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Violencias Televisadas

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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Violencias televisadas

Jesús Martín-Barbero

Ponencia
(I Conferencia de Facultades de Comunicación y Perio-
dismo, UDUAL, en la Universidad Central; publicada en
Hojas universitarias Vol. IV, No.33, Bogotá, 1989; y luego
en Pre-textos, Univalle, Cali, 1995)

« Como si la única violencia presente en los relatos


televisivos fuera la de los crímenes, atracos y vejaciones
realizadas por los delincuentes y las acciones de la
policía. ¿No será quizá que esa es la única violencia que
se deja contar, esto es, medir por los parámetros que
proporciona la concepción y el método adoptados?
¿Cómo medir la presencia y los efectos de la violencia
que ejercen, tanto en relatos nacionales como
extranjeros, la positiva valoración de las tecnologías de
guerra o del autoritarismo justificado por la crisis de
valores, la desvalorización de la raza negra o las etnias
indígenas, la humillación de la mujer, la burla de los
homosexuales, la utilización publicitaria de los niños, la
demarcación de oficios “para sirvientes”, el
desconocimiento y la descalificación de lo diferente, la
ridiculización folklorizada de lo popular? Y sin embargo
la violencia medible en número de asesinatos o de robos
no es comprensible más que en relación a esas otras
violencias no medibles.»
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En los últimos meses el tema es obsesivo, y paradójico.


Frente a la relación violencia/medios las posiciones se
confunden y trastornan: el moralismo y el oportunismo
hacen las veces de lucidez y de coraje, y la acumulación de
hechos y de opiniones se hace pasar por investigación. En el
intento por exorcizar la pesadilla cotidiana que estamos
viviendo no sólo la clase política, sino también buena parte
de la intelectualidad crítica, ha encontrado en los medios de
comunicación –en especial en la televisión– el chivo expia-
torio a quien cargar las cuentas de la pasividad política, de
la dimensión moral y la agresividad social acumuladas. La
violencia es el tema, pero lo que está en juego es el peso
social que están cobrando las imágenes que este país se hace
de sí mismo cotidianamente en la radio y la televisión, y las
contradictorias concepciones de la comunicación que me-
diatizan lo que creíamos saber acerca de los medios.

La paradoja es más ancha: puesto que de violencia se tra-


ta no hay texto que no aluda a la situación del país, al
contexto social, pero en no pocos casos esa alusión es una
solapada forma de eludirlo, bien sea en la forma de un dis-
curso lleno de generalidades huecas o, al revés, en la
redundante apelación a unos hechos que en sí mismos con-
densarían el sentido de lo que nos pasa. Atrapado entre un
moralismo conductista y un sociologismo inmediatista, el
análisis de la relación violencia/medios está necesitando un
replanteamiento que haga posible abordar las cuestiones de

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fondo, esto es, las que hoy nos plantean las relaciones entre
comunicación y sociedad1.

Las mediaciones de la representación

Frente a la genérica y nada explicativa tesis de la omni-


presente manipulación y sus “efectos”, proponemos una
doble hipótesis. Primera, la influencia –social, política, cultu-
ral– de los medios no es explicable por los dispositivos
psicotécnicos del aparato comunicacional, ni tampoco por
los intereses económicos o ideológicos a los que sirve; su
influencia está profundamente ligada a su capacidad de
representar en algún modo los conflictos sociales y de otor-
gar a la gente algún tipo de identidad.

Segunda, el desmesurado espacio social ocupado por los


medios de comunicación en países como el nuestro –al
menos en términos de la importancia que cobra lo que en
los medios aparece– es proporcional a la ausencia de espa-
cios políticos institucionales de expresión y negociación de
los conflictos, y a la no representación en el discurso cultu-
ral de dimensiones claves de la vida y de los modos de
sentir de las mayorías. Es la realidad de un país con una
muy débil sociedad civil, un largo empantanamiento políti-
co y una profunda esquizofrenia cultural la que recarga
cotidianamente la capacidad de representación y la desme-
surada importancia de los medios.

Se trata de una capacidad de interpelación que no puede


ser confundida con los raitings de audiencia. No sólo porque
esos raitings, en el caso de la televisión, de lo que nos hablan

1
Cuando estoy escribiendo este texto me llega el recién publica Informe
de la Comisión de Estudios sobre “Televisión y Violencia”. Comprome-
tido a entregar este artículo en fecha fija queda para otra ocasión hacer
un balance de lo avanzado en ese estudio por relación a lo que aquí se
cuestiona.
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es apenas de los aparatos encendidos durante equis progra-


ma, y no de cuánta gente está viéndolo y mucho menos de
quiénes y de cómo lo ven; sino porque la verdadera influen-
cia de la televisión reside en la formación de imaginarios
colectivos, esto es, en una mezcla de imágenes y representa-
ciones de lo que vivimos y soñamos, de lo que tenemos
derecho a esperar y desear, y eso va mucho más allá de lo
medible en horas que pasamos frente al televisor y de los
programas que efectivamente vemos. No es que la cantidad
de tiempo dedicado o el tipo de programa frecuentado no
cuente, lo que estamos planteando es que el peso político o
cultural de la televisión, como el de cualquier otro medio,
no es medible en términos de contacto directo e inmediato,
sólo puede ser evaluado en términos de la mediación social que
logran sus imágenes. Y esa capacidad de mediación no pro-
viene únicamente del desarrollo tecnológico del medio o de
la modernización de sus formatos, proviene sobre todo del
modo como una sociedad se mira a sí misma en ese medio,
de lo que de él espera y de lo que le pide. Y lo que este país
le pide hoy a la radio y a la televisión se halla profundamen-
te ligado a lo que las instituciones del Estado y de la
sociedad civil, la Iglesia o la escuela no han podido o no
han sabido darle a las mayorías.

Hay dos trampas a las que no han podido escapar aún la


mayor parte de los estudios sobre violencia en la televisión:
aquella que consiste en conseguir rigor científico a base de
descartar todo lo que no quepa en un esquema que tiene
como objeto central el medio y no el proceso de comunica-
ción; y aquella otra que consiste en conseguir adhesión moral
a base de confirmarnos en los temores y prejuicios con que
la ideología de la imparable decadencia de las costumbres
ha cargado la visión que tenemos de los medios. En un caso
como en el otro se deja fuera del análisis no sólo la activi-
dad que los sujetos sociales –clases, etnias, regiones, sexos,
generaciones– realizan en la apropiación de los mensajes, y

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los diversos modos de su inserción en la vida cotidiana de la


gente, sino las mediaciones que en Colombia implican el
desgaste de las instituciones políticas y la profunda frag-
mentación cultural y social que aún vive el país. Dicho de
otra manera: es imposible saber lo que la televisión le hace a
la gente si desconocemos las demandas sociales y culturales
que la gente le hace a la televisión. Y esas demandas tienen
que ver no sólo con lo que hace la televisión en sí misma,
esto es, con su entramado tecnoideológico y su dispositivo
comercial, sino también con las necesidades y las frustra-
ciones que la gente vive en la humillación cotidiana, en la
inseguridad ciudadana y el desarraigo cultural, y también
con el ansia de una vida mejor no reducible al arribismo,
con la capacidad de burlar las exclusiones y de meterle
humor e ironía a la tragedia. Los éxitos de raiting de algu-
nos noticieros, de algunas telenovelas y algunas comedias,
no responden únicamente al buen manejo de unas recetas –
como bien lo saben y constatan continuamente sus produc-
tores– sino a otros ingredientes menos claros –y mucho
menos calculables– que “conectan” el éxito o fracaso de los
programas con la opacidad de las dinámicas puestas en
juego con la cambiante constitución, el continuo hacerse y
rehacerse, de las identidades colectivas –nacionales, regio-
nales, generacionales– y los modos como ellas se proyectan
sobre las representaciones de la vida social que los medios
ofrecen.

Las mediaciones del reconocimiento

Para que lo dicho hasta aquí no sea tomado como un in-


tento de “disculpar” a los medios es necesario develar las
contradicciones que encubren las concepciones de comuni-
cación operantes en el discurso público. De un lado, comuni-
cación significa hoy el espacio de punta de la moderniza-
ción, el motor mismo de la renovación industrial y las
transformaciones sociales que nos hacen “contemporáneos”

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del futuro. La comunicación es en ese sentido asociada y


confundida con el desarrollo de las tecnologías de la infor-
mación, esas en las que nuestra sociedad debe cifrar lo
mejor de sus esperanzas: de alcanzar al fin el tren del desa-
rrollo, de la definitiva modernización industrial, de la
reorganización y la eficiencia administrativa, de la trans-
formación académica y hasta del avance democrático, y
todo esto merced a las virtualidades descentralizadoras que
la informática en sí misma entrañaría. Pero, de otro lado,
comunicación es hoy sinónimo también de lo que nos mani-
pula y nos engaña, de lo que nos desfigura políticamente
como país y de lo que nos destruye culturalmente como
pueblo. Asociada a la masificación que hacen los medios, la
comunicación significa para la izquierda el espacio de punta
del imperialismo y la desnacionalización, y para la derecha
de la decadencia cultural y la disolución moral.

Desde ambas concepciones –positiva o negativa– la co-


municación aparece siendo un campo catalizador de gran-
des esperanzas y temores, un campo clave de reconocimien-
to. Y por ello el desgarramiento entre tan opuestas visiones
y sentires hace de la comunicación hoy el escenario de las
convergencias más extrañas y de las complicidades más
cínicas: entre los que se proclaman defensores de los dere-
chos colectivos y los mercenarios de los intereses más
“privados” –como es constatable cada vez que se intenta
sacar adelante unas políticas de comunicación verdadera-
mente democráticas–; o entre los más aguerridos críticos de
la manipulación y la alienación ideológica en nombre de los
auténticos intereses de las mayorías, y los defensores del
elitismo y el paternalismo cultural más rancio –como es
comprobable cada vez que se reabre el debate sobre el senti-
do y el alcance de la intervención del Estado en la cultura–.
Los gestos y los gritos de la retórica nacionalista que satura
los discursos contra la invasión descarada de lo extranjero
en los medios masivos, resultan con frecuencia bien renta-

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bles para empresas “nacionales” de la industria cultural a


las que la mediocridad de sus producciones o la mala admi-
nistración llevaron a la crisis. Del mismo modo, las posicio-
nes de indiferencia o de rechazo de la élite intelectual a
tomar en serio las transformaciones culturales que se pro-
ducen desde los medios de comunicación, encubren una
obstinada y útil idea de la cultura con la que legitima para sí
misma el derecho a decidir lo que es cultura. La distancia
que en el mundo desarrollado ha mantenido la intelligentsia
frente a la industria cultural, se ha convertido en nuestros
países –periféricos y dependientes– en una esquizofrenia
que resulta de responder al imperialismo norteamericano
con un reflejo-complejo cultural de europeos, y que se ex-
presa en un extrañamiento profundo de los mestizajes y las
dinámicas culturales que viven estos pueblos.

No estamos tratando de disculpar, de soslayar la parte de


responsabilidad que tienen los medios en el deterioro de
nuestra frágil democracia, en la deformación de la vida
cultural o en la insensibilización de los resortes éticos sino
de reubicar la cuestión –y la investigación– de la comunica-
ción colectiva en el campo de problemas neurálgicos para la
vida del país que los medios masivos ponen en juego. Pero
para eso necesitamos asumir que, aun dominados por la
lógica mercantil, los medios de comunicación operan como
espacios de reconocimiento social. Y es en relación a los diver-
sos ámbitos y prácticas del reconocimiento ciudadano como
es posible evaluar la acción que ejercen y los usos que la
gente hace de los medios. ¿Cómo entender el grado de inci-
dencia de la violencia televisada si la desligamos de las
transformaciones de la comunicación cotidiana que implica
el movimiento de privatización de la vida, del que el repliegue
de la familia sobre la televisión o el video hogareños es una
expresión, pero cuya razón se halla en los nuevos modos de
habitar –encerramiento y aislamiento acarreados por las
“modernas” soluciones de vivienda– y en la disolución del

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espacio público y del tejido colectivo que produce una ciu-


dad convertida en espacios de flujos, de fluida circulación
pero ya no de encuentros? ¿Cómo desligar el sentimiento de
inseguridad ciudadana –vinculado casi siempre únicamente
al crecimiento de la violencia y la agresividad urbanas– de
la pérdida del sentido de la calle o el barrio como ámbitos
de comunicación, es decir, de reconocimiento? ¿Pueden
llamarse entonces políticas de comunicación a aquellas limita-
das a reglamentar los medios y controlar sus efectos sin que
nada en ellas apunte a enfrentar la atomización ciudadana,
a contrarrestar la desagregación y el empobrecimiento del
tejido social, a estimular las experiencias colectivas?

El “impacto” de la televisión –ya sea en la habituación a


la violencia, en el reforzamiento de los prejuicios raciales y
machistas, o en la reafirmación de una visión maniquea de
la vida– es siempre relativo al papel que cumple y al peso
que tenga la televisión en la vida de la gente, de los adultos
tanto como de los niños. Frente a un psicologismo que
condena la violencia en televisión a nombre de la vulnerabi-
lidad del psiquismo infantil pero desliga esa vulnerabilidad
de la violencia familiar y escolar como si ella fuera un puro
dato, habría que hacer estudios que pongan en relación el
grado de influencia de la televisión en los niños con el lugar
que ella ha venido a ocupar en un ámbito familiar roto por
unas condiciones miserables de vida o dislocado por las
transformaciones que implican el trabajo de la madre fuera
de casa o las nuevas relaciones de la pareja. Un ámbito roto
también por unos padres que se sienten “liberados” de la
tarea de educar encomendándosela a la escuela y a la televi-
sión, y una escuela que culpa con demasiada facilidad de la
crisis educativa a la televisión, escondiendo así su incapaci-
dad para afrontar los desafíos que le plantean las nuevas
culturas de los jóvenes.

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De la violencia a las violencias y de las imágenes al


imaginario

El cuestionamiento que estamos haciendo frente a buena


parte de lo que se ha escrito en los últimos meses sobre la
relación violencia/televisión apunta fundamentalmente a
plantear las insuficiencias que presenta –y las deformacio-
nes que introduce– un análisis obsesionado por un solo tipo
de violencia y limitado a lo observable en el nivel más obvio
e inmediato de las imágenes y de los relatos. Es bien signifi-
cativo a ese respecto que el enorme avance teórico y
metodológico que supone la propuesta de diferenciación de las
violencias hecha por la Comisión de Estudios en su libro
Colombia: violencia y democracia, no haya encontrado aún
ningún eco en los análisis de la televisión. Como si la única
violencia presente en los relatos televisivos fuera la de los
crímenes, atracos y vejaciones realizadas por los delincuen-
tes y las acciones de la policía. ¿No será quizá que esa es la
única violencia que se deja contar, esto es, medir por los
parámetros que proporciona la concepción y el método
adoptados? ¿Cómo medir la presencia y los efectos de la
violencia que ejercen, tanto en relatos nacionales como
extranjeros, la positiva valoración de las tecnologías de
guerra o del autoritarismo justificado por la crisis de valo-
res, la desvalorización de la raza negra o las etnias
indígenas, la humillación de la mujer, la burla de los homo-
sexuales, la utilización publicitaria de los niños, la demar-
cación de oficios “para sirvientes”, el desconocimiento y la
descalificación de lo diferente, la ridiculización folklorizada
de lo popular? Y sin embargo la violencia medible en núme-
ro de asesinatos o de robos no es comprensible más que en
relación a esas otras violencias no medibles.

¿Y qué análisis tenemos de esas otras violencias sociales y


políticas que ponen en imágenes los noticieros y los pro-
gramas periodísticos? Sólo la queja repetida contra el morbo

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y la utilización comercial y política del terrorismo o la mise-


ria. Claro que hay buenas dosis de ambas cosas, pero
¿dónde termina la protesta justa contra el exceso y la renta-
bilidad del populismo, y dónde empieza la tramposa necesi-
dad individual y colectiva de tranquilizar la mala conciencia
y tapar la vergüenza que sentimos de convivir con lo que
convivimos?

En cualquier caso, el asco y el cansancio que nos produ-


cen las imágenes de la miseria o el terrorismo no justifican
en modo alguno la superficialidad redundante de lo que se
escribe y la ausencia de análisis que aborden la especificidad
de la violencia en el discurso informativo de la televisión:
¿hasta dónde llegan los derechos de los ciudadanos a estar
informados y de los periodistas a informar sobre los hechos
de violencia, y dónde comienza la utilización política y
comercial y el derecho entonces de las instituciones públicas
a controlar esa utilización? ¿Cuál es el tipo de tratamiento
televisivo adecuado a los riesgos de ambigüedad que impli-
ca dar imagen y voz a los violentos, y dónde está el límite
de riesgo incompatible con el juego democrático?

Terminamos así, planteando los límites de unos estudios


de la violencia televisiva que reducen su objeto a los hechos
violentos presentes en el relato, y dejan por fuera la violen-
cia de los relatos, o mejor, de los discursos. Me refiero a la
violencia que –sea cual sea el tema o el hecho– explota
desde los dispositivos del discurso la complicidad de nues-
tro imaginario; a cómo en el discurso de la seducción
publicitaria se “explotan” los deseos, las aspiraciones a
mejorar la vida convirtiéndola en igualitarismo conformista.
También al discurso espectaculizador de la política escamo-
teando el trabajo con ideas –y el debate de ideas– a base de
alimentar el gusto de las masas por la escenificación y los
efectos dramáticos. Y al discurso de melodramatización del
sufrimiento en las grandes desgracias colectivas o en el

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dolor personal, explotando el sentimentalismo morboso que


diluye las dimensiones sociales de los conflictos en el azar
de los sucesos. Y al discurso, en fin, de la exclusión: la vio-
lencia que implica la negación de espacios, problemas y
actores de lo social, de prácticas y sujetos de lo cultural, que
son dejados fuera por un discurso televisivo que explota
nuestra “falta de memoria”, nuestra imperiosa necesidad de
olvido.

¿Cómo medir el efecto de esas violencias? ¿O será que la


imposibilidad de medirlas las vacía de realidad?

Bogotá, 1988.

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