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El Sentido de La Libertad

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EL SENTIDO DE LA LIBERTAD

por Ricardo Yepes Stork, profesor de Filosofía

Pocas palabras tienen hoy tanto prestigio como libertad. Los europeos, desde hace más de
doscientos años, han hecho de ella uno de los valores más importantes de la vida humana. La
historia de este empeño es rica e instructiva, y nos pone ante el valor intrínseco que la libertad
realmente tiene, que es grande y decisivo.
Tras una experiencia de varios siglos, junto a importantísimos avances en el logro de una
libertad real para todos, se han hecho también evidentes algunas consecuencias negativas del
uso de la libertad característico de la sociedad moderna. Precisamente por eso, hoy en día
comienza a imponerse un clima de opinión que toma la libertad de una manera más profunda
y verdadera de lo que muchas veces se ha hecho en el pasado. Por ejemplo, en el mundo
moderno con cierta frecuencia se ha sólido identificar la libertad con la mera ausencia de
impedimentos exteriores, lo cual, en el fondo, es reducir su verdadero alcance y empobrecerla.
Es éste un concepto de libertad insuficiente y reduccionista. Para alcanzar una visión más
completa de la verdadera naturaleza de la libertad, es preciso entender primero ese
reduccionismo tan frecuente.
Una noción insuficiente de la libertad
Hoy en día se enseña poco a querer. Quizá por eso hay cierta crisis en los proyectos vitales, y
abunda una felicidad bastante gris, ceñida al cómodo bienestar del fin de semana, a las
vacaciones, a la siempre provisional ausencia de dolores y molestias. La causa de la pequeñez
de los deseos suele deberse, entre otras cosas, a dos factores: la importancia excesiva que se
da a lo que uno tiene, y no a lo que uno es, y el equivocado concepto de libertad al que antes
nos referíamos.
La libertad, en efecto, se identifica muchas veces con poder hacer todo lo que uno quiera,
siempre que no se perjudique a los demás. Este modo de entender qué significa ser libre
concede primacía a la toma de decisiones en presente, promueve elegir lo que yo quiera
cuando yo quiera, y sólo toma la precaución de no perjudicar a los demás para evitar ser
molestado o interrumpido en aquello que quiero hacer. Se parte del supuesto de que lo que
elijo es bueno por el mero hecho de que lo elijo libremente; los demás deben limitarse a
respetar mis decisiones, no porque sean buenas o malas, sino porque son las mías, y no las
suyas. Entonces respetar la libertad ajena consiste en no inmiscuirse en las decisiones de los
otros, aunque sean demenciales o erróneas.
Cuando se entiende así la libertad, se postula que cada uno debe poder hacer lo que quiera, sin
que los demás se lo impidan. Todas las relaciones entre los hombres serían entonces fruto de
sus decisiones libres, y del mismo modo en que se establecen vínculos y relaciones
voluntarias entre ellos, del mismo modo esos vínculos y relaciones se disuelven cuando la
libre voluntad de las partes así lo establece. No habría entonces ninguna relación ni vínculo
entre personas humanas que tuviera carácter irrevocable: todo puede y debe ser cambiado
cuando la libre decisión de los afectados así lo decida. No hay nada sustraído al omnímodo
poder humano de decisión.
Esta mentalidad entiende que libertad y compromiso se oponen en la medida en que no me
comprometo ni me obligo, mi libertad queda a salvo, pues no estoy atado, ni dependo de
otros; puedo seguir decidiendo lo que quiera. Cuanto menos incluyo mi futuro en mis
decisiones presentes, más libre estoy en el futuro para hacer lo que en ese momento me
apetezca, menos condicionado me encuentro. Según este modo de pensar, libertad significa
independencia, emancipación, no estar sujeto ni atado a nada ni a nadie.
Y así, nadie estaría obligado a mantener un vínculo proveniente del pasado si en el presente
no desea mantenerlo. Libertad significa entonces ausencia de vínculos permanentes y
estables: debo poder hacer lo que quiera siempre y en todo momento, sin que yo quede
obligado por mis propias promesas o decisiones anteriores puesto que puedo cambiar de
opinión, de gustos, de circunstancias y de situación, y en tales casos mi libertad debe poder
seguir ejerciéndose. Por eso no puedo ni quiero atarme: dejaría de ser libre.
La libertad como desarrollo de la persona
Este modo de concebir la libertad tiene muchas dificultades intrínsecas. La más evidente es
que se trata de una libertad que no se hace cargo de una realidad sencilla: vivir no es sólo
presente, sino también pasado y futuro
En efecto, del pasado recibo una herencia, una situación, una educación, unas circunstancias
determinadas que me condicionan para cualquier decisión que quiera tomar. Decir que cabe
una libertad completa e independiente de todo es sencillamente una fantasía, y denota falta de
realismo, puesto que ninguno puede prescindir de las condiciones en las que vivimos ahora
mismo, y ellas son, por así decir, el campo de juego dentro del cual nuestra libertad puede
ejercerse. Si yo soy italiano y mido un metro setenta, esas circunstancias condicionan mi
libertad, me guste o no. Por eso ni mi libertad ni la de nadie es absoluta: yo no puedo decidir
siempre todo lo que quiera, sencillamente porque muchas cosas son imposibles para mí, por
ejemplo haber nacido hace cuatrocientos años.
La libertad del hombre no es por tanto ilimitada. Su primer límite es la propia situación en la
que uno vive y está: es contando con ella y a partir de ella como puedo ejercerla Una libertad
que no dependiera de nada ni de nadie, una libertad total, sencillamente sería inhumana, irreal
e imposible. En la medida en que vivo en una situación histórica, real y concreta, en una
familia, ciudad y época determinadas, en esa misma medida dependo y soy según ellas, y
ejerzo mi libertad dentro del marco que ellas me proporcionan.
En segundo lugar, la vida humana se hace siempre contando con el futuro, y la libertad se
ejerce también mirando hacia adelante. Si se pone el acento en que lo importante de la libertad
es el presente, y se identifica con poder elegir lo que yo quiera en cada momento, entonces se
olvida la pregunta ¿libertad, para qué? Si no hay un puerto hacia el que dirigirse, si no hay
una tarea que valga la pena, un ideal atractivo cuya consecución merezca sacrificios, si no hay
unos valores de fondo que inspiren la conducta y den a la vida un rumbo constante y
coherente, entonces la libertad se convierte en un juego, en el capricho de elegir wiskhy o
ginebra sin preocuparse del largo plazo.
La libertad se pone interesante desde el momento en que asume tareas importantes y
comprometidas. Basta pensar en qué es la vida profesional para darse cuenta de que ser libre
exige llenar la vida de contenido, tener un tajo cotidiano, un lugar que ocupar en la sociedad.
Si no, carecemos de identidad. El hombre, al cabo del tiempo, termina siendo aquello que
pone en práctica. Si no hay tarea que realizar, uno no es nada ni nadie: viene el vacío, la
pérdida de sentido de la vida, la sensación de inutilidad, e incluso la frustración. De todo esto
se infiere que cuando la libertad asume tareas y riesgos, se compromete, apuesta por un
proyecto, por un ideal o por una persona. Y por eso la libertad se vincula a ellos, pasa a estar a
su servicio, por decirlo así. La libertad adquiere sentido cuando tiene un para qué, cuando está
al servicio de una causa, cuando se compromete por ella y en ella.
Por eso se suele decir que la grandeza de un hombre se mide por la calidad de sus vínculos,
que es tanto como decir, por la calidad y altura de las metas e ideales que se ha propuesto
alcanzar. Es importante insistir en que la grandeza de la libertad se mide por la categoría de la
realidad a la que apunta, esa realidad que ella misma ha elegido. Si todo lo que puedo elegir
es whisky o ginebra, mi libertad no pasa de ser un capricho, una trivialidad.

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Dicho de una manera resumida: la libertad no es sólo libertad de elección, sino también
libertad moral, es decir, el proceso de desarrollo ético y humano de la persona. No basta sólo
con elegir esto o aquello; hay que elegir bien, hay que elegir aquello que contribuya a nuestro
mejor desarrollo como hombres y como personas. No basta elegir para ser libre, hay que
elegir bien, hay que elegir lo mejor. La libertad no es tanto elegir como elegir bien, es decir,
dirigir mis pasos hacia una meta, organizar mi vida, mi tiempo futuro, en torno a una tarea, a
un ideal que valga la pena. La libertad, y esto es importante, no es autosuficiente, no se basta
a sí misma necesita el bien para poder realizarse. Si elige mal, se equivoca; aunque se
equivoque libremente, es mejor para ella acertar libremente. Y el acierto de la libertad está en
elegir lo mejor para la persona.
Así pues, no se puede aislar la idea de la libertad de la idea del bien. El bien es el para qué de
la libertad. Es un bien libremente elegido. Por eso la elección del bien es la realización de la
libertad. Elegir mal, equivocarse, es un uso de la libertad que daña a la persona porque las
decisiones de la libertad son acumulativas, es decir, si se elige una vez bien, la siguiente es
más fácil volver a elegir bien, mientras que elegir mal prepara el camino para volver a
equivocarse. Por eso suele decirse que la elección habitual del bien se llama virtud (un hábito
bueno, positivo, enriquecedor), mientras que la elección habitual del mal se llama vicio (un
hábito degradante para la persona).
La libertad de los otros
Decir que mi libertad acaba donde empieza la de los demás es una manera de poner de relieve
otro de los límites de ella. Pero esto no debe entenderse en un sentido puramente negativo,
como si se tratara de hacer lo que yo quisiera sin otro criterio que abstenerme de perjudicar a
los demás. Si lo entendemos así, volvemos al planteamiento reduccionista que vimos
anteriormente, según el cual ser libre consiste ante todo y sobre todo en elegir lo que yo
quiera, sin coacción alguna.
Debajo de esa idea reduccionista subyace un planteamiento individualista de la sociedad,
según el cual cada hombre vive dentro de una esfera y de un espacio propios y aislados, en los
que él sólo es soberano y donde nadie puede entrar. Esta idea de que el hombre es un
individuo soberano dentro de su propio territorio, en el cual los demás son unos extraños, ha
sido muy común en ciertas tradiciones políticas y morales europeas, por ejemplo el
liberalismo.
Hoy en día este planteamiento individualista aparece ya como insuficiente, por insolidario y
poco realista: la sociedad no es una suma de espacios autónomos de individuos libres y
emancipados, sino un entramado donde se comparten los bienes comunes que sustentan y
hacen posible la sociedad. Uno de esos bienes compartidos y mutuamente otorgados es la
libertad: sin la ayuda de los otros yo no puedo alcanzar mi madurez y mi emancipación, ni
puedo mantener mi libertad. Que yo pueda ser libre depende de que los demás me reconozcan
como tal y, por tanto, mi libertad se constituye desde la libertad de los demás, y no
aisladamente.
La sociedad es un ámbito de bienes comunes y compartidos dentro del cual los hombres se
reconocen unos a otros como seres libres y responsables, pues todas las decisiones que yo
tome respecto de mi propia persona acaban repercutiendo en los demás, pues ellos quedan
afectados, aunque yo no quiera, por lo que suceda conmigo, y por ello son y se sienten
responsables de lo que yo haga: es algo que antes o después les afecta. Por eso mis elecciones
libres, además de quedar medidas por la realidad a la que apuntan, se miden también por la
conformidad o disconformidad que tengan con los valores comunes de la sociedad en la que
vivo.

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En toda sociedad hay una tabla de valores compartidos, recibidos muchas veces de la propia
tradición cultural, científica, moral y religiosa. Son esos valores los que marcan los cauces a
través de los cuales se desarrolla y crece la libertad de cada uno de los miembros de esa
sociedad. La manera más enriquecedora de ejercerla es asumir la tarea de realizar esos valores
de una manera personal y creativa.
Así se vuelve a ver que la libertad sola no basta, no es un valor absoluto. Junto a ella hay que
poner otros valores que la comunidad a la que pertenecemos pone en nuestras manos y para
cuya aceptación y realización se precisa la intervención de la libertad, pues con ella esos
valores se convierten en ideales, convicciones y tareas de la persona, una persona que no es
un individuo aislado, autónomo e independiente, sino un miembro activo de una comunidad
donde su vida y su libertad continuamente se integran y se encuentran con la libertad y la vida
de los demás.

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