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Tres Veces Tres

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TRES VECES TRES

No, no me acuerdo de cada detalle, pero sé que me levanté

a la misma hora de siempre, tomé el mismo desayuno, ca-

miné las mismas tres cuadras hasta el colegio y me senté en

el banco que está al lado de la ventana porque necesito mirar

para afuera de vez en cuando para no marearme. No sé si es

el color de la sala, o esos tubos fluorescentes, o la voz de Juan,

que no para de hablar, o la mezcla de todo, pero me cuesta

concentrarme; me da sueño, abro la ventana imaginariamente

y me voy al patio imaginariamente y me subo a un árbol ima-

ginariamente y le digo a Juan que mejor pare, que no es gra-

cioso, que se nota que Pablo está a punto de llorar, que mejor

se arranque por la ventana conmigo y nos subamos al árbol y

desde ahí miremos lo que pasa en la sala y perdamos la pri-

mera hora de clases porque no se puede empezar un viernes

resolviendo ejercicios de Química y aprendiendo fórmulas

que no entiendo ni quiero entender. Y entonces escucho la

risa de Juan sentado en el banco de atrás y vuelvo a estar en la

sala y vuelvo a mirar el cuaderno y pienso que quizás debí

haber dicho algo, o haberme salido del chat del curso la noche

anterior cuando Juan, después de sacar a Pablo del grupo, dio

la idea. Pero preferí decir que sí, que iba a participar, total era

una broma y el resto del curso estuvo de acuerdo. Y entonces

justo antes de que suene el timbre del cambio de hora, me

llega el mensaje de Juan: "La idea es agarrarlo a la salida de

clases, įvas?", Vuelvo a mirar por la ventana. Sé que está espe-

rando que le responda, siento sus ojos en mi nuca, pienso que


el dia anterior la idea me parecía más graciosa, pero miro a

Pablo haciendo eso que hace con sus manos cuando está ner.

vioso, probablemente porque no le están resultando los ejer-

cicios de Quimica y cuando algo no le resulta se desespera y

el resto l0 imita y más se desespera y está a punto de llorary

quiero abrir la ventana imaginariamente, dejar el mensaje de

Juan en visto, subirme al árbol y quedarme ahí para siempre.

Pero me giro, busco los ojos de Juan que me miran esperando

una respuesta y como si mi mano tuviera vida propia, como

si se mandara sola y yo no pudiera hacer nada por detenerla,

levanto el pulgar en señal de aprobación. De eso me acuerdo,

aunque no me acuerde de todo lo que pasó ese día.

JUAN

Sé que van a decir que fui yo el de la idea, 2o ya lo dijeron?

Quizás suene arrogante, pero yo no tengo la culpa de ser un

lo

lider natural. Me escuchan, me siguen, porque me atrevo a

decir cosas que otros no dicen por miedo a que los suspendan

o llamen a sus apoderados. En cambio yo, como tengo el me-

jor promedio del curso, siempre me salvo y eso genera envi-

dia. Envidia y admiración

No sé qué más puedo contar sobre ese día que ya no sepan,

aunque quizás todo lo que les contaron es mentira. Nunca

existió un chat donde est uviéramos todos menos Pablo, por-

que el director ya habia hablado con nosotros, que no podia-

mos dejarlo fuera, que estaba yendo al sicólogo porque tenia

problemas que no nos podían contar, que sus papas se habian

quejado porque no lo invitaron a una junta y que teniamos

que incluirlo en todo. cY si no quiero? Me van a obligar? LO


que pasa es que Pablo no tiene sentido del humor y las mis-

mas bromas que le hemos hecho a él se las hemos hecho a

otros y nadie reclama, porque son eso, bromas, y si la noche

antes lo sacamos del chat fue porque el huevón se puso a

mandar el mismo mensaje una y otra vez y nos cansó. No

ati a vel y 1l0s canso. No era

gracioso 0 a] menne no et

o al menos no era lo que a nosotros nos parece gra-

cioso. Entonces a alguien se le ocurrió lo de hacerle la broma

al dia siguiente, sin mala intención, cagarnos de la risa un

rato y ya. Ese viernes estuve a punto de no ir a clases, me

acuerdo, porque mi mamá llevó temprano a mi hermana a su terapia en el hospital y, como nadie
me despertó, me quedé

dormido. Ana, que siempre anda pendiente de mí, me mandó

un mensaje, que si estaba enfermo, que por qué no llegaba.

No le contesté.

Cuando llegué ya estaban todos metidos en el libro de Quí-

mica y Ana, como siempre, metida en su mundo. Durante esa

hora no pasó nada importante, nada que tenga que ver con 1o

que vino después, excepto quizás por los mensajes en el chat

del curso. Okey, sí había un chat, pero no estaba todo el curso

y nadie echó a Pablo del grupo, como andan diciendo varios;

él se había salido solo mucho tiempo antes. Algunos empeza-

ron a decir que preferían no participar en la broma, que para

qué arriesgarse a que sus papás volvieran a armar un escán-

dalo, que imagínense si nos castigan y la gira de estudios se

va a la cresta. Puras excusas, porque en el fondo se cagan de

miedo. Supongo que ellos ya dijeron que no participaron, pero

participaron igual, porque mirar y no hacer nada cuenta, ¿o


no? Si no pregúntenle a Leo, el amigo del año, a ver qué les

dice. Aunque, conociéndolo, va a ser dificil que hable.

LEO

No sé si tiene mucho sentido hablar de ese día, No sé si

quiero hablar de ese día, en realidad. Para qué? (Para que me

sienta más culpable todavía? No necesito que me digan que

tendría que haber hecho algo por detenerlos, porque eso ya lo

sé; lo que no sé es por qué me quedé ahí, mirando, sin hacer

sé es pordt re de ser amigo

nada. No es que me avergüence de ser amigo de Pablo, como

dicen algunos, y tampoco es que seamos tan amigos, no como

cuando éramos más chicos al menos y nos juntábamos en su

casa todos los viernes después del colegio y él me enseñaba a

programar. Cuando llegó al curso y le pregunté por qué se ha-

bía ido del otro colegio, me dijo que porque no se llevaba bien

con sus compañeros, pero nunca me contó detalles; se ponía

nervioso, se notaba que el tema no le gustaba y yo tampoco

insistía. Tampoco le preguntaba para qué eran los remedios

que tomaba, ni por qué su mamá siempre tenía los ojos como

si estuviera resfriada. Entonces, si me preguntan si soy amigo

de Pablo, la respuesta correcta es que fuimos amigos en la bá-

sica, que cuando pasó lo que todos sabemos nos juntábamos

muy de vez en cuando y que ahora me he vuelto a acercar a él

porque quizás es mi forma de sentirme menos culpable. La

noche en que sacaron a Pablo del chat y empezaron a planear

lo del dia siguiente, me llamó para saber por que lo habian

echado, que si acaso estaban hablando mal de él. Me lo ima-

Biné haciendo ese movimiento que hace con las manos, abrir
y cerrar, hacer sonar los dedos, abrir y cerrar, cada vez mas rápido, y no fui capaz de decirle que sí,
que estaban

hablando

de él, que yo también estaba hablando de él, que Juan tenía

una idea para molestarlo a la salida de clases, pero que no

se

preocupara, que nos podíamos ir juntos y yo lo acompañaba

hasta su casa. En lugar de eso preferí no ponerlo más nervioso,

le dije que probablemente en un rato lo volvían a meter al chat

y que no le diera más vueltas al tema.Es que tampoco era la

primera vez que mis compañeros se divertian a costa de Pablo:

la comida al basurero, la foto en el camarín, la cuenta falsa en

redes sociales, la mochila escondida antes de la prueba. Juan

les decía "bromas" y de tanto repetirlo empezamos a conven-

cernos de que eran solo eso y que tampoco era tan grave, que

había que tener sentido del humor, que total a todos nos han

molestado alguna vez. Por eso no hice nada cuando terminó

la última hora y todos se miraron y salieron antes de la la sala

para esperar a Pablo en la esquina. Y porque nunca me ima-

giné que ese las día cosas iban e terminar tan mal.

PABLO

Hace tres años tuvimos un paseo de curso y llegué al cole-

gio veintidós minutos antes de lo programado lo sé porque el

reloj que me regalaron para Navidad dejó de funcionar y tuve

que preguntarle al inspector que siempre está atento para

marcar el timbre de las 8 y volví a revisar mi mochila traje de

baño bloqueador mis remedios toalla dulces para compartir

agua y un pote con frutillas también un libro para el camino

para que el viaje se hiciera más corto y era mi primer paseo


de curso en el colegio nuevo y quería que todo saliera perfecto

y lo primero que me preocupó fue que no había puestos asig-

nados en el bus que nos iba a llevar a la playa y que cada uno

iba a elegir con quien sentarse que no me quede solo que no

me quede solo pienso mientras miro como los demás se or-

ganizan se ponen de acuerdo y no sé si acercarme a algún

grupo o hacer como que me amarro el cordón de la zapatilla

para hacer tiempo pensando que si alguien me pide que nos

sentemos juntos tal vez no se me ocurra de qué hablar y que

es mejor sentarme solo y poner la mochila en el asiento de al

para que sepan que estoy bien así que no es que me haya

quedado solo sino que yo elegí ir en silencio leyendo el libro

de computación que me compró mi papá el fin de semana que

me tocó con él entonces mi profesora jefe se me acerca y me

pregunta si tengo con quién sentarme en el bus pero antes de

que pueda contestarle llega Ana y me dice que nos sentemos

juntos y la profesora piensa es que es una excelente idea y le

lado verano y

dice a Ana que le gusta su actitud de compañerismo y nos

subimos al bus entre empujones y gritos eufóricos de mis

compañeros que solo quieren llegar luego a la playa bañarse

en el mar y empezar de una vez por todas las vacaciones de

y le pregunto a Ana si quiere el asiento al lado de la

ventana porque en la sala ella siempre quiere estar sentada

junto a la ventana pero me dice que no porque así puede con-

versar con Leo y Juan que van sentados al otro lado del pasillo

y pienso que las cosas están saliendo mejor de lo que espe-

raba y por un momento dejo de preocuparme y ya no me mo-

lesta que todos hablen al mismo tiempo ni que Ana se pare de


vez en cuando y se cambie de asiento con Leo porque con Leo

siempre sé de qué hablar porque tenemos gustos parecidos

como ser fanáticos de Star Wars y me está pidiendo que le

enseñe a programar y le digo que cuando quiera que ahora

que vamos a salir de vacaciones lo puedo invitar a mi casa y

así le enseño algunos trucos de programación pero se lo digo

y me arrepiento porque no estoy acostumbrado a invitar a

compañeros a mi casa y aunque mi mamá me insiste que lo

haga me preocupa que se aburran o que no les guste la co-

mida o que digan que mi mamá me trata como guagua y se

preocupa demasiado de mí y le digo a Leo que quizás la

próxima semana y pienso que tengo que decirle a mi mamá

que prepare hamburguesas porque a todos le gustan las ham-

burguesas ¿te gustan las hamburguesas? le pregunto a Leo

que me mira sin entender obvio a quién no le gustan me dice

y entonces Ana le pide a Leo que vuelva a su asiento porque

Juan se quedó dormido y se apoyó en su hombro y le mojó la

polera con baba y me da risa porque Ana es graciosa y me cae

bien desde que llegué al curso y me sentaron con ella para que

la ayudara con los ramos matemáticos pero cada vez que tra-

taba de explicarle alguna cosa me decía que no entendía y que

no quería entender y se desconcentraba y se ponía a mirar por

la ventana y cuando llegamos a la playa eran justo las 12 del

día cuando el sol pegaba más fuerte y teníamos más hambre y aunque la profesora dijo que
bajáramos en orden nadie le

hizo caso y todos corrieron en dirección al mar dejando en el

camino las poleras las zapatillas y las mochilas pero yo me

puse bloqueador me saqué los calcetines los dejé dentro de las

zapatillas conté tres veces tres y caminé sobre la arena que


estaba caliente y por primera vez en mi vida no me importó

que se me pegara a los pies ni esa sensación extraña que me

destempla los dientes cuando siento el contacto de la arena

con mi piel y ese año casi nadie tenía celular decían que to-

davía éramos muy chicos y que podíamos ver cosas que no

eran apropiadas para nuestra edad pero a Juan le habían rega-

lado uno para su cumpleaños porque sus papás encontraban

que era maduro para su edad y fue él quien dijo que nos jun-

táramos todos para que saliéramos en la foto y esa misma

foto fue la que un par de años después pusimos como ícono

del chat de curso del que me sacaron la noche anterior al día

en que cambió todo y yo salgo con los ojos cerrados por el

reflejo del sol.

Creo que fue una de las pocas veces que lo vi contento

desde que llegó al colegio. Incluso se mojó los pies en el agua

aunque nunca se sacó la polera ni se puso traje de baño. Fue

el único que se echó bloqueador -una capa blanca y gruesa-

mientras el resto del curso volvió con la espalda y los hom-

bros quemados, el traje de baño marcado y los ojos rojos de

tanto sol y agua de mar. No recuerdo si me senté con él a la

vuelta, pero a la ida nuestra profesora jefe me había pedido

que nos fuéramos juntos en el bus, que no lo dejara solo, que

sabía que yo era una buena compañera y que siempre estaba

preocupada por el más débil. Nunca creí que Pablo fuera débil,

pero no iba a contradecir a mi profesora ni al director, quien

el día en que llegó Pablo al colegio, a mitad de semestre, entró

a la sala antes que él y nos dijo que fuéramos amables con

nuestro compañero nuevo porque estaba pasando por una si-

tuación difícil. Solo dijo eso, "situación difícil", y luego miró


hacia el suelo como dándonos a entender que era mejor no

entrar en detalles. Cuando hizo pasar a Pablo a la sala el di-

rector pidió un aplauso y creo que ese fue el primer error, por-

que nos pareció tan rara la petición, tan fuera de lugar, que en

vez de aplaudir nos pusimos a reír y Pablo también se rio, pero

se notaba que estaba a punto de llorar, que quería salir de ahí

corriendo, abrir la ventana imaginariamente y subirse un ár-

bol y quedarse ahí escondido igual como quise escaparme yo

en la clase de Química, igual como quiero escapar ahora.

Desde la clase de Química en adelante recuerdo todo como

si fuera una película en blanco y negro. Sé que había viento,

porque las ramas de los árboles crujían y el suelo estaba lleno

de hojas, pero no sé si hacía frío, si tenía hambre o si estaba

mareada por los tubos fluorescentes de la sala. Solo sé que

apenas sonó el timbre de salida me junté con Juan y el resto

cerca del kiosco, que dijeron que nos íbamos a reír mucho,

que yo tenía que distraer a Pablo, porque según ellos yo le

gustaba desde el primer día que llegó a clases, mientras ellos

se acercaban por detrás y Juan tomaba la foto. Tenía que ser

rápido, la foto y salir corriendo. Después nos íbamos a mi casa

que es la que está más cerca del colegio, pedíamos pizza y

subíamos la foto. "La mejor forma de terminar la semana", dijo

alguien. Juan dijo que él podía llevar cervezas. Yo dije que no,

que si querían tomar que se fueran a otra casa. Juan se rio, me

dijo que era una exagerada, que mis papás no se iban a dar

cuenta, que confiara en él.

Cuando llegamos a la esquina alguien nos avisó por el chat

que Pablo ya había salido de la sala y que había alguien espe-


rándolo en la reja para salir junto con él y asegurarse de que

llegara a la esquina. Los viernes era el único día en que Pablo

se iba solo de vuelta a su casa porque su mamá salía más

tarde del trabajo y no alcanzaba a ir a buscarlo. Él tenía que

mandarle un mensaje justo antes de salir del colegio y otro

apenas entrara a su edificio, así su mamá no se preocupaba

tanto y Pablo se sentía más independiente, que según lo que

nos contó nuestra profesora jefe es lo que el sicólogo le había

aconsejado a sus papás. Aunque casi todos iban y volvían so-

los del colegio desde hacía tiempo, era evidente que a Pablo

ese trayecto le causaba tanta emoción como ansiedad. Los

viernes hablaba más, se paraba más en clases, hacía esa cosa

con las manos casi todo el tiempo y miraba la hora a cada

rato.

Desde la esquina puedo ver como saca su teléfono de la

mochila y escribe el mensaje. Es una broma, me repito en voz baja mientras otro compañero lo
intercepta en la reja y em-

pieza a caminar con él directo hacia nosotros, que todavía

estamos escondidos, esperando que Juan dé la orden. Es una

broma, vuelvo a repetirme, mientras todos forcejean, mien-

tras me tapo la cara para no ver, imaginando que todo es un

sueño, que en algún momento voy a despertar en mi casa y va

a ser la mañana de otro día y en vez de levantarme para ir al

colegio voy a decidir que hace mucho frío para salir de la

cama y me voy a quedar ahí, acurrucada, esperando que mi

papá entre a la pieza y me diga que me levante, que haga mi

bolso porque nos vamos en un rato y no quiere manejar de

noche y yo ya empiezo a imaginar los árboles, el olor a madera

mezclada con humedad de la cabaña de la playa y esas venta-


nas enormes que se abren de verdad.

JUAN

¿En serio tengo que contar otra vez lo mismo? Es como si

estuvieran esperando que me equivocara, o que cambiara mi

versión o que me pusiera a llorar y, lo siento, pero si quieren

drama hablen con otro. Obvio que nadie está feliz con lo que

pasó, pero nunca fue la idea hacer daño y el que diga eso está

mintiendo. Se trataba de tomarle una foto, subirla un rato a

redes sociales y después bajarla. Okey, yo fui parte de esa idea,

de lo que pasó después ni cagando me hago responsable,

porque al final yo también fui víctima.

pero

El día que Pablo llegó al curso el director pidió un aplauso.

Ana, que estaba sentada en el banco de atrás, le preguntó a

Leo que por qué un aplauso. "Por la cara de huevón", dije lo

suficientemente fuerte para que los que estaban al lado mío

escucharan, pero lo suficientemente despacio para que ni el

director ni Pablo ni la profesora jefe alcanzaran a escuchar.

Casi nadie pudo aguantar la risa; hasta Pablo se empezó a reír

sin saber que se estaba riendo de sí mismo. Si se hubiese que-

dado serio, si no hubiese empezado a mirar hacia todos lados,

como tratando de entender por qué todo el mundo se reía

mientras aplaudían sin ganas y sobre todo si él no hubiese

empezado a aplaudir también, quizás -solo quizás-lo hu-

biese respetado un poco. Pero sentí vergüenza ajena y rabia,

y me acordé de mi viejo y tuve ganas de pararme y sacarle la

cresta al compañero nuevo que se reía con la misma risa de

mierda con la que se reía mi papá cuando yo me equivocaba


en algo o me caía en bicicleta cuando estaba aprendiendo. En-

tonces él me miraba esperando una reacción, atento a mi

cara, esperando el llanto o la mueca que intentara contener

las lágrimas. Pero yo solo lo miraba fijo unos segundos y

luego le decía "buena la broma".

Pablo cruzó la reja del colegio y los que estábamos escon-

didos en la esquina nos miramos imaginando lo que venía.

Ana, en cambio, miró hacia el suelo, pero si estaba arrepen-

tida ya era tarde, Pablo venía caminando directo a nosotros

había que actuar ya. Avanzaba tan rápido y concentrado que

tuve que empujar a Ana para que le cortara el paso. Ella se

puso frente a él, le preguntó algo que no alcancé a escuchar y

antes de que él pudiera responder, y mientras uno lo inmovi-

lizaba por la espalda y yo preparaba la cámara del teléfono, un

tercero le bajaba los pantalones y los calzoncillos y lo dejaba

en pelotas frente a Ana, su amor platónico desde que llegó al

colegio. La carcajada se escuchó en toda la calle y mientras

Pablo forcejeaba intentando zafarse yo tomaba varias fotos,

una tras otra, sin poder parar de reír. No me di cuenta en ese

momento, pero sí después, cuando volví a mirar las fotos, que

unos metros más atrás, fuera de foco pero todavía reconoci-

ble, estaba Leo, mirando todo. Nunca imaginé que Pablo tu-

viera tanta fuerza, quizás él tampoco lo sabía, pero con un

movimiento seco y violento, se zafó y se abalanzó sobre mí.

Lo que pasó después lo recuerdo en cámara lenta, la cara des-

figurada de Pablo, rojo de rabia, las venas de la frente hincha-

das y sus manos empujándome contra la vereda. Fue como si

por un momento el tiempo quedara suspendido, yo en el

suelo, la cara de miedo de Ana y luego las risas, sobre todo la


de Pablo, "buena la broma, buena la broma, buena la broma",

repetía mientras se subía los pantalones y me miraba cre-

yendo que esta vez había ganado él.

LEO

La primera vez que Pablo me invitó a su casa me llamó

cinco veces por teléfono. Dos temprano en la mañana y tres

cerca de la hora en que tenía que llegar. En la mañana quería

saber si prefería papas fritas o aros de cebolla con la hambur-

guesa. Le dije que las dos cosas me gustaban así que él eli-

giera. Un rato después volvió a llamar. "Tu amigo otra vez”,

dijo mi papá, que llegó a mi pieza en pijama y con cara de

sueño, porque el sábado era el único día que dormía hasta

más tarde. Ahora quería decirme que mejor iba a pedir las dos

cosas, papas fritas y aros de cebolla, porque así no había que

optar por alguna de las dos cosas y podíamos comer ambas.

Le dije que ya, que buena idea y que nos veíamos a la hora de

almuerzo. "A la una y media", precisó. La tercera llamada fue

para recordarme que llevara traje de baño y las otras dos para

preguntarme por qué todavía no había llegado. "Insistente tu

amigo, ¿ah?", me dijo mi papá cuando íbamos en el auto. Le

contesté que Pablo era muy organizado y que le gustaba tener

todo claro. Desde el asiento de atrás pude ver como mi papá y

mi mamá se miraron disimuladamente y mi mamá dijo algo

que no pude escuchar. Supongo que estaba mirando por la

ventana, esperando que llegara, porque antes de que pudiera

bajarme del auto, Pablo ya estaba en el antejardín, corriendo

hacia la reja, haciendo eso que hace con las manos, abrir y

cerrar, hacer sonar los dedos, abrir y cerrar, cada vez más rá-
pido. Detrás de él venía su mamá, algo incómoda, "Pablo, es-

pérate que se bajen", pero él no la escuchaba. Mi mamá y mi

papá volvieron a mirarse pero esta vez ninguno dijo nada. "Ya

llegaron las hamburguesas", me gritó Pablo desde la reja,

mientras caminábamos hacia la entrada. Recuerdo que tuve

una sensación extraña, muy parecida a la que tengo ahora:

una mezcla entre ganas de llorar y culpa, una culpa que crecía

a medida que me acercaba a su casa y podía darme cuenta de

que mi presencia ahí era un acontecimiento para Pablo, pero

sobre todo para su mamá. "Gracias por la invitación", dijo mi

papá por educación. "Gracias por traerlo", dijo su mamá y por

primera vez me fijé en sus ojos de alergia, o de resfrío, o como

si acabara de bostezar.

No le conté a Juan que había ido a la casa de Pablo y que lo

pasé mucho mejor de lo que esperaba. Tampoco que cuando

mis papás me fueron a buscar y estaba a punto de subirme al

auto, Pablo salió corriendo de su casa y me entregó un pa-

quete de galletas que había sobrado de las once, un manual de

programación para que practicara en mi casa y una de sus

figuritas de colección de Star Wars. No le conté que fui varias

veces más, que incluso Ana fue una vez y nos bañamos en la

piscina y nos comimos cada uno un pote de helado de piña.

Apenas suena el timbre de salida, Juan y el resto se ponen

de pie y salen rápido de la sala. Por la expresión de su cara,

podría jurar que Ana no quería participar, pero lo iba a hacer

igual para no decepcionar a Juan. Salgo tras ellos y la alcanzo

en la escalera, le digo que nadie la obliga, pero ella me mira,

me dice que gracias por el consejo, pero que si va a participar

en la broma es porque le parece graciosa y que no sea exage-


rado. Ella sabe que la conozco y puedo adivinar por su tono de

voz que preferiría no hacerlo, irse rápido para su casa porque

sus papás la esperan para irse a la playa, como todos los vier-

nes después de clases. Veo como camina decidida hacia el

kiosco, donde la está esperando Juan y un par de compañeros

más y por un momento siento el impulso de ir hasta allá y

decirles que paren, pero ellos corren hacia la salida y yo no

hago nada. Entonces veo pasar a Pablo y pienso que sería

bueno apurarme y decirle que lo puedo acompañar hasta su

casa, que mejor nos vayamos por otra calle, que ellos están en

la esquina esperándolo para reírse de él, como lo han hecho

otras veces y como seguirán haciéndolo si alguien no hace

algo. Si él no hace algo. Si yo no hago algo. Veo como alguien

lo intercepta mientras él escribe algo en su teléfono y enton-

ces empiezan a caminar juntos, directo hacia la esquina.

Salgo tras ellos, guardando la suficiente distancia para que no

parezca que soy parte de la broma, pero sin perderlos de vista,

por si hay que intervenir para ayudar a Pablo. Y entonces todo

pasa rápido, Ana aparece tras la esquina y puedo ver como él

sonríe, como no puede evitar sonreír cada vez que ella lo

mira, y sus manos abriéndose y cerrándose. Mientras otros lo

toman por sorpresa, lo inmovilizan y lo dejan semidesnudo,

humillado, forcejeando, gritando que lo suelten, Ana se tapa

la cara con las dos manos y puedo apostar que está llorando.

Y yo inmóvil, incapaz de acercarme, de detener a Juan que

toma fotos con su teléfono o de hacer algo cuando Pablo, y sin

que nadie lo vea venir, logra soltarse y con los ojos completa-

mente desorbitados se va contra Juan y lo empuja con tanta

energía que lo deja un par de metros más allá, tendido en la


vereda, con la nariz rota y completamente desconcertado. No

puedo escuchar lo que Pablo le dice, pero mientras lo escucha,

Juan comienza a incorporarse lentamente y, aunque desde

donde estoy no alcanzo a ver su cara, sí puedo observar como

toma una enorme piedra, como la aprieta en su mano, como

toma impulso y la lanza con fuerza, directo a la cara de Pablo.

PABLO

El remedio el remedio el remedio lo repito tres veces por-

que debo tomarlo tres veces al día y así no se me olvida aun-

que nunca se me ha olvidado pero mejor estar seguro además

que

el tres me da buena suerte un dos tres un dos tres un dos

tres eso es tres veces tres que son las veces que toco las cosas

para que no pase nada malo aunque parece que el remedio

sirve y a veces no me doy cuenta y ya no estoy contando y

puedo concentrarme en otras cosas y ya no pienso en núme-

ros ni en desgracias ni en que mi mamá choca cuando viene

de camino al colegio y que va a ser mi culpa porque si no

fuera a buscarme estaría haciendo otra cosa y no pasaría justo

por esa calle donde alguien pasa con luz roja y la choca de

frente y la ambulancia llega demasiado tarde y se muere en la

calle y me quedo solo por eso me gustan los viernes en que

camino por la calle y cuento los pasos hasta mi casa pero no

para que no pasen cosas malas por mi culpa sino solamente

porque me gustan los números pero esto no se lo digo a mi

mamá porque no quiero que se preocupe tanto por mí y tam-

poco le cuento que en este colegio también se burlan aunque

nunca me han pegado y cuando me pregunta cómo me fue yo

le digo que bien que cuando dijeron que trabajáramos en


grupo en la clase de Historia varios me pidieron trabajar con-

migo no le digo que me quedé solo y ella se queda tranquila o

me hace creer que se queda tranquila y cuando me dice que

invite a algún compañero a la casa le digo que prefiero que no porque tengo que estudiar pero yo
se que se da cuenta que lo

digo porque me pongo nervioso ¿y si no llega? ¿y si me quedo

con todo listo? porque antes Leo iba seguido a mi casa pero

ahora menos o casi nunca y la última vez que lo invité me dijo

que no podía porque tenía un compromiso familiar pero al

día siguiente estaban viendo fotos de la junta en la casa de

Ana y cuando me acerqué se quedaron callados y no sé cómo

supo mi mamá pero escuché desde mi pieza cuando hablaba

con mi papá por teléfono que había que ir a hablar al colegio

que no iba a permitir que yo pasara otra vez por lo mismo que

se acordara que tenía un hijo y tres veces tres para que no

peleen para que mi mamá no llore escondida que no pase

nada malo que no pase nada malo que no pase nada malo

mientras dejo los zapatos a los pies de mi cama y tienen que

quedar derechos mientras cuento tres veces tres pero concen-

trado en que todo va a estar bien porque si me desconcentro

tengo que empezar de nuevo y el remedio el remedio el reme-

dio lo repito tres veces antes de mandarle el mensaje a mi

mamá para avisarle que voy saliendo del colegio y esta vez no

voy a contar los pasos voy a poner la mente en blanco como

me dijo el doctor y solo voy a caminar pero un compañero me

habla y ya no puedo poner la mente en blanco y empieza a

caminar al lado mío y no sé de qué hablar pero él habla pri-

mero y me pregunta por el concurso que gané y dice que soy

un genio de la computación y no sé qué responder porque no


soy un genio y justo aparece Ana Anita Anita de dónde saliste

que no te vi y tampoco veo de donde salen los que me agarran

y no me puedo mover y trato de soltarme y siento como me

tironean la ropa y me bajan los pantalones y estoy pilucho y

se están riendo y Ana me mira como pidiéndome perdón un

dos tres un dos tres un dos tres y otra vez tres veces tres pero

las cosas malas están pasando igual y Ana se tapa la cara y yo

logro soltarme mientras Juan me toma fotos y es como si toda

la rabia y la vergüenza se me fueran a los brazos y aunque

nunca le he pegado a nadie a Juan lo empujo con toda mi fuerza y cae al suelo y ahora se ríen de él
y entonces veo a Leo

que está un poco más allá mirando todo y me hace un gesto

que no entiendo y Juan empieza a levantarse y veo la piedra

que viene hacia mí y no quiero que mi mamá sufra ni que se

sienta culpable el resto de su vida si yo lo hubiese ido a buscar

si yo lo hubiese ido a buscar y la piedra está a punto de alcan-

zarme perdóname mamá un dos tres un dos tres un dos tres

y entonces el golpe seco y después solo un silencio largo.

ANA

Todo pasó tan rápido que cuando Juan lanzó la piedra yo

todavía tenía mis manos sobre la cara para no mirar lo que

estaba pasando. Por eso no la vi venir y solo sentí el piedrazo

en mi frente y el ruido como una ventana que se cierra de

golpe o una rama que se quiebra con el viento y el mareo

como de cien tubos fluorescentes encendidos y la voz de Juan

que ya no se ríe y el sueño que no me deja abrir los ojos. Me

dicen que no me mueva, me preguntan si me duele, pero no

siento dolor, ni frío, ni miedo porque estoy en mi cama aun-

que todos crean que estoy tendida sobre la vereda y el viento


entra por las ventanas que se abren todas al mismo tiempo y

no entiendo por qué lloran, por qué Pablo grita, Ana, Anita,

Anita. Los escucho cada vez más lejos y si pudiera hablar le

diría a Juan que no se vaya, que vuelva y se quede conmigo y

a Leo que no me suelte la mano y a Pablo que deje de gritar.

Vas a estar bien, me susurra Leo al oído justo cuando llega la

ambulancia. Súbanme rápido que me están esperando para ir

a la playa y a mi papá no le gusta manejar de noche. Hay que

avisarle a la familia, dice una voz que no conozco y ya em-

piezo a imaginar los árboles, el olor a madera mezclada con

humedad de la cabaña de la playa y esas ventanas enormes

que se abren de verdad. Es mi culpa, es mi culpa, es mi culpa,

repite Pablo y es lo último que escucho antes de sumergirme

en un mar oscuro y denso. Un mar, que según dicen los doc-

tores, nunca más volveré a ver.


UNA NUBE MEDIO GRIS.

Por primera vez tenía miedo de ese viaje. Ni yo ni nadie

dijo nada, pero sabía que el miedo estaba instalado entre no-

sotros tres. No sé si les ha pasado alguna vez, pero la sensa-

ción era de una incertidumbre que me seguía por meses como

una nube medio gris, mucho más oscura que la que ahora veía

desde la ventana del avión, y estaba seguro de que esa nube

también seguía a mis padres. No sé si entre ellos lo hablaban

en ese momento, pero sabía que sentían con más fuerza la

amenaza de esa tormenta que se acercaba, porque estaban

más conectados con Chile que yo.

Santiago es una ciudad que conocí toda mi vida y que que-

ría y defendía como la mía. Nunca viví en Chile, pero me po-

nía su camiseta cuando jugaban en un mundial, y cada Navi-

dad con mis papás viajábamos tres semanas para estar con la

familia y escapar del frío de Nueva York. Para mí, salir de va-

caciones de invierno era sinónimo de partir al calor del he-

misferio sur y jugar con mis primos en Maitencillo o en Val-

paraíso. Mientras crecía, esos días en familia se me fueron

haciendo un refugio necesario, aunque fue mi primo Cristó-

bal quien pronunció primero la frase que me hizo sentir ex-

tranjero antes de tiempo:

-Es raro que tengas dos papás, aquí en Chile la gente tiene

uno solo, y una mamá.

Tenía cuatro años y no lo comenté con nadie pero la frase,

una vez sembrada, creció conmigo. Esas simples palabras ti- radas por un niño irresponsablemente
y sin maldad alguna,

repercutieron e hicieron golpearme con la realidad más fuerte

que al enterarme que Santa no existía o que la magia siempre


esconde un truco.

Recuerdo que ese año, cuando regresé a Nueva York, por

primera vez me di cuenta de que allá tampoco era muy común

tener dos padres hombres, aunque conocía a suficientes ami-

gos con este tipo de familias.

Crecí en Brooklyn, ahí pasé los primeros años de mi vida

y hoy, a mis trece, me estoy mudando a Santiago porque la

muerte de mi abuelo hizo que papi no pudiera soportar más

la distancia y que papá quisiera volver para trabajar en la ofi-

cina de su familia. Este viaje, que hemos estado programando

por seis meses, incluye un container que trae casi todos nues-

tros muebles y, a diferencia de mis otros viajes a Chile, este

no tiene pasaje de vuelta.

No hablo mucho con papá, menos con papi, que es más pre-

guntón y me pide su opinión para todo, pero me extraña que

ellos tampoco mencionaran esta nube que amenazaba con

mojarlo todo desde que dijeron que nos iríamos a vivir a Chile.

Estamos aterrizando y, luego de haber intentado ver cinco

películas, papi me pregunta qué tal la que vi yo. I don't know,

le digo. Con ellos hablo en español desde chico, pero cuando

no quiero seguir la conversación digo I don't know y compren-

den. Últimamente no me gusta tanto conversar con ellos, en

realidad no me gusta conversar con nadie.

Papá es más callado, se parece más a mí y con él nos comu-

nicamos con miradas. Nuestros mayores intercambios de pa-

labras silenciosas ocurren cuando papi hace algo que nos

molesta o nos da risa. I love papi, pero a veces no lo soporto.

A veces tampoco soporto a papá, pero esas son menos veces.

-Miguel, esa de ahí es nuestra maleta-dice papi, como


si yo no supiera. No le digo nada, pero sabe que lo escuché. Santiago está frío, nunca había venido
en esta época, y hoy

no es la ciudad que conocía de chico y que tanto me gustaba

visitar. Una neblina oscura nos recibe en el aeropuerto. A las

pocas horas de llegar, vamos a almorzar con los primos. La

piscina de la tía Emilia está vacía. La recuerdo inmensa, pero

en realidad cambiamos de porte al mismo tiempo: a medida

que yo crecía, ella se achicaba, pero siempre tenía agua. Ahora

estaba vacía y descascarada.

Acá hace menos frío que en Nueva York durante el in-

vierno, pero la gente usa chaqueta dentro de las casas para

almorzar, se prenden estufas y el cielo se pone sucio. Nadie

habla de esto en nuestra nueva casa vacía y fría que espera los

muebles del conteiner. No sé cómo se dice conteiner en espa-

ñol, pero es como una caja gigante que venía por mar con

nuestros recuerdos de toda la vida, los buenos y los no tan

buenos. Papá y papi, desde que llegamos, solo hablan de mi

colegio, que los útiles, que el uniforme, que el horario. Quizás

lo hacen para evitar pensar en sus propias vidas, que también

comienzan de nuevo en esta ciudad, o tal vez porque les pre-

ocupa más la mía que la de ellos.

Agosto volvió con prisa y entré al segundo semestre del

año, repitiendo octavo para prepararme mejor para la media.

El colegio es distinto en Estados Unidos, porque si uno no se

siente bien en un curso, en otro ramo hay escapatoria, pero en

Chile todos van a la misma clase, con los mismos compañeros

todos los días, todos los años, a veces toda la vida escolar.

-Y tú, ¿quién eres?

-Soy nuevo.
-¡Sí sé, gil! -me dijo Marco con un tono burlón-, O creís

que pensé que éramos compañeros de kinder y no te había

visto.

Todos se largaron a reír como si fuera un chiste muy gra-

cioso. De ahí comenzaron con las bromas por mi acento, que nunca sentí que fuera muy distinto al
chileno. Hay una crueldad

en los seres humanos que se aviva cuando están en manada.

que

Susana sabía muy bien de chistes crueles, de carcajadas

coreadas, las había sufrido desde chica, así que rápidamente

se unió a mí en un acto de protección que solo provocó

me apartaran aún más. Sabía lo que era ser popular o nerd en

Estados Unidos, y sabía que si Susana se hacía muy amiga mía

estaba perdido de aquí hasta terminar el colegio. Sabía un par

de cosas, pero no sabía cómo cambiarlas.

A Susana le gustaba practicar inglés y me usaba para ha-

blarlo fluidamente. Sus dientes delanteros eran largos (por

eso quizás le costaba la th) y a Marco le gustaba hacer chistes

sobre ellos. "Vas a rayar el piso". Las risotadas iban y venían

como balas que al poco tiempo ni a Susana ni a mí nos llega-

ban ni asustaban. Aprendimos rápidamente a defendernos de

ellas ignorándolas. Atención: nunca los mires a los ojos o la

maldad crece junto con tu miedo. De pronto me vi bajando la

vista incluso cuando uno de ellos pasaba por mi lado.

Como si soportar a Marco Barrientos no fuera suficiente en

las interminables horas de colegio, en casa me preguntaban

cada día cómo iba la escuela y cómo se llamaban mis amigos.

Se veían ansiosos por saber si había alguna compañera que

me gustara o si mis compañeros ya hacían fiestas por la no-


che para celebrar sus cumpleaños. No sé qué hacían mis pa-

dres con sus vidas cuando yo no estaba. Durante las comidas

las preguntas eran solo para mí, como si se quedaran conge-

lados mientras yo estudiaba.

En el WhatsApp de papá, él vivía un pequeño infierno per-

sonal que descubrí por casualidad cuando le pedí el teléfono

para jugar Angry birds. Los padres tenían un chat de apodera-

dos que, en el teléfono de papá, empezaba con la bienvenida

al grupo de la mamá de Rocío Vera. Queridos papis y mamis. Démosle la bienvenida este

semestre al papá de Miguel Urquiza al chat. Hola

Luis, bienvenido!!! Acá hablamos desde cosas de

nuestros hijos hasta leseras y cochinadas, jajaja!!!

Prohibido política, eso sí... Bienvenidos!!! (Y diez

emoticones de aplausos).

Hola, la mamá de Jesús aquí, bienvenido! (Emoticón

de aplauso).

Bienvenido Luis, si quieres agregar a tu señora, bien-

venida, tenemos un grupo solo de mamás para la

semana de las alianzas. ¿Hace deporte? Este año es-

tamos preparándonos para ganar la alianza azul en

voleiból (Emoticón de brazo sacando músculo).

Holi, mamá de Andrés aquí, que está de cumpleaños

el sábado, así que aprovecho de avisar. Welcome to

Chile, Luis, y por favor mándame el contacto de la

mamá de Miguel, para tenerlos a los dos. Soy parte

del consejo de apoderados del colegio. Bienvenidos

again!!

Seguían los mensajes incansablemente. Busqué hacia

abajo angustiado para ver si papá respondía algo acerca de "la


mamá de Miguel" o si mencionaba a papi y noté que solo cam-

biaba de temas y agradecía la bienvenida. Pronto entendí por

qué papá decía que en Chile la gente se mete más de la cuenta

en las vidas ajenas. En el chat de apoderados del colegio de

donde yo vengo, jamás se pregunta ni se pide nada, y quien

quiera ofrece información o ayuda voluntariamente.

Decidido a dar vueltas las cosas, ideé un plan perfecto.

Marco era el más cool y si me hacía su amigo, me ganaba al resto. Con reglas estúpidas, hay que
jugar estúpidamente. La

música fue la forma de acercarme a él, porque sabía que le gus-

taba tanto como a mí. Por eso, mientras él escuchaba a Greta

Van Fleet en su celular, yo comencé a cantar la canción. Marco

me miró extrañado y me preguntó si entendía algunas partes

de la canción y me ofrecí a traducirle la letra. En dos recreos

teníamos tres canciones traducidas y una amistad sellada.

Después de eso, fue fácil que el resto de los compañeros

me aceptaran como uno más y que mi acento agringado les

comenzara a parecer cool. Empecé a jugar fútbol con ellos y

aunque era de los peores y solo me ponían en la defensa,

ahora me miraban con cariño. Eso de tener un curso todo el

día me empezó a gustar y ansiaba la llegada del recreo para

compartir con Cordero y Lira, y probar el cigarro con Álvaro,

que era muy amigo de las mujeres y siempre fumaba con Sofía

Escobar, la más rica de todo el colegio. Sofía tenía un pololo

en segundo medio, pero solo estar con ella me bastaba y creo

que a ella yo le simpatizaba especialmente.

Durante esas dos semanas y media de popularidad me le-

vantaba feliz, porque mis compañeros, además de escuchar

alucinados mis historias de Brooklyn, se reían de mis tallas.


Lentamente comencé a ser parte de ese cotidiano y un prota-

gonista de sus vidas. Sin embargo, aunque todo cambiara por

esos días gracias a la música, como una pequeña y agradable

primavera, yo no dejaba de pensar en Susana. Esas semanas

de bullying que viví al comienzo habían sido para ella su vida

entera. ¿Qué pensaban sus padres? ¿Todavía le preguntaban si

había un compañero que le gustara o ya habían desechado la

posibilidad de que su hija fuera invitada a fiestas? ¿Sabrán que

el gringo que llegó fue su nueva esperanza de surfear de ma-

nera más agradable y rápida las 20 horas de colegio, pero este

se había pasado al otro bando como un traidor?

la

No fue mi intención alejarme de Susana, más bien fue ella

à que comenzó lentamente a adivinar que ambos estábamos

más a salvo cuando estaba lejos de mí. Poco a poco aprendí a manejarme mejor con los modismos
y, sin darme cuenta, es-

taba en el terreno de las conversaciones privadas entre com-

pañeros. Conversaban mucho de pornografía; uno de ellos

había aprendido a engañar el control parental de sus padres y

había conseguido acceso a un mundo desconocido para no-

sotros. El sexo era la conversación favorita y yo me daba

cuenta de la importancia de hablar de mujeres, sus cuerpos y

sus tetas, para entablar lazos entre preadolescentes.

-¿Por qué no vamos a tu casa? Como la Coni vive cerca de

ti, podemos aprovechar de pasar a saludarla. Esa mina me

gusta mucho y siempre anda con amigas de su colegio...

-Mejor que no, Marco...

-¿Por qué? ¿Qué onda tu vieja? ¿Es muy bruja?

-Sí, mi vieja es muy estricta y no le gusta que lleve amigos


a mi casa.

-¿Más estricta que mi viejo?

-No sé, no conozco tanto a tu papá.

-Pero lo has visto..., yo al tuyo, nada.

Fue fácil cambiar el tema usando el nuevo disco que sacó

Ariana Grande. Marco comenzó a hablarme de las tetas de la

vocalista y de ahí pasamos a que se parecía a una de las actri-

ces de los videos porno que mandaba Jorge Castillo. No sé

cómo derivamos en que Marco creía que Álvaro era gay, por-

que le gustaba mucho estar con las mujeres.

-¿Y qué tiene que ver que le guste estar con mujeres con

ser gay?-me atreví a preguntar.

-Que seguro quiere ser mujer, por eso se junta con ellas.

-Pero quizás es porque le gustan mucho.

Marco lanzó una carcajada, como si lo que dije fuera

broma. Llegué a casa, vi a papá sirviéndole su té a papi y pensé

en la carcajada de Marco, los vi doblando unas sábanas y

pensé en la carcajada, los vi conversando animadamente y

pensé en esa carcajada. Para mí ser gay no era un tema que hubiese analizado y hablado antes de
llegar a Chile. La homo-

sexualidad estaba tan cerca de mí, era tan parte de mi vida,

que nunca se me ocurrió relacionarla o no con algún compa-

ñero. Ser afeminado, como llamaba Marco a Álvaro, no era un

defecto, sino una característica, como ser ronco o rubio

La mayoría de los amigos de mi papá eran gay en Estados

Unidos. Uncle Robert, Mark Diffley, había uno al que le decían

la Chava y hablaba en femenino de él mismo. Nunca lo hablé

con mis papás como un "tema", porque era tan parte nuestra

que no cabían la teoría ni el análisis. Era algo cotidiano, como


si los papás de Marco hablaran sobre por qué eran profesores

o por qué en su casa se almorzaba en la cocina; se hacía sim-

plemente.

Papi aceptó a regañadientes saltarse la primera reunión de

apoderados y papá fue solo. Cuando volvió, me dio una de

esas miradas que enfrían la sangre. Se sentía mal por papi y

entonces yo me sentí mal también, por haberlo disuadido de

ir a la reunión, por esconderlo.

Se acercaba el paseo de fin de año. Yo rezaba para que papi

se resfriara y no pudiera ir. Cuando llegué a la casa, lo escuché

conversando con mi abuela, que nos visitaba al menos una

vez por semana desde que llegamos:

-Siempre les dije que en Chile no era igual que allá. Siem-

pre les dije que no era una buena idea.

-No me arrepiento, mamá.

-Y no tienes de qué arrepentirte, pero tienes que evaluar

si fue una decisión madura la de venirse o sería mejor pensar

todo de nuevo.

No sabía que regresar era una posibilidad y de pronto sentí

un alivio gigante. Dejar de mentir, dejar de ignorar la tristeza

de Susana, dejar de reírme a carcajadas con Marco de chistes que no entendía, dejar de competir
para ser su favorito, dejar

de esconder a papi. Esa noche le dije que si él quería volver a

Nueva York, yo me iba feliz, pero él de inmediato negó con la

cabeza y me abrazó.

-Todavía no, gordo. Vamos a darle una oportunidad más.

A veces me gustaban los abrazos de papi. Eran tan apreta-

dos y tibios, que me hacían sentir seguro, como que todo iba

a estar bien. Yo también lo apreté con fuerza, como consolán-


dolo, porque para él volver tampoco estaba siendo esas vaca-

ciones de diciembre que tanto esperábamos durante el in-

vierno y que siempre se acababan demasiado pronto.

Encontrar trabajo tampoco le era fácil, porque había perdido

muchos años de experiencia cuidando de mí. Él era lo que en

Nueva York llaman the caregiver parent -algo así como el

papá a cargo- y había sacrificado su carrera de restaurador

por papá y por mí.

Sé que muchos de ustedes se preguntan cuál es mi verda-

dero papá. Lo sé porque muchas veces nos lo preguntan en

almuerzos o, incluso, cuando yo era chico y jugábamos en la

plaza los tres, siempre aparecían señoras que querían saber.

Yo tengo dos papás verdaderos: papá y papi, y no tengo mamá.

Ahora, si la pregunta era por el papá biológico, yo respondía:

no es importante para mí, así que menos debe serlo para us-

tedes.

Nací in vitro y tuve una surrogate mother a la que veo para

mis cumpleaños y que sigo en Facebook. Es una mujer súper

cool, canadiense, que ayudó generosamente a mis papás a

cumplir el sueño de tener un hijo. Trató de ayudarlos tres ve-

ces más, pero no resultó, así que no tuve hermanos. El óvulo

no era de ella, sino de otra mujer, a la que no conocí pero po-

dría conocer cuando quiera. Papi tiene toda la información

guardada, pero no la he necesitado y no me ha interesado. El

espermatozoide es de uno de mis papás pero, como dije antes, no me gusta decir de cuál, porque
eso no le da más derecho

sobre mí o más cercanía. No me parezco mucho a ninguno de

los dos, así que tampoco busquen por ahí.

Fue un jueves cuando todo reventó. Me acuerdo bien, por-


que había estudiado para la clase de Ciencias, que era a pri-

mera hora, y cuando iba a ofrecerle a Marco que nos sentára-

mos juntos para pasarle las respuestas, sus ojos no tenían

ninguna carga, como si se hubiese vaciado de cariño por mí.

-Tus papás son maricones.

Nunca me sonó más fuerte esa palabra y nunca me dolió

más la vergüenza que cuando Marco la tiró. Así, sin compa-

sión, sin un poco de cuidado por el amigo que le había tradu-

cido más de quince canciones, sin lealtad.

-Mi mamá vio a tu papá en el supermercado y estaba con

otro señor y le dijo que era su esposo. Mi mamá le dijo a mi

papá y mi papá me preguntó a mí.

-Guácala -dijo Félix desde el asiento de atrás, metién-

dose en la conversación.

No contesté, pero sentí rabia con Marco, con mi papá y

quise por un momento el abrazo fuerte de papi. Miré a tres

compañeros que estaban al lado, con los ojos redondos y la

boca igual de redonda y seguí sin contestar. Vanesa se reía

nerviosa, quizás imaginándose el cuadro de mi familia.

-Qué asco, ¿verdad? -preguntó Marco llevando el cuento

por el camino que quería llevarlo, guiándolos a todos hacia

una zona que él veía oscura, asquerosa como la bautizó él,

pero que era mi propia vida.

Iba a decir que era verdad que tenía dos papás, pero tenía

miedo de ponerme a llorar de tanta rabia.

-Por eso no nos invitaste a tu casa nunca, tu papá es ma-

ricón y te da vergüenza.

La segunda vez que lo llamó así ya me dolió menos, pero


fue la palabra vergüenza la que hizo que la rabia no saliera por mi boca y se dirigiera directo al
puño, mientras mi cabeza iba

midiendo el lugar preciso dónde lanzarlo: un ojo que me enfo-

caba como si quisiera dispararme. El ojo izquierdo de Marcos.

Con el puñetazo todos se pusieron a gritar y entonces

Marco me pegó varios golpes de vuelta, de los cuales me de-

fendí con precisión. Nunca había peleado a combos en mi

vida, pero parece que me las arreglé de lo más bien, porque

los combos siguieron varios segundos y todos comenzaron a

rodearnos y animarnos para darnos más fuerte, hasta que el

profesor tuvo que intervenir. Sofía me miraba sorprendida

desde su silla, sin saber cómo había comenzado todo.

El inspector me interrogó en su oficina y, luego de un rato,

por fin hablé, sin mirarlo a los ojos.

-Se burlaron de mí, porque tengo dos papás.

No se vio sorprendido, lo sabía, pues mis papás habían ad-

vertido de esto en el colegio mucho antes de llegar a Chile.

Trataron de meterme en dos colegios antes, pero no fui acep-

tado porque no cumplíamos con la definición de familia que

estos promovían. El inspector tampoco se enojó conmigo o

con Marco y solo sintió preocupación por lo que venía. Llamó

a mis papás y les explicó la situación. Igual que mi abuela,

alcancé a escuchar que el inspector les advirtió: "Yo les dije

que no iba a ser una situación fácil".

Con papá estuve enojado unos pocos días por lo del super-

mercado y usé esa razón como excusa para no ir al paseo de

curso con las familias. Los tres usamos esa razón como ex-

cusa, porque creo que ninguno quería ir a exponerse a la mi-

rada de los compañeros y los apoderados. El bullying en los


niños es difícil, y aunque en los adultos es menos evidente,

puede ser incluso más dañino. Papá pasaba por su propio bu-

llying en el chat de los apoderados.

Queridos papis, mamis y Luis (papá de Miguel). Su-

pimos de tu condición y yo personalmente soy sú-

per abierta de mente, pero me gustaría hablar de

cómo les explicamos a los niños esta particular si-

tuación. El orientador del colegio no me ha respon-

dido los llamados y me parece urgente.

Hola! (Emoticón de mano saludando) Yo ya hablé

con la Rocío y me dijo que lo entendía. Hay que ex-

plicarles que en la vida hay distintas tendencias y no

dar tantos detalles. Saludos Luis y yo personalmente

te acepto sin problemas (Emoticón de corazón).

Yo también te acepto, besitos, y si quieres incluir a

tu amigo en el chat, bienvenido!! (Dos emoticones

de corazones).

Yo también te acepto, pero también me preocupa

cómo enfrentar el problema con los chicos. Creo que

la miss Carmen no está preparada para responder

preguntas y los niños las van a comenzar a hacer. Mi

hijo es muy sensible y me preocupa que empiece a

verlo como algo normal.

Perdón por el mensaje anterior, no quise decir que

no fuera normal, pero me preocupa que lo puedan

ver como algo natural.

Es normal, mamá de Álvaro, perdona que no tengo

tu nombre registrado, es normal y hay que hablarlo

como si fuera lo más natural del mundo.


Perdón, pero normal es lo que sigue la norma... me-

jor poner que es natural, pero no normal, porque la

norma es mayoría y aquí no es la norma.

Yo no le hablo de sexualidad a mi hijo todavía y por

este asunto ya me preguntó si yo creía que los papás

de Miguel dormían juntos o separados. Imagínense

las preguntas que van a venir después. Yo también

soy súper abierta de mente, ojo, pero orientation ur-

gente!!!!!!

Ay, pero dile que no sabes... o que duermen separa-

dos, no creo que le pregunten a Miguel si duermen

juntos (Emoticón de mujer con dedo en la boca

como silencio).

Preguntan todo, sobre todo entre ellos. Van a querer

saber detalles.

Mi papá no respondió hasta después de los 89 mensajes.

Hola a todos, gracias por el apoyo. Me parece bien si

quieren hablar el tema en la próxima reunión de

apoderados. Yo puedo contar mi experiencia y

orientarlos un poco.

Sería genial (Emoticón de pulgar hacia arriba), pero

apoyo lo que alguien dijo más arriba de llevar a un

psicólogo también. Alguien más profesional.

Nadie dijo eso, jaja! Pero puede ser una buena idea,

para hacerle preguntas y que oriente a la miss Car-

men. Yo dije un orientador, pero un psicólogo puede ser me-

jor. Gracias, Luis, y ánimo, que lo vamos a solucionar!!

Después hubo 36 mensajes más, entre los cuales un par

preguntaba que quién era mi mamá y varios mencionaban


que tenían amigos, primos, tíos gays. Ante la insistencia de la

mami más liberal, papá terminó agregando a papi al Whats-

App, "su amigo", y solo dos le dieron la bienvenida.

181

No sé cómo empecé a odiar a papá y papi por haberme

traído al mundo si el mundo no me quería aquí. No el mundo

de Chile, por lo menos, y ellos son chilenos. No debieron te-

nerme, pensé, fui un capricho caro. No se los dije, pero pen-

saba que hubiese sido tanto más fácil para todos la vida sin

mí: viajar solos como tanto les gusta, pasar los inviernos en

distintas ciudades, gastar mucho menos plata y volver a Chile

cuando quieran para seguir viajando. Los odié por no tener

mamá y hasta los odié por ser homosexuales y amarse.

Mientras más leía el teléfono de papá y ese chat, más sentí

que esos papis y mamis tenían razón con lo que pensaban, no

con lo que escribían, porque en palabras se leían súper abier-

tos, pero lo que escondían sus palabras era el terror:

Tenemos un problema con el que tenemos que lidiar

y por culpa de estos dos padres, que hicieron algo

que en este país está prohibido, vamos a tener que

invertir en psicólogos para nuestros hijos.

Uno que nunca escribía y que se presentó como el papá de

Manuela y esposo de María de los Ángeles fue el más directo:

Perdón lo duro, pero acá somos todos adultos y a mí

la verdad es que me parece grave lo que está pasando.

¿Por qué el colegio no nos informó de esta situación

antes de comenzar el semestre? El inspector me con-

fesó que ellos lo sabían. Podríamos haber votado si

aceptábamos o no a este niño en el curso, o por lo


menos que nos hubiesen dado la opción de sacar a los

chicos y cambiarlos de colegio. Creo que esto merece

una conversación con el rector. Nada contra ustedes,

pero estamos hablando de preadolescentes.

Ese papá escribió eso, tres mensajes después del de papi

saludando y agradeciendo que lo hayan incorporado al

WhatsApp. La pesadilla del bullying definitivamente no se

terminaba al crecer, solo se disimulaba mejor.

No tenía con quien desahogarme. Susana no era una

amiga, sino una cómplice a la que me unían las burlas del

resto. No teníamos nada más en común. A papá y papi casi no

les hablaba y me dedicaba a ver películas en Netflix, anima-

ciones japonesas y a seguir las historias de mis amigos en

Estados Unidos por Instagram. De pronto los eché de menos

y los quise más, porque ellos querían a papi, lo encontraban

gracioso cuando bailaba y buena onda porque nos preparaba

torta de milhojas y nos llevaba al cine.

Papi fue a la segunda reunión de apoderados y en la cara

una mamá le dijo a papá que en su familia eran católicos y no

iban a hacer como que esto fuese normal. Les dijo que lo sen-

tían mucho, pero no podían decirle a su hija que era natural

que un niño tuviera dos papás. La profesora se ofreció a hacer

una clase para hablar de la diversidad, pero eso abrió más la

discusión, porque entonces varios papás coincidieron en que

sus hijos no tenían edad suficiente para hablarles de esos te-

mas.

"Esos temas". Es gracioso, los papás piensan que nosotros

no sabemos nada del mundo, pero no solo habíamos visto


porno, todos sabíamos que existen los gays, las lesbianas, los trans y aunque antes no sabían que
yo tenía dos papás, ya

algunos habían escuchado que la Camila, del segundo medio

A, tenía una mamá que se había declarado lesbiana, había

abandonado a su papá y ahora vivía con su polola. También

Isabíamos que una niña de cuarto medio se quería convertir en

hombre y casi tuvo que cambiarse de colegio. Había una pareja

gay en tercero medio y tres lesbianas declaradas en cuarto.

Una clase de diversidad no hubiese servido de nada, por-

que cuando los profesores están cerca, todos repetimos lo que

ellos quieren escuchar, miramos atentos y nos hacemos un

o los tontos, para que sientan que nos enseñan. Es cuando

los adultos no están que comienza el mundo real y las reglas

poco

no existen o las ponemos nosotros.

Comencé a juntarme con Susana en los recreos, almorzá-

bamos y ella encontraba cool que yo tuviera dos papás. Co-

menzó a ir seguido a mi casa porque papi se hizo amigo de su

mamá y la invitaba a estudiar conmigo. Pude comprender que

desde que tenía seis años habían existido dos mundos para-

lelos para Susana: uno que empezaba a las ocho de la mañana

y otro fuera de las paredes del colegio, después de las cuatro

de la tarde, cuando sonaba el último timbre del día. Cuando

fui a su casa, vi que era feliz, hablaba y reía mucho, y hasta

sus dientes delanteros calzaban en su boca. Era querida por

sus papás, que estaban separados, admirada por sus herma-

nos y muy amiga de sus amigas del barrio. Susana había

aprendido tempranamente a soportar esas siete u ocho horas

de clases para vivir su otra vida los sábados, domingos, feria-


dos y en las vacaciones. "No te preocupes, son solo doce

años", me dijo una vez, y ya quedaba menos.

Yo no tengo mamá, eso ya lo dije, y nunca la tuve, así que

nunca la extrañé, pero había alguien biológicamente relacio-

nada conmigo que, de pronto, empecé a imaginar. Aunque esa

mujer no me había criado, aunque no había hecho nada más

mí que ponerse unas hormonas para sacar óvulos a cam-

bio de plata, empecé a soñar con ella. Después de todo, tengo

la mitad de su genética y su historia es también mi historia,

aunque nunca me había interesado en saber más de ella.

Ya conocía su cara, también sabía que se llamaba Gema,

aunque para mí su imagen era una foto que de chico estuvo

por ahí en mi pieza y luego en algún otro lugar de la casa,

junto a la foto de nuestra surrogate mother (no sé cómo se dice

en español, pero es la mujer que me tuvo nueve meses den-

tro). De chico me mostraban las fotos de las dos mujeres y, así

como a algunos niños les cuentan el cuento de la cigüeña, a

mí me hablaban del nido y la semilla que se necesitaba para

hacer un baby. Gema era la semilla y Courtenay una especie

de horno, donde siempre me imaginé cocinándome antes de

salir.

Sin decirle nada a papi para no romperle el corazón, me

metí a su mail y busqué a mi donante de óvulos. La informa-

ción estaba en un correo que papi se había mandado desde

una cuenta de Hotmail antigua y que me llevó directo a una

carpeta donde estaban los datos de un abogado, contratos, la

clínica de inseminación que yo ya conocía y el nombre de la

donante GMA, número 21067. Papi era ordenado, así que no

fue difícil que una cosa me llevara a otra y finalmente a Gema


y su apellido.

En su ficha había más fotos de ella y se veía menos linda

que la que habían guardado y elegido mis papás para expli-

carme el cuento. Con Courtenay, mi surrogate mom, hablaba

por Skype para mis cumpleaños y era bien simpática, pero se

nos acababa el tema al poco rato. A Gema no le conocía la voz,

y su expresión en las fotos era neutra.

Dudo que Gema sepa algo de mí. Por lo que pude leer, ella

había donado a varios padres, ocho veces, decía en el perfil, y

solo aceptaba dar información si el niño o niña nacido de ella quería saber algo a los dieciocho
años. Yo ahora quería saber,

pero en vez de decirles a mis papás, y como ya conocía su

apellido y ciudad, la busqué en Facebook. No fue difícil p

Marley en esa ciudad del estado de Colorado y la reconocí en

que su nombre no era tan común. No había demasiadas Gema

por-

sus fotos de perfil con casi veinte años más.

No le pedí amistad enseguida, vi unas fotos donde se veía

más delgada y sonriente que en las que guardaba papi. Entre

sus fotos había una de su papá, que en teoría era mi abuelo, y

había una gorda muy gorda que podía ser mi tía biológica por-

que la trataba de Sis. Cuando finalmente me atreví a pedirle

amistad, ella no aceptó.

Esa semana revisé mi Facebook diariamente, ansioso por

noticias. Insistí, me dejó en espera varios días y al poco

tiempo su perfil se volvió más privado. Ahora solo aparecían

su nombre y la foto principal.

El WhatsApp de apoderados pronto dejó de hablar de nues-

tra vida y se empezó a concentrar en las pruebas globales de


fin de año. Nunca llegó una orientadora, tampoco una psicó-

loga y los adultos pronto olvidaron sus miedos y siguieron con

sus vidas. En el colegio pasó algo parecido: volví a ser parte de

los partidos de fútbol, Susana se empezó lentamente a alejar

de mí, otra vez; en cambio Marco dejó para siempre de ser mi

mejor amigo, y no por decisión suya. Nunca más le traduje una

canción, así que me reemplazó por Google translate.

Más de dos meses después, cuando estábamos a punto de

empezar las vacaciones de verano y el infierno del colegio es-

taba por terminarse, inesperadamente Gema aceptó mi amis-

tad en Facebook. No le escribí inmediatamente, porque me

daba terror asustarla de nuevo, pero vi más fotos de ella y,

más importante que eso, sentí que esto era un permiso para

entrar a su vida. Lo que más me llamó la atención fue una foto

de ella cuando chica, con su hermana gorda y un hermano o

primo que se parecía muchísimo a mí. Seguro que ella adi-

vinó que yo era uno de sus hijos biológicos perdidos, porque

si vio mi foto de perfil, habrá sido como ver a su hermano en

la adolescencia, con nombre y apellidos en español.

"Nice video", escribió tres días después bajo una grabación

que publiqué sobre las alianzas, donde mis compañeros bai-

laron el "dancing boys" para la competencia. Se me heló la

sangre. Ni papá ni papi sabían de este encuentro virtual con

mi donante y, ahora que las cosas se habían tranquilizado en-

tre los apoderados y la casa se iba convirtiendo en un hogar

con los muebles del conteiner, que al fin había llegado, sentía

que los estaba traicionando.

Le puse un like a su comentario y un thank you, pero luego

le escribí por privado: "Hola, prefiero que me escribas por acá.


¿Sabes quién soy?", le pregunté. Ella me escribió que se lo ima-

ginaba. Claro, no era tonta, pero quienes tampoco eran tontos

eran papá y papi, que se dieron cuanta a los pocos días de mi

nueva amistad en mi página de Facebook aunque no me dije-

ron nada.

Le empecé a poner me gusta a sus fotos, aunque cada like

fue un pequeño desafío acompañado de un dolor de guata,

porque sentía que opinaba de su vida. Vi a sus hijas, medio

hermanas biológicas mías, y a una señora que parecía ser mi

abuela. Like, like, like. Vi un perro quiltro, otro perro, más

perros. Like. En una hora sabía más de la vida de Gema y su

familia que lo que sabía de mis primos.

Me obsesioné con averiguar los cumpleaños de sus hijas,

saber sobre sus amigas. Ella no respondía mucho, de hecho

no puso ningún otro like a mis fotos y videos nuevos, así que

dudaba si le interesaba mi vida como a mí la suya. Sé que se

metía a Facebook seguido, porque Gema publicaba cada día,

sobre todo noticias contra Trump u ofreciendo perros aban-

donados para ser adoptados.

Fue cerca de Navidad que le escribí a Gema y le pedí su

WhatsApp, porque quería mandarle unas fotos de nuestro ve-

llenando la piscina, Chile se parecía más al país que yo amaba

rano en Valparaíso. Durante esos días calurosos, con mi tia

en mis recuerdos, y quería que entendiera cómo era mi vida,

que viera una foto con nuestra familia de vacaciones. Me res-

pondió en inglés, pero voy a traducirlo al español lo mejor que

pueda:

"Hola Miguel, gracias por querer mandarme esa


foto, pero prefiero que el contacto no vaya más allá.

Yo tengo mi familia y tú tienes la tuya. Yo tengo mi

vida y tú la tuya, yo tengo mis hijos y tú tienes a tus

padres. XX, Gema."

Tenía la foto editada y lista para mandársela y quise rom-

per el computador, pero antes escribirle de vuelta que me im-

porta un pepino que no quiera que se la mande y que tenga su

familia y que me da lo mismo su vida y que ojalá nunca me

hubiese dado su fucking genética porque así no hubiese na-

cido yo sino otro niño o niña que estaría viviendo la fucking

vida que estoy viviendo yo en esta ciudad horrible, y que en

realidad su vida debe ser muy aburrida para postear tanto en

internet y que sus hijas son muy feas, tanto o más feas que

ella. Respiré. Quise escribirle también que mi vida de niño fue

feliz porque mis papás fueron los mejores, pero que ella, en

cambio, es una egoísta por andar repartiendo óvulos a cambio

de plata y que sus hijos deben sentir vergüenza de tenerla

como mamá. Respiré. También quise decirle que es tonta,

porque si me hubiese dado su WhatsApp podría haberla invi-

tado a conocer Chile y podría haber traído a mis medio her-

manos, y si no tenía plata ni pasaporte yo podría haber con-

vencido a papá de que le pague un pasaje y un pasaporte y

podrían haber salido de ese país y conocer un poco el mundo.

Respiré. No se lo dije y tampoco le dije que su hija tenía justo

dos meses menos que yo, y la razón es porque estuve conge-

lado por cinco años antes de mi transfer y que, en teoría, yo

debería tener cinco años más, así que hoy sería mayor de edad

y habría terminado mi infierno en este maldito colegio, po-

dría volver a Estados Unidos donde los hijos nacidos de pa-


dres del mismo sexo son iguales que los otros, donde los

chats de padres no están llenos de opiniones sobre lo que no

les incumbe y donde a nadie se le hace bullying por sus papás.

Respiré. Podría haberle dicho que fui el mejor alumno por

muchos años y que quizás le daría orgullo. Respiré. Que he-

redé sus ojos y que no quiero nada de ella, solo conocerla,

pero no dije nada.

Después de comerme una uña, comencé a escribirle que si

no quería darme su teléfono, podía mandarle la foto por mail,

pero entendí que era casi lo mismo y borré el mensaje. Gema

no quería saber de mí, no quería saber de Chile, de mis pa-

dres, de nada.

"Okay, I totally understand", le escribí. Luego puse bloquear

amistad con Gema y me quedé con la mente en blanco por

mucho rato. Papi entró después para avisarme que la comida

estaba lista, pero como me encontró frente al computador con

cara de nada y con el perfil de Gema bloqueado, se atrevió a

decir lo que pensaba, porque ya estábamos todos cansados de

la nube medio gris sobre nuestras cabezas.

-No es ella, Micky, nunca lo ha sido. Somos papá, papi y

tú, nadie más. Somos nosotros tres. -No dije nada y ni si-

quiera lo miré. Papi comprendió que se tenía que ir pero,

cuando iba a hacerlo, le dije que espere un poco y lo fui a

abrazar.

Yo no necesitaba ese abrazo tibio, pero él sí.

Lo abracé durante un buen rato.

Intuía, sabía que con el tiempo no volvería a abrazarlo tan

seguido.
DEMONIOS NOCTURNOS

Para Sofía y Amanda

En Punta Arenas siempre miramos al cielo. No solo porque

cada día entrega un espectáculo diferente y demasiado bacán,

sino por supervivencia. Hay que saber anticiparse al clima.

Los vientos huracanados de la vecina Antártida alcanzan los

ciento cincuenta kilómetros por hora y las tormentas de lluvia

y nieve pueden durar semanas. Pero por más que hoy analizo

las nubes, mientras camino entre los imponentes mausoleos

del cementerio Sara Braun, no logro adivinar si se aproxima

otro diluvio o si un sol esplendoroso acompañará el último

adiós de Fabiola Valdivia.

Por el costado me adelanta Matías - mi mejor amigo y so-

cio en nuestro Canal de Denuncia Ciudadana por YouTube-,

impulsando su silla de ruedas con sus brazos de guerrero.

-¡Apúrate Pola, no podemos llegar tarde! -me grita y se

pierde en una de las avenidas de cipreses del camposanto.

Esto es demoledor para él. Hace tres años Fabiola fue su pri-

mera polola, y hasta ahora la única. Murió arrastrada por una

ola de barro y piedras durante la última tormenta, a causa de

un monstruoso socavón que se abrió en la cancha de rugby de

su colegio. Una de las tres amigas que estaban con ella lucha

por su vida en una clínica privada de la ciudad.

Paso junto al impopular mausoleo de José Menéndez

-prócer de la ciudad y genocida de los pueblos originarios de

la Patagonia- y llego al nicho de la familia Valdivia. El am-

biente entre los familiares y amigos de Fabiola es de tristeza y resignación. Sus compañeros del
Colegio Inglés, impecables

en sus uniformes, cantan tomados de las manos: "El Señor es


mi pastor y nada me habrá de faltar". Son estudiantes de ter-

cero medio, igual que nosotros, pero son muy diferentes a los

compañeros rebeldes y desobedientes de nuestro liceo. Al

centro del grupo hay dos chicas muy lindas que lloran con

desconsuelo. Son las supervivientes. Las estudiantes que

acompañaban a Fabiola y a la compañera accidentada la no-

che del socavón. Fueron ellas quienes leyeron el evangelio en

la misa.

La expresión en el rostro de Matías es de rabia. No se explica

cómo la familia no emprendió acciones legales contra el cole-

gio, o al menos contra la constructora de la cancha de rugby.

-¿Cómo es posible que nadie se haga responsable por esto,

que le echen la culpa a Dios o a la Pachamama? -le dijo al

papá de Fabiola la mañana después del accidente. Su exsuegro

argumentó que no tuvo fuerzas ni ganas de pelear y que nada

traería a su hija de regreso. La mamá de Fabiola apoyó resig-

nada a su marido. Ayer en el velorio ambos evitaron a Matías.

Ni siquiera lo saludaron.

Al final de la ceremonia, empieza a caer el aguacero. Se

abren los paraguas y los padres de Fabiola piden desolados un

aplauso final para su hija. La multitud se marcha entre lágri-

mas. Entonan un canto sobre la vida eterna que recuerdo ha-

ber escuchado en este mismo cementerio durante el funeral

de mi mamá.

Matías y yo somos los únicos que quedamos en el sepulcro,

ambos convertidos en sopa. Él se acerca al féretro con las ma-

nos embarradas por el contacto con las ruedas de su silla,

toma el girasol mustio que carga sobre sus muslos inmóviles

y lo lanza a los pies de la tumba. Recién ahora se permite llo-


rar. ¿Qué le puedo decir sobre la muerte que no suene inútil o

estúpido? Lo intento de todos modos. No sé quedarme callada.

-Fuerza, amigo. Ya va a pasar-le digo.

-No, Pola. Esto no va a pasar nunca-me responde. Mientras camino desde el liceo a mi casa bajo
una lluvia

delicada, siento el teléfono vibrar en el bolsillo de mi parka.

Seco las gotitas de la pantalla y veo que a mi WhatsApp ha

llegado un video de un número desconocido. Mi primer im-

pulso es borrarlo, por si algún chistocito me ha mandado un

virus, pero al segundo me arrepiento. Desde hace un tiempo

que el Canal de Denuncia Ciudadana ha ganado reconoci-

miento en Magallanes y más de alguien podría necesitar de

nuestra ayuda.

Con Matías no nos gusta definirnos como YouTubers, pre-

ferimos "Reporteros Autodidactas Digitales". Los dos investi-

gamos en conjunto, pero solo yo aparezco en cámara. Soy la

loca que da la cara, la que recibe todo el amor y el odio de

nuestros seguidores y detractores anónimos. No me gusta la

exposición pero, si me ayuda a cumplir con nuestro trabajo,

vale la pena bancársela. El último caso que resolvimos fue la

desaparición del perro de asistencia de una folclorista ciega.

Nos tuvo de cabeza durante días. Al principio, pensamos que

Pelusin-injusto nombre para tamaño héroe- se había esca-

pado o muerto atropellado por algún chofer cobarde que es-

condió su cadáver en el fondo del estrecho. Finalmente, des-

cubrimos que un artesano de Puerto Natales lo sustrajo para

regalárselo a su hijo, un niño de cinco años afectado por una

enfermedad ocular degenerativa. Con Matías no sabíamos

qué hacer. ¿Denunciamos a este padre desesperado o nos ha-


cemos los lesos y ayudamos a la señora Norma a juntar plata

para un nuevo lazarillo? Al vernos tan angustiados, el arte-

sano prefirió confesar y devolvió al perro. Para algunos de

nuestros suscriptores -principalmente animalistas- el re-

encuentro entre Doña Norma y Pelusín fue maravilloso y nos

bendijeron con miles de likes y mensajes de apoyo.

"¡Felicitaciones, cabres! ¡No al maltrato animal!"

"¡Wena! Bacán que Pelusín haya vuelto con su mamá".Puerto Natales!"

"¡Saludos, Normita y Pelusín, desde el Club de Cueca de

Pero también recibimos un rechazo brutal de parte de

-como nosotros sin ir más lejos- no podían qui-

tarse de la cabeza al niño de Puerto Natales que en poco

quienes

tiempo se quedaría ciego.

"¡Vieja egoísta, comparte al Pelusín!"

"YouTuber rata."

"Cara 'e lenteja, ¡devuélvele el perro al cabro chico!"

La Cara 'e lenteja soy yo. No sé bien qué significa y prefiero

no preguntar.

Somos un canal pluralista y hay que saber bancarse todos

los comentarios, pero cuando los haters cuadruplicaron a los

fans, Matías quiso desaparecer de la web por un rato. Lo que

vino después fue insospechado. Doña Norma tuvo un infarto

y su última voluntad fue "que el chiquitito de Puerto Natales

herede a mi Pelusín". Cubrimos el viaje y el reencuentro entre

el niño y Alexis, que era el nuevo nombre del perrito. Las pa-

siones en Internet son intensas y fugaces como pololeo de

séptimo básico. En cuestión de minutos, el 90% de nuestros

detractores nos amó con devoción:


"Cara 'e lenteja, te comería con longanizas", escribió uno

machista.

Cruzo la puerta de entrada. Evito hacer ruido y trepo por la

minúscula escalera hacia el altillo donde está mi dormitorio-

oficina. La ansiedad por ver el video misterioso me traiciona.

Se me escapa un portazo que llama la atención de Nevenka

Peric, la actual señora de treinta años de mi papá.

-¡Te escuché, Pola! ¡Baja al tiro, te espero para comer!

-me grita. Intenta cumplir con su rol de madre postiza, como

cada vez que mi papá viaja por trabajo. La lluvia ahora cae

muy fuerte sobre el techo y es la excusa perfecta para

que no la he escuchado.

simular

Me lanzo de espaldas sobre la cama, hago malabares con

los pies para deshacerme de mis zapatillas mojadas y aprieto

que ser en

play en mi celular. La grabación no tiene audio. Fue registrada

durante una noche de lluvia rabiosa. "Esto tiene

Punta Arenas", pienso. La imagen es difusa, apenas iluminada

por un foco triste y oxidado. ¿Es un parque? ¿Una zona agrí-

cola? De pronto, reconozco el socavón de la cancha de rugby

del Colegio Inglés. Pongo pausa. La lluvia arremete con furia

escucho los chillidos de Nevenka desde el primer piso.

-Vas a tener que comer sola. Los lunes tengo turno y no

puedo llegar tarde-vocifera.

Mi madrastra es reportera de crónica roja de La Estrella

Antártica, lo opuesto a mi mamá, que fue una periodista po-

lítica súper importante. Igual Nevenka se siente orgullosa de

su trabajo.
-¡Gracias, nos vemos! -le respondo, aunque en realidad

quiero decir: ¡me salvé!

Vuelvo a apretar play. En la grabación, la cámara del celular

se acerca cada vez más al socavón. Al principio, solo se ve una

enorme mancha negra, pero la lluvia empieza a remover el

barro y a develar el horror. Un zapato de colegio, una pierna

pálida y rasmillada, una mano femenina y la cara sin vida de

Fabiola. Sus ojos muy abiertos desafían la tormenta y su boca

está repleta de sangre y barro. Siento ganas de llorar y respiro

hondo para calmarme. Hasta que un grito, el único audio de

todo el video, me trae de vuelta.

-¡Está viva! -Es la voz dura de un hombre.

Junto al cadáver de Fabiola, se asoma el cuerpo frágil de

una adolescente que emerge desde el barro con convulsiones.

"Es la compañera que sobrevivió", me escucho decir en voz

alta. La imagen se va a negro y aparece un mensaje impreso

con letras amarillas:

"A Fabiola Valdivia la mataron."

*** No tengo hambre, pero me siento en la mesa de la cocina

con mi plato recién salido del microondas. Antes de que a mi

mamá se la llevara un cáncer-hace cuatro años, diez meses

y dieciocho días-comíamos aquí todas las noches, los tres

con mi papá. Él es biólogo marino y experto en cambio climá-

tico, así que cada vez lo solicitan más de todos lados... Y cada

vez nos vemos menos. El charquicán de cordero que preparó

Nevenka está increíble (¿habrá conquistado a mi papá por el

estómago? Probablemente fue por algo más, pero prefiero no

pensar en eso...). Con cada cucharada, se me quita un poco el

frío y el sabor horrible que me dejó el video. Necesito mos-


trárselo a Matías, aunque sé lo difícil que va a ser para él. Han

pasado cuatro semanas desde la Noche del socavón y todavía

no puede aceptar que Fabiola no va a volver. Ha visitado su

tumba todos los días desde el funeral.

-Yo le llevo flores a la tumba de mi mamá una vez por

semana, ¿para qué más? -me atreví a comentarle el otro día

en el liceo.

-En una de esas me la encuentro entre los cipreses, como

el espectro de Sara Braun cuando sale a pasear cada uno de

noviembre -me respondió medio en broma, medio en serio...

La ansiedad me supera y empiezo a engullir el charquicán,

cada vez más rápido. Trato de imaginarme qué consejo me

habría dado mi mamá. Y no solo como mamá, sino también

como una de las profes más bacanes de la Universidad de Ma-

gallanes. Cierro los ojos y puedo verla aquí mismo en la co-

cina. Termina de secar las hojas de una lechuga, con el pelo

tomado en un tomate.

"Cálmate, Pola. No tienes obligación de tomar este caso. Pue-

des entregar ahora mismo el video a la PDI y seguir adelante con

tu vida. Pero si quieres llegar a la verdad, olvídate de sentimen-

talismos, ponte las pilas y cuida tus pasos. Detrás de cada cri-

men, hay un asesino dispuesto a todo para que no lo descubran."

Abro los ojos y la imagen de mi linda mamá ha desapare-

cido y ha dejado de llover. Tomo mi celular y le escribo un

mensaje a Matías.

"Me llegó una denuncia anónima, tenemos un nuevo caso.

¿Mañana reunión-cimarra en tu casa?"

y lo mando. Segundos después, él me contesta con el si-

guiente texto:
"Ok, pero de qué se trata."

Escribo una respuesta que es la nada misma:

"Tiene que ser en persona."

y entonces hago lo que nunca: apago el celular.

***

Enciendo mi computador portátil y entro en el servicio de

mensajería que me enseñó a utilizar Darko, hacker y seguidor

de nuestro Canal de Denuncia Ciudadana. Esto es todo lo que

sabemos sobre él, además de que vive en la misma ciudad que

nosotros. Ni Matías ni yo hemos visto a Darko en persona, ni

siquiera sabemos si es hombre o mujer, pero ha sido un cola-

borador confiable y comprometido en un par de casos (el del

perro Pelusín, sin ir más lejos, y el del robo de la máscara

selk´nam del Museo Patagón). Como siempre, el hacker me

responde rápido. Comparto el video y lo primero que me con-

testa es que está adulterado.

"El video se ve real, pero alguien editó las imágenes", me

escribe. "Esa voz de barítono del final que indica que la chica

está viva, ha sido superpuesta."

"¿Qué más me puedes decir sobre este caso?"

"Con plata baila el mono", me responde.

La ayuda de Darko tiene un precio, aunque nos cobra mon-

tos bastante mínimos para todo lo que trabaja. Me indica que

tengo que transferir quince mil pesos a la misma cuenta de

siempre, la cuenta RUT del Banco Estado a nombre de Gloria

del Carmen Vergara Opazo. ¿Será la cuenta de su pareja? ¿O acaso ese es el verdadero nombre de
Darko? No me interesa

saberlo, respeto su anonimato y creo en sus buenas intencio-

así que cumplo con lo que me pide.


nes,

"Yo también creo que acá hubo un crimen", me escribe

desde algún lugar de Punta Arenas. "Te voy a mandar todo lo

que encuentre sobre femicidios ocurridos en el último tiempo

en Magallanes".

La mañana está gélida y la lluvia es tan violenta que ha

borrado la línea del horizonte. En la costanera del Estrecho,

no se distingue dónde termina el mar y dónde comienza el

cielo. Troto debajo del horrible paraguas de piel de serpiente

flúor que me prestó Nevenka. Me muero de vergüenza, pero

mi triunfo es haber llegado hasta acá en vez de partir al liceo,

como le hice creer a ella. Matías me recibe en la puerta de su

casa, molesto.

***

-¿Qué le pasó a tu celular? -me increpa. Cambio de tema

para dilatar un poco la cosa y juntar fuerzas antes de mos-

trarle el video.

-¿Cómo es que tu mamá te dejó faltar a clases? ―le pre-

gunto con una risita, mientras cierro el paraguas ridículo de

mi madrastra. Por un segundo, pienso en ella y me gusta sen-

tir que existe un ser humano en el planeta que quiere evitar

que yo me resfríe.

-Me metí pimienta en la nariz y estornudé toda la noche.

La Seño cree que tengo gripe -me responde molesto, mien-

tras se desplaza en su silla de ruedas al escritorio donde ha-

bitualmente trabajamos.

La Seño es Iris, la mamá de Matías y mi profe de Matemá-

ticas desde primero medio. Es puro newén y habría sido ba-

cán que mi papá se enamorara de ella, pero Iris está de novia


con la profesora de Teología. Ella no sabe que nosotros la des-

cubrimos y así se va a quedar hasta que quiera hablar con su hijo del tema. Matías no piensa
estresarla. Dice que nunca

había visto a su mamá tan feliz. Mientras estuvo casada con

su papá, fue una Seño sumisa y miserable.

Nos instalamos frente al viejo y noble computador y ya no

tengo escapatoria.

-Me dejaste más colgado que murciélago. ¿Por qué tanto

misterio, Pola? -me pregunta Matías.

-Alguien piensa que a Fabiola la mataron-respondo sin

anestesia. ¿O acaso nos mandó este video para que lo ayude-

mos a comprobar su teoría?

El único sonido que se escucha es el de la lluvia contra la

ventana. Prendo mi celular y se lo entrego a Matías. Él, sin

titubear, reproduce el video una, dos, tres veces. Aunque los

ojos se le llenan de lágrimas, se mantiene firme sobre las imá-

genes. Finalmente, da un golpe seco al escritorio. Un alto de

guías de geometría de la Seño cae y se desparrama por el piso.

Me arrodillo para recogerlas, mientras me recrimino. ¿Qué

derecho tengo yo para provocarle este dolor a mi amigo? En-

cuentro la respuesta en el constante diálogo imaginario que

tengo con mi mamá. "La justicia no le pide permiso a nadie",

la escucho decir.

Pongo las guías en su sitio, recupero las fuerzas y vuelvo a

enfocarme. Matías permanece mudo y yo hago un resumen

de mis reflexiones.

-Según la autopsia, Fabiola se dio un golpe con una roca,

provocado por la caída. Pero quizás ella y su compañera fue-

ron agredidas antes del derrumbe.


Matías me mira a los ojos con lágrimas. Está destrozado.

-Hubo una investigación policial, seguro que fue lo pri-

mero que descartaron-me dice con la voz quebrada.

-Siento que es nuestro deber investigar. La persona que

hizo ese video sugiere que se trató de un femicidio.

-Un femicidio? ¿Por qué? ¿De dónde sacas eso?

-Me extraña tu pregunta. Este mundo puede ser muy hos-

til para nosotras. ¿En verdad te lo tengo que explicar? -Claro que no, pero está comprobado que la
muerte de

Fabiola fue consecuencia del socavón que se abrió en la can-

cha de rugby. Nadie pudo provocar eso.

-¿Y qué pasa si la asesinaron antes de lanzarla a la zanja?

Quizás alguien aprovechó el deslizamiento de tierra para es-

conder su crimen.

-¿Alguien como quién? -

-me pregunta afligido.

-Como un psicópata -contesto.

-¡Te fuiste al chancho, Pola! -dice con una risa nerviosa.

--Le pedí ayuda al hacker. Estuvimos hasta tarde haciendo

un análisis comparativo del caso de Fabiola con todos los fe-

micidios cometidos en la región de Magallanes en el último

tiempo. Hay varias coincidencias con el violador que atacó

hace cuatro años a varias mujeres aquí en Punta Arenas.

Mi partner enmudece una vez más. Mientras él procesa

todo lo que acabo de decir, me acerco al computador y des-

cargo el archivo que Darko me mandó en la madrugada. Con-

tiene fotos y datos de las víctimas del violador más despia-

dado que ha conocido la ciudad en el último tiempo. También

el más astuto, porque hasta hoy se desconoce su identidad. Le


enseño el material a Matías en la pantalla. Él saca fuerzas y

lee en voz alta:

-El violador siempre atacó en noches de tormenta. Sus

cuatro víctimas fueron alumnas de enseñanza media y todas

murieron por fracturas de cráneo.

Entonces se reclina contra el respaldo de su silla de ruedas

y me mira.

-Tienes razón. No podemos descartar que la Fabi haya

sido víctima de este demonio-concluye.

Matías y yo entramos descorazonados en la recepción de

la Clínica Austral. Aquí sigue internada Daniela Clark, la es-

tudiante encontrada junto al cadáver de Fabiola en el socavón. Es muy duro barajar la tesis del
asesinato, pero no podemos

descartar nada si nos vamos a tomar en serio esta investiga-

ción. Necesitamos conocer el estado de salud de Daniela e

intentar hablar con ella y las otras dos testigos.

Atravesamos el hall blanco y espacioso del edificio que pa-

rece sacado de una película futurista de los años noventa. Me

acerco a la encargada de informaciones, pero apenas descubre

que no soy una potencial cliente, me ignora. Doy un paso al

costado y dejo que Matías lo intente. Al verlo en su silla de

ruedas, la mujer accede con gusto a responder sus preguntas.

Nos cuenta que Daniela Clark se encuentra estable y que se

recupera de manera satisfactoria. Pero cuando mi partner le

pregunta si hay algún indicio de ataque sexual contra la jo-

ven, la encargada responde que no sabe y cambia de tema.

-La niña recibe todos los días flores, mensajes y la visita

de su mejor amiga. De hecho, ella está aquí ahora. Bárbara

creo que se llama.


Mi partner y yo nos miramos con complicidad.

-Partimos con suerte-me comenta Matías, mientras

avanzamos al ascensor con renovadas esperanzas. La injusti-

cia es un combustible poderoso, pienso.

La sala de espera de la Unidad de Cuidados Intermedios se

encuentra en el último piso de la clínica. Es un espacio amplio

y minimalista, con ventanales panorámicos y sillones dignos

del lobby del mejor hotel. Aquí está Bárbara Mayorga con im-

pecable uniforme del Colegio Inglés. Es una de las dos chicas

que lloraban desconsoladas en el funeral. La noto nerviosa.

Hace scroll de manera compulsiva a la pantalla de un tablet.

Me acerco con cautela. Bárbara examina, con expresión

angustiosa, la cuenta de Instagram de su amiga. Es la misma

cuenta que Matías y yo revisamos esta mañana en el escrito-

rio de la Seño, Daniela Clark es una influencer conocida en

toda la región, con más de veinte mil seguidores. Varias mar-

cas locales la auspician. No es tan loco pensar que uno de

ellos pueda ser un cerdo psicópata misógino, ¿verdad?

-Tu amiga es muy bonita, las fotos son excelentes -le

comento a Bárbara para romper el hielo.

Ella me mira con cara de pudú asustado.

-Gracias. ¿Tú de dónde la conoces?

-Mi amigo fue pololo de Fabiola Valdivia -le digo mien-

tras señalo a mi partner.

Matías se acerca con su mejor sonrisa y Bárbara mira la

silla de ruedas con intriga.

-Hola soy Matías Núñez, encantado-dice él y le extiende

una mano.

Bárbara tarda un poco más de lo habitual en devolver el


saludo, pero al final lo hace, con cierta torpeza.

-¿Cómo sigue Daniela? -pregunta Matías—. ¿Cómo está

de ánimo?

-No sé -responde ella afectada-. Solo traigo las cartas y

las flores que le mandan del colegio. No me dejan entrar a su

pieza.

-¿No has hablado con tu amiga desde esa noche? -le pre-

gunto intrigada. Bárbara niega con la cabeza, invadida por un

llanto silencioso. Seca sus lágrimas e intenta ayudarnos con

amabilidad. Me conmueve su fortaleza.

-Lo mejor es que hablen con la mamá de la Dani si quieren

saber de ella. Debe estar por llegar. Ahora me tengo que ir...

-¿Hay alguna novedad sobre las causas del accidente?

-interrumpe Matías sin anestesia.

-¿Por qué? -responde extrañada-. ¿Pasó algo?

Matías me mira con complicidad y yo tomo la palabra.

-Ustedes no estuvieron solas en el colegio durante la no-

che del socavón, ¿verdad? ¿Quién más las acompañó?

-Nadie. Éramos cuatro compañeras. Daniela, Colomba y yo.

-Y Fabiola Valdivia -agrega Matías.

-Obvio, la Fabi. Pero nadie más.

-Nos llegó un video. Sabemos que había alguien más con

ustedes. Un hombre-le digo.

Ella toma distancia, afligida. Parece temblar.

-¡Eso es mentira!

-No tengas miedo -le dice mi partner.

-¿Miedo de qué? ¡Fue un accidente! Métanselo en la ca-

beza y déjennos tranquilas. ¿No se dan cuenta? Hemos sufrido

demasiado...
Bárbara guarda sus cosas con rapidez y se lleva la mochila

al hombro para partir. "Las Kiaras", leo en unas letras color

fucsia bordadas sobre la tela negra.

-¿Qué son Las Kiaras? -le pregunto mientras llama al as-

censor.

-Nosotras. Nuestro grupo de amigas -me dice y vuelve a

presionar el botón con insistencia.

-¿Por qué eligieron ese nombre? -insisto. Por la forma en

que me mira, creo que me ha empezado a odiar.

-Ustedes ni siquiera conocen a la Dani, ¿verdad? -nos

dice con hastío.

-No-le digo con total honestidad. Pero estamos aquí por

ella, por Fabiola y todas las mujeres que alguna vez han su-

frido de violencia machista.

Bárbara enmudece y su expresión cambia. Ahora sí que pa-

rece asustada. Toma aire como para decir algo, pero luego se

contiene. Entonces llega el ascensor y volvemos a perderla.

Antes de que se cierren las compuertas, me mira por última

vez y grita:

-¡Kiaras es por Chiara Ferragni! No tenemos nada que es-

conder.

Una médica aparece desde el interior de la Unidad de Cui-

dados Intensivos y Matías alcanza a detener la puerta con uno

de sus largos brazos antes de que se cierre. Avanzamos por el

pasillo con toda calma, pero sabemos que en cualquier mo-

mento nos van a expulsar. Comparto con Matías la informa-

ción que leo en mi celular.

-Chiara Ferragni es una influencer italiana. Una especie

de gurú de la moda con millones de seguidores e


mundo. Es lógico que sea la ídola de todas ellas.

-No de Fabiola -me dice Matías-, nunca le interesaron

Nos detenemos en un rincón. A través de las puertas entre-

a los pacientes y el personal que los cuida. Al final del corre-

abiertas de algunas de las habitaciones, podemos distinguir

dor, encontramos la suite de Daniela Clark. Su nombre está

escrito en una tarjeta pegada a la puerta.

Giro la manilla con cuidado y me asomo al interior de la

habitación. Daniela duerme en una amplia cama, cubierta con

una sabanilla. Entro sigilosa, mientras Matías hace guardia

en el pasillo. Al verla de cerca, me estremezco. Es la bella dur-

miente de una pesadilla, con su cara hinchada y cubierta de

moretones y sus brazos atravesados por sondas. De pronto,

tengo una sensación de violencia y muerte. Me pregunto si

Daniela fue sometida a un test de violación. ¿Habrán descar-

tado que Fabiola sufrió una agresión sexual o en realidad pre-

firieron esconderlo?

esas cosas.

La mesa de noche es un verdadero altar, repleta de flores,

globos, tarjetas, láminas de santos y un rosario. En el centro,

hay una foto tipo Polaroid: al centro está Daniela, abrazada

por Bárbara y Colomba, la otra chica que lloraba en el funeral.

Las tres se ven radiantes, llenas de vida. Sobre el marco blanco

de la fotografía, se lee un mensaje en letras plateadas:

"Las Kiaras unidas por siempre."

Escucho el ruido de la manilla. Entro en el baño de la ha-

bitación, que es más grande y estiloso que el de mi casa, y

cierro la puerta. A través de una rendija, veo a una mujer alta

y pelirroja entrar al cuarto. Viste de negro y carga una cartera


elegante, su rostro luce demacrado. Toma una mano de Da-

niela y la besa. Es su madre, pienso. Por un segundo siento

envidia de esta pobre chica, que sufriente y todo, tiene a su

mamá para que la apapache. La mujer se sienta a un costadode la cama, y sin quererlo mueve la
sabanilla que cubre el

cuerpo de Daniela. Entonces puedo ver que uno de sus pies es

deforme. Dos de sus dedos parecen uno solo y un sexto dedo

se asoma junto al meñique. ¿Qué pudo provocarle esto?, me

pregunto, cuando la mujer pelirroja abre la puerta del cuarto

de baño y me descubre.

-¿Qué haces aquí?-dice molesta.

-Perdón, soy una amiga de Daniela -respondo con el co-

razón a mil-, ya me voy.

-La única amiga que puede visitar a mi hija es Bárbara

-me responde con lágrimas-. No vuelvas más.

Avanzo hacia la puerta mientras Daniela se incorpora.

-Mamá, ¿qué pasa?

No puedo dejar pasar la oportunidad y me acerco a ella a

zancadas. La madre me agarra de la capucha de mi polerón.

-¡Te dije que salieras, niñita! -me increpa.

-Somos amigos de Fabiola Valdivia y creemos que la ma-

taron. ¡Tenemos que hablar! -le digo a Daniela antes de que

su mamá me aparte con fuerza de su lado.

Daniela abre sus grandes ojos y me mira con una expresión

que solo puedo calificar de horror. Consigo zafar de su mamá

que me grita con ira.

-¿Cómo dijiste, niñita?

-Que quizás las dos fueron víctimas de un ataque. ¿O no,

Daniela? ¿Alguien que abusó de ustedes esa noche, antes de


arrojarlas al socavón?

Daniela no me responde y yo siento los carterazos de su

mamá sobre la cabeza. Me cubro como puedo y salgo al pasi-

llo, mientras unas enfermeras intervienen y tratan de conte-

ner a la mujer.

-¡No te atrevas a decir eso nunca más, cabra de mierda!

La escucho gritar mientras arranco por el pasillo.

Matías me espera a la salida de la clínica, bajo un techo

que lo protege de la lluvia. -¿Estás bien? -me pregunta-. Perdona por dejarte sola,

pero me echaron antes de que pudiera advertirte...

-Tranquilo, valió la pena -le respondo mientras tomo

aire-. Las Kiaras nos están escondiendo algo. Por primera v

voy a tener que pedirle ayuda a la pesada de Nevenka.

-¿A tu madrastra? ¿Por qué? -me pregunta Matías, des-

-Porque ella siempre trabaja con informantes de la PDI y

concertado.

necesitamos acceder a la investigación policial.

***

Nevenka deja sobre la mesa una fuente humeante con el

guiso croata que le enseñó a preparar su abuela. "Es la versión

vegana porque hemos comido demasiada carne este mes". En

otro momento le respondería una pesadez, porque no soporto

que me trate como niña chica, menos delante de mis amigos,

pero ahora la necesitamos de nuestro lado. Nos invitó a al-

morzar a Matías y a mí para contarnos cómo le fue con su

informante de la Policía de Investigaciones.

La felicito por el almuerzo y voy al grano.

-¿Cómo te fue con nuestro encargo?

-Muy bien. Mi amigo detective nunca falla... -responde


sonriente y prueba su copa de vino tinto-. ¿Qué te parece el

Bosanski Lonac? -le pregunta a Matías, ávida por su aproba-

ción.

-Está buenísimo -dice mi partner y luego ataca con

todo-. De hecho es lo primero que puedo comer desde que vi

el video de Fabiola. Su muerte no puede quedar impune. Ne-

cesitamos que nos ayudes -le dice suplicante.

-Entiendo tu dolor-responde Nevenka-, pero me temo

que aquí no hay un culpable.

-¿Cómo que no? ¿De dónde sacaste eso? -pregunto des-

concertada. -Todos los peritajes de la PDI apuntan a que fue un acci-

dente-dice-, por eso los familiares no emprendieron accio-

nes legales contra la constructora o el colegio.

-¿Eso es todo lo que te dijo tu amigo rati? -la increpo-.

Perdón pero son las mismas excusas que han usado para no

investigar nada.

-Esa es la versión oficial y no hay otra-me dice ella, de-

safiante.

-¿Y el video que te mostré? ¿Acaso eso no es prueba sufi-

ciente de que Fabiola pudo ser asesinada?-replico-. Además

alguien que estaba ahí debió filmarlo, ¡y no creo que haya sido

una de las amigas!

-El video solo prueba que hay un morboso que te sigue en

YouTube y que quiere llamar la atención. Tu teoría del viola-

dor no tiene ningún fundamento, Pola.

-¡Entonces demuéstralo! Averigua algo que nos sirva de

verdad-Pierdo toda compostura y sé que me va a costar caro.

Nevenka mantiene la calma.

-Mi informante me dio acceso a la autopsia de Fabiola


Valdivia. No hay indicio de abuso sexual, lo mismo para la

otra chica.

Matías me mira abatido. Se produce un silencio pesado.

-Eso es algo bastante concreto-me dice mi partner con

resignación. Y es un alivio escucharlo en realidad.

-Así es -arremete Nevenka-. Por terrible que haya sido

esta tragedia, tenemos que asumirla y aceptar el resultado de

la investigación policial. Salud -agrega y luego bebe el resto

de su copa de vino.

-¿Y qué pasa si la policía miente? -insisto-, Hace unos

años se les escapó un violador, un psicópata, ¡la gente estaba

furiosa! Quizás no se atreven a admitir lo que realmente está

pasando para evitar otro escándalo, ipara esconder su inope-

rancia!

-¡Por Dios, qué imaginación niñita! --sonríe burlesca mi

madrastra-. Si algún día quieres llegar a ser periodista, tie-

nes que aprender a ceñirte a los hechos y noc

tu imaginación. Las fake new son muy peligrosas.

-Más peligroso es decirse periodista y no atreverse a

cuestionar a las autoridades-le respondo con rabia.

-No puedes ser tan mal educada, Ana Paula-me llama

r mi verdadero nombre porque sabe que lo detesto.

-Mi mamá me educó y ella hacía las cosas bastante bien

-le digo-. Era una periodista de verdad, una persona con

valores, que jamás habría dejado pasar la oportunidad de in-

vestigar sobre una acusación tan grave como esta para caerle

por

bien a los tiras.

Me arrepiento en el acto de haberle gritado, pero no sé


cómo disculparme. Mi madrastra se pone de pie y da un sus-

piro teatral.

-Qué bueno que te haya gustado mi comida -le dice a

Matías y desaparece por el pasillo. Seguro que va a llamar a

mi papá.

***

Otra vez llueve sobre el altillo de mi pieza y por mi ventana

puedo ver la noche negra y rotunda.

-Tú sabes que no me gusta meterme, pero esta vez se te

pasó la mano con tu madrastra-dice mi padre por teléfono

desde Valparaíso.

Mi papá y yo somos muy unidos y las únicas veces que

peleamos es por Nevenka. Quiero decirle que la detesto, pero

me lo guardo. Él ha sufrido bastante por la muerte de mi

mamá y también por mi incapacidad para superarla. Prefiero

zafar rápido y seguir adelante con la investigación.

-Tienes razón, papá. Me equivoqué, voy a pedirle perdón

a Nevenka.

-¿Cuándo?-me pregunta él, que me conoce mejor que

nadie y sabe que no pienso hacerlo. -Luego, te lo prometo -miento antes de darle las buenas

noches.

Cuelgo la llamada y me lanzo sobre la cama. Cierro los ojos

y puedo ver a mi mamá, de pie junto al escritorio, tratando de

ayudarme.

"¿Por qué siempre esperas hasta reventar para decir lo que

sientes, Pola?"

Cuando su imagen se desvanece, decido ocuparme de la

realidad. Se que jamás hay que subir algo a la web cuando las

emociones te desbordan, pero no me aguanto y prendo la cá-


mara de mi computador. El micrófono coreano me ayuda a

aislar el ruido de la lluvia, que cada vez es más intensa. Em-

piezo a transmitir en vivo a través de nuestro Canal de De-

nuncia Ciudadana:

-Buenas noches a todes. No hemos dejado de trabajar para

ustedes y llevamos unos días sumergidos en un nuevo caso.

Es el momento para arrepentirme. Veo mi celular tintinear

en silencio. Es una llamada de Matías. Seguro que está viendo

mi transmisión. Ya es tarde para arrepentirse así que me

lanzo con todo.

--¿Qué pasó en realidad durante la Noche del socavón en

el Colegio Inglés? ¿Qué provocó que una alumna perdiera la

vida y otra agonizara durante días? ¿Es posible que la policía

no haya investigado a fondo las causas de esta tragedia? ¿Que

alguien haya atacado a las estudiantes antes de que termina-

ran dentro de esa zanja? Estas preguntas son todo lo que les

puedo adelantar, pero tenemos razones para creer que no se

ha dicho toda la verdad. Si tienen cualquier información, ya

saben cómo encontrarnos. Buenas noches... Y que puedan

dormir los que tienen la conciencia limpia.

En cuanto dejo de transmitir, me invade un llanto. No sé

qué me pasa, no puedo controlarlo. Matías me llama una y

otra vez al celular, pero no me atrevo a contestar. Debe estar

furioso y con toda razón, debí preguntárselo primero. La res-

puesta de nuestros seguidores no se hace esperar. El caso del socavón genera un revuelo
automático y todos vomitan sus

opiniones online:

"Fue un ajuste de cuentas, esas minas andaban en algo turbio."

"No se va a saber nunca lo que pasó, en Chile manda la


impunidad."

"Muerte a la yuta."

Son decenas de comentarios, pero ninguno puede ayudar-

nos en la investigación. Ahora sí que Matías me va a matar.

Fue una movida demasiado arriesgada y no estamos consi-

guiendo nada. De pronto, leo un mensaje que me deja helada:

"Muestren el video que les mandé."

para

Llamo varias veces a mi partner a su celular, pero ahora él

se niega a contestar. Trato de comunicarme con Darko

que me ayude a rastrear al usuario que ha posteado el men-

saje sobre el video del socavón. ¡Estamos a un paso de identi-

ficar al denunciante del homicidio de Fabiola! Accedo a nues-

tro sistema de mensajería y le explico al hacker lo que está

pasando. Pero Darko tampoco me responde. Al otro lado de la

pantalla todo es silencio y el rugido de la tormenta sobre el

techo de zinc me tiene al borde del colapso.

***

recibí

No he vuelto a pisar el liceo en tres días, desde que

la grabación, pero aquí estoy, avanzando entre el rebaño de

compañeros por nuestro horrible y querido edificio, sobrevi-

viente de tomas y guanacos. El viento ha vuelto a la ciudad en

gloría y majestad y cala los huesos. Me gusta el frío, me hace

sentir viva, sobre todo en momentos como este. Cuando estoy

a punto de entrar a mi sala, escucho que me llaman desde

atrás.

-¡Junta plata para un guardaespaldas, Canales! -Es Vi-

cente, mi ex. Me abraza como si todavía tuviera derecho a ha-


cerlo. -Cuéntamelo todo, ¿es verdad que los narcos enterraron

vivas a esas minas?

-Hasta ahora solo hemos recibido teorías sádicas de gente

ociosa. ¿Qué has escuchado tú?, ¿qué dicen las redes sociales?

-le pregunto quitándome su brazo de encima.

-Se dice de todo, pero esto me dejó preocupado.

Vicente toma su celular y desliza por la pantalla su dedo

indice tatuado con sus iniciales (no conozco a un ser más ego-

céntrico). Se detiene con el ceño fruncido en una página y lee

en voz alta:

"... Es por esta razón que la Policía de Investigaciones de

Chile anunció que interpondrá una querella por injurias y ca-

lumnias contra la estudiante Ana Paula Canales del Liceo In-

dustrial de Punta Arenas,"

Qué pesadilla.

-¿Dónde publicaron eso, Vicho? -pregunto nerviosa y le

quito el teléfono para verlo con mis propios ojos. Pero me en-

cuentro con el meme del perro pekinés sacando la lengua y

Vicente lanza una carcajada insufrible que se escucha hasta

Tierra del Fuego. ¿Cómo pude pololear con este idiota?

-¡Felicitaciones! Ahora sí que te hiciste famosa... Todo el

mundo está hablando de tu socavón.

-¿Mi socavón? ¿En serio? ¿No eres capaz de sentir la más

mínima empatía? Hay una estudiante muerta, para que sepas,

de 16 años, igual que nosotros. Es la expolola de Matías, que

está destrozado por todo esto, igual que la familia de Fabiola,

¡y sus amigas tan aterradas que ni siquiera se atreven a hablar!

¡Esto no es un juego!

Vicente me da un combito en el brazo.


-Relájate, Pola.

Y entra feliz de la vida a la sala. Lo veo lanzarse como

mosca a la miel encima de su novia influencer, y darle un ba-

boso beso en el cuello. Me niego a bancármelos y doy la media

vuelta, chocando de frente con la silla de ruedas de mi partner.

-Matías, no me odies, yo sé que me precipité pero..... -Ven conmigo -me interrumpe


desplazándose hacia el

fondo de la sala. Nos ponemos a conversar en una esquina,

junto a la vieja estufa a gas que, para variar, está mala.

-Investigué sobre el pie-me dice sacando una especie de

cuaderno de su mochila.

-¿Qué pie? ¿De qué me hablas?

-Del pie deforme de Daniela Clark, lo que tú viste en la

clínica no tiene nada que ver con el accidente. Es una malfor-

mación congénita que ella ha escondido toda su vida...

-¿Cómo lo supiste?

Matías me extiende el cuaderno: en realidad se trata de un

coqueto diario de vida, de esos que ya casi no existen. Es ro-

sado y una pequeña llave cuelga de él.

-Era de la Fabi-me dice aguantando las lágrimas. Su

mamá me fue a ver anoche después de todo el lío que se armó

contigo en YouTube. Pensé que venía a matarme, pero estaba

tranquila. Ella nos apoya. Está de acuerdo con la investigación.

Se me pone la piel de gallina. Abro el pequeño candado con

la llave, pensando en Fabiola, en esa niña luminosa, llena de

sueños que nunca se cumplieron. Antes de que pueda empe-

zar a leer, Vicente irrumpe con su falta de tacto habitual.

Abraza a Matías, despeinándolo con fuerza.

—¿Cómo estai, machucao? ¿Terminaste la guía de Quí-


mica?

Su torpeza neandertal saca a Matías de su pena. De chicos

eran vecinos. Vicho fue el gran defensor de mi partner des-

pués de su accidente, cuando un grupo de pendejos odiosos

de su barrio empezó a hacerle bullying por volver en silla de

ruedas del hospital. Me reconcilio con mi ex y conmigo

misma por haber pololeado con él. Hasta se me escapa una

sonrisa.

-¡Señoritas y señores, todos a sus asientos! Vamos a revi-

sar la guía...-anuncia el profesor de Química. Me instalo en

mi banco y, cuando me dispongo a guardar el diario de vida y sacar la guía de Química que no
alcancé a terminar, veo que

tengo un mensaje de Nevenka:

"Tenías razón. Hay un testimonio muy importante que se

desestimó en la investigación policial. El caso está cerrado,

tú puedes entrevistar al testigo. Se llama Segundo Tonko.

Es el jardinero del Colegio Inglés."

pero

***

Son las nueve de la mañana y un sol poderoso revive los

colores brillantes de Punta Arenas. La entrada principal del

Colegio Inglés es imponente y grandiosa, lo más parecido al

mausoleo de la familia Menéndez. Un anciano jardinero está

podando los pequeños pinos que decoran la reja de fierro. Es

Segundo Tonko y hemos hecho la cimarra para entrevistarlo.

-Buenos días, caballero. Estamos reporteando para un ca-

nal de YouTube-le explico mientras Matías no para de regis-

trar todo con su celular.

-Acá no se pueden sacar fotos. Váyanse mejor -


ponde.

-Las estudiantes del socavón merecen justicia, don Se-

gundo -le digo fuerte y claro para que quede bien grabado.

Esto puede valer oro, pienso.

-nos res-

-Y usted, ¿cómo sabe mi nombre, señorita? - me responde

el jardinero, dejando a un lado la tijera de podar y avanzando

hacia nosotros mientras se quita los guantes. No logro iden-

tificar su expresión. No sé si está atemorizado, furioso o sim-

plemente cansado. Se ve muy mayor para el trabajo que está

realizando.

-Nos dijeron que usted fue un testigo clave para la PDI y

que quizás nos podría colaborar.

-¿Colaborar con qué? -responde Segundo, ahora sin du-

das molesto.

-Con esclarecer la muerte de Fabiola Valdivia -responde

Matías, sin dejar de grabar-. Todos compramos la versión del

accidente, pero nosotros pensamos que las estudiantes fueron victimas de un ataque

-Tal como las seis niñas violadas y asesinadas hace cinco

años en esta ciudad -agrego yo-y que jamás recibieron jus-

ticia.

El hombre suspira y luego de unos segundos, hace un gesto

para que nos acerquemos

-Hablemos adentro mejor, antes de que salgan al recreo.

La tetera hierve sobre una cocinilla de camping en el

cuarto de descanso y bodega de don Segundo. Nos cuenta su

vida: nació en la isla Englefield, el último territorio kawésqar,

y aprendió a navegar en una canoa cuando niño. Su abuela le

enseñó a hablar su lengua nativa, de la que ahora solo re-


cuerda algunas palabras sueltas.

-Estoy más viejo que no sé qué nos dice con una sonrisa

que me parece hermosa, a pesar de que le faltan la mitad de

los dientes.

-¿Qué me puede contar del socavón? -le pregunto acep-

tando una taza de té. Don Segundo le pide a Matías que no lo

grabe, así que trato de memorizar cada palabra que nos dice.

-Yo no estaba aquí cuando pasó, porque mi turno es de

día... Pero le puedo contar que a la Fabiolita la queríamos mu-

cho los trabajadores del colegio. Ella era una niña muy buena,

muy humana. Hasta le hicieron una animita.

-¿Una animita? -pregunto sorprendida y me quemo los

labios torpemente con el té. En un año más, Fabiola estará

haciendo milagros, pienso.

--La tenían en la cancha de rugby, pero como están ha-

ciendo trabajos para repararla, la directora la mandó a sacar.

Pero las chiquillas del casino le hicieron otra. Yo las ayude a

esconderla entre unos matorrales para que no la rompan las

cabras matonas esas.

-Usted me está hablando de Las Kiaras, don Segundo?

-¿Quiénes son esas? -me pregunta. -Las alumnas que estaban con Fabiola la noche en que ella

murió. Se hacen llamar así -le explica mi partner-: Kiaras.

-¡Kawtchos deberían llamarse!

-¿Qué son los kawtchos? -le pregunto intrigada, supongo

que es una palabra kawésqar.

-Demonios nocturnos. Eso es lo que son esas cabritas.

Sobre todo la que está en el hospital.

-¿Daniela Clark? Pero ella también fue una víctima -le


digo.

-La Fabiolita fue la víctima. Esa cabra le hacía cosas terri-

bles.

-¿Qué cosas? -pregunta Matías.

-Le tiraba los cuadernos a la basura, le cobraba peaje para

entrar a la sala de clases... Y las otras dos amigas le avivaban

la cueca. Una vez, agarraron a la Fabiolita entre las tres en el

camarín. Estaba en paños menores, la arrastraron hasta

afuera y le cerraron la puerta. La niña lloraba de frío y de ver-

güenza, tapándose como podía. Suplicó para que la dejaran

entrar. ¿Pero me va a creer que las cabras no encontraron nada

mejor que hacerle un video, muertas de la risa? Fueron las

trabajadoras de la cocina las que rescataron a la Fabiolita. Y de

ahí que se hicieron amigas de ella.

Me cuesta imaginar que la Daniela angelical y malherida

de la UCI sea la misma infame que describe Segundo. Pero me

acuerdo de la agresividad de su madre y pienso que puede ser

cierto... ¿Por qué Fabiola nunca le contó a Matías que la tenían

sometida a este bullying tan violento?

-¿Saben qué es lo que me da más rabia? -nos dice el an-

ciano, tomando el control de la conversación-, Que aquí to-

dos sabían que la Fabiolita sufría por culpa de esos demonios.

¡Se hacían los lesos! Los compañeros, los profesores, hasta la

directora... ¡Y nadie hacía nada! Era como un chiste cuando se

burlaban de la Fabiola. ¡Era un show para todo el colegio!

Matías y yo nos miramos y sé que sentimos lo mismo: vér-

tigo, estremecimiento, espanto. El psicópata que buscamos

no es un solo hombre, sino toda la comunidad escolar. Segundo no para de hablar

-Las autoridades aquí no hicieron nada para castigar a


esos demonios, porque tienen santos en la corte. ¿No ven que

una de ellas es hija del alcalde?

¡Por supuesto! Colomba Romano. La Kiara número tres y la

única que no conocemos todavía. El timbre estridente del re-

creo da por terminada la conversación y Segundo se incorpora.

-Mejor que se vayan, chiquillos. Y no se les ocurra decir

que hablaron conmigo, miren que no puedo perder esta pega.

Le doy mi palabra para calmarlo y luego le hago una última

pregunta:

-¿En qué curso está la hija del alcalde? Necesitamos hablar

con ella.

-No, si ella ya no está aquí. La sacaron del colegio hace

dos semanas y ni los profesores saben dónde se la llevaron.

***

Son cerca de las nueve de la noche cuando llegamos al mi-

rador del Cerro de La Cruz. Estoy agotada. Matías nunca me

deja ayudarlo, pero esta vez tuve que empujar su silla de rue-

das calle arriba porque la pendiente es demasiado pronun-

ciada. Estamos esperando que Darko nos mande su dirección.

Hace algunas horas aceptó recibirnos a cambio de cincuenta

mil pesos, que reunimos con la ayuda de todo nuestro curso

(tengo que reconocer que Vicho fue el más colaborador).

Mientras esperamos las coordenadas del hacker, avanzamos

sobre los dos selk'nam de piedra que cubren el piso. Nos de-

tenemos frente a la baranda de los enamorados, repleta de

candados, y vemos cómo el sol se hunde en el Estrecho de

Magallanes. El mar violeta está tranquilo y podemos distin-

guir la isla Tierra del Fuego. Unas nubes negras empiezan a

cubrir el cielo colorado.


-Cuando pololeábamos con la Fabi, siempre quise venir

con ella a dejar un candado como estos... Pero me daba ver-

güenza que tuviera que ayudarme a subir el cerro-confiesa

mi partner.

-¿Por qué terminaron, Matías? - le pregunto y al segundo

me arrepiento.

-Por la misma razón por la que nunca supe que tuvo que

soportar ese bullying asqueroso en ese colegio de mierda

-me contesta-. Se guardaba todos sus sentimientos, era im-

posible adivinar lo que le pasaba.

-Con mayor razón, su diario de vida vale oro, aunque lo

haya escrito en sexto básico -le digo tratando de subirle el

ánimo-. Estuvo muy bien que te reconciliaras con su mamá.

Matías se encoge de hombros y nos interrumpe el sonido

de mi celular: Darko nos ha enviado su dirección. Vive a pocas

cuadras del mirador.

--Menos mal que la bajada es fácil -me dice con una son-

risa.

Un ejército de gatos nos recibe cuando una señora risueña

y con el rostro lleno de arrugas nos abre la puerta de la casa

de Darko y nos guía hasta el living comedor. Mientras ali-

menta con devoción a los felinos, la mujer nos explica que los

ha rescatado de la calle y bautizado con nombres de cantantes

de la Nueva Ola chilena. Uno de ellos llamado Wildo- ne-

cesita una cirugía con urgencia, no entiendo bien por qué.

-¡Güeli, ya volví! -anuncia un niño con voz de pito, que

irrumpe desde la calle. Es flaco como tallarín y una larga

chasquilla le cubre los ojos. Debe tener once o doce años y

entra cargando una caja de cartón. El aroma suave de pan re-


cién horneado se mezcla con el hedor imposible de los gatos.

-Señora, ¿usted sabe a qué hora llega Darko? Quedamos

de juntarnos aquí con él --le explica Matías a la abuela.

-Yo soy el Darko-responde el niño, entregándole a su

"Güeli" la caja de cartón-. Traje todo lo que me pediste; las

hallullas están calientitas todavía -le indica. -¿Se quedan a tomar tecito con el Rubén? -nos
pregunta la

señora. Antes de que pueda decirle "no, gracias", Matías arre-

mete:

-Tú no puedes ser el hacker -le dice al niño-. ¿Cuántos

años tienes?

-Catorce-responde Rubén-, aunque sé que me veo un

poco más chico. Por eso nunca muestro mi foto. Me discrimi-

nan todo el rato. ¿Trajeron la plata o no?

-Sí-le respondo, tomando los billetes desde el interior

de mi banano. Rubén/Darko los cuenta y se los pasa a la

abuela, que ahora pone un mantel floreado sobre la mesa.

-Toma, Güeli, para la operación del Wildo -le dice a su

abuela, entregándole el dinero que nos ha pedido. Luego se

sienta en un sillón junto a una gata llamada Luz Eliana y en-

ciende su computador portátil-. ¿Cómo es que se llamaban

Las Kiaras? -nos pregunta concentrado.

--Daniela Clark, Bárbara Mayorga y Colomba Romano, la

desaparecida-respondo mientras me siento a su lado. Darko

entra en la web profunda, descarga una aplicación y en cinco

minutos consigue entrar en las cuentas de Instagram de las

compañeras de Fabiola. Las tres son parte de un chat grupal

privado.

-Al menos ya sabemos que la hija del alcalde está viva


- comenta Matías.

-Apúrense-advierte Rubén y muerde su hallulla-. Se

nota que estas minas se las saben por libro, borran a cada rato

sus mensajes-dice con la boca llena.

Leo los mensajes en voz alta.

"Yo siempre les dije que había que decir la verdad", escribe

Colomba.

"Córtala con eso. Si hubieras hablado, estaríamos muertas

las tres", responde Bárbara.

"Tranquilas las dos. El caso está cerrado. Con la nueva can-

cha ya nadie se va a acordar de la Fabiola", es lo último que

escribe Daniela, con una frialdad que nos deja perplejos.Con mi celular busco tomar una foto de la
pantalla de

Rubén, pero los mensajes de Las Kiaras desaparecen.

-Alguien nos pilló, voy a salir-nos advierte y apaga su

computador.

-¿Podemos saber desde dónde escribe Colomba? -le pre-

gunto.

-Todo se puede -responde el niño genio de la turbiedad

digital-. Pero cuesta un poco más caro.

-¡Te dimos todo lo que teníamos! - responde Matías des-

esperado.

-Pero me subieron el plan de Internet y sin eso no puedo

trabajar-responde el adolescente, devorando su último trozo

de pan solo. Mi pártner saca cinco lucas de su billetera y se las

pasa. Vale la pena. Ahora los dedos huesudos de Darko vuelan

sobre su teclado, mientras sopla su chaquilla para ver mejor

la pantalla.

-Anoten -dice de pronto-: Centro Terapéutico Paz Inte-


rior. Desde ahí se está comunicando Colomba Romano.

-¿Y eso qué es?-pregunta mi partner.

-Es una especie de cárcel para adolescentes tristes -le

digo.

***

El cielo está cubierto en la carretera que une Punta Arenas

con Villa Tehuelche. Asomo la cabeza por la ventana trasera

del auto de la Seño y puedo sentir la humedad sobre mi cara,

como si estuviéramos atravesando el corazón de una nube. Es

el mismo camino que recorrí con mi papá hace tres años,

cuando el dolor por la muerte de mi mamá terminó por rom-

perme. El psiquiatra sugirió internarme en la Comunidad Te-

rapéutica Paz Interior, una pequeña clínica psiquiátrica espe-

cializada en depresiones, adicciones, anorexias y todo tipo de

trastornos de la cabeza y el alma. Si Colomba Romano está

aquí es porque tuvo un colapso nervioso, pienso. -Esas nubes parecen esculturas, como guerreros
a punto

de empezar una batalla -observa Matías desde el asiento del

copiloto, apuntando al cielo a través del parabrisas.

-Son las divinidades de los pueblos originarios de la Pa-

tagonia - le responde su mamá, mientras conduce-. El

mundo para ellos estaba lleno de dioses, tal como para los

filósofos presocráticos.

Mi partner cambia de tema de manera drástica, le da ver-

güenza cuando la Seño nos habla como profesora.

-Los sábados solo abren hasta el mediodía. ¿Alcanzare-

mos a llegar, Pola? --pregunta.

--Eso espero, porque dejé una pésima impresión y no me

van a hacer ningún favor especial -le advierto cerrando la


ventanilla justo cuando se larga a llover con fuerza sobre la

pampa solitaria.

***

Estoy sentada en una incómoda mecedora en la recepción

de Comunidad Terapéutica. Vuelan dos moscas y es la cosa

más desagradable del mundo, así que tomo un folleto sobre la

paz interior que encuentro sobre la mesa de centro y trato de

espantarlas. Matías interpreta el rol del adolescente angus-

tiado frente a la recepcionista. Ella no trabajaba aquí cuando

yo estuve interna.

-Empecé con la marihuana, después con los antidepresi-

vos de mi vieja, pero ahora con la pasta base ya me asusté-le

dice mirándose las manos.

- Pucha mijito, qué terrible y más encima en su condi-

ción... Pero dígame, ¿tiene cómo dejarme un cheque en garan-

tía? -responde la mujer.

-Mi mamá está esperando afuera. Me dijo que si me gus-

taba el lugar, pagaba lo que fuera -responde él, indicando a

la seño que efectivamente habla por teléfono al interior de su auto, probablemente

creta.

con su colega de Teología y novia se-

-Acompáñeme entonces. Todas las instalaciones están

adaptadas para discapacitados -responde la mujer con son-

risa de éxtasis místico y se lleva a Matías por un largo pasillo

de madera.

Es mi oportunidad. Me pongo de pie, abro el paraguas flúor

de Nevenka y atravieso el jardín hacia el gimnasio, un galpón

de madera donde a esta hora todos los internos tienen una

hora de yoga. Abro la puerta sin golpear, sintiendo de inme-


diato un olor penetrante a incienso que me trae pésimos re-

cuerdos. Reconozco a la misma profesora que intentó sin

éxito darme clases-sé que es raro, pero el yoga me pone ner-

viosa. Se acuerda de mí, la peor alumna que ha tenido, y me

pregunta muy amable por cuánto tiempo he vuelto; al parecer

todos aquí reinciden, creo que es parte del negocio. Le explico

que esta vez sólo vengo como visita. Busco a una amiga y qui-

zás ella pueda ayudarme.

Colomba Romano está hojeando un libro de fotografías de

Anne Chapman junto a la chimenea, en la sala de lectura. Al

principio no la reconozco, porque se ha cortado el pelo al ras

y se ve más delgada que en las fotos. Tiene puestos unos Air-

Pods y mientras avanzo hacia ella no se inmuta.

-¿Colomba? -digo con un hilo de voz, como si fuera un

pajarito que en cualquier momento podría salir volando. Ella

ve mis bototos y levanta la cabeza. Podría jurar que no se ha

sorprendido al verme. Se quita los audífonos y deja el libro

sobre una mesa de centro.

-Eres la YouTuber-me dice.

-Y tú la que me mandó el video del socavón-le respondo.

No tengo certeza de esto, pero por la forma en que me ha re-

cibido, decido jugar esta carta. He acertado, porque Colomba

asiente con la cabeza.

-¿Por qué nos mandaste a investigar, si ya sabías todo lo

que pasó? Colomba hace una mueca y traga saliva. Creo que quiere

llorar pero no puede. Las drogas aquí son muy efectivas.

-Mi papá dice que no tengo pruebas y que a mí nadie me

va a creer --me responde. Mi testimonio ya no vale.

"Lindo lo del alcalde, el papá del año", pienso.


-Yo te voy a creer -le respondo a la afligida Colomba-,

pero necesito que me digas la verdad. ¿Quién más estaba ahí

esa noche? ¿A qué le tienen miedo tus amigas? ¿Por qué Fa-

biola está muerta?

-Porque confió en nosotras y cayó en una trampa. La in-

vitamos a carretear para hacer las paces, pero la Daniela lo

único que quería era emborracharla.

-¿Por qué? ¿Cuál era el objetivo?

-Grabar a la Fabiola tomando piscola y después amena-

zarla con subir el video a las redes sociales.

-¿Y por qué mierda iban a hacer algo tan penca? -le digo

perdiendo la compostura.

"Nunca asustes a un entrevistado, Pola", escucho decir a mi

mamá imaginaria cuya presencia puedo sentir con fuerza en

la habitación.

-No tengo idea -responde Colomba con la expresión ida,

anestesiada contra el mundo-. Para la Daniela era una obse-

sión molestar a la Fabiola. Era su forma de controlarla.

-¿Y por qué Fabiola aceptaba un trato tan perverso?

-Porque ella era sí. Hacía cualquier cosa con tal de que sus

papás no supieran nada. Decía que les costaba mucho pagar

el colegio y que se iban a morir de pena si se enteraban que le

hacíamos bullying.

-Y por qué participabas de eso Colomba? ¿Qué necesidad

tenías tú o Bárbara de seguirle la corriente a Daniela?

-Ninguna. Pero éramos imbéciles. Dejábamos que nos

dominara, que nos impusiera su forma de ver las cosas... Pero

esa noche despertamos. Fue la gota que rebalsó el vaso.

Luego se produce un silencio.


-¿Cuál fue esa gota? ¿Qué fue lo que pasó? -Esa noche suspendieron la fiesta final de las alianzas
del

colegio, por la tormenta. Cuando todos se iban a sus casas,

convencimos a Fabiola para que se quedara un rato más... La

Daniela le propuso quedarse a tomar unas piscolas con noso-

tras. Ella iba a poder ser parte del grupo si aceptaba.

-O sea que la emborracharon...

-Se emborrachó sola. La pobre estaba dispuesta a cual-

quier cosa para que dejáramos de huevearla.

-Y por eso cayó en el socavón?

-No... Nosotras estábamos tomando en el camarín de mu-

jeres cuando escuchamos un estruendo, como un terremoto.

La Daniela nos dijo que saliéramos a ver qué pasaba. Le hici-

mos caso aunque llovía muy fuerte y la Fabiola quería irse a su

casa. Pasamos junto al camarín de hombres que estaba cerrado

y llegamos a la cancha de rugby. Entonces vimos el socavón.

-Y cómo terminaron ahí dentro las dos?

-Fabiola nunca había probado el alcohol y se puso súper

sensible... Nosotras nos quedamos mirando el socavón, muer-

tas de la risa, era lo más freak que habíamos visto... Pero Fa-

biola se puso a llorar. Primero recordó todo lo que tuvo que

sufrir por culpa de la Daniela... Pero después la empezó a tra-

tar pésimo. Le dijo que ella no tenía la culpa de lo que había

pasado en sexto básico, que sabía que por eso la odiaba. Y

después la amenazó.

-¿Con qué la amenazó?

-Con contarle a todo el mundo lo que sabía, si ella no la

dejaba en paz. Y entonces la Daniela lanzó un grito como de

animal y empujó a Fabiola a la zanja. Fue ella la que la mató.


Me quedo helada. Me odio por no haber encendido la gra-

badora de mi celular. Claro, todo calza, excepto por la teoría

del violador.

-¿Cómo fue que Daniela terminó herida?-le pregunto

con el corazón golpeando a mil por hora contra mi pecho.

-Yo la empujé - me responde con lágrimas que al fin sa-

len de sus ojos-. Y lo volvería a hacer mil veces. Colomba se larga a llorar. Ya nada puede
contenerla. Apa-

rece un enfermero alto y gordo, con voz de barítono, y me

exige salir de inmediato o llamará a los guardias. Es la misma

voz en off del video que recibí al comienzo de todo esto.

"No te rindas, Pola. Es tu única oportunidad", le escucho

decir a mi madre. Y me acerco por última vez a Colomba,

mientras el enfermero enciende una alarma.

-¿Te das cuenta de que, si logro comprobar que Daniela

mató a Fabiola, ella te va a denunciar a ti?

Colomba se calma y seca sus lágrimas. No sé si es por los

medicamentos que está tomando o porque su conciencia al

fin está empezando a calmarse.

-Lo tengo claro y ya no me importa. No pienso volver

atrás -responde mientras dos guardias llegan para sacarme

a la fuerza.

***

Matías lanza un ramo de rosas blancas sobre la tumba de

Fabiola. El cielo está despejado y un viento repentino embiste

contra los cipreses gigantes del cementerio Sara Braun.

-Mejor me pongo en posición, deben estar por llegar-

-me

dice.
Mientras mi partner se pierde detrás de los cipreses, me

siento sobre el piso de piedra y veo una vez más el video de la

ceremonia inaugural de la cancha de rugby del Colegio Inglés.

Espero que estas imágenes asquerosas me den la fuerza que

necesito para seguir en la lucha. El video corresponde a un

reportaje que exhibió un canal de cable local hace un par de

días. La cámara muestra en primer plano a las sobrevivientes

de la terrible tragedia del socavón. Daniela y Bárbara cortan la

cinta del nuevo complejo deportivo. La recuperación de Da-

niela ha sido completa y se ve radiante, como Chiara Ferragni.

La directora del colegio pide un aplauso especial para ella.

Alumnos y profesores la veneran como a una santa. Bárbara rompe en

lágrimas -que solo pueden ser de cocodrilo-y

abraza a su amiga. El periodista dice en off que estas dos es-

tudiantes ejemplares merecen todos los homenajes de la re-

gión de Magallanes y Antártica Chilena. Daniela se acerca a

un micrófono:

-Gracias por su cariño -dice con el desplante de una in-

fluencer de clase mundial-, pero antes de irnos a celebrar,

un minuto de silencio por nuestra querida amiga

quiero pedir

Fabiola Valdivia. Dios la llamó muy temprano a su santo

reino, porque siempre se lleva primero a los mejores, pero hoy

damos las gracias por haberla conocido.

Aunque he visto muchas veces este discurso, una vez más

siento ganas de vomitar. No sé qué me da más asco, si Daniela

o la tropa de cómplices malditos. Kawtchos. De cierta forma

todos asesinaron a Fabiola.

Apago mi celular para enfocarme. He ensayado mil veces


lo que voy a decirles, pero todavía me siento perdida. Necesito

un Pelusín que me guíe en esta oscuridad. Entonces las veo.

Daniela Clark y Bárbara Mayorga aparecen entre medio de los

mausoleos de los colonos escoceses.

Están aquí porque les hicimos creer que Nevenka las va a

entrevistar para su diario. Por estos días gozan de una fama

que ni siquiera Instagram ha podido darles. Llegan peinadas

y maquilladas con su nuevo estatus de súper estrellas a la

tumba de Fabiola. No se detienen ni un segundo a mirar la

lápida. Al verme sentada en la vereda, Daniela se acerca.

-¡Oye, tú! ¿Has visto a una mujer por aquí? Se supone que

anda con un fotógrafo. -Es todavía más bonita en persona.

Qué poder tan perverso le asigna esta sociedad a la belleza,

pienso mientras me pongo de pie.

-La periodista no va a venir.

-Y tú cómo sabes eso? -me pregunta Daniela.

-Porque es mi madrastra. La entrevista me la van a tener

que dar a mí-respondo. -Es la YouTuber rata, no le digas nada -le advierte Bár-

Daniela se quita los anteojos de sol y me mira con el ceño

fruncido.

-Dile a tu madrastra que se va a quedar sin trabajo-ame-

Inaza antes de marcharse por donde vino. Mal comienzo.

Tengo que reaccionar rápido. Necesito retenerlas y me lanzo

con lo más fuerte que tengo.

-Yo sé que tú mataste a Fabiola. Y tengo pruebas.

-Qué patética y mentirosa eres -me dice Daniela y luego

bara.

retrocede hacia mí. Logré atrapar su atención.

-Colomba Romano está dispuesta a confesar que fue ella


la que te agredió, con tal de que pagues por lo que hiciste.

--¡Qué risa! Lo que diga esa loca de patio no vale nada. ¿Por

qué crees que su papá la tiene encerrada en el loquero? -Ha

empezado a sacar las garras.

-Lo único que le interesa al alcalde es aferrarse al poder,

por eso encerró a su hija, para evitar que hablara y provocara

un escándalo. Pero eso no significa que Colomba haya men-

tido-le respondo.

Daniela se acerca un poco más, con la mirada cargada de

odio.

-Te encanta hacer atados, ¿verdad? Desordenar todo, des-

truir algo tan bonito como la memoria de Fabiola, como la

unión de todo un colegio. Pero con nosotras no vas a poder.

Conmigo no vas a poder-me dice de lo más teatral antes de

volver a marcharse.

Bárbara me mira asustada y otra vez creo que va a decirme

algo, pero sale rápido tras su amiga. "¿Qué hago ahora?".

pienso nerviosa. Y escucho la voz de mi madre.

"Pruebas, Pola. Lo más importante es corroborar la infor-

mación", me dice.

Abro mi mochila y encuentro el diario de vida de Fabiola.

Lo levanto como si fuera una antorcha ardiendo para que Daniela pueda verlo. -¡Ya sé por qué la
odiabas tanto! -le grito.

-me responde sin detenerse.

-Cállate estúpida -

-Fue por lo que pasó en sexto básico -le digo con ener-

gía. Esta vez, consigo que postergue su huida. Ahora avanza

hacia mí con el rostro desencajado. Mira el diario con deten-

ción.
¿Qué es lo que quieres?-me dice, casi en susurros.

-La mataste porque conocía tu secreto. Porque una ma-

mala suerte de

ñana cuando tenían once años, Fabiola tuvo

descubrir tu pie deforme.

Daniela dirige la mirada hacia Bárbara, luego hacia mí.

Abre la boca pero no le salen las palabras. Yo indico una pá-

gina del pequeño diario de vida.

-Aquí está. Escrito con toda inocencia... Estaban en el ca-

marín de niñas, se preparaban para salir a gimnasia. Fabiola

regresó a buscar sus anteojos y se encontró contigo. Te esta-

bas poniendo unos calcetines deportivos. Vio tu pie deforme,

con sus dos dedos pegados y el dedo meñique que sobra. El

mismo dedo que yo vi cuando te fui a ver a la clínica.

Los ojos de Daniela se nublan de lágrimas y comienza a

temblar. Yo sigo adelante, sin piedad. No es fácil, pero la jus-

ticia no le pide permiso a nadie.

-Siempre pensaste que en cualquier momento Fabiola te

iba a delatar, ¿verdad? Necesitabas tenerla controlada. Hacerla

sentir una basura de persona, anularla y quitarle toda la dig-

nidad. Para que nunca se rebelara, para que nunca fuera a de-

cir la verdad.

Daniela solloza en silencio. Yo trato de reconstruir lo que

pasó.

-Estabas borracha, tenías rabia y la empujaste sin pensar

-le digo de forma pausada-. Fue un accidente.

-Yo no empuje a nadie, estás inventando cosas-me res-

ponde ella, secando sus lágrimas con la manga de su cha-

queta de cuero. -Tú también fuiste una víctima. De un sistema enfermo


que nos exige ser perfectos.. Pero no eres perfecta. Nadie lo

-No necesito tu autoayuda barata -me interrumpe con

una mirada de hielo.

-Pero la familia de Fabiola merece saber la verdad-le

digo para terminar.

Se produce un silencio eterno y se levanta una ráfaga de

viento que silba entre los cipreses gigantes y las sepulturas de

piedra.

-Puede ser... Pero no tienes cómo comprobarlo -responde

Daniela.

Matías aparece por detrás de un mausoleo. Con su celular,

manipula un pequeño dron con el que nos ha estado gra-

bando y que ahora se encuentra justo sobre las cabezas de Las

Kiaras.

--Estamos transmitiendo en vivo para los seguidores de

nuestro Canal de Denuncia Ciudadana —advierte mi partner

e indica al dron que zigzaguea como un moscardón en el aire

huracanado.

Daniela repara en la cámara mientras el viento desarma su

peinado perfecto.

-Es cierto, ¡ella fue! -interviene Bárbara-. Yo no tuve

nada que ver.

Las Kiaras se miran inmóviles, como los ángeles esculpi-

dos del cementerio. A lo lejos un coro de personas canta "El

Señor es mi Pastor, nada me habrá de faltar".

-Gracias, amiga -responde Daniela a Bárbara con lágri-

mas. Solo cuando empieza a correr, me doy cuenta de que se

mueve con una leve cojera.

Matías intenta recuperar el dron, pero el viento puede más


y lo hace caer en picada. Alcanzo a atrapar el aparato entre

mis dedos antes de que embista contra el piso de cemento. Se

lo entrego a Matías, que lo guarda como si fuera un tesoro en

la mochila que cuelga de su silla de ruedas. Luego se desliza

con fuerza hacia la tumba de su amada. -Nos vemos al otro lado del túnel, Fabi-le escucho decir

en medio de la ventolera.

***

En Puerto del Hambre, la regata canoera convocada por Se-

gundo Tonko está por comenzar. El mar quieto y el cielo azul

adelantan una jornada sin sobresaltos. Los árboles que rodean

la diminuta bahía se mecen al ritmo de un viento suave y gla-

cial. Me protejo del frío acurrucada al brazo de mi papá, mien-

tras caminamos por la playa de piedras negras. En la orilla,

un puñado de hombres y mujeres, descendientes de los anti-

guos kawésqar se preparan para remar hasta la isla Englefield.

Ese pequeño y remoto territorio es lo único que han podido

recuperar, después de siglos de abusos y muerte.

Segundo nos recibe con un apretón de manos. Cuando el

Colegio Inglés lo despidió por denunciar los abusos cometi-

dos contra Fabiola Valdivia, decidió organizar esta expedi-

ción. Su intención es establecerse en la isla de su infancia

hasta el fin de sus días. Mi papá lo ayudó a conseguir unos

fondos de la Universidad Magallánica para la construcción de

las tres canoas de ocho metros que están a punto de zarpar.

Son réplicas exactas de las hallefs de coigüe con que los ante-

pasados de Segundo se aventuraban por los fiordos y los cam-

pos de hielo.

-Este era mi sueño desde niño, se los agradezco de cora-

zón. ¡Estoy más contento que no sé qué! -nos dice con su


sonrisa desdentada.

-Gracias a usted por ayudar a mi hija a resolver un caso

tan importante para toda la comunidad -le responde mi

lindo papá.

-No sean ingratos, yo también colaboré -agrega Ne-

venka, que se une a nosotros enfundada en su parka estilo

leopardo. Como siempre, necesita protagonizar el momento, pero tiene razón. Su apoyo fue
fundamental, así que trato de ser simpatica

Han pasado casi dos meses desde que Daniela Clark con-

fesó su crimen en vivo para todos los seguidores de nuestro

Canal de Denuncia Ciudadana. El colegio canceló la matrícula

de la influencer, sus amigos le dieron la espalda y sus auspi-

ciadores la abandonaron. Hace unas semanas tuvo que cerrar

su cuenta de Instagram por las constantes amenazas de los

haters, aunque hay un grupo en Facebook que la apoya debido

a la triste historia de su pie deforme. La humillación social no

es lo único que Daniela va a tener que enfrentar. La mamá de

Fabiola ya no piensa igual que su marido y ha conseguido que

la fiscalía reabra el caso.

Mi papá pasa un brazo por mi hombro, mientras Nevenka

lo agarra del otro y se cuelga a su cuello. La foto de la familia

feliz es algo para lo que no estoy preparada, pero me salva la

campana. Matías me llama al celular y me alejo con la excusa

de una llamada importante, y no me equivoco.

-¿Qué pasa, partner? -le digo contenta.

- ¡Pola, tenemos un caso nuevo! -me anuncia lleno de en-

tusiasmo-. Nos acaba de llegar una denuncia que no vas a

poder creer...

Lo escucho atenta mientras observo la partida de la re-


gata. Segundo Tonko y los últimos nómades del mar zarpan

en sus hallefs hacia el Seno de Otway. Desafían orgullosos el

frío y el viento de la Patagonia, tal como sus ancestros hace

miles de años.

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