, y la fuerza del golpe fue tal que a punto estuvo de dejarlo
sin sentido.
Cadderly ni siquiera se dio cuenta de que había disparado su ballesta de mano. El
virote no estaba perfectamente colocado en la tablilla, pero de todos modos salió
disparado; que el arma estuviera apuntando en la dirección correcta fue sólo cuestión
de suerte. El virote se clavó en la carne del monstruo, se abrió y explotó, arrojando

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hacia atrás a la bestia que se estrelló contra la pared y emitió un aullido espectral
mientras se llevaba las manos a la herida que le había abierto el proyectil.
Cadderly oyó el alarido, pero no pudo saber si era de dolor, de derrota o de
victoria. Con la cabeza baja, salió de la habitación dando tumbos mientras la sangre
que le corría por la cara iba dejando un rastro en el suelo. El golpe no le había tocado
el ojo, pero lo tenía tan hinchado que sólo podía ver parches de luz borrosa.
Tambaleante y desorientado, oyó que más criaturas se arrastraban por las otras
habitaciones. «¡Carga! ¡Carga!», le advertían todos sus sentidos, y trató de hacerlo a
ciegas, pero rápidamente se dio cuenta de que no tenía tiempo.
Cerró los ojos e invocó a Deneir.
Todo lo que encontró eran números, configuraciones inscritas en el Tejido.
Su confusión duró hasta que una criatura entró de repente en la sala que tenía
delante. En ese momento, los números tomaron forma en su mente y de sus labios
salió un conjuro.
Un escudo reluciente de energía divina envolvió al sacerdote cuando la criatura se
lanzó sobre él, y aunque Cadderly instintivamente reculó, el ataque de sus garras no
pudo producirle daño.
No podían penetrar en la barrera mágica que había levantado no sabía muy bien
cómo.
Otro conjuro afluyó a sus pensamientos, y no perdió tiempo en pronunciar las
palabras. Dejó que las ballestas volvieran a sus soportes y alzó las manos. Sintió que
la energía lo recorría, una energía divina, maravillosa y potente, como si la estuviera
extrayendo del aire. Recorrió sus brazos y bajó por el torso hacia las piernas y de allí
al suelo, y entonces un resplandor anaranjado se expandió en todas direcciones,
extendiéndose como una telaraña por las tablas del piso.
La criatura que lo golpeaba empezó de inmediato a aullar de dolor, y Cadderly
avanzó por la estancia, arrastrando consigo el terreno consagrado. Demasiado
estúpida como para reconocer su error, la fofa bestia lo seguía sin parar de gritar,
mientras la parte inferior de su torso crepitaba bajo el influjo ardiente de la energía.
Más criaturas se acercaron a él y trataron de atacarlo, pero empezaban a aullar en
cuanto entraban en el círculo de poder. La magia siguió a Cadderly cuando se volvió
hacia la escalera.
Allí el poderoso sacerdote vio a Danica, que lo miraba boquiabierta.
La primera criatura murió. Otra cayó, luego una tercera, consumidas por el poder
de Deneir, por el poder de la esencia mágica desconocida que Cadderly había
formulado. Le hizo a Danica señas de que huyera, pero ella no le obedeció, sino que
fue a unirse a él.
En cuanto se acercó, también ella empezó a brillar bajo la luz de su escudo
divino.

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—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—No tengo la menor idea —replicó Cadderly. No estaba por la labor de ponerse a
indagar sobre su buena suerte.
—Limpiemos el piso —dijo Danica, y juntos avanzaron pasillo abajo.
Danica abrió la marcha con un chaparrón de patadas y puñetazos que acabaron
con dos bestias que se retorcían de dolor por haber pisado terreno consagrado.
Otra trató de escabullirse a una habitación adyacente, y Danica se volvió contra
ella, pero Cadderly apuntó con un dedo y, a voz en cuello, pronunció otra plegaria.
Un rayo de luz, una lanza de energía divina, brotó de él y atravesó a la bestia, que
aulló y se estrelló contra el marco de la puerta mientras Danica se acercaba.
La bestia sobrevivió a la energía lacerante, pero relumbró, lo que facilitó a Danica
la tarea de dirigir sus golpes y despacharla sin tardanza.
Para cuando cinco sacerdotes ensangrentados y vapuleados llegaron al descansillo
decididos a brindar apoyo a la pareja, un ala de la cuarta planta había quedado
despejada de monstruos. De Cadderly seguía emanando el círculo de poder que fluía
a su alrededor, y descubrió también que sus heridas se curaban por efecto de la
magia.
Los demás sacerdotes lo miraron, sorprendidos e intrigados, pero no les dio
ninguna respuesta. Había invocado a Deneir, y Deneir, o algún otro ser de poder,
había respondido a sus plegarias con esencias mágicas desconocidas.
No había tiempo para sentarse a contemplar, Cadderly lo sabía, porque Espíritu
Elevado era una estructura gigantesca llena de ventanas, habitaciones laterales y
alcobas, además de pasadizos estrechos al fondo y una estructura en varios niveles.
Siguieron combatiendo toda la noche y hasta el amanecer, cuando dejaron de
entrar monstruos por las ventanas. Y todavía continuaron durante toda la mañana,
cansados y maltrechos, y con varios de sus compañeros muertos, hasta limpiar
penosamente los grandes espacios de Espíritu Elevado.
Tanto Cadderly como Danica sabían que quedaban habitaciones que explorar y
limpiar, pero todos estaban exhaustos. Además, debían reforzar las ventanas con
pesados tableros, atender a los heridos y organizar grupos de combate para la noche
ante la posibilidad de un nuevo ataque.
—¿Dónde está Ivan? —le preguntó Danica a Cadderly cuando finalmente
disfrutaron de un momento a solas.
—Creí que había ido a Carradoon.
—No, sólo Pikel, con Rorey y…
A Danica se le atragantaron los nombres en la garganta. Sus tres hijos habían ido
a Carradoon, así que habían atravesado la montaña boscosa de la cual habían salido
esas odiosas criaturas.
—¿Cadderly? —susurró, quebrándosele la voz. También él tuvo que respirar

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hondo para que el miedo no lo dominara.
—Tenemos que reunimos con ellos —dijo.
Pero Danica estaba negando con la cabeza.
—Tú tienes que quedarte aquí —respondió.
—No puedes…
—Puedo moverme más deprisa si voy sola.
—No tenemos la menor idea de qué fue lo que precipitó esto —se quejó Cadderly
—. ¡Ni siquiera sabemos a qué poder nos enfrentamos!
—¿Y quién mejor que yo para averiguarlo? —preguntó su esposa mientras
esbozaba un remedo de sonrisa confiada.
Apenas un remedo.

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CAPÍTULO 13

NO SOY TU ENEMIGO

En su rostro lucía una sonrisita de complicidad que no coincidía con la de sus ojos,
que otra vez estaban en blanco. Flotaba en el aire.
—¿Te propones matarlo? —preguntó, como si se estuviera dirigiendo a alguien
que tuviera delante. Mientras hablaba, sus ojos se enfocaron otra vez.
—El acento —comentó Jarlaxle cuando Catti-brie echó los hombros hacia atrás,
tal vez como si se estuviera recostando en una silla.
—Si vas a matar a Entreri para liberar a Regis y para impedir que haga daño a
alguien más, entonces mi corazón dice que está bien —dijo la mujer, y se inclinó
hacia adelante con intención—, pero si quieres matarlo para demostrar quién eres o
para negar lo que él es, entonces mi corazón llora.
—Calimport —susurró Drizzt, recordando la escena con claridad.
—¿Qu…? —iba a preguntar Bruenor, pero Catti-brie continuó, interrumpiéndolo.
—Sin duda, el mundo no es justo, amigo mío. Sin duda, has sido ultrajado, pero
¿vas tras el asesino por tu propia ira? ¿Acaso la muerte de Entreri va a subsanar el
ultraje?
»Mírate en el espejo: Drizzt Do'Urden, sin la máscara. Matar a Entreri no va a
cambiar el color de su piel… ni el de la tuya.
—¿Elfo? —preguntó Bruenor, pero en aquel momento sorprendente, Drizzt ni
siquiera podía oírlo.
El peso de aquel lejano encuentro con Catti-brie se le volvió a echar encima. Ahí
estaba otra vez, en ese momento, en aquella pequeña habitación, recibiendo una de
las lecciones más profundas de pura sabiduría que nadie se había molestado en darle
jamás. Fue el momento en el que se dio cuenta de que amaba a Catti-brie, aunque
pasarían años antes de que se atreviera a dejarse llevar por sus sentimientos.
Miró a Bruenor y a Jarlaxle, un poco azorado, demasiado abrumado, y se volvió
otra vez hacia su amada, que siguió reproduciendo aquella vieja conversación,
palabra por palabra.
—… si aprendieras a mirar —dijo la mujer con aquella sonrisa encantadora y
cautivante en los labios, aquella sonrisa que tan a menudo había deslumbrado a
Drizzt y había eliminado toda resistencia que él pudiera tener a lo que decía—. Y si
hubieras aprendido a amar, seguramente lo habrías dejado correr, Drizzt Do'Urden.
Volvió la cabeza como si algo hubiera ocurrido cerca, y Drizzt recordó que
Wulfgar había entrado en la habitación en ese momento. Por aquel entonces, Wulfgar
era el amante de Catti-brie, aunque ella había dado muestras de que su corazón

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prefería a Drizzt.
Y así era incluso entonces, él lo sabía.
Drizzt empezó a temblar al recordar lo que habría de venir. Jarlaxle se le puso
detrás y pasó las manos alrededor de su cabeza. Por un instante, Drizzt se puso tenso,
pensando que el mercenario tenía un garrote. Sin embargo, lo que tenía era un parche
que le ató sobre el ojo antes de empujarlo hacia adelante.
—¡Ve hasta ella! —le dijo en tono imperativo.
—Es sólo para que lo pienses, amigo mío —dijo Catti-brie en voz baja, y Drizzt
tuvo que hacer una pausa antes de seguir acercándose, tuvo que dejarla terminar—.
¿Estás más atrapado por la forma en que te ve el mundo o por la forma en que tú ves
que el mundo te ve?
Mientras las lágrimas desbordaban sus ojos color lavanda, Drizzt cayó sobre ella
en un gran abrazo, obligándola a bajar los brazos extendidos. No se internó en aquel
plano de sombras, protegido como estaba por el parche en el ojo que le había dado
Jarlaxle. Drizzt tiró de ella y la mantuvo muy pegada a él, abrazándola hasta que al
final se relajó y volvió a sentarse.
Por fin, Drizzt miró a los demás, en especial a Jarlaxle.
—No soy tu enemigo, Drizzt Do'Urden —dijo el mercenario.
—¿Qué es lo que has hecho? —inquirió Bruenor.
—El parche del ojo protege la mente de intrusiones mágicas o psiónicas —
explicó Jarlaxle—. No totalmente, pero lo suficiente como para que Drizzt, en
guardia, no se haya dejado arrastrar al lugar…
—Por donde vaga ahora la mente de Regis —dijo Drizzt.
—Os aseguro que no entiendo nada de lo que estáis diciendo —dijo Bruenor,
plantando las manos en las caderas—. ¡Por los Nueve Infiernos, elfo!, ¿qué está
sucediendo?
Drizzt tenía una expresión confundida y empezó a menear la cabeza.
—Es como si dos planos de existencia, o dos mundos de diferentes planos,
hubieran chocado —dijo Jarlaxle, y todos lo miraron como si le hubiera salido una
segunda cabeza de ettin.
Jarlaxle respiró hondo y lanzó una pequeña carcajada.
—No es un accidente que os haya salido al encuentro en el camino —dijo.
—¿Acaso crees que alguna vez hemos creído eso, zoquete? —preguntó Bruenor,
arrancando al drow mercenario una risita impotente.
—Y tampoco fue un accidente que mandara a Athrogate, a Stuttgard si lo preferís,
a Mithril Hall para convenceros de que os pusierais en camino hacia Espíritu
Elevado.
—Ya, la Piedra de Cristal —musitó Bruenor en un tono de claro escepticismo.
—Todo lo que te he dicho es verdad —replicó Jarlaxle—; pero es cierto, buen

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enano, mi relato no estaba completo.
—Me muero por oírlo.
—Hay un dragón.
—Siempre lo hay —dijo Bruenor.
—Yo y mi amigo al que aquí ves estábamos siendo perseguidos —explicó
Jarlaxle.
—¡Malditos cabrones! —dijo Athrogate.
—Perseguidos por criaturas capaces de levantar a los muertos con facilidad —
dijo Jarlaxle—. Los arquitectos de la Piedra de Cristal, creo, que de algún modo han
trascendido las limitaciones de este plano.
—¡Ups!, otra vez me pierdo.
—Criaturas de dos mundos, como Catti-brie —dijo Drizzt.
—Tal vez; no puedo saberlo con certeza. No me cabe duda de que son
bidimensionales o tienen la capacidad de serlo. Este sombrero me permite producir
agujeros bidimensionales, y eso fue lo que hice: arrojé uno de esos artilugios sobre la
criatura que me perseguía.
—La que se estaba derritiendo ante mis manguales consiguió aplastarla —explicó
Athrogate.
—Desplazamiento planar —dijo Jarlaxle—, y sucedió cuando mi agujero
dimensional le cayó encima, y la combinación de dos magias extradimensionales
abrió una grieta en el plano astral.
—Entonces, la criatura se ha ido —dijo Bruenor.
—Para siempre, espero —confirmó Jarlaxle.
—Y a pesar de todo nos necesitas a nosotros y necesitas a Cadderly. ¿Por qué?
—Porque era un emisario, no la fuente. Y la fuente…
—El dragón —dijo Drizzt.
—Como siempre —repitió Bruenor.
Jarlaxle se encogió de hombros, poco dispuesto a aceptarlo.
—Sea lo que sea, sigue vivo, y con el terrible poder de transmitir sus
pensamientos por todo el mundo y enviar también a sus emisarios. Ha estado
trayendo secuaces del reino de los muertos a voluntad, y tal vez… —dijo, e hizo una
pausa para dirigir la vista hacia la escena de las bestias despanzurradas a su alrededor
— el poder de evocar secuaces de este otro lugar, de este lugar oscuro.
—¿Qué te traes entre manos, maldito elfo? —preguntó Bruenor—. ¿Adónde nos
arrastras?
—Por el camino que permitirá encontrar una respuesta para la aflicción de tu
querida hija, espero —replicó Jarlaxle sin vacilar—. Y sí, os uno a Athrogate y a mí
en nuestra propia búsqueda.
—¡Dirás que nos has metido de lleno en ella! —gruñó Bruenor.

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—¡Me están dando ganas de darte un puñetazo en esa lampiña cara! —gritó
Pwent.
—Ya estábamos metidos —dijo Drizzt.
Y cuando todos se volvieron para mirarlo allí, de rodillas, abrazando a Catti-brie,
no pudieron por menos que reconocerlo. Drizzt miró a Jarlaxle y dijo:
—Todo el mundo está metido en ella.

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CAPÍTULO 14

LA CONSTERNACIÓN DE LOS EXPLORADORES

—¡No podemos esperar aquí a que nos ataquen otra vez cuando caiga el sol! —
gritó un mago joven, y muchos otros hicieron suyas esas palabras.
—Ni siquiera sabemos si eso llegará a suceder —les recordó Ginance, una mujer
madura, sacerdotisa de la orden de Cadderly, que había estado catalogando
pergaminos en Espíritu Elevado desde sus comienzos—. Jamás nos hemos enfrentado
a criaturas como… esos montones de carne repugnante! No sabemos si le tienen
aversión a la luz del sol o si se retiraron al amanecer por razones estratégicas.
—Se fueron cuando asomó la luz del amanecer por el este —protestó el primero
—. Eso me indica que tenemos un buen lugar por donde comenzar nuestro
contraataque, y eso debemos hacer… y con contundencia.
—¡Siiií! —gritaron otros.
Ya llevaban algún tiempo discutiendo en la nave de Espíritu Elevado, y hasta ese
momento Cadderly se había mantenido en silencio, sopesando lo que se decía. Varios
magos y sacerdotes, todos ellos visitantes que habían acudido a la biblioteca,
murieron en el brutal asalto de la noche anterior. Cadderly vio con satisfacción que el
grupo restante, unos setenta y cinco hombres y mujeres, en su mayor parte bien
entrenados y formados en las artes arcanas o divinas, no habían sucumbido a la
desesperación tras la inesperada batalla. Su espíritu combativo era más que evidente,
y eso, bien lo sabía, sería un factor importante si querían superar esa prueba.
Volvió a centrarse en Ginance, su amiga y uno de los miembros más sabios y
eruditos de su clero.
—Ni siquiera sabemos si Espíritu Elevado ha quedado totalmente limpio de
bestias —dijo la mujer, atemperando el entusiasmo.
—¡Por el momento, ninguna de esas feroces criaturas nos está dando dentelladas!
—sostuvo el primer mago.
Ginance pareció tener dificultades para hacerse oír entre los gritos que siguieron;
todos ellos pedían actuar fuera de los confines de la catedral.
—Dais por supuesto que no tienen raciocinio o, por lo menos, que son estúpidas
—intervino finalmente Cadderly, y aunque no habló a gritos, en cuanto empezó a
hablar se hizo el silencio, y todos quedaron pendientes de sus palabras.
El sacerdote respiró hondo al comprobar una vez más la importancia y la
reputación de que gozaba. Él había construido Espíritu Elevado, y eso no era un
hecho baladí. Sin embargo, no se dejó llevar por el respeto que le mostraban,
especialmente teniendo en cuenta que muchos de sus huéspedes eran mucho más

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avezados que él en el arte de la guerra. Un grupo de sacerdotes de Sundabar había
pasado años viajando por los planos inferiores, combatiendo con demonios y diablos.
Sin embargo, todos tenían los ojos fijos en él, esperando que dijera algo.
—Dais por supuesto que huyeron porque no les gustó la luz del sol, y no por
razones tácticas —explicó Cadderly, eligiendo cuidadosamente sus palabras. Trató de
apartar su tonto nerviosismo al pensar en sus hijos ausentes y en los hermanos
Rebolludo, también ausentes—. Y ahora dais por supuesto que si hubiera más de esas
bestias dentro de Espíritu Elevado, estarían atacándonos ferozmente en lugar de
esconderse para hacerlo en un momento más oportuno.
—¿Y tú qué es lo que crees, buen Cadderly? —preguntó el mismo mago joven
que se había mostrado tan agresivo y obstinado con Gínance—. ¿Debemos quedarnos
aquí, fortificándonos y preparándonos para el siguiente asalto, o salir al encuentro de
nuestro enemigo?
—Ambas cosas —respondió Cadderly, y muchas cabezas, especialmente las de
los veteranos de más edad, asintieron—. Muchos de vosotros no habéis venido aquí
solos, sino con amigos y asociados de confianza, de modo que dejaré que organicéis
el tamaño y la disposición de los grupos de combate. Yo aconsejaría fuerza bruta y
magia, y magia tanto divina como arcana. No sabemos cuándo terminará esta…
plaga, o si arreciará o no, por lo que debemos hacer todo lo que podamos a fin de
estar preparados para todas las contingencias.
—Yo aconsejaría que los grupos fueran como mínimo de siete —dijo uno de los
magos de más edad.
Otra vez empezaron a hablar entre ellos, y Cadderly pensó que era mejor así. Esos
hombres y mujeres no necesitaban que él los guiara en los detalles. Ginance se había
acercado a él, todavía preocupada por la idea de que Espíritu Elevado pudiera estar
albergando a huéspedes indeseados.
—¿Están todos nuestros hermanos en condiciones después de lo de anoche? —le
preguntó Cadderly.
—Casi todos. Tenemos una veintena más o menos de hermanos dispuestos a
explorar Espíritu Elevado…, a menos que prefieras que algunos salgan con los
demás.
—Unos cuantos —decidió Cadderly—. Ofrece a nuestros hermanos con más
conocimiento del mundo, a los que hayan pasado más tiempo recolectando hierbas
medicinales, a los que mejor conozcan el terreno que rodea la biblioteca, a las
distintas partidas de exploración formadas por nuestros numerosos huéspedes. No
obstante, hagamos que la mayoría permanezca dentro de Espíritu Elevado, ya que
conocen mejor las catacumbas, túneles y antecámaras. Ésa es nuestra tarea, por
supuesto.
Ginance aceptó ese gran cumplido con una inclinación de cabeza.

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—Lady Danica nos sería de gran ayuda, igual que Ivan… —Se calló al ver la
mirada de amargura que le dirigió Cadderly.
—Danica saldrá de Espíritu Elevado sin tardanza —explicó Cadderly—, sobre
todo en busca de Ivan, que parece estar perdido, y…
—Están a salvo en Carradoon —lo tranquilizó Ginance—. Los tres, y Pikel,
también.
—Esperemos que así sea —fue todo lo que pudo responder Cadderly.

Poco después, Cadderly estaba en el balcón de su habitación privada, mirando


hacia el sudeste, hacia Carradoon. Eran muchos los pensamientos que se disputaban
su atención mientras él estaba preocupado por sus hijos y por Danica, que había
salido a buscarlos a ellos y también al desaparecido Ivan Rebolludo. Temía por su
hogar, Espíritu Elevado, y las implicaciones que su caída podría tener sobre su orden
y, de una manera más personal, sobre sí mismo. La horda de monstruos desconocidos
que les cayó encima con tal violencia y determinación no había infligido un daño real
a la estructura de la catedral, pero Cadderly había sentido en carne propia la rotura de
cada ventana, como si alguien le hubiera clavado con dureza en la piel la punta de un
dedo. Se sentía íntimamente conectado con el lugar, y de una manera que ni siquiera
él llegaba a entender plenamente.
Tantas preocupaciones, y entre ellas nada menos que la preocupación por su dios
y por el estado del mundo. Había ido hasta allí, hasta el Tejido, y había encontrado a
Deneir, de eso estaba seguro. Incluso le habían sido concedidos conjuros para él
desconocidos hasta entonces.
Era Deneir, pero no era Deneir, como sí el dios estuviera cambiando ante sus ojos;
como si Deneir, su dios, la piedra de pensamiento filosófico que Cadderly había
usado como base de su propia existencia, se estuviera convirtiendo en parte de algo
más, de algo diferente, tal vez más grande… y tal vez más oscuro.
¡Cadderly tenía la sensación de que Deneir, en su intento de desentrañar el
misterio del colapso del Tejido, se estaba inscribiendo en su trama, o estaba tratando
de inscribir el Tejido en el Metatexto, y él mismo se incluía en el proceso!
Un fogonazo proveniente de un valle boscoso hacia el este devolvió a Cadderly al
presente. Se puso de pie y se dirigió a la balaustrada para escrutar más intensamente
la distancia. Se habían incendiado algunos árboles; uno de los magos exploradores
había lanzado una bola de fuego o un sacerdote había invocado una columna
llameante, sin duda.
Eso significaba que se habían topado con monstruos.
Cadderly miró hacia el sur, hacia la distante Carradoon, más allá de las
estribaciones más bajas. Como el día estaba despejado, pudo ver la orilla occidental
del lago Impresk y trató de solazarse con el aspecto tranquilo de las aguas.

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Rogó que la casi catástrofe que acababan de sufrir fuera algo circunscrito a
Espíritu Elevado, que sus hijos y Pikel hubieran llegado a Carradoon sin encontrarse
con la horda mortal que había invadido a las montañas detrás de ellos.
—Encuéntralos, Danica —dijo, y entregó sus palabras a la brisa de la mañana.

Danica había salido de Espíritu Elevado a primera hora de la mañana. El hecho de


ir sola le permitía avanzar más deprisa. Gracias a su entrenamiento en el sigilo y la
velocidad, la mujer pronto dejó muy lejos la biblioteca, avanzando hacia el sudeste
por el camino de tierra apisonada de Carradoon. Marchaba a un lado de la trocha
abierta, moviéndose entre la maleza con facilidad y rapidez.
Sus esperanzas empezaron a renacer cuando el sol salió a sus espaldas sin el
menor vestigio de monstruos o de destrucción.
Hasta que el olor a carne quemada inundó sus fosas nasales.
Cautelosa, pero sin reducir la velocidad, Danica corrió hasta la cima de un
barranco que había junto al camino, desde donde vio la escena de una reciente lucha:
una carreta destrozada y el terreno chamuscado.
Los magos baldurianos.
Bajó por la pronunciada pendiente, vio los montones de carne despedazada y
reconoció sin dificultad los restos del mismo tipo de 'monstruos que habían asaltado
Espíritu Elevado la noche antes.
Tras una rápida inspección en la que no encontró restos humanos, Danica volvió a
mirar hacia el noroeste, hacia Espíritu Elevado. Recordó que Ivan había estado
juntando leña la noche en que habían partido los cuatro magos, y solía hacerlo a uno
y otro lado del camino oriental, precisamente el camino en el que ella se encontraba.
Las esperanzas de Danica respecto de su amigo empezaron a desvanecerse. ¿Se
habría topado con una horda sombría como ésa? ¿Habría visto a los magos
baldurianos y habría acudido en su ayuda?
Ninguna de las dos perspectivas era halagüeña. Ivan era un luchador duro, eso lo
sabía bien Danica, capaz e inteligente, pero estaba solo, y el número de los que
habían atacado Espíritu Elevado, y que evidentemente había atacado también a los
cuatro poderosos magos en el camino, bastaba para superar a cualquiera.
La mujer respiró hondo para tranquilizarse, diciéndose que no debía sacar
conclusiones pesimistas sobre los magos, sobre Ivan ni sobre las implicaciones que
eso pudiera tener para sus propios hijos.
Se recordó que todos ellos eran sobradamente capaces.
Además, no había ningún cadáver, ni enano ni humano, que pudiera identificar.
Empezó a mirar en derredor con mayor atención, en busca de pistas. ¿De dónde
habían venido los monstruos y adónde habían ido?
Encontró un sendero, una huella de árboles muertos y de hierba seca que llevaba

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hacia el norte.
Con una mirada hacia el este, hacia Carradoon y una rápida plegaria por sus hijos,
Danica decidió ir de caza.

La sangre que Ginance tenía en la cara le confirmó a Cadderly que su


preocupación por la posible presencia de bestias escondidas en Espíritu Elevado
había dado en el clavo.
Las catacumbas están plagadas de criaturas —explicó la mujer—. Estamos
limpiando habitación por habitación, cripta por cripta.
—Metódicamente —observó Cadderly.
Ginance asintió.
—No dejamos nada abierto detrás de nosotros. No nos van a sorprender por los
flancos.
Cadderly de alegró de oír la confirmación, un recordatorio de que los sacerdotes
que habían respondido a la llamada de Espíritu Elevado en los últimos años eran
inteligentes y estudiosos. Después de todo, eran discípulos de Deneir y de Gond, dos
dioses que propugnaban la inteligencia y la razón como piedras angulares de la fe.
Ginance alzó su tubo luminoso, una combinación de magia y mecánica que usaba
un conjuro de luz infinito y un tubo de material recubierto para crear una lámpara
perpetua. Todos los sacerdotes de Espíritu Elevado tenían una, y con ella podían
explorar hasta las sombras más densas.
—No dejéis nada detrás —dijo Cadderly, y con una inclinación de cabeza,
Ginance se marchó.
Cadderly recorría a grandes zancadas la habitación, furioso por su propia
inactividad, por las responsabilidades que lo mantenían atado a ese lugar. Se dijo que
debería haberse ido con Danica, pero enseguida descartó la idea. Sabía perfectamente
que su esposa podía moverse con más velocidad, sigilo y seguridad si iba sola.
Entonces pensó que debería ir con Ginance a limpiar la biblioteca.
—No —decidió.
Su sitio no estaba en las catacumbas, pero tampoco en sus habitaciones privadas.
Necesitaba tiempo para recuperar y disponer mentalmente su determinación y su
tranquilidad antes de volver al reino de lo espiritual en su búsqueda de Deneir.
«No, de encontrarlo no», recapacitó, porque sabía muy bien adónde había ido su
dios, al Metatexto.
Tal vez para siempre.
A Cadderly le correspondía resolverlo y, al hacerlo, tratar de desentrañar las
extrañas alteraciones de los conjuros divinos que le habían llegado espontáneamente.
Pero no era el momento.
Cadderly se puso el cinturón con sus armas y volvió a llenar de dardos su carcaj

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antes de colgárselo en bandolera. Estudió sus discos unidos por un eje, un par de
placas semicirculares del tamaño de un puño unidas por una pequeña varilla en torno
a la cual se enrollaban las mejores cuerdas elfas. Cadderly podía lanzar esos discos
giratorios hasta el extremo de las cuerdas de un metro y recuperarlos a gran
velocidad, y podía modificar el ángulo fácilmente para golpear a cualquier enemigo
como lo haría una serpiente. No sabía con certeza hasta qué punto sería eficaz esa
arma sobre la carne maleable de los extraños invasores, pero por si acaso las guardó
en un bolsillo del cinturón.
Se dirigió hacia la puerta, y al pasar ante el espejo de pared, hizo una pausa para
observarse y pensar en su propósito y en el deber más importante de cuantos tenía, el
del liderazgo.
Tenía buen aspecto con su camisa blanca y sus pantalones bombacho marrones,
pero decidió que con eso no bastaba, especialmente porque le daban un aspecto
demasiado juvenil, tan juvenil como el de sus propios hijos. Con una sonrisa, el
sacerdote no tan joven fue a su guardarropas, sacó su capa de viaje de color azul claro
y se la echó sobre los hombros. Luego, se puso el sombrero, del mismo color y de ala
ancha, con una cinta roja con el emblema de Deneir, la vela sobre el ojo, bordada en
oro en la parte delantera. Un bastón pulido, que tenía la empuñadura en forma de
cabeza de carnero, completó el atuendo, y Cadderly volvió a tomarse otro momento
ante el espejo para reflexionar.
Se parecía tanto al joven que había descubierto en otro tiempo la verdad de su fe.
¡Menudo viaje había sido! ¡Qué aventura! Mientras construía Espíritu Elevado,
Cadderly se había visto obligado a realizar un sacrificio supremo. La mágica creación
lo había envejecido de una manera rápida y continua, hasta tal extremo que todos los
que lo rodeaban, incluso su amada Danica, habían pensado que perecería. Cuando
terminó la construcción de la magnífica estructura, Cadderly estaba preparado para
morir, y parecía estar a punto. Sin embargo, ésa no había sido más que una prueba a
la que lo había sometido Deneir, y la misma magia que lo había agotado le dio nuevo
vigor, revirtiendo el proceso de envejecimiento hasta tal punto que recuperó el
aspecto de un joven de veinte años y volvió a sentirse como cuando tenía esa edad,
lleno de la energía y de la fuerza de la juventud, pero con la sabiduría de un veterano
más avezado que un hombre que doblara su edad aparente.
Y otra vez lo convocaban a la lucha, pero Cadderly temía que en esa ocasión las
implicaciones para el mundo en su conjunto serían incluso mayores que cuando se
produjo el advenimiento del caos.
Se volvió a mirar al espejo con detenimiento, al Elegido de Deneir, listo para la
batalla y dispuesto a abrirse camino con la razón a través del caos.
En Espíritu Elevado, la confianza de Cadderly se afianzaba. Su dios no lo
abandonaría, y además estaba rodeado de amigos leales y poderosos aliados.

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Danica encontraría a sus hijos.
Espíritu Elevado prevalecería, y todos juntos liderarían la marcha a lo que
sobreviniere, fuera lo que fuese, cuando hubiera pasado la época de turbulencia
mágica.
Tenía que creer en eso.
Y tenía que asegurarse de que todos los que lo rodeaban supieran que él creía en
ello.
Cadderly bajó al salón principal de audiencias de la primera planta y dejó abiertas
las dos hojas de la puerta, esperando el regreso de los exploradores.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Cuando Cadderly entró en la sala que había
debajo del arco de la escalera, el primer grupo de exploradores que venía de vuelta
entró dando tumbos por las puertas delanteras…, al menos la mitad del grupo. Cuatro
de sus integrantes habían quedado muertos en el campo.
Acababa apenas de tomar asiento cuando un par de sus sacerdotes deneiranos
entraron, flanqueando a un sacerdote visitante joven y corpulento. Lo rodeaban y
sujetaban mientras uno trataba de vendarle el brazo, desgarrado y quemado, en el que
llevaba el escudo.
—Estaban por todas partes —le explicó a Cadderly el explorador—. Fuimos
atacados a menos de una legua de aquí. Un mago intentó una bola de fuego, pero
explotó antes de tiempo y me quemó el brazo. Un sacerdote trató de curarme allí
mismo, pero en vez de eso su conjuro le produjo una herida a él. Le destrozó el pecho
y…, bueno, ¡ya no podemos confiar en la magia!
Cadderly movía la cabeza, pesaroso, mientras oía el relato.
—Creo que vi el combate desde mi balcón. ¿Hacia el este…?
—Norte —lo corrigió el sacerdote—. Norte y oeste.
Esas palabras dejaron a Cadderly atónito, porque la bola de fuego que él había
visto había explotado en aquella dirección. La afirmación del sacerdote de que
«estaban por todas partes» quedó reverberando en la mente de Cadderly, y trató de
decirse que sus hijos estaban a salvo en Carradoon.
—Sin poder confiar en la magia, nuestra lucha será más difícil —dijo.
—Es peor de lo que piensas —dijo uno de los escoltas de Espíritu Elevado, y
miró al explorador para que diera más detalles.
—Cuatro de los nueve que íbamos resultaron muertos —dijo el hombre—, pero
no permanecieron muertos.
—¿Resurrección? —preguntó Cadderly.
—Muertos vivientes —explicó el hombre—. Se levantaron y empezaron a luchar
otra vez, pero contra nosotros.
—¿Había un sacerdote o un mago en las filas de los monstruos?
El hombre se encogió de hombros.

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—Cayeron, murieron y se levantaron otra vez.
Cadderly iba a responder algo, pero se calló, abriendo mucho los ojos. En la
batalla que había tenido lugar en Espíritu Elevado la noche anterior, por lo menos
quince hombre y mujeres habían muerto, y los habían puesto en una habitación lateral
en el primer nivel de las catacumbas.
Se puso de pie de un salto, con expresión evidente de alarma.
—¿Qué pasa? —preguntó el sacerdote explorador.
—Venid conmigo, los tres —dijo corriendo hacia el fondo de la sala.
Cadderly pasó por una puerta lateral y entró en los corredores que le permitirían
atravesar con más rapidez el laberinto de la gran biblioteca.

Danica fue avanzando velozmente, pero mirando muy bien dónde ponía los pies,
manteniéndose apenas apartada de la huella de devastación. Tenía en todas partes
entre cinco y diez zancadas de ancho y había árboles desgajados y hierba pisada en la
parte central, como si alguna gran criatura se hubiera abierto paso por allí. Sólo vio
algunos parches secos a ambos lados, no de deterioro absoluto como había observado
en el centro de la senda, sino áreas bien delimitadas, donde daba la impresión de que
los árboles simplemente habían muerto.
La monje era reacia a cruzar la senda, e incluso a entrar en la zona de mayor
deterioro, pero cuando vio una huella en un trozo despejado de terreno, supo que
tenía que averiguar más. Contuvo la respiración al acercarse, porque reconoció
enseguida lo que era: una huella gigantesca, cuatro dedos con grande garras, la
impresión dejada por la pata de un dragón.
Danica se arrodilló e inspeccionó la zona, con interés especial en la hierba. No
toda estaba seca en la senda, pero cuanto más cerca de las huellas, más profunda era
la devastación. Se puso de pie y miró en derredor, a los árboles que seguían de pie a
los lados, y fue como sí viera un dragón caminando entre ellos, arrasando los árboles
y arbustos que encontraba en su camino, tal vez flexionando las alas de vez en
cuando, lo que las habría hecho chocar con los árboles de los lados.
Se fijó bien en los lugares donde estaban esos árboles muertos, formando tan vivo
contraste con la pujanza del resto del bosque. ¿Acaso el simple contacto de las alas de
la bestia los había matado?
Miró otra vez la huella, y la total ausencia de vida en la vegetación inmediata.
Un dragón, pero ¿un dragón que eliminaba todo vestigio de vida sólo con tocar?
Danica respiró hondo al darse cuenta de que aquellas bestias fofas, encorvadas y
serpenteantes podrían ser el menor de sus problemas.

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CAPÍTULO 15

LA CARGA DEL LIDERAZGO

No es muy probable que su herencia enana los conforte si lo consideran un idiota —le
explicó Hanaleisa a Temberle, que estaba bastante molesto por los rumores que oía
entre las filas de los refugiados de Carradoon.
Temberle había insistido en que Pikel, el único enano del grupo y el único que
parecía capaz de conjurar luz mágica en los túneles totalmente oscuros, los condujera
a través de la montaña. Aunque unos cuantos habían expresado su incredulidad ante
la idea de seguir a aquel enano de barba verde que apenas podía expresarse, nadie se
había opuesto abiertamente. ¿Cómo iban a hacerlo si, al fin y al cabo, Pikel había
sido, sin duda alguna, el héroe de la última batalla al congelar el agua y hacer posible
la retirada, evitando así un desastre seguro?
Claro estaba que eso había sucedido el día anterior, y la marcha de las últimas
horas había sido una sucesión de arranques y paradas y de vueltas atrás que había
hecho que se difundiera la idea de que estaban perdidos. Al menos, no habían
encontrado muertos vivientes, pero eso era magro consuelo cuando hasta los niños
tenían que avanzar a rastras por aquellas cuevas húmedas y sucias, y llenas de todo
tipo de bichos.
—Están asustados —le respondió Temberle en un susurro—. Se quejarían igual
fuera quien fuese el que los guiara.
—Porque estamos perdidos.
Al decir eso, Hanaleisa señaló con la cabeza a Pikel, que estaba de píe delante de
todos, con su cachiporra encendida sujeta bajo el muñón, mientras se rascaba la
espesa barba verde con la mano buena. El enano de extraño aspecto estaba estudiando
los tres túneles que partían por delante de él, obviamente desorientado.
—¿Cómo no íbamos a estarlo? —comentó Temberle—. ¿Acaso alguien ha pasado
antes por aquí?
Hanaleisa aceptó su comentario con un encogimiento de hombros, pero tiró de su
hermano y juntos fueron a reunirse con el enano y con Rorick, que estaba al lado de
Pikel, apoyado en un bastón que alguien le había dado para que pudiera caminar a
pesar de su tobillo herido.
—¿Sabes dónde estamos, tío Pikel? —preguntó Hanaleisa al acercarse.
El enano la miró e hizo un gesto que revelaba su desorientación.
—¿Sabes hacia dónde está Carradoon? ¿En qué dirección?
Sin pararse a pesar y evidentemente seguro de su respuesta, Pikel señaló hacia el
lugar de donde venían y hacia la derecha, lo que Hanaleisa interpretó que era el

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sudeste.
—Está tratando de llevarnos a un lugar más alto de la montaña antes de encontrar
una salida de los túneles —explicó Rorick.
—No —la respuesta de Temberle fue inmediata, y tanto Rorick como Pikel lo
miraron con curiosidad.
—¿Eh? —dijo el enano.
—Tenemos que salir de los túneles —explicó Temberle—. Ahora.
—¡Uh, uh! —negó Pikel, y levantando la cachiporra extendió los dos brazos
hacia adelante, imitando a un zombi para acentuar lo que quería decir.
—Sin duda, estamos lo bastante lejos de Carradoon como para escapar de esa
locura —insistió Temberle.
—¡Uh, uh!
—No estamos tan lejos —explicó Rorick—. Los túneles avanzan y retroceden
formando curvas. Si saliéramos a una pared rocosa, todavía podríamos ver Carradoon
desde ella.
—Eso no lo discuto —dijo Temberle. —Pero tenemos que salir de los túneles lo
antes posible —añadió Hanaleisa—. Arrastrar a un hombre gravemente herido por
estos espacios estrechos y sucios es condenarlo a una muerte segura.
—Y salir a la superficie es muy probable que signifique el fin de todos nosotros
—replicó Rorick.
Hanaleisa y Temberle se miraron significativamente. Ver cómo se levantaban los
muertos una y otra vez era algo que había impresionado profundamente a Rorick, y
los dos gemelos, aunque mayores, participaban de igual repulsión y terror.
Hanaleisa se acercó y le pasó a Pikel el brazo por encima de los hombros.
—Por lo menos haz que volvamos a ver el aire libre —le susurró—. Este encierro
y la oscuridad permanente nos están afectando a todos.
Pikel repitió su imitación de los zombis.
—Lo sé, lo sé —dijo Hanaleisa—. Yo tampoco quiero salir y enfrentarme otra
vez a ellos, pero nosotros no somos enanos, tío Pikel. No podemos quedarnos aquí
abajo para siempre.
Pikel se apoyó en su cachiporra y, apesadumbrado, dio un gran suspiro. Volvió a
colocársela debajo del muñón y se metió un dedo en la boca. Estuvo sorbiendo un
momento antes de sacarlo con un ruido hueco y explosivo. Cerró los ojos y empezó
una salmodia al mismo tiempo que mantenía el dedo humedecido hacia delante,
sensibilizándose por medios mágicos a las corrientes de aire.
Señaló el corredor de la derecha.
—¿Ése nos sacará de aquí? —preguntó Hanaleisa.
Pikel se encogió de hombros, poco dispuesto, al parecer, a hacer ninguna
promesa. Levantó su cachiporra luminosa y abrió la marcha.

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—Necesitamos a los otros cuatro —decidió Yharaskrik, todavía en el cuerpo de
Ivan y hablando a través de su boca—. El lich Primer Abuelo Wu está perdido para
nosotros, al menos por ahora, pero hay otros cuatro perdidos y esperando a que se los
llame.
—Están ocupados —insistió Hephaestus.
—No hay ningún asunto más importante que el que tenemos por delante.
El dracolich emitió un aullido bronco y amenazador.
—Haré que vengan —dijo.
—¿El drow y el humano?
—Ya sabes a quién me refiero.
—Ya hemos perdido al Primer Abuelo Wu por causa del drow —le recordó
Yharaskrik—. Es posible que Jarlaxle resultara muerto en ese mismo conflicto.
—No sabemos qué le sucedió al Primer Abuelo Wu.
—Sabemos que está perdido para nosotros, que se ha… ido. No necesitamos
saber nada más. Encontró a Jarlaxle y fue derrotado, y si el drow también murió…
—¡Es algo que nos gustaría saber si quisieras investigarlo! —dijo Hephaestus.
Ahí estaba; ésa era la fuente de su creciente rabia.
—No quieras abarcar demasiado —replicó el ilícida en el cuerpo de enano—.
Somos grandes y poderosos, y nuestro poder sólo se multiplicará en la medida en que
podamos traer más secuaces por la grieta y más no muertos sean llamados a nuestro
servicio. Puede ser que pronto aprendamos a revivir los cuerpos de los reptantes;
entonces nuestro ejército no tendrá fin. Pero también nuestros enemigos son
poderosos, y ninguno lo es más que el que tenemos aquí, a nuestro alcance, en el
lugar al que llaman Espíritu Elevado.
—La magia está decayendo.
—Pero no ha rallado. Es impredecible, es cierto, pero sigue siendo potente.
—Fetchigrol y Solmé han encerrado a ese poderoso enemigo en su guarida —
sostuvo Hephaestus con sarcasmo, con voz apenas perceptible cuando se refirió a
Cadderly como «poderoso».
—Aun ahora están por los caminos.
—¡Donde muchos han resultado muertos!
—Sólo unos cuantos —dijo Yharaskrik—. Y muchos de nuestros secuaces fueron
consumidos en la batalla. No provienen de una fuente inagotable, gran Hephaestus.
—Pero sí los muertos vivientes… Millones y millones acudirán a nuestra
llamada. Y cuantos más maten, más se engrosarán nuestras filas —proclamó el
dracolich.
—La invocación es fácil para los de este mundo que han caído —concedió
Yharaskrik—, pero no se produce sin un coste para el poder de Crenshinibon…, y

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nadie tiene más probabilidades que el poderoso Cadderly de descubrir una magia que
la contrarreste.
—¡Van a ser míos! —rugió Hephaestus—. El drow y su compañero humano…
ese calishita. ¡Serán míos y los devoraré!
El cuerpo de Ivan Rebolludo se afirmó en sus talones. El ilícida invasor sacudía la
cabeza de pelo amarillo con desaliento y resignación.
—Una criatura de siglos debería hacer gala de más paciencia —lo reconvino
Yharaskrik—. Un enemigo por vez. Destruyamos a Cadderly y a Espíritu Elevado;
entonces podrás salir de cacería. Volvemos a llamar a las cuatro apariciones…
—¡No!
—Vamos a necesitar todo nuestro poder para…
—¡No! Dos en el norte y dos en el sur. Dos para el drow y dos para el humano. Si
el Primer Abuelo Wu regresa, entonces traedlo a nuestro lado, pero los otros cuatro
seguirán buscando hasta que hayan encontrado al drow y al humano. Esos necios
traicioneros van a ser míos. Y no temáis a Cadderly y a sus fuerzas. Seguiremos
atacándolos hasta que se debiliten; entonces la catástrofe de Hephaestus caerá sobre
ellos. Hoy mismo he ido a reunirme con Solmé, y el terreno iba muriendo a mi paso,
y el contacto de mis alas corrompía los árboles. No temo a ningún mortal, ni a ese
Cadderly ni a nadie más. Soy Hephaestus. Soy la catástrofe. ¡Quien me mire
conocerá la perdición!
Puesto que una parte importante de su conciencia seguía residiendo en los
circuitos físicos del interior del dragón, compartiendo ese cuerpo con Hephaestus y
Crenshinibon, Yharaskrik comprendió que no podría convencer al dragón de otro
cosa. El ilícida también se dio cuenta, para su desesperación, de que Hephaestus iba
llevando las de ganar en la competencia por la alianza de Crenshinibon.
Tal vez el ilícida se había equivocado al dejar una parte tan grande de su
conciencia en los circuitos. A lo mejor había llegado la hora de unirse a los demás
integrantes de la fuerza vital de Hephaestus para combatir mejor al obcecado dragón.
Una sonrisa surgió en el rostro de Ivan Rebolludo, una sonrisa irónica, según
pensó Yharaskrik, porque en ese momento había llegado a la conclusión de que
sacrificar al enano a la furia de Hephaestus podría aplacar al dragón por un rato, lo
suficiente como para que él recuperara el dominio en cierta medida.

Un coro de cansadas ovaciones recorrió las filas de los atribulados refugiados de


Carradoon cuando, por fin, vieron un chorro de luz diurna. Jamás había imaginado
ninguno de ellos lo profundos y oscuros que podían ser los túneles que atravesaban
las montañas, a excepción de Pikel, por supuesto, que se había criado en las minas
enanas.
Ni siquiera Rorick, que tanto se había opuesto a salir al exterior, pudo ocultar su

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alivio al saber que habían llegado realmente al final de aquellos lóbregos corredores.
Llenos de esperanza dieron vuelta a una larga curva que llevaba hacia la luz del día.
Y llegaron con un generalizado y profundo suspiro de decepción.
—¡Uh!, ¡oh! —dijo Pikel, porque habían llegado al final del túnel, pero el túnel
acababa en una chimenea natural, y era realmente larga y estrecha.
—Estamos a más profundidad de lo que pensaba —admitió Temberle, mirando
por el hueco que ascendía más de treinta metros.
La mayor parte de la chimenea no era escalable, y en muchos puntos era
demasiado estrecha como para intentarlo, incluso para alguien tan esbelto como
Hanaleisa y Rorick, que eran los más delgados del grupo.
—¿Sabías que estábamos a esta profundidad? —le preguntó Hanaleisa a Pikel, y
como respuesta el enano empezó a dibujar montañas en el aire y terminó
encogiéndose de hombros.
Su razonamiento era correcto. Hanaleisa y los demás lo sabían, porque la
profundidad a la que estaban dependía más de los contornos del terreno montañoso
que de la pendiente relativamente suave de los túneles que habían estado recorriendo.
No obstante, la gran chimenea confirmaba que realmente se estaban internando
cada vez más en las montañas Copo de Nieve.
—Tienes que llevarnos afuera —le dijo Temberle a Pikel.
—¿Para luchar contra hordas de muertos vivientes? —le recordó Ronick, y
Temberle le echó a su hermano una mirada de irritación.
—O al menos tienes que mostrarnos…, mostrarles a ellos —dijo, y miró hacia
atrás, a los muchos carradeños que se iban acercando al dar la curva— que hay una
salida. Aunque no salgamos al exterior —añadió, mirando significativamente a su
hermano pequeño—. Es importante que sepamos que realmente podemos volver a
salir. No somos enanos.
Un grito sonó en la retaguardia de la comitiva.
—¡Están combatiendo ahí atrás! —gritó una mujer—. ¡No muertos! ¡Otra vez
marineros no muertos!
—Sabemos que hay una salida —dijo Hanaleisa con desaliento—, porque ahora
sabemos que hay una entrada.
—Aunque sea la entrada por la que vinimos —añadió Temberle, y tanto él como
su hermana recorrieron la fila hacia atrás para volver a las armas, para combatir a
monstruos sedientos de sangre en una pesadilla sin fin.
Para cuando los dos llegaron al lugar de la refriega, la pequeña escaramuza había
terminado, y un trío de zombis empapados y corrompidos se apilaba en el corredor.
Pero también había muerto una carradeña a la que habían cogido por sorpresa. Le
habían desgarrado el cuello en el primer momento.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó un hombre, alzando la voz por

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encima de los sollozos del marido de la víctima, un marinero.
—¡Quemadla, y deprisa! —gritó otro, lo cual suscitó muchas voces de protesta y
muchas más de aprobación.
Las dos facciones enfrentadas se aferraban más en sus posiciones y daba la
impresión de que la discusión acabaría en peleas dispersas.
—¡No podemos quemarla! —gritó Hanaleisa a voz en cuello, y ya fuera por
deferencia a uno de los hijos de Cadderly o simplemente por la fuerza y la seguridad
que transmitía su voz, Hanaleisa logró poner fin a la cacofonía de la inminente
tormenta, al menos por el momento.
—Entonces, ¿prefieres que dejemos que se levante y camine como uno de ellos?
—replicó un viejo perro de mar—. Es mejor quemarla ahora y asegurarnos.
—No tenemos fuego ni instrumentos para encenderlo —le replicó Hanaleisa—. Y
aunque los tuviéramos, ¿queréis que sigamos avanzando por unos túneles llenos de
olor que nos siga recordando nuestra acción?
El marido de la mujer muerta, por fin, consiguió desasirse de los que lo tenían
sujeto y se abrió paso hasta arrodillarse al lado de su esposa. Le levantó la cabeza y la
acunó en sus brazos, sacudidos sus anchos hombros por los sollozos.
Hanaleisa y Temberle se miraron el uno al otro, sin saber qué hacer.
—¡Entonces, cortadle la cabeza! —gritó alguien desde el fondo.
El esposo de la muerta dirigió una mirada amenazadora y llena de odio en la
dirección de donde había llegado la cruel sugerencia.
—¡No! —gritó Hanaleisa, imponiéndose una vez más a la multitud—. No.
Buscad algunas rocas. La enterraremos bajo un túmulo, con el respeto que se merece.
Eso pareció ablandar un poco al doliente marido, pero algunos del grupo
empezaron a protestar todavía más alto.
—¿Y sí llega al estado de muerta viviente como todos los demás y nos ataca? —
les replicó un detractor a Hanaleisa y a Temberle—. ¿Vais a tener vosotros dos la
voluntad de acabar con ella, y delante de este pobre hombre? ¿Estáis seguros de que
no estáis cayendo en una crueldad al tratar de ser bondadosos?
A Hanaleisa le resultó difícil rebatir ese razonamiento, y sintió sobre sus jóvenes
hombros la carga de la calamidad que se abatía sobre ellos. Volvió a mirar al marido,
que evidentemente se hacía cargo del dilema y la miraba, implorante.
—Entonces, unas cuantas rocas más pesadas —dijo Hanaleisa—. Sea cual sea la
abominación que anima a los muertos, si llega hasta ella, cosa que considero
improbable —añadió para tranquilizar al hombre atribulado—, no podrá levantarse
contra nosotros ni contra nadie más.
—No, se verá atrapada y manoteando bajo nuestras pesadas piedras. ¡Menuda
eternidad le espera! —dijo el viejo lobo de mar.
Otra vez hubo gritos y otra vez la expresión del marido se volvió pesarosa,

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mientras abrazaba aún con más fuerza a su esposa muerta.
—Ya, y si le cortamos la cabeza y llega a suceder eso, puede cogerla bajo un
brazo y caminar así para siempre. ¿Os parece bien eso? —dijo otro hombre,
replicando al primero.
—No puedo aguantar esto —le susurró Temberle a su hermana.
—No tenemos elección —le recordó Hanaleisa—. Si no ejercemos nosotros el
liderazgo, ¿quién lo hará?
Al final, optaron por la idea de Hanaleisa: construir un túmulo de pesadas rocas
para enterrar con seguridad a la muerta. Por sugerencia personal de la joven, Pikel
llevó a cabo una ceremonia para consagrar el terreno que rodeaba el túmulo, mientras
Hanaleisa les aseguraba a todos, especialmente al esposo, que ese ritual haría muy
improbable que cualquier magia nigromántica pudiera perturbar su descanso.
Eso pareció dejar un poco más tranquilo al hombre y ablandar algo a los
detractores, aunque en realidad Pikel no conocía ninguna ceremonia de ese tipo, y la
danza y canción improvisadas que ejecutó no fueron más que un espectáculo.
En aquel momento tenebroso y en aquel lugar oscuro, Hanaleisa pensó que un
espectáculo serviría igual.
Se dio cuenta de que era mejor que cualquier otra alternativa que, dicho sea de
paso, no se le ocurría cuál podría ser.

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CAPÍTULO 16

AGUJEROS OSCUROS

Danica vio la entrada de la cueva desde lejos, mucho antes de darse cuenta de que el
rastro de muerte llevaba a ese sitio. Su instinto le dijo que la criatura que había
causado tamaña decrepitud y descomposición no podría estar mucho tiempo bajo el
sol.
La huella describía algunas curvas, pero pronto se dirigía hacia la ladera en
sombras de la distante montaña, donde terminaba abruptamente. Era probable que el
dragón hubiese levantado el vuelo.
Cuando Danica llegó por fin a la base de la montaña, miró hacia arriba, a la
oscura boca de la caverna. Sin duda, era lo bastante grande como para dejar entrar a
un gran wyrm, una grieta sutil en lo alto de la pared montañosa, inaccesible para
quien no fuera capaz de volar.
O no fuera capaz de escalar con la habilidad de un maestro monje.
Danica cerró los ojos y se encerró en su interior, conectando mente y cuerpo en
total armonía. Se imaginó más ligera, liberada de la presión de la gravedad.
Lentamente, la mujer volvió a abrir los ojos y alzó la barbilla para encontrar un
camino entre las piedras. Pocas personas hubieran vislumbrado allí esa posibilidad,
pero para Danica un saliente no más ancho que un dedo resultaba tan útil como una
cornisa capaz de sostener a cinco hombres uno detrás de otro.
Mentalmente alzó el cuerpo y echó mano de un reborde, al que se aferró,
calculando la cadencia de los siguientes movimientos. Trepó como una araña,
aparentemente sin esfuerzo, subiendo por la pared sobre manos y pies; encontraba un
apoyo y se estiraba. Danica se movía tanto horizontal como verticalmente, buscando
mejores rebordes, más piedras rotas y asideros más convenientes.
El sol cruzó su punto medio, y Danica seguía escalando. El viento aullaba en
torno a ella, pero hacía caso omiso de su mordaz contacto sin permitir que la
desconcentrara. Lo que mas la preocupaba era el tiempo. Su idea al comenzar el
ascenso había sido que la criatura a la que buscaba era una bestia de la oscuridad, y
ninguna perspectiva le gustaba menos que la de estar pegada a una pared de piedra, a
muchos metros del suelo, cuando saliera de su agujero.
Teniendo en mente esa idea desazonadora, Danica siguió adelante, buscando a
tientas lugares donde afirmar los dedos de las manos y de los pies. Constantemente
cambiaba el peso del cuerpo para no forzar ningún miembro, ni siquiera un dedo. Al
acercarse a la boca de la cueva, el ascenso se volvió más abrupto y empinado, con
varios tramos en los que tuvo que hacer una pausa para recuperar el resuello. Después

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había un largo trecho que era más un paseo que una escalada. Danica se tomó su
tiempo en esa senda, procurando sobre todo aprovechar cuanto refugio pudo
encontrar entre las piedras caídas a lo largo del sendero que conducía a las sombras
infernales de la cueva que la aguardaba.

Números.
Contaba y sumaba; restaba y contaba un poco más. Una compulsión dominaba
todos sus pensamientos: contar y sumar, buscar configuraciones en los muchos
números que se le pasaban por la cabeza.
Ivan Rebolludo siempre había sido aficionado a los números. Diseñar una nueva
herramienta o utensilio, elaborar los ratios adecuados y calcular la fuerza necesaria de
cada pieza había sido uno de los mayores gozos del enano artesano. Como aquella
vez que Cadderly había acudido a él con un tapiz que representaba a unos elfos
oscuros y sus legendarias ballestas de mano. A partir de esa imagen y basándose
únicamente en su intuición, Ivan había reproducido esas delicadas armas casi a la
perfección.
Números. Todo tenía que ver con los números. Todo se relacionaba con los
números, al menos eso era lo que Cadderly había sostenido siempre. Todo podía
reducirse a números y deconstruirse a voluntad a partir de ese punto. Bastaba con que
la inteligencia que hiciese la reducción fuera lo bastante poderosa como para entender
los patrones presentes.
Cadderly había insistido muchas veces en que ésa era la diferencia entre los
mortales y los dioses. Los dioses eran capaces de reducir la vida misma a números.
Esas ideas jamás se habían hecho carne en el mucho menos teórico y mucho más
pragmático Ivan Rebolludo, pero al parecer, según recapacitó, los sermones de
Cadderly habían dejado en su cerebro una impronta mucho más profunda de lo que
suponía.
Pensó en las implicaciones de los números, y el recuerdo de una lejana
conversación fue lo único capaz de hacer que el aturdido enano se diera cuenta de que
los números que se le presentaban constantemente como destellos en ese momento no
eran más que una distracción intencionada y maliciosa.
Ivan tuvo la sensación de estar despertando a orillas de un arroyo cantarín, y ese
momento de reconocimiento del sonido le dio un espacio real fuera de sus sueños,
una pieza de solidez y realidad a partir de la cual atraer plenamente sus pensamientos
al mundo de la vigilia.
Los números seguían destellando insistentemente. Las pautas aparecían un
instante y desaparecían.
Distracción.
Algo lo tenía enajenado, desequilibrado, apartado de su conciencia. No podía

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cerrar los ojos a la intrusión porque ya los tenía cerrados.
«No, cerrados no», comprendió de golpe. Que estuvieran cerrados o no, no tenía
ninguna consecuencia práctica, porque no era él quien los estaba usando ni el que
estaba mirando por ellos. Estaba perdido, deambulando sin rumbo dentro del
torbellino de sus propios pensamientos.
Y algo lo había colocado allí.
Y algo lo mantenía allí: una fuerza, una criatura, algún intelecto que estaba en su
interior.
El enano había roto el encantamiento de la distracción y se había liberado de la
envoltura de números, aunque se debatía a ciegas.
Un recuerdo atravesó raudo su mente, el recuerdo de un combate en una ladera
rocosa al norte de Mithril Hall, de un trozo de esquisto enorme que surcaba el aire
dando vueltas y se llevaba por delante el brazo de su hermano.
Tan abruptamente como el brazo de Pikel, desapareció el recuerdo, pero Ivan
seguía corriendo por la oscuridad de su mente, buscando fogonazos y momentos de
su propia identidad.
Encontró otro recuerdo, de una vez que había volado en un dragón. No era nada
sustancial, sólo una sensación de libertad: el viento removiéndole el pelo, su barba
flotando en pos de él.
Un atisbo de la majestuosidad de las montañas desplegándose ante sus ojos.
Le pareció al enano una metáfora adecuada. Era así como se sentía, pero dentro
de sí mismo. Era como si su mente se hubiera elevado por encima del paisaje de todo
lo que era Ivan Rebolludo, como si se estuviera viendo desde arriba y a lo lejos, un
espectador de sus propios pensamientos.
Pero al menos lo sabía. Había escapado de la distracción y otra vez sabía quién
era.
Ivan empezó a luchar. Se aferraba a cada recuerdo y lo sujetaba con fuerza,
blindando sus pensamientos para asegurarse de que lo que recordaba era cierto. Vio a
Pikel, vio a Cadderly, vio a Danica y a los chicos.
Los chicos.
Los había visto crecer desde que eran unos mocosos hasta convertirse en adultos,
altos y erguidos, y con mucho potencial. Se enorgullecía de ellos como si fueran sus
propios hijos, y no iba a dejar escapar esa idea.
Después de todo, no había en todo el multiverso criatura más terca que un enano.
Y pocos enanos tenían tanta visión de futuro como Ivan Rebolludo. Empezó
inmediatamente a usar su reconocimiento de la criatura que lo dominaba
telepáticamente para iniciar un flujo de información en sentido contrario.
Supo qué lo rodeaba gracias a la memoria del otro. Comprendió las amenazas que
se cernían sobre él, hasta cierto punto, y sintió intensamente el poder del dracolich.

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Sabía que si quería sobrevivir, si había alguna manera de sobrevivir, en el
momento en que encontrara por fin una forma de retomar el control de sus circuitos
mortales no se podría permitir sentirse confundido ni sorprendido.

El rostro de Ivan Rebolludo, controlado solamente por Yharaskrik, el ilícida,


sonrió.
El enano se estaba despertando.
Yharaskrik sabía que era debido a su propia incertidumbre, porque en cuanto
había empezado a considerar si era prudente volver plenamente a la conciencia
contenida en el huésped dragón de Crenshinibon, también había aflojado su control
sobre el enano, cosa inevitable.
Yharaskrik sabía bien que una vez que una criatura poseída, de fuerte intelecto y
determinación —tal vez un enano más que cualquier otra raza—, conseguía librarse
de la invasión mental inicial de poder psiónico, su conciencia se iba abriendo camino
como un hilo de agua a través de un dique de tierra.
Sería imparable, aunque Yharaskrik hubiera decidido que era fundamental
detenerlo. Tal vez pudiera ponerse un tapón temporal, pero nunca detenerlo por
completo. Por más telarañas mentales que Yharaskrik hubiera desplegado para
mantener al enano encerrado en un oscuro agujero, ya estaban empezando a
erosionarse.
Al ilícida lo divertía la idea de liberar al enano justo delante de las fauces
expectantes del temible Hephaestus. Pensaba abandonar la mente del enano casi
totalmente, dejando apenas un hilo de conciencia dentro de él para poder sentir el
terror desesperado y los últimos momentos de la vida del enano.
¿Acaso podía haber algo más invasivo e indiscreto que formar parte tan
íntimamente de los momentos finales de otro ser?
De hecho, Yharaskrik había hecho lo mismo muchas veces antes, al sopesar la
verdad de la muerte. Sin embargo, era grande su frustración, porque nunca había sido
capaz de enviar su propia conciencia al reino de la muerte junto con la de su huésped.
Dejando a un lado con un suspiro mental esos fracasos del pasado, el ilícida
decidió que no tenían importancia. Seguía disfrutando de esos momentos de
perversión, del hecho de compartir esas sensaciones y miedos supremos sin ser
invitado, de inmiscuirse en la privacidad más profunda que cualquier criatura
sentiente podría conocer jamás.
A través de los ojos de Ivan Rebolludo, Yharaskrik miró a Hephaestus. El
dracolich se había refugiado en el fondo de la cámara más amplia de la caverna de la
montaña. No estaba dormido, porque dormir era para los vivos, sino en un estado de
profunda meditación y elucubración, fantaseando con las victorias inminentes.
«No», decidió el ilícida al sentir la permanente sensación de superioridad del

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dragón. Yharaskrik no le daría a Hephaestus la satisfacción de aquella muerte en
particular.
Metódicamente, el ilícida metido en el cuerpo del enano se dirigió a donde
estaban el yelmo astado y la pesada hacha del enano y los recogió, trazando su plan
por el camino. Quería sentir el terror ampliado del enano, su furia y su miedo.
Yharaskrik salió de la cueva, indicándoles a los cuatro magos no muertos que lo
siguieran, y se asomó a la pendiente rocosa, donde hizo una pausa y llamó a
Fetchigrol a su lado.
A una orden de Yharaskrik, el espectro atravesó una vez más el umbral invisible,
pasando del reino de la muerte al otro mundo, el Páramo Sombrío, que se había
abierto para ellos por el poder del decadente Tejido.
Yharaskrik se detuvo apenas un momento más, para burlar los pensamientos de
Ivan Rebolludo.
Entonces, dejó que el enano recuperara el control y la sensibilidad de sus circuitos
mortales una vez más, rodeado por enemigos y sin tener adónde huir y nada que
ganar.

Ivan sabía dónde estaba y lo que se le venía encima; lo había sabido a través de la
mente del que lo poseía. No experimentó ningún choque cuando el ilícida se marchó,
de modo que el enano se despertó revoleando su hacha y asestando contundentes
cortes con ella. Golpeó al mago quemado, levantando al aire una nube de jirones de
carne chamuscada. Con un revés abrió de lado a lado el pecho de un segundo zombi y
lanzó despedida a la horrenda criatura. Cuando otro se acercó a él tras el arco de ese
corte, Ivan bajó la cabeza y lo embistió con fuerza, abriendo con la cornamenta de
ciervo de su yelmo profundos agujeros en la criatura que cargaba contra él.
Con un gruñido, el mago no muerto cayó hacia atrás, se desprendió de las puntas
del yelmo y, justo a tiempo, recibió el golpe del hacha en un lado de la cabeza. El filo
lo atravesó y siguió hendiéndose en el cuerpo que avanzaba con idea de agarrar al
enano.
Para cuando el enano hubo descargado su furia inicial, más enemigos lo cercaron:
unas bestias achaparradas y fofas.
Ivan corrió senda abajo, alejándose de la cueva, aunque sabía que seguramente la
ruta no tenía más salida que un largo despeñadero. Sentía que la conciencia invasora
todavía lo sobrevolaba, que había previsto esa carrera.
Así pues, Ivan se volvió y se abrió camino a empujones entre el par de bestias que
lo perseguían, haciéndolas a un lado a base de pura ferocidad y fuerza. Corrió todo lo
que pudo en dirección a la boca de la cueva y se metió dentro.
Y allí estaba el esqueleto desafiante de un titánico dragón, imbuido con el poder
animado de los no muertos. Ya estaba en movimiento cuando Ivan se topó con él,

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poniéndose de pie sobre sus cuatro patas con sorprendente destreza.
Aquella visión casi dejó a Ivan sin aliento. Sabía que en la cueva había algo
enorme y terrible incluso antes de despertar del todo, pero no había previsto una
catástrofe de esas proporciones.
Un enano inferior, un guerrero inferior, habría vacilado en la entrada, y las bestias
achaparradas le habrían caído encima desde detrás. Pero incluso en el caso de que se
hubieran impuesto en ese enfrentamiento, el gran monstruo que tenía delante se
habría apoderado de él.
Pero Ivan no vaciló. Alzó su hacha y cargó contra el dracolich, lanzando un grito
de guerra para alertar a su dios, Moradin. No tenía la menor duda de que iba a morir,
pero podía escoger la forma: moriría como un auténtico guerrero.

Los primeros sonidos de lucha alertaron a Danica. Rodeó una piedra y se le cayó
el alma al suelo, porque allí vio a Ivan, luchando valientemente contra las bestias
reptantes y unos cuantos muertos vivientes horriblemente mutilados. Danica tuvo la
sensación de que por detrás de ellos, dirigiéndolos, había algún ser espectral,
agazapado y sombrío, relumbrando como un humo gris que al mismo tiempo se
disipaba y se hacía más denso. La primera reacción de Danica fue acudir en ayuda de
Ivan, o atacar por detrás a sus adversarios, pero mientras estaba sopesando las
posibilidades, el enano se volvió y salió corriendo senda arriba, hacia, la gran cueva.
Los monstruos lo persiguieron, y el espectro corrió detrás de ellos.
Danica, también.
Ivan entró en la cueva seguido por los monstruos, los zombis y el espectro.
Danica llegó hasta el borde de la entrada y allí se paró en seco, ya que vio la
perdición de Ivan y la suya propia. Allí vio la perdición de todo el mundo.
Danica ni siquiera pudo recuperar el aliento a la vista del gran dracolich, y del
dragón quedaba intacto lo suficiente como para poder reconocer las escamas rojas del
wyrm. Sus ojos se fijaron en la cara de la bestia, de la cual la podredumbre se había
llevado la mitad y dejaba ver la blanca calavera. Las cuencas de los ojos emitían un
fuego aterrador y en la frente se veía un cuerno peculiar, del que emanaba una luz
verdosa.
Sintió el poder de aquella luz.
Un poder horroroso.
El grito de batalla de Ivan la arrancó del trance, y miró la carga del enano; vio
cómo levantaba el hacha por encima de su cabeza como si quisiera abrirse camino a
través del mismísimo wyrm. Cargó contra la pata delantera del dracolich, y éste la
levantó en el último momento.
Ivan se tiró al suelo, y lo mismo hicieron un trío de bestias fofas y uno de los
muertos vivientes en quien Danica reconoció a uno de los magos de Puerta de Baldur.

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Eso la apenó.
La bestia dio un pisotón tan poderoso que sacudió la montana entera, abriendo
unas grietas en forma de telaraña por todo el suelo de piedra.
En torno a su pie, el aire se llenó de sangre y de entrañas, una niebla carmesí de
absoluta destrucción, un golpe definitivo.
Danica no pudo contener un respingo.
Algunas de las criaturas que no habían seguido al enano a la perdición y que
habían reculado, tropezando unas con otras mientras trataban de salvarse de morir
aplastadas, captaron ese levísimo sonido.
Danica se lanzó a la carrera para alejarse de la cueva, con las bestias pisándole los
talones. Corrió senda abajo, tratando de pensar cómo o por dónde ir, porque el ángulo
practicable de pendiente no duraría mucho, en dirección alguna.
Se volvió a mirar por encima del hombro y se ocultó rápidamente detrás de un
afloramiento rocoso. Lo rodeó y cambió de dirección, tratando de poner alguna
distancia de por medio para poder llegar a una cornisa e iniciar su descenso por la
pared rocosa.
Pero los que la perseguían eran demasiados, y a cada vuelta que daba encontraba
nuevas criaturas que le iban a la zaga.
Se quedó sin espacio y resbaló hasta el borde del precipicio en el punto donde la
caída era más pronunciada, ya que no sólo se elevaba por encima de la distancia que
había llevado a Danica a ese espantoso lugar, sino que se adentraba mucho más
hondamente en uno de los lados, en una garganta que caía a plomo hacia las
estribaciones de las montañas Copo de Nieve.
Danica se dio la vuelta y se tiró al suelo cuando una bestia saltó hacia ella. El
monstruo le pasó volando por encima, y entonces su gruñido hambriento se
transformó en un grito de terror al precipitarse hacia una muerte segura.
Danica se incorporó de un salto y rechazó al monstruo siguiente con una patada.
El tercero, como si no hubiera escarmentado con la suerte del primero, saltó sobre
ella. La mujer volvió a agacharse, aunque no del todo esa vez, y la criatura la rozó al
pasar por encima. Danica luchó desesperadamente y recuperó el equilibrio en el
momento justo.
Sin embargo, el manoteo de la criatura la alcanzó en el hombro y tiró de ella hacia
atrás.
Toda la furia y el tumulto del momento parecieron cesar de repente y a Danica se
le llenaron los oídos con el vacío de un viento lúgubre.
Y se encontró cayendo en el vacío.
Se retorció, dándose la vuelta, y quedó mirando el fondo, a unos trescientos
metros de profundidad, y a las copas de árboles muy altos.
Pensó en Cadderly y en sus hijos, en una vida que aún no estaba completa.

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TERCERA PARTE

LA SUMA DE SUS PARTES

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LA SUMA DE SUS PARTES

Vivimos en un mundo peligroso, un mundo que parece más arriesgado ahora que
el camino de la magia está en transición, o tal vez a punto de derrumbarse. Si la
suposición de Jarlaxle es correcta, hemos sido testigos del choque entre mundos, o
entre planos, hasta tal extremo que las grietas nos presentarán retos nuevos y tal vez
de mayor envergadura a todos nosotros.
Sospecho que es un tiempo para los héroes.
He llegado a aceptar mi propia necesidad personal de acción. Mis momentos de
mayor felicidad son aquellos en que me enfrento a los desafíos y los supero. En esos
instantes de gran crisis siento que formo parte de algo más grande que yo, algo así
como una responsabilidad común, un deber generacional, y para mi eso es un gran
consuelo.
Ahora todos vamos a ser necesarios, todas las espadas y todos los cerebros, todos
los eruditos y todos los guerreros, todos los magos y todos los sacerdotes. Los
acontecimientos acaecidos en la Marca Argéntea, la preocupación que vi en el rostro
de la dama Alustriel, no son hechos localizados, me temo, sino que resuenan hasta
los últimos confines de Toril. Puedo imaginar el caos en Menzoberranzan con la
declinación de los magos y de los sacerdotes; la sociedad matriarcal en su conjunto
podría estar en peligro, y las Casas más grandes podrían encontrarse sitiadas por
legiones de kobolds airados.
Es probable que nuestra situación en el mundo de la superficie no sea menos
alarmante, de ahí que sea el tiempo de los héroes. ¿Qué significa eso de ser un
héroe? ¿Qué es lo que eleva a algunos por encima de las hordas de combatientes y
magos de batalla? No cabe duda de que las circunstancias tienen algo que ver. El
valor o las acciones extraordinarios suelen darse en los momentos de mayores crisis.
Y, sin embargo, en esos momentos tan críticos, el resultado suele ser un desastre
la mayor parte de las veces. No surge ningún héroe. Ningún salvador lidera la carga
en el campo de batalla, ni mata al dragón, y la ciudad es devorada por las llamas.
En nuestro mundo, para bien o para mal, se dan muy a menudo las
circunstancias favorables para la creación de un héroe.
Por lo tanto, no se trata sólo de las circunstancias ni de la buena suerte. La
suerte puede tener algo que ver, y de hecho, algunas personas, entre las cuales me
cuento, son más afortunadas que otras, pero puesto que no creo que haya almas
benditas y almas malditas, ni que éste o aquel dios estén asomados a nuestro hombro
y se impliquen en nuestros asuntos cotidianos, sé que hay otra cualidad necesaria
para aquellos que encuentran una forma de destacar entre la multitud.

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Si se coloca una diana a treinta pasos de distancia y se reúne a los cien mejores
arqueros de cualquier zona para disparar, todos darán en el blanco. Si añadimos una
apuesta de oro, unos cuantos se vendrán abajo, lo que suscitará las burlas de los
demás.
Reemplacemos ahora la diana por un asesino y hagamos que ese asesino
amenace con la punta de una daga a la persona que cada uno de los participantes
más ama en el mundo. Ahora el arquero cuenta sólo con un disparo. Si da en el
blanco —el asesino— salvará a su ser querido. Si yerra el disparo, sellará su muerte.
Un héroe seguramente dará en el blanco. Entre los demás, pocos lo conseguirán.
Esa es la cualidad extra que se necesita, la capacidad de mantener la calma y de
pensar racionalmente —no importa cuán devastadoras sean las consecuencias del
fracaso—, la capacidad de dar con ese lugar de concentración pura en momentos de
gran tumulto emocional y físico. Y el héroe hace ese disparo no sólo una vez ni por
mera suerte.
El héroe vive para ese disparo. El héroe se prepara para ese disparo todos los
días, durante horas interminables, con la más pura concentración.
En el mundo viven muchos buenos guerreros, que manejan bien la espada o la luz
relampagueante, que sirven bien en sus respectivos ejércitos, que sortean los
elementos y a los enemigos con tranquilo y encomiable estoicismo. Muchos son
fuertes en lo que hacen y sirven con distinción.
Sin embargo, cuando todo está a punto de despenarse hacia el desastre, cuando
la victoria o la derrota dependen de cuestiones que están más allá de la simple
fuerza, del coraje y del valor, cuando todo se balancea en el filo de una espada que
media entre la victoria o la derrota, el héroe encuentra un camino, un camino que
parece imposible para todos los que no entienden realmente el toma y daca de la
batalla, el flujo y reflujo del juego de la espada, el encadenamiento lógico de
acciones para contrarrestar la ventaja del enemigo.
Porque un guerrero es alguien entrenado en las técnicas de diversas armas,
alguien que sabe cómo esgrimir un escudo o parar una estocada y responder
debidamente, pero un verdadero guerrero, un héroe, va más allá de esas habilidades.
Cada movimiento es instintivo, está integrado en cada músculo para fluir con una
coordinación perfecta y fácil. Cada bloqueo se basa en el pensamiento claro, tan
claro que es al mismo tiempo anticipatorio y reflexivo. Y cada debilidad de un
contrario se advierte a primera vista.
El verdadero guerrero lucha desde un lugar de calma, de rabia controlada y
miedo contenido. Cada situación está debidamente enfocada, cada vía hacia la
solución brilla con toda claridad. Y el héroe va un paso más allá de eso, encontrando
la forma, cualquier forma, de recorrer un camino victorioso donde aparentemente no
lo hay.

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El héroe encuentra un camino, y cuando ese camino se hace visible, por difícil
que sea, el héroe lanza la estocada, o el bloqueo, o la suprema respuesta, y le roba a
su oponente la victoria. Como cuando Regis usó su colgante de rubí para paralizar a
un mago de guerra en Luskan. Como cuando Catti-brie hizo aquel disparo
desesperado en las alcantarillas de Calimport para obligar a salir a Entreri, que
llevaba las de ganar. Como cuando Bruenor se valió de su astucia, su fuerza y su
voluntad inquebrantable para derrotar a Tiniebla Brillante en la oscuridad de
Mithril Hall.
«Desastre inevitable» es una expresión que no figura en el vocabulario del héroe,
porque es precisamente en esos momentos en que todo parece abocado al desastre —
como cuando Bruenor cabalgó al llameante dragón de la sombra por las
profundidades del barranco de Garumn— cuando el guerrero con pasta de héroe se
eleva por encima de los demás. Es algo instintivo, no tiene que ver con él ni con su
vida.
El héroe hace su disparo.
Me temo que ahora nos van a poner a prueba a todos. En estos tiempos de
confusión y de peligro, muchos serán llevados al borde del desastre, y la mayoría
caerá al vacío, pero unos cuantos cruzarán esa línea oscura y encontrarán una
forma de hacer el disparo.
En esos momentos, sin embargo, es importante reconocer que esa reputación no
significa nada, y si bien los hechos pasados podrían inspirar confianza, no son
ninguna garantía de victoria, ni presente ni futura.
Espero que Taulmaril se mantenga firme en mis manos cuando esté al borde de
ese precipicio, porque sé que estoy adentrándome en las sombras de lo inevitable,
donde me esperan negras simas, y no tengo más que pensar en el quebrantado Regis
o mirar a mi amada Catti-brie para comprender lo que nos jugamos en esta
contienda.
Espero que me sea concedido disparar a ese asesino, sea quien sea o lo que sea,
que nos retiene a todos a punta de daga, porque si es así, no erraré el tiro.
Porque ésa es la última puntualización que hay que hacer sobre el héroe. En el
mencionado concurso de arco, el héroe siempre aspira a ser el elegido para realizar
ese disparo crítico. Cuando las apuestas son más elevadas, el héroe quiere que el
resultado esté en sus manos. No tiene nada que ver con la hibris, sino con la
necesidad, y la confianza de que el héroe en ciernes se ha entrenado y se ha
preparado para ese disparo en concreto.

DRIZZT DO'URDEN

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CAPÍTULO 17

NADA MÁS QUE EL VIENTO

Todo cesó. Todo. La batalla, el miedo y la persecución. Se había acabado,


reemplazado sólo por el sonido del viento y la grandiosa vista desde lo alto. Una
sensación de vacío y de soledad envolvió a Danica. De libertad. De muerte
inminente.
Una torsión, un desplazamiento y puro control bastaron para que se pusiera de pie
inmediatamente, y se volvió para quedar de frente a la pared rocosa de la que acababa
de caer. Estiró los brazos y se impulsó hacia adelante, estudiando con la vista lo que
tenía enfrente y debajo, todo en un instante, en un repentino reconocimiento y una
selección completa de los mayores ángulos y anfractuosidades. Golpeó la pared con
la palma de una mano, luego con la otra, después atrás y adelante repetidas veces. A
cada contacto sus músculos se crispaban, oponiendo resistencia al impulso de la
caída.
Una piedra saliente mucho más abajo y a la izquierda la llevó a lanzar el pie
izquierdo hacia ese lado, y mientras golpeaba la piedra con las dos manos, daba un
leve empujón, una y otra vez, diez veces en rápida sucesión mientras descendía,
desplazándose sutilmente hacia la izquierda.
Con la punta del pie tocó un saliente y desplazó el peso del cuerpo hacía ese pie,
doblando la pierna para absorber el impacto. No podía empezar siquiera a frenar el
impulso de la caída tan sólo con eso, pero consiguió impulsarse hacia atrás en cierta
medida, reduciendo algo su velocidad.
Era el arte del monje. Danica podía deslizarse por la pared de un edificio alto y
aterrizar sin un rasguño. Lo había hecho en más de una ocasión, pero, claro estaba, un
edificio alto no podía compararse con la altura de esa pared rocosa, y la pendiente era
más difícil, a veces era escarpada y recta, a veces menos escarpada. Sin embargo, ella
trabajaba con la máxima concentración, y sus músculos respondían a sus exigencias.
Otra protuberancia le dio la ocasión de reducir un poco más el impulso, y una
estrecha cornisa le permitió plantar los dos pies y hacer frente al tirón constante de la
gravedad.
Después de eso, a media distancia del suelo, la mujer tomó el aspecto de una
araña que corriese frenéticamente por una pared, trabajando de forma veloz con
brazos y piernas.
Una figura oscura pasó a su lado. La sobresaltó y a punto estuvo de hacerle perder
la concentración. Reconoció en ella a una de las bestias fofas, pero no hizo ninguna
especulación sobre el motivo por el que habría caído.

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No tenía tiempo para eso, no tenía tiempo para nada que no fuera su
concentración absoluta en la tarea que tenía ante sí.
Nada más que el viento llenaba sus sentidos, eso y el contorno de la pared rocosa.
Estaba cerca del suelo y seguía cayendo demasiado deprisa para sobrevivir. No
podía contar con tocar tierra haciendo una voltereta para absorber el tremendo
impacto, de modo que hizo un gancho con ambos pies contra la roca y se echó hacia
atrás, dándose la vuelta justo a tiempo para ver los altos pinos que había vislumbrado
desde arriba.
Acto seguido, se encontró chocando con las ramas. Todo eran astillas y agujas de
pino saltando a su alrededor. Una rama rota le arrancó un buen trozo de piel del
costado y se llevó la mitad de su camisa. No mucho más adelante, una rama más
pesada no se rompió, sino que se dobló, y Danica salió de ella rodando, de cabeza,
dando tumbos y chocando, para rebotar en las ramas más bajas y, a la vez, más
resistentes, y abrirse camino entre una lluvia de agujas verdes. Y todavía le quedaban
nueve metros para tocar el suelo.
Medio cegada por el dolor, apenas consciente, la monje se las arregló de todos
modos para sortear los obstáculos y poner los pies por debajo.
Se curvó y rodó de lado al aterrizar. Así siguió dando tumbos, tres, cinco, siete
veces. Por fin paró con la respiración entrecortada. Las piernas, el costado lacerado,
un hombro dislocado, le mandaban punzadas de dolor.
Danica consiguió volverse un poco y vio un montón de carne negra
despanzurrada.
«Al menos, no tengo ese aspecto», pensó, pero aunque había evitado la
mutilación sufrida por las bestias reptantes, temía que el resultado fuese el mismo y
que no sobreviviera a la caída.
Una oscuridad fría se cernía sobre ella.
Pero Danica siguió luchando, diciéndose que el dracolich iría en su búsqueda,
recordándose que no estaba a salvo; aun cuando consiguiera por algún medio no
morir de los golpes recibidos en la caída, la bestia acabaría con ella.
Se puso boca abajo y se incorporó sobre los codos, o trató de hacerlo, porque su
hombro no se lo permitía y los dolores eran insoportables. Se apoyó en un brazo y
vomitó, jadeando. Los ojos almendrados se le llenaron de lágrimas, ya que las
arcadas le producían espasmos en las costillas, lo que le provocaba un nuevo nivel de
agonía.
Se dijo que tenía que moverse. Pero ya no era capaz.
La fría oscuridad la envolvió de nuevo y ni siquiera la poderosa Danica pudo
resistirse esa vez.

Mirando desde la puerta de la sala lateral del oscurecido barranco, Catti-brie casi

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no podía distinguir las formas de sus compañeros a la luz parpadeante de la antorcha
que habla del otro lado. Todos estaban atrapados en aquel aparente callejón sin salida
mientras los perros de la sombra los perseguían velozmente y un dragón bloqueaba la
salida. Hablan perdido a Drizzt, y Wulfgar, además de Catti-brie, se habla llevado lo
peor del aliento del dragón, una horrenda nube de negrura y desesperación que lo
había dejado entumecido y casi indefenso.
Se asomó un poco a la puerta, ansiando desesperadamente una respuesta, rogando
que su padre encontrara una forma de salvarlos a todos. No supo qué pensar cuando
Bruenor se sacó el yelmo con gemas incrustadas y lo cambió por el viejo yelmo con
la cornamenta rota.
—Mantén el yelmo a salvo. Es la corona del rey de Mithril Hall —dijo,
entregándole la corona a Regis, y entonces sus intenciones quedaron bien claras.
El halfling protestó.
—Entonces, es tuya —dijo, y en su voz se vela claramente la garra del miedo que
también atenazaba a Catti-brie.
—No, ni por derecho ni por elección. Mithril Hall ya no existe, Panza… Regis.
¡Yo soy Bruenor del Valle del Viento Helado, y lo he sido durante doscientos años,
aunque tengo la cabeza demasiado dura para reconocerlo!
Catti-brie casi se quedó sin habla cuando oyó las palabras que siguieron y
entendió con toda claridad lo que Bruenor estaba a punto de hacer. Regis le preguntó
algo que ella no pudo oír, pero comprendió que era la misma pregunta cuya terrible
respuesta resonaba estentóreamente en sus propios pensamientos.
En ese momento, se vio con claridad la figura de Bruenor saliendo
precipitadamente de la estancia y cargando directamente hacia el barranco.
—Aquí tienes a uno que se te escapó, muchacho —gritó, mirando hacia la
pequeña cámara lateral donde se ocultaban Catti-brie y Wulfgar—. ¡Pero cuando se
me mete en la cabeza saltar sobre el lomo de un gusano, nunca yerro!
Ya está, ya lo había dicho abiertamente, una declaración del supremo sacrificio
por todos los demás, atrapados en las entrañas de una caverna en otro tiempo
conocida como Mithril Hall por un gran dragón de la sombra.
—¡Bruenor!
Catti-brie oyó su voz gritando el nombre, aunque casi no tenía conciencia de
haber hablado, tan paralizada estaba por la idea de que estaba apunto de perder al
enano, a su amado padre adoptivo, al gran Bruenor que había sido la piedra sobre la
que había edificado toda su vida, la fortaleza de Catti-brie Battlehammer.
A la joven todos los movimientos le parecieron ralentizados en aquel terrible
momento en que vio a Bruenor atravesar corriendo el barranco, echando la mano por
encima del hombro para prender su capote… ¡debajo del cual había un jarro de
aceite!

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El enano no vaciló ni redujo la marcha cuando llegó al borde y saltó, hacha en
alto y espalda llameante.
Una suma de compulsión y terror arrastró a Catti-brie hacia ese lugar, a donde
llegó al mismo tiempo que Regis. Los dos se quedaron mirando, atónitos, al enano en
llamas montado sobre el lomo del gran dragón de la sombra.
Bruenor no había vacilado, pero lo que había hecho había dejado sin fuerzas a
Catti-brie. A duras penas podía tenerse de pie mientras veía a su padre morir, dar su
vida para que ella, Wulfgar y Regis pudieran atravesar el barranco y escapar de la
oscuridad de Mithril Hall.
Sin embargo, temía no tener fuerzas para escapar, y Bruenor habría muerto en
vano. Wulfgar estaba a su lado, oponiendo resistencia a la desesperación mágica,
luchando con ella con la determinación de un bárbaro del Valle del Viento Helado.
Catti-brie apenas pudo comprender lo que intentaba cuando levantó su asombrosa
maza de guerra y se la arrojó al dragón.
—¿Estás loco? —gritó Catti-brie, sujetándolo.
—Coge tu arco —le dijo, y otra vez volvía a ser Wulfgar, liberado del insidioso
conjuro del dragón—. ¡Si eres una verdadera amiga de Bruenor, no dejes que su
muerte haya sido en vano!
¿Una verdadera amiga? Las palabras sacudieron a Catti-brie, recordándole
mordazmente que ella era mucho más que una amiga para aquel enano, su padre, el
ancla de su vida.
Sabia que Wulfgar tenía razón, y al recoger su arco con manos temblorosas vio su
objetivo con los ojos llenos de lágrimas.
No podía ayudar a Bruenor. No podía salvarlo de la suerte que él mismo había
elegido, la elección que posiblemente les había salvado la vida a ellos tres.
Era el disparo más difícil que había tenido que hacer jamás, pero tenía que
conseguirlo, por el bien de Bruenor.
La flecha de estela plateada disparada por Taulmaril surcó el aire, y su destello
llenó los ojos llorosos de Catti-brie.

Alguien la agarró y le bajó los brazos colocándoselos a ambos lados del cuerpo.
Oyó el bisbiseo de un susurro lejano, pero no pudo distinguir las palabras ni pudo ver
a aquel cuyo contacto sentía.
Era Drizzt, lo sabía por la ternura y la fuerza de aquellas delicadas manos.
Pero Drizzt estaba perdido para ella, para todos ellos. No tenía sentido.
Y Bruenor…
Pero el barranco había desaparecido, el dragón había desaparecido, su padre había
desaparecido y todo el mundo había desaparecido, todos reemplazados por aquella
tierra de brumas parduscas y de bestias sombrías reptantes que se abalanzaban sobre

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ella y le tendían sus garras.
No podían alcanzarla, no podían herirla, pero eso no era un consuelo para Catti-
brie en medio del vacío. No sentía nada, no tenía conciencia de nada, salvo de esas
formas repulsivas y reptantes en una tierra que no reconocía.
En un lugar donde estaba completamente sola.
Y algo peor aún, lo peor de todo, una línea divisoria entre dos realidades tan
estrechas y borrosas cuya mera incongruencia hurtaba a Catti-brie algo mucho más
personal que sus amigos y el entorno familiar.
Trató de resistirse, trató de concentrarse en el contacto con aquellos brazos fuertes
que la rodeaban —¡tenía que ser Drizzt!—, pero se dio cuenta de que ya no podía
siquiera sentir ese contacto, si es que estaba allí.
El tropel de imágenes empezó a desdibujarse. Los dos mundos competían en su
mente con escenas fugaces y una cacofonía discordante de sonidos inconexos, un
choque de dos realidades del cual no tenía escapatoria.
Se encerró en sí misma, tratando de aferrarse a sus recuerdos, a su realidad, a su
individualidad.
Pero no había nada a que aferrarse, ningún asidero que le recordara nada, ni
siquiera a Catti-brie.
No tenía pensamientos claros ni recuerdos definidos. No tenía conciencia de sí
misma.
Estaba tan perdida que ni siquiera sabía que estaba perdida.

Una pequeña luz anaranjada se filtró por entre los párpados cerrados de Danica,
colándose a través de la negrura que se había apoderado de sus sentidos.
Sacudiéndose la pereza consiguió entreabrir un ojo, y la luz del sol la saludó. El
brillante disco del sol apenas asomaba en el este, en la cárcava en forma de V que se
abría entre dos montañas. Danica tuvo incluso la sensación de que aquellas montañas
distantes estaban guiando la luz directamente hacia ella, hacia sus ojos, para
despertarla.
Los acontecimientos del día anterior se reprodujeron en sus pensamientos, y no
pudo determinar dónde acababan los sueños y empezaba la tremenda realidad.
¿O acaso habría sido todo un sueño?
¿Y si era así por qué estaba tirada en un cañón junto a una gran pared rocosa?
Lentamente, trató de volverlo todo atrás, y la oscuridad se retiró.
Intentó incorporarse sobre los codos. Lo intentó, pero las oleadas de agonía en el
hombro hicieron que se echara otra vez. Con una mueca de dolor y los ojos cerrados,
Danica evocó la caída, el paso a tumbos entre los árboles, y de allí volvió a la escena
en lo alto del precipicio, en la cueva del dragón no muerto.
Ivan estaba muerto.

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Aquello fue para Danica como un mazazo. Volvió a oír el pisotón del dracolich
vio una vez más la carne arrancada volando por la caverna. Pensó en todas las veces
que había visto a Ivan con sus hijos, al tío amantísimo que les brindaba la sabiduría
aprendida en duras lecciones, tan diferente del cariñoso Pikel, mucho más suave que
su hermano.
—Pikel —susurró entre la hierba, abrumada por la idea de tener que contarle lo
de Ivan.
La mención de Pikel la llevó a pensar en sus propios hijos, que andaban por ahí,
con el enano.
Abrió los ojos. El disco del sol ya había superado el horizonte; la mañana
avanzaba.
Sus hijos tenían problemas. Estaba segura de ello. Tenían problemas o el peligro
ya los había encontrado y se los había llevado, y eso era algo que Danica no estaba
dispuesta a aceptar.
Con un gruñido de desafío, la mujer monje se incorporó sobre un brazo y recogió
las piernas bajo el cuerpo, para después enderezarse y ponerse de rodillas. Tenía el
brazo izquierdo colgando, inerte, no exactamente al lado del cuerpo, sino un poco
más atrás. No podía volver la cabeza para mirarse el hombro porque eso le producía
dolor, pero sabía que estaba dislocado.
Así no podía ir a ninguna parte.
Miró la pared de piedra que quedaba detrás de ella. Con un gesto decidido se puso
de pie, y antes de que el dolor la disuadiera, corrió hacia la pared, dio un salto en el
aire y se volvió mientras descendía, haciendo que la parte trasera de su hombro
herido chocara contra la pared.
Oyó un crujido y se preparó para el dolor que vendría a continuación. Fueron
unas oleadas tan intensas que se dobló sobre sí misma y vomitó.
Pero pudo verse el hombro, otra vez alineado, y el dolor pronto remitió. Incluso
podía mover el brazo de nuevo, aunque el menor movimiento le producía un dolor
intenso.
Se quedó allí apoyada contra la piedra largo rato, replegándose para encontrar en
su interior un lugar de calma contra la furiosa tormenta que se libraba en su cuerpo
maltrecho.
Cuando por fin abrió los ojos, lo primero que vio fue a una de las bestias
reptantes, despachurrada contra el suelo. Consiguió mirar pared arriba, a sus espaldas,
pensando en el dracolich y en lo que tendría que hacer para advertir a quienes podrían
ayudarla a derrotar a la bestia.
Miró hacia el sur, guiada por su instinto maternal, hacia el camino que llevaba a
Carradoon y a sus hijos, y a donde deseaba desesperadamente ir. Sin embargo, se
centró en una zona no muy hacia el sur, tratando de orientarse y encontrar el camino

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que en dirección norte-sur iba hacia Espíritu Elevado.
Hizo un gesto afirmativo, reconociendo que tendría que atravesar la barrera
montañosa para encontrar ese camino. Más o menos segura de que se encontraba en
un profundo valle a varios kilómetros de la catedral, se puso en marcha. Sus piernas
no la sostenían con demasiada firmeza y tenía un tobillo que parecía a punto de
doblarse a cada paso.
Poco después se había hecho un bastón con una rama y se encaminaba hacia su
casa luchando contra el dolor y el miedo al camino. Éste era mucho más empinado
que el de Carradoon y acarició la idea de rodear la ciudad portuaria e ir después por
los senderos más transitables.
No pudo por menos que reír ante tan endeble justificación. Tomar esa ruta
representaba prolongar el viaje en un día o más, un tiempo crucial para Cadderly y
los demás.
Llegó al camino norte-sur poco después de que el sol estuviera alto. Le
flaqueaban las fuerzas y llevaba la ropa pegada al cuerpo por el sudor. Una vez más
miró hacia el sudeste, hacia donde sabía que estaba Carradoon, y pensó en sus hijos.
Cerró los ojos y se volvió hacia el sur; luego miró el camino que la llevaría a casa, el
camino que tenía que tomar por el bien de todos.
Recordó que el camino era bastante llano a lo largo de medio kilómetro más o
menos, y luego empezaba un pesado ascenso hacia las montañas Copo de Nieve.
Tenía que subir por allí. No era una opción, sino un deber. Tenía que informar a
Cadderly.
Y Danica se proponía caminar toda la noche para hacerlo. Inició el camino a paso
lento, prácticamente arrastrando un pie y apoyándose con fuerza en el bastón que
llevaba en la mano derecha, ya que el brazo izquierdo le colgaba. Cada paso le
removía el hombro, de modo que hizo una pausa, cortó un trozo de su ya destrozada
camisa y confeccionó con él un improvisado cabestrillo.
Con un suspiro de determinación, la mujer se puso otra vez en marcha; intentó ir
un poco más deprisa, pero las fuerzas se le iban agotando.
Perdió la cuenta del tiempo, pero sabía que las sombras se iban alargando en
torno a ella. Entonces oyó algo —un jinete o una carreta— que se aproximaba desde
atrás. Danica se arrastró fuera del camino y se tiró detrás de un arbusto y una roca,
para apostarse en un lugar desde donde veía la carretera. Se mordió el labio inferior
para no gritar de dolor, pero hasta esa noción y esa sensación se le olvidaron cuando
tuvo a la vista a su curiosa presa.
Lo primero que vio fue el caballo, una bestia negra esquelética con fuego
alrededor de los cascos. Lanzaba humo por las anchas ventanas de la nariz. Un corcel
infernal, una pesadilla, y cuando reparó en el conductor de la carreta, más
especialmente en el gran sombrero de ala ancha con una pluma que llevaba, y en el

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color ébano de su piel…, lo recordó enseguida.
—¿Jarlaxle? —susurró, y su sorpresa se hizo mayúscula cuando, sentado a su
lado, vio a otro elfo oscuro que también reconoció.
La idea de que aquel picaro de Jarlaxle cabalgara junto a Drizzt Do'Urden fue una
conmoción emocional para Danica. ¿Cómo era posible?
¿Qué significaba aquello para ella y para Cadderly?
Al acercarse la carreta, distinguió un par de cabezas por encima del portalón
trasero. Enanos, era evidente. Un aullido desde un lateral atrajo su atención hacia un
tercer enano que cabalgaba sobre un jabalí que daba la impresión de pastar en los
planos inferiores, justo al lado de la pesadilla que tiraba de la carreta.
Danica se dijo que no podía ser Drizzt Do'Urden, y se previno de que no entraba
en el terreno de lo imposible que el diabólico Jarlaxle estuviera detrás de todos los
males que habían caído sobre Erlkazar. No se podía arriesgar a acudir a ellos, se dijo
repetidas veces mientras la carreta avanzaba por el camino, acercándose a su
escondite.
A pesar de esas reservas, reales y fundadas, cuando la carreta se encontraba a
apenas tres metros de ella, con el corcel de pesadilla lanzando llamas y golpeando el
camino con sus feroces cascos, la mujer, desesperada, dándose cuenta instintivamente
de que se estaba quedando sin opciones, se puso de rodillas y pidió auxilio.
—¡Lady Danica! —exclamó Jarlaxle, y Drizzt pronunció su nombre ai mismo
tiempo.
Los dos drows saltaron de la carreta, corrieron hacia ella y se colocaron uno a
cada lado con una rodilla en tierra. Juntos la levantaron y sostuvieron mirándose con
total incredulidad. ¿Qué podría haber dejado tan maltrecha a la magnífica guerrera
monje?
—¿Qué me cuentas, elfo? —preguntó uno de los enanos saltando de la parte
trasera de la carreta—. ¿Es ésa la mujer de Cadderly?
—Lady Danica —explicó Drizzt.
—Tenéis… —dijo la mujer con voz entrecortada—. Tenéis que llevarme junto a
Cadderly, tengo que advertirle…
No terminó la frase y perdió la conciencia.
—Lo haremos —le prometió Drizzt—. Descansa.

Drizzt miró a Jarlaxle con evidente cara de preocupación. No estaba seguro de


que Danica pudiera sobrevivir al viaje.
—Tengo pociones —lo tranquilizó el otro, pero con menos confianza de la que
Drizzt hubiera deseado. Además, ¿quién podía estar seguro de los efectos que sus
pociones podrían tener en semejante momento de magia desatada?
Pusieron a Danica todo lo cómoda que pudieron en la parte trasera de la carreta,

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junto a Catti-brie, que estaba sentada contra el fondo y todavía parecía totalmente
ajena a todo cuanto la rodeaba. Jarlaxle se quedó junto a la mujer monje, dándole a
beber a cucharadas sus pociones mágicas sanadoras, mientras que Bruenor conducía
la carreta a toda la velocidad de que era capaz la bestia infernal. Drizzt y Pwent
corrían a uno y otro lado, vigilando los flancos, temiendo que lo que hubiera atacado
a Danica no estuviera muy lejos. Por indicación de Jarlaxle, Athrogate y su jabalí
iban justo delante del corcel de pesadilla.
—El camino se vuelve cada vez más empinado —advirtió Bruenor poco después
—. A tu caballo no le está gustando.
—Las mulas están descansadas ahora —replicó Jarlaxle—. Lleguemos hasta
donde podamos y después las volvemos a atar al carro.
—Para entonces, ya se habrá hecho de noche. —Tal vez deberíamos seguir la
marcha.
A Bruenor le habría gustado disentir, pero se encontró asintiendo, a pesar de sus
reservas.
—¿Elfo? —preguntó el enano al ver que Drizzt examinaba algún arbusto al lado
del camino.
—Nada —respondió Drizzt—. No he visto ni vestigio de monstruos, y no hay
más huellas que las de Danica.
—Bueno, eso está bien —dijo Bruenor.
El rey enano tendió la mano y cogió a Drizzt por el cinturón para ayudarlo a subir
al lateral de la carreta en marcha.
—Su respiración es tranquila —comentó Drizzt, refiriéndose a Danica, y Jarlaxle
asintió.
—Las pociones han contribuido —dijo Jarlaxle—. Todavía hay cierta
predictibilidad en la magia.
—Pero no ha dicho ni una sola palabra —dijo Bruenor.
—La he mantenido en un estupor —explicó Jarlaxle—, por su propio bien. Un
sencillo encantamiento —añadió, tranquilizador, cuando tanto Drizzt como Bruenor
lo miraron con desconfianza.
Jarlaxle sacó de su chaleco un colgante con un rubí, notablemente parecido al que
usaba Regis.
—¡Eh, pero bueno! —protestó Bruenor, y tiró de las riendas hasta detener la
marcha.
—No es el de Regis —lo tranquilizó Jarlaxle.
—Tuviste el suyo, en Luskan —recordó Drizzt.
—Sí, durante un tiempo —dijo Jarlaxle—. Y eso fue suficiente para hacer que
mis artesanos lo copiaran. —Como Bruenor y Drizzt lo seguían mirando con
hostilidad, Jarlaxle se limitó a encogerse de hombros y explicarles—: Es lo que hago.

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Drizzt y Bruenor se miraron el uno al otro y suspiraron.
—No le robé nada, aunque podría haberlo hecho con toda facilidad —sostuvo
Jarlaxle—. Tampoco lo maté, ni a él ni a vosotros, y podría haberlo hecho…
—Con toda facilidad —confirmó Drizzt—. ¿Cuándo podrás sacarla del trance? —
le preguntó a continuación.
Jarlaxle miró a Danica, que parecía mucho más tranquila.
«Pronto», se disponía a decir, pero la palabra no llegó a salir de su boca. De
repente, la mano de Danica salió disparada y asió la cadena de la que colgaba el rubí.
Con una torsión y un torniquete que parecieron tan simples como el hecho de que se
levantara del fondo de la carreta, hizo girar al sorprendido Jarlaxle y tiró de la cadena
hacia atrás, retorciéndola aún más para sujetar rápidamente al drow por el cuello.
—Se te dijo que no volvieras jamás, Jarlaxle Baenre —dijo Danica con la boca
pegada al oído del elfo oscuro.
—Tu gratitud me abruma, señora —masculló el drow, medio ahogado.
Se quedó rígido cuando Danica tiró y retorció más la cadena.
—Haz con los dedos la más mínima intención de esgrimir un arma, drow —lo
desafió—. Te puedo partir el cuello con tanta facilidad como si fuera una ramita seca.
—¿Qué tal si me ayudas? —le susurró Jarlaxle a Drizzt.
—Danica, suéltalo —dijo Drizzt—. No es nuestro enemigo. Ahora, no.
Danica aflojó la presión apenas, y se quedó mirando con escepticismo al
explorador; después, miró a Bruenor.
Drizzt le dio un codazo al enano, que guardaba silencio.
—Encantado de conocerte por fin, lady Danica —dijo Bruenor—. Rey Bruenor
Battlehammer, tu seg…
Drizzt repitió el codazo.
—Ya, suelta a la rata —le dijo a la mujer—. Fue Jarlaxle el que te dio las
pociones que te salvaron el pellejo, y también ha ayudado mucho a mi hija, a la que
aquí ves.
Danica los miró uno por uno, y luego se volvió hacia Catti-brie.
—¿Qué le pasa? —preguntó, soltando a Jarlaxle, que se desplazó hacia adelante
para alejarse de ella.
—Jamás pensé que alguien pudiera sorprender así a Jarlaxle —comentó Drizzt.
—Comparto tu sorpresa —admitió el mercenario.
Drizzt sonrió, disfrutando brevemente del momento. A continuación, se dirigió a
la barandilla de la carreta, pasó por delante de Jarlaxle y fue hasta Danica, que estaba
apoyada en el portalón trasero.
—No volveré a subestimarla —prometió Jarlaxle en voz baja.
—Tenéis que llevarme a Espíritu Elevado —dijo Danica, a lo que Drizzt asintió.
—Allí nos dirigíamos —explicó—. Catti-brie fue afectada por el Tejido

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declinante…, una especie de fuego azul. Por lo que parece, está atrapada en su propia
mente y en un lugar oscuro de criaturas achaparradas y reptantes.
Danica se sobresaltó al oír aquella descripción.
—¿Las has visto? —preguntó Drizzt.
—Una hueste de bestias de color gris, brazos largos, piernas cortas…, casi sin
piernas, atacó anoche Espíritu Elevado —explicó—. Yo había salido a explorar… —
dijo, pero interrumpió la frase con un gran suspiro—: Ivan Rebolludo ha muerto —
concluyó.
Bruenor dio un grito, y Drizzt hizo una mueca de dolor. Desde un lateral del
camino Thibbledorf Pwent lanzó un gemido.
El dragón…, un dracolich, un dragón no muerto…, y algo más…
—¿Un dracolich? —inquirió Jarlaxle.
—¡Dragón muerto andante, dragón muerto parlante, dragón muerto furioso, me
parece curioso!
Athrogate salió con una de sus rimas, provocando la admiración de Thibbledorf
Pwent y un gesto de disgusto de Bruenor.
Danica se quedó muda, mirando al extravagante Athrogate.
—Hay que reconocer que no se ve un dracolich todos los días —dijo Jarlaxle con
cara de absoluta normalidad.
Danica no salía de su asombro.
—¿Hablaste de algo todavía más extraño? —la animó Jarlaxle.
—Todo lo que toca muere —explicó la mujer monje—. Di con él tras seguir una
huella de devastación absoluta, a su paso todo se marchitaba: la hierba, los árboles,
todo.
—Jamás he oído algo así —dijo Bruenor.
—Cuando vi a la bestia, gigantesca y terrible, supe que no me había equivocado.
Va sembrando la muerte. Es la muerte encarnada, y algo más, tiene un cuerno en la
cabeza y relumbra de poder. —Danica prosiguió, con los ojos cerrados, obligándose a
recordar cosas que habría preferido olvidar—. Creo que era…
—Crenshinibon, la Piedra de Cristal —dijo Jarlaxle, acompañando cada palabra
de un gesto afirmativo.
—Sí.
—Otra vez esa maldita cosa —gruñó Bruenor—. Con que ésas tenemos, elfo. No
la has matado.
—Sí que la maté —lo corrigió Jarlaxle—, y me temo que eso es parte del
problema.
Bruenor se limitó a sacudir la peluda cabeza.
Danica señaló un pico alto que habían dejado atrás, no muy lejos, al norte.
—Él los controla —miró directamente a Jarlaxle—. Creo que el dragón es

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Hephaestus, el gran wyrm rojo cuyo aliento destruyó el artefacto, o eso creíamos.
—El mismo —le aseguró Jarlaxle.
—¿Crees que podrías decirnos de una vez por todas qué te propones? —gruñó
Bruenor.
—Ya os había hablado de mis temores —dijo el mercenario—. El dragón y los
liches consiguieron por algún medio liberar el artefacto de la prisión que ellos
mismos habían creado…
—La Piedra de Cristal —dijo Danica, tocándose la frente—. Aquí, en el
dracolich.
—Unidos por la magia del Tejido que se desmorona —dijo Jarlaxle—, fundidos
por la colisión de los mundos.
Danica lo miró con incredulidad.
—Yo tampoco lo sé, lady Danica —explicó Jarlaxle—. Son suposiciones. Pero de
una cosa estoy seguro, todo esto está relacionado. —Miró a Catti-brie, que tenía los
ojos muy abiertos, pero seguía sin ver nada—. Su aflicción, estas bestias, el dragón
que se levanta de entre los muertos…, todo…, todo forma parte de una misma
catástrofe cuyo alcance todavía no conocemos.
—Y por eso hemos venido a descubrirlo —dijo Drizzt—. Hemos traído a Catti-
brie con la esperanza de que Cadderly pueda ayudarla.
—Y creo que vosotros también necesitaréis de nuestra ayuda —le dijo Bruenor a
Danica.
Danica sólo pudo suspirar y asentir con impotencia. Echó una mirada a la distante
pared de piedra, la guarida del dracolich y la Piedra de Cristal, la tumba de Ivan
Rebolludo. Trató de no mirar más allá, pero no pudo evitarlo. Temía por sus hijos.

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CAPÍTULO 18

LA ROTURA

Yharaskrik sabía que era más que pensamiento independiente. Era deseo
independiente.
Semejante cosa no podía tolerarse. Los siete liches que habían creado la Piedra de
Cristal estaban representados solamente por el poder singular de Crenshinibon. No
tenía voz ni voto en la cuestión, y sus deseos no se consideraban pertinentes.
Pero al sagaz ilícida no se le escapaba el deseo latente en la petición de
Fetchigrol. La criatura no actuaba ni por oportunidad ni por una compulsión de servir
a sus tres maestros conjugados en el Rey Fantasma. Fetchigrol quería algo.
Y la aportación de Crenshinibon al debate interno que se fraguaba dentro del Rey
Fantasma era decididamente un apoyo al espectro transformado en lich.
Yharaskrik apeló telepáticamente a Hephaestus para que se opusiera al lich, y
trató de transmitir la profundidad de su inquietud, pero tenía que andar por la cuerda
floja, y no quería que la Piedra de Cristal reconociera esa preocupación.
El ilícida no podía saber si el dragón había captado la sutil inflexión de su
pensamiento, o si simplemente era que no le importaba, ya que nunca había tenido
gran simpatía por él. La respuesta del dragón llegó en forma de avidez, tal como
Fetchigrol había pedido.
—¿Hasta qué punto podemos tantear a los secuaces del Páramo Sombrío antes de
que dejemos de ser sus amos en éste, nuestro mundo? —dijo Yharaskrik en voz alta.
Hephaestus luchó por controlar plenamente la boca del dracolich para responder.
—¿Temes a estos montones achaparrados de carne?
—En el Páramo Sombrío no todo son bestias reptantes —respondió Yharaskrik
tras un breve forcejeo por recuperar el uso de su voz—. Es mejor que utilicemos a los
no muertos de nuestro plano como ejército. Su número es prácticamente ilimitado.
—¡Y son ineficaces! —rugió el dracolich, haciendo temblar las rocas del lugar—.
No razonan…
—Pero son controlables —interrumpió el ilícida.
Las voces se distorsionaron, ya que ambos luchaban por el control físico.
—¡Nosotros somos el Rey Fantasma! —bramó Hephaestus—. Somos supremos.
Yharaskrik se dispuso a resistirse, pero hizo una pausa estudiando a Fetchigrol,
que estaba ante él asintiendo con la cabeza. Percibió la satisfacción que emanaba de
la criatura de sombra, y supo que Crenshinibon se había puesto del lado de
Hephaestus, que había dado permiso a Fetchigrol para que volase de vuelta a
Carradoon y alzase un gran ejército de bestias reptantes para cazar y matar a los que

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habían huido al interior de los túneles.
¡La satisfacción de esa criatura! ¿Por qué Hephaestus no podía entender el peligro
de cualquier emoción independiente emanada de uno de los siete? No deberían tener
ninguna satisfacción, como no fuera la de servir; pero Fetchigrol actuaba movido por
su propio ego personal, no por una compulsión de servir al huésped mayor. Se había
puesto de manifiesto gracias a Solmé, que había ido al Páramo Sombrío a reunir un
ejército, mientras que Fetchigrol se limitaba a reanimar carne muerta para que
cumpliera sus órdenes. La huida de tanta gente de Carradoon se había sumado a esa
sensación de fracaso del espectro, por eso la criatura trataba de rectificar la situación.
Sin embargo, al espectro no tendría que haberle importado. ¿Por qué Hephaestus
no podía entender eso?
—Somos más grandes si tenemos generales competentes —surgió un
pensamiento, y Yharaskrik supo que era Crenshinibon, que no estaba dispuesto a
hablar con la voz del dragón.
—No se atreverían a contrariarnos —coincidió Hephaestus.
—Utilicemos su ira.
«¿Y qué podríamos ganar?», pensó Yharaskrik, pero tuvo buen cuidado de
ocultarlo a los demás. ¿Qué ganarían con la persecución de los carradeños huidos?
¿Por qué tenían que perder ellos el tiempo preocupándose por el destino de los
refugiados?
—Tu precaución me cansa —dijo el dracolich cuando Fetchigrol salió de la
caverna dirigiéndose a Carradoon.
Aunque en un primer momento Yharaskrik pensó que era Hephaestus el que
hablaba, lo hicieron dudar la elección de las palabras y el timbre de la voz, y
finalmente llegó a la conclusión de que era una observación más razonada que los
típicos berrinches a los que Hephaestus los tenía acostumbrados.
—¿Es que no podemos destruir por el simple placer de hacerlo?
El ilícida se quedó de piedra en aquel momento de revelación. No había protegido
adecuadamente sus preocupaciones de los otros dos. El azotamentes no tenía dónde
ocultarse de…
¿De quién?
—Del Rey Fantasma —respondió la mente del dragón, leyendo sus pensamientos
como si fueran propios.
Yharaskrik comprendió entonces que el vínculo entre Hephaestus y Crenshinibon
se estaba haciendo más estrecho, que realmente se estaban convirtiendo en un solo
ser, en una sola mente.
El ilícida no pudo intentar siquiera ocultar su miedo de que a él le aguardara el
mismo destino. Siendo como era un azotamentes, Yharaskrik conocía muy bien la
noción de una mente colmena. En su hogar de la Antípoda Oscura, cientos de los

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suyos podía unirse en un receptáculo común de inteligencia y filosofía, y formulación
de teorías. Sin embargo, todos eran siempre ilícidas: seres iguales de igual
inteligencia.
—Y el Rey Fantasma es más grande que los de tu especie —respondió la voz del
dracolich—. ¿Es ése tu temor?
¡Tenían acceso a todos sus pensamientos!
—Hay un lugar para ti, Yharaskrik —prometió el Rey Fantasma—. Hephaestus es
el instinto, la ira y el poder físico. Crenshinibon es la conjunción de la sabiduría casi
eterna y del desapasionamiento, o sea del buen juicio, de un verdadero dios.
Yharaskrik es la libertad de una proyección de alcance y la comprensión del
surrealismo de los mundos unidos.
Dos palabras entre todas las contenidas en aquella declaración de poder le
revelaron a Yharaskrik la verdad: buen juicio. De las partes del todo propuesto, el
buen juicio estaba en lo más alto de la jerarquía, y por lo tanto, era Crenshinibon el
que pretendía mantener su identidad. El dragón sería el encargado de las reacciones;
el ilícida, de la información, y Crenshinibon lo controlaría todo.
En ese aciago momento, Yharaskrik llegó a la conclusión de que era
Crenshinibon el que otorgaba a los liches una mayor autonomía, y sólo porque la
Piedra de Cristal sabía con total certeza que se mantendrían para siempre como
esclavos suyos, su suprema creación.
La única oportunidad de Yharaskrik era llegar a Hephaestus y convencer al
dragón de que iba a perder su propia identidad en aquel papel de sometimiento
absoluto.

Solmé había superado a Fetchigrol. Siglos antes, ellos y otros cinco se habían
unido con una finalidad común, una unificación total en un singular artefacto de gran
poder y duración infinita. Se suponía que a Fetchigrol no debía importarle que Solmé
lo hubiera superado. La explicación de Crenshinibon había sido instructiva, no un
castigo.
La aparición —una extensión de algo más grande que Fetchigrol, un instrumento
para mayor gloria de Crenshinibon y nada más—, no tenía que importar.
Pero no era así. Esa misma noche, cuando Fetchigrol llegó a los muelles de la
destruida Carradoon y se extendió a través de los planos hasta el Páramo Sombrío,
sintió alegría, Su propia alegría, no la de Crenshinibon.
Y cuando su conciencia volvió a Toril, con la grieta al alcance de la mano, y abrió
la rotura, experimentó una gran satisfacción, suya, personal, no de Crenshinibon,
sabiendo que la siguiente conferencia instructiva estaría dirigida a Solmé y no a él
mismo.
Por la grieta empezaron a salir bestias reptantes. Fetchigrol no las controlaba,

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pero las guiaba, mostrándoles la pequeña ensenada al norte de los muelles, donde las
aguas del Impresk se calmaban y empezaba el laberinto de túneles. Las bestias
reptantes no temían a los túneles. Les gustaban los rincones oscuros, y no había en
todo el universo criatura más aficionada a las cacerías que las voraces bestias del
Páramo Sombrío.
Todavía salieron más cuando la grieta se arremolinó y empezó a cerrarse, para
volver a la estasis del mundo natural.
Fetchigrol, con la bendición de Crenshinibon resonando claramente todavía en
sus ansiosos pensamientos, volvió a abrirla.
Y todavía la abrió otra vez más cuando empezó a cerrarse un poco más tarde,
aunque sabía perfectamente que cada reapertura debilitaba la trama de separación
entre los dos mundos. Esa trama, la realidad de lo que siempre había sido, era el
único medio real de control. Poco a poco, el tercer desgarrón empezó a cerrarse.
¡Fetchigrol volvió a abrirlo!
Cada vez era menor el numero de bestias reptantes que se colaban, ya que la
región gris de sombras que habían estado habitando las apariciones estaba casi vacía
de ellas.
Fetchigrol, que no quería perder ante Solmé, buscó más a fondo en el Páramo
Sombrío. Irresponsablemente extendió su llamada hasta los últimos confines del
plano gris, hacia regiones que no podía ver.
No vio ni oyó lo que se aproximaba, porque la bestia era una criatura de la
sombra y, por lo tanto, silenciosa. Una nube negra descendió sobre la aparición y la
devoró completamente.
En ese instante terrible, supo que había fracasado. La cuestión no importaba,
porque ya no había asidero para el desastre específico.
Sólo fracaso. Total, absoluto e irrevocable. Fetchigrol lo sintió profundamente.
Devoró cualquier idea que pudiera tener respecto de la situación que se presentaba.
El dragón de la sombra no podía pasar por la grieta, pero se las ingenió para
asomar la cabeza y abrir bien sus fauces y cerrarlas a continuación sobre la
desesperada aparición.
Y Fetchigrol no tuvo escapatoria. Un cambio de plano no haría sino ponerlo más
decididamente al alcance del dragón devorador situado al otro lado del desgarro.
Tampoco le apetecía escapar, porque la desesperación creada por la negra nube del
aliento del dragón de la sombra hizo que entendiera que era preferible la eliminación.
Y así, fue eliminado.

En el Páramo Sombrío, el dragón retrocedió, pero marcó el lugar del desgarro con
la esperanza de que pronto se ensanchara lo suficiente como para permitirle pasar.
Cuando se retiró, otras bestias se dirigieron a la abertura. Los noctalas, murciélagos

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negros gigantes, desplegaron sus membranosas alas y alzaron el vuelo por encima de
las ruinas de Carradoon, ávidos de darse un festín con la carne más ligera del mundo
material.
Temibles incorpóreos pavorosos, humanoides, demacrados y cubiertos con
andrajos oscuros, capaces de drenar la fuerza vital de una víctima con un solo
contacto, se arrastraban hacia el exterior formando partidas de caza.
Y un noctámbulo, un gigantesco humano lampiño de seis metros de altura, con
tendones muy marcados y la fuerza de un gigante de la montaña, se coló por la grieta
y bajó hasta las orillas del lago Impresk.

En la cueva que se abría sobre la pared rocosa, el Rey Fantasma lo supo.


Fetchigrol se había ido. Su energía parpadeó y se apagó, perdida para ellos.
Yharaskrik era un ilícida, y los ilícidas eran criaturas de una lógica despiadada, de
modo que cuando señaló que había tenido razón al condenar el plan de Fetchigrol, se
desató sobre él una oleada de rabia.
Provenía de Hephaestus y Crenshinibon.
Por un momento, Yharaskrik no comprendió que la Piedra de Cristal estuviese de
acuerdo con esa volátil criatura. Crenshinibon también era un artefacto de
pensamiento pragmático y lógico. Al igual que los ilícidas, no tenía nada de
emocional.
Pero, a diferencia de Yharaskrik, Crenshinibon también era ambicioso.
En ese preciso momento, Yharaskrik supo que el vínculo no podía mantenerse,
que el triunvirato de conciencias contenidas en el dracolich no era viable y no podía
sostenerse. Pensó en encontrar un huésped fuera del cuerpo del dragón, pero desechó
la idea de inmediato al darse cuenta de que no había nada tan poderoso como el
dracolich, y Hephaestus no aguantaría que el ilícida sobreviviera.
Tenía que combatir.
Hephaestus era todo ira y malicia, una muralla de rabia, y el ilícida se fue
aproximando a él metódicamente, abriendo resquicios con la lógica y el
razonamiento, recordándole a su oponente las verdades irrebatibles, porque sólo esas
verdades —la irresponsabilidad de abrir de par en par una puerta a un plano
desconocido— y la necesaria precaución que requería el ataque a un enemigo tan
poderoso como la fuerza combinada de Espíritu Elevado, podría servir como premisa
sobre la cual construir su razonamiento.
Por lo que respectaba a los principios del debate, Yharaskrik estaba muy por
encima de su oponente. La verdad y la lógica más elementales estaban de su lado. El
ilícida aprovechó los resquicios y apeló a la razón por encima de la rabia, repetidas
veces, pensando en recuperar el favor de Crenshinibon, que según temía, sería quien
en ultima instancia decidiría el resultado de su empresa.

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La batalla interior se convirtió en un asalto feroz en el exterior, cuando
Hephaestus en su forma de dracolich se removió y rascó la piedra con las garras,
lanzó por las fauces fuego que fundió la piedra, acabó con los secuaces que encontró
a su paso y sacudió las paredes haciendo que toda la montaña experimentara intensos
temblores.
Poco a poco, la furia de Hephaestus empezó a declinar, y la batalla interna se
aquietó para transformarse en una sesión de diálogo y discurso. Con Yharaskrik
marcando el camino, el Rey Fantasma comenzó a estudiar la forma de corregir la
pérdida de Fetchigrol. El Rey Fantasma empezó a aceptar el pasado y a examinar el
siguiente movimiento de aquella lucha más amplia y más importante.
A Yharaskrik lo reconfortó un poco esa victoria, totalmente convencido de que
podría ser de naturaleza temporal, y teniendo muy claro que debería enfrentarse a
Hephaestus muchas más veces antes de que las cosas finalmente se decidiesen.
El ilícida dirigió sus ideas y argumentos hacia la posibilidad muy real de que la
desaparición de Fetchigrol indicara que el espectro se había internado demasiado en
lo que había sido en otro tiempo el plano de la sombra, pero por razones que el Rey
Fantasma todavía desconocía, el plano de la sombra se había convertido en algo más,
algo más grande y peligroso. También daba la impresión de estar acercándose al
plano material primario, y de ser así, ¿qué consecuencias podía traer aparejadas?
A Crenshinibon no parecía importarle, razonando que el caos sólo podría hacer
más fuerte al Rey Fantasma.
Y si una fuerza organizada, peligrosa y demasiado poderosa, había salido por la
grieta, el Rey Fantasma sólo podría huir. Yharaskrik tuvo la confirmación implícita
de que la Piedra de Cristal estaba mucho más preocupada por la pérdida de dos de los
siete.
En el caso de Hephaestus, sólo quedaba una furia sorda e irreductible, y sobre
todo, la conciencia del dragón hervía al pensar que no iba a ser capaz de vengarse de
los que en vida habían contribuido a su ruina.
Mientras que Yharaskrik pensaba en el futuro y en cómo abrir un camino más
ancho, y Crenshinibon pensaba en los cinco que quedaban y en si eran necesarias
ciertas reparaciones, el dragón no hacía más que insistir en un ataque inmediato a
Espíritu Elevado.
No eran uno, sino tres, y a Yharaskrik, los muros que separaban a ese triunvirato
que era el Rey Fantasma le parecían tan impenetrables y gigantescos como siempre.
De ahí sacó la ineludible conclusión de que debía encontrar una manera de
prevalecer, de forzar la unicidad bajo el dominio de su propia voluntad y su intelecto.
Y todo eso, confiando en poder ocultar esa peligrosa ambición a sus demasiado
íntimos compañeros.

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CAPÍTULO 19

SACERDOTES DE NADA

—¡No somos nada! ¡No hay nada! —gritó el sacerdote. Recorría a grandes
zancadas el salón de audiencias de Espíritu Elevado y acentuaba cada palabra con una
gran pisada. Su intención se veía reforzada por la sangre que le apelmazaba el pelo y
le manchaba un lado de la cara y un hombro, una herida que parecía peor de lo que
era. De los cinco que habían salido con él hacia las montañas Copo de Nieve, él había
sido con mucho el más afortunado, ya que la única superviviente, ademas de él, había
perdido una pierna y parecía que iban a tener que amputarle la otra, eso sólo si la
pobre mujer sobrevivía.
—¡Siéntate, Menlidus, viejo necio! —le gritó uno de sus iguales—. ¿Piensas que
este berrinche va a servir para algo?
Cadderly esperaba que Menlidus, otro sacerdote de Deneir, siguiera el consejo,
pero lo dudaba, y puesto que el hombre era más de una década mayor que él —y
parecía que le llevara tres— prefería no tener que intervenir para imponerle silencio.
Además, Cadderly comprendía la frustración que había detrás de aquel arranque del
hombre, y no se apartaba demasiado de sus desesperadas conclusiones. También él
había acudido a Deneir y temía haber perdido para siempre el contacto con su dios,
como si Deneir simplemente se hubiera inscrito en el laberinto numérico del
Metatexto.
—¿Yo soy el necio? —preguntó Menlidus, callando y dejando de pasear mientras
se golpeaba el pecho con un dedo y esbozaba una sonrisa ácida—. Yo he desatado
columnas de fuego sobre los enemigos de nuestro dios. ¿O es que te has olvidado,
Donrey?
—Por supuesto que no —replicó el otro—. Tampoco he olvidado la Era de los
Trastornos, ni ninguna de las muchas situaciones desesperadas a las que nos hemos
enfrentado antes y que hemos superado.
Cadderly apreció esas palabras tal como, al parecer, habían hecho todos los
presentes, o ésa fue la impresión que tuvo al mirar en derredor.
Menlidus, sin embargo, se echó a reír.
—No como ésta —dijo.
—Eso no podemos decirlo hasta saber a qué se debe realmente este silencio.
—Tiene que ver con la locura de nuestras vidas, amigo —dijo en tono calmado el
derrotado Menlidus—. ¡Todos nosotros, y míranos bien! ¡Artistas! ¡Pintores! ¡Poetas!
Hombre y mujer, enano y elfo, que tratan de encontrar un significado más profundo
en el Arte y en la fe. Artistas, digo, que evocamos emociones y profundidad con

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nuestra pintura y nuestros escritos, que sabiamente colocamos palabras para
conseguir un efecto dramático —su risita hizo mella—. ¿O acaso somos ilusionistas?
—Ni tú mismo te lo crees —dijo Donrey.
—Nos creemos nuestras propias ilusiones —explicó Menlidus—, porque tenemos
que hacerlo. Porque la alternativa, la idea de que no hay nada más, de que todo es una
creación de la imaginación para mantener la cordura, resulta demasiado dura, ¿o no?
Porque la verdad de que estos dioses a los que rendimos culto no son seres
inmortales, sino tramposos que nos prometen la eternidad para comprar nuestra
lealtad en última instancia, resulta desgarradora y lleva a la desesperación, ¿o no?
—Creo que ya hemos oído suficiente, hermano —dijo una mujer, una maga de
renombre que también contaba en su haber con proezas clericales de gran
importancia.
—¿Eso piensas?
—Sí —respondió, y el tono de su voz no dejaba lugar a dudas. Sin ser del todo
amenazador, iba en esa dirección.
—Somos sacerdotes, todos nosotros —dijo Menlidus.
—Eso no es cierto —replicaron varios magos, y otra vez el sacerdote
ensangrentado rió por lo bajo.
—Sí que es cierto —sostuvo Menlidus—. A lo que nosotros llamamos divino
vosotros lo llamáis arcano. ¡Nuestros altares no son tan diferentes!
Cadderly no pudo evitar una mueca al oír eso, ya que la idea de que toda la magia
emanaba de una misma fuente lo retrotrajo a su juventud en la Biblioteca Edificante.
Por aquel entonces él era un sacerdote agnóstico y también se había preguntado si lo
arcano y lo divino no serían simplemente etiquetas diferentes para la misma energía.
—¡Salvo por el hecho de que los nuestros aceptan la posibilidad de cambio, ya no
está arraigado en el dogma! —gritó un mago, y el volumen empezó a elevarse por
todo el salón.
Los magos y los sacerdotes se enzarzaron en disputas verbales.
—Entonces, tal vez no te hable a ti —dijo Menlidus después de que Cadderly le
dirigiera una mirada de reconvención—, sino a nosotros, los sacerdotes. ¿Acaso no
somos aquellos que, por encima de todos los demás, proclamamos que decimos la
verdad, la verdad divina?
—Ya basta, hermano, te lo ruego —dijo entonces Cadderly. Sabía adónde quería
llegar Menlidus a pesar de su calma temporal, y no le gustaba nada.
Se acercó a Menlidus lentamente, con una expresión de serenidad muy buscada.
Una serenidad que distaba mucho de sentir, pues no sabía nada de Danica ni de sus
hijos desaparecidos. Tenía un nudo en el estómago y un torbellino de ideas le rondaba
la cabeza.
—¿No lo hacemos? —le gritó Menlidus—. ¡Cadderly de Deneir, que creó

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Espíritu Elevado basándose en la palabra y el poder de Deneir, debería ser el último
en poner en duda mi afirmación!
—Es más complicado que eso —dijo Cadderly.
—¿No te indica tu experiencia que nuestros preceptos no son un dogma sin
sentido, sino más bien la verdad divina? —sostuvo Menlidus—. Si tú no fueras algo
más que un conducto de Deneir en la construcción de esta admirada catedral, esta
biblioteca para todo el mundo, ¿no te reirías ante semejantes dudas expresadas por
nuestros amigos seglares?
—Todos tenemos momentos de duda —dijo Cadderly.
—¡No podemos! —exclamó Menlidus, aporreando el suelo con el píe. Sin
embargo, ese movimiento pareció desmoronarlo, y un repentino cansancio hizo que
encorvara la espalda—. Pero debemos, porque se nos muestra la verdad. —Miró al
otro lado de la sala, a la pobre Dahlania que había perdido una pierna y estaba al
borde de la muerte—. Rogué por una bendición sanadora —musitó—. Aunque fuera
una simple bendición…, cualquier conjuro capaz de aliviarle el dolor. Deneir no
respondió a mi plegaria.
—En esta triste historia hay algo más —dijo Cadderly en voz baja—. No puedes
culpar…
—He dedicado toda mi vida a su servicio, y en este momento, cuando lo invoco
en mi momento más desesperado, no me hace caso.
Cadderly reprimió un suspiro y apoyó una mano reconfortante en el hombro de
Menlidus, pero el hombre volvió a agitarse y rechazó ese contacto.
—¡Porque somos sacerdotes de nada! —gritó Menlidus a todos los presentes—.
Fingimos sabiduría y comprensión, y nos engañamos creyendo ver la verdad suprema
en los trazos de una pintura o en las curvas de una escultura. Os digo que ponemos
significado donde no lo hay, y si realmente queda algún dios, seguramente le deparan
gran diversión nuestras penosas ilusiones.
Cadderly no tuvo necesidad de mirar en derredor, a las caras cansadas y
atormentadas, para comprender el cáncer que se estaba extendiendo entre ellos, una
prueba de voluntad y de fe que amenazaba con superarlos a todos. Pensó en hacer
salir a Menlidus del salón, en castigarlo de viva voz y con contundencia, pero
desechó la idea. Menlidus no era la causa de la enfermedad; él se limitaba a elevar su
voz al techo.
Cadderly no podía encontrar a Deneir. Tampoco sus plegarias obtenían respuesta.
Temía que Deneir lo hubiera abandonado para siempre, que el dios tan aficionado a la
indagación se hubiera inscrito en el Tejido o se hubiera perdido en su eterna maraña.
Sin embargo, Cadderly había encontrado poder en la lucha contra las bestias de la
sombra, y había formulado conjuros tan poderosos como cualquiera que pudiera
haber solicitado a Deneir.

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No obstante, creía, o más bien temía, que esos conjuros no provinieran del que él
había conocido como Deneir. No sabía qué ser, si es que había alguno, le había
otorgado el poder de consagrar el terreno bajo sus pies con una magia tan bendita.
Y eso era lo más inquietante.
Porque si el razonamiento de Menlidus era acertado, si los dioses no eran
inmortales, ¿era más duradero el lugar asignado a sus seguidores?
Porque si los dioses no eran lo bastante poderosos y sabios para vencer a la
calamidad que se había desatado sobre Faerun, ¿qué esperanza podían tener los
hombres?
Y más aún: ¿qué sentido tenía todo? Cadderly desechó esa idea devastadora casi
en el momento mismo en que se le ocurrió, pero quedó revoloteando en su mente, y
en las mentes de todos los presentes.
Menlidus lanzó con vehemencia su rotunda letanía una última vez:
—Sacerdotes de nada.

—Nos marchamos —le dijo Menlidus a Cadderly a primera hora de la mañana


siguiente tras una noche inquietantemente tranquila.
Esa tregua no le había servido de mucho, sin embargo, al pobre Cadderly, porque
Danica aún no había regresado.
Sin noticias de su esposa, sin noticias de sus hijos desaparecidos, y tal vez lo peor
de todo: Deneir seguía sin responder a sus llamadas desesperadas.
—¿Nos? —preguntó.
Menlidus señaló hacia la puerta. A un lado de la cámara había un grupo de unos
doce hombres y mujeres con ropa de viaje.
—¿Que os marcháis? —preguntó Cadderly, incrédulo—. ¿Espíritu Elevado está
bajo una oleada de ataques y vosotros desertáis…?
—Deneir me ha abandonado; no soy yo el que deserto —replicó Menlidus
agriamente, pero con absoluta calma—. También los han abandonado a ellos sus
dioses, y el Tejido a los tres magos, que piensan que la finalidad de su vida ha sido
una broma macabra, igual que la mía.
—No fue necesaria una gran prueba para destruir tu fe, Menlidus —le reprochó
Cadderly, aunque quiso retirar sus palabras tan pronto como hubieron salido de su
boca.
Después de todo, el pobre sacerdote había sufrido un fallo de su magia en el peor
de los momentos, y había visto morir a una amiga a causa de ello. Cadderly sabía que
no estaba bien juzgar tamaña desesperacíón, aunque no estuviera de acuerdo con la
conclusión a la que había llegado el hombre.
—Puede que no, Cadderly, Elegido de Nada —replicó Menlidus—. Sólo sé lo que
siento y lo que creo… o lo que ya no creo.

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—¿Adónde os dirigiréis?
—Primero a Carradoon; luego a Cormyr, supongo.
Cadderly aguzó el oído al oír eso.
—Tus hijos, por supuesto —dijo Menlidus—. No temas, viejo amigo, porque si
bien ya no comparto tu entusiasmo por nuestra fe, no olvidaré la amistad que me une
a Cadderly Bonaduce y a su familia. Buscaremos a tus hijos, no lo dudes, y nos
aseguraremos de que estén a salvo.
Cadderly asintió; eso era todo lo que quería. A pesar de todo, se sintió obligado a
señalar el problema más obvio.
—El vuestro es un camino peligroso. Tal vez deberíais quedaros y, no voy a
mentirte, os necesitamos aquí. A duras penas hemos conseguido repeler el último
ataque, y no tengo la menor idea de lo que puede venírsenos encima a continuación.
Nuestros enemigos oscuros andan por ahí, en gran número, como han descubierto
dolorosamente muchas de nuestras patrullas.
—Somos lo bastante fuertes como para abrirnos paso —replicó Menlidus—. Yo
te aconsejaría que los convencieras a todos para que nos acompañaran. Abandonad
Espíritu Elevado. Esto es una biblioteca y una catedral, no una fortaleza.
—Ésta es la obra de Deneir. No puedo abandonarla, del mismo modo que no
puedo abandonar lo que soy.
—¿Un sacerdote de nada?
Cadderly suspiró, y Menlidus le dio una palmada en el hombro, un simbólico
cambio de suerte.
—Todos deberían marcharse con nosotros, Cadderly, mi viejo amigo. Por el bien
de todos deberíamos ir a Carradoon formando un poderoso grupo. Te aconsejo que
escapes de este lugar y reúnas un ejército para volver, y…
—No.
Menlidus le echó una mirada insistente, pero no cabía discusión contra ese tono
definitivo de la voz de Cadderly.
—Mi lugar está en Espíritu Elevado —dijo.
—¿Hasta el amargo final?
Cadderly ni siquiera parpadeó.
—¿Vas a condenar a los demás al mismo destino? —preguntó Menlidus.
—Ellos mismos tienen la elección en sus manos. Realmente creo que estamos
más seguros aquí que por los caminos. ¿Cuántas partidas que salieron a patrullar se
encontraron con el desastre, incluida la tuya? Aquí tenemos una posibilidad de
defendernos. Ahí fuera estamos combatiendo en un campo de batalla elegido por el
enemigo.
Menlidus se quedó mirando a Cadderly un momento más; luego resopló e hizo un
gesto con la mano a los que esperaban al otro lado del salón. Recogieron sus bártulos,

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escudos y armas, y siguieron al hombre corredor abajo.
—Sólo quedamos menos de cincuenta para defender Espíritu Elevado —señaló
Ginance, acercándose a Cadderly cuando hubo partido el sacerdote desencantado—.
Si las bestias reptantes nos atacan con la ferocidad de la primera vez, nos veremos en
un apuro.
—Ahora estamos más preparados para un ataque —replicó Cadderly—. Al
parecer, los instrumentos son más fiables que los conjuros.
—Sí, todos están de acuerdo en eso —dijo Ginance—. Las pociones y las varitas
mágicas no fallaron en el campo de batalla, ni siquiera cuando los conjuros se
disparaban erróneamente o resultaban vacíos.
—Tenemos muchas pociones. Tenemos varitas mágicas, y varas, y garrotes, y
armas, y escudos encantados —dijo Cadderly—. Asegúrate de que sean debidamente
distribuidos cuando establezcas nuestras defensas. En todas las paredes.
Ginance asintió y se puso en marcha, pero Cadderly la detuvo y añadió:
—Corre tras Menlidus y ofrécele todo lo que nos resulte prescindible para su
viaje. Me temo que su grupo va a necesitar todo lo que podamos darle, y una buena
porción de buena suerte para bajar la ladera de la montaña.
Ginance se paró en la puerta; luego sonrió y asintió.
—Simplemente porque él abandone a Deneir, Deneir no tiene por qué
abandonarlo a él —dijo.
Cadderly sonrió débilmente, aunque muy adentro temía que Deneir, quizá sin
querer y por circunstancias que sobrepasaban su control, ya hubiera hecho
exactamente eso con todos ellos.
Sin embargo, Cadderly no tenía tiempo para pensar en nada de eso, ni tiempo
para pensar en su esposa ausente ni en sus hijos desaparecidos. Había encontrado
cierta medida de magia poderosa en su momento de necesidad. Por el bien de todos,
tenía que averiguar cuál era el origen de esa magia.
Apenas acababa de iniciar su contemplación cuando unos gritos lo
interrumpieron.
Sus enemigos no habían esperado a que se pusiera el sol.
Cadderly bajó corriendo la escalera, colocándose el cinturón con las armas
mientras lo hacía, y a punto estuvo de chocar con Ginance en el último escalón.
—Menlidus —gritó, señalando las puertas principales que estaban abiertas.
Cadderly corrió hacia allí y retrocedió con un respingo. Menlidus y todos los
integrantes de su grupo volvían, andando con las piernas rígidas y los brazos caídos a
los lados del cuerpo. Aquellos que todavía tenían ojos miraban sin ver.
En torno a los zombis venían las bestias reptantes, arrastrándose y saltando a toda
velocidad.
—¡Buen combate! —les deseó Cadderly a todos sus defensores.

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Por toda la primera y la segunda planta de Espíritu Elevado, había sacerdotes y
magos apostados en cada pared, cada ventana y cada puerta, alzando sus escudos y
provistos de armas, varitas y manuscritos.

Unos doscientos metros por delante de ellos surgieron llamaradas por encima de
las ramas de árboles distantes, sobre un caballete de la montaña. Drizzt, Jarlaxle y
Bruenor se enderezaron en el pescante, sobresaltados, y detrás de ellos, Danica se
removió.
—Eso es Espíritu Elevado —señaló Drizzt.
—¿Qué pasa? —preguntó Danica, asomando la cabeza entre Drizzt y Bruenor.
Una columna de humo negro empezó a ascender hacia el cielo por encima de las
copas de los árboles.
—Lo es —dijo Danica sin aliento—. ¡Más deprisa!
Drizzt echó una mirada a Danica y parpadeó, sorprendido, al ver lo rápidamente
que se había curado la mujer. Su entrenamiento y su disciplina, combinados con las
pociones de Jarlaxle y las destrezas propias de su orden monacal, habían propiciado
un restablecimiento increíble.
Tomó nota mentalmente de que debía hablar con ella acerca de su entrenamiento,
pero puso fin de manera abrupta a aquella línea de pensamiento y le dio un codazo a
Bruenor. Habiendo entendido su intención, el enano hizo un gesto afirmativo y saltó
de la carreta, seguido velozmente de Drizzt. Bruenor llamó a Pwent, y los tres
corrieron hacia la parte trasera y se apoyaron contra el portalón.
—¡Hazlos avanzar! —le gritó a Jarlaxle cuando los tres estuvieron preparados.
Entonces, el drow hizo restallar las riendas apurando a las mulas mientras ellos
tres empujaban con los hombros contra la carreta con todas sus fuerzas, ayudando al
vehículo a subir la empinada cuesta.
Danica se sumó a ellos en un abrir y cerrar de ojos, y aunque hizo un gesto de
dolor al aplicar el hombro a la carreta, siguió empujando.
Cuando culminaron la cuesta, Jarlaxle gritó:
—¡Saltad!
Los cuatro se agarraron con fuerza al portalón y levantaron las piernas mientras la
carreta iba aumentando de velocidad. Sin embargo, duró poco tiempo; por delante se
les presentaba otra empinada cuesta. Las mulas se esforzaron, los cuatro se
esforzaron, y a pesar de todo, la carreta avanzaba lentamente.
Las formas achaparradas de las bestias reptantes aparecieron en el camino,
delante de ellos, pero antes de que Jarlaxle pudiera lanzar un grito de advertencia a
los demás, apareció otra figura, un enano sobre un feroz jabalí infernal, que salió
como un estallido de entre los arbustos del lado opuesto del camino, dejando a su
paso zarcillos de humo en las ramas. Athrogate irrumpió entre las bestias reptantes, y

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el jabalí demoníaco empezó a saltar y pisotear, produciendo feroces ondas
concéntricas en medio de la hueste. Una de las bestias quedó destrozada y salió
volando, otra se metió debajo de los cascos humeantes, pero una tercera, próxima al
otro lado del camino, tuvo tiempo de reaccionar y emplear sus poderosos brazos para
cambiar de rumbo. Dio un gran salto por encima del jabalí piafante y se puso en el
camino de Athrogate.
—¡Buajajá! —aulló el enano, cuyos manguales ya giraban formando círculos
enfrentados.
Las armas alcanzaron a la bestia simultáneamente —la derecha por debajo, la
izquierda por arriba—, ambas conectadas para hacer saltar a la cosa reptante por los
aires girando de lado como una peonza. Siguiendo el impulso y con mano experta,
Athrogate dobló el brazo derecho por debajo del izquierdo, y luego invirtió el empuje
y lanzó el arma hacia atrás, en un feroz revés que le destrozó a la criatura la espantosa
cara. Además, y como toque final, el enano activó la magia del mangual después del
primer golpe, lo que hizo que la cabeza claveteada del arma empezara a segregar
aceite explosivo.
Un ruido seco y un destello les revelaron la magia a los presentes. Incluso sin la
explosión, no tardaron en saber que había un poder añadido tras el golpe cuando la
criatura ejecutó varias rotaciones completas antes de dar contra el suelo.
Casi sin variar la velocidad, Athrogate lanzó su cabalgadura directamente a través
de la maleza que había al otro lado, con los manguales rotando todavía en el aire y el
jabalí lanzando fuego por las fauces.
Salió por detrás de la carreta cuando ésta hubo pasado, persiguiendo y golpeando
a una bestia reptante a cada paso que daba, y cuando la criatura cayó muerta por fin,
Athrogate espoleó la montura y salió a la carrera detrás de sus compañeros.
Los alcanzó justo cuando el vehículo superaba la última cuesta. La carretera
describía entonces una curva entre una estrecha línea de árboles para desembocar en
las ancha pradera del magnífico Espíritu Elevado.
Toda ella estaba erizada de bestias fofas, lo mismo que las paredes del edificio,
cuya esquina superior estaba en llamas. De varias ventanas salían grandes bocanadas
de humo negro.
Athrogate sofrenó a su jabalí hasta detenerse junto a Bruenor y Pwent.
—¡Vamos, enanos, pitando! ¡Vamos a darles una paliza de las que no se olvidan!
Bruenor sólo le echó una breve mirada a Drizzt antes de rodear la carreta, subir a
ella por un lado y recoger el hacha que lo había acompañado en tantas batallas. Como
Pwent ya llevaba sus armas puestas, fue el primero en acudir al lado de Athrogate.
—¡Tú proteges a mi rey! —le exigió Pwent.
La respuesta de Athrogate fue un entusiasta «buajajá». Eso le bastó a Thibbledorf
Pwent, cuya idea de defender era cargar con tal rapidez y furia que los enemigos que

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lo flanquearan jamás pudieran alcanzarlo.
—¿Vas a llevar el puerco? —preguntó Bruenor mientras se lanzaba al ataque.
—¡Claro, es una buena manera de presentarme!
Detrás de ellos, y manteniendo firmemente bajo control a las mulas y la carreta,
Jarlaxle miró a Danica y a Drizzt.
—¡A la puerta lateral de la derecha! —les gritó Danica a los enanos.
Drizzt, cimitarras en mano, corrió a situarse junto a Jarlaxle.
—Vamos, vamos, vamos —les dijo Danica mientras saltaba por encima de la
barandilla hacia la trasera del vehículo—. Yo me ocupo de que no suban a la carreta y
de Catti-brie.
Drizzt le dirigió una mirada implorante. No quería meter a la indefensa Catti-brie
en aquella lucha tumultuosa.
—No tenemos adónde huir —le dijo Jarlaxle, respondiendo a sus preocupaciones
—. O avanzamos o retrocedemos, pero si Cadderly pierde esta batalla, lo más
probable es que corramos la misma suerte.
Drizzt asintió y se volvió hacia su compañero.
—Despejamos un trozo de camino y volvemos a subir —le explicó Jarlaxle—.
Después repetimos la misma maniobra y avanzamos un poco más.
—Cuando lleguemos a la zona despejada, se nos echarán encima —dijo Drizzt
con una mirada nerviosa a la trasera de la carreta, donde estaba su amada indefensa.
—Entonces, habrá que matar más y más deprisa —dijo Jarlaxle, tocando con los
dedos el ala del sombrero, un gesto que hizo saltar la pluma gigantesca a su mano.
De la muñequera encantada de la misma mano surgió una daga y, con sucesivos
giros de la muñeca, Jarlaxle la alargó varias veces hasta convertirla en una espada.
Drizzt cogió por la rienda a la mula más próxima e hizo avanzar al animal hasta
atravesar la línea de árboles e internarse en el espacio abierto, donde quedaron a la
vista de las monstruosas hordas.
Vio delante de él a Bruenor y a los otros enanos, que se abrían camino
desenfrenadamente.

Athrogate aulló y espoleó a su jabalí para lanzarlo a la carga. Mientras, alzó los
brazos y dio una voltereta hacia atrás, desmontando en una maniobra perfecta que
acabó con él de pie detrás de su piafante bestia de los infiernos.
Por ambos lados se les echaron encima los monstruos. Mientras el jabalí se
defendía del asalto frontal lanzando llamas por sus aplastantes cascos y balanceando
la cabeza de un lado a otro con impresionante ferocidad, Athrogate se dirigió a la
derecha, haciendo girar los manguales. Su primer choque con los atacantes hizo saltar
por los aires sangre y vísceras de las bestias reptantes, que explotaban bajo el peso de
sus armas.

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Para no quedarse atrás, Thibbledorf Pwent embistió una fila de bestias que
cargaban contra él con una maniobra lateral, como desafiándolas a encontrar un punto
débil en su devastadora armadura. El Revientabuches arrasaba, dando patadas y
puñetazos, rodillazos, codazos y cabezadas con desenfadada ferocidad, utilizando la
totalidad de sus numerosas armas para hacer destrozos entre el enemigo. Thibbledorf
Pwent tenía fama de ser el guerrero más feroz de Mithril Hall —¡lo cual no era poca
cosa!—, y Athrogate había gozado del mismo reconocimientos muchos años antes
entre un clan de enanos todavía más grande. Una tras otra, las bestias reptantes iban
quedando despanzurradas a su paso.
Sin embargo, si alguien pudiera haber pensado que los dos eran guerreros que
protegían a su rey, pronto habría abandonado cualquier idea de que ese rey en
particular necesitara protección.
El jabalí demoníaco vaciló bajo una madeja de garras y colmillos. Con una
explosión final de fuego ardiente que calcinó una buena cantidad de carne negra, el
jabalí se desvaneció y volvió al plano donde residía. Antes de que esas bestias
reptantes pudieran recuperarse de su repentina desaparición, un nuevo enemigo
apareció ante ellas.
Bruenor irrumpió en el grupo con una sólida embestida de su escudo, que impactó
sobre una de las carnosas bestias con fuerza suficiente para dejar grabado el emblema
de su clan en el pecho de la criatura. La bestia reptante salió despedida por el peso del
golpe. Bruenor lanzó el brazo del escudo hacia la izquierda para estamparlo contra
otra criatura y descargó un poderoso tajo de su hacha que le partió la clavícula a un
tercer enemigo y lo derribó con una fuerza tremenda. Apenas había rematado ese
golpe cuando arrancó el hacha y dio un tajo de izquierda a derecha con un revés
devastador. Salió de aquella embestida con un salto y tomó nuevo impulso con una
pirueta repentina.
Otra bestia reptante cayó mortalmente herida.
Sin embargo, esa vez Bruenor aterrizó torpemente, y una de las criatura logró
colar su garra por encima del escudo y arañarle la cara.
El enano se limitó a gruñir y alzó el brazo del escudo, arrastrando con él a la fofa
criatura que trataba de asirlo con su brazo libre, lo cual evitó el enano interponiendo
el hacha. Lo consiguió con facilidad y, para desgracia de la bestia, la colisión casi no
ralentizó la fuerza del arma, que le abrió una brecha de lado a lado a la altura del
abdomen.
Bruenor volvió a empujar hacia arriba con el escudo para apartar a la bestia;
luego dio un nuevo revés con su hacha y la clavó en el cráneo de otro atacante. Una
torsión repentina corrigió el ángulo para abrir el cráneo en dos y recuperar el arma.
Bruenor seguía su marcha imparable, flanqueado por su devastador equipo.

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Veinte zancadas por detrás de los feroces enanos, Drizzt y Jarlaxle no pudieron
darse el lujo de observar la devastadora demostración de proeza marcial, porque
también ellos se veían muy apremiados.
Drizzt se dedicó al centro-derecha y Jarlaxle al centro-izquierda, y cada uno de
ellos se enfrentó con sus enemigos respectivos con la velocidad y el juego de espada
propios de los drows. Con sus espadas rectas, Jarlaxle avanzaba y retrocedía
rápidamente, volteando las manos sólo lo suficiente como para alinear las puntas de
sus armas y prepararlas para más estocadas mortales. Cada paso de la danza de
Jarlaxle era subrayado por estocadas certeras. Las bestias reptantes que se
aventuraban acercándose demasiado a él reculaban llenas de agujeros pequeños y
precisos.
En el caso de Drizzt, con sus espadas curvas, la danza era más bien una sucesión
de cortes de lado. Cada una de las hojas abría brechas con tanta fuerza, precisión y
velocidad que todo lo que se le ponía por delante, miembros y monstruos, reculaba o
era derribado. Mientras Jarlaxle seguía una trayectoria casi recta, Drizzt no solía
mantener la misma dirección durante más de un instante o dos. Repentinamente
consciente de que su mejor atributo frente a los monstruos era su agilidad, el
explorador drow se retorcía y saltaba, giraba y se agachaba en cada ataque.
Luego, otra vez saltaba al aire, en una ocasión incluso sobre las cabezas de dos
bestias reptantes que inútilmente trataban de seguir sus movimientos.
Drizzt aterrizó justo detrás de ellas, asediado por más monstruos, pero todo era
una treta. Otro salto lo elevó por los aires, dio una voltereta hacia atrás y recogió las
piernas por encima de las bestias reptantes que acababa de pisar. Al volverse éstas en
su intento de seguirle el ritmo, otra vez se encontró por detrás de ellas.
Sus cimitarras descendieron y les partió el cráneo.
Otras acudieron a ocupar sus sitios. Las bestias rabiosas, que no conocían el
miedo, se movían con desenfreno, y por más que ambos drows luchaban
brillantemente, avanzaban con lentitud hacia Espíritu Elevado.
Y a pesar de todo lo que se esforzaban, las bestias conseguían colarse detrás de
ellos con la intención de adueñarse de la carreta.

Bruenor fue el primero en darse cuenta.


—¡Mi hija! —gritó, echando una mirada a la bestia que trataba de subir por un
lateral de la carreta.
—¡Estamos demasiado lejos! —reconvino a sus compañeros, enanos y drows—.
¡Volvamos!
Pwent y Athrogate, cubiertos de sangre de las criaturas despachurradas, dieron la
vuelta de inmediato. Bruenor encabezaba la formación cuando los tres iniciaron una
segunda carga, todavía más feroz, volviendo por donde habían venido.

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—¡Drizzt! ¡Elfo! —gritaba Bruenor a cada paso, intentando desesperadamente
que su amigo llegara junto a Catti-brie.

También Drizzt cayó en la cuenta de que las bestias habían sido lo bastante
astutas como para colarse detrás de ellos, e intentó el mismo tipo de vuelta que
habían iniciado Bruenor y sus compañeros.
Pero casi no podía moverse. Tanto él como Jarlaxle estaban rodeados de bestias
reptantes empeñadas en impedir que regresaran a la carreta. Drizzt sólo podía seguir
combatiendo con la esperanza de encontrar una brecha y gritar para advertir a Danica.
Una bestia reptante trepó por encima de la barandilla de la carreta, y Drizzt casi
se quedó sin respiración.
—¡Jarlaxle! —imploró.
A cinco zancadas de él, Jarlaxle asintió y arrojó la pluma. De inmediato, un ave
gigantesca que no podía volar apareció junto al mercenario.
—¡Ve! —gritó Jarlaxle, maniobrando para acudir al lado de Drizzt mientras el ave
dominaba el campo de batalla.
Avanzaban codo con codo, tratando de encontrar cierto ritmo, de complementar
sus variados estilos, pero Drizzt sabía que no llegarían a tiempo a la carreta.
También Bruenor, que venía detrás de él, gritando, lo sabía.
Pero los cinco, tanto drows como enanos, respiraron más tranquilos cuando una
figura se irguió ante la bestia reptante de la carreta:
Danica se levantó con los puños cerrados delante del pecho. Alzó una pierna por
encima de su cabeza y con sorprendente destreza, sólo igualada por su fuerza,
descargó una tremenda patada en la testuz de la bestia.
Se oyó un crujido espantoso que dejó la cabeza más achatada de lo que era, y la
bestia cayó por el lateral de la carreta como si se le hubiera desplomado encima una
montaña.
Los cinco compañeros que seguían luchando denodadamente por acercarse al
vehículo le gritaron a modo de advertencia cuando un nuevo monstruo apareció a su
espalda, trepando por el otro lado de la carrera. Pero Danica no necesitaba la
advertencia, y salió del tremendo pisotón pivotando perfectamente para dar una
patada hacia atrás a la segunda bestia en toda su horrorosa cara. También ésta salió
despedida.
Una tercera criatura asomó por encima de la barandilla, y una patada circular la
alcanzó en la feroz mandíbula. Danica se mantuvo apoyada en la pierna derecha y se
alzó sobre la punta del pie para ejecutar un giro completo y golpear a una cuarta
criatura.
Otra más que apareció por el lateral fue recibida por una andanada de puñetazos,
una rápida explosión de diez golpes cortos que le dejaron la cara hecha papilla. Antes

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de que pudiera caer, Danica la cogió debajo del brazo y, con un potente giro, la lanzó
despedida hasta el otro lado de la carreta para desalojar a otra de sus compañeras.
La mujer se volvió velozmente y se colocó en una postura defensiva al ver a un
par de monstruos en el pescante. Una fue presa de un extraño espasmo y la otra la
siguió; entonces, por el pecho de ambas asomaron los extremos de unas excelentes
espadas drows. Las dos bestías reptantes cayeron, una hacia cada lado de la carreta, y
las espadas quedaron libres. Jarlaxle estaba solo en el pescante.
Con una sonrisa, el drow giró la muñeca derecha hacia arriba, y su espada mágica
se transformó en un puñal. Con un guiño, Jarlaxle lanzó el puñal hacia Danica…, a
quien pasó rozando para ir a clavarse en una bestia reptante, a la que arrojó fuera de
la carreta por encima del portalón trasero.
Se llevó la mano al sombrero, sacó otra daga de la muñeca y volvió a unirse a
Drizzt, que acababa de liquidar a un cuarteto de bestias reptantes que habían tratado
de atacar a las mulas.
—Vosotros tres, con la carreta —les gritó Drizzt a los enanos cuando llegaron.
Cuando Jarlaxle volvió de un salto a su lado y le hizo un gesto con la cabeza,
Drizzt empezó a abrirse camino hacia la diatryma, que no paraba de chillar y dar
picotazos y pisotones.
—Tú abres el camino y yo afianzo el terreno —dijo Jarlaxle, cuya orden le llegó
claramente a Drizzt Do'Urden.
En aquella breve carga y retirada, en aquel momento de desesperación por
rescatar la carreta, los dos habían encontrado un nivel de confianza y coordinación
que Drizzt jamás hubiera creído posible. Su amada esposa estaba en aquella carreta,
indefensa, y sin embargo él se había parado a combatir con la primera línea de bestias
reptantes cerca de las mulas, totalmente seguro de que Jarlaxle llegaría al pescante y
apoyaría a Danica en su defensa desesperada de Catti-brie.
Así siguieron, combatiendo como uno solo. Drizzt abría camino con sus saltos y
sus cortes de través, mientras que una serie de dagas volaban por detrás y alrededor
de él. Cada vez que levantaba una cimitarra, una daga pasaba silbando por debajo de
su brazo. Cada vez que se lanzaba al suelo y daba una voltereta hacia la derecha, una
daga lo adelantaba por la izquierda, o una lluvia de dagas, ya que los brazaletes de
Jarlaxle le proporcionaban una cantidad inagotable de ellas.
A su lado, las bestias reptantes consiguieron, por fin, derribar al diatryma, pero ya
no importaba, porque detrás del drow, Bruenor arreó a las mulas, y la carreta se puso
en marcha, mientras Pwent y Athrogate lo flanqueaban para ocuparse de cualquier
monstruo que osara acercarse demasiado. Danica se encargaba de la trasera del
vehículo, golpeando con efecto devastador a cualquiera lo bastante atrevido como
para subir a bordo.
Por fin estaban en marcha y sus enemigos discurrían por delante de ellos. Drizzt

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se lanzaba a derecha e izquierda, asumiendo grandes riesgos, dando volteretas y
vueltas, siempre confiado en que una daga vendría en su apoyo si cualquier monstruo
encontraba una brecha en sus defensas.

Dentro de Espíritu Elevado, la noticia de la carga de los aliados empezó a


difundirse entre los sacerdotes y los magos, que comenzaron a reunirse para darles su
apoyo y lanzar vivas con gran alivio por los inesperados refuerzos. ¡Y más de uno
lanzó un grito de alegría por el regreso de lady Danica!
La noticia se extendió por toda la biblioteca y los defensores se animaron, sobre
todo Cadderly. Con sus ballestas de mano y sus dardos devastadores había despejado
metódicamente la mayor parte de los balcones de la segunda planta, y había dejado
una docena de muertos delante de la puerta delantera por si acaso, disparando desde
lo alto.
Pero a la vista de su esposa, acompañada por héroes de gran renombre, el
sacerdote se sentía tan abrumado que casi no podía respirar. Se quedó mirando la
carreta que atravesaba el patio hacia Espíritu Elevado, donde Drizzt Do'Urden y
Jarlaxle, nada menos que Jarlaxle, trabajaban como si fueran un solo guerrero de
cuatro brazos. Drizzt saltaba y giraba sobre sí mismo, aplastando a las bestias
reptantes, cuyos brazos se alzaban para apoderarse de él siempre con un minuto de
desfase.
Y detrás venía Jarlaxle, como un relámpago lanzado por un dios, atravesando a
las bestias con cortas y mortíferas puñaladas, y danzando ágilmente entre ellas, que
caían al suelo heridas de muerte.
También había enanos, y Cadderly reconoció al rey Bruenor por el legendario
yelmo con una única asta y el escudo con el emblema de la jarra rebosante; manejaba
su hacha con letal eficiencia y tiraba de las mulas, mientras otros dos guerreros
enanos flanqueaban a los animales de tiro. Cualquier bestia que se atrevía a acercarse
en demasía era aplastada por un movimiento vertiginoso de manguales, por un lado, o
destrozada por una multitud de picas y bordes cortantes que adornaban al furioso
enano, por otro.
También estaba Danica, y vaya, Cadderly nunca la había visto más hermosa que
en ese momento. Había recibido un buen vapuleo, estaba claro, y le dolía el corazón
por ello, pero su espíritu guerrero hacía caso omiso de las heridas y desplegaba su
danza de forma magnífica en la trasera de la carreta. Ni una sola criatura conseguía
traspasar las barandillas.
Debajo del balcón donde estaba, Cadderly oía a sus sacerdotes ordenando la
formación y sabía que se proponían salir a recibir al grupo que llegaba. Cuando se
tomó un momento y dejó de contemplar la magnificencia de los seis guerreros en
acción, comprendió que la ayuda iba a ser muy necesaria.

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Muchos monstruos se dieron cuenta de la llegada de carne fresca en la carreta que
se acercaba, y dejando de lado el ataque al edificio, todos los ojos codiciosos se
volvieron hacia la presa fácil.
Cadderly comprendió la terrible verdad. A pesar de todo el poder, aquellos seis
jamás lo conseguirían. Una horda de monstruos se aprestaba a lanzarse sobre ellos
como las olas cuando rompen sobre una playa baja.
Su amada esposa jamás llegaría a casa. Se volvió hacia la catedral, pensando en
correr a la escalera, pero se paró en seco al oír una llamada distante, tal como había
hecho en aquel momento de desesperación cuando había sido sorprendido a solas en
las plantas superiores por el ataque de las bestias reptantes.
Se volvió, dirigiendo la vista hacia una nube que había en el cielo. Se dirigió
hacia esa nube e hizo una invocación, y una parte de ella se desprendió. Un carro de
nube, tirado por un corcel alado, llegó corriendo desde las alturas. Cadderly se subió
a la balaustrada del balcón y el veloz carro se detuvo ante él.
Casi sin pensar en que se estaba subiendo a una nube, el sacerdote saltó a bordo.
El corcel alado siguió cada una de sus órdenes mentales, lanzándose desde el balcón
justo ante los ojos atónitos de los sacerdotes y magos que se estaban reuniendo para
salir a la carga desde la puerta delantera. Todos lanzaron un grito de asombro y
volvieron a entrar en la catedral. El carro de Cadderly se lanzaba sobre las bestias
asustadas.
Algunos de los no muertos, Menlidus entre ellos, se volvieron para interceptar al
nuevo enemigo, pero Cadderly los miró y canalizó la divinidad que fluía a través de
él, liberando un poderoso estallido de luz que hizo retroceder a los no muertos y los
redujo a cenizas.
Hizo una mueca de disgusto por la destrucción de su querido amigo, pero dejó la
pena a un lado y siguió adelante, acercándose rápidamente a la carreta y a los seis
guerreros que seguían batallando contra la hueste de las bestias reptantes. Volvió a
lanzar un conjuro, aunque no sabía lo que era, simplemente confiando en el poder que
sentía dentro de sí mismo. Miró a la mayor aglomeración de monstruos y gritó una
única palabra, aunque no era una palabra cualquiera: fue una palabra atronadora, una
explosión de poder vocal dirigida sólo contra sus enemigos, ya que no afectó al enano
de la armadura de pinchos que se movía ferozmente en medio de la multitud.
El enano fue presa de la confusión y se quedó atónito cuando todos los monstruos
que pugnaban por asirlo con sus garras y con sus fauces fueron arrancados de su lado.
Salieron volando por los aires, manoteando, impotentes, bajo el peso del trueno del
sacerdote. Aterrizaron duramente a unos diez metros de distancia, rebotando y
tambaleándose, arrastrándose, no queriendo saber nada ni con el sacerdote con
apariencia de dios ni con sus palabras de condenación.
Cadderly no volvió a prestarles atención, y poniendo el carro al lado de la carreta,

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invitó a sus amigos a subir a bordo. Pronunció otra palabra de poder, y una gran luz
se encendió en torno a él y la carreta. Todas las bestias reptantes que quedaron dentro
de su alcance empezaron a debatirse y a arder, pero los demás —los drows, los
enanos y las dos mujeres—, no experimentaron el menor dolor. En lugar de eso,
quedaron envueltos en una calidez sanadora, y sus muchas heridas recientes se
curaron al contacto de los brillantes haces amarillos de luz mágica.
Bruenor le gritó a Drizzt, quien le había dicho que subiera al carro. Al ver que el
rey enano vacilaba, Athrogate y Pwent pasaron corriendo uno a cada lado, lo
engancharon por debajo de los brazos y lo obligaron a subir con ellos.
De un salto, Drizzt subió a la carreta y se metió en la trasera, cruzando una
mirada con Danica.
—Vigila a esas bestias por mí —dijo, confiando plenamente en ella.
El drow enfundó sus cimitarras, fue hacia su amada y la cogió en brazos. Guiados
por Danica llegaron con toda facilidad al carro.
Jarlaxle no los siguió, sino que despidió a Cadderly con un gesto de la mano. Para
curarse en salud, siguió arrojando dagas a las bestias más próximas, y luego invocó a
su corcel de pesadilla, que apareció delante del aterrorizado tiro de mulas. El drow
rodeó a las mulas mientras conjuraba otra espada de su muñequera encantada. El
animal infernal, mientras tanto, seguía golpeando el suelo con sus feroces cascos.
Unos cuantos cortes oportunos liberaron a las mulas, y Jarlaxle, con las riendas en las
manos, corrió entre las dos, las dejó atrás y se montó en su corcel.
Hundió los talones en los costados del caballo de pesadilla, que salió al galope
por el camino que había abierto el carro de nube de Cadderly. Llevando las mulas a
remolque, las condujo hasta el porche y atravesó las puertas delanteras, que estaban
abiertas, antes de que ninguna bestia reptante pudiera interceptarlo.
Los sacerdotes cerraron rápidamente las puertas detrás del drow y de sus escoltas
de cuatro patas. Jarlaxle despidió a su corcel infernal y les entregó las riendas de las
mulas a los sacerdotes, que lo miraban sin dar crédito a sus ojos.
—No iba a perder un tiro de mulas tan bueno —explicó—, y estas dos nos han
traído desde muy lejos. —Acabó con una risotada, que se le atragantó cuando, al
volverse, se encontró cara a cara con Cadderly.
—Te dije que no volvieras nunca por aquí —le dijo el sacerdote.
Cadderly hacía caso omiso de los muchos curiosos que se arremolinaban a su
alrededor exigiendo saber qué clase de magia había encontrado para conjurar un carro
de nubes, para lanzar truenos por la boca, para brillar con la luz de un dios sanador,
para reducir a los no muertos a cenizas con una sola palabra. Ellos, que ya no podían
lanzar con seguridad ni el más simple conjuro mágico, habían sido testigos de una
demostración de poder que ni los más grandes sacerdotes y magos de Faerun podían
haber imaginado siquiera.

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Por toda respuesta, Jarlaxle hizo una profunda reverencia y se llevó la mano al
sombrero, al que le faltaba la pluma. No respondió. Se limitó a llamar a Drizzt, que
acudió raudo a su lado mientras Danica se colocaba junto a Cadderly.
—No es nuestro enemigo —le aseguró Danica a su marido—. Ya no lo es.
—Eso trataba de decirte —dijo Jarlaxle.
Cadderly miró a Drizzt, que asintió, confirmándolo.
—Ya basta de eso. ¿A quién le importa realmente? —gritó un mago, abriéndose
camino a empujones hasta llegar a Cadderly—. ¿Dónde encontraste ese poder? ¿Qué
plegarias pronunciaste? ¡Has hecho a un lado a toda una multitud de enemigos con
una sola palabra! ¿Un carro hecho de nube? Por favor, dínoslo, buen Cadderly. ¿Ha
respondido Deneir a tu llamada?
Cadderly miró fijamente al hombre, los miró a todos. Su cara era una máscara de
estudiosa concentración.
—No lo sé —admitió—. No oigo la voz de Deneir, pero creo que él tiene algo
que ver. —Miró directamente a Drizzt al terminar—. Es como si Deneir me estuviera
dando esta respuesta, como un último regalo…
—¿Ultimo? —el tono de Ginance era de alarma, y muchos otros musitaban y
farfullaban.
Cadderly los miró y se limitó a encogerse de hombros, porque realmente no sabía
la respuesta a ese enigma que era su poder recién encontrado. Luego, miró a Jarlaxle.
—Confío en mi esposa, y confío en Drizzt, y por lo tanto, eres bienvenido aquí en
este momento de mutua necesidad.
—Con información que encontrarás valiosa —le aseguró Jarlaxle, pero el drow
fue interrumpido por un grito agudo que llegó desde detrás de los reunidos.
Todos se volvieron hacia Catti-brie. Drizzt la había dejado en un diván a un lado
del vestíbulo, pero estaba flotando en el aire, con los brazos abiertos, como si
estuviera debajo del agua. Tenía los ojos en blanco y el pelo suspendido a su
alrededor, otra vez como si fuera ingrávida.
Volvió la cabeza y escupió, luego giró la cabeza hacia el otro lado, como si le
hubieran dado una bofetada. Otra vez se veía el azul de sus ojos, aunque seguramente
estaba viendo algo que no era lo que tenía delante.
—¡Está poseída por el demonio! —gritó un sacerdote.
Drizzt se colocó sobre el ojo el parche que le había dado Jarlaxle y corrió a su
lado, la rodeó con sus brazos y tiró de ella hacia abajo.
—Ten cuidado, porque está en un lugar oscuro que atrae a nuevas víctimas —le
dijo Jarlaxle a Cadderly, que lo miró con curiosidad, pero siguió acercándose hasta
coger la mano de Catti-brie.
El cuerpo de Cadderly se sacudió como alcanzado por un rayo. Sus ojos se
contrajeron y toda su forma cambió; a su figura humana se superpuso un cuerpo

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angélico espectral, con alas emplumadas y todo.
Entonces, Catti-brie dio un grito, y Cadderly también. Jarlaxle agarró al sacerdote
y tiró de él. Las líneas fantasmales de la forma de Cadderly desaparecieron, y el
sacerdote se quedó mirando a la mujer boquiabierto.
—Está aprisionada entre dos mundos —dijo Jarlaxle.
Cadderly lo miró, se pasó la lengua por los labios súbitamente secos y no rebatió
su afirmación.

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CAPÍTULO 20

LA TOZUDEZ DE UN ENANO

Sintió la sensación que se filtraba en su conciencia, la fuerza de voluntad de otro ser


que trataba de poseerlo, pero Ivan Rebolludo estaba preparado para eso. Él no era un
simplón, ni un novato en la guerra, fuera del tipo que fuera. Había sentido la fuerza
de voluntad dominadora de un vampiro justo antes de destruir a la cosa sin remisión,
y había estudiado los métodos de los magos y los ilusionistas, incluso de los ilícidas,
como cualquier guerrero enano bien preparado.
La criatura lo había cogido desprevenido con la primera intrusión, era cierto.
Espíritu Elevado y las montañas Copo de Nieve habían vivido una larga época de
paz, con una sola y notable excepción: la llegada de Artemis Entreri, de Jarlaxle
Baenre y de la Piedra de Cristal. Después, una vez que Cadderly hubo terminado la
nueva biblioteca, Ivan y todos los demás habían llegado a considerar aquel lugar
como su hogar, un hogar pacífico y seguro.
A pesar de las turbulencias que agitaban al mundo en su conjunto y de los
problemas actuales con la magia —problemas que jamás habían preocupado
realmente a los tipos como Ivan Rebolludo, que se fiaba más de su fuerza que de unos
dedos ondulantes—, Ivan no estaba preparado en aquel momento para el asalto del
Rey Fantasma, e indudablemente no lo estaba tampoco para la intrusión que lo había
superado y le había robado su propio cuerpo. No obstante, durante casi todo el tiempo
que había pasado poseído, Ivan había estudiado a su invasor. En lugar de debatirse
contra una pared sólida que no podía penetrar, el enano se había tomado su tiempo en
reunir toda la información que podía y que trataba de arrebatar a su invasor, incluso
mientras éste seguía robándolo.
Así pues, cuando Yharaskrik lo había liberado en lo alto de aquella cornisa de la
montaña, Ivan estaba listo para combatir o, dicho con más exactitud, para huir. E
involuntariamente, el ilícida le había mostrado el camino: una grieta en el suelo por
debajo del dracolich que era más que una grieta; en realidad, era un pozo que
descendía por las montañas y —al menos eso esperaba Ivan— llevaba hacia el
laberinto de túneles que se abrían camino por las entrañas de las rocas más bajas.
Como no tenía otro lugar adonde ir, y la muerte era el destino más seguro si
permanecía en la superficie, Ivan se había arrastrado directamente hacia esa ruta,
contando con el factor sorpresa para burlar las garras aplastantes de la gran bestia.
Quiso su buena suerte que cuando el dragón golpeó el suelo con su pata, un grupo
de las bestias fofas le fuera pisando los talones, y que la lluvia de sangre y vísceras
que habían volado por todas partes le proporcionara la cobertura perfecta para su

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desesperada zambullida.
Y todavía quiso más su buena suerte, porque el pozo al que se tiró no bajaba en
línea recta, sino que se iba torciendo gradualmente hacia un lado, lo que amortiguó el
impacto cuando golpeó contra la tierra y la piedra. Luego, se ensanchaba, lo cual le
dio la ocasión de retorcerse mientras descendía y de poner sus pesadas botas por
delante, afirmándolas contra la pendiente. El último tramo del descenso había sido
doloroso: seis metros de caída sin nada más que aire oscuro a su alrededor, cuando
atravesó el techo de una cámara subterránea; pero incluso allí había encontrado el
enano la pizca de heroísmo extra de la que los héroes no solían hablar: la buena
suerte.
Había caído en el agua. No era ni muy profunda ni muy limpia, pero suficiente
para amortiguar su caída. Había perdido su yelmo astado, pero había recuperado su
hacha, y estaba vivo en un lugar al que el monstruoso dracolich no podría seguirlo.
La suerte le había dado una oportunidad.
Sin embargo, poco después, Ivan pensó que la suerte lo había abandonado.
El resto del día había deambulado en la oscuridad, chapoteando en el agua,
porque no fue capaz de encontrar terreno seco en la cámara, y tampoco una salida.
Había sentido cierto movimiento alrededor de las piernas en aquel fango que le
llegaba hasta el muslo, y se figuró que debía de haber peces, o algún otro tipo de
criaturas reptantes en el estanque subterráneo, algo que poder cazar y que le sirviera
para sobrevivir algún tiempo.
Fuera como fuese, creía que iba a morir solo y desgraciado, en medio de aquella
oscuridad.
Que así fuera.
Entonces, había llegado el ilícida buscándolo, susurrando en su subconsciente,
tratando de infiltrarse para controlarlo una vez más.
Ivan levantó una muralla de ira y de pura tozudez enana, que mantuvo a la
criatura a raya, y sabía con certeza que era capaz de mantenerla indefinidamente, que
no iba ser poseído otra vez.
—Vete, estúpida bestia —dijo, fijándose y concentrándose en cada palabra que
pronunciaba—. ¿Qué quieres de mí aquí abajo, donde no hay salida?
Parecía un razonamiento muy lógico. ¿Qué podía ganar el ilícida?
Sin embargo, la criatura seguía en su intento de meterse en sus pensamientos,
buscando controlarlo.
—¿Qué?, ¿puedes hacerme volar, imbécil? —gritó Ivan en la oscuridad—.
¿Hacerme volar de vuelta a tu dragón muerto y a las bestezuelas que te son tan caras?
En ese momento, sintió la ira, y la reacción, y comprendió que por un instante
muy efímero había sorprendido al azotamentes con la guardia baja.
Ivan también bajó la guardia, apenas un poco.

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Y sintió al otro con claridad dentro de su mente, esforzándose por imponerse. Una
oleada de absoluto rechazo hizo que al enano se le doblaran las rodillas, pero se
dominó y, a propósito, bajó la guardia un poquito más.
Pronto se encontró caminando hacia el extremo septentrional de la ancha cámara.
A duras penas podía distinguir las piedras apiladas a lo largo de la pared. Guiado por
la voluntad de Yharaskrik, contando con que el ilícida tuviera una visión más amplia
que él de lo que lo rodeaba, el enano trepó a las piedras más bajas. Apartó una y
sintió una levísima brisa, y cuando sus ojos se adaptaron a la lobreguez aún más
intensa del otro lado, vio que ante sí se abría un túnel ancho y largo.
«¡Hasta aquí hemos llegado!», gritó mentalmente, e Ivan Rebolludo inició el
combate de su vida. Repelió al arrollador intelecto y a la fuerza de voluntad
implacable del azotamentes con toda la terquedad y la ira de que era capaz. Pensó en
su hermano, en su clan, en el rey Bruenor, en Cadderly, en Danica y en los niños, en
todo lo que había hecho de él lo que era, lo que daba alegría a su vida y fuerza a sus
miembros.
Rechazó a Yharaskrik, le gritó, de viva voz y por medio de la mente. Se debatió
físicamente, se lanzó contra las piedras, apartándolas para ensanchar la boca del
túnel, haciendo caso omiso de las rocas que caían y lo golpeaban en brazos y
hombros, y también se debatió mentalmente, ordenando a la maldita bestia que se
fuera de su interior.
¡De su mente!
Fue tal la furia que se apoderó de él que arrancaba las rocas con los dedos
ensangrentados y no sentía dolor alguno. Tal era la fuerza que acompañaba a aquella
furia que arrojaba las piedras, algunas de las cuales pesaban la mitad que él, hacia
atrás, al cenagoso estanque. Y ni se daba cuenta de las magulladuras, ni de los cortes,
ni del esfuerzo que hacían sus fuertes músculos. Sintió que la furia se apoderaba de
todo su ser, levantando un muro de rechazo, exigiendo la expulsión del ilícida.
El agujero ya era lo bastante ancho como para que pasara por él, para que pasaran
dos como él, uno junto al otro, y sin embargo, el enano seguía sacando piedras con
sus manos desolladas, valiéndose de esa sensación física para enfocar su ira.
No tenía la menor idea del tiempo que había pasado así, unos instantes o miles de
ellos, hasta que finalmente, exhausto, cayó por la abertura y rodó por el túnel. Acabó
de bruces en el suelo, y allí se quedó un buen rato, para recobrar el aliento.
A pesar del dolor, una enorme sonrisa se abrió en su barbuda cara, porque supo
que estaba realmente solo.
La bestia con tentáculos había sido rechazada.
Durmió, allí mismo, en el barro, entre las piedras, manteniéndose mentalmente
preparado para impedir otra intrusión, y esperando que ninguna criatura de la
Antípoda Oscura lo devorara mientras yacía allí, exhausto y maltrecho, en medio de

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la oscuridad.

Rorick se tiró al suelo, justo por debajo de las garras de un enorme murciélago
negro.
—¡Tío Pikel! —gritó, rogando al druida que hiciera algo.
Pikel cerró el puño, movió los brazos y aporreó el suelo con los pies, presa de la
frustración, porque no tenía nada, absolutamente nada que ofrecer. La magia había
desaparecido, incluso su afinidad natural con los animales había volado. Pensó en
apenas unos días antes, cuando había convencido a las raíces de las paredes de que
hicieran una fuerte barricada, algo temporal al parecer, ya que los perseguidores
llegaban por esa dirección. El enano sabía que no podría alcanzar aquel nivel de
magia, tal vez nunca más, y su frustración se hizo patente en aquella cueva oscura de
las profundidades de las montañas Copo de Nieve.
—¡Uuuuh! —gimió, y volvió a aporrear el suelo, esa vez más fuerte.
Su gemido se convirtió en un gruñido cuando vio al mismo murciélago del que
había escapado Rorick dando la vuelta y lanzándose directamente hacia él.
Pikel culpó al murciélago, pero, por supuesto, no tenía sentido. En realidad, ya
nada tenía sentido para Pikel en ese momento. De modo que culpó al murciélago. A
ese murciélago. Sólo a ese murciélago. Ese murciélago había causado el fallo de la
magia y había ahuyentado a su dios.
Se puso a cuatro patas y levantó la cachiporra. Ya no era un artilugio encantado,
había dejado de ser una cachiporra mágica, pero seguía siendo un garrote sólido,
como pronto descubrió el murciélago.
Aquella cosa enorme de alas membranosas se tiró en picado hacia Pikel, que saltó
y giró al mismo tiempo, lanzando el golpe más poderoso que jamás había asestado
con su fuerte brazo, contando incluso los días en que había podido usar los dos. La
dura madera golpeó contra el cráneo y partió el hueso.
El noctala cayó como si una piedra enorme le hubiera alcanzado desde lo alto, y
se desplomó encima de Pikel. Los dos salieron rodando, como una bola de enano y
murciélago negro.
Pikel daba cabezazos y patadas a discreción. Mordía y golpeaba con el muñón
mientras descargaba golpes cortos y fuertes con la cachiporra, atizándole a la criatura
con denuedo.
Cerca de él, un hombre gritó cuando un noctala se le echó encima y lo agarró por
los hombros con sus enormes garras, pero Pikel no lo oyó. Varios otros también
gritaron, y una mujer lanzó un aullido horrorizado cuando el murciélago voló
directamente hacia una pared y soltó allí a su presa: el pobre hombre se estrelló
contra las rocas, donde sus huesos se destrozaron con crujidos espantosos.
Pikel no lo oyó. Él estaba dando golpes con su garrote y patadas furiosas, aunque

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el murciélago que lo había envuelco con aquellas alas enormes ya estaba muerto.
—¡Levántate, tío Pikel!
—¿Eh? —replicó el enano.
Al apartar el ala que le tapaba la cara y seguir el sonido, vio a Hanaleisa corriendo
hacia Rorick que continuaba tirado en el suelo. De pie junto a él, Temberle
balanceaba su espadón adelante y atrás, describiendo amplios arcos por encima de su
cabeza, tratando de herir a un obcecado noctala que no dejaba de revolotear por
encima de él, como desafiándolo. Por más que lo intentaba, no conseguía alcanzar al
escurridizo murciélago.
Pero Hanaleisa sí lo hizo. Saltó en alto mientras corría hacia Temberle, dando una
voltereta en pleno vuelo para aumentar la fuerza de su patada. Golpeó firmemente al
noctala en un costado y lo lanzó a varios palmos de distancia, mientras ella daba otra
vuelta y aterrizaba sin dejar de correr.
El noctala dirigió su atención hacia ella mientras corregía el rumbo en el aire y se
lanzaba a darle caza.
Esa distracción sirvió para que la espada de Temberle, por fin, lo alcanzara y le
desgarrara una de las membranosas alas de atrás hacia adelante. El murciélago perdió
el equilibrio en el aire y cayó al suelo, donde lo esperaban Hanaleisa y Temberle, que
le cayeron encima antes de que pudiera sacar el ala herida de debajo del cuerpo.
Hanaleisa fue la primera en desentenderse y empezó a dar órdenes a voz en
cuello, tratando de establecer cierta medida de orden y apoyando las líneas de
defensa. No obstante, en toda la amplia cámara, se desarrollaba una lucha frenética:
había noctalas volando por todas partes; hombres y mujeres heridos; espaldas
desgarradas; a uno le habían arrancado el cuero cabelludo con una garra; todos
gritaban y corrían, y se tiraban al suelo tratando de protegerse.
Más de una docena de hombres recogieron todas las preciadas antorchas apiladas
en el extremo más alejado de la cueva, en la boca de un túnel que el grupo había
pensado recorrer después de un breve descanso, y salieron corriendo.
Otros los siguieron en medio del caos.
Temberle derribó a otro murciélago, y otro tanto hizo Hanaleisa.
Otros noctalas abandonaron la estancia y partieron túnel abajo en persecución de
los que habían huido.
Cuando por fin acabó, sólo quedaban algo más de veinte refugiados, y tres de
ellos estaban heridos.
—No podemos seguir así —les dijo Hanaleisa a sus hermanos y a su tío cuando
hubieron recogido sus magras provisiones y unas cuantas antorchas que quedaban—.
Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.
—¡Uh-uh! —dijo Pikel en manifiesto desacuerdo.
—¡Entonces, enciende tu porra! —le gritó Hanaleisa.

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—¡Uuuh! —dijo el enano.
—¡Hana! —le dijo Rorick a su hermana en tono de reproche.
La joven monje juntó las manos ante sí y respiró hondo, recuperando la
compostura.
—Lo siento, pero tenemos que movernos, y deprisa.
—No podemos quedarnos aquí —coincidió Temberle—. Necesitamos llegar lo
más cerca posible de Espíritu Elevado, y tenemos que salir de estos túneles.
Miró a Pikel, pero el enano se limitó a encogerse de hombros. No parecía muy
convencido.
—No tenemos otra opción —le aseguró Temberle.
Una conmoción detrás de ellos hizo que se volvieran. —¡Regresa el explorador!
—dijo Rorick.
Corrieron hacia el pescador, Alagist, e incluso a la luz de la antorcha pudieron ver
que estaba profundamente conmocionado.
—Temíamos que hubieras muerto —dijo Hanaleisa—. Cuando vinieron los
murciélagos…
—Olvidaos de los malditos murciélagos —replicó el hombre, y como para
subrayar sus palabras se oyó un fuerte golpe que llegaba desde el distante corredor,
un ruido atronador.
—¿Qué…? —preguntaron al mismo tiempo Temberle y Rorick.
—Una pisada —dijo Alagist.
—¡Uh, oh! —dijo Pikel. —¿Qué magia? —le preguntó Hanaleisa al enano.
—¡Uh, oh! —repitió.
—¡Recoged a los heridos! —les gritó Temberle a todos los que seguían allí—.
¡Reunid todo lo que podamos llevar! ¡Tenemos que salir de aquí!
—No se le puede mover —dijo una mujer que estaba junto a un hombre
inconsciente.
—No tenemos elección —le dijo Temberle, corriendo a ayudarla.
La cámara se estremeció bajo las reverberaciones de otra pisada descomunal.
La mujer no discutió cuando Temberle cargó al hombre herido sobre sus
hombros.
Pikel, antorcha en mano, abrió la marcha, y todos salieron de la cámara.

—¡Vamos, pues! —gritó Ivan a la oscuridad—. ¡No con la cabeza, maldito


calamar, sino todo tú! ¡Sal y juguemos! —No tenía su hacha, pero cogió un par de
piedras y las golpeó una contra otra con un entusiasmo que rayaba en ansias asesinas.
Aquella manifestación física de furia era eco de la que sentía el enano, y una vez
más, las intrusiones de Yharaskrik se quedaron en nada. Ivan estaba convencido de
que si el ilícida había regresado a él, esa vez con alguna esperanza de volver a

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poseerlo, había quedado definitivamente desengañado.
Pero el enano seguía solo, maltrecho, ensangrentado y perdido en la oscuridad,
sin muchas esperanzas de encontrar una salida de aquellos túneles que daban vueltas
y vueltas. Miró por encima del hombro a la caverna llena de agua y pensó por un
momento en regresar y tratar de encontrar una forma de sobrevivir a base de pescado,
o lo que fuera que nadara en aquellas aguas. ¿Tendría alguna posibilidad de filtrar o
calentar el agua cenagosa para que fuera potable?
—¡Bah! —dijo con un bufido sólo para la oscuridad, y decidió que era preferible
morir intentándolo que conformarse con una existencia en un agujero oscuro y vacío.
Así pues, se puso en marcha, con una piedra en cada mano, una expresión ceñuda
y una muralla de furia en su interior, en busca de una salida.
Caminó durante horas, tambaleándose y cayendo a menudo, porque aunque sus
ojos se adaptaban rápidamente a la oscuridad, todavía tenía que avanzar a tientas.
Encontró muchos pasadizos laterales, algunos sin salida, y otros que eligió
simplemente porque «parecían» más prometedores. A pesar de sus sentidos de enano,
de estar como en casa en las profundidades, Ivan no tenía la menor idea de dónde se
encontraba realmente en relación con el mundo de la superficie, e incluso en relación
con el lugar donde había caído, el estanque subterráneo. A cada vuelta, Ivan contenía
la respiración, esperando no estar andando en círculos.
A cada vuelta, el enano también sujetaba una de las piedras bajo el brazo, se
mojaba un dedo y lo levantaba tratando de detectar alguna corriente de aire.
Por fin, sintió una levísima brisa en ese dedo. Contuvo la respiración y escudriñó
la oscuridad. Sabía que podía ser apenas una grieta, una chimenea impracticable, un
tortuoso camino de gusano por el que sería imposible meterse.
Hizo chocar sus piedras y avanzó pisando fuerte, aferrándose al optimismo y
blindándose con su furia. Una hora después seguía sumido en la oscuridad, pero el
aire le parecía más liviano y tenía la misma sensación en el dedo humedecido cada
vez que lo levantaba.
Entonces, vio una luz. Una diminuta chispa, muy lejos, rebotando en muchas
vueltas y revueltas, pero una luz. A lo largo de las paredes, las rocas se volvieron más
definidas bajo la aguda mirada subterránea del enano. No cabía duda de que la
oscuridad era menos absoluta.
Ivan siguió adelante, pensando cómo organizar un contraataque frente al
dracolich, el ilícida y sus achaparrados secuaces de la sombra. Sus temores iban
desde su propio dilema hasta sus amigos de arriba, a Cadderly y Danica, a los chicos
y a su hermano. Apuró el paso, porque Ivan estaba siempre dispuesto a luchar con un
tejón por su propia vida, pero también a luchar contra una horda de tejones del
infierno cuando se trataba de defender a sus amigos.
No obstante, pronto aminoró la marcha, porque se dio cuenta de que la luz no era

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la luz del día, ni tampoco el resplandor de algún hongo luminoso de los que tanto
abundaban en la Antípoda Oscura. Era la luz de un fuego…, de una antorcha
probablemente.
Ahí abajo, eso tal vez significara que era la luz de un enemigo.
Listo para combatir, Ivan siguió avanzando. Sus nudillos se volvieron blancos
sobre las piedras y empezó a rechinar los dientes imaginando el ruido de unos
cuantos cráneos machacados.
Una sola voz bastó para aplacar su actitud belicosa y dejarlo absolutamente
atónito.
—¡Uh, oh!

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CAPÍTULO 21

LA CRUDA VERDAD

Después de pasar más de media mañana con Catti-brie, Cadderly salió de la


habitación con la cara cenicienta y una mirada de profundo cansancio.
Drizzt, que esperaba en la antecámara, lo observó esperanzado, y Jarlaxle, de pie
junto a él, miró en cambio a su oscuro compañero elfo. El mercenario reconoció la
verdad plasmada en la cara de Cadderly, cosa que Drizzt no hizo o no pudo hacer.
—¿La has encontrado? —preguntó Drizzt.
Cadderly suspiró levemente y le tendió el parche del ojo.
—Es tal como creíamos —dijo, dirigiéndose más a Jarlaxle que a Drizzt.
El drow mercenario asintió, y Cadderly se volvió hacia Drizzt.
—Catti-brie está aprisionada en un lugar oscuro entre dos mundos: el nuestro y un
lugar de sombra —explicó el sacerdote—. El contacto del Tejido decadente ha tenido
muchos efectos nocivos entre los magos y los sacerdotes de todo Faerun, y por lo
poco que he visto, parece ser que no hay dos enfermedades iguales. En el caso de
Fargus de Memnon, el resultado fue instantáneo y fatal: lo transformó en hielo, en
hielo vacío, debajo del cual no había sustancia, no había carne. El sol del desierto lo
convirtió en un charco en menos de nada. Otro sacerdote es víctima de una
enfermedad espantosa, con llagas abiertas por todo el cuerpo que, sin duda, le
producirán la muerte. Muchas historias…
—Que a mí no me interesan —lo interrumpió Drizzt, y Jarlaxle, al que no se le
había escapado la crispación en el tono del explorador, le apoyó una mano
tranquilizadora en el hombro—. Dices que has encontrado a Catti-brie apresada entre
dos mundos, aunque en realidad me temo que todo es una enorme ilusión que
esconde un designio siniestro…, tal vez los Magos Rojos, o…
—No es ninguna ilusión. El propio Tejido se ha deshecho, algunos de los dioses
se han esfumado, han muerto…, todavía no lo sabemos con certeza. Y ya sea la causa
de que se deshiciera el Tejido, o el resultado de ello, un segundo mundo se está
desmoronando a nuestro alrededor, y esa conjunción parece haber aumentado la
expansión del plano de la sombra, o tal vez incluso ha abierto puertas a algún otro
reino de las sombras y de la oscuridad —dijo Cadderly.
—Y tú la has encontrado, a Catti-brie me refiero, atrapada entre ese lugar y
nuestro propio mundo. ¿Cómo podemos recuperarla y traerla de vuelta…? —Dejó la
frase sin terminar al ver la cara demasiado compasiva de Cadderly.
—¡Tiene que haber una forma! —gritó Drizzt, asiendo al sacerdote por la pechera
de su casaca—. ¡No me digas que no hay esperanza!

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—Jamás haría tal cosa —replicó Cadderly—. ¡A diario están sucediendo a
nuestro alrededor todo tipo de cosas inexplicables e inesperadas! He encontrado
conjuros que ni siquiera sabía que poseía, y que no sabía que pudiera conceder
Deneir, y con toda humildad y sinceridad te digo que ni siquiera estoy seguro de que
sea Deneir el que me los concede. Me pides respuestas, amigo mío, y yo no las tengo.
Drizzt lo soltó y dejó caer los hombros junto con su corazón, desanimado. Le
dedicó a Cadderly una leve inclinación de cabeza a modo de agradecimiento.
—Iré a decírselo a Bruenor.
—Deja que lo haga yo —dijo Jarlaxle y Drizzt lo miró con sorpresa—. Tú ve con
tu esposa.
—Mi esposa no puede sentir mi contacto.
—Eso no lo sabes —lo reconvino Jarlaxle—. Ve y abrázala; os hará bien a los
dos.
Drizzt desvió la mirada de Jarlaxle a Cadderly, que asintió manifestando su
acuerdo. El afligido drow se puso el parche mágico y entró en la habitación contigua.
—La hemos perdido —le dijo Jarlaxle a Cadderly en voz baja cuando estuvieron
solos.
—No lo sabemos.
Jarlaxle mantuvo la mirada fija en él, y Cadderly, con expresión apesadumbrada
no fue capaz de desmentirlo.
—No veo la manera de recuperarla —admitió—. Y aunque pudiéramos, me temo
que su mente haya sufrido un daño irreparable. Por lo que yo sé, la hemos perdido
para siempre.
Jarlaxle tragó saliva, aunque el pronóstico no lo cogía por sorpresa. Decidió que
no se lo diría todo al rey Bruenor.

—Otra derrota —comentó Yharaskrik.


—¡Los hemos debilitado!
—Apenas hemos arañado sus paredes —declaró el ilícida—. Y ahora tienen
nuevos y poderosos aliados.
—¡Más de mis enemigos reunidos en un lugar para aplastarlos!
—Cadderly, y Jarlaxle, y Drizzt Do'Urden. Conozco a ese Drizzt Do'Urden y no
es alguien a quien se pueda tomar a la ligera.
—Yo también lo conozco. —Crenshinibon se incorporó inesperadamente al
diálogo interior, y el ilícida detectó un odio latente tras la simple declaración
telepática.
—Deberíamos salir pitando de este lugar —se atrevió a sugerir Yharaskrik—. La
grieta ha permitido el paso de bestias incontroladas del plano de la sombra, y
Cadderly ha encontrado aliados inesperados…

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El dragón no dio ninguna respuesta coherente; se limitó a emitir un gruñido
rabioso que reverberó en las mentes del triunvirato que constituía el Rey Fantasma,
un muro de furia y resentimiento y, tal vez, el «no» más rotundo que Yharaskrik
hubiera oído jamás.
A través de los ojos mentales de gran alcance del ilícida, cuya conciencia había
desplegado ampliamente para hacer un reconocimiento de la región, habían visto la
grieta en Carradoon. Vieron a los gigantescos noctámbulos y a los noctalas, y
comprendieron que una nueva fuerza había venido desde el plano material primario.
Y a través de los ojos del ilícida presenciaron la última batalla librada en Espíritu
Elevado, la llegada de los enanos y los drows, el poder revelado por Cadderly.
Aquella magia sacerdotal desconocida fue lo que más desconcertó a Yharaskrik,
porque había sentido el trueno mágico en la custodia de Cadderly y había retrocedido
ante el brillo del rayo de luz del sacerdote. Yharaskrik, antiguo azotamentes y en otro
tiempo de una gran colmena comunal de ellos, creía conocer todas las esencias
mágicas de Toril, pero jamás había visto nada parecido al poder que el impredecible
sacerdote desplegara ese día.
La carne derretida de las bestias reptantes y las pilas de cenizas en que se habían
convertido los muertos revividos eran para el azotamentes un triste recordatorio de
que no había que subestimar a Cadderly.
Dadas las circunstancias, el sostenido gruñido de obstinación del dracolich no
sonaba nada bien en la mente expansiva de Yharaskrik. El ilícida esperó que el
sonido cesara, pero no lo hizo. Esperó una tercera voz en la conversación, una que
impusiera moderación, pero no oyó nada.
Entonces, cayó en la cuenta. Tuvo una revelación. Se había producido un cambio
minúsculo pero importantísimo. El azotamentes se dio cuenta de que el Rey Fantasma
ya no era un triunvirato. La resonancia del gruñido se hizo más profunda, era más el
coro de dos voces que el gruñido de una sola. Dos se habían convertido en uno.
Ni una sola palabra escapó de aquel muro resonante de furia, pero Yharaskrik
reconoció una advertencia palpable. No estaban dispuestos a salir corriendo. Ellos —
el azotamentes y aquel ser dual con el cual compartía el cadáver huésped del dragón,
pues ya no era posible contar a Hephaestus y a Crenshinibon como dos entidades
separadas— no mostrarían ninguna reserva. Ni la grieta, ni los nuevos poderes
inexplicados de Cadderly, ni la llegada de poderosos refuerzos a Espíritu Elevado,
amortiguarían la determinación de venganza del Rey Fantasma.
El gruñido se mantuvo, un muro enloquecedor e incesante, una respuesta
inapelable a las preocupaciones del ilícida que cerraba todas las puertas a cualquier
debate inteligente y a cualquier cambio de planes. Eso le quedó perfectamente claro;
todo seguiría igual por más que surgieran nuevas circunstancias o nuevos enemigos.
El Rey Fantasma se proponía atacar Espíritu Elevado.

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Yharaskrik trató de colar sus pensamientos dando un rodeo, de encontrar a
Crenshinibon, o lo que quedaba de la Piedra de Cristal como un ente sentiente
independiente. Intentó construir una lógica para poner fin a las vibraciones furiosas
del dracolich.
No encontró nada, y todos los senderos desembocaban en un único camino: el
desalojo.
Ya no se trataba de un desacuerdo, ya no era un debate sobre el rumbo que debían
tomar. Era una revolución, plena y sin resolución. Hephaestus-Crenshinibon estaba
tratando de desalojar a Yharaskrik con la misma contundencia con que lo había hecho
el enano de los túneles.
Sin embargo, la diferencia era que ahora el azotamentes no tenía adónde ir.
El gruñido seguía.
Yharaskrik lanzó una oleada tras otra de energía mental hacia la mente del
dragón-piedra. Reunió sus poderes psiónicos y los liberó con sutileza e inteligencia.
El gruñido seguía.
El ilícida asaltó al Rey Fantasma con un muro de pensamientos y emociones
discordantes, una cacofonía de notas retorcidas que habría vuelto loco al más sabio.
El gruñido seguía.
Atacó a todos los temores íntimos de Hephaestus. Conjuró imágenes de la
explosión de la Piedra de Cristal de hacía ya tantos años, cuando la luz había dejado a
Hephaestus sin ojos.
El gruñido seguía.
El azotamentes no encontró resquicio alguno entre el dragón y el artefacto. Eran
uno solo, tan completamente unidos que ni siquiera Yharaskrik fue capaz de
desentrañar dónde acababa uno y empezaba el otro, o cuál de los dos ejercía el
control, o de cuál de los dos partía el gruñido, lo que dejó al ilícida lleno de sorpresa
y consternación.
Y seguía, y seguía, inquebrantable, incansable, incesante. El ilícida comprendió
que podía seguir por los siglos de los siglos si era necesario.
¡Qué bestia tan astuta!
Allí ya no había espacio para el azotamentes. No tendría el menor control de los
miembros del gran dracolich. No podría intervenir en conversación ni debate alguno.
No encontraría nada que no fuera el gruñido, los latidos y los días y años y siglos.
Sólo el gruñido, la pared impenetrable de una sola nota que por siempre anularía sus
sensibilidades, que lo privaría de su curiosidad, que lo obligaría a permanecer allí
dentro, encerrado en una batalla interminable.
Contra Hephaestus sólo podría haber triunfado, lo sabía. Contra Crenshinibon
sólo Yharaskrik podría haber confiado en encontrar una forma de ganar.
Contra los dos, únicamente existía el gruñido. Entonces, lo vio todo claro. La

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Piedra de Cristal, tan arrogante como el propio Yharaskrik, y tan obcecada como el
dragón, tan paciente como el tiempo, había hecho su elección. Al ilícida, aquella
elección le pareció ilógica en un primer momento. ¿Por qué habría de ponerse
Crenshinibon de parte de un intelecto inferior como el dragón?
Porque la Piedra de Cristal tenía un ego más fuerte de lo que él había imaginado.
Lo que movía a Crenshinibon era algo más que la lógica. Al unirse con Hephaestus,
la Piedra de Cristal llegaría a dominar.
El gruñido se mantenía.
Hasta el tiempo perdió significado con el retumbo. No había ayer ni había
mañana, ni esperanza ni miedo, ni placer ni dolor.
Sólo una muralla que no se engrosaba ni se adelgazaba, impenetrable e impasible.
Yharaskrik no podía ganar. No podía mantenerse. El Rey Fantasma se convirtió
en la fusión de dos, no de tres, y esos dos se convirtieron en uno cuando Yharaskrik
se marchó.
El intelecto descarnado del gran azotamentes empezó a disiparse casi
inmediatamente. El olvido se cernía sobre él.

Todas las mentes marchitas y experimentadas que quedaban en Espíritu Elevado


se reunían en conferencias y seminarios, compartiendo sus observaciones y su
intuición sobre el choque de los mundos y el advenimiento del lugar oscuro, un plano
de la sombra reformado al que dieron en llamar el Páramo Sombrío. Todos,
sacerdotes y magos, humanos, enanos y drows, dejaron a un lado las reservas.
Todos estaban juntos, tramando y planeando, buscando una respuesta. Todos se
pusieron de acuerdo muy pronto en que lo más probable era que las bestias reptantes
que atacaban Espíritu Elevado pertenecieran a otro plano, y a nadie se le ocurrió
cuestionar la premisa básica que planteaba la colisión, o al menos la interacción
peligrosa de algún otro mundo con el suyo propio. Pero quedaban otras preguntas que
responder.
—¿Y los muertos vivientes? —preguntó Danica.
—La contribución de Crenshinibon al tumulto —explicó Jarlaxle con
sorprendente seguridad—. La Piedra de Cristal es más que nada un artefacto de
nigromancia.
—Dijiste que estaba destruido… La adivinación de Cadderly nos mostró el
camino para destruirla y respondimos a esas condiciones. Entonces, ¿cómo…?
—¿La colisión de mundos? —La de Jarlaxle fue más una pregunta que una
afirmación—. ¿El desmoronamiento del Tejido? ¿El simple caos de los tiempos? No
creo que haya vuelto a nosotros tal como era. Aquella antigua encarnación de
Crenshinibon fue realmente destruida, pero es probable que durante su destrucción
los liches que la crearon quedaran libres. Creo que yo combatí con uno, y que

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vosotros también os enfrentasteis a otro.
—Supones muchas cosas —señaló Danica.
—No es más que una línea de razonamiento por donde empezar a investigar.
—¿Y crees que esas cosas, esos liches, son los líderes? —preguntó Cadderly.
Antes de que Jarlaxle pudiera responder, intervino Danica.
—El líder es el dracolich.
—En conjunción con lo que queda de Crenshinibon, y por lo tanto, con los liches
—dijo Jarlaxle.
—Bueno, sea lo que sea, está sucediendo algo malo, algo peor que todo lo que he
visto en los largos años de mi vida —dijo Bruenor, y mientras hablaba miró hacia la
puerta de la habitación de Catti-brie.
Sobrevino un incómodo silencio, y Bruenor, con un profundo carraspeo que
expresaba su frustración, pidió permiso para marcharse y estar con su desdichada
hija.
Para sorpresa de todos, especialmente del propio Cadderly, el sacerdote se
encontró del lado de Jarlaxle cuando se reanudó la conversación. El drow tenía ideas
sorprendentes sobre la hipótesis del mundo dual. Había tenido experiencia con la
forma de sombra y por ello ambos estaban convencidos de que era uno de los liches
que habían creado a Crenshinibon en aquella época. A Cadderly esas ideas le
parecieron las más informativas.
Ni Drizzt, ni Bruenor, ni siquiera Danica tenían una percepción tan clara como
Jarlaxle de la trampa en que había caído Catti-brie, ni de las implicaciones funestas,
probablemente irreparables de un nuevo mundo superponiéndose a otro, o de una
rotura de la pared entre la luz y la sombra.
Ni los demás magos, ni los sacerdotes captaban muy bien la permanencia del
cambio que los había afectado a todos, ni la pérdida de la magia y de algunos, si no
todos, los dioses. Jarlaxle, en cambio, lo entendía.
Deneir se había ido, Cadderly había llegado a aceptarlo, y no iba a volver, al
menos no en la forma que Cadderly había conocido. El Tejido, la fuente de la magia
de Toril, no podía ser retejido. Era como si la propia Mystra —todo su dominio—
hubiera desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
—Algo de magia permanecerá —dijo Jarlaxle cuando la discusión estaba próxima
a su fin. Se había convertido en poco más que un replanteamiento de los puntos ya
tratados—. Tus hazañas lo demuestran.
—O quizá sean los últimos estertores de una magia moribunda —replicó
Cadderly.
Jarlaxle se encogió de hombros y, a regañadientes, concedió la posibilidad de esa
teoría.
—¿Es este mundo que se está fusionando con el nuestro un lugar de magia y de

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dioses? —preguntó Danica—. Las bestias que hemos visto…
—Creo que no tienen nada que ver con el nuevo mundo, que posiblemente esté
tan imbuido como el nuestro de magia y de fuerza bruta al mismo tiempo —la
interrumpió Jarlaxle sin miramientos—. Las bestias reptantes provienen del Páramo
Sombrío.
Cadderly asintió; estaba de acuerdo con el drow.
—Entonces, ¿se está muriendo su magia? —preguntó Drizzt—. ¿Acaso esta
colisión de la que hablas ha destruido también su Tejido?
—¿O tal vez los dos se entrelazarán de una forma nueva, tal vez con este plano de
la sombra, este Páramo Sombrío, entre ambos? —planteó Jarlaxle.
—No podemos saberlo —dijo Cadderly—. Todavía no.
—Y después, ¿qué? —preguntó Drizzt, y todos se dieron cuenta de que su voz
tenía un timbre desacostumbrado, de clara desesperación debida a sus temores por
Catti-brie.
—Sabemos con qué instrumentos contamos —dijo Cadderly, poniéndose de pie y
cruzándose de brazos—. Responderemos a la fuerza con la fuerza, y espero que al
menos algo de magia se encauce hacia nuestros muchos lanzadores de conjuros.
—Eso ya lo has demostrado tú —dijo Jarlaxle.
—De una manera que no puedo predecir, y mucho menos controlar o invocar.
—Tengo fe en ti —replicó Jarlaxle, y esa declaración dejó mudos a los cuatro.
¡Parecía tan imposible que Jarlaxle le dijera eso a Cadderly o a cualquiera!
—¿Debería otorgar Cadderly la misma confianza? —le preguntó Danica al drow.
Jarlaxle se echó a reír, era una risa absurda, de impotencia, y Cadderly se unió a
él, y poco después también Danica.
Sin embargo, Drizzt no pudo. Su mirada se dirigió a un lado de la sala, a la puerta
tras la cual estaba Catti-brie sumida en su oscuridad sin fin.
Catti-brie, su amor perdido.

La desesperación se apoderó de Yharaskrik, que no solía perder la serenidad,


cuando advirtió en toda su magnitud la realidad de su situación. Se le volaron los
recuerdos y las ecuaciones se volvieron confusas. Ya había conocido antes el olvido
físico, cuando Hephaestus había soltado su feroz y arrollador aliento sobre
Crenshinibon, y había hecho explotar el artefacto. Sólo gracias a un sorprendente
atisbo de buena suerte que hizo que el Tejido desfalleciente tocara el poder residual
del artefacto, cerca del cual estaban los restos de Yharaskrik, había podido recuperar
otra vez la conciencia.
Ahora el olvido volvía a amenazarlo, y sin esperanza de recuperación. El intelecto
descarnado se debatió sin saber a qué aferrarse durante unos preciosos instantes, antes
de que el azotamentes, desesperado, recurriera al huésped más próximo.

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Sin embargo, encontró a Ivan Rebolludo preparado, y el enano alzó tal muralla de
rechazo y furia que Yharaskrik ni siquiera pudo hacer el intento de invadir su
conciencia. Tan falto de salidas estaba el ilícida, que Yharaskrik no sabía ni dónde se
encontraba ni que estaba rodeado por seres inferiores susceptibles de ser poseídos.
Yharaskrik ni siquiera luchó contra aquel rechazo porque sabía que la posesión no
resolvería su problema. No podía habitar para siempre en un huésped reacio, y en
caso de que insertara toda su conciencia en el cuerpo de un ser inferior, de poseer
plenamente a un enano, un humano o incluso un elfo, quedaría limitado por la
fisiología de ese ser.
No había escapatoria real, pero incluso mientras era rechazado por Ivan
Rebolludo, el azotamentes tenía otra idea y lanzaba una amplia red, extendiendo su
conciencia a lo largo y ancho de Faerun. Necesitaba otro intelecto despierto, otro
psiónico, un pensador que fuera su igual.
Conocía a uno, y a él se dirigió cuando su intelecto desarraigado empezó a perder
el hilo.
En una cámara opulenta debajo de la ciudad portuaria de Luskan, a muchos
kilómetros hacia el noroeste, Kimmuriel Oblodra, lugarteniente de Bregan D'Aerthe,
el segundo de Jarlaxle Baenre, sintió una sensación, una llamada.
Un ruego desesperado.

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CAPÍTULO 22

UN SUSURRO EN LA OSCURIDAD

La noche era apacible. El bosque que se extendía más allá del ancho patio de Espíritu
Elevado estaba oscuro y tranquilo.
«Demasiado tranquilo», pensó Jarlaxle, mirando desde un balcón de la segunda
planta que era el puesto de guardia que le habían asignado. Oyó a otros en los
pasillos, por detrás de él, que expresaban su esperanza por la aparente calma, pero
para Jarlaxle, esa paz engañosa era precisamente lo contrario. La pausa le revelaba
que sus enemigos no eran tontos. El último ataque se había convertido en una
masacre de bestias reptantes, cuyos restos quemados y despanzurrados sembraban
todavía la pradera.
Sin embargo, era seguro que no estaban acabados. Basándose en el informe de
Danica, y en su propia comprensión del odio que les tenían no sólo a él, sino también
a Cadderly y Danica, no veía posibilidad alguna de que, de pronto, dejaran en paz a
Espíritu Elevado.
No obstante, la noche era pacífica; innegable, paradójica e incluso
misteriosamente pacífica. Y en aquella quietud, no turbada siquiera por un hálito de
viento, Jarlaxle, y sólo Jarlaxle, oyó una llamada.
No pudo por menos que abrir mucho los ojos a pesar del control casi perfecto que
tenía de sus emociones, y por reflejo miró a su alrededor. Sabía con qué reservas
habían sido admitidos él y Athrogate en Espíritu Elevado, y a duras penas podía creer
que tuviera tan mala suerte como para que otro aliado, uno que seguramente no sería
aceptado en la biblioteca-catedral, pidiera una audiencia.
Trató de desechar aquella llamada tranquila aunque insistente, pero su urgencia
no hizo más que acrecentarse.
Jarlaxle miró hacia el bosque y concentró sus pensamientos en un árbol de gran
tamaño que estaba justo donde acababa el follaje. Entonces, echando otra mirada a su
alrededor, el drow saltó por encima de la balaustrada del balcón y ágilmente se
deslizó hasta el suelo. Desapareció en la oscuridad, escogiendo con mucho cuidado el
camino por donde atravesar el ancho patio.

—¡Bah!, lo que yo te decía, elfo —le dijo Bruenor Battlehammer con gesto
desdeñoso a Drizzt mientras observaban cómo se escabullía Jarlaxle de su puesto de
guardia—. Ése no tiene más amigo que el propio Jarlaxle.
Un profundo suspiro dejó ver la honda decepción de Drizzt.
—Llamaré a Pwent y entre los dos le haremos una encerrona a ese molesto enano

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que trajo consigo el viejo del sombrero de ala ancha.
Bruenor se disponía a marcharse, pero Drizzt lo sujetó por un hombro.
—No sabemos a qué se debe todo esto —le recordó—. ¿Más exploración? Es
posible que haya visto algo.
—¡Bah! —Bruenor lanzó un bufido y se apartó—. Ve a ver si necesitas
confirmarlo con tus propios ojos. Yo, por mi parte, ya lo sé.
—Espera a mi regreso —le dijo Drizzt.
Bruenor lo miró con furia.
—Por favor, confía en mí esta vez —le rogó Drizzt—. Es mucho lo que nos
jugamos todos, Catti-brie incluida. Si hay alguien que puede ayudarnos a resolver el
enigma que se oculta detrás de nuestros problemas, ése es Jarlaxle.
—Pensaba que era Cadderly. ¿No es por eso por lo que estamos aquí?
—Él, también —dijo Drizzt.
Al ver que Bruenor se relajaba visiblemente, se deslizó hacia la parte exterior de
la ventana y partió detrás de Jarlaxle. Ni una sola criatura vigilante notó su paso
silencioso.

—Siempre te encuentro en lugares curiosos —le dijo Kimmuriel Oblodra a


Jarlaxle usando el intrincado lenguaje manual de los drows—. ¿Con Cadderly
Bonaduce y sus patéticos sacerdotes? ¿Es posible?
—En esta época todos compartimos preocupaciones y nos beneficiamos…,
buscamos acuerdos de los que nos beneficiamos mutuamente —respondió Jarlaxle
con el mismo lenguaje—. Aquí la situación es desesperada, incluso grave.
—Sé más que tú al respecto —le aseguró Kimmuriel, y Jarlaxle lo miró,
intrigado.
—¿Sobre el decaimiento del Tejido, tal vez…? —preguntó en voz baja.
Kimmuriel negó con la cabeza y respondió en voz alta.
—Sobre tu problema. Sobre Hephaestus y Crenshinibon.
—Y el ilícida —añadió Jarlaxle.
—Por causa del ilícida —lo corrigió Kimmuriel—. Yharaskrik, sin forma y a
punto de disiparse, me encontró en Luskan. Ya no forma parte de esa criatura a la que
llaman Rey Fantasma. Lo expulsaron condenándolo a la nada.
—¿Y busca venganza?
—La venganza no es propia de los ilícidas —le explicó Kimmuriel—. Aunque,
sin duda, a Yharaskrik le satisfizo el trato que le ofrecí.
—Cuenta —le dijo Jarlaxle, moviendo los dedos y con expresión divertida.
—Su única esperanza era viajar al plano astral, un lugar de conciencia sin
limitaciones corpóreas —dijo Kimmuriel—. Dado el fracaso de la magia
convencional y divina, su mejor oportunidad para semejante viaje era otro practicante

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de la psiónica: yo. Sin su propio cuerpo como anclaje, el azotamentes no podía
realizar solo ese viaje.
—¿Lo dejaste ir? —le preguntó Jarlaxle, elevando la voz apenas.
Sin embargo, Jarlaxle estaba más intrigado que furioso, como se echó de ver por
la forma en que llevó la mano a la pluma de diatryma, que casi había vuelto a crecer
en su sombrero encantado.
—Para sobrevivir al paso de los años, Yharaskrik debe encontrar una colmena
mental de ilícidas. Nosotros, los que tenemos poderes psiónicos, no nos vemos
afectados por lo que está ocurriendo en todo el multiverso, y contar con semejantes
aliados…
—Son criaturas miserables.
Kimmuriel se encogió de hombros.
—Se cuentan entre los más brillantes de todos los seres mortales. No sé lo que
será de mis poderes, ni de la magia, divina o arcana. Sólo sé que el mundo está
cambiando, que ha cambiado. Incluso trasladarme hasta aquí a través de las
dimensiones fue un gran riesgo, un riesgo que necesitaba correr.
—Para advertirme.
—Para advertirte y para informarte, porque a cambio de que le facilitara el paso,
Yharaskrik me reveló todo lo que sabe sobre el Rey Fantasma y sobre los restos del
artefacto, Crenshinibon.
—Me conmueve tu preocupación por mí.
—Eres necesario —dijo Kimmuriel, haciendo reír a Jarlaxle.
—Dime, entonces —lo animó Jarlaxle—. ¿Cómo podría, podríamos, derrotar a
ese Rey Fantasma?
Kimmuriel asintió y se lo contó todo detalladamente, repitiendo la narración de
Yharaskrik sobre el ser que era al mismo tiempo Hephaestus y Crenshinibon, sobre
sus poderes y sus limitaciones. Le explicó lo de los secuaces y las puertas que les
habían dado acceso a Faerun. Le habló de una grieta que había percibido, aunque no
inspeccionado todavía, y que aún estaba totalmente abierta en la ciudad que había a
orillas del lago, hacia el sudeste. Habló de refugiados humanos y enanos escondidos
en túneles.
—¿Te fías de ese azotamentes? —le preguntó finalmente Jarlaxle.
—Los ilícidas son dignos de confianza —replicó Kimmuriel—. Detestables a
veces, siempre fascinantes, pero mientras se entiendan sus objetivos, su lógica es fácil
de seguir. En este caso, el objetivo de Yharaskrik era la supervivencia. Su situación
era real y su necesidad inmediata, y ambas habían sido causadas por el Rey
Fantasma. Conociendo como conozco esa verdad, confío en su relato.
Jarlaxle creía tener también cierta comprensión de la disposición de los ilícidas,
porque había sido compañero de Kimmuriel Oblodra durante mucho, mucho tiempo,

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y si alguien en algún momento hubiera pensado en poner una cabeza de calamar de
ocho tentáculos a un drow en particular, seguro que el candidato más adecuado habría
sido Kimmuriel.

No muy lejos de allí, entre la maleza, Drizzt Do'Urden escuchaba todo con
interés, aunque gran parte no era más que una confirmación de lo que ellos ya habían
concluido sobre su poderoso enemigo. Entonces, escuchó la respuesta y las
instrucciones de Jarlaxle sin poder creer lo que oía, y realmente sintió justificada su
confianza en él.
—No puedes pedirme que asuma semejante riesgo con Bregan D'Aerthe —oyó
decir a Kimmuriel.
—Lo que podemos conseguir bien vale la pena —replicó Jarlaxle—, y piensa en
la oportunidad que esto te brinda para desentrañar mucho más del misterio que está
teniendo lugar a nuestro alrededor.
Aparentemente, lo último tuvo el efecto deseado sobre Kimmuriel, porque el
drow inclinó la cabeza ante Jarlaxle, se volvió hacia un lado y literalmente cortó el
aire con un dedo, que fue dejando a su paso una línea azul vertical crepitante. Con un
gesto de la mano, Kimmuriel transformó aquella línea azul bidimensional en una
puerta y, pasando por ella, desapareció de la vista.
Jarlaxle permaneció allí un momento, con los brazos en jarras, asimilando todo
aquello. Entonces, sacudiendo la cabeza con un gesto de descreimiento, incluso de
confusión, el mercenario se dirigió de vuelta a Espíritu Elevado.
Para cuando Drizzt llegó, sólo instantes después que Jarlaxle, Bruenor y él ya
habían sido convocados a una audiencia con Cadderly.
Y con Jarlaxle, por supuesto.

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CAPÍTULO 23

EL RETO

El Rey Fantasma salió a la puerta de su cueva con un rugido ensordecedor y dio en el


suelo un golpe con la pata que hizo saltar por los aires a las bestias reptantes. La
magnífica criatura salió sin preocuparse de las bestias que trataban de huir. Su gran
cola, en parte hueso y en parte carne de dragón descompuesta, barrió a todos los que
estaban demasiado cerca. Sus laceradas alas coriáceas golpearon a los que estaban a
uno y otro lado, y provocaron una gran corriente de aire.
No había ningún plan de ataque, ni la menor preocupación por los secuaces ni por
el papel que pudieran desempeñar. Sólo la furia movía al Rey Fantasma. Liberada de
las cautelas de Yharaskrik, la gran bestia se dejaba llevar por sus emociones. El Rey
Fantasma no podía ser derrotado por simples mortales, cuya magia estaba
desfalleciendo. El Rey Fantasma no necesitaba planear, ni intrigar, ni andarse con
timoratas precauciones.
Con las alas desplegadas, el Rey Fantasma saltó desde la cima y cabalgó sobre las
corrientes ascendentes para subir por encima de las montañas Copo de Nieve. Con
sus ojos mágicos, escrutó desde kilómetros de distancia, hasta identificar el símbolo
de sus enemigos, el lugar sobre el que había concentrado su rabia.
Todavía subió más alto, por encima de los jirones de nubes que empañaban parte
del estrellado cielo nocturno. Y allí describió un círculo, aumentando la velocidad,
aumentando su odio. Y como un trueno de los cíelos, el Rey Fantasma plegó las alas,
enfocó hacia abajo la enorme cabeza y se lanzó en picado sobre Espíritu Elevado.
Aunque los labios de Hephaestus estaban prácticamente consumidos, cualquiera
que lo estuviera observando habría notado una sonrisa malvada en la cara del
dracolich.

Veintiún sacerdotes y magos, casi la mitad del contingente de residentes y


visitantes que quedaban en Espíritu Elevado, se humedecían los labios resecos y
preparaban piedras untadas con aceite explosivo. La otra mitad trataba de dormir en
la quietud excesiva de la noche. Revisaban y volvían a revisar el resto del
equipamiento —armas y armaduras, anillos y varitas mágicas, pergaminos y frascos
con pociones—, y esperaban nerviosos el ataque que sabían que llegaría.
También sería una bestia más grande, según les había informado Cadderly
después de su reunión con los recién llegados: los drows y los enanos. Un dragón, un
dracolich no muerto, el jefe de los muchos secuaces a los que habían matado,
encabezaría el siguiente ataque, eso les había dicho Cadderly con seguridad.

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Más de la mitad de ellos habían visto antes un dragón, y un puñado había sido
testigo incluso del horrendo esplendor de un dracolich. Eran veteranos curtidos,
después de todo, viajeros en su mayor parte, que habían llegado a Espíritu Elevado
para tratar de encontrar sentido a un mundo peligroso que se había vuelto loco.
Todos, hasta el último hombre, hasta la última mujer, tenían la boca seca, porque
¿qué clase de experiencias anteriores podría haberles ofrecido —podría haberle
ofrecido a nadie— consuelo en esos tiempos desesperados?
Estaban en actitud de alerta, desplegados en todas las atalayas de Espíritu
Elevado, mientras sus compañeros dormían en pequeños grupos cerca de ellos, con
las armas a su lado. «El ataque llegará pronto», había dicho Cadderly. Probablemente
fuera esa misma noche.
En la cámara central de la segunda planta, con fácil acceso a corredores que les
permitirían llegar rápidamente a cualquier pared, Cadderly, Danica, los dos drows y
los tres enanos también aguardaban. Ninguno de ellos podía dormir. Todos esperaban,
con cada llegada de Ginance y su patrulla itinerante, la noticia de que ya tenían
encima a la bestia.
Espíritu Elevado estaba alerta, preparado.
Pero nada podría haber preparado a las cincuenta y cuatro almas reunidas en la
catedral para la llegada del Rey Fantasma. Unos cuantos centinelas cerca de la
esquina nororiental del gran edificio notaron el movimiento en lo alto y señalaron al
gigantesco proyectil que se lanzaba sobre Espíritu Elevado. Unos cuantos lograron
dar un grito de alarma, y uno levantó el escudo a modo de ridicula defensa.
Con fuerza inimaginable, el Rey Fantasma salió del picado justo antes de golpear
contra el edificio: extendió sus poderosas patas traseras hacia adelante y dio de lleno
contra la catedral.
Nadie —ni siquiera el rey Bruenor, que se mantenía tan firme sobre sus pies, ni
siquiera Athrogate, que poseía el centro de equilibrio bajo de un enano y la fortaleza
de una montaña gigantesca— consiguió permanecer de pie bajo el efecto de ese
choque. Espíritu Elevado se estremeció hasta sus mismísimos cimientos; los cristales
de todo el edificio se hicieron trizas bajo la fuerza del impacto y la torsión de la
estructura indómita del mágico edificio.
El rugido atronador del dragón tapó todos los gritos, los golpes y el ruido de los
cristales rotos.
Los defensores se pusieron de pie y no rehuyeron la pelea. Cuando Cadderly y su
grupo de élite llegaron a la escena, donde se había derrumbado la pared y estaba de
pie el Rey Fantasma, ya habían arrojado una docena de rocas, cuyo aceite mágico
explotó al entrar en contacto con la carne y el hueso de la bestia.
El Rey Fantasma balanceó la enorme cabeza sobre su cuello serpentino,
seleccionando con los feroces ojos a un grupo de molestos lanzadores de rocas, pero

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antes de que la bestia pudiera descargar su furia sobre aquellos hombres y mujeres, la
bola de fuego lanzada por un mago desde un collar de rubíes encantados, envolvió su
rostro en mordaces llamaradas.
Siguieron ráfagas relampagueantes. Una columna de fuego divino cayó de forma
arrolladora desde arriba y chamuscó la parte trasera del cuello del dracolich.
La bestia rugió, se sacudió, y el edificio tembló. Otra vez los hombres y Las
mujeres, los elfos, los drows y los enanos acabaron en el suelo. Un balanceo de la
poderosa cola del dracolich golpeó el edificio de arriba abajo, y destrozó más
cristales, rompió el revestimiento de piedra y dejó grietas en los gruesos soportes de
madera.
La habitación ya no tenía techo y el grupo de Cadderly que se acercaba pudo ver
con claridad a la bestia. Los tres enanos que iban a la cabeza no vacilaron a la vista de
la catástrofe. No podían ralentizar la marcha. Tenían que ser el foco de la batalla,
según los planes que había trazado Cadderly.
En cuanto sintió el trueno del impacto inicial, la herida inferida al lugar
construido con su magia, Cadderly percibió el asalto en su propio cuerpo. Cuando vio
al dracolich, sintió el edificio mágico en su interior. Nacido de su desesperación, de
su furia, del rechazo del horror que representaba, el poder de conjuros desconocidos
empezó a bullir. Ya fuese porque había percibido ese poder o simplemente porque
había reconocido a Cadderly, el Rey Fantasma miró fijamente al grupo que se
aproximaba y abrió las fauces.
—¡Al suelo! —gritó Bruenor, y Thibbledorf Pwent se tiró contra Bruenor y lo
apartó hacia un lado.
Los dos cayeron encima de Athrogate, que salió rodando. Drizzt, Jarlaxle y
Danica, que flanqueaban a los enanos, se apartaron de la línea directa de la bestia.
Sin embargo, Cadderly no se movió ni a izquierda ni a derecha. Extendió las
manos hacia adelante, con una ballesta en una y un bastón en la otra, y entonó unas
palabras que desconocía.
Fuego de dragón brotó de la bestia y llenó la habitación por delante de ellos. Si
bien la estructura mágica de Espíritu Elevado amortiguó el efecto sobre paredes y
pisos, los muebles, libros y demás enseres se prendieron, y las llamaradas
inmoladoras recorrieron el suelo para dirigirse hacia los objetivos vivos, saliendo a
chorros de las puertas abiertas, pero allí fueron detenidas por la custodia de Cadderly.
Al reducirse el fuego, el sacerdote disparó su ballesta de mano, más como acto de
desafío que para infligir auténtico daño a la poderosa bestia, aunque no se privó de
sonreír cuando el proyectil explotó contra la cara del dracolich.
Los siete entraron corriendo en la habitación en llamas, haciendo frente a la
bestia. Desde la izquierda y la derecha volaban rocas que golpeaban al dracolich y
explotaban con repentinas ráfagas de fuego mágico. Y no era ésa la única magia: un

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enjambre de abejas furiosas picando, un huracán de relámpagos, la furia encendida de
un dios.
A modo de réplica, el dracolich batió con sus alas contra Espíritu Elevado. La
gran cola golpeó a diestro y siniestro, destrozando piedra y madera, y lanzando
despedidos a magos y sacerdotes; pero la bestia no apartaba la atención de aquella
habitación, de aquellos siete héroes insignificantes.
—Por fin, nos encontramos —dijo el Rey Fantasma, estremeciendo con su voz las
maderas humeantes.
Cadderly le disparó otro dardo a la horrible cara.
Bruenor, Athrogate y Pwent no hicieron ni una pausa. Entraron en tromba por la
puerta y atravesaron la habitación a toda marcha.
El fuego de dragón los empujó hacia atrás.
—¡Todos juntos! —ordenó Cadderly.
Los siete cerraron filas alrededor del sacerdote, que llevaba activada su custodia
de fuego y su protección contra el contacto letal del dracolich.
Conjuro tras conjuro fueron brotando del sacerdote, con palabras que ninguno de
ellos entendía, y que hacían que cada uno de los defensores se sintiera blindado
contra el toque letal de la bestia. Siguieron adelante, directos al cegador aliento del
Rey Fantasma. Ese fuego se abría a su paso y se volvía a cerrar detrás de ellos, y el
dracolich no paraba de exhalarlo, de modo que el grupo de los siete estaba totalmente
rodeado por paredes opacas de fuego llameante.
Pero seguían avanzando, y en cuanto el Rey Fantasma acabó, Cadderly dio la
orden de marchar a la carga.
Y eso hicieron: Bruenor levantó su hacha; Athrogate, junto a él, revoleaba sus
manguales, y Thibbledorf Pwent, pasando como una flecha entre los dos, se lanzó
con desenfreno contra la bestia. El batallador se agarró a una de las grandes patas
traseras del dracolich, hundió sus púas como apoyo y empezó a zurrar con ambas
manos, desprendiendo piel y hueso con los filos de su armadura a cada golpe.
Drizzt y Danica marcharon inmediatamente detrás de los enanos… Bueno, Drizzt
se dispuso a hacerlo, pero Cadderly lo agarró por el brazo y luego ahuecó la mano
sobre su puño derecho mientras Drizzt sostenía su cimitarra.
—¡Tú eres el agente de todo lo bueno! —nombró Cadderly al sorprendido drow.
El sacerdote pronunció unas cuantas palabras que ninguno de los dos entendió, y
Muerte de Hielo resplandeció con una luz blanca divina que se impuso a su tonalidad
azulada normal.
—¡Vence a la bestia! —le ordenó Cadderly, aunque no era realmente Cadderly, o
no sólo Cadderly.
Drizzt lo comprendió con una mezcla de esperanza y de horror. Era como si otra
persona, otra cosa, algún dios o ángel, hubiese poseído al sacerdote y le hubiera

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impuesto al drow ese poder y esa responsabilidad.
Drizzt parpadeó, pero no se permitió vacilación alguna. Sólo se atrevió a
convocar a Guenhwyvar antes de lanzarse al ataque con tal violencia que tropezó
contra el dracolich. Se puso al lado de Danica, que saltaba y giraba, y daba amplias
patadas, aporreando a la bestia con golpes rápidos y contundentes. El Rey Fantasma
trató de alcanzarla con sus fauces, pero ella era demasiado rápida para dejarse coger,
y se apartó en el último momento.
Las mandíbulas se cerraron en el vacío, y Drizzt intervino con el arma
resplandeciente en la mano. Primero entró a fondo con Centella. La excelente espada
atravesó la piel putrefacta y chocó contra el hueso. Entonces, lanzó un tajo con
Muerte de Hielo, con la cimitarra a la que Cadderly le había infundido la fuerza del
poder divino.
El golpe sonó como la descarga de una piedra gigantesca, un sonido repentino y
seco que dejaba empequeñecido el estallido de una bola de fuego, e hizo que los
golpes bañados en aceite de Athrogate parecieran el golpeteo de un pájaro. La cabeza
del Rey Fantasma salió impulsada hacia atrás, y un gran trozo de su pómulo y de la
mandíbula superior salieron volando de su cara y aterrizaron abajo, en el patio.
También Guenhwyvar salió disparada. Dio un gran salto que le permitió alcanzar
con sus garras la espantosa cara de la bestia.
Todos, incluso el salvaje Pwent, se pararon un momento a mirar con incredulidad.
—Impresionante —comentó Jarlaxle, de pie junto al atónito Cadderly.
El drow lanzó al suelo su pluma y apareció la diatryma gigante. Entonces, levantó
los brazos, con una varita en cada mano. De una surgió un relámpago atronador; de la
otra, una línea de burbujas viscosas, de un mejunje verde, que lanzó a la cara del
wyrm con idea de cegarlo o de inmovilizar sus amenazadoras mandíbulas.
¡Eran una fuerza de batalla increíble!
Pero vaya enemigo que habían encontrado.
El Rey Fantasma no levantó el vuelo y huyó, ni siquiera se detuvo para tratar de
evitar a Drizzt y a esa horrorosa arma. Dio una fuerte pisada que atravesó las vigas y
llegó a través del cielo raso a la primera planta de la estructura. El pobre Pwent estaba
de pie junto a la pared y cayó, todo retorcido, al nivel inferior.
El Rey Fantasma sacudió la cabeza violentamente, y Guenhwyvar salió
despedida. Entonces, la bestia echó la cabeza hacia atrás y se abalanzó con fuerza
contra Drizzt, que estaba dentro de la habitación, un golpe que podría haberlo matado
de haberlo alcanzado de lleno. Pero nadie había conseguido jamás golpear a Drizzt
Do'Urden de lleno. Cuando la cabeza se balanceó hacia adentro, Drizzt se lanzó de
lado, adelantándosele. A pesar de todo, el intento de absorber el impulso del golpe
que recibió de refilón hizo que saliera de la habitación mediante una sucesión de
volteretas, hasta dar contra la pared lateral en ruinas de la estancia, y a su paso dejó

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una estela de pavesas encendidas.
Tocado y un poco mareado, pero no vencido, Drizzt se abalanzó de nuevo sobre
la bestia. Vio a Athrogate, que pasó volando por los aires delante de él tras haber sido
alcanzado por una pata delantera. El mangual empapado en aceite chocó y explotó
contra el hueso, astillándolo, pero a pesar de eso, el Rey Fantasma consiguió lanzar
lejos al enano.
—La cabeza me da vueltas, los huesos me revientan —gritó el indomable
Athrogate mientras volaba por la habitación para ir a estrellarse contra el suelo—.
¡Me lanzas como una piedra en un lago! —remató mientras patinaba por el suelo y
acababa contra la esquina de la habitación, junto a la grieta abierta… Pero la palabra
lago le salió bastante distorsionada cuando cayó al suelo por el lado de afuera.
Con los dos enanos y Guenhwyvar fuera de combate, Danica y Bruenor se vieron
muy apremiados. Bruenor lanzaba golpes por debajo del escudo. Las piernas se le
bandeaban, pero no se doblaban. El hacha estaba siempre lista para responder con un
corte decidido. Danica saltaba y giraba, daba volteretas y saltos mortales por el aire,
siempre medio paso por delante de una garra o un bocado.
—¡No podemos hacernos con él! —dijo Jarlaxle con los dientes apretados.
Incluso cuando Drizzt se reincorporó a la pelea, atacando sin piedad con su cimitarra
cargada de poder divino, la expresión sombría del mercenario se mantuvo.
Desgraciadamente, lo que decía Jarlaxle era la pura verdad. A pesar de todo su
poder y de sus valientes esfuerzos, sólo le infligían a la bestia daños de poca
importancia, y ya empezaban a sentir los efectos del desgaste. Entonces, llegaron
gritos que anunciaban que del bosque estaban saliendo bestias reptantes en número
arrollador, y muchos de los que ocupaban la periferia de la batalla tuvieron que
centrar su atención en el exterior.
En ese aciago momento en que se enfrentaron a la verdad, pareció que todo estaba
acabado para Espíritu Elevado y para sus defensores.
Cadderly alzó los brazos, yendo todavía más alto con su magia, y para todos los
que presenciaron el hecho fue como si el poderoso sacerdote hubiera arrancado una
estrella o el mismísimo sol del cielo y lo hubiera incorporado a su propio cuerpo.
Su figura refulgió con tal brillo que los rayos de la luz que emanaba de él se
colaron por todos los entresijos de Espíritu Elevado. Más allá de la pared
semiderruida, el patio y el bosque brillaron como si estuvieran iluminados por la clara
luz del mediodía.
La noche desapareció por completo, y también las heridas de todos los que
estaban cerca del sacerdote. El dolor y la fatiga fueron reemplazados por una calidez
y una fortaleza como nunca habían experimentado.
El efecto fue totalmente contrario para el Rey Fantasma, que se encogió
sorprendido y presa de un dolor espantoso.

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Más allá de los muros, las bestias reptantes que se acercaban, se retrajeron sobre
sus patas planas, manoteando desesperadas en un intento de cubrirse con los brazos
para protegerse de la luz celestial. Volutas de humo salían de su negro pellejo. Las
que pudieron retroceder se arrastraron hacia la sombra de los árboles.
El rugido del Rey Fantasma sacudió el edificio hasta sus cimientos una vez más.
La bestia no salió volando, sino que empezó a patalear de una manera incontrolada,
golpeando a Bruenor, que recibía cada golpe con una mueca y retribuía con un tajo.
La pata delantera de la criatura sólo encontró aire cuando pretendió alcanzar a
Danica, cuyas acrobacias desafiaban la gravedad en una sucesión de saltos, torsiones
y vueltas. Las grandes fauces del dracolich se cerraron sobre la diatryma y alzaron al
ave en el aire, donde la enorme cabeza se sacudió a derecha e izquierda, y de una
dentellada cortaron a la diatryma por la mitad. A continuación, la bestia trató de
apresar en sus fauces a la mujer que la esquivaba, pero allí estaba Drizzt, que atacó
haciendo girar sus espadas curvas a diestro y siniestro, y por encima de la cabeza. A
cada giro de la encantada Muerte de Hielo, sus cortes eran más profundos,
empezando por rebanar escamas de dragón, fundiendo luego carne de dragón y
haciendo explotar por fin hueso de dragón.
El Rey Fantasma se retiró de la cornisa, tratando de encontrar apoyo en el suelo
para sus patas traseras. Casi no había bajado todavía cuando Thibbledorf Pwent lo
embistió de cabeza, clavando la púa de su yelmo en la pantorrilla de la bestia y
asegurándose así un asidero. Por el otro lado, llegó Athrogate blandiendo un solo
mangual pues el otro lo había perdido en la caída. Hizo girar la pesada bola por
encima de su cabeza con las dos manos, activó su poder oleoso y golpeó la otra
pierna del Rey Fantasma con tanta fuerza que una escama roja se desintegró bajo el
golpe y la carne desecada de la bestia se desmenuzó y disolvió hasta llegar al hueso,
que se partió con un crujido audible.
Y por encima del dolor inferido por esos furiosos guerreros, por encima del
persistente ardor de los rayos relampagueantes de Jarlaxle y de la restricción que le
imponía el mejunje viscoso del drow, estaba la agonía que todo lo penetraba de la luz
de Cadderly. Esa luz espantosa, que como espuelas divinas atravesaba hasta el último
resquicio del ser del Rey Fantasma.
La bestia volvió a lanzar su aliento de fuego hacia el interior de la habitación,
pero la custodia de Cadderly seguía repeliendo el efecto, y su luz curaba a sus amigos
en cuanto eran heridos por las llamas.
El Rey Fantasma pagaba un alto precio por su esfuerzo, pues mientras él ponía su
gran cabeza en posición para llenar la habitación con su fuego, Drizzt, que primero se
le subió a la pata y luego fue ascendiendo hasta el cuello, encontraba una oportunidad
para aporrear el cráneo del dragón. Una y otra vez, Muerte de Hielo caía con furia,
haciendo explotar hueso, carne y escamas bajo cada golpe atronador.

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El feroz aliento del dragón cesó de repente con el último golpe de Drizzt. El Rey
Fantasma se estremeció con tal fuerza que todos, Drizzt y Athrogate incluidos,
salieron despedidos. La criatura dio un salto hacia atrás, hacia el otro extremo del
patio.
—¡Acabemos con él! —les gritó Jarlaxle a todos.
La verdad era que en ese momento parecía que el dracolich estaba en las últimas,
que un asalto concertado realmente podría derribar a la bestia.
Y lo intentaron, pero sus armas, conjuros y proyectiles pasaban a través del Rey
Fantasma sin consecuencia, porque de repente no quedaba nada tangible de la bestia,
sólo su forma dibujada en luz azul. Thibbledorf Pwent salió a la carga de la base de
Espíritu Elevado, rugiendo como sólo un Revientabuches podía hacerlo, y saltó con
auténtico desenfreno para atravesar limpiamente a la bestia intangible e ir a caer
sobre la hierba.
Lo que resultó más significativo para Drizzt, mientras se disponía a seguir a
Pwent, fue la aparición de Guenhwyvar al otro lado del patio. La pantera no cargó
contra el Rey Fantasma. Con las orejas pegadas a la cabeza y presa de una inquietud
nada propia de ella, Guenhwyvar, que jamás temía a nada, se volvió y salió corriendo.
Drizzt se quedó boquiabierto. Miró a la bestia en la pradera, a Pwent que corría
alrededor de la forma luminosa, a veces incluso dentro de ella, golpeando sin efecto
alguno.
Entonces, de repente, no quedó nada visible del Rey Fantasma, ya que la bestia
desapareció, se esfumó transformándose en nada. Se había ido.
Los defensores vieron aquello conmocionados. Cadderly se quedó mirando con
estupor el lugar donde había estado la imagen blancoazulado y pensó en sus
recuerdos de las Profecías de Alaundo sobre ese año, 1385, el Año del Fuego Azul.
¿Coincidencia o representación adecuada de una catástrofe de mayor envergadura?
Antes de que pudiera ahondar más en sus contemplaciones, desde una habitación
alejada en el interior de Espíritu Elevado, Catti-brie lanzó un grito de absoluto terror.

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CUARTA PARTE

EL SACRIFICIO

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EL SACRIFICIO

Reconocer que estás completamente indefenso, más que bajarte los humos, te
deja abrumado. En las ocasiones en que alguien se da cuenta, en su fuero interno, de
que la fuerza de voluntad, la fuerza bruta o la técnica no bastan para superar los
obstáculos a los que se enfrenta, que está indefenso frente a ellos, lo que sobreviene
es una angustia mental devastadora.
Cuando Errtu arrastró a Wulfgar al Abismo, éste quedó completamente abatido y
sufrió múltiples torturas físicas, pero en las pocas ocasiones en las que fui capaz de
convencer a mi amigo para que me hablara sobre esa época, lo que más destacaba
en su relato era la indefensión. Por poner un ejemplo: el demonio le hacía creer que
era libre y que estaba viviendo con la mujer a la que amaba, para a continuación
asesinarlos a ella y a los hijos imaginarios de ambos ante la mirada impotente de
Wulfgar.
Aquellas torturas le dejaron a Wulfgar hondas y perdurables cicatrices. Durante
mi infancia en Menzoberranzan me enseñaron algo que todos los drows varones
deben saber. Mi hermana Briza me llevó hasta el borde de la caverna que era nuestro
hogar, donde esperaba un gigantesco elemental de tierra. La bestia llevaba un arnés
y Briza me tendió una de las riendas.
—Sujétalo —me dijo.
No comprendí bien por qué, pero cuando el elemental dio un paso atrás, me
arrancó la cuerda de las manos.
Por supuesto, Briza me golpeó con el látigo, y estoy seguro de que disfrutó
haciéndolo.
—Sujétalo —volvió a decir. Cogí la cuerda y me preparé. El elemental volvió a
dar un paso atrás y yo salí volando tras él. Ni siquiera era consciente de que yo
existía, o de que estaba tirando con todas mis exiguas fuerzas para tratar de impedir
que se moviera.
Briza me miró con el ceño fruncido mientras me informaba de que tendría que
intentarlo de nuevo.
Yo decidí que superar aquella prueba era cuestión de inteligencia, así que en vez
de prepararme simplemente para el tirón, enrollé la cuerda alrededor de una
estalagmita cercana, mientras Briza asentía con gesto de aprobación, y clavé los
talones en el suelo.
El elemental dio un paso atrás al recibir la orden y me golpeó contra la piedra
como si fuera un simple trozo de pergamino arrastrado por un vendaval El monstruo
no aminoró el paso, ya que ni siquiera se dio cuenta.

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En ese momento, comprendí mis limitaciones, sin que me cupiera duda alguna.
Comprendí mi impotencia.
Entonces, Briza sujetó al elemental con un conjuro y lo desterró con un segundo
conjuro. Lo que ella trataba de demostrarme era que la magia divina de Lloth
superaba tanto la fuerza bruta como la técnica. Aquello no era más que otra técnica
de subyugación utilizada por las matronas que ostentaban el poder, para hacer
comprender a los varones de Menzoberranzan, especialmente a aquellos que
gozaban del favor de Lloth, su bajo estatus, su inferioridad.
Para mí, y sospecho que para muchos de mis congéneres, aquella lección tuvo
más de personal que de social, ya que fue mi primera experiencia real frente a una
fuerza que escapaba totalmente a mi fuerza de voluntad y a mi control. El hecho de
que lo intentara con más energía, o de que fuera más listo, no cambiaría en absoluto
el resultado. El elemental hubiera retrocedido un paso sin ningún impedimento, sin
importar cuánto empeño le pusiera yo.
Si dijera que aquello me bajó los humos, me quedaría corto. En aquella oscura
caverna aprendí la primera verdad de la mortalidad y de la carne mortal Y ahora
vuelvo a sentir esa terrible e insuperable impotencia.
Cuando miro a Catti-brie, sé que no seré capaz de ayudarla. Todos soñamos con
ser héroes, con encontrar la solución y triunfar sobre la adversidad.
Y todos creemos, hasta cierto punto, que nuestra voluntad puede superar
cualquier cosa, y la resolución y la templanza pueden conducirnos a grandes
hazañas…, y es así, al menos hasta cierto punto.
La muerte es la máxima barrera, y cuando alguien se enfrenta a una muerte
inminente, ya sea la suya o la de un ser querido, un ser mortal la afrontará sobre
todo con la máxima humildad.
Todos creemos que podemos vencer a esa plaga, o a esa enfermedad, en el caso
de que nos afectara, con pura fuerza de voluntad. Es una defensa mental habitual
frente a lo que sabemos que es inevitable para todos nosotros. Es entonces cuando
me pregunto si la peor realidad de una muerte lenta es la sensación de que lo que
sucede en tu cuerpo escapa a tu control.
En mi caso, el dolor que siento cada vez que miro a Catti-brie tiene muchas
facetas, y no es la menos importante mi propia sensación de impotencia. Me niego a
aceptar las miradas que Cadderly y Jarlaxle intercambiaron, y que expresaban lo
que sentían y pensaban. ¡No pueden tener razón al creer de forma tan evidente que
Catti-brie está más allá de cualquier ayuda que podamos prestarle, y con toda
seguridad condenada!
Exijo que estén equivocados.
Aun así, sé que no lo están. Quizá sólo lo «sé» porque temo más que nada en el
mundo que tengan razón, y si la tienen no sabré cómo superarlo. No puedo decirle

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adiós a Catti-brie, porque temo que ya lo haya hecho.
Y de este modo, en los momentos de debilidad, pierdo la fe y sé que tienen razón.
He perdido para siempre a mi amada, mi mejor amiga (y aquí vuelve a aparecer mi
cabezonería, ya que mi primer impulso fue escribir «probablemente para siempre»).
¡Soy incapaz de admitir la verdad, y sin embargo, la admito!
A menudo he visto a mis amigos regresar tras estar al borde de la muerte: a
Bruenor a espaldas de un dragón, a Wulfgar del Abismo, a Catti-brie desde el plano
de la sombra de Tarterus. Hemos triunfado tantas veces frente a la adversidad… ¡Al
final siempre salimos bien parados!
Pero no es cierto. Y quizá la broma más pesada sea la confianza y la seguridad
que han inspirado en mis amigos, los compañeros del Salón, la buena suerte y las
grandes hazañas que hemos conseguido.
Así, cuando finalmente una tragedia inevitable nos golpea, su cruda realidad es
aún peor.
Miro a Catti-brie y me doy cuenta de mis limitaciones. Mis fantasías de salir
triunfante de cualquier situación se estrellan contra rocas inmóviles y punzantes.
Quiero salvarla, pero no puedo. La miro, vagando, perdida, y en los momentos en los
que estoy dispuesto a aceptar que este estado es permanente, tengo menos
esperanzas de salir victorioso y más de…
Apenas puedo pensar en ello. ¿De veras he de verme reducido a albergar como
única esperanza que esta mujer a la que amo muera rápidamente y sin dolor?
Y seguro que la batalla sigue desarrollándose a nuestro alrededor, en este mundo
que se ha vuelto loco. Y volveré a utilizar mis cimitarras en una lucha que, según me
temo, tan sólo acaba de empezar. Y volverán a necesitarme para mediar entre
Bruenor y Jarlaxle, Cadderly y Jarlaxle. No podré escabullirme para estar a solas
con mi dolor y mi tristeza, cada vez mayores. No puedo abandonar mis
responsabilidades para con los que me rodean.
No obstante, todo ha dejado de tener importancia de un modo repentino. Sin
Catti-brie, ¿qué sentido tiene luchar? ¿Por qué vencer al dracolich si el resultado no
va a cambiar, si al final estaremos todos condenados? ¿Acaso no es totalmente
irrelevante lo que a nosotros nos parece importante, en el marco de los milenios y el
multiverso?
Éste es el demonio de la desesperación, surgido de la impotencia. Es más
profundo que la indefensión creada por el oscuro aliento del dragón de la sombra
Tiniebla Brillante. Más que la lección de las matronas drows. Y es que la pregunta
«¿Qué sentido tiene?» es la más insidiosa y destructiva de todas.
Debo negarlo. No puedo resignarme a ello, por mi propio bien y el de los que me
rodean, y, sí, por el bien de Catti-brie, que no me permitiría rendirme ante tal idea.
Realmente este torbellino interior me pone más a prueba de lo que podría

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hacerlo cualquier demonio, dragón u horda de orcos hambrientos.
Y es que mientras este oscuro momento me muestra la inutilidad de mis esfuerzos,
también me exige que tenga fe, fe en que existe un mundo más allá de este torbellino
de muerte, que hay un lugar donde una comprensión y una comunión universales
están por encima de esta existencia pasajera.
Eso, o todo no pasa de ser una triste broma.

DRIZZT DO'URDEN

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CAPÍTULO 24

VAGANDO ENTRE TINIEBLAS

—¿Cómo voy a decirte algo que no sé? —gruñó Ivan, ayudando a Temberle a
incorporarse.
—Pensé… que podrías saberlo… —tartamudeó el hombre.
—Eres un enano —añadió secamente Hanaleisa.
—¡Él también lo es! —dijo Ivan, irritado mientras señalaba con el dedo a Pikel.
Su expresión obstinada desapareció cuando volvió la mirada hacia los hermanos
Bonaduce, que lo miraban, escépticos.
—Sí, ya lo sé —coincidió Ivan, suspirando exasperado.
—¡Duu-dad! —dijo Pikel, y con un significativo y bronco carraspeo se apartó del
grupo.
—Debo reconocer que es endiabladamente bueno en los túneles más altos —dijo
Ivan en defensa de su hermano—. Cuando las raíces sobresalen, habla con ellas, ¡y
esas malditas cosas le responden!
—La situación actual —le recordó Rorick, acercándose para unirse a la
conversación— es que la gente está harta de túneles y cada vez más nerviosa.
—Preferirían estar ahí fuera, en Carradoon, ¿verdad? —replicó Ivan en un tono
sarcástico que no dejaba lugar a dudas.
Pero para sorpresa de todos, Rorick ni siquiera pestañeó.
—Precisamente eso es lo que están diciendo —informó a los demás.
—Se están olvidando de lo que nos persiguió hasta aquí en un principio —dijo
Temberle, pero Rorick meneaba la cabeza a cada palabra.
—No se están olvidando de nada… y, de todas formas, hemos estado luchando
contra los mismos monstruos en los túneles.
—Desde posiciones defendibles, en un terreno que elegimos nosotros —dijo
Hanaleisa, ante lo cual Rorick se encogió de hombros.
—¿Creéis que podríais encontrar el camino de regreso hasta los túneles que están
cerca de Carradoon? —les preguntó Ivan a Temberle y Hanaleisa.
—No puedes… —comenzó a decir Temberle, pero Hanaleisa lo interrumpió.
—Podemos —dijo ella—. He ido marcando los túneles en varias intersecciones.
Estoy segura de que podemos volver a un lugar próximo al punto de partida.
—Podría ser nuestra mejor opción —dijo Ivan.
—No —dijo Temberle.
—No sabemos si todavía hay algo ahí, muchacho —le recordó Ivan—, pero sí
sabemos lo que nos espera en las montañas, y sé que no viste nada del tamaño de ese

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maldito dragón en Carradoon, o ya estarías muerto. Lo que quiero es darte más
oportunidades. ¡Y dármelas también a mí! Pero no conozco otro camino para salir de
estos túneles, y por donde vine no se puede escalar. ¡En cualquier caso, tampoco
escalaría por ahí para volver!
Temberle y Hanaleisa se miraron con preocupación, y ambos dirigieron la vista al
otro lado de la sala, iluminada por antorchas, hacia los demacrados refugiados. Se
sintieron abrumados por el peso de la responsabilidad, ya que sus decisiones
afectarían a todos los que estaban en aquella cámara, quizá de manera fatal.
—De todos modos, no os corresponde a vosotros elegir —vociferó instantes más
tarde, como si les estuviera leyendo el pensamiento, aunque lo estaba viendo
claramente en la expresión de sus rostros—. Habéis hecho bien en sacar a esta gente
de Carradoon, y me aseguraré de contárselo a vuestros padres cuando volvamos a
Espíritu Elevado. Pero ahora estoy yo aquí, y la última vez que me molesté en echar
un vistazo, vi que tengo un rango superior y más experiencia que vosotros dos juntos.
»No podemos quedarnos aquí abajo. Tu hermano tiene razón en eso. Si todos
fuésemos de la estirpe de los enanos, nos limitaríamos a ampliar algunos agujeros, a
levantar algunos muros, y llamaríamos hogar a este lugar, y listo. Pero no lo somos.
Tenemos que salir de aquí, y no puedo conduciros al exterior a menos que volvamos
por donde vinisteis.
—Pero allí tendremos que luchar —le advirtió Hanaleisa.
—¡Razón de más para ponernos en marcha, entonces! —dijo Ivan con una sonrisa
que dejó ver sus grandes dientes.
Así que volvieron atrás por el mismo camino, y cuando no estaban seguros de si
debían ir hacia la derecha o hacia la izquierda, ya que las marcas de Hanaleisa
estaban incompletas o apenas resultaban legibles, usaban la imaginación y seguían
adelante. Y cuando se equivocaban, rehacían el trecho a paso ligero, siguiendo las
bruscas órdenes de Ivan Rebolludo.
A pesar de que gritaba, aportaba un entusiasmo muy necesario, lleno de promesas
optimistas. Su actitud enérgica resultó contagiosa, y el grupo avanzó mucho aquel
día. El segundo marchó igual de bien, salvo por un desvío inusualmente prolongado
que casi acabó con Ivan cayendo a un profundo foso, ya que estaba empeñado en
liderar la marcha.
Al tercer día comenzaron a andar más despacio y a hablar más bajo. Aun así
siguieron adelante, ya que no tenían otra elección. Cuando escucharon el eco de los
gruñidos de los monstruos procedentes de túneles lejanos, a pesar de encogerse de
miedo ante la perspectiva de tener que volver a luchar, albergaron la esperanza de que
tales sonidos significaran que ya estaban cerca del final de su tormento en la
Antípoda Oscura. Estaban hambrientos y sedientos, ya que apenas habían comido
unos cuantos hongos y algunos peces de las cavernas, y la mayor parte del agua que

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habían encontrado era demasiado fétida como para ser potable, pero respiraron hondo
y siguieron adelante.
Al torcer la esquina de uno de los pasadizos, en un lugar donde el túnel se abría a
una sala más amplia, divisaron a sus enemigos. No eran monstruos no muertos, sino
las reptantes bestias carnosas que Ivan conocía tan bien y que los avistaron a ellos al
mismo tiempo. Ivan Rebolludo, consciente de que había puesto en peligro a aquellas
gentes pobres y desesperadas, incluidos los queridos hijos de Cadderly, se lanzó
rápidamente a la carga. Lo impulsaba la furia, y el empeño por no ser él el causante
del desastre le daba fuerzas renovadas. El enano golpeó al enemigo, que avanzaba
hacia ellos, como una enorme roca contra la corriente. Las bestias reptantes lo
rodearon, pero los que estaban más cerca estallaron bajo el peso de la poderosa hacha
de Ivan.
Por su flanco izquierdo, llegaron Temberle y Hanaleisa, lanzando tajos con la
espada el uno y una ráfaga de golpes la otra, y por la derecha aparecieron Pikel y
Rorick. Este último intentó lanzar un conjuro, y cuando falló estrepitosamente, cogió
la daga que llevaba al cinto y se alegró de que le hubieran enseñado a luchar igual
que a sus hermanos.
La cachiporra de Pikel no poseía ya ningún brillo mágico, ni encantamiento
alguno que añadiera fuerza a sus golpes, pero, al igual que su hermano, había
encontrado un lugar en su interior lleno de ira, un lugar donde no luchaba sólo por sí
mismo, sino por otros que a duras penas podían defenderse de aquellos enemigos.
—¡Uh, oh! —gritaba una y otra vez, subrayando cada grito con un golpe en la
cabeza de una de las bestias reptantes.
Cierto era que sólo podía golpear con una mano, y que estaba utilizando un arma
desprovista de su encantamiento habitual, pero las bestias reptantes iban cayendo una
tras otra, o salían despedidas hacia atrás, y quedaban agonizando entre espasmos con
el cráneo hecho pedazos.
Con aquella proa andante formada por cinco luchadores expertos, los abatidos
refugiados siguieron avanzando mientras hacían retroceder a sus enemigos. Ivan les
impedía aminorar la marcha y cerrar filas, o salir huyendo por donde habían venido, y
no con palabras, sino porque no parecía dispuesto a detenerse o a darse la vuelta.
Parecía como si no le importara que los que lo estaban flanqueando y apoyando
pudieran seguirle el ritmo.
Para él aquello no era cuestión de táctica, sino de ira; ira por todo ello: por el
dragón y el peligro que acechaba a los hijos de Cadderly; por la frustración de su
hermano, que se sentía abandonado por su dios; por la inseguridad que había
invadido su hogar. Su hacha se movía de izquierda a derecha, sin siquiera intentar
defenderse. Ni un brazo intentando detenerlo ni una criatura saltando sobre él
evitaban que siguiera lanzando tajos a diestro y siniestro. Cercenaba los brazos que lo

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agarraban, y más de una criatura saltó sobre él sólo para ganarse un cabezazo o un
golpe en la cara con la empuñadura del hacha. Entonces, mientras la estúpida criatura
se desplomaba de forma inevitable, Ivan la pateaba y le escupía, y finalmente le abría
la cabeza en dos con aquella monstruosa arma de dos filos que empuñaba.
Siguió avanzando sobre el suelo resbaladizo por la sangre y las vísceras, masa
gris y trozos de carne.
Dejó a los demás demasiado atrás, y lo atacaban bestias reptantes desde todos los
ángulos, incluso por la espalda.
Bestias que seguían muriendo alrededor del enano.
Intentaban asirlo y clavarle las garras. Toda parte de Ivan que no estuviese
cubierta por la armadura estaba ensangrentada, y las criaturas morían con mechones
de su pelo amarillo entre los largos dedos. Pero él no aminoró la marcha, y
descargaba los golpes incluso con más fuerza y con más rabia.
Muy pronto, hasta las más estúpidas se dieron cuenta de que debían alejarse de él,
de modo que Ivan podría haber atravesado caminando la sala sin que lo atacaran. Fue
entonces, y sólo entonces, cuando se giró para ayudar a los demás.
La lucha continuó durante largo rato, hasta que los brazos les dolían cada vez que
hacían oscilar las armas, hasta que todos los refugiados se quedaron sin aliento
mientras se esforzaban por continuar luchando. Y continuaron, y las bestias reptantes
seguían muriendo una tras otra. Cuando por fin se acabó, y lo que quedaba del
extraño enemigo salió huyendo por los túneles laterales, dejando la enorme sala llena
de sangre y cadáveres, las filas de los refugiados no habían sufrido demasiadas bajas.
Pero si aquella batalla tenía un final, ninguno de ellos era capaz de verlo.
—¡A Carradoon! —les indicó la indomable Hanaleisa a Ivan y Pikel, alzando la
voz para que todos pudieran oírla, y esperando contra todo pronóstico que su
optimismo fingido fuera contagioso.
Ella sabía, al igual que los demás, que la escasez de comida, las constantes
batallas, la falta de luz diurna, el olor a muerte y el llanto por tantas pérdidas habían
agotado al grupo. Ivan les había dado un respiro transitorio. Su tono atrevido,
confiado, y su falta de miedo los habían animado temporalmente.
—¡Tendremos que pelear a cada paso que demos! —se quejó uno de los
pescadores, que estaba sentado sobre una roca, con el rostro lleno de sangre, la suya y
la de alguna bestia reptante, y bañado por las lágrimas—. Me rugen las tripas y me
duelen los brazos.
—¡Y no hay nada más que oscura muerte por donde vinimos! —le gritó otro, y
comenzó una nueva discusión.
—Sácanos de aquí —le susurró Hanaleisa a Ivan—. Ahora.
No enterraron a sus muertos bajo montones de pesadas piedras, ni hicieron planes
formales con respecto a los heridos, simplemente ofrecieron sus hombros como

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soporte y avanzaron a rastras. Poco después de la batalla se pusieron en marcha, pero
parecía que tardaban una eternidad en avanzar unos pocos centímetros.
—Si hemos de luchar de nuevo, dependerá de vosotros dos que ganemos o
perdamos —les informó Ivan a Temberle y Hanaleisa—. No podemos avanzar
demasiado deprisa, es cierto, pero tampoco podemos luchar más despacio si
queremos sobrevivir. Todas las miradas estarán puestas en vosotros. Encontrad ese
lugar en vuestro interior y sacad la fuerza que necesitéis.
Los gemelos se miraron temerosos, pero pronto se mostraron llenos de decisión.

En otra cueva silenciosa que no estaba lejos de aquella en la que los Rebolludo,
los hermanos Bonaduce y el resto de los refugiados se ganaban la victoria a pulso, la
oscuridad absoluta se vio interrumpida por un punto azul brillante, que flotaba a casi
dos metros del suelo de piedra. Como si una mano invisible lo utilizara para dibujar,
el punto se movió, cortando la oscuridad con una línea azul.
Se quedó allí flotando, crepitando con energía mágica durante unos instantes, y
después pareció expandirse, pasando de ser bidimensional a tridimensional al formar
una puerta brillante.
Un joven drow salió por ella, al parecer surgiendo de la nada. El guerrero, que
llevaba en una mano una ballesta de mano y en la otra una espada, se deslizó en
silencio hacia el interior de la sala, mirando atentamente de un lado al otro del
pasadizo. Después de un rápido reconocimiento de la zona, se puso frente al portal, se
enderezó y envainó la espada.
Al ver la señal, otro elfo oscuro salió al pasadizo. Moviendo los dedos
frenéticamente en el lenguaje silencioso de su raza, le ordenó al explorador que se
situara tras la entrada mágica y se quedara vigilando.
Salieron más drows, asegurando la zona con movimientos metódicos, precisos y
disciplinados.
El portal crepitó y su brillo se hizo más intenso. Lo atravesaron más elfos
oscuros, entre ellos Kimmuriel Oblodra, creador de la escisión dimensional psiónica.
Un drow que estaba junto a él comenzó a hablar en la lengua de signos, pero
Kimmuriel, dando muestras de gran confianza, lo cogió por la mano y lo instó a
expresarse en susurros.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó el drow llamado Mariv.
—Está siguiendo la recomendación y la petición de Jarlaxle —contestó Valas
Hune, el segundo drow que había salido por el portal, que era un explorador de gran
renombre—. Así que no, Mariv, nuestro amigo no está seguro porque sabe que
Jarlaxle tampoco lo está. Este último siempre actúa como si estuviera seguro, por
supuesto, pero toda su vida se ha basado en hacer apuestas arriesgadas, ¿no es cierto?
—Me temo que ése es precisamente su encanto —dijo Kimmuriel.

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—Y la razón por la que lo seguimos —dijo Mariv, encogiéndose de hombros.
—Lo seguís porque así lo acordasteis, y así lo prometisteis —les recordó
Kimmuriel.
Estaba claro que lo incomodaba esa línea de razonamiento, o quizá estaba siendo
condescendiente. Después de todo, tal vez Kimmuriel Oblodra era el único drow lo
bastante cercano a Jarlaxle como para comprender la verdad: era posible que la
apariencia de hacer siempre apuestas arriesgadas fuera la base del encanto de
Jarlaxle, pero Kimmuriel sabía que todo era una farsa. Jarlaxle parecía estar
arriesgándose constantemente, pero no solía tomar decisiones de las que no estuviera
seguro. Ésa era la razón por la que el lógico y pragmático Kimmuriel, que nunca se la
jugaba, confiaba en Jarlaxle. No tenía nada que ver con su encanto, sino más bien con
que las promesas de Jarlaxle se cumplían.
—Por supuesto, puedes cambiar de opinión —le dijo por último a Mariv—, pero
no te lo aconsejo.
—A menos que prefiera verte muerto —comentó Valas Hune con una sonrisa
maliciosa, y se alejó para asegurar el perímetro.
—Sé que no estás cómodo con esta misión —le dijo Kimmuriel a Mariv, y tanta
empatía resultaba increíble, casi inexistente, viniendo del insensible y pragmático
psiónico drow.
Durante la ausencia de Jarlaxle, cuando la banda había estado dirigida sólo por
Kimmuriel, Mariv había sido seleccionado por él, y había ido ascendiendo en Bregan
D'Aerthe. El joven mago gozaba del favor de Kimmuriel, y estaba entre los tres
miembros del tercer rango de la banda mercenaria, en la que Kimmuriel era el
segundo al mando, sin lugar a dudas, y el líder indiscutible era Jarlaxle. Incluso
habiéndose reducido la magia, que actualmente resultaba impredecible, el ingenioso
mago seguía conservando el favor de Kimmuriel, ya que tenía multitud de objetos
mágicos de gran poder y no era ningún principiante con la espada. Estaba bien
entrenado, pues se había graduado en Melee Magthere, la escuela de los guerreros
drows, antes de ingresar en Sorcere, la academia para magos, y seguía teniendo
grandes poderes, incluso en una época en la que el Tejido estaba en decadencia.
A continuación, Kimmuriel se quedó callado, y ordenó con un gesto que se
interrumpieran el resto de las conversaciones mientras esperaba a que el resto de sus
fuerzas de asalto cruzaran el portal y a que finalizaran todos los preparativos. Tan
pronto como estuvo todo preparado, todas las miradas se centraron en él.
—Ya sabéis por qué hemos venido —dijo con voz tranquila a los que lo rodeaban
—. Debéis cumplir las órdenes sin excepción. Atacad con fuerza, tal y como os han
ordenado…, y sólo como os han ordenado.
El psiónico sabía que un número bastante elevado de los guerreros de Bregan
D'Aerthe seguían estando confusos con respecto a su misión, e incluso algunos la

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rechazaban. No le importaba. Confiaba en que sus subordinados hicieran lo que les
habían ordenado, ya que no hacerlo significaría enfrentarse a la ira no sólo del
mortífero Jarlaxle, sino de Kimmuriel, y nadie torturaba de forma más exquisita que
los psiónicos.
Cuarenta soldados de Bregan D'Aerthe habían penetrado en los túneles que había
bajo las montañas Copo de Nieve, no muy lejos de la destruida ciudad de Carradoon.
Comenzaron a salir en silencio, metódicos y mortíferos.

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CAPÍTULO 25

LA TERRIBLE VERDAD

El grito de triunfo tuvo un comienzo vacilante, entre un mar de miradas indecisas y


escépticas. Y es que cuantos estaban en el exterior de Espíritu Elevado, los enanos
que se encontraban en tierra, y los magos y sacerdotes que luchaban desde los
balcones y los tejados, tan sólo vieron aquella única imagen del gran dracolich
desapareciendo ante sus sorprendidos ojos, aparentemente desvaneciéndose en la
nada bajo la brillante luz del sol que había conjurado Cadderly.
Podían estar seguros de que se había ido, y el asalto de sus esbirros también había
acabado con la desaparición del gran dragón. Los magos ni siquiera se molestaron en
disparar proyectiles mágicos a las hordas que comenzaban a retirarse, ya que estaban
totalmente concentrados en el lugar vacío donde antes había estado el dracolich.
A continuación, aquel grito triunfal se convirtió en un coro de voces aliviadas. Se
dirigieron entre aplausos, silbidos y gritos de alegría hacía el lugar donde la bestia
había abandonado el campo, como si la gravedad la hubiera arrastrado.
Las aclamaciones cobraron mayor fuerza, así como los gritos de alegría y
esperanza. Los magos proclamaron que el mismo Tejido quedaría reparado. Los
sacerdotes gritaron, llenos de alegría, que podrían hablar de nuevo con sus dioses.
Los vítores dirigidos a Cadderly atravesaron las paredes; algunos lo proclamaban un
dios, una deidad que podía hacer que el mismo sol descendiera sobre sus enemigos.
—¡Temed todos a Cadderly!
Pero esto sólo ocurría en el exterior de Espíritu Elevado. Aquella euforia la
sentían todos los que no podían oír los gritos de Catti-brie.
Drizzt adelantó a Cadderly, a Danica e incluso a Bruenor con las tobilleras
mágicas que le conferían mayor velocidad, a pesar de lo desesperado que estaba el
rey enano por llegar hasta su hija. El drow atravesó los pasadizos con dificultad, saltó
por encima de una barandilla, aterrizando en el quinto escalón de una escalera que
subía, y corrió hasta el tercer piso, subiendo los escalones de tres en tres. Para no
tener que aminorar la marcha al torcer en las esquinas de los pasadizos secundarios,
se golpeaba contra las paredes, y cuando llegó hasta su puerta, con el parche del ojo
de Jarlaxle en la mano, aparte de su cimitarra increíblemente equilibrada, la abrió con
un golpe de hombro.
Jarlaxle lo estaba esperando, aunque Drizzt no fue capaz de adivinar cómo había
conseguido el mercenario llegar antes que él a la habitación, y tampoco tenía tiempo
para preguntárselo.
Catti-brie estaba acurrucada contra la pared del fondo y, aunque ya no gritaba,

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temblaba de puro miedo. Se cubría la cara con los brazos levantados, y pudo ver entre
ellos que tenía los ojos increíblemente abiertos.
Fue hacia ella de un salto, pero Jarlaxle lo detuvo tirando de él hacia atrás.
—¡El parche! —le advirtió.
Drizzt tuvo el suficiente sentido común como para detenerse un momento y
ponerse el parche mágico, dejando caer a Muerte de Hielo al suelo al mismo tiempo.
Fue hacia su amada y la envolvió en un gran abrazo, tratando de calmarla.
Catti-brie no parecía menos asustada cuando los otros tres llegaron instantes
después.
—¿De qué se trata? —preguntó Bruenor a Cadderly y Jarlaxle.
Jarlaxle tenía sus sospechas, y comenzó a responder, pero se interrumpió y meneó
la cabeza. Realmente, ni él ni Cadderly tenían pruebas tangibles, y todos dirigieron la
vista hacia Drizzt, que tenía el ojo —el que no estaba cubierto por el parche— como
el de su mujer, desmesuradamente abierto por el miedo.

No habían destruido al Rey Fantasma, al menos eso resultaba obvio para Drizzt
mientras abrazaba fuertemente a Catti-brie y se deslizaba hacia el interior del foso de
desesperación en el que estaba aprisionada Sus ojos se posaron sobre aquel mundo
extraño. Permaneció brevemente en una sombra grisácea del mundo que lo rodeaba,
en un terreno montañoso que era una imitación de las montañas Copo de Nieve en el
Páramo Sombrío.
El Rey Fantasma estaba allí.
En la planicie que se extendía frente a Catti-brie, el dracolich se revolvía y rugía
de forma desafiante y dolorida. Sus huesos parecían mas blancos, y su piel, en los
puntos donde las escamas habían caído, presentaba un color rojo intenso, moteado
con enormes ampollas. La bestia, que había recibido quemaduras de la luz sagrada,
parecía estar fuera de sí a causa del dolor y la furia, y a pesar de que acababa de
enfrentarse a él en la batalla, Drizzt no se podía imaginar lo que sería enfrentarse a él
en ese momento tan horrible.
Cadderly había herido profundamente a la bestia, pero Drizzt pudo ver con
facilidad que las heridas no eran mortales. De hecho, ya parecía estar curándose, y
precisamente eso era lo más aterrador de todo.
La bestia se encabritó, mostrándose en toda su diabólica gloria, y comenzó a
girar, cada vez más deprisa, mientras de su cuerpo en movimiento surgían sombras
que eran como brazos demoníacos de oscuridad. Éstos se extendieron por la planicie,
atrapando a las bestias reptantes que se arrastraban por doquier, las cuales emitían un
único grito antes de morir.
Drizzt jamás había presenciado nada igual, y se concentró únicamente en una
pequeña parte de aquel espectáculo. Por el bien de su salud mental debía mantener

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una distancia emocional con respecto al enlace, que era Catti-brie.
El Rey Fantasma estaba extrayendo energía vital de cualquier cosa que estuviera
a su alcance; les robaba la fuerza vital a las bestias reptantes y utilizaba esa energía
para curar sus enormes heridas.
Drizzt sabía que el monstruo pronto estaría completamente recuperado, y
entonces, el Rey Fantasma regresaría a Espíritu Elevado.
Haciendo un gran esfuerzo, y con enormes dosis de remordimiento, el drow se
apartó de su amada esposa. No podía consolarla. Ella ni siquiera era capaz de sentir
su abrazo ni de oír sus dulces palabras.
Debía volver con sus compañeros y advertirles. Finalmente, consiguió soltarla,
para a continuación romper el vínculo mental con ella. El esfuerzo lo dejó tan
agotado que se desplomó sobre el suelo de la habitación.
Notó que unas manos fuertes lo sostenían y lo incorporaban mientras lo
conducían hasta el borde de la cama para que se sentara.
Drizzt abrió los ojos y retiró el parche.
—¡Bah! ¿Le ha dado otro de sus ataques? —preguntó Athrogate, que acababa de
llegar a la puerta junto con Thibbledorf Pwent.
—No —contestó Cadderly, que estaba con la vista fija en Drizzt.
Todas las miradas se posaron en el sacerdote, y algunos, especialmente Danica,
dejaron escapar un grito ahogado, sorprendidos al verlo.
Ya no era joven.
Durante años, a los que visitaban por primera vez Espíritu Elevado les costaba
bastante aceptar el aspecto de Cadderly Bonaduce, el sacerdote consumado y
venerable, cuyas increíbles hazañas abarcaban décadas y que parecía tan joven como
sus hijos. Pero aquella juventud se había disipado ante las miradas incrédulas de los
tres enanos, los dos drows y su propia esposa.
Cadderly parecía tener al menos unos cincuenta años, si no más. Tenía la piel
flácida, los hombros algo cargados, y sus músculos comenzaron a mermar a ojos vista
ante la mirada atónita de los demás. Parecía más viejo que Danica, más viejo de lo
que realmente era, más cerca de los sesenta que de los cincuenta.
—Cadderly —dijo Danica con voz ahogada.
El sacerdote consiguió esbozar una sonrisa y alzó la mano para acallar las voces
de todos.
Pareció estabilizarse, y finalmente, adoptó la apariencia de un hombre de unos
cincuenta años, una edad no muy superior a la real.
—Humanos —gruñó Athrogate.
—La magia de la catedral —dijo Jarlaxle—, de la catedral herida.
—¿Qué es lo que sabes? —le espetó Danica al mercenario drow.
—La verdad —dijo Cadderly, y Danica se volvió hacia él, se acercó, y éste le

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permitió abrazarlo—. Mi juventud, mi salud…, están contenidos entre los muros de
Espíritu Elevado —les explicó—. La bestia la ha herido. ¡Nos ha herido a todos! —
rió, impotente—, y es seguro que me ha herido a mí.
—La arreglaremos —dijo Danica sin aliento. Pero Cadderly meneó la cabeza.
—No se puede hacer con maderas, clavos y piedra —dijo. —Entonces, Deneir te
ayudará a arreglarla —dijo Jarlaxle, atrayendo hacia sí miradas desconfiadas ante su
inesperada compasión.
Cadderly comenzó a menear la cabeza; a continuación, miró al drow y asintió, ya
que no era el momento de mostrarse pesimistas.
—Pero antes debemos prepararnos para el regreso del Rey Fantasma —comentó
Jarlaxle, e hizo que los demás dirigieran la vista hacia Drizzt Do'Urden, que estaba
sentado en la cama mientras miraba, apesadumbrado, a Catti-brie.
—¿Qué es lo que ella ve, elfo? —preguntó Athrogate— ¿Qué es lo que recuerda
esta vez?
—No es un recuerdo —susurró Drizzt, que apenas podía articular palabra—. Está
encogida de miedo ante la furia del Rey Fantasma.
—En el Páramo Sombrío —dedujo Cadderly, y Drizzt asintió.
—Está ahí, con toda su furia desatada, curando sus heridas —dijo el drow, que
parecía muy apenado, indefenso ante la visión de su esposa perdida y aterrorizada…
No podía llegar hasta ella ni ayudarla. Tan sólo podía mirarla y rezar para que Catti-
brie encontrase el modo de salir de la oscuridad.
Durante un breve instante, a Drizzt Do'Urden le dio por pensar que quizá su
mujer estuviera mejor muerta, ya que parecía que su tormento no tenía fin. Se
retrotrajo a aquella tranquila mañana de camino hacia Luna Plateada, cuando, a pesar
de los problemas con las formas que reviste la magia, todo parecía ir mejor que nunca
en su mundo, junto a la mujer a la que amaba. Habían pasado tan sólo diez días desde
que aquella hebra mágica suelta había descendido sobre Catti-brie y se la había
arrebatado a Drizzt, pero a él, sentado en aquella cama, tan cerca y a la vez tan lejos
de su esposa, le parecía que había pasado una eternidad.
Cuando miró a sus compañeros, se dio cuenta de que todo aquel dolor y
confusión se veían en la expresión de su rostro. Bruenor estaba en la puerta,
temblando de ira, mientras las lágrimas empapaban sus mejillas peludas, y con los
puños tan cerrados que podría haber roto piedras tan sólo con apretarlas. Estudió a
Danica, que estaba igual de preocupada por el dilema de su propio esposo, pero aun
así se molestaba en echar miradas de soslayo a Cadderly, que estaba a su lado, y a
Drizzt, mostrando el mismo miedo y simpatía por ambos.
Jarlaxle le apoyó a Drizzt la mano en el hombro.
—Si hay algún modo de traerla de vuelta, lo encontraremos —le prometió, y
Drizzt sabía que hablaba muy en serio.

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Cuando el elfo dirigió la mirada hacia Bruenor, vio que el enano se había dado
cuenta de que Jarlaxle estaba siendo sincero.
Pero ambos también sabían que no serviría de nada.
—Se está curando, y volverá —dijo Cadderly—. Debemos preparamos lo más
rápidamente posible.
—¿Con qué propósito? —preguntó una voz desde el pasillo, y todos se giraron
para ver a Ginance y a los demás, que estaban allí de píe. El que había hablado era un
mago que tenía un brazo pegado al cuerpo, ya que la manga de su túnica había
quedado hecha jirones y éste se había marchitado, quedando reducido a piel seca y
huesos. Uno de los barridos de cola del dracolich lo había alcanzado en ese punto. —
Si volvemos a derrotarlo, ¿acaso no regresará al lugar del que habláis para curarse?
—preguntó Ginance.
Cadderly hizo una mueca ante la pregunta aplastante que había formulado aquella
ayudante de natural normalmente tan optimista.
Todos comprendieron el significado de la mueca de Cadderly, Drizzt
especialmente, ya que la verdad sin tapujos contenida en el comentario de Ginance
era innegable. ¿Cómo podían vencer a una bestia que podía retirarse tan rápidamente
y curarse con tanta facilidad, tal y como Drizzt había visto al abrazar a Catti-brie?
—Encontraremos el modo —prometió Cadderly—. Enfrente de Espíritu Elevado,
en la vieja estructura que correspondía a la Biblioteca Edificante, luchamos contra un
vampiro. Aquella criatura también podía escapar del campo de batalla si ésta le era
desfavorable. Pero encontramos el modo.
—¡Sí, tus enanos metieron a esa cosa gaseosa dentro de un fuelle! —aulló
Thibbledorf Pwent, que había obligado a Ivan Rebolludo a contarle la historia una y
otra vez en la época que éste y Pikel habían pasado en Mithril Hall—. ¡Y lo echaron a
un arroyo bajo la luz del sol!
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Athrogate, intrigado e impresionado—. ¿Es
cierto eso?
—Lo es —confirmó Cadderly, y le guiñó el ojo al resto de la pandilla, que se
alegró de tener aquel alegre respiro.
—¡Buajajá! —rugió Athrogate—. ¡Estoy pensando que necesitamos una canción
para eso! Sin embargo, las expresiones de quienes los rodeaban, sobre todo de los que
estaban en el pasillo, no cambiaron demasiado, ya que la gravedad de la situación
pronto les estropeó el respiro.
—Debemos prepararnos —volvió a decir Cadderly cuando se hizo un silencio
incómodo.
—O deberíamos abandonar este lugar rápidamente —dijo el mago del brazo
marchito—. Deberíamos dirigirnos a toda prisa hacia Puerta de Baldur, o a alguna
otra gran ciudad a la que la bestia no se atreva a acercarse.

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—¡En la que un ejército de arqueros la matará antes de que pueda valerse de su
inteligente retirada! —resonó otra voz al otro lado de la puerta de la habitación.
Drizzt observó a Cadderly mientras ocurría todo aquello, a medida que las voces
a favor de la retirada elevaban el tono y se volvían cada vez más insistentes, y
comprendió el torbellino interior del sacerdote. Cadderly no podía estar en
desacuerdo con la lógica de una rápida retirada y huir lejos de aquel lugar
aparentemente condenado.
Pero no podía irse. El daño que Espíritu Elevado sufriera se manifestaría en su
cuerpo. Además, Cadderly y Danica no podían alejarse mucho, ya que sus hijos
todavía estaban desaparecidos y podrían estar ahí fuera, o en Carradoon.
Drizzt miró a Bruenor en busca de consejo.
—Yo no me voy —dijo sin dudarlo el rey enano, imponiéndose al resto de los allí
reunidos—. Que vuelva esa bestia, que la haremos pedazos.
—Eso es una estupidez… —comenzó a argumentar el mago del brazo marchito.
Pero la expresión en el rostro de Bruenor terminó con el debate antes siquiera de
que hubiera comenzado, e hizo palidecer al hombre como si estuviera ante el
mismísimo dracolich.
—Yo no me voy —volvió a decir Bruenor—, a menos que sea para ir en busca de
los hijos de Cadderly, o de mi amigo perdido, Pikel, que permaneció conmigo y con
mi pueblo en los momentos más duros. Ha perdido a su hermano, según me ha dicho
lady Danica, pero no va a perder a sus amigos de Mithril Hall.
—Entonces, moriréis —se atrevió a decir alguien desde el pasillo.
—Todos moriremos —replicó Bruenor—. Algunos ya están muertos, aunque no
lo sepan. Y es que cuando echas a correr y dejas a tus amigos atrás, te aseguro que
estás muerto.
Alguien comenzó a rebatirlo, pero Cadderly exclamó:
—¡Ahora no es el momento! —Era tan raro ver al sacerdote elevar la voz de
aquella manera que todas las conversaciones se interrumpieron—. Evaluad los daños
—les ordenó a todos—, contad a los heridos…
—Y a los muertos —añadió entre dientes el mago del brazo marchito.
—Y a los muertos —concedió Cadderly—. Id y aprended, pensad, y que sea
deprisa. —Miró a Drizzt y le preguntó—: ¿Cuánto tiempo tenemos?
Pero el drow simplemente se encogió de hombros.
—Deprisa —volvió a decir Cadderly—. Y los que quieran irse que organicen sus
carretas lo más rápidamente posible. No sería bueno que el regreso del Rey Fantasma
los pillara en la carretera.

Con su sombrero gigante en la mano, Jarlaxle entró en las dependencias privadas


de Cadderly y Danica, que estaban sentados frente al escritorio del sacerdote mientras

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observaban cada paso que daba.
—Me sorprendes —lo saludó Cadderly.
—Tú sorprendes a todos los que te rodean con esa nueva magia que has
encontrado —contestó Jarlaxle, y cogió la silla que Danica le había indicado, junto a
ella y frente a Cadderly.
—No —dijo Cadderly—. No he encontrado ninguna magia nueva, sino que ella
me ha encontrado. Ni siquiera soy capaz de explicarla, así que ¿cómo voy a reclamar
su posesión? No sé de dónde viene, o si estará ahí cuando la necesite en la próxima
crisis.
—Esperemos que sí —dijo Jarlaxle.
En el exterior de la ventana meridional se oyó un alboroto de caballos relinchando
y hombres dando órdenes.
—Se están marchando todos —dijo Jarlaxle—, incluso tu amiga Ginance.
—Le dije que se fuera —dijo Cadderly—. Ésta no es su lucha.
—Tú también huirías, si pudieras —dedujo Jarlaxle por el modo en que lo había
dicho.
Con un fuerte suspiro, Cadderly se puso de pie y fue hasta la ventana para
observar lo que estaba sucediendo en el patio.
—Esta batalla ha confirmado un antiguo miedo —explicó—.
Cuando construí Espíritu Elevado, tejiendo la magia que Deneir permitió que
fluyera a través de esta carcasa meramente mortal, me envejecí. A medida que la
catedral se iba completando, me convertí en un hombre anciano.
—Ya nos habíamos dicho adiós —añadió Danica.
—Pensé que había llegado al final de mi vida, y estaba dispuesto a aceptarlo, ya
que había cumplido mis obligaciones para con mi dios. —Hizo una pausa y miró a
Jarlaxle con curiosidad—. ¿Eres religioso? —preguntó.
—La única deidad a la que conocí mientras crecía es la única a la que hubiera
preferido no conocer —contestó el drow.
—Has visto mucho mundo —dijo Cadderly.
—No —contestó Jarlaxle—. No sigo a ningún dios en particular. Pensé en
entrevistarlos primero, para ver qué paraíso me ofrecerían cuando por fin deje esta
vida.
Danica frunció el rostro al oír aquello, pero Cadderly logró reírse.
—Típica ocurrencia de Jarlaxle.
—Eso es porque no me parece una cuestión seria.
—¿No? —preguntó Cadderly con un gesto exagerado de sorpresa—. ¿Qué podría
ser más serio que descubrir lo que albergas en tu corazón?
—Sé lo que albergo en mi corazón. Quizá es que sencillamente no tengo ganas de
encontrarle un nombre.

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Cadderly volvió a reír.
—Mentiría si te dijera que no lo comprendo.
—Y yo mentiría si me molestara en rebatir tu ignorancia, o sería un estúpido.
—Jarlaxle no es ningún estúpido —intervino Danica—, pero me reservaré mi
opinión acerca de lo anterior.
—Me hieres en lo más hondo, lady Danica —dijo el drow sonriendo
ampliamente, con lo que Danica no pudo evitar sonreír también.
—¿Por qué no te has ido? —preguntó Cadderly sin tapujos.
Jarlaxle sabía que esa pregunta era la razón por la cual la pareja lo había invitado
a unirse a ellos.
—La carretera está despejada y nuestra situación es casi desesperada, pero te
quedas.
—Jovencito…
—No tan joven —lo corrigió Cadderly.
—De acuerdo con mis estándares, serás joven cuando hayas cumplido más de
cien años, y tras haberte pasado otro siglo pudriéndote en la tierra —dijo Jarlaxle—,
pero hablemos de lo que importa: no tengo ningún lugar al que huir en el que ese Rey
Fantasma no vaya a encontrarme. Me encontró en el norte, a las afueras de Mirabar.
Y sabía que te encontraría con la misma facilidad con que me encontró a mí.
—¿Y Artemis Entreri? —preguntó Danica, a lo que Jarlaxle se encogió de
hombros.
—Hace muchos años que no hablo con él.
—Así que viniste aquí esperando hallar una respuesta a tu dilema. —dijo
Cadderly.
El drow volvió a encogerse de hombros.
—O para trabajar codo con codo y encontrar una solución a nuestro problema
común —respondió—. Y vine con poderosos aliados para nuestra causa.
—¿Y no te sientes culpable al haber involucrado a Drizzt, Bruenor, Catti-brie y
esa cosa, Pwent, en una lucha tan desesperada? —preguntó Danica—. ¿Los
conducirías a una muerte casi segura?
—Se ve que tengo más fe en nosotros que la que tú tienes, señora. —bromeó
Jarlaxle, y se volvió hacia Cadderly—. Fui totalmente honrado cuando les propuse a
Bruenor y Drizzt que harían bien en traer a Catti-brie a este lugar, ya que sabía que
muchas de las mentes más aventajadas de nuestro tiempo, sin duda, habrían venido a
Espíritu Elevado en busca de respuestas… ¿Qué podría proporcionarnos más
información acerca de la situación en que nos encontramos inmersos que el mal que
aqueja a Catti-brie? Creo que todo está conectado, incluso lo que respecta al Rey
Fantasma, máxime cuando Drizzt nos acaba de decir que ella está viendo a la bestia
en ese otro mundo en el que su mente está atrapada.

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—Están conectados —coincidió Cadderly, hablando antes de que Danica pudiera
responder—. Ambas son manifestaciones de la misma catástrofe.
—Podemos encontrar pistas acerca de una en la otra —dijo Jarlaxle— ¡Ya lo
hemos hecho! Gracias a tu dios que Catti-brie está aquí, así hemos podido averiguar
la verdad acerca de la derrota del Rey Fantasma, y saber que la bestia volverá.
—Si pudiera encontrar a mi dios, le daría las gracias —respondió Cadderly,
secamente—. Pero tienes razón, por supuesto. Así que, ahora que lo sabemos,
Jarlaxle, la bestia volverá entera, enfadada y con más conocimientos que en la
anterior batalla. ¿Pretendes quedarte a luchar nuevamente con ella?
—Es el rumbo que mayores posibilidades me da de sobrevivir, espero, así que sí,
buen señor Cadderly; con tu permiso, a mí y a mi compañero enano nos gustaría
librar a tu lado la próxima batalla.
—Concedido —dijo Danica, interrumpiendo a Cadderly, y cuando lo miró le
dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Pero ¿tienes alguna idea? Dicen que eres
bastante listo.
—¿Así que no has visto lo suficiente de mí como para juzgar tú misma? —le dijo,
y con unos golpecitos en el pecho, le dio a entender que lo había herido en lo más
hondo.
—Pues la verdad es que no —respondió.
Jarlaxle estalló en carcajadas durante unos breves instantes.
—Debemos matarlo deprisa, eso seguro —dijo—. No veo la manera de impedir
que utilice su habilidad de caminar entre mundos, por lo que debemos derrotarlo de
forma brusca y definitiva.
—Le dimos con todas las magias que pude conjurar —dijo Cadderly—. Tan sólo
espero poder volver a realizar algunos de esos conjuros… No creo que haya poderes
más potentes a los que pueda acceder.
—Hay otros modos —dijo Jarlaxle, y señaló con la cabeza hacia la ballesta de
mano de Cadderly y su bandolera.
—La disparé varias veces —le recordó Cadderly.
—Y cien abejas podrían picarle a un hombre sin obtener demasiados resultados
—respondió el drow—. Pero estuve en un desierto donde había abejas del tamaño de
un hombre. Créeme cuando te digo que no querrías saber lo que se siente cuando te
pica una de ésas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Danica.
—Mi compañero, Athrogate, es muy inteligente, y el rey Bruenor aun más —
respondió Jarlaxle.
—¡Ojalá Ivan Rebolludo estuviera aún con nosotros! —dijo Cadderly, como si
expresara un deseo esperanzado, más que un lamento.
—¿Armas de asedio? ¿Una balista? —preguntó Danica, y Jarlaxle volvió a

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encogerse de hombros.
—Drizzt, Bruenor y su Revientabuches también se quedan —informó el drow a
Cadderly, y se levantó de la silla—. Ginance y algunos otros se ofrecieron a llevarse a
Catti-brie, pero Drizzt se negó. —Miró al sacerdote a los ojos al mismo tiempo que
añadía—: No tienen pensado perder.
—Deberían haber permitido que Catti-brie se marchara —dijo Danica.
—No —respondió Cadderly, y cuando ambos posaron la vista en él, lo vieron
mirando por la ventana. Danica se dio cuenta de que, de repente, estaba sumido en
sus pensamientos—. La necesitamos —dijo en un tono de voz que indicaba que creía
en lo que decía, aunque no sabía con certeza por qué.

—¿En qué piensas, elfo? —inquirió Bruenor.


El rey enano se puso detrás de Drizzt, que estaba de pie en un balcón que daba al
patio de Espíritu Elevado, mirando atentamente hacia el bosque, que el dracolich
había destrozado a su paso.
Drizzt se dio la vuelta para mirarlo y lo saludó con un gesto de la cabeza, pero no
le dio ninguna otra respuesta; simplemente miró hacia el horizonte.
—¡Ah, mi hija! —Bruenor susurró, poniéndose a su lado. ¿Cómo podría Drizzt
estar pensando en otra cosa que no fuera ella?—. Crees que la hemos perdido.
Drizzt siguió sin decir nada.
—Debería abofetearte por perder la fe en ella, elfo —dijo Bruenor.
El drow volvió a mirarlo, y se encogió bajo aquella mirada sincera, ya que la
tremenda confianza del enano había hecho que se desinflara su bravuconería.
—Entonces, ¿por qué nos quedamos? —logró preguntar Bruenor, y ese desafío
abrió un último hueco en el irresistible razonamiento del drow. Drizzt parecía
confuso.
—Si no es para traer de vuelta a mi hija, ¿para qué estamos aquí? —explicó
Bruenor.
—¿Acaso tú abandonarías a un amigo en un momento de necesidad?
—Entonces, ¿por qué la seguimos teniendo aquí? —prosiguió Bruenor—. ¿Por
qué no la metemos en una de esas carretas que se están alejando para que la lleven a
un lugar seguro?
—La mitad de ellos no lograrán salir vivos del bosque.
—¡Bah! ¡Eso no es en lo que estás pensando! —lo regañó Bruenor—. Estás
pensando en que encontraremos la manera. Que cuando matemos a ese dragón,
también encontraremos la manera de traer de vuelta a mi hija. No me mientas elfo,
eso es exactamente lo que estás pensando.
—Es lo que espero —admitió Drizzt—, no lo que pienso. No es lo mismo. Tengo
esperanzas en contra de lo que me dice la razón.

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—No será para tanto, o no la tendrías aquí, en el lugar donde es probable que
muramos.
—¿Acaso hay algún lugar seguro en este mundo? —preguntó Drizzt—. Y hay
algo más: cuando el dracolich comenzó a cambiar al otro plano, Guenhwyvar salió
huyendo.
—Si ese gato fuera más listo, habría salido corriendo antes —dijo Bruenor.
—Guenhwyvar no teme a ninguna batalla, pero comprende el dilema que se crea
cuando dos dimensiones se juntan. ¿Recuerdas cuando la torre de cristal del Valle del
Viento Helado se derrumbó?
—Sí —dijo Bruenor, y se puso algo tenso—. Y Panza Redonda cabalgó sobre el
maldito gato hasta su casa.
—¿Recuerdas el palacio del pachá Pook en Calimport?
—Sí, una marabunta de gatos que seguía a Guenhwyvar desde su lugar de
procedencia. ¿En qué piensas, elfo? ¿En que tu gato podría llevarte hasta mi hija en el
otro plano, y traeros de vuelta a los dos?
—No lo sé —admitió Drizzt.
—Pero ¿crees que habrá alguna manera? —preguntó Bruenor con el tono más
esperanzado que Drizzt había oído jamás a su amigo enano.
Miró fijamente a Bruenor mientras sonreía.
—¿Acaso no hay siempre alguna manera?
Bruenor consiguió hacer un gesto de asentimiento, y mientras Drizzt volvía la
mirada hacia lo que había al otro lado del balcón, él se quedó mirando los árboles.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Drizzt instantes después, cuando Thibbledorf
Pwent y Athrogate salieron del bosque llevando un pesado tronco a hombros.
—Si pretendemos quedarnos y luchar, entonces tenemos que estar decididos a
ganar —dijo Bruenor.
—Pero ¿qué es exactamente lo que están haciendo? —preguntó Drizzt.
—Tengo miedo de preguntárselo —admitió Bruenor, y ambos compartieron unas
risitas momentáneas que les vinieron muy bien.
—¿Vas a volver a sacar al maldito gato en esta batalla? —preguntó Bruenor.
—Tengo miedo de hacerlo. Lo que une estos mundos, al igual que lo que une la
vida y la muerte, es demasiado impredecible. No querría perder a Guen igual que he
perdido…
Su voz se desvaneció, pero no tenía necesidad de terminar la frase para que
Bruenor lo comprendiera.
—El mundo se ha vuelto loco —dijo el enano.
—Quizá siempre lo estuvo.
—No, no empieces a hablar así —lo reconvino Bruenor—. Hemos tenido muchos
buenos años y hemos tomado parte en muchas buenas acciones, y lo sabes.

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—Incluso hicimos las paces con los orcos —dijo Drizzt, y Bruenor apretó la
mandíbula y dejó escapar un pequeño gruñido.
—Eres todo un consuelo en los malos momentos, elfo —masculló.
Drizzt sonrió todavía más, se enderezó y se desperezó.
—Vamos a quedarnos y luchar, amigo mío. Y otra cosa que vamos a hacer…
Es ganar —dijo Bruenor—. Puede ser que consigamos hacer volver a mi hija, o
puede ser que no, pero pretendo volverme loco un rato.
Le dio un puñetazo en el hombro a Drizzt.
—¿Estás listo para matar un dragón para nosotros, elfo?
Drizzt no contestó, pero la mirada que le dirigió, con ese fuego brillando en las
pupilas violetas que el rey enano había visto tantas veces, hizo que Bruenor casi
compadeciera al dracolich.
Abajo en el patio, Pwent, que iba delante, tropezó, y los dos enanos cayeron uno
encima del otro con su pesada carga.
—Si esos dos no nos matan antes con sus preparativos, ese dragón no va a volver
a su escondite —afirmó Bruenor—. Y si lo hace, ¡pretendo encontrar una manera de
perseguirlo hasta allí y acabar con él de una vez por todas!
Drizzt asintió, y aunque estaba más que preparado para la batalla, se quedó algo
intrigado ante aquella última declaración. Se llevó la mano a la bolsa que colgaba del
cinto, donde guardaba a Guenhwyvar, y se quedó pensando.
Después de todo, había viajado por los planos con el felino. —¿En qué piensas,
elfo? —preguntó Bruenor.
Drizzt le dirigió otra vez esa mirada, tan llena de decisión y de ira contenida.
Bruenor asintió y sonrió, igual de decidido y de enfadado.

—¿Hay alguna manera de aprender? —le preguntó Danica a Cadderly.


Cadderly movió la cabeza, pesaroso. —Lo he intentado. Le he preguntado a
Deneir o a cualquier conciencia que me sea posible encontrar.
—Ya no puedo seguir haciendo esto —admitió Danica.
La mujer se desplomó sobre la silla y se cubrió la cara con las manos. Cadderly
acudió junto a ella en un segundo para abrazarla, pero tenía poco que ofrecer, ya que
estaba igual de atormentado que ella.
Sus hijos estaban ahí fuera, en algún lugar; quizá seguían vivos, pero lo más
probable era que hubieran muerto.
—Tengo que volver a salir —dijo Danica, incorporándose y respirando
profundamente, para calmarse—. Tengo que volver a Carradoon.
—Ya lo intentaste, y casi mueres —le recordó Cadderly—. El bosque no es
menos…
—¡Ya lo sé! —le espetó Danica—. Lo sé y me da igual. No puedo seguir aquí

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esperando.
—¡Yo no puedo ir! —gritó Cadderly.
—Lo sé —dijo Danica con suavidad y ternura; después alargó la mano y le pasó
los dedos por la mejilla—. Estás atado a este lugar, lo sé. No puedes marcharte,
porque si cae, tú también caerás, y nuestros enemigos ganarán. Pero yo me he
recuperado de mis heridas y he alejado a la bestia por ahora. —Cadderly iba a
interrumpirla, pero Danica lo hizo callar, poniéndole un dedo sobre los labios—. Lo
sé, amor mío —dijo—. El Rey Fantasma volverá y atacará Espíritu Elevado una vez
más. Soy consciente. Y es una batalla que ansío, ya que veré a esa criatura destruida,
pero…
—Pero nuestros hijos están ahí fuera —fue Cadderly quien terminó la frase—.
Están vivos. ¡Lo sé! Si alguno de ellos hubiera caído, Espíritu Elevado hubiera
notado la pérdida.
Danica lo miró con curiosidad.
—Son parte de mí, igual que este lugar —intentó explicarle Cadderly—. Estoy
seguro de que están vivos.
Danica se relajó ligeramente y miró a su esposo. Comprendía que se sintiera
confiado, pero sabía también que aquella confianza se basaba más en la necesidad de
creer que sus hijos estaban vivos y en buen estado que en algo sustancial.
—No puedes quedarte aquí —dijo Cadderly, tomándola por sorpresa, y ella se
irguió con los ojos muy abiertos.
—Estás a punto de librar la batalla más desesperada de tu vida, ¿y quieres que me
vaya?
—Si el Rey Fantasma vuelve y hemos de derrotarlo… —Cadderly hizo una
pausa, casi avergonzado.
—Será gracias al poder de Cadderly, y no gracias a los puños de Danica —
dedujo.
Cadderly se encogió de hombros.
—Somos un buen equipo, los siete, cada uno armado con sus propios métodos de
lucha para hacer frente al Rey Fantasma.
—Pero yo la que menos —dijo la mujer. Alzó sus manos vacías—. Mis armas son
menos eficaces que el hacha de Bruenor, y no tengo trucos como los de Jarlaxle.
—No hay nadie a quien me gustaría más tener a mí lado en la batalla que a ti —
dijo Cadderly—. Pero en realidad no hay nadie en todo el mundo que sea capaz de
evitar a los monstruos del bosque y encontrar a nuestros hijos mejor que tú. Y si no
los tenemos, entonces…
—Entonces, ¿qué sentido tiene? —terminó Danica, que se indinó y lo besó
apasionadamente.
—Están vivos —dijo Cadderly.

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—Y yo voy a encontrarlos —le susurró Danica.
Salió de Espíritu Elevado al cabo de una hora, moviéndose entre los árboles que
bordeaban la carretera que conducía a Carradoon, invisible y silenciosa en la
oscuridad de la noche.

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CAPÍTULO 26

EL AMANECER

—¿Por qué no estamos luchando? —le susurró Temberle a Ivan. Incluso los
susurros parecían hacer eco en el silencio sepulcral de los túneles.
—No tengo ni idea —le respondió Ivan a Temberle y al resto de los refugiados
que quedaban en el grupo, que eran menos de veinte—. Espero que sea cosa de tu
padre.
—¡Bum! —dijo Pikel esperanzado, y en voz alta, provocando gritos ahogados
entre los demás—. ¡Ups! —se disculpó el enano de barba verde, tapándose la mano
con la boca.
—O quizá nos estén tendiendo una trampa —intervino Hanaleisa.
Ivan asintió al oírla, ya que había estado a punto de hacer la misma observación.
—Quizá hayan aprendido tras la masacre.
—¿Qué debemos hacer, entonces? —preguntó Rorick.
Cuando miró a su hermano pequeño, Hanaleisa vio que estaba muy asustado, y le
puso una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Sigamos. ¿Qué otra opción tenemos? —dijo Ivan, y alzó la voz a propósito—.
Si están escondidos esperándonos, entonces los mataremos y pasaremos por encima
de sus cadáveres putrefactos.
Ivan palmeó su hacha ensangrentada con la mano abierta y asintió decidido, para
después alejarse pisando con fuerza.
—¡Uh, oh! Pikel se mostró de acuerdo, y se ajustó la olla que le servía de casco,
para a continuación seguirlo con algo de dificultad.
No muy lejos de aquel lugar, la banda sitiada entró en una estancia en la que se
encontró con otro enigma, aunque a primera vista era algo bueno. El suelo de la sala
estaba lleno de cadáveres de bestias reptantes y murciélagos gigantes, e incluso un
gigante muerto.
El grupo buscó pistas, principalmente tratando de encontrar los cuerpos de
aquellos que habían luchado contra las bestias. ¿Acaso sería otro grupo de refugiados
en plena huida?
—¿Se habrán matado los unos a los otros? —dijo Temberle, haciendo la pregunta
que todos querían hacer.
—No, a menos que usen arcos pequeñitos —contestó uno de los refugiados.
Temberle y los demás se dirigieron hacia donde estaba el hombre, acercando la
antorcha para iluminarlo con su débil luz. Lo encontraron sosteniendo un pequeño
dardo, como los que Cadderly usaba con sus ballestas de mano.

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—¡Padre! —dijo Rorick, esperanzado.
—Si fue él, ha estado ocupado —dijo Hanaleisa. La joven se movía de un lado a
otro, e iba encontrando los mismos dardos por el suelo y en los cadáveres. Meneó la
cabeza con desconfianza. Sólo había dos ballestas de mano como aquéllas en Espíritu
Elevado, pero en esa lucha se habían disparado docenas o quizá cientos de dardos.
Sacó uno del cadáver de una bestia reptante y la sostuvo en alto, negando aún más
con la cabeza. Ninguno de los dardos tenía la característica que su padre había
añadido: el centro plegable donde se almacenaban las pequeñas ampollas de aceite
explosivo.
—Éstos no son los de Cadderly —confirmó Ivan tras un instante.
No se podía dudar de la veracidad de las palabras del enano, ya que él mismo
había diseñado y había fabricado las ballestas de mano de Cadderly y sus proyectiles.
—Entonces, ¿quién? —preguntó Rorick.
—No estábamos tan lejos —añadió Temberle—, y no hace mucho de esta batalla.
Esto ha ocurrido deprisa y en silencio. —Miró, alarmado, a su hermana y a su tío
Ivan.
—La punta está envenenada —dijo Hanaleisa.
Muchos de los allí presentes abrieron los ojos de forma desmesurada, ya que la
mayoría conocían lo que implicaban unos dardos con punta envenenada.
—¿Es que el mundo se ha vuelto del revés? —preguntó Ivan, con un tono más
serio, e incluso más sombrío, que nunca—. Estoy pensando que lo mejor es que
salgamos a la superficie cuanto antes.
—¡Ajá! —coincidió Pikel.
Continuaron la marcha con rapidez, casi convencidos de que el enemigo de su
enemigo no resultaría ser su amigo.

El gigante de piel negra y lampiño avanzó otro paso, tambaleándose.


Clic. Clic. Clic.
El monstruo gimió cuando tres dardos mas atravesaron su piel, añadiendo más
veneno drow narcotizante a su sangre. Le costó aun más dar el siguiente paso,
arrastrando los pies.
Clic. Clic. Clic.
El gigante cayó sobre una rodilla, sin apenas darse cuenta del movimiento. Unas
formas pequeñas y agazapadas lo atacaron por la izquierda, derecha y centro, con
unas finas hojas de brillo mágico. El noctámbulo agitó los brazos, intentando
rechazar a los enemigos que se acercaban, bloquear y apartar a los elfos oscuros
como si fueran mosquitos. Pero cada vez que movía los brazos lo invadía una enorme
pesadez, con lo que sus movimientos eran demasiado lentos para alcanzar a los ágiles
guerreros. Cada intento de bloqueo fallaba al tratar de rechazar las puñaladas, las

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estocadas y los tajos, ya que el gigante noctámbulo sólo golpeaba el aire fétido de la
caverna. Las heridas que le infligían al gigante no se quedaban en meros rasguños.
Cada golpe alcanzaba con precisión y eficiencia un punto que sangraría
abundantemente. No golpearon al monstruo ni cien ni cincuenta veces, pero mientras
se iba desplomando boca abajo sobre el suelo, vencido por el veneno y la pérdida de
sangre, las heridas del caminante de la noche resultaron mortales.
—El último grupo —le indicó Valas Hune a Kimmuriel—. El camino está
despejado.
Kimmuriel asintió y siguió al grupo que iba en cabeza a través de la sala. Otro
murciélago gigante se estrelló contra la pared del fondo, dormido en pleno vuelo.
Todavía había muchas bestias reptantes retorciéndose en el suelo, haciendo
movimientos faltos de coordinación y poco precisos, pero desafiantes, hasta que uno
de los guerreros drows encontraba tiempo para rematar el trabajo con un único golpe
en el cuello.
Fuera de la sala, las fuerzas de Bregan D'Aerthe recorrieron un pasadizo que
llevaba a una zona de túneles y salas inundadas por el agua del lago. Tras unos pocos
desvíos y giros, todos los elfos oscuros tuvieron que protegerse de la claridad de la
superficie. Hacía rato que había anochecido, pero la luna estaba en lo alto, y los
sensibles ojos de los drows ardían bajo la brillante luz de Selene.
—¿Y por qué sencillamente no abandonamos este lugar? —se atrevieron a
sugerirle a Kimmuriel unos cuantos mediante el lenguaje de señas, pero la respuesta
fue una mirada de absoluta indiferencia.
Había decidido que debían ir a la ciudad en ruinas que había junto al lago antes de
cruzar los límites incivilizados entre el Antiguo Shanatar y el Gran Bhaerynden, así
que irían al lugar llamado Carradoon.
Salieron de los túneles por la ensenada norte de la ciudad y escalaron fácilmente
por los acantilados, hasta llegar a la repisa desde donde se dominaba la ciudad en
ruinas. Más de la mitad de los edificios se habían quemado hasta los cimientos, y
pocos de los que aún quedaban se habían salvado del gran incendio. El aire era denso
y estaba lleno de humo y olor a muerte, y en el puerto se podían ver los esqueletos de
los mástiles de los barcos, como si marcaran la situación de varias fosas comunes.
Los elfos oscuros avanzaron en apretada formación, tomando aún más precauciones
en el exterior que en el familiar entorno de los túneles. Algún noctala pasaba por
encima de sus cabezas de vez en cuando, pero a menos que se acercara demasiado,
los disciplinados drows evitaban disparar.
Los exploradores, liderados por Valas Hune, se separaron del grupo a izquierda y
derecha, flanqueándolos, abriendo camino, y asegurándose de que nadie los siguiera.
—¿Qué buscas en estas ruinas? —preguntó Valas en el lenguaje de los signos a
Kimmuriel poco después de entrar en la ciudad.

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Kimmuriel le indicó que no lo sabía a ciencia cierta, pero le aseguró al explorador
que había algo que merecía la pena investigar. Lo sentía con mucha intensidad.
La discusión se vio interrumpida por un alboroto en el flanco, ya que ambos
drows vieron cómo comenzaba una batalla en una carretera paralela a la que ellos
seguían. Otro noctámbulo había encontrado a la banda y avanzaba hacia ellos
tontamente. El tumulto aumentó cuando el drow más cercano se enfrentó al monstruo
y lo atrajo hacia un tramo muy estrecho entre dos edificios, un lugar en el que las
ballestas de mano de los drows no podían fallar al enorme objetivo.
Kimmuriel y el grueso de sus fuerzas siguieron su camino antes siquiera de que
aquella cosa estuviera muerta, confiando en la disciplina y las tácticas de los hábiles y
experimentados miembros de la compañía.
Un explorador que volvía del muelle presentó el informe que Kimmuriel había
estado esperando, y los condujo rápidamente hasta el lugar.
—No tiene buena pinta —comentó Valas Hune cuando la brecha estuvo a la vista,
pronunciando las primeras palabras en voz alta desde que habían salido de los
túneles.
Todos los elfos oscuros que presenciaron el espectáculo supieron inmediatamente
lo que era: una brecha en el tejido que unía dos mundos separados, una puerta
mágica.
Se detuvieron a una distancia prudencial, y los defensores se arrastraron por el
suelo como tentáculos para asegurar el área como sólo sabían hacerlo en Bregan
D'Aerthe.
—¿Habrá sido hecho a propósito? ¿O será acaso un accidente mágico? —
preguntó Valas Hune.
—Eso da igual —respondió Kimmuriel—, aunque espero que encontremos
muchas más fisuras.
—Entonces, es bueno que los drows nunca se cansen de matar.
Valas Hune se calló al darse cuenta de que Kimmuriel tenía los ojos cerrados y
había dejado de escucharlo. Observó cómo el psiónico se preparaba, alzaba las manos
hacia la fisura dimensional y abría mucho los ojos, enviando su energía mental en
aquella dirección.
No ocurrió nada.
—Está hecha a propósito —contestó Kimmuriel—, y de una manera bastante
burda.
—¿No puedes cerrarla?
—Ni una colmena entera de azotamentes podría cerrarla. Sorcere en su mejor día
tampoco podría —dijo, refiriéndose a la gran academia de artes mágicas de
Menzoberranzan.
—¿Y ahora qué?

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Kimmuriel miró a Mariv, que sacó una gruesa vara hecha de madera y metal del
tamaño de su antebrazo. Estaba adornada con delicadas runas rojas y marrones. Se la
tendió a Kimmuriel.
—¿La vara que cancela efectos mágicos? —preguntó Valas Hune.
Kimmuriel miró a un joven guerrero, que era el que había liderado la marcha a
través de la puerta en los túneles, y le hizo señas de que avanzara. Le comunicó en
lenguaje de signos las palabras que activaban la vara con la mano que le quedaba
libre. A continuación, le dio el poderoso objeto al joven drow.
El drow, pasándose la lengua por los labios resecos, se aproximó a la fisura. Su
largo cabello blanco comenzó a agitarse a medida que se acercaba, como si crepitara
de energía, o lo agitara el viento que soplaba al otro lado de la puerta dimensional.
Volvió la vista hacia Kimmuriel, que le hizo un gesto de asentimiento para que
siguiera.
El joven drow levantó la vara hacia la fisura, volvió a pasarse la lengua por los
labios, y pronunció las palabras. El objeto mágico emitió un breve destello de poder
que lo recorrió a lo largo y saltó hacia la fisura.
Desde la fisura surgió una profunda oscuridad, una niebla grisácea que se
extendió por el conducto y se introdujo en la mano del guerrero drow, que no fue lo
bastante listo como para soltar la vara a tiempo.
Sí que la soltó cuando su brazo cayó muerto. Miró a Kimmuriel y a los demás,
con la expresión de terror más profunda que hubieran visto jamás mientras su fuerza
vital se marchitaba, convirtiéndose en materia de sombras, y su carcasa vacía caía
inerte al suelo.
Nadie acudió en su ayuda, ni se atrevió a ir a investigar.
—No podemos cerrarla —anunció Kimmuriel—. Aquí hemos acabado.
Los alejó de allí a paso ligero, mientras Valas iba reuniendo a sus exploradores a
medida que avanzaban.
Tan pronto como pensó que estaban lo bastante lejos como para que los campos
de continuidad de la fisura no interfirieran, Kimmuriel abrió otra de sus puertas
dimensionales.
—¿Volvemos a Luskan? —preguntó Mariv mientras hacían avanzar al menos
importante de la banda para asegurar la integridad de la puerta.
—Por ahora, sí —respondió Kimmuriel, que estaba pensando que quizá su
camino los llevaría aún más lejos, de vuelta a la Antípoda Oscura y Menzoberranzan,
donde se convertirían en parte de una fuerza de defensa drow, compuesta de veinte
mil guerreros, sacerdotisas y magos.
El joven drow atravesó la puerta e hizo señas desde el otro lado, desde la casa
subterránea que la banda de Kimmuriel había construido bajo la lejana ciudad
portuaria de la Costa de la Espada.

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Las fuerzas de Bregan D'Aerthe abandonaron la baronía de Impresk tan rápida y
silenciosamente como habían llegado.

A los refugiados humanos también les ardieron los ojos cuando llegaron a la
superficie después de varios días largos y llenos de penurias en los que habían vagado
por los túneles librando batalla tras batalla. Se protegieron de la luz del amanecer
reflejada en el lago Impresk, liderados por Ivan en dirección al borde de la cueva que
estaba en la parte trasera de la pequeña ensenada.
El resto del grupo se apelotonaba tras él, ansiosos de sentir el sol en sus rostros,
desesperados por salir de debajo de toneladas de piedra y tierra. Disfrutaron
colectivamente del silencio de la mañana, sin otros sonidos que no fueran los cantos
de los pájaros y el romper de las olas contra las rocas.
Ivan los sacó rápidamente al exterior. Habían encontrado más noctalas,
noctámbulos y bestias reptantes asesinados por el camino. Estaban convencidos de
que los túneles estaban infestados de elfos oscuros, por lo que Ivan y los demás se
mostraron realmente contentos de salir de ellos.
Salir de la ensenada les llevó más tiempo del que esperaban. No se atrevían a
aventurarse a aguas más profundas, puesto que ya habían visto bastante de los peces
no muertos. Ascender por el acantilado no fue fácil para los humanos cansados y los
enanos de piernas cortas, ya que cuando habían descendido lo habían hecho con la
ayuda mágica de Pikel. Probaron varias rutas sin éxito, y finalmente cruzaron la
ensenada y escalaron la parte más baja de la cara norte. El sol estaba ya alto en el este
cuando por fin consiguieron rodearlo y divisar Carradoon.
Durante largos instantes permanecieron en lo alto del acantilado mirando las
ruinas, sin decir una sola palabra ni emitir más ruidos que algún sollozo ocasional.
—No tenemos por qué entrar ahí —afirmó Ivan por fin.
—Tenemos amigos… —comenzó a protestar un hombre.
—No queda nada con vida ahí dentro —lo interrumpió Ivan—, al menos nada con
vida que puedas querer ver.
—¡Nuestras casas! —se lamentó una mujer.
—Ya no están —contestó Ivan.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —le dijo el primer hombre alzando la voz.
—Os ponéis en camino y salís de aquí —dijo Ivan—. Mi hermano y yo vamos a
Espíritu Elevado…
—¡Mi hegmano! —lo jaleó Pikel, e hizo una cabriola en el aire.
—Y los hijos de Cadderly vienen con nosotros —añadió Ivan.
—Shalane no está muy lejos, y la carretera es más segura —replicó el hombre.
—Entonces, seguidla —le dijo Ivan—. Os deseo buena suerte.
Al enano le parecía así de simple, de modo que empezó a caminar en dirección

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oeste, una ruta que rodeaba la destruida Carradoon y enlazaba con el sendero que
atravesaba las montañas de vuelta a Espíritu Elevado.
—¿Qué está pasando con el mundo, tío Ivan? —le susurró Hanaleisa.
—Que me aspen si lo sé, muchacha. Que me aspen si lo sé.

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CAPÍTULO 27

LUCIDEZ EN OTRO LUGAR

Cadderly se daba golpecitos en los labios con el dedo mientras estudiaba a la mujer
que representaba una escena delante de él. Aparentemente estaba hablando con
Guenhwyvar, y no pudo evitar sentirse incómodo mientras estudiaba la
reconstrucción de un momento privado.
—¡Oh, pero es tan hermosa y elegante! ¿A que sí? —dijo Catti-brie, pasando la
mano por el aire como si estuviera acariciando a la gran pantera mientras ésta se
acurrucaba a sus pies—. Con sus encajes y bodoques, tan alta y erguida, y sin que
salga una sola palabra estúpida de esos labios pintados, no, no.
Cadderly sentía que estaba allí sin estar realmente. Sus movimientos eran
demasiado completos y complejos como para tratarse de un simple recuerdo. No,
estaba reviviendo el momento tal y como había ocurrido. La mente de Catti-brie
había viajado atrás en el tiempo, mientras que su cuerpo estaba atrapado en el tiempo
y el espacio actuales.
Cadderly, que había vivido una experiencia única en cuanto al envejecimiento del
cuerpo y la regresión, estaba impresionado con la aparente locura de la mujer.
¿Estaría realmente loca? ¿O acaso estaba atrapada en una serie genuina pero
desconocida de burbujas separadas en el enorme océano del tiempo? Cadderly había
pensado a menudo en el pasado, y se había preguntado si cada momento que pasaba
era un breve cumplimiento de una representación eterna, o si realmente el pasado
estaba perdido tan pronto como llegaba el siguiente instante.
Al observar a Catti-brie, le dio la impresión de que la primera afirmación no era
tan improbable como la lógica le decía.
¿Había alguna manera de viajar en el tiempo? ¿O de prever aquellos inesperados
preludios del desastre?
—¿Te parece hermosa, Guen? —preguntó Catti-brie, sacándolo de sus
cavilaciones.
La puerta que había detrás de Cadderly se abrió, y al echar la vista atrás vio a
Drizzt entrar en la habitación; hizo una mueca de dolor cuando se dio cuenta de que a
Catti-brie le había dado otro de sus ataques. Cadderly le rogó que se mantuviera en
silencio, agitando la mano y llevándose un dedo a los labios cerrados. Al verlo,
Drizzt, que llevaba la bandeja con la cena de Catti-brie, se quedó muy quieto
mientras miraba a su amada esposa.
—Drizzt piensa que es hermosa —continuó Catti-brie, ajena a su presencia—. Va
a Luna Plateada siempre que puede, y en parte es porque Alustriel le parece hermosa.

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—La mujer hizo una pausa y alzó la vista, aunque no estaba mirando a Cadderly ni a
Drizzt, eso seguro, y sonreía, a la vez dulce y apenada—. Espero que encuentre el
amor, de veras —le dijo a la pantera invisible—. Pero no con ella, ni con nadie de su
corte, ya que en ese caso tendría que abandonarnos. Quiero que sea feliz, pero eso no
podría soportarlo.
Cadderly le lanzó a Drizzt una mirada inquisitiva.
—Eso fue cuando recuperamos Mithril Hall la primera vez.
—¿Tú y la dama Alustriel? —preguntó Cadderly.
—Amigos —respondió Drizzt, sin apartar la mirada de su esposa—. Me permitió
el paso por Luna Plateada, y allí supe que podría hacer grandes avances para
encontrar algo de aceptación en la superficie —hizo un gesto hacia Catti-brie—.
¿Cuánto tiempo lleva así?
—Lleva un buen rato en este lugar distinto.
—Y ahí está, mi Catti —se lamentó Drizzt—, en ese otro lugar de su mente en el
que se encuentra.
En ese momento, la mujer comenzó a agitarse, retorciendo las manos y echando
la cabeza hacia atrás, y puso los ojos en blanco. El brillo morado del fuego feérico
volvió a surgir de ella y se elevó unos centímetros sobre el suelo, extendiendo los
brazos mientras su cabello rojizo se agitaba con un viento inexistente.
Drizzt dejó la bandeja en el suelo y se puso el parche en el ojo. Tan sólo dudó
unos instantes, por insistencia de Cadderly, mientras éste se acercaba a Catti-brie, e
incluso se atrevió a tocarla durante la peligrosa transición. Cadderly cerró los ojos y
abrió la mente a las posibilidades que se arremolinaban en los espasmos discordantes
de la mujer atormentada.
Cayó hacia atrás, y Drizzt lo reemplazó rápidamente; abrazó fuertemente a Catti-
brie y la posó con suavidad en el suelo. El drow miró a Cadderly, pidiéndole
explicaciones con la mirada, pero vio que el sacerdote estaba aún más perplejo, con
los ojos muy abiertos, mientras se miraba la mano.
Drizzt también se fijó en la mano que Cadderly había posado sobre Catti-brie.
Parecía azul y traslúcida, pero después se solidificó y volvió a adquirir el color de la
piel.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el drow en cuanto la mujer se estabilizó.
—No lo sé —admitió Cadderly.
—Últimamente oigo mucho esas palabras.
—Estoy de acuerdo.
—Pero pareces estar seguro de que mi esposa no puede salvarse —dijo con un
tono algo más brusco.
—No deseo causar esa impresión.
—He visto cómo os miráis Jarlaxle y tú cuando la conversación trata de ella. No

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creéis que podamos volver a traerla con nosotros, al menos no entera. Habéis perdido
la esperanza, pero me pregunto si lo haríais si fuera lady Danica la que estuviera aquí,
en este estado, y no Catti-brie.
—Amigo mío, estoy seguro de que tú no…
—¿Debo rendirme y abandonar mis esperanzas también? ¿Es lo que esperáis de
mí?
—No eres el único que se agarra a un clavo ardiendo, amigo —lo regañó
Cadderly.
Drizzt se calmó ante ese recordatorio.
—Danica los encontrará —aventuró, aunque sus palabras sonaron tremendamente
vacías. Continuó hablando en un tono más suave—. Me siento como si no hubiera
terreno firme bajo mis pies.
Cadderly asintió, comprensivo.
—Debería luchar contra el dracolich con la esperanza de volver a encontrar a mi
esposa cuando lo derrotemos? —soltó Drizzt, alzando nuevamente la voz—. ¿O
debería pelear contra la bestia con rabia porque no volveré a encontrarme con ella?
—Lo que me pides…, éstas son preguntas que… —Cadderly suspiró
profundamente y alzó las manos en un gesto de impotencia—. No lo sé, Drizzt
Do'Urden. No hay nada seguro en lo que se refiere a Catti-brie.
—Sabemos que está loca.
Cadderly comenzó a responder.
—¿De veras? —pero se contuvo, ya que no quería involucrar a Drizzt en sus
cavilaciones de momentos antes.
¿Realmente estaba loca Catti-brie? ¿O acaso estaba actuando de forma racional
frente la realidad que se presentaba ante ella? ¿Estaría reviviendo su vida fuera de
tiempo, o volvía a esas burbujas espacio-tiempo y vivía esos momentos como reales?
El sacerdote sacudió la cabeza, ya que no tenía tiempo para explorar las
posibilidades de semejante línea de razonamiento, sobre todo teniendo en cuenta que
los estudiosos y los sabios, y los grandes magos que habían acudido a Espíritu
Elevado, habían descartado por completo la posibilidad de que se pudiera viajar
libremente a través del tiempo.
—Pero la locura puede ser algo temporal —señaló Drizzt—. Y aun así, tú y
Jarlaxle creéis que está perdida para siempre… ¿Por qué?
—Cuando la locura ataca con tanta fuerza, la mente puede quedar
permanentemente dañada —contestó Cadderly, dejando claro con su gesto adusto que
estaba hablando de un resultado casi seguro, y no de una posibilidad remota—. Tu
mujer parece estar realmente atormentada. Me temo…, Jarlaxle y yo nos tememos…,
que incluso si el hechizo que la envuelve finaliza de alguna manera, dejará una
cicatriz terrible.

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—Os lo teméis, pero no lo sabéis.
Cadderly asintió, reconociendo que tenía razón en eso.
—Y yo he presenciado milagros en otras ocasiones, amigo mío. En este mismo
lugar. No abandones la esperanza.
Eso era lo único que podía ofrecerle, y todo lo que Drizzt esperaba oír al final.
—¿Crees que a los dioses todavía les quedan milagros? —preguntó el elfo oscuro
con voz queda.
Cadderly rió de pura impotencia y se encogió de hombros.
—Yo cogí el mismo sol y lo atraje hacia mí —le recordó al drow—. No sé cómo,
y ni siquiera fue algo intencional. Cogí una nube e hice un carro con ella. No sé
cómo, y ni siquiera fue algo intencional. Mi voz se convirtió en un trueno… De
veras, amigo mío. Me pregunto por qué alguien se molestaría en hacerme preguntas
en este momento. Y lo que es más, me pregunto por qué alguien iba a creerse mis
respuestas.
Drizzt no pudo evitar sonreír cuando oyó aquello, haciendo un gesto de
aceptación. Volvió a posar la vista en Catti-brie y extendió la mano para acariciar su
espesa melena.
—No puedo perderla.
—Entonces, destruyamos a nuestro enemigo —propuso Cadderly—. Después
podremos concentrar toda nuestra atención, todos nuestros pensamientos y toda
nuestra magia en Catti-brie, para tratar de encontrarla en su… lucidez en otro lugar…
y traer su conciencia de nuevo a nuestro espacio y tiempo.
—Guenhwyvar —dijo Drizzt, y Cadderly pestañeó, sorprendido.
—Sí, ella estaba acariciando al felino.
—No, me refiero a la siguiente batalla —le explicó Drizzt—. Cuando el Rey
Fantasma comenzó a abandonar el campo de batalla, Guenhwyvar huyó con gran
rapidez. Ella nunca huye de la batalla, aunque se trate de un elemental furioso o un
demonio monstruoso, y tampoco de un dragón o un dracolich. Pero huyó con las
orejas gachas, a toda velocidad, en dirección a los árboles.
—Quizá estaba cazando a alguna de las bestias reptantes.
—Estaba corriendo. Acuérdate del encuentro de Jarlaxle con el espectro que cree
que una vez fue un lich de la Piedra de Cristal.
—Guenhwyvar no es de este plano, y tenía miedo de crear una fisura cuando el
Rey Fantasma abriera una puerta dimensional —dedujo Cadderly.
—Una por la que quizá Guenhwyvar podría navegar —contestó Drizzt—, y por la
que quizá yo también podría hacerlo con ella hacia ese otro lugar.
Cadderly no pudo evitar sonreír ante aquel razonamiento, y Drizzt le dedicó un
gesto peculiar.
—Hay un viejo dicho que dice que las grandes mentes siguen caminos parecidos

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para llegar al mismo destino —dijo.
—¿Guen? —preguntó Drizzt, esperanzado, dando unos golpecitos en la bolsa que
llevaba colgada al cinto.
Pero Cadderly meneó la cabeza.
—La pantera pertenece al plano astral —le explicó el sacerdote—. No puede
acudir al lugar donde reside el Rey Fantasma por voluntad propia, a menos que
alguien allí tuviera una figurita semejante a la tuya y la invocara.
—Huyó del campo de batalla.
—Porque temía que se formara una brecha, un gran desgarrón que consumiría
todo lo que estuviera cerca de ella, y del Rey Fantasma, sí sus peligrosas habilidades
llegaban a chocar. Quizá esa fisura enviaría a nuestro enemigo al plano astral, o a
algún otro plano, pero lo más probable es que esa criatura esté tan bien sujeta a este
mundo y al Páramo Sombrío que podría volver. —Seguía meneando la cabeza—.
Pero he puesto pocas esperanzas en ese rumbo y temo que pueda provocar un
desastre aún mayor.
—¿Mayor? —preguntó Drizzt, y comenzó a reír sin ganas—. ¿Mayor?
—¿Estamos en ese punto en el que nos agarramos a un clavo ardiente? —
preguntó Cadderly.
—¿Acaso crees que no?
El sacerdote volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé —admitió, fijando de nuevo la vista en Catti-brie—. Quizá
encontremos otro modo.
—¿Quizá Deneir nos depare un milagro?
—La esperanza es lo último que se pierde.
—Querrás decir que debemos rezar.
—Eso también.

Llevó la cuchara hasta sus labios, y ella no se resistió, sino que ingirió la comida
de forma metódica. Drizzt remojó una servilleta en un cuenco de agua tibia y le
limpió parte de las gachas de avena de los labios.
Ella no pareció darse cuenta, igual que no parecía darse cuenta del sabor de la
comida que él le ofrecía. Cada vez que le metía una cucharada en la boca, cada vez
que permanecía inexpresiva, le hacía daño a Drizzt y le recordaba lo inútil que era
todo aquello. Había hecho las gachas de avena tal y como le gustaban a su esposa,
pero a cada cucharada comprendía que podría haberse ahorrado la canela y la miel, y
en su lugar haber utilizado especias picantes. A Catti-brie no le hubiera importado lo
más mínimo.
—Todavía recuerdo aquel momento en la cumbre de Kelvin —le dijo—, cuando
lo reviviste frente a mis ojos volvió a mí increíblemente claro, y recordé tus palabras

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antes de que las dijeras. Recuerdo el peinado que llevabas, con aquel flequillo y el
largo desigual. Nunca te fíes de un enano con tijeras, ¿eh?
Improvisó una risita que Catti-brie no pareció escuchar.
—Por supuesto, en aquel entonces no te amaba, no como ahora. Pero ese
momento fue para mí tan especial, tan importante. La expresión de tu cara, amor
mío…, el modo en que veías en mi interior, sin que te importara el color de mi piel.
Supe que estaba en casa cuando te encontré en la cumbre de Kelvin. Por fin estaba en
casa.
»Y aunque no me di cuenta durante años de que podía haber algo más entre
nosotros, no hasta aquella vez en Calimport, siempre fuiste muy especial para mí. Y
todavía lo eres, y necesito que vuelvas conmigo, Catti. Nada más importa. El mundo
es un lugar más oscuro. Con el Rey Fantasma y la caída del Tejido, y todas las
implicaciones de esta catástrofe, sé que me encontraré con muchos retos, al igual que
muchas buenas personas. Pero creo que puedo superar esos retos, que juntos
encontraremos la manera. ¡Siempre lo hacemos!
»Pero sólo si tú vuelves conmigo. Para derrotar a un poderoso enemigo, un
guerrero debe querer hacerlo. ¿Qué sentido tiene, amor mío, si vuelvo a estar solo?
Suspiró y se quedó allí sentado, mirándola. Pero ella ni pestañeó, no mostró
ninguna reacción. No lo había oído, aunque él quisiera fingir que sí en aras de
conservar la salud mental. Drizzt sabía en su interior que Catti-brie no andaba por
allí, justo por debajo de la superficie dañada, oyéndolo todo.
Drizzt se enjugó una lágrima de los ojos violetas, y a medida que la humedad
desaparecía, fue reemplazada por esa mirada que había conmovido y había animado a
Bruenor, la promesa del Cazador, la decisión, la furia contenida.
Drizzt se inclinó hacia adelante y besó a Catti-brie en la frente, diciéndose que
todo aquello era culpa del Rey Fantasma; que el dracolich era la fuente de todo lo
malo que había sucedido en el mundo, y no el resultado de un desastre mayor.
Se acabaron las lágrimas para Drizzt Do'Urden. Estaba decidido a destruir a la
bestia.

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CAPÍTULO 28

MOVIDO POR EL ODIO

Sabían que su enemigo volvería, y sabían dónde querían luchar contra él, pero cuando
ocurrió, a pesar de no ser algo inesperado, el recio Athrogate y Thibbledorf Pwent
más que gritar dejaron escapar un sonoro respingo.
El Rey Fantasma volvió al mundo material de Toril exactamente en el mismo sitio
en el que había desaparecido, al principio envuelto en un brillo azul blanquecino
traslúcido que se fue volviendo corpóreo, poco a poco, en el patio que había enfrente
de la catedral, e incluso mientras Pwent y Athrogate gritaban, y sus rugidos eran
repetidos por el eco en los pasillos vacíos, la gran bestia se elevó en el aire y batió las
alas, emprendiendo el vuelo por el cielo nocturno.
—¡Está ahí arriba! ¡Está ahí arriba, mi rey! —exclamó Pwent, dando saltitos y
señalando hacia el cielo.
Bruenor, Drizzt y los demás llegaron a la habitación que daba al balcón, en la que
los enanos habían estado haciendo guardia.
—¿El dracolich ha aparecido en el mismo punto? —preguntó Cadderly, dejando
claro que lo consideraba un detalle importante.
—Justo como dijiste —contestó Athrogate—. Brillando y todo eso. Después se
alejó volando.
—¡Está ahí arriba, mi rey! —volvió a gritar Pwent.
Drizzt, Cadderly, Bruenor y Jarlaxle intercambiaron gestos decididos.
—Esta vez no se nos escapa —dijo Bruenor.
Todos los ojos se posaron en Cadderly cuando hicieron esa afirmación, y el gesto
de asentimiento del sacerdote parecía lleno de confianza.
—Permaneced en el interior —les ordenó a todos—. La bestia volverá con rabia y
fuego. Espíritu Elevado nos protegerá.

Danica respiró hondo y se agarró al tronco de un árbol cercano para mantener el


equilibrio cuando oyó el rugido de otro mundo del dracolich al levantar el vuelo. No
pudo evitar volver la vista hacía Espíritu Elevado, que ya estaba a varios kilómetros,
y se tuvo que recordar a sí misma que Cadderly estaba rodeado de poderosos aliados,
y que Deneir, o alguna otra entidad divina, milagrosamente había escuchado sus
plegarias.
—Vencerán —dijo Danica en voz baja, muy baja.
Sabía que el bosque que la rodeaba estaba lleno de monstruos. Había visto a un
grupo de bestias reptantes pasar por la carretera y había sentido cómo retumbaban los

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pasos de algún enorme monstruo negro que jamás había visto antes.
Estaba a mitad de camino hacia Carradoon y ya debería estar allí, pero había
tenido que avanzar lentamente y con mucho cuidado. A pesar de lo mucho que
deseaba luchar, Danica no podía permitírselo. Su objetivo era Carradoon y sólo
Carradoon, para encontrar a sus hijos mientras los demás se las veían con el Rey
Fantasma en Espíritu Elevado.
Ése era el plan (sabían que el dragón no muerto volvería), y Danica tenía que
evitar pensar en cualquier otra posibilidad. Debía confiar en Cadderly. No podía
volver atrás.
—¡Hijos míos! —susurró—. Temberle y Rorick…, y Hana, mi Hana…, os
encontraré.
Tras ella, a gran altura en el cielo, el chillido del Rey Fantasma escindió la noche
como si fuera una tormenta eléctrica.
Danica hizo caso omiso y se concentró en los árboles que tenía delante,
avanzando silenciosa y rápidamente por el camino que atravesaba los bosques
encantados.
—Mátalo, Cadderly —decía entre susurros, una y otra vez.

Sin las interferencias cautelares de Yharaskrik, el Rey Fantasma se deleitó con su


vuelo, sabiendo que su vulnerable objetivo estaba allí abajo, y que pronto destruiría
Espíritu Elevado y a los idiotas que habían permanecido en su interior.
El dulce sabor de la inminente venganza llenó la garganta de Hephaestus, y el
dragón no deseaba otra cosa que lanzarse en picado contra los edificios a toda
velocidad y hacerlos pedazos. Pero, sorprendentemente, las dos entidades que
conformaban el Rey Fantasma dejaron a un lado la temeridad al recordar el dolor de
la reciente derrota. El dracolich aún podía sentir la punzada cegadora de los fuegos de
Cadderly, y el peso de la cimitarra de Drizzt. Aunque confiaba en que este segundo
asalto sería distinto, el Rey Fantasma no estaba dispuesto a correr riesgos
innecesarios.
Así que desde aquella altura, inmersa entre las nubes, la bestia llamó nuevamente
a sus esbirros, y les ordenó que salieran de los bosques que rodeaban Espíritu
Elevado y ablandaran la tierra.
—No matarán a Cadderly —dijo la bestia a los vientos—. ¡Pero harán que se
muestre!
El Rey Fantasma plegó las alas y se lanzó en picado, después las abrió del todo y
aprovechó la velocidad y las corrientes de aire, descendiendo en espiral sobre el
edificio, registrando el suelo con su visión mejorada por medios mágicos.
El bosque ya estaba llenándose de movimiento mientras las bestias reptantes, los
noctalas e incluso un noctámbulo acudían en tropel hacia Espíritu Elevado.

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La risa del Rey Fantasma retumbó como un trueno lejano.

Oyeron el ruido de cristales rotos de una de las pocas ventanas que había quedado
intacta en el anterior asalto, pero el edificio ni se movió.
—¡Por los dioses! —maldijo Cadderly.
—¡Malditas bestias reptantes! —coincidió Bruenor.
Estaban en la sala de audiencias más grande del edificio, en el primer piso, un
lugar que no tenía ventanas, sólo algunos pasillos de comunicación.
Pwent y Athrogate estaban junto a la barandilla del balcón norte con sus maderos
atados, a unos ocho metros por encima de los demás. Bruenor, Cadderly y los otros
estaban en el estrado donde Cadderly solía celebrar las audiencias, al otro lado de las
puertas de doble hoja y el pasillo principal, que conducía al vestíbulo de la catedral.
Drizzt estaba en el umbral de una pequeña y segura antecámara en la que estaba
Catti-brie.
Drizzt se inclinó para arropar mejor a su esposa con la manta, y susurró:
—No te tendrá. Por mi vida, amor mío, que mataré a esa bestia. Encontraré la
manera de volver a ti, o de que tú vuelvas con nosotros.
Catti-brie no reaccionó, sino que se quedó mirando al horizonte.
Drizzt se inclinó y la besó en la mejilla.
—Te lo prometo —susurró—. Te quiero.
No muy lejos de allí, Drizzt oyó un sonido de madera astillada. Se incorporó y
salió de la pequeña antecámara, cerrando la puerta tras de sí.
Cadderly se estremeció al sentir cómo aquellas bestias inmundas entraban a través
de las ventanas rotas de Espíritu Elevado.
—¿Limpiamos el lugar? —gritó Athrogate desde arriba.
—¡No, mantened las posiciones! —ordenó Cadderly, e incluso mientras hablaba,
la puerta del balcón más cercano a los dos enanos comenzó a vibrar y a dar golpes.
Cadderly se concentró en su interior, tratando de conectar con la magia que
fortalecía Espíritu Elevado, rogándoles a la catedral y a Deneir que se mantuvieran
fuertes.
—Adelante, pues —le susurró Cadderly al Rey Fantasma—. Da el primer paso.
—Ha aprendido de su derrota —comentó Jarlaxle mientras Drizzt se reunía con
ellos—. Está enviando la carne de cañón. No va a quedar atrapado y aislado como
antes.
Cadderly les lanzó una mirada llena de inquietud a Drizzt y a Bruenor.
—Yo lo traeré —prometió Drizzt, y cargó hacia la entrada que estaba al otro lado
de la puerta de doble hoja, con los otros tres pegados a sus talones.
Cadderly lo agarró antes de que pudiera abandonar la habitación. Cuando Drizzt
se dio la vuelta, el sacerdote le cogió la mano derecha, en la que sostenía a Muerte de

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Hielo; a continuación alargó la otra mano hacia Centella. Cadderly cerró los ojos y
entonó un cántico, y Drizzt sintió nuevamente una infusión de poder en sus armas.
—Bruenor, la puerta —dijo Jarlaxle, sacando dos varitas negras de metal—.
Hazte a un lado.
Jarlaxle hizo un gesto de asentimiento a Drizzt, y a continuación a Bruenor, y
éstos abrieron de par en par las dos puertas. Al otro lado, en el pasillo que conducía al
vestíbulo, se agolpaban varias bestias reptantes y noctalas.
Un rayo abrasador surgió de la varita de Jarlaxle, rompiendo la oscuridad. La
segunda varita hizo lo mismo, después otra vez la primera, la segunda… Aquel lugar
sagrado se llenó del hedor de la carne quemada, mientras los murciélagos caían al
suelo uno tras otro.
Hubo un quinto y un sexto rayo. Los monstruos luchaban por salir del pasillo, o
se fundían en el sitio. El séptimo impacto hizo temblar las paredes de Espíritu
Elevado.
—¡Vamos! —le ordenó Jarlaxle a Drizzt, y dejó escapar otro rayo de energía
crepitante.
Y justo detrás de éste fue Drizzt Do'Urden, corriendo y saltando, girando y
lanzando tajos a diestro y siniestro con aparente desenfreno. Pero cada golpe estaba
planeado y perfectamente calculado para despejar el camino y permitir que Drizzt
siguiera avanzando. Un noctala se lanzó a por él en picado, o simplemente cayó sobre
él (la bestia estaba gravemente herida por los muchos rayos que la habían alcanzado).
Drizzt le dio un sólido revés, y su cimitarra, cuyo peso había sido aumentado por
acción divina, lanzó al murciélago gigante hacia atrás, desgarrando su carne con una
facilidad bestial.
El drow saltó por encima de las cabezas de dos bestias reptantes, temblorosas y
moribundas, y se abalanzó sobre otra, a la que derribó mientras giraba sobre sí mismo
para cortar en dos a otra bestia en pleno movimiento. Alcanzó las puertas del
vestíbulo, que habían quedado desprendidas por el impacto de ocho rayos.
—¡Jarlaxle! —gritó Drizzt, que se deslizó por el suelo y abrió las puertas de una
patada, dejando a la vista un vestíbulo lleno de enemigos.
Por encima del drow agazapado volaron los rayos, uno, dos, haciendo estallar a
las bestias, quemándolas o cegándolas, y haciendo que se dispersaran. Entonces,
Drizzt se acercó a ellas desde atrás, apartándolas con sus poderosas cimitarras.
Drizzt atravesó las puertas y salió al patio.
—¡Lucha conmigo, dragón! —gritó.
Un estúpido noctala se abalanzó sobre Drizzt desde arriba y fue recibido por una
cimitarra centelleante que lo atravesó hasta el hueso e introdujo una red de luz divina
abrasadora en el interior de aquella criatura de la oscuridad. El murciélago retrocedió
dando vueltas, se elevó, y murió mucho antes de caer pesadamente al suelo.

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Todo pareció detenerse un instante a su alrededor, tanto en los muros como en las
ventanas rotas de Espíritu Elevado. Drizzt realmente había llamado la atención, y los
monstruos acudían en tropel a por él, saltando de los árboles y por las ventanas de la
catedral.
El elfo oscuro esbozó una sonrisa malvada.
—Venid, pues —susurró, y le hizo un gesto de complicidad a Catti-brie.

—¡Debemos ir con él! —exclamó Bruenor.


Había conseguido salir de la sala de audiencias junto con Cadderly y Jarlaxle, y se
había arrastrado hasta el vestíbulo para ver lo que sucedía en el patio que estaba al
otro lado.
—Espera, enano —respondió Jarlaxle. Mientras hablaba, miraba a Cadderly,
tomando nota de la confianza que el sacerdote también había depositado en Drizzt.
Bruenor iba a responder, pero se calló y contuvo un grito ahogado al ver la
primera oleada de monstruos que iba hacia Drizzt.
El explorador drow se puso rápidamente en movimiento, dando saltos y haciendo
giros, pasando por encima de cabezas y espaldas monstruosas, lanzando tajos con una
velocidad y precisión increíbles. Una tras otra, las bestias reptantes fueron
convirtiéndose en montones temblorosos de carne o salían despedidas hacia atrás por
acción de la pesada cimitarra mientras la hacía oscilar. Drizzt saltó desde la espalda
de una de las bestias y aterrizó sobre el suelo, para a continuación lanzarse
rápidamente sobre otra, a la que atravesó con las dos cimitarras a la vez, después hizo
un giro lateral y atacó a otra bestia más con un mortífero revés. El drow siguió
girando y salió disparado desde donde estaba la primera bestia moribunda para
lanzarle una estocada a una cuarta, un tajo a una quinta, y saltar sobre la sexta,
lanzando al pasar por encima una estocada de Centella que la hirió mortalmente, y en
el mismo movimiento lanzó un tajo ascendente que le cercenó las patas a un noctala
que se había lanzado en picado sobre él.
—Lo conoces desde hace tiempo… —le dijo Jarlaxle a Bruenor.
—Nunca lo había visto hacer eso —admitió el enano, boquiabierto.
Drizzt, que giraba como un torbellino, desapareció en ese momento de su campo
de visión, fuera del ángulo de las puertas abiertas. Pero los estallidos y los gritos les
iban indicando a los amigos que no había aminorado la marcha de su furiosa carga.
Volvió a aparecer, en loca carrera hacía el otro lado, dejando una oleada de
destrucción a cada paso, con cada estocada y cada balanceo. Las bestias reptantes
salían volando para después caer desplomadas, los noctalas caían muertos del cielo,
pero el brillo divino de las cimitarras de Drizzt no disminuía, sino que parecía
aumentar con mayor determinación y furia.
Un gran estrépito en la habitación que tenían detrás los hizo darse la vuelta para

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ver cómo agonizaba una bestia reptante en el suelo. Cayó otra más desde arriba,
acompañada por las alegres carcajadas de Thibbledorf Pwent.
—¡Confiad en Drizzt! —les ordenó Cadderly a los otros dos, y el sacerdote lideró
la carga de vuelta a la sala de audiencias, su propio campo de batalla.

La exuberancia de movimientos de Thibbledorf Pwent bastaba para mantener la


brecha a la altura de las puertas rotas. El enano, que soltaba golpes y puñetazos a
diestro y siniestro, reía aun más fuerte con cada trozo de carne que salpicaba su
armadura perforadora, y con cada resto nauseabundo que llegaba a sus rodilleras de
pinchos o a los guanteletes.
—¡Apártate hombre! —le gritaba Athrogate una y otra vez, ya que estaba tan
ansioso como el otro enano de golpear algo.
—¡Buajajá! —respondía Thibbledorf Pwent, imitando a la perfección el grito que
era la seña de identidad de Athrogate.
—¡Vaya! —exclamó Athrogate, deteniéndose al oírlo. Pero la pausa fue muy
breve, ya que enseguida dejó escapar un «buajajá» de producción propia.
Thibbledorf Pwent se apartó de un salto, y un par de bestias reptantes salieron
precipitadamente al balcón para enfrentarse a Athrogate, que las enterró de inmediato
bajo una ráfaga de golpes de sus manguales, dejando escapar otra serie de carcajadas
aullantes.
Mientras tanto, Pwent fue directo al final del pasillo, apaleando a las siguientes
bestias que estaban a la vista. Enganchó a una con uno de los pinchos de sus guantes
y con un giro rápido y hábil, lanzó a aquella cosa convulsa por el balcón. Después el
enano volvió sobre sus pasos, invitando a más bestias reptantes a entrar en la
habitación donde él y Athrogate, codo con codo, las destruyeron.

No aminoró la marcha, ni se sentía cansado. Tenía la imagen de su esposa herida


grabada a fuego en la mente, y eso era lo que lo impulsaba. Dado que no se sentía en
absoluto fatigado, comenzó a preguntarse si el poder con que Cadderly había imbuido
sus armas le estaba otorgando de algún modo mayor fuerza y aguante.
Fue un pensamiento fugaz, ya que su situación actual lo hacía dejar todo lo demás
a un lado, salvo sus instintos de guerrero más arraigados. Drizzt no se daba tiempo
para reflexionar, pues cada giro lo llevaba a enfrentarse con sus enemigos, y cada
salto se convertía en una serie de contorsiones y acometidas para evitar una multitud
de brazos extendidos o garras que trataban de arañarlo.
Pero no importaba cuántas garras o cuántos brazos intentaran alcanzarlo, Él
siempre iba por delante, y sus armas, tan llenas de furia y poder, despejaban el
camino por dondequiera que decidiese ir. La carnaza se apilaba a su alrededor, y una

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neblina de sangre llenaba el aire. Cada vez que daba un paso, se encontraba con el
cadáver carnoso de algún enemigo.
—¡Lucha conmigo, dragón! —gritó con voz alegre y burlona—. ¡Ven aquí abajo,
cobarde!
Mientras pronunciaba aquellas dos frases, tuvo tiempo de matar a otras cuatro
bestias reptantes, e incluso las feroces y estúpidas criaturas estaban comenzando a
huir del loco guerrero drow. La tendencia siguió siendo la misma: en vez de correr
para evitar a los enemigos, Drizzt se encontró persiguiéndolos. Y mientras lo hacía,
seguía lanzándole desafíos al Rey Fantasma.
Éste contestó al desafío mandándole otra criatura, un enorme noctámbulo, que
salió del bosque y corrió hacia el drow danzante con gran estruendo.
Drizzt había luchado contra uno de esos monstruos con anterioridad, y sabía muy
bien lo formidables que eran, y lo engañosos que podían resultar aquellos miembros
delgados cubiertos por capas de músculo capaces de destrozarlo a uno sólo con
pensarlo.
Drizzt sonrió y se lanzó a la carga.

Mientras huían de Drizzt, muchos de los monstruos entraban a la carga por las
puertas de doble hoja de Espíritu Elevado y avanzaban por el pasillo que conducía a
la sala de audiencias. La bestia reptante que iba en cabeza a punto estuvo de atravesar
la puerta, pero Bruenor estaba junto a la entrada con la espalda pegada a la pared, y
coordinó perfectamente el poderoso golpe oscilante de su hacha con las dos manos,
enterrándola en el pecho de la bestia y matándola al instante.
El enano dio un tirón y la hizo salir despedida, y mientras lo hacía liberó su brazo
izquierdo, tiró hacia atrás del brazo para volver a posicionar su escudo, y se lanzó
contra la siguiente bestia, que empezaba a atravesar la puerta con dificultad. El enano
y la bestia reptante rodaron a un lado, dejando el camino libre para Jarlaxle y sus
rayos, que destellaron uno tras otro a través del pasillo abarrotado.
Detrás de ellos, Cadderly avanzó unos pasos, justo hasta la puerta, y alzó los
brazos hacia el cielo, obteniendo poder mágico que después liberó a través de sus
pies, y lo expandió como un círculo brillante justo bajo el umbral. El sacerdote
retrocedió y las persistentes bestias reptantes siguieron avanzando, pero al pasar
sobre el suelo consagrado de Cadderly, eran consumidos por un resplandor
devastador. Chillaron de dolor mientras se abrasaban, se desplomaron sobre el suelo y
ahí se quedaron agonizando.
Jarlaxle lanzó otro par de rayos por el pasillo.
Otra bestia reptante llegó volando desde el balcón que tenían arriba, pero tanto
allí como en la sala de audiencias la situación se estaba calmando rápidamente.
—¡Venga, bestezuelas! —gritó Athrogate en dirección al pasillo vacío de arriba.

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—Venga, dragón —dijo Cadderly a modo de respuesta.
—Venga, Drizzt —tuvo que añadir Bruenor.

Con una velocidad y una ferocidad inusitadas, el monstruo de piel negra le dio un
puñetazo al drow en plena carga, y cualquier guerrero menos hábil que Drizzt habría
quedado destrozado por el golpe. Sin embargo, el explorador, con el aumento de
velocidad que le proporcionaban las tobilleras y sus increíbles reflejos, dio un paso a
la izquierda cuando el gigante comenzó a oscilar el brazo. Anticipándose a la
reacción del gigante ante ese movimiento, Drizzt volvió a dar un paso en la otra
dirección para poder correr sin obstáculos mientras el puño de la criatura golpeaba el
aire.
Drizzt no aminoró el paso en tanto adelantaba al gigante, pero saltó e hizo un giro
para ganar velocidad mientras lanzaba un tajo hacia afuera con Muerte de Hielo.
Quería alcanzar al gigante en la rótula, y utilizar el impacto para mantener la
velocidad mientras giraba hacia el otro lado y poder rodar fuera de su alcance, pero
para su sorpresa no notó ningún impacto.
Drizzt aterrizó casi como si no hubiera dado contra nada sólido, y a pesar de sus
experiencias previas con sus armas imbuidas de poder divino, se encontró casi atónito
ante la realidad que se le presentaba, la de haber atravesado de lado a lado la pierna
del monstruo.
Drizzt improvisó y dio una voltereta diagonal hacia la izquierda, elevándose y
girando al mismo tiempo para situarse justo detrás del gigante. Giró una vez más para
clavarle a Muerte de Hielo en la parte trasera del otro muslo, y la criatura, entre
aullidos, tuvo que ponerse de puntillas mientras se tambaleaba para llevarse la mano
a la otra pierna herida.
El elfo oscuro retiró la cimitarra, pero sólo para dejarle paso a Centella, ya que
dio un tajo transversal con ella que le cercenó al gigante la pierna que le quedaba.
La enorme bestia se desplomó sobre el suelo, y sus gritos llamaron la atención del
Rey Fantasma mucho más que los gritos de desafío de Drizzt.
El drow ni siquiera se molestó en rematar al gigante, ya que éste no necesitaría
ayuda para morir desangrado, así que se preparó para volver corriendo a la catedral.
Todos huyeron a su paso; los noctalas se refugiaban aleteando en la oscuridad, y las
bestias reptantes se subían unas encima de otras para tratar de alejarse de él. Pilló a
unas cuantas y las mató de un solo golpe devastador, para después recorrer corriendo
una ruta menos directa y alcanzar la posición que había previsto para poder dispersar
aún más a aquella horda.
Un grito desgarrador surgió del cielo nocturno, tan intenso y fuerte que dolía.
Drizzt dio un salto mortal y se puso de pie, afianzándose en esa posición y
enfrentándose a él. Lo primero que vio fueron los ojos como ascuas del dracolich,

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como si fueran estrellas fugaces que descendían hacia él, después vio el brillo
verdoso de Crenshinibon, el nuevo cuerno de la bestia.
—¡Vamos! —gritó Drizzt, y golpeó las cimitarras una contra otra, lo que provocó
que saltaran chispas por el impacto.
Las envainó con un único movimiento y descolgó de su hombro a Taulmaril.
Drizzt, sonriendo con malicia, disparó una flecha plateada, después otra, y luego
muchas más, alcanzando a la bestia mientras ésta descendía en picado hacia él.

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CAPÍTULO 29

HASTA LOS CONFINES MISMOS DE LA REALIDAD

—¡Allí! —exclamó Rorick, señalando hacia el cielo, por encima de las montañas.
Habían oído el grito de muerte y, siguiendo la mirada de Rorick, vieron al Rey
Fantasma deslizándose por el cielo estrellado.
—Está volando sobre nuestro hogar —dijo Hanaleisa, y los cinco echaron a
correr.
Sin embargo, cada diez pasos Ivan les pedía que se detuvieran. Finalmente los
demás aminoraron el paso, respirando con dificultad.
—Si no permanecemos juntos, moriremos —los regañó el enano de barba
amarilla—. ¡No puedo seguir vuestro ritmo, muchacha!
—Y yo no puedo mirar desde lejos cómo atacan mi hogar —replicó Hanaleisa.
—Pero no puedes llegar hasta allí —dijo Ivan—. Hay por lo menos medio día de
camino, o más, si vamos corriendo. ¿Tienes pensado correr durante horas?
—Si es necesario… —comenzó a responder Hanaleisa, pero un gesto de Pikel
para que se callaran le impidió continuar. Todas las miradas se posaron sobre el enano
de barba verde mientras éste daba saltitos y señalaba hacia el oscuro bosque.
Un instante después, escucharon a varias criaturas moverse rápidamente entre la
maleza. Como si fueran uno solo, el grupo se preparó para el ataque, pero se dieron
cuenta de inmediato de que aquellas criaturas, que debían ser esbirros del Rey
Fantasma, no iban a por ellos, sino que se dirigían con rapidez hacia el oeste, por
encima de las colinas y hacia Espíritu Elevado. Sus enemigos acudían en tropel a la
lejana batalla.
—Vayamos deprisa entonces, pero sin correr —ordenó Ivan—. ¡Y permaneced
juntos!
Hanaleisa encabezaba la marcha a paso ligero. Con su entrenamiento intensivo en
sigilo y resistencia, y la manera tan grácil que tenía de moverse, estaba segura de que
realmente podría llegar corriendo a casa, a pesar de lo lejos que estaba y de que la
mayor parte del camino discurría colina arriba. Aun así, no podía abandonar a los
demás rodeados de enemigos, especialmente a Rorick, que se había torcido el tobillo
y avanzaba con dificultad.
—Madre y padre están rodeados de un centenar de magos y sacerdotes capaces.
—Ella se dio cuenta, por el tono de su voz, de que Temberle trataba de animarla, y de
paso de animarse a sí mismo—. Eliminarán esa amenaza.
Poco después, tras haber avanzado un kilómetro aproximadamente, el grupo tuvo
que aminorar el paso, tanto por cansancio como porque el bosque que los rodeaba

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estaba lleno de criaturas sombrías. En más de una ocasión, Hanaleisa alzó la mano
para que los que iban detrás se detuvieran y se ocultaran tras el tronco de un árbol o
tras un arbusto, creyendo que se iniciaría una pelea. Sin embargo, todas las veces,
aquellas ruidosas criaturas que armaban barullo por delante de ellos, o en los lados
del camino, parecían compartir un propósito, que no tenía que ver nada con el
pequeño grupo de refugiados de Carradoon.
Poco a poco, Hanaleisa comenzó a andar más deprisa cuando los enemigos
parecían estar muy cerca. Parte de ella esperaba que algunos los atacaran, tenía que
admitirlo. Cualquier cosa que mataran en aquellos bosques sería un enemigo menos a
las puertas de Espíritu Elevado.
Pero entonces Hanaleisa sintió algo diferente, un movimiento que parecía seguir
los suyos. Se ocultó tras un árbol grande e hizo señas a los demás para que se
detuvieran. Después contuvo la respiración mientras algo se acercaba mucho, en el
lado opuesto del árbol tras el que se ocultaba.
Salió de su escondite de un salto al mismo tiempo que su oponente, y lanzó una
serie de puñetazos que habrían alcanzado a un guerrero hábil.
Pero cada golpe era interceptado por una mano abierta que rechazaba sus ataques.
A Hanaleisa le llevó unos instantes comprender su derrota y tan sólo un segundo
reconocer en su oponente a la mujer que la había entrenado durante toda su vida.
—¡Madre! —exclamó, y Danica le dio el abrazo mas fuerte que le había dado
nunca a nadie.
Rorick y Temberle también la llamaron y acudieron presurosos, junto con Ivan y
Pikel, a abrazarla.
A Danica se le llenaron los ojos de lágrimas de profundo alivio y de pura alegría
mientras abrazaba fuertemente a todos sus hijos y a Pikel, y su rostro se pintó de
confusión cuando vio a Ivan.
—Te vi morir —dijo—. Yo estaba en el acantilado, en el exterior de la cueva,
cuando el dracolich te hizo pedazos.
—Querrás decir que hizo pedazos a los que me perseguían —la corrigió Ivan—.
¡Esa estúpida criatura no se dio cuenta de que estaba de pie sobre un agujero que,
aunque a ella le venía algo pequeño, para mí era un túnel!
—Pero… —empezó a decir Danica. Después simplemente sacudió la cabeza
atónita y besó a Ivan en la peluda mejilla.
—Encontraste el modo —dijo—. Nosotros también encontraremos la manera.
—¿Dónde está padre? —preguntó Hanaleisa.
—Sigue en Espíritu Elevado —respondió Danica, y a continuación observó las
montañas con aire preocupado—. Está enfrentándose al Rey Fantasma.
—Está rodeado de un ejército de magos y sacerdotes guerreros —insistió Rorick,
pero Danica negó con la cabeza.

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—Está con un grupo de poderosos aliados —lo corrigió, y miró a Ivan y Pikel—.
El rey Bruenor y uno de sus Revientabuches, y Drizzt Do'Urden.
—Bruenor. —Ivan dejó escapar un grito ahogado—. Mi rey acude a asistirnos en
tiempos de necesidad.
—Drizzit Dudden —añadió Pikel con una risita cantarína.
—Guíanos, milady —instó Ivan a Danica—. Es posible que cuando lleguemos
todavía queden cosas a las que golpear.

El Rey Fantasma no desplegó sus alas para elevarse de nuevo. Siguió


descendiendo como un misil, con las alas plegadas, los ojos como ascuas ardientes y
las fauces abiertas. En el último momento, antes de estrellarse, el Rey Fantasma
levantó la cabeza y desplegó las alas, alterando ligeramente su ángulo de descenso.
Impactó contra el suelo y se abrió camino por la turba, excavando una zanja mientras
se deslizaba hacia su presa. Y por si eso no fuera suficiente para acabar rápidamente
con el necio que había retado a un dios, el Rey Fantasma lanzó una bocanada de
aliento flamígero.
Siguió adelante, destrozándolo todo a su paso hasta llegar a la misma puerta de
Espíritu Elevado. La carne de las bestias reptantes se llenó de ampollas y estalló,
desintegrándose bajo la conflagración, y la hierba quedó carbonizada y arrasada.
—¡Drizzt! —gritaron a la vez Bruenor, Cadderly y Jarlaxle desde dentro de la
catedral, conscientes de que su amigo seguramente habría quedado desintegrado.
Las llamas podrían haber continuado durante mucho más tiempo, ya que aquello
parecía una catástrofe interminable, pero una cimitarra blandida por un drow que
debería haber quedado enterrado durante aquel asalto golpeó con fuerza un lado de la
cara del Rey Fantasma.
Éste, sobresaltado y atónito al ver que Drizzt había sido lo bastante rápido como
para apartarse, trató de descargar toda su furia contra él.
Pero un segundo golpe, con toda la potencia que le daba la magia, volvió a
sacudirle la cabeza hacia un lado.
El Rey Fantasma se incorporó sobre las patas traseras, cerniéndose sobre el drow
a pesar de estar metido dentro de la zanja a una profundidad aproximada de tres o
cuatro metros, una hondonada que había abierto con todo su peso al caer en picado
desde el cielo.
Apenas se había puesto en pie y ya estaba tratando de morder al drow. El ruido
que produjeron sus afilados dientes al chocar hicieron que Bruenor, que estaba a las
puertas de Espíritu Elevado, dejara escapar un grito ahogado al creer que su amigo
había sido devorado entero.
Pero Drizzt volvió a anticiparse a su enemigo. De nuevo el drow, tan concentrado
en la imagen de su esposa herida, perfectamente centrado en su objetivo y con unos

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reflejos tan ágiles, se lanzó a por la bestia en el ángulo preciso, hacia adelante y
superando el alcance del Rey Fantasma. Mientras avanzaba, dio tres pasos rápidos
que lo situaron junto a la pata trasera derecha, donde clavó hondamente sus
cimitarras.
Aun así, el poder de la magia de Cadderly y la furia de Drizzt Do'Urden no
podían hacer lo mismo que habían hecho con el noctámbulo y desmembrarlo, y a
pesar de su rabia, furia y concentración, a Drizzt jamás se le escapaban las verdades
ineludibles: no podía vencer al Rey Fantasma él solo.
Así que se puso rápidamente en movimiento de nuevo, y a toda velocidad
mientras golpeaba con fuerza. El dragón volvió a lanzarle una dentellada con esos
mortíferos colmillos, y el drow volvió a esquivarla y a correr, a todo lo que daban sus
piernas, alejándose del dracolich y dirigiéndose hacia Espíritu Elevado.
Por puro instinto, Drizzt hizo de repente un amplio viraje y se lanzó al suelo,
notando el calor en su espalda cuando el Rey Fantasma le lanzó otra vez su aliento de
fuego. Drizzt cruzó aquella línea ennegrecida por el otro lado en el mismo instante en
que terminó, anticipándose de nuevo al monstruo que lo perseguía.
Atravesó las puertas de doble hoja a toda velocidad justo por delante del Rey
Fantasma y llamó a Cadderly, ya que no había a dónde huir.
Tal y como supo que ocurriría, el fuego del Rey Fantasma lo siguió hasta el
interior, tratando de alcanzarlo por la espalda y envolviéndolo por completo mientras
llenaba el pasillo de fuego.
Cadderly gimió de dolor cuando las llamas royeron el edificio de Espíritu
Elevado y la magia que sustentaba al sacerdote y a su creación. Extendió las manos
resplandecientes frente a sí, llegando al pasillo y tratando de alcanzar a Drizzt
mientras rezaba para que hubiera reaccionado lo bastante rápidamente.
Sólo cuando Drizzt entró dando tumbos en la habitación, escapando del fuego del
dragón, Cadderly pudo respirar. Pero su alivio, al igual que el de todos, duró apenas
un instante antes de que la estructura entera se sacudiera violentamente.
Cadderly cayó de espaldas e hizo una mueca, y volvió a hacerlo cuando otra
explosión hizo estremecerse al edificio entero. Sus paredes, a pesar de La magia, no
pudieron soportar la furia del Rey Fantasma, que entró con gran estrépito,
rompiéndolo todo con los dientes y las garras, y destrozando paredes sin importar que
fueran de piedra o de madera, con la cabeza. Abriéndose camino a base de
destrozarlo todo, el Rey Fantasma se movió por el interior de la estructura,
ensanchando el pasillo y atravesando el cielo raso en el exterior de la sala de
audiencias.
En el interior de la sala, los cuatro compañeros retrocedieron lentamente,
intentando mantener la calma y la confianza. Mirar a Cadderly no reforzó su
determinación, ya que con cada chasquido o desgarro éste se estremecía

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profundamente y envejecía. Frente a su mirada pasmada, el cabello de Cadderly pasó
del gris al blanco, su rostro se llenó de arrugas y comenzó a encorvarse.
La pared frontal de la sala de audiencias crujió y, finalmente, se hizo pedazos
cuando la atravesó el monstruo. El Rey Fantasma alzó la cabeza y emitió un rugido
ensordecedor de puro odio.
El edificio volvió a estremecerse cuando el dragón entró pesadamente en la
habitación, y volvió a hacerlo cada vez que daba un paso, lo cual lo puso al alcance
de su pretendida presa.
—¡Por mi rey! —chilló Thibbledorf Pwent, que estaba sentado sobre un tronco
atado por cuerdas al balcón del piso de arriba.
Justo delante de él, en la barandilla, Athrogate cortó las cuerdas de la parte
delantera del tronco y le dio un empujón para que se balanceara hacia abajo.
La lanza gigante se clavó en el costado del dragón, golpeándolo de lleno justo por
debajo del hombro y del ala, y de hecho, la criatura se tambaleó, aunque fuera sólo un
poco, bajo la fuerza del impacto.
Sin embargo, el golpe resultaba intrascendente tratándose de un dracolich casi
divino.
Salvo que Thibbledorf Pwent cortó en ese momento las cuerdas del segundo
tronco, sobre el que estaba sentado.
—¡Yujuu! —gritó mientras dejaba atrás a Athrogate, que le dio un buen empujón,
con lo que éste siguió la misma trayectoria que el anterior.
Cuando el segundo tronco golpeó contra el primero, a su peso se añadió algo más
que el peso del enano, ya que habían dejado hueca la punta y la habían rellenado con
aceite explosivo. La versión enana de los proyectiles de la ballesta de mano de
Cadderly se estrelló contra el otro tronco y explotó con la fuerza de un rayo.
El primer tronco salió despedido hacia adelante, elevando al Rey Fantasma por
los aires y haciéndolo estrellarse contra la lejana pared opuesta. El segundo tronco se
hizo astillas, y el enano que había estado sentado sobre él salió despedido también
hacia adelante, agitando brazos y piernas mientras iba en pos del dracolich,
impactando contra él como si fuera un arpón viviente, incluso mientras el techo se
derrumbaba sobre el aturdido Rey Fantasma. Thibbledorf Pwent avanzó a gatas y
empezó a darle cuchilladas.
Sin embargo, el dragón hizo caso omiso de él, ya que llegó Drizzt, encabezando
la carga, con Bruenor detrás. Jarlaxle, que seguía junto al debilitado Cadderly,
comenzó a disparar con sus varitas.
Las flechas punzantes de Taulmaril encabezaban el asalto de Drizzt, destellando
al clavarse en la cara del Rey Fantasma y manteniéndolo ocupado. Cuando estuvo
cerca, Drizzt arrojó a un lado el arco y echó mano de las cimitarras.
Sin embargo, sólo desenvainó a Muerte de Hielo mientras en su mirada aparecía

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un brillo de inspiración repentina.

Notó cómo le crujían los huesos, como si fueran las mismísimas vigas de Espíritu
Elevado. Su espalda se curvó y quedó dolorosamente encorvada, y los brazos le
temblaban al intentar alzarlos frente a sí.
Pero Cadderly sabía que había llegado el momento de la verdad, el momento de
Cadderly, de Espíritu Elevado y de Deneir. De algún modo supo que era el último
momento del escribano de Oghma, el acto final de su dios.
Así pues, necesitaba poder, y lo obtuvo. Tal y como había hecho en la batalla
anterior contra el Rey Fantasma, el sacerdote pareció alzar las manos y hacer
descender el sol sobre sí mismo. Sus aliados obtuvieron fuerza y energías curativas;
tanto fue así, que Athrogate apenas gimió mientras bajaba de un salto del balcón, ya
que sus piernas torcidas se enderezaron incluso antes de que apareciera el dolor.
El Rey Fantasma sintió la brutal punzada de la luz de Cadderly, y el sacerdote
avanzó. El dracolich llenó la habitación de fuego, pero la protección mágica de
Cadderly aguantó mientras seguía atacando.
La criatura se concentró entonces en Drizzt, decidida a acabar con aquel malvado
guerrero, pero tampoco esa vez pudo morder lo bastante deprisa como para alcanzar
al elfo danzante, y aunque intentó acorralar a Drizzt con sus golpes contra los
escombros de la pared, se encontró con que, en cambio, era ella la acorralada.
Drizzt saltó sobre el dracolich y agarró la costilla del monstruo, que había
quedado al aire con el agujero que el proyectil enano le había hecho, con la mano que
aún seguía libre, y antes de que el Rey Fantasma o cualquiera de los demás pudiera
analizar el sorprendente movimiento del drow, éste se introdujo en el interior de la
bestia, justo en el pulmón, que estaba desgarrado.
El Rey Fantasma se estremeció y se revolvió frenético, fuera de sí por el intenso
dolor mientras el drow, empuñando las dos armas, comenzó a destrozarlo desde
adentro. Sus movimientos eran tan violentos, sus gritos tan potentes y su aliento tan
devastador que los demás combatientes tuvieron que taparse los oídos mientras
paraban de luchar, tambaleantes, e incluso Pwent se cayó de la criatura.
Pero en su interior, Drizzt sacó toda su furia, y Cadderly mantuvo su luz radiante
para reforzar a sus aliados y consumir a su enemigo.
El Rey Fantasma se apartó de la pared, dando tumbos y rompiendo el suelo de
una patada para acabar cayendo a las catacumbas. Gritó y lanzó su aliento de fuego, y
la magia debilitada de Espíritu Elevado no pudo resistir más las llamas. El humo se
volvió denso y apagó el brillo cegador de la luz de Cadderly, pero no debilitó su
efecto.
—¡Mátalo y deprisa! —gritó Jarlaxle mientras la bestia se estremecía agonizante.
Bruenor levantó su hacha y se lanzó a la carga. Athrogate comenzó a hacer girar

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sus manguales, y Thibbledorf Pwent saltó sobre una pierna y se revolvió como sólo
un Revientabuches sabía hacerlo.
Un brillo azulado se superpuso al tono dorado de la luz de Cadderly, y los tres
enanos vieron cómo sus armas golpeaban en el vacío.
Drizzt cayó a través del torso insustancial, aterrizando suavemente sobre el suelo,
pero se resbaló con la sangre y las visceras que lo cubrían. Pwent cayó boca abajo
con un «ufff».
—¡Está huyendo! —gritó Jarlaxle, y tras él, en la pequeña habitación, se oyó
gritar a Catti-brie.
En el vestíbulo, el Rey Fantasma desapareció.
Cadderly llegó primero a la antesala, aunque cada paso parecía dolerle. Quitó el
pestillo y abrió la puerta, sacándose el colgante de rubí que Jarlaxle le había prestado
de debajo de la camisa blanca.
Frente a él, Catti-brie temblaba y gritaba. Drizzt, que estaba detrás, sacó la
figurita de ónice. Cadderly lo miró y meneó la cabeza.
—Guenhwyvar no puede llevarte hasta allí —dijo el sacerdote.
—No podemos permitir que se nos vuelva a escapar —dijo Drizzt. Se acercó de
forma inexorable a Catti-brie, queriendo aliviar todo su dolor.
—No lo hará —le prometió Cadderly. Suspiró profundamente—. Dile a Danica
que la quiero, y prométeme que encontraréis a mis hijos y los protegeréis.
—Lo haremos —contestó Jarlaxle, y Drizzt, Bruenor y Cadderly lo miraron
asombrados. Si la situación hubiera sido menos grave en aquel momento, todos
habrían roto a reír.
Sin embargo, supuso un breve momento de alivio. Cadderly le hizo un gesto de
agradecimiento a Jarlaxle y se volvió hacia Catti-brie, alzando el colgante de rubí
frente a ella. Con la mano que le quedaba libre le acarició suavemente el rostro y se
acercó a ella, introduciéndose en sus pensamientos y viendo a través de sus ojos.
Los dos drows y los tres enanos dejaron escapar un grito ahogado, y Cadderly
comenzó a brillar con el mismo tono azul blanquecino que el Rey Fantasma cuando
había desaparecido. Al desaparecer también el sacerdote, todos gritaron.
Catti-brie volvió a gritar, pero esa vez pareció que era por la sorpresa más que por
el miedo. Con un gruñido lleno de decisión, Drizzt volvió a coger a Guenhwyvar,
pero Jarlaxle lo agarró de la muñeca.
—No lo hagas —le pidió el mercenario.
Se vieron interrumpidos por un crujido a sus espaldas, y todos se volvieron para
ver cómo una enorme viga maestra caía desde el balcón hacia el suelo, envuelta en
llamas.
—Salid —dijo Jarlaxle, y Drizzt fue hacia Catti-brie y la cogió en brazos.

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Era un reflejo sombrío del mundo que había abandonado, sin edificios, una tierra
llena de colores apagados y oscuridad casi absoluta, de bestias horripilantes apiñadas
por doquier, y monstruos terroríficos. Pero en el interior de aquellas nubes de materia
de sombras brillaba una luz singular, la de Cadderly, y sobre él se cernía la más
profunda oscuridad de todas, el Rey Fantasma.
En ese lugar lucharon, luz contra oscuridad, el brillo del último regalo de Deneir a
su Elegido contra los poderes combinados de la perversión. Durante largos instantes
la luz abrasaba la oscuridad, y las sombras fluían para cubrir aquella luz. Durante
largo rato, ninguno de los dos parecía tener ventaja, y las demás criaturas del plano de
la oscuridad observaban sobrecogidas.
Pero entonces esas criaturas cayeron de espaldas, ya que la sombra no podía
imponerse a aquella luz brillante, aquel calor inexorable de Cadderly Bonaduce. El
Rey Fantasma, que poseía una gran inteligencia de dragón y la sabiduría de varios
siglos, sabía también la verdad.
Y es que el trono le había sido usurpado, y un nuevo Rey Fantasma se erguía en la
oscuridad. En aquella batalla final, Cadderly resultó ser invencible.
Con un grito de protesta, el dracolich emprendió el vuelo, dispuesto a huir, y
Cadderly tampoco permaneció allí. Y es que aquél no era su sitio, y allí no le
importaba si la bestia vivía o moría.
Pero no podía permitir que la criatura volviera a su lugar de procedencia.
Sabía el sacrificio que lo aguardaba, y que no podía volver a cruzar la membrana
entre los mundos, que estaba atado por su deber para con Deneir, con lo que estaba
bien, y con su familia y amigos.
Cadderly, con una sonrisa satisfecha y seguro de haber vivido una vida plena,
abandonó aquel mundo de oscuridad por otro que era casi su hogar.

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CAPÍTULO 30

LOS ÚLTIMOS RECUERDOS DE LOS DIOSES CAMBIANTES

No permanecía inerte en los brazos de Drizzt, sino que parecía estar presenciando un
espectáculo sobrecogedor, y por el modo en que se retorcía y los gritos ahogados que
emitía, Drizzt no podía ni imaginarse la batalla que su amigo Cadderly estaba
librando contra el Rey Fantasma.
—Mátalo —se encontró susurrando mientras salía dando tumbos de la catedral en
ruinas, a través de las puertas de doble hoja y hasta el amplio porche.
Lo que realmente quería era dirigirle una plegaria silenciosa a Cadderly para que
trajera a Catti-brie de vuelta.
—Mátalo.
Y esa palabra lo abarcaba todo, desde el dracolich tangible y simbólico hasta la
locura que se había extendido por el mundo y había atrapado a Catti-brie. Estaba
seguro de que era su última oportunidad. Si Cadderly no encontraba el modo de
romper el conjuro que ataba a su amada esposa, la habría perdido para siempre.
Para alivio de todos, no quedaban monstruos a los que enfrentarse mientras huían
del edificio. El patio estaba lleno de cadáveres, a los que habían matado Drizzt o el
feroz asalto del Rey Fantasma. El jardín, que solía ser tan tranquilo y hermoso,
presentaba la negra cicatriz creada por el fuego del dragón, la hierba muerta al
contacto con el dracolich y la enorme zanja creada por el gran dragón al lanzarse en
picado.
Jarlaxle y Bruenor los condujeron a la salida de aquella estructura, y cuando
echaron la vista atrás, hacia la enorme catedral, el trabajo que le había llevado toda la
vida a Cadderly Bonaduce, comprendieron mejor por qué el asalto había hecho tanta
mella en el sacerdote. Ardían fuegos en varios puntos, especialmente en el ala que
acababan de abandonar. Cuando la primera oleada de fuego había sido rechazada por
la fuerza de la magia de la catedral, los conjuros protectores se habían debilitado. El
lugar no quedaría totalmente consumido por las llamas, pero los daños eran
cuantiosos.
—Déjala en el suelo, amigo mío —dijo Jarlaxle, posando la mano sobre el brazo
de Drizzt.
Drizzt sacudió la cabeza y se apartó, y en ese mismo instante Catti-brie parpadeó,
y por un breve instante Drizzt creyó distinguir la claridad en su interior… ¡Lo había
reconocido!
—¡Mi hija! —exclamó Bruenor, que seguramente había visto lo mismo.
Pero fue algo tan fugaz, si realmente existió, y Catti-brie volvió a ese estado

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letárgico, que la había invadido desde que la había herido el Tejido, casi de
inmediato.
Drizzt la llamó varias veces, agitándola suavemente.
—¡Catti-brie, Catti-brie! ¡Despierta!
Pero no hubo respuesta.
Cuando por fin se dieron cuenta del estado en el que estaba, Athrogate gritó, y
todas las miradas se posaron en él, y después en el lugar hacia el que miraba: las
puertas abiertas de la catedral.
Por ellas salió Cadderly, pero no era el viejo sacerdote de carne y hueso, sino una
imagen traslúcida y fantasmagórica de éste, que caminaba encorvado pero con un
propósito. Se acercó a ellos y los atravesó, provocando escalofríos a medida que se
acercaba y pasaba.
Lo llamaron, pero no podía oír.
Era como si para él no existieran, y todos sabían que en su nueva realidad era
exactamente así.
El viejo sacerdote se dirigió hacia los árboles, con los otros seis detrás, y con las
llamas anaranjadas de fondo, comenzó a caminar mientras susurraba algo, se agachó
y sostuvo la mano justo por encima del suelo. Tras él, una línea azul blanquecina
comenzó a brillar suavemente en la hierba, y se dieron cuenta de que Cadderly estaba
trazando una línea mientras avanzaba.
—Una protección mágica —declaró Jarlaxle.
El drow trató de pasar por encima, y se mostró muy aliviado al ver que no sufría
daño alguno.
—Como la barrera de Luskan —coincidió Drizzt—. La magia que se utilizó para
sellar la ciudad vieja, por donde vagan los no muertos.
Cadderly siguió con su recorrido alrededor del perímetro de Espíritu Elevado.
—Si el Rey Fantasma vuelve, deberá ser a este lugar —dijo Jarlaxle, aunque
parecía no confiar mucho en esa afirmación, y su razonamiento sonó más como una
plegaria—. Los no muertos no podrán salir de aquí.
—Pero ¿cuánto tiempo tiene para tejer eso?
—Él lo sabía —dijo Drizzt, respirando con dificultad—. Su mensaje para
Danica…
—Para siempre —susurró Jarlaxle.
Al sacerdote le llevó un buen rato completar el primer recorrido, y comenzó otro
nuevo, ya que el primero que había trazado ya se estaba desvaneciendo.
Apenas había empezado con el segundo cuando una voz surgió de la oscuridad
del bosque.
—¡Padre! —exclamó Rorick Bonaduce—. ¡Madre, es viejo! ¿Por qué parece tan
viejo?

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Danica y sus hijos salieron de entre los árboles, con Ivan y Pikel. Los saludos
alegres por haberse reunido al fin tendrían que esperar, ya que el dolor era evidente
en los rostros de los tres jóvenes, y en el de la mujer que había amado tanto a
Cadderly.
Drizzt sintió el dolor de Danica en lo más profundo mientras sostenía a Catti-brie.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Danica, apresurándose a reunirse con ellos.
—Logramos expulsarlo y herirlo gravemente —dijo Jarlaxle.
—Cadderly fue tras él cuando desapareció —dijo Bruenor.
Danica dirigió la vista hacia Espíritu Elevado en llamas. Sabía por qué su
fantasmal esposo parecía tan viejo, por supuesto. El edificio estaba en ruinas, su
magia se había quedado prácticamente en nada, y esa magia era la que sostenía a
Cadderly tan seguro como sostenía las maderas, la piedra y el vidrio de la catedral de
Deneir. La magia había rejuvenecido a Cadderly, y lo había conservado así.
El conjuro había sido destruido.
¿Su esposo habría sido destruido también o… qué? Lo miró y no supo qué pensar.
—Sus últimos pensamientos fueron para ti —le dijo Drizzt—. Te amaba. Aún te
ama, y sirve a Deneir igual que nos sirve a nosotros.
—Saldrá de ésta —dijo con decisión Hanaleisa—. ¡Terminará con su cometido y
volverá a nosotros!
Nadie se atrevió a contradecirla. ¿Qué sentido tenía? Pero al mirar a Danica,
Drizzt supo que ella también sabía la verdad, Cadderly se había convertido en el Rey
Fantasma. Cadderly, su servicio a Espíritu Elevado y al resto del mundo, eran eternos.
El sacerdote fantasmal iba por la mitad de su tercer recorrido cuando amaneció
por el este, y los demás, exhaustos, continuaron tras él.
Su brillo disminuyó con el sol naciente hasta que desapareció por completo,
arrancando gritos ahogados, llenos de esperanza y miedo, de sus hijos.
—¡Se ha ido! —exclamó Temberle.
—Volverá —afirmó Rorick.
—No ha desaparecido —dijo Jarlaxle un instante más tarde, y les hizo señas a los
demás para que fueran hacia él.
La línea brillante seguía su recorrido, y cerca de su punto más brillante, el aire
estaba mucho más frío. Cadderly seguía allí, invisible a la luz del día.
El incendio de Espíritu Elevado se iba apagando poco a poco, pero el grupo no
volvió a entrar en la catedral, sino que montaron un campamento frente a la puerta
principal. El cansancio los hizo dormir, aunque montaron guardia por turnos, y
cuando volvió a anochecer, el Rey Fantasma, la aparición de Cadderly, volvió a
resultar visible mientras hacía el mismo recorrido eternamente.
Poco después regresaron algunas bestias reptantes, un pequeño grupo que parecía
decidido a atacar Espíritu Elevado. Salieron del bosque por sorpresa y chillaron como

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uno solo al acercarse a la línea brillante de Cadderly antes de huir nuevamente hacia
la oscuridad.
—La protección mágica de Cadderly es buena —dijo Bruenor.
El grupo descansó algo más tranquilo después de aquello.
—Debemos abandonar este lugar —les dijo Jarlaxle a los demás aquella noche, y
eso provocó muchas miradas, pocas de agradecimiento—. Tenemos que hacerlo —
insistió el drow—. Tenemos que contarle al mundo lo que ha sucedido aquí.
—Ve tú a contárselo —gruñó Hanaleisa, pero Danica posó la mano sobre el brazo
de su hija para tranquilizarla.
—Los monstruos se han batido en retirada, pero siguen estando ahí fuera —
advirtió Jarlaxle.
—Entonces, quedémonos aquí, donde no pueden alcanzarnos —replicó Rorick.
—El dracolich puede regresar dentro del perímetro de la protección mágica —
advirtió Jarlaxle—. Debemos aband…
Drizzt lo hizo callar con un gesto de la mano y se giró hacia Danica.
—Con la primera luz del día, mañana —le dijo.
—Éste es nuestro hogar, ¿Adónde vamos a ir?
—A Mithril Hall, y desde ahí a Luna Plateada —contestó Drizzt—. Si alguien
tiene respuestas, es la dama Alustriel.
Danica se volvió hacia sus hijos, que no parecían muy felices ante la perspectiva,
pero no podían rebatir una realidad tan evidente. La comida que pudieran rescatar del
interior del edificio no iba a mantenerlos para siempre.
Como solución de compromiso, esperaron dos noches más, pero para entonces,
hasta Hanaleisa y Rorick tuvieron que admitir que su padre no iba a volver con ellos.
Fue, pues, una solemne caravana la que partió de Espíritu Elevado una mañana
luminosa. La carreta no había sufrido graves daños a pesar de haber estado
estacionada en el patio, y con cinco eximios enanos que tenían los conocimientos
necesarios, consiguieron repararla por completo. Aún tuvieron una sorpresa mejor
cuando encontraron a las pobres mulas, asustadas y hambrientas pero muy vivas,
vagabundeando por un corredor apartado de la primera planta de la catedral, con sus
herraduras mágicas intactas.
Se pusieron en marcha lentamente hacia Carradoon, vacía y en ruinas, y luego
hacia el norte, camino de Mithril Hall. Sabían que encontrarían enemigos en las
montañas Copo de Nieve, y así fue, pero con las fuerzas combinadas de los cinco
enanos, la familia Bonaduce y los dos drows, no había bestias reptantes, murciélagos
gigantes ni noctámbulos, capaces de representar una verdadera amenaza para el
grupo.
Avanzaban a un paso que nada tenía que ver con la furia que los había traído
hacia el sur, y veinte días después atravesaban el Surbrin y entraban en Mithril Hall.

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Encorvado y resignado, el Rey Fantasma Cadderly se paseó esa noche por las
ruinas de Espíritu Elevado.
Y a partir de ésa, todas las noches, por siempre jamás.

Todo era un borrón, un torbellino, una bruma gris que desafiaba a la lucidez.
Destellos de imágenes, la mayor parte aterradoras, atravesaban su sensibilidad y la
hacían saltar de un recuerdo a otro, a sensaciones de la vida que había conocido.
Todo era un borrón incomprensible.
Hasta que Catti-brie vio un punto dentro de ese mar en movimiento, un punto
focal, como el extremo de una cuerda que le hubieran arrojado a través de la niebla.
Mentalmente y con la mano trató de asir ese punto de claridad y, ante su sorpresa,
consiguió tocarlo. Era firme y liso, del marfil más puro.
Las nubes se retiraron en un remolino de ese punto, y Catti-brie pudo entonces
ver claramente con los ojos, y en el presente, por primera vez desde hacía semanas.
Examinó el elemento salvador, un solo cuerno. Lo siguió.
Un unicornio.
—¡Mielikki! —dijo en un susurro.
El corazón le golpeaba en el pecho. Trató de abrirse paso a través de la confusión,
de salir de la maraña de hechos que habían sucedido.
¡La hebra del Tejido! Recordó la hebra del Tejido que la había tocado y dañado.
Todavía estaba allí, dentro de ella. Las nubes grises se arremolinaban en los la
periferia de su visión.
—Mielikki —volvió a decir, sabiendo sin la menor duda que era ella, la diosa, la
que tenía delante.
El unicornio bajó la cabeza y dobló las patas delanteras, invitándola.
El corazón de Catti-brie latía desbocado, hasta tal punto que pensó que se le iba a
salir por la boca. Las lágrimas asomaron a sus ojos mientras trataba de negar lo que
vendría a continuación y rogaba en silencio que se retrasara.
El unicornio la miró con sus grandes ojos oscuros llenos de comprensión.
Entonces, volvió a ponerse de pie y retrocedió un paso.
—Concédeme una noche más —susurró Catti-brie.
Salió corriendo de su habitación con los pies descalzos y fue a la puerta siguiente
de Mithril Hall, esa puerta que conocía tan bien, la de la habitación que compartía
con Drizzt.
Él estaba en la cama, profundamente dormido, cuando ella entró en la habitación.
Soltó las cintas de su túnica mágica y la dejó caer al suelo antes de deslizarse en la
cama, junto a él.
Drizzt se despertó y se volvió, y Catti-brie lo recibió con un beso apasionado. Los
dos cayeron sobre la cama, abrumados, e hicieron el amor hasta quedar exhaustos el

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uno en brazos del otro.
Después de eso, el sueño de Drizzt se hizo todavía más profundo, y cuando Catti-
brie oyó el suave golpe del cuerno del unicornio en la puerta cerrada, comprendió que
Mielikki era el que lo tenía sumido en ese sopor.
Venía a reclamarle que cumpliera su destino.
Se desasió del abrazo de Drizzt, se incorporó sobre un codo y lo besó en la oreja.
—Siempre te amaré, Drizzt Do'Urden —dijo—. Tuve una vida plena y libre de
pesares porque te conocí y tú me completaste. Que duermas bien, amor mío.
Abandonó el lecho y echó mano de su túnica mágica, pero se detuvo haciendo un
gesto negativo con la cabeza. Se dirigió a su arcón y allí encontró la ropa que le había
regalado la dama Alustriel: un traje blanco, con sobrefaldas llenas de pliegues y
frunces, pero sin mangas, con un amplio escote y sin un ruedo definido. Estaba
pensado para flotar a cada movimiento y para resaltar más que ocultar la belleza de
sus formas.
Cogió una capa negra con capucha y se la echó sobre los hombros, dando una
vuelta para apreciar su caída.
Salió descalza. No iba a necesitar zapatos nunca más.
El unicornio estaba esperando, pero no protestó cuando Catti-brie lo condujo
silenciosamente corredor adelante, hasta una puerta no muy lejana. Dentro yacía
Regis, atormentado, magullado, pendiendo su vida de un hilo gracias a los esfuerzos
incansables de los leales sacerdotes de Mithril Hall, uno de los cuales estaba sentado
en una silla cerca de la cama del halfling, sumido en un profundo sopor.
Catti-brie no tuvo necesidad de soltar las ataduras que sujetaban los brazos y las
piernas de Regis, porque no era sólo eso lo que iba a dejar atrás. Regis se liberó de su
envoltura carnal, y la mujer, su guía y compañera, lo levantó suavemente en sus
brazos. El halfling emitió un leve gruñido, pero ella le habló con suaves palabras, y,
gracias a la magia de Mielikki que la alentaba, el halfling se calmó.
En el pasillo, el unicornio dobló nuevamente las patas delanteras, y cuando Catti-
brie se montó a la amazona sobre su lomo, partieron corredor adelante.

El grito de una voz familiar despertó a Drizzt. El pánico que trasuntaba ofrecía un
palpable contraste con la maravillosa sensación cálida de la noche pasada.
Pero si la frenética llamada de Bruenor no había conseguido romper del todo el
sopor inducido, sin duda lo hizo la imagen que cobró nitidez al mismo tiempo que
Drizzt tomaba conciencia de la sensación que le transmitía su tacto.
Catti-brie estaba allí, con él, en la cama, con los ojos cerrados y una expresión de
total serenidad en el rostro, como si estuviera dormida.
Pero no lo estaba.
Drizzt se incorporó de golpe, respirando con dificultad, con los ojos desorbitados

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y las manos temblorosas.
—Catti —gritó—. ¡Catti, no! —Tendió hacia ella los brazos y atrajo hacia sí la
forma inerte, tan fría y quieta—. No, no, vuelve conmigo.
—¡Elfo! —volvió a chillar Bruenor, porque fue un chillido, no un grito.
Jamás había oído Drizzt semejante lamento de boca del estoico y sensato enano.
—¡Oh, elfo, por todos los dioses!
Drizzt depositó a Catti-brie en la cama. No sabía si tocarla, si besarla, si tratar de
insuflarle vida. No sabía qué hacer, pero el tercer grito de Bruenor hizo que se tirara
de la cama y tambaleándose fuera hasta la puerta.
Salió corriendo al pasillo, desnudo y sudoroso, y a punto estuvo de arrollar a
Bruenor, que avanzaba por el corredor temblando y dando tumbos con la forma inerte
de Regis en los brazos.
—¡Oh, elfo!
—Bruenor, Catti-brie… —tartamudeó Drizzt, pero Bruenor lo interrumpió.
—¡Está sobre el maldito caballo con Panza Redonda!
Drizzt lo miró mudo de asombro, y Bruenor señaló con el mentón corredor
adelante y avanzó tambaleándose hacia el siguiente pasillo. Drizzt iba dándole apoyo
y tirando de él. Juntos doblaron la esquina del corredor y allí, delante de ellos, se les
presentó la visión que explicaba plenamente el grito frenético de Bruenor.
Un unicornio llevaba a Catti-brie, cabalgando a la amazona y acunando a Regis
en sus brazos. Ni la criatura equina ni la mujer se volvieron, a pesar de la
conmocionada persecución y de las insistentes llamadas del drow y el enano.
El corredor describía un pronunciado recodo, pero el unicornio se metió
directamente en el muro y desapareció.
Drizzt y Bruenor se detuvieron. Las piernas casi no los sostenían y las palabras se
negaban a salir de sus bocas.
Detrás de ellos se produjo una conmoción al reaccionar otros enanos a los gritos
de su rey, y también Jarlaxle corrió hacia la horrorizada pareja. Muchos gritaron al
ver a Regis muerto en brazos de Bruenor, ya que el halfling había prestado muy
buenos servicios como administrador de Mithril Hall y como íntimo asesor de su gran
rey.
Jarlaxle le ofreció a Drizzt su capa, pero tuvo que ponérsela al explorador que
estaba fuera de sí mismo de terror y de dolor. Por fin, Drizzt miró a Jarlaxle, y
cogiéndolo por los pliegues de la camisa lo arrinconó contra la pared.
—¡Encuéntrala! —le imploró, contra toda lógica, porque sabía dónde estaba la
mujer, quieta y fría—. ¡Tienes que encontrarla! ¡Haré cualquier cosa que me pidas!
¡Te daré todas las riquezas del mundo!
—¡Mithril Hall y todo lo que contiene! —añadió Bruenor.
Jarlaxle trató de calmarlos a los dos. Asintió y le dio a Drizzt palmaditas en el

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hombro, aunque, por supuesto, no tenía la menor idea de dónde empezar ni de de lo
que tenía que buscar realmente… ¿El alma de Catti-brie, acaso?
Las promesas de vasallaje y riquezas le sonaron extrañamente discordantes en ese
momento. La encontraría, o al menos lo intentaría. De eso no tenía ninguna duda.
Sin embargo, y esto lo sorprendió muchísimo, no tenía intención de aceptar ni un
cobre por sus esfuerzos, y no quería ninguna promesa de vasallaje de Drizzt
Do'Urden.
Tal vez, en esa ocasión, lo movía alguna otra cosa.

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EPÍLOGO

Lo sintió como un latido bajo los pies desnudos, la tierra viva, el ritmo de la propia
vida, y tuvo ganas de bailar. Y aunque nunca se le había dado muy bien el baile, sus
movimientos fueron fluidos y gráciles, una perfecta expresión del bosque primaveral
en el que la habían colocado. Y aunque tenía la cadera dañada —irreversiblemente,
según creían todos— no sintió el menor dolor al levantar la pierna ni al saltar y girar
en una inspirada pirueta.
Se llegó hasta Regis, que estaba sentado en un pequeño prado de flores silvestres,
con la vista fija en las ondas de un reducido estanque. Le sonrió y se echó a reír
mientras danzaba a su alrededor.
—¿Estamos muertos? —preguntó el halfling.
Catti-brie no tenía respuesta. Ahí estaba el mundo, en algún lugar más allá de los
árboles del bosque, y ahí estaba… Aquí. Esta existencia. Este rincón de paraíso, una
expresión de lo que había sido que nacía de la diosa Míelikki, un regalo que les hacía
a ella y a Regis, y a todo Toril.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —preguntó el halfling, al que ya no
atormentaban los encorvados monstruos de sombra.
Porque habían vivido una vida satisfactoria, Catti-brie lo sabía. Porque éste era el
regalo de Mielikki —para ellos y para Drizzt—, una expresión de recuerdos
maravillosos de la diosa que sabía que el mundo había cambiado para siempre.
Catti-brie se alejó, cantando, y aunque nunca se le había dado bien el canto, su
voz sonaba con un tono y una armonía perfectos, otro efecto del bosque encantado.
Seguían en Toril, aunque no lo sabían, en un pequeño reducto de eterna primavera
del bosque situado en medio de un mundo cada vez más oscuro y frío. Pertenecían a
ese lugar, de forma tan innegable como había pertenecido Cadderly a Espíritu
Elevado, o tal vez más. Abandonarlo equivalía a propiciar otra vez la entrada de las
pesadillas y el estupor de la confusión más absoluta.
Porque de entrar alguien más, sería como invitarlos a variaciones de lo mismo.
Aquel prado era la expresión de Mielikki, un lugar de posibilidades, de lo que
podría ser y no de lo que era. Allí no había monstruos, aunque abundaban los
animales. Y el regalo era de carácter privado y no podía compartirse, un lugar
secreto, la marca indeleble de la diosa Mielikki, el monumento adecuado de Mielikki
en un mundo que avanzaba en una nueva dirección.

Dos montones de piedras.

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Dos túmulos, uno con los restos de Regis y otro con los de Catti-brie. Hacía poco
más de un mes, Drizzt y Catti-brie volvían de Luna Plateada, y a pesar de las
turbulencias en el Tejido, había sido un viaje gozoso. Durante más de ocho años,
Drizzt se había sentido completo, había sentido que todos los gozos se habían
duplicado y todos los pesares se habían reducido a la mitad mientras recorría su vida
bailando con aquella maravillosa mujer, que jamás le había mostrado otra cosa que no
fuera sinceridad, compasión y amor.
Luego, todo había desaparecido, le había sido arrebatado, y de una manera que no
acertaba a comprender. Trató de consolarse diciéndose que ella ya no sufría, que
estaba en paz…, con Mielikki, evidentemente, teniendo en cuenta la visión del
unicornio. Después de todo, las últimas semanas habían sido un sufrimiento para ella.
Pero no funcionaba, y no podía hacer otra cosa que sacudir la cabeza, tratar de
contener las lágrimas y reprimir el impulso de arrojarse sobre aquel frío y duro
túmulo montado en una profunda cámara decorada de Mithril Hall.
Miró el túmulo más pequeño y le vino a la memoria su viaje con Regis a Luskan.
Después, sus recuerdos se remontaron mucho más atrás, a sus primeros días juntos en
el Valle del Viento Helado.
El drow dejó caer la mano sobre Guenhwyvar, a la que había llamado para la
ceremonia. Era lo que correspondía, que la pantera estuviera allí, y de haber conocido
una manera de conseguirlo, también habría correspondido que estuviera allí Wulfgar.
En ese momento tomó la decisión de ir al Valle del Viento Helado para informar
personalmente a su amigo bárbaro.
Entonces, todo se vino abajo. La idea de contárselo a Wulfgar, por fin, derribó las
defensas del estoico Drizzt Do'Urden. Empezó a sollozar. Sus hombros se agitaron y
sintió que se derrumbaba en el suelo, como si las piedras se elevaran para
enterrarlo… ¡Y cómo le hubiera gustado que así fuera!
Bruenor lo sujetó y lloró con él.
Drizzt pronto se recompuso y se irguió con una mueca fría y una expresión que
dejó helados a todos los presentes.
—Todo irá bien, elfo —susurró Bruenor.
Drizzt se limitó a mirar al frente con una furia fría, dura, indeterminada.
Sabía que nunca volvería a ser el mismo; sabía que aquel gruñido interior no
desaparecería con el paso de los días, de las semanas, de los meses, de los años, ni de
décadas quizá. No había ninguna luz de esperanza al final de aquel oscuro túnel.
Esa vez no.

Cuando Regis quería encontrar un hilo de pescar, lo encontraba. Cuando buscaba


un anzuelo y una caña también los descubría rápidamente. ¡Y cada vez que sacaba
una trucha testarteja del pequeño estanque, el halfling daba un respingo y se

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preguntaba si no estaría en el Valle del Viento Helado!
Pero sabía que no, porque aunque aquel bosque extraño estuviera situado en esa
tierra, no pertenecía a ella.
No muy lejos había herramientas para tallar y a Regis no le sorprendió
encontrarlas, Las quería y allí estaban, y entonces empezó a preguntarse sí el lugar en
sí mismo sería un sueño, una gran ilusión.
¿Cielo o infierno?
¿Se despertaría?
¿Quería despertarse?
Pasaba los días pescando o haciendo tallas, no le faltaba calor y estaba feliz.
Comía las comidas más deliciosas que hubiera conocido jamás, se iba a dormir con la
barriga llena y tenía hermosos sueños.
Además, el canto de Catti-brie llenaba el aire del bosque, aunque sólo la veía en
momentos fugaces, a lo lejos, subiéndose a rayos del sol o de la luna como si fueran
una escalera hacia el cielo.
Bailando, siempre bailando. Sus movimientos y su canto daban vida al bosque, y
el cantar de los pájaros la acompañaba alegremente a la luz del sol, y con una belleza
irreal en la blanda oscuridad de la noche.
No se sentía infeliz, ni frustrado, pero muchas veces, llevado de su propia
curiosidad, trataba de andar en línea recta, sin desviarse un solo paso a izquierda ni a
derecha, en un intento de llegar a la linde del bosque.
Inexplicablemente, sin embargo, se volvía a encontrar una y otra vez donde había
empezado, a la orilla de un pequeño estanque.
Lo único que podía hacer era poner los brazos en jarra y reírse…, y volver a coger
la caña de pescar.

Y así discurría todo, y el tiempo llegó a perder su significado, los días y las
estaciones ya no tenían importancia.
Nevó en el bosque, pero no hacía frío, y las flores no pararon de abrirse, y Catti-
brie, el alma mágica de la expresión de Mielikki, no dejó de danzar ni de cantar.
Era su lugar, su bosque, y allí encontraba felicidad, serenidad y paz de espíritu, y
si algo amenazaba al bosque, ella le haría frente. Regis también sabía todo eso, y
sabía que era un huésped allí, que siempre sería bienvenido, pero no estaba tan
íntimamente unido a la tierra como lo estaba su compañera.
Y por eso el halfling decidió que se convertiría en una especie de vigilante.
Cultivó un jardín y lo mantenía perfecto. Se construyó una casa sobre una ladera, con
una puerta redonda y un confortable hogar, con estantes maravillosamente tallados
que él mismo había esculpido, y platos y tazas de madera, y una mesa siempre
puesta…

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Para huéspedes que no llegaban nunca.

FIN

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Robert Anthony Salvatore nació en Massachussetts en 1959. Su interés por la
literatura fantástica empezó cuando le regalaron un ejemplar de El Señor de los
Anillos. Dedicó sus estudios al periodismo y a la literatura, y comenzó a escribir en
1982. Su primera novela fue La Piedra de Cristal y es el autor de numerosas novelas
de Reinos Olvidados.

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