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Matar Es Facil

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SELLO Esencia

COLECCIÓN
®
FORMATO 15 x 23
cantos romos
.
M P OS
®

S T I E
LO SERVICIO septiembre

D E T O D OS N

MATAR ES FÁCIL
V E N DIDA O R U R AL E
ÁS RN
V E L ISTA M N E L ENTO
L A NO DA E
PRUEBA DIGITAL
N S PI R A R A . RISTIE
: VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR

MATAR
E L A I T O C H
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EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.
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PANTONE 7612C 17mm
Agatha Christie

Matar es fácil

Traducción de C. Peraire del Molino

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Murder is Easy Copyright © 1939 Agatha Christie Limited. Todos los
derechos reservados.

AGATHA CHRISTIE, MURDER IS EASY y la firma de Agatha Christie


son marcas registradas de Agatha Christie Limited en el Reino Unido
y en otros lugares. Todos los derechos reservados.

Iconos Agatha Christie Copyright © 2013 Agatha Christie Limited.


Usados con permiso.
Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
Ilustraciones de la cubierta: © miketarks, Mallinkal y In-Finity / Shutterstock

Traducción de C. Peraire del Molino

© Editorial Planeta, S. A., 2021


Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Por esta edición:


Espasa Libros, 2021
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www​.planetadelibros​.com

Publicado de acuerdo con Grupo Planeta Argentina, S.A.I.C.

Primera edición: junio de 2021


ISBN: 978-84-670-5979-3
Depósito legal: B. 6.354-2021
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Egedsa
Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado
como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito
del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www​.conlicencia​
.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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Capítulo 1
Un viajero

¡I nglaterra! ¡Otra vez Inglaterra después de tantos


años! ¿Cómo se la iba a encontrar?
Luke Fitzwilliam se hizo esa pregunta al descender
por la pasarela del barco. La pregunta continuó en su
mente durante toda la espera en el recinto de la adua-
na. De pronto pasó a un primer plano cuando por fin
se sentó en el tren.
Inglaterra, de permiso, era otra cosa. Mucho dinero
para despilfarrar (¡al menos al principio!); viejos ami-
gos a los que llamar; reuniones con otros camaradas
que, como él, estaban en casa; un ambiente despreo-
cupado del tipo: «¡Bueno, no durará mucho! ¡Más vale
que me divierta! Pronto habrá que regresar».
Pero ahora ya no se trataba de volver. Se habían
acabado las noches de calor sofocante, la deslumbran-
te luz del sol y la belleza de la exuberante vegetación
tropical, las veladas solitarias dedicadas a leer y releer
los ejemplares atrasados del Times.
Así estaba, retirado con honores y con una pensión

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y algunas pequeñas rentas propias, un caballero ocio-


so que había vuelto a Inglaterra. ¿Qué iba a hacer con-
sigo mismo?
¡Inglaterra! Inglaterra en un día de junio, con el cie-
lo gris y un viento helado y cortante. ¡No tenía nada
de acogedora en un día como este! ¡Y la gente! ¡Cielo
santo, la gente! Muchedumbres con la cara gris como
el cielo; rostros ansiosos y preocupados. Y también es-
taban las casas, creciendo por todas partes, como se-
tas. ¡Casuchas abominables! ¡Casuchas repugnantes!
¡Gallineros con pretensiones de grandeza por toda la
campiña!
Haciendo un esfuerzo, Luke Fitzwilliam apartó la
mirada del paisaje y se dispuso a echar un vistazo a
los periódicos que acababa de comprar: el Times, el
Daily Clarion y el Punch.
Empezó por el Daily Clarion, dedicado enteramente
a las carreras de caballos: el derby de Epsom.
Luke pensó: «Es una lástima que no llegara ayer.
No he estado en un derby desde los diecinueve años».
En el club había apostado por un caballo y quiso
ver lo que el corresponsal del Clarion opinaba de su
favorito. Comprobó que lo descartaba desdeñosamen-
te con el comentario: «Y en cuanto a Jujube II, Mark’s
Mile, Santony y Jerry Boy, es difícil que lleguen a clasi-
ficarse en los primeros lugares. Un probable finalista
es...».
Pero Luke no se fijó en el probable finalista. Su mi-
rada recorría las apuestas. Jujube II aparecía con un
modesto 40 a 1.

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Miró el reloj. Las cuatro menos cuarto. «Bueno,


ahora ya habrá terminado», se dijo. Y deseó haber
apostado por Clarigold, que era el segundo favorito.
Luego abrió el Times para concentrarse en asuntos
más serios, aunque no por mucho tiempo, porque
un coronel de aspecto fiero que estaba sentado ante
él, acalorado por lo que acababa de leer, quiso hacer-
le partícipe de su indignación. Pasó una buena me-
dia hora antes de que se cansara de repetir lo que
pensaba de «esos malditos agitadores comunistas,
señor».
Al final, el coronel se calló y se quedó dormido con
la boca abierta. Poco después, el tren desaceleró y se
detuvo. Luke miró por la ventanilla. Se hallaba en una
gran estación con muchos andenes, pero al parecer
desierta. Alcanzó a ver un letrero sobre el quiosco de
revistas que decía: Resultados del derby. Abrió la
portezuela, saltó al andén y corrió hasta el puesto de
periódicos. Momentos después, contemplaba con una
amplia sonrisa las pocas líneas de la última edición:

Resultados del derby


Jujube II
Mazeppa
Clarigold

Luke sonrió satisfecho. ¡Cien libras para malgastar!


Bravo por el bueno de Jujube II, injustamente menos-
preciado por todos los entendidos. Con una sonrisa en
los labios, se volvió para enfrentarse al vacío. Excitado

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por la victoria de Jujube II, no había advertido que el


tren salía de la estación.
—¿Dónde diablos se ha metido el tren? —preguntó
a un mozo de rostro sombrío.
—¿Qué tren? No ha llegado ninguno desde las
3.14.
—Hace nada había aquí un convoy y yo me he
apeado de él. Es el que enlaza con el barco.
—El expreso que enlaza con el barco va directo a
Londres —replicó el mozo con austeridad.
—Pues ha parado —le aseguró Luke—. He bajado
de ese tren.
—No para hasta Londres —repitió el mozo imper-
térrito.
—Se detuvo en este mismo andén y yo me apeé, se
lo aseguro.
Enfrentado a los hechos, el mozo cambió de táctica.
—No debió hacerlo —dijo con reprobación—. No
para aquí.
—Pues lo hizo.
—Sería por la señal. Esperaría hasta que le dieran
paso. No puede llamarse propiamente una «parada».
No debería haberse apeado.
—Yo no distingo como usted esos matices tan finos
—replicó Luke—. La cuestión es: ¿qué hago ahora?
El empleado, hombre de pensamiento pausado, re-
pitió el reproche:
—No debió apearse.
—Bien, lo admito —dijo y, a continuación, recitó—:
El mal está hecho, dejémonos de lamentaciones. Lo

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que yo quiero saber es qué me aconseja que haga un


hombre de experiencia en el servicio ferroviario.
—¿Me pregunta qué debe hacer?
—Eso mismo. Supongo que habrá algún tren que
pare aquí, que pare de forma oficial, quiero decir.
—Déjeme pensar —contestó el mozo—. Lo mejor
es que coja el de las 4.25.
—Si el de las 4.25 va a Londres —respondió Luke—,
ese es mi tren.
Más tranquilo, empezó a pasear por el andén. En
una pizarra leyó que se hallaba en Fenny Clayton, es-
tación de enlace con Wychwood-under-Ashe. Al cabo
de un rato, un tren de un solo vagón, arrastrado por
una anticuada locomotora, entró en la estación para
colocarse modestamente en uno de los andenes. Se
apearon solo seis o siete personas que, tras cruzar un
pequeño puente, pasaron al andén de Luke. El mozo
taciturno resucitó de pronto y cargó una carretilla con
cajas y cestos. Otro empleado se unió al primero y se
oyó el tintineo de las lecheras. Fenny Clayton desper-
tó de su letargo.
Por fin, dándose mucha importancia, llegó el tren
de Londres. Los vagones de tercera estaban abarrota-
dos. Solo había tres compartimentos de primera clase,
y, en cada uno de ellos, viajaba uno o varios pasajeros.
El primero, para fumadores, estaba ocupado por un
caballero de aspecto marcial que fumaba un puro.
Luke, que ya había tenido bastantes coroneles an-
gloindios por un día, se dirigió al siguiente, cuyos
ocupantes eran una joven elegante que parecía cansa-

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da, posiblemente una institutriz, y un niñito de unos


tres años de aspecto movido. Pasó de largo sin perder
ni un segundo. La puerta del compartimento contiguo
estaba abierta y en su interior se hallaba un solo pasa-
jero: una dama de cierta edad. Le recordó a una de sus
parientes, tía Mildred, que, en una demostración de
valentía, le había permitido quedarse con una culebra
cuando tenía diez años. Tía Mildred había sido todo lo
buena que puede ser una tía. Tras unos minutos de in-
tensa actividad en los vagones destinados a la leche y
las maletas, el tren se puso poco a poco en movimien-
to. Luke desdobló su periódico para volver a las noti-
cias con la desgana de quien ya ha leído los diarios de
la mañana.
No esperaba leer mucho rato. Puesto que era un
hombre con varias tías, estaba casi seguro de que la
agradable anciana que ocupaba su mismo comparti-
mento no podría guardar silencio hasta Londres.
Estaba en lo cierto: una ventanilla que no cerraba
bien, un paraguas caído, y la buena señora empezó a
contarle las excelencias del tren.
—Solo tarda una hora y diez minutos. Es magnífi-
co, ya lo creo. Mucho mejor que el de la mañana, que
tarda una hora y cuarenta minutos.
Y prosiguió:
—Casi todo el mundo toma el de la mañana. Quie-
ro decir que, si es el día de descuento, es una tontería
tomar el tren de la tarde. Yo querría haber salido esta
mañana, pero Wonky Pooh se había perdido (es mi gato
persa, una preciosidad, solo que últimamente le dolía

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una oreja), y claro, no me podía ir de casa hasta que lo


encontrara.
—Por supuesto —murmuró Luke, que miró con
afectación su periódico. Pero eso no le sirvió de nada,
pues ella siguió con la charla.
—Así que le puse al mal tiempo buena cara y tomé
el tren de la tarde, lo que en cierto modo es una ventaja
porque no va tan lleno, aunque eso no importa cuando
se viaja en primera. Desde luego, es algo que no me
permito a menudo. Quiero decir que lo considero un
despilfarro, con tantos impuestos, rentas míseras, el
sueldo del servicio que cada vez es más alto y todas
esas cosas. Pero la verdad es que estaba tan trastorna-
da, porque voy a Londres para un asunto muy impor-
tante, ¿sabe?, y quería poder pensar con tranquilidad
lo que voy a decir. —Luke reprimió una sonrisa—. Y
cuando se coincide en el viaje con personas conocidas
hay que mostrarse amable. Así que pensé que, por una
vez, el gasto estaba más que justificado, aunque creo
que hoy en día se derrocha y ya nadie piensa en el futu-
ro. Como es natural —agregó con presteza, al fijarse en
el rostro bronceado de Luke—, los soldados de permi-
so deben viajar en primera, sobre todo si son oficiales.
Luke sostuvo la inquisitiva mirada de aquel par de
ojos brillantes y capituló. Daba lo mismo ahora que
después.
—No soy militar —dijo.
—¡Oh, cuánto lo siento! No quise decir que... Solo
pensé que... Como está tan bronceado... Quizá regre-
saba del Sudeste Asiático de permiso.

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—Vuelvo a casa desde Oriente —dijo Luke—, pero


no de permiso. —Para evitar más explicaciones, aña-
dió con toda claridad—: Soy policía.
—¿Es policía? Eso es muy interesante. El hijo de
una buena amiga mía acaba de ingresar en la policía
de Palestina.
—Vengo de Mayang Straits —respondió Luke, que
tomó otro atajo para abreviar la conversación.
—¡Qué interesante! Lo cierto es que es una coinci-
dencia. Me refiero a que viaje en este tren. Porque el
asunto que me lleva a la ciudad... Bueno, en realidad
voy a Scotland Yard precisamente.
—¿De veras? —preguntó Luke.
Y pensó para sí: «¿Se le acabará pronto la cuerda o
seguirá así hasta Londres?». Pero la verdad es que no le
importaba. Había querido mucho a su tía Mildred, y
recordaba la vez que le había dado cinco libras en el
momento en que más falta le hacían. Además, las seño-
ras mayores como esa y su tía Mildred tenían algo re-
confortante y muy inglés. No había nadie como ellas
en Mayang Straits. Son comparables con el pastel de
pasas y especias del día de Navidad, el críquet y las
chimeneas con troncos ardiendo. Son esas cosas las que
se echan de menos cuando no se tienen y se está al otro
lado del mundo, y de las que uno se harta cuando se
disfrutan en exceso. Pero, como ya se ha dicho, Luke
hacía solo tres o cuatro horas que había llegado a Ingla-
terra.
—Sí, tenía la intención de haber viajado esta maña-
na, pero luego, como le he comentado, me trastornó

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tanto la desaparición de Wonky Pooh... ¿Cree usted que


será demasiado tarde? Quiero decir si tienen un hora-
rio especial de oficina en Scotland Yard.
—No creo que cierren a las cuatro, ni nada parecido
—respondió Luke.
—No, claro que no. ¿Cómo iban a hacerlo? Me re-
fiero a que alguien podría necesitar informar sobre un
crimen a cualquier hora, ¿no le parece?
—Exacto —contestó Luke.
Durante unos instantes, la anciana permaneció en
silencio. Parecía angustiada.
—Soy de la opinión de que lo mejor es ir directa-
mente a la fuente principal —dijo al fin—. John Reed
es un hombre muy agradable, es el policía de Wych-
wood, muy atento y sociable. Pero, ¿sabe?, no creo
que sea una persona capaz de resolver algo serio. Está
acostumbrado a tratar con gente que ha bebido dema-
siado, o que conduce a más velocidad de la permitida,
o que no registra a su perro, o incluso a investigar al-
gún robo. Pero no creo..., estoy segura que pueda en-
frentarse a un asesinato.
Luke arqueó las cejas.
—¿Asesinato?
La dama asintió con energía.
—Sí, veo que está sorprendido. Yo también lo esta-
ba al principio. No podía creerlo. Pensé que eran ima-
ginaciones mías.
—¿Y está segura de que no lo son?
—¡Oh, sí! —afirmó con la cabeza—. Podrían ha-
berlo sido la primera vez, pero no la segunda ni la ter-

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cera ni la cuarta. Tras varios asesinatos, una se con-


vence.
—¿Quiere decir que ha habido varios? —preguntó
Luke.
—Me temo que unos cuantos —respondió la dama
sin que su voz se alterase y, acto seguido, prosiguió—:
Por eso creo que lo mejor es ir a Scotland Yard directa-
mente y contarlo todo. ¿No cree usted que es lo mejor?
Luke la miró pensativo.
—Sí, creo que tiene razón.
Y se dijo: «Allí sabrán cómo tratarla. Lo más proba-
ble es que les lleguen más de media docena de señoras
como esta por semana, con el cuento de los asesinatos
cometidos en sus tranquilos pueblecitos. Deben de te-
ner un departamento especial para estas viejecitas en-
cantadoras».
Y se imaginó a un inspector jefe de actitud paternal
o un apuesto y joven inspector murmurando con mu-
cho tacto: «Muchas gracias, señora, se lo agradecemos
mucho. Ahora regrese a casa, déjelo todo en nuestras
manos y no vuelva a pensar más en este asunto».
Sonrió ante la escena y se dijo: «Me pregunto de
dónde sacarán todas esas historias. Deben de estar
aburridas como una ostra y sienten el deseo subcons-
ciente de vivir un melodrama. He oído decir que algu-
nas ancianas creen que todos quieren envenenarlas».
La suave voz de su interlocutora lo sacó de sus me-
ditaciones.
—¿Sabe? Recuerdo que leí una vez, creo que era el
caso Abercrombie, que el asesino había envenenado a

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muchas personas sin que nadie sospechara... ¿Qué de-


cía? Ah, sí. Alguien contó que miraba de un modo es-
pecial a su víctima y, poco después, esta empezaba a
sentirse mal. La verdad es que entonces no lo creí,
pero ¡es cierto!
—¿Qué es cierto?
—La mirada de ciertas personas.
Luke la observó. Temblaba ligeramente y sus meji-
llas habían perdido su tono rosado.
—La vi por primera vez cuando miró a Amy Gibbs...
y ella murió. Luego fue Carter. Y Tommy Pierce. Pero
ayer le tocó al doctor Humbleby, una persona tan agra-
dable y tan buena. Carter bebía y Tommy Pierce era un
chiquillo impertinente y entrometido que maltrataba a
niños más pequeños que él. No me importaron gran
cosa. Pero el doctor Humbleby es distinto. Hay que
salvarlo. Y lo terrible es que, si fuera a verle y se lo con-
tara, no querría creerme, se echaría a reír. Y John Reed
tampoco. Pero en Scotland Yard será distinto porque,
claro, allí están acostumbrados a los crímenes.
Miró por la ventanilla.
—Oh, querido, llegaremos enseguida. —Nerviosa,
abrió y cerró su bolso, y cogió el paraguas—. Gracias,
muchísimas gracias —dijo a Luke cuando este le reco-
gió el paraguas, que se le había caído por segunda
vez—. Ha sido un gran alivio hablar con usted. Ha sido
muy amable, y celebro que crea que hago lo correcto.
—Estoy seguro de que en Scotland Yard la aconseja-
rán convenientemente —contestó Luke con gentileza.
—Le estoy muy agradecida. —Revolvió en su bol-

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so—. Mi tarjeta. Oh, qué lástima, solo tengo una y


debo guardarla para Scotland Yard.
—Claro, claro.
—Pero mi nombre es Pinkerton.
—Un nombre muy adecuado, señorita Pinkerton.
El mío es Luke Fitzwilliam —respondió el joven con
una sonrisa y, al ver que ella lo miraba ansiosa, se apre-
suró a decir, cuando el tren se detuvo en el andén—:
¿Quiere que le busque un taxi? ¿Tiene usted prisa?
—¡Oh, no, gracias! —La señorita Pinkerton pareció
escandalizarse—. Tomaré el metro hasta Trafalgar
Square y bajaré andando por Whitehall.
—Bien, buena suerte —le deseó Luke.
La señorita Pinkerton le dio un caluroso apretón de
manos.
—Muy amable —murmuró de nuevo—. ¿Sabe? Al
principio pensé que no me creería.
Luke tuvo la cortesía de sonrojarse.
—Bueno —le dijo—. ¡Tantas muertes! Parece bas-
tante complicado que alguien cometa varios asesina-
tos, ¿verdad?
—No, no, muchacho. Se equivoca. Matar es fácil,
mientras nadie sospeche de uno. Y, además, el culpa-
ble es la última persona de quien se sospecharía.
—Bueno, de todos modos, buena suerte.
La señorita Pinkerton desapareció entre la multitud
y el joven fue en busca de su equipaje mientras pensa-
ba: «¿Estará algo perturbada? No, no lo creo. Tendrá
una imaginación desbordante, eso es todo. Espero que
la traten bien. Es una anciana muy agradable».

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