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El Vuelo de Los Cóndores

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EL VUELO DE LOS CÓNDORES

(Abraham Valdelomar)

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela,
deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido
entre ellos supe que había desembarcado un circo.

-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y
grave, que discutía con los empleados de la aduana. -Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto
hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba
una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una
maleta.

Luego de salir de la escuela, a las 4 de la tarde, Abraham se detiene en el muelle, para ver el
desembarco del circo. Observa a varios de los recién llegados, entre quienes la muchedumbre
identifica al barrista, al domador y al payaso; ve también a una niña rubia y sonriente, que iba
llevada de la mano de un hombre viejo y adusto. Esta distracción le costó a Abraham llegar tarde a
su casa, ante la preocupación de su madre y sus hermanos. Lo castigan: sin dejarlo cenar lo
mandan a su habitación. Su pequeña hermana Jesús trata de consolarlo regalándole sus pequeños
bienes: unas galletas, un trompo y unos centavos. A ella le cuenta sobre la llegada del circo y sus
integrantes. Luego la madre sube a verle y le riñe blandamente, para finalmente perdonarle.

Aquella noche, Abraham sueña con el circo. Ve a todos los artistas, a los volantineros, incluyendo
a la niña rubia que le sonríe. Llega el día sábado y durante el almuerzo el padre da una grata
sorpresa a sus hijos: saca de su bolsillo un sobre que contenía entradas del circo, para toda la
familia. Leyendo el programa Abraham se entera que uno de los actos más temerarios y
emocionantes, denominado el “Vuelo de los cóndores”, será realizado por una niña trapecista, que
no podría ser otra sino la misma que había visto en el muelle: Miss Orquídea. III.- Otro día se oye
ruidos en la calle, y Abraham y sus hermanos salen a ver lo que ocurría. Era el desfile de los
artistas y volantineros del circo. Precedidos por una orquesta de músicos, iban montados en
sendos caballos la hermosísima miss Blutner, el musculoso barrista Míster Kendall y la niña
trapecista Miss Orquídea, “una bellísima criatura, que sonreía tristemente”. Más atrás iba el mono,
montado en un pequeño asno, y el payaso Confitico, que deleita a la muchachada con sus coplas
burlescas. El cortejo se pierde al finalizar la calle, tras una inmensa polvareda.

Llega el día tan esperado. Toda la familia asiste al circo. Abraham contempla emocionado el
espectáculo. Ante sus ojos desfilan el barrista que daba el salto mortal, el caballo que respondía
los problemas de aritmética con movimientos de cabeza, el oso bailarín, el mono que hacía
formidables piruetas y los graciosos payasos. Luego se anuncia el número más esperado: el “Vuelo
de los Cóndores.”

El acto de acrobacia llamado el “Vuelo de los Cóndores” lo realiza Miss Orquídea. La prueba
consistía en que la niña tomara el trapecio y, colgada de él, atravesara el espacio donde otro
trapecio lo esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio. Ante un público silencioso e
inmóvil, la niña logra con éxito la riesgosa prueba. Se escuchan aplausos delirantes del público, lo
que empuja al dueño del circo a ordenar la repetición del acto. Pero en esta segunda oportunidad
"Miss Orquídea" se suelta del trapecio, cae en la red y rebota repetidamente, golpeándose de mala
manera. Abraham ve con espanto cómo el pañuelo de la delicada niña se mancha de sangre, al
momento en que la auxilian.
Pasan algunos días. Abraham recuerda aún con tristeza a la pobre niña. El padre de Abraham ya
no quería que sus hijos fueran al circo, a pesar que ya no daba el “Vuelo de los cóndores”. El
sábado siguiente vuelve a pasar por la calle el cortejo del circo, pero "Miss Orquídea" ya no figura
en él. Solo iba su caballo, con un listón negro.

Algunos días después, yendo a la escuela por el camino de la playa, Abraham descubre de lejos a
"Miss Orquídea" postrada en un sillón en la terraza de una casa frente al mar. La ve muy pálida y
delgada. Ocho días seguidos repite el ritual de contemplarla a la distancia. No cruzan palabras y
solo se sonríen mutuamente. Al noveno día, Abraham ya no la encuentra y entonces recuerda que
el circo estaba a punto de partir. Corre entonces hacia el muelle, y justo llega cuando "Miss
Orquídea" se disponía a subir al botecillo que la llevaría al vapor en que se marcha el circo. Se
cruzan las miradas. Musitan el adiós. A la distancia el pañuelo que "Mis Orquídea" agita
despidiéndose semeja un ala rota, una paloma agonizante.

La noche de los feos


(Mario Benedetti)

AMBOS SOMOS FEOS, Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un


pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la
operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi
adolescencia .Tampoco puede decirse que tengamos ojos
tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces
los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún
modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación
con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya
unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me
refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por
su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver
en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por
primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera
ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos
estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas:
esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —
de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo
teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento,
con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su
pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi
mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura,
que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la
zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin
entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella
no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía
distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada.
Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta
minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la
suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a
veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La
verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto
qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un
pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La
esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le
hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que
vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una
confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en
ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos
entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los
gestos de asombro. Mis antenas están particularmente
adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente,
milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era
necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban
para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un
rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero
dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en
compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con
quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso
también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse
el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pasando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió
de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir
dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto
me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando
con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la
sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted
quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita
que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y
ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?,
de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo como qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar.
Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche
íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no
me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió
súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome,
averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a
un diagnóstico. “Vamos”, dijo. No sólo apagué la luz sino
que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no
era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse .Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme
cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré
cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me
transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre,
su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme de aquella
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar.
Fue como un relámpago .Tuve que recurrir a todas mis reservas
de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su
rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta,
convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al
principio un poco tembloroso, luego progresivamente sereno)
pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo
menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y
repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi
marca siniestra.
Lloramos hasta el alma. Desgraciados, felices. Luego me
levanté y descorrí la cortina doble.

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