La Oscuridad de Los Colores
La Oscuridad de Los Colores
La Oscuridad de Los Colores
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LITERATURA
Prof. Eliana Marolo
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Martín Blasco
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Revisión: 1.0
26/04/2021
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DIARIO DE J. F. ANDREW
28 de febrero de 1885
La casa no está mal. Algo lejos del centro, una zona poco habitada. No
me atrevo a decir que es ideal pero casi. Estamos terminando las reformas.
Tengo que trabajar a la par para dar el ejemplo. Mi personal deja mucho
que desear: Joseph, Marie, Félix y Brian. Cinco personas, contándome a mí,
para tamaña tarea. Joseph: sin estudios, ha sido marinero la mayor parte de
su vida; es bastante corto de entendederas, pero me ha demostrado su
fidelidad en varias ocasiones. Marie ha sido desde siempre una gran
admiradora de mi trabajo. Tiene amplios conocimientos de medicina y la he
puesto a cargo de la salud de los niños. Dadas las condiciones en las que
deberán vivir (encierro, poco movimiento), pueden enfermarse. Aparte se
encargará de que gocen siempre de buena salud. Félix y Brian son mis dos
mejores discípulos. En Félix veo una clara inclinación a la crueldad que a
veces me preocupa, aunque también me serviré de ella para los pasos más
difíciles del proyecto. Brian, por el contrario, se muestra demasiado débil.
¡Somos muy pocos! Por eso me arremango la camisa y trabajo como uno
más. Quiero tener todo listo en menos de dos semanas. Lo más importante
ahora es conseguir los niños.
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DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de abril de 1885
Mañana será el gran día. Si llega a pasar algo, sí por alguna razón la
policía atrapa a Joseph o a Brian o a Félix… confío en ellos, no me
delatarían, pero perderlos sería el fin. Son hombres fieles que estuvieron
dispuestos a seguirme hasta aquí. No son criminales, bueno, quizá Joseph lo
sea un poco… pero entrar a una casa y robar a un niño requiere mucho
coraje. ¿Podrán hacerlo? Mañana, mañana será el gran día.
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LOS ANNUAR
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casa. Sin embargo, nunca fuimos felices, el dolor por la pérdida de nuestra
hija nunca nos abandonó. Hasta que volvió.
—¿Pero dónde estuvo todos estos años?
—Esa es una pregunta que Amira no puede responder y por eso está usted
aquí.
—No entiendo.
—No recuerda nada. Amira no puede recordar nada de lo que sucedió en
su vida antes de tocar a nuestra puerta.
Cansado ya de revolver, Alejandro dejó la taza sobre la mesa. Lo que
acababa de oír no tenía demasiado sentido para él.
—Ya sé lo que esta pensando, que es imposible —continuó Omar—. Yo
pensé lo mismo. Pero parece que sufre algún tipo de conmoción que no le
permite recordar. Creímos que pronto mejoraría, pero han pasado tres
semanas y sigue igual. La han visto montones de doctores en estos días y
dicen que está sana, pero su memoria no vuelve. Y yo quiero descubrir la
verdad.
—¿Fue a la policía?
—No hicieron nada en su momento, ¿para qué voy a llamarlos ahora? Por
otro lado, no quisiera poner en riesgo la seguridad de Amira. Amira es…
extraña, no es solo que no recuerde… Hay algo más, algo con lo que la
policía no podría tratar. Por eso pensé en recurrir al diario. ¿O no se dedican
los periodistas a la búsqueda de información? Eso es lo que yo quiero,
información.
—¿Y por qué yo?
—Porque usted es de los nuestros, señor Berg.
Alejandro comprendió. Pocos temas dividían a la opinión pública como el
de la inmigración. Los hombres y las mujeres que un día habían bajado de los
barcos sin nada entre sus manos Hoy eran mayoría. Sus hijos no solo eran
argentinos de nacimiento, sino que se habían convertido en abogados,
arquitectos, profesores y médicos, cumpliendo el sueño de sus padres. Eran
jóvenes que, además, aspiraban a tener influencia en la política argentina. Sus
padres habían atravesado el mundo para que ellos tuvieran mejores
oportunidades, entonces no podían quedarse de brazos cruzados. Cada día,
dos visiones de la Argentina se enfrentaban en los diarios y las revistas del
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país. Estaban los que acusaban a los italianos, españoles, alemanes, polacos y
rusos de corromper una supuesta pureza nacional; y estaban los que creían
que el problema era que la antigua oligarquía local temía perder el poder.
Como hijo de inmigrantes, Alejandro había dejado clara su posición en
algunas notas firmadas para publicaciones menores, en las que podía
expresarse con más libertad que en La Prensa. Una de esas notas, en la que se
burlaba de la ley contra los inmigrantes propuesta por Miguel Cañé, había
sido bastante popular entre quienes estaban a favor de la inmigración.
—El secuestro de mi hija y el de los demás niños que desaparecieron el 5
de abril de 1885 fue un crimen contra los inmigrantes. Esos niños, de no
haber sido robados, hoy serían jóvenes luchando por hacer oír su voz, jóvenes
como usted. ¿Quién mejor, entonces, para ayudarnos?
Alejandro entendió perfectamente la argumentación de Omar. Supo,
además, que no solo sería una oportunidad de ganar un dinero extra, sino
también de investigar un caso que merecía ser resuelto y que jamás iba a
tener la atención de las autoridades.
—Me está ofreciendo jugar al detective…
—Si quiere pensarlo así…
—Muy bien, cuente conmigo. Pero voy a tener que hablar con ella.
—Por supuesto. Sígame, lo llevaré a su cuarto.
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15 de abril de 1885
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AMIRA
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15 de mayo de 1885
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UNA MADRE
Familia Dirección
López, Narda y Juan (españoles) Independencia 1921
Manino, Elma y Corradino (italianos) San José 850
Chernovich, Fedor y Karina (rusos) México 671
Authier, Antoel y Charlotte (franceses) Saavedra 614
Annuar, Omar y Zainab (libaneses) Cochabamba 1225
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si en todas las casas encontraría esos pequeños altares de recuerdos donde las
madres juntaban fuerza rememorando a sus hijos perdidos. La información
dada por Elma confirmó lo que ya sabía, y ningún dato nuevo surgió de la
charla.
—Le agradezco su amabilidad, ya le dije que…
—No se preocupe. Solo le pido que si logra averiguar algo no deje de
decírmelo. Siempre tuve la ilusión de que mi hijo estuviera vivo. Ahora
puedo soñar con que usted me lo traerá.
—No, señora, ya le dije…
—Tranquilo, las ilusiones van por mi cuenta. Solo manténgame al tanto.
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DIARIO DE J. F. ANDREW
2 de julio de 1885
Cada niño está instalado donde corresponde. Llamaré a cada uno con un
color. No quiero ponerles nombres estúpidos que no significan nada, pero en
la práctica no podernos estar refiriéndonos a ellos como «sujeto
experimental uno» o «sujeto experimental dos». Así que la niña árabe será
Azul; el español, Verde; el italiano, Blanco; el francés, Negro, y el ruso,
Marrón. Al niño francés le tocó la peor parte. Por eso lo llamo Negro. Si
estuviera aquí mi hermana, diría que lo elegí por mi aversión a los franceses.
No es cierto. Es el más grandote y tengo miedo de que, en caso de elegir a
uno más débil, no resista. La violencia es parte del ser humano, está en todos
nosotros. Sin embargo, la negamos e intentamos ocultarla cuando en
realidad es parte de nuestra naturaleza. En Negro esa violencia se expresará
libremente y alcanzará todo su poder.
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LOS AUTHIER
Con el gusto amargo que le habían dejado las tiernas esperanzas de Elma,
Alejandro continuó recorriendo las direcciones que le faltaba visitar. La
siguiente familia eran los Chernovich, inmigrantes rusos que, según su lista,
vivían en la calle México, casi en la esquina de Perú. Desgraciadamente, no
los encontró allí. Los vecinos más antiguos contaron que, unos años después
de la desaparición de su hijo Dimitri, los Chernovich habían abandonado
Buenos Aires. Si regresaron a Rusia o emigraron a otra ciudad, nadie lo
sabía. Para la investigación de Alejandro, los Chernovich quedaban fuera de
juego.
Solo le restaba una casa por visitar, la de la familia Authier, de origen
francés, los padres de Demien. Alejandro llegó y preguntó por ellos. Lo
atendió una mujer mayor de rostro curtido.
—¿Qué quiere?
—Busco a la familia Authier.
—¿Por qué asunto?
—Quisiera hablar con ellos.
—¿Sobre qué?
—Estoy investigando un hecho ocurrido hace veinticinco años.
La mujer sufrió un leve estremecimiento que de inmediato intentó ocultar.
—No estamos interesados —dijo y luego cerró la puerta. Alejandro
volvió a golpear. Esta vez, lo atendió un hombre.
—¿Qué quiere?
—Solo hacerles algunas preguntas.
—Ya le dijo mi esposa que no nos interesa hablar de nuestro hijo.
—¿Entonces son ustedes los padres de Demien Authier?
—Por supuesto. ¿Es usted policía?
—De ninguna manera —le resultaba molesto que lo confundiesen con un
policía.
—Entonces, ¿quién es usted y qué quiere?
—Ya le dije que solo quiero hacerle unas preguntas. La familia de uno de
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29 de julio de 1885
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DEMIEN
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DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de agosto de 1885
Cinco niños, cinco colores: negro, azul, verde, marrón y blanco. Negro
será la violencia, respirará violencia cada segundo de su vida. Azul no
conocerá este mundo como lo conocemos nosotros; ella estará metida hacia
adentro, en un viaje espiritual en busca de las capacidades perdidas. Verde,
en cambio, recibirá la más brillante educación que nadie haya tenido. Le
daré lo mejor de mí, seré tan exigente con él como lo sería si me estuviese
educando a mí mismo. Voy a crear una mente brillante. Marrón, el niño ruso,
está instalado ya en el galpón que construimos en el fondo del terreno. Con
él quiero acortar la distancia que nos separa de los animales. Para eso,
hemos acondicionado el galpón como una gran perrera. En ella viven cinco
perros (dos machos y tres hembras) y desde anoche, Marrón. Los perros
están entrenados por Joseph; son incapaces de hacerle daño. No solo
evitaremos el contacto con el niño siempre que podamos dejando su entera
crianza a los perros, sino que, en las pocas ocasiones en que nos acerquemos
a él —por ejemplo, cuando Joseph les lleve la comida— será tratado como
un perro más. Nunca verá un espejo, ni hablará con nadie, ni usará ropa, ni
recibirá el menor trato humano. En definitiva, no tendrá ninguna pista sobre
su humanidad. ¿Podrá descubrirla solo? ¿Qué imagen tendrá de sí mismo?
¿Se creerá un perro defectuoso? ¿O su inteligencia encontrará la forma de
manifestarse? Y por último, Blanco, el niño italiano, se podría decir que es el
más afortunado de los cinco, aunque yo no lo creo. Será criado aparte, fuera
de esta casa, y vivirá en todo sentido una vida normal. Ya tengo un
departamento en el centro donde una nodriza se hará cargo de él hasta que
pueda enviarlo a un colegio. Yo pasaré todos los días a visitarlo. ¿Por qué
pierdo uno de los pocos niños que tengo en un proyecto tan poco
interesante? Porque necesito un referente para evaluar el crecimiento de los
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HERMANOS
Qué soñó esa noche, no pudo recordarlo con exactitud. Pero al despertar,
Alejandro se descubrió empapado en sudor. Solo sabía que en su sueño
aparecían Amira, la casa en la que él vivía cuando era chico y un mono. ¿Y
por qué un mono? No lo sabía. Pero, por lo que recordaba, era un mono
grande, tal vez un gorila, que en algún momento del sueño se largaba a llorar.
Se lavó la cara y el sueño fue deshaciéndose al mismo tiempo que sus
lagañas. Se miró al espejo durante un rato más largo de lo habitual, no porque
hubiera descubierto nada raro en su rostro, sino porque sentía la necesidad de
ponerse al día con él. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que no había dejado
de pensar en Amira. Hasta en sueños se le aparecía. Se vistió lentamente. Era
domingo y no tenía planes. Visitar a Omar y ponerlo al tanto de las
novedades le daba una buena excusa para verla.
Al llegar, los Annuar lo recibieron con amabilidad. Esta vez estaban los
dos. Zainab, la esposa de Omar, se le hizo severa pero confiable. No dijo una
palabra mientras estuvieron en el salón principal. Luego se retiró y Alejandro
aprovechó para anoticiar a Omar sobre las novedades. Habló sobre su visita a
las demás familias afectadas y sobre el encuentro con Demien.
—Malditos… ¿Qué les hicieron?
—Pensé que… si pudiera pasar más tiempo con Amira, quizá podría
descubrir algo. Estar con ella y ver cómo reacciona ante distintos estímulos
podría darme alguna clave que me permita seguir investigando.
—Confío en usted. Disponga lo que le parezca necesario.
Preguntó por las actividades de Amira durante la última semana. No
había habido mucho cambio: pasaba las horas observando la calle desde su
ventana, hablaba poco, comía menos y cada tanto daba un paseo acompañada
por Omar o Zainab. Se entretenía con cualquier cosa: el espectáculo
deprimente y falto de acción que le ofrecía su pequeña ventana era suficiente
para ella. Cuando entró al cuarto, Alejandro la halló en una posición muy
similar a la de la primera vez.
—¿Y qué es lo que encuentra tan interesante en esa vista? —dijo a modo
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de saludo.
Amira abandonó la ventana y lo contempló unos segundos. Sonrió.
—Todo… todo es interesante.
—Entonces, ¿qué le parece si le propongo un plan mucho más atractivo?
Un paseo por Palermo, por ejemplo, con visita al zoológico incluida.
—¿Zoológico?
Alejandro pensó que era lógico que Amira, quien al aparecer ni siquiera
sabía lo que eran los juguetes, desconociera la existencia de los zoológicos.
—Ya lo verá —respondió—. Le aseguro que encontrará más atracciones
que las que esa ventana puede ofrecerle.
Con el permiso de Omar y de Zainab, Alejandro se llevó de paseo a
Amira. Tomaron el tranvía hacia Palermo y Alejandro pagó los dos boletos
de diez centavos. Amira, con su ascético vestido blanco y el pelo suelto
cayendo sobre los hombros, llamaba bastante la atención. Alejandro había
pensado proponerle que al menos se hiciera un rodete, pero no se atrevió a
molestarla con semejante frivolidad y el pelo siguió libre. Se sentaron juntos.
Ella, del lado de la ventanilla, miraba absorta cada esquina, cada calle, cada
persona que iba caminando. En un asiento cercano, unos hombres
despotricaban contra las elecciones. «Radicales», pensó Alejandro, y de
inmediato sintió simpatía hacia ellos. Amira no les prestaba atención, parecía
querer retener cada imagen que la ciudad ofrecía. El viaje fue largo y apenas
intercambiaron palabra.
Caminaron por la Avenida Sarmiento, muy concurrida por ser domingo.
Familias, grupos de amigos y parejas tomadas del brazo cruzaban ante ellos y
Amira los miraba incansable.
—Es un paseo hermoso, y por suerte nos ha tocado un día precioso. ¿No
es cierto?
Amira asintió, sin dejar de mirar todo y a todos con voracidad.
—¿Le gustaría conocer el Jardín Botánico? Le aseguro que es uno de los
lugares más hermosos de la ciudad.
Alejandro hubiese preferido que el Botánico no estuviera tan lleno de
gente, pero a ella parecía no importarle. Paseaba entre las plantas y los
árboles deslumbrada por lo que veía, mientras Alejandro la observaba a ella
con el mismo deslumbramiento. ¿Cómo podía ser tan hermosa? Comenzó a
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explicarle el desarrollo del Jardín y a darle, con cierta arrogancia, los detalles
que conocía sobre el trabajo de Carlos Thays, el arquitecto a cargo y el
hombre detrás de casi Lodos los espacios verdes de la ciudad. Aunque no
tenía la menor idea de si era totalmente cierto, aseguró con convicción que el
Jardín Botánico de Buenos Aires era único en el mundo. Estaba pensado
como un manual de botánica viviente en el que la flora de las regiones del
mundo estaba abundantemente representada por sus especies características.
Las locales, también.
—Detengámonos un momento, Amira, por favor —dijo, y aprovechó
para tomarle la mano por un segundo—. Frente a usted se encuentra nuestro
querido ombú, el árbol más original de estas tierras. ¿Ha visto alguna vez
alguno? ¿Ah, no? Pues este árbol es muy especial. Y le voy a decir por qué:
su gran mérito es que no sirve absolutamente para nada.
Amira sonrió con curiosidad.
No se ría, que es cierto. Es el único árbol del que las langostas no quieren
probar ni un poco y, gracias a esto, ha podido desarrollarse libremente.
Tampoco el hombre ha logrado utilizar lo que los insectos voraces rechazan.
En otras palabras, la gran ventaja del ombú, la que le permite alzarse
tranquilo y sin preocupaciones en medio de la Pampa, es que no sirve para
nada. Ni siquiera para hacer fuego. Está allí solo para agradar a la vista. Lo
que para mí, si soy sincero, es más que suficiente.
Amira acercó su mano a la superficie rugosa del árbol. Acarició las
extrañas figuras que formaban las raíces retorcidas.
—Extraordinarias, ¿no es cierto? Siempre me han fascinado las raíces del
ombú —acompañó Alejandro.
Fijó sus ojos en los de ella y encontró júbilo.
—Es hermoso —dijo Amira—, tan hermoso… parece un sueño…
Alejandro sintió en carne propia la alegría de Amira.
—Así es, el ombú es un árbol extraordinario. Pero no se rinda a sus pies,
o mejor dicho a sus raíces, porque aquí cerca tenemos a otro habitante del
reino vegetal autóctono que también merece su atención. Amira, le presento
al palo borracho.
Amira se detuvo frente al árbol que Alejandro le señalaba.
—Con el palo borracho entramos, por el contrario, en el mundo del
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DIARIO DE J. F. ANDREW
5 de agosto de 1886
Dedico a cada niño al menos una hora al día. A Negro paso a verlo por
su oscuro cuarto. Por ahora, lo único que hace es llorar. No le hablo ni
permito que nadie le hable; necesito que crezca un poco más para empezar
con la parte importante de su crianza. Marrón se lleva bien con sus
hermanos perros. A la noche, si hace frío, duerme entre ellos, lo que denota
la bondad natural de estos animales y no una característica especial en él.
Está gateando. Aunque los niños de su edad suelen gatear, tengo la ilusión
de que en él se deba a que está asumiendo su condición de perro. De Azul se
encarga principalmente Marie; yo paso a verla y a hablar un poco con ella
por las tardes. Por ahora es una niña regordeta de lo más común. Verde
tiene esa mirada curiosa que me inspiró a elegirlo para la tarea más
importante. Tampoco es mucho Lo que se puede decir de él; camina muy
bien y habla bastante, buenas señales de inteligencia. Blanco es el único al
que paso hasta una semana sin ver, pero por lo que me dice su nodriza viene
avanzando bien. Las primeras palabras: la de Verde ha sido caca; la de Azul,
papá. Suelo hablar con los dos y trato de estimularlos a que me imiten. Verde
es rapidísimo y su vocabulario se incrementa a diario. A Azul le cuesta más,
tiene problemas para concentrarse (por las drogas, claro), pero poco a poco
va entendiendo. Marrón y Negro no han dicho ninguna palabra, ni la dirán
jamás: no les enseñaré a hablar, está decidido. En el caso de Marrón,
porque para su vida perruna no lo necesita, incluso he ordenado a Joseph
que trate de no hablar en su presencia, no vaya a ser cosa que aprenda a
imitarlo y arruine el experimento. En cuanto a Negro, lo he pensado mucho y
creo que el lenguaje nos ablanda, nos obliga a contener los instintos y a
pasar por el tamiz de las palabras nuestros impulsos. Dejémoslo libre de esa
carga, veamos cómo evoluciona.
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EL DR. LANDORE
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muy cómodo. Espire. Sus músculos se distienden. Inspire. Si quiere bajar los
párpados puede hacerlo. Espire. Disfrute de la sensación de relajación. Deje
caer sus párpados. Inspire. No luche contra ellos, Alejandro, deje caer sus
párpados. Espire. Cierre los ojos. Ahora tiene mucho sueño. Cuando yo se lo
ordene quedará profundamente dormido. Mantenga los párpados cerrados,
sienta el cansancio que lo invade. Duerma. A partir de este momento usted
está profundamente dormido. Pero aún dormido, podrá hablar conmigo.
Como mucha gente que habla dormida, usted podrá hablar conmigo. Voy a
contar hasta diez, y cuando termine, usted tendrá cinco años…
Lo que siguió no pudo recordarlo después con exactitud. Solo le quedó la
borrosa sensación de la sala y de todos los presentes desapareciendo. A
continuación se encontró persiguiendo una sombra en el patio de su casa
paterna. Andaba con cuidado. Alguien se había ido. Alguien que había estado
con él y ahora se había ido. Eso le daba miedo. «¿Papá?», llamó. No hubo
respuesta. «¿Papá?». La sombra se movía. Podía verla. No, no podía verla,
pero podía escucharla. Se daba cuenta por el ruido que hacía al golpear el
piso de piedra. Clac, hacía contra el piso. Clac. ¡El bastón de plata! Corrió
hacia él, pero cuando llegó ya no estaba. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué jugaba
a desaparecer? ¿No se daba cuenta cuánto lo asustaba? Clac, clac, clac. El
bastón se acercaba. Clac. Clac. Clac. «¿Papá?».
Cuando despertó, Alejandro estaba de pie, aunque no recordaba haberse
movido. Sus ojos vidriosos contemplaban a una multitud que reía con ganas.
Se reían de él. El último «papá» todavía resonaba en su boca y se dio cuenta
de cuál era el motivo de las risas: había hecho el ridículo. Como un niño
pequeño a punto de llorar. Había estado llamando a su padre a los gritos. Se
dio vuelta y se encontró con Máximo Landore, todavía sentado y con el reloj
en la mano. Alejandro le había pedido un recuerdo perdido y Landore se lo
había dado. Le había traído al presente otra de las desagradables costumbres
de su padre. Cuando Alejandro era pequeño, el juego preferido de su padre
eran las escondidas. A Alejandro el juego le procuraba más sustos que
alegrías y ante cada desaparición de su padre sufría temiendo no encontrarlo
jamás. ¡Y el bastón de plata! ¡Lo había olvidado completamente! Su padre
jamás se separaba de él. Un bastón de madera negra con una empuñadura de
plata que representaba una cabeza de león. ¿Adónde habría ido a parar? No
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DIARIO DE J. F. ANDREW
23 de marzo de 1887
Me doy cuenta del sutil equilibrio que debo tener en mi relación con los
niños. Por un lado, debo pensar en ellos como sujetos experimentales, con la
frialdad con la que un científico observa un objeto de análisis. Y por otro
lado, son más preciados para mí que un hijo para su madre, porque en mi
caso no estoy criando niños, sino algo más puro, más importante, un cambio:
una nueva humanidad que se conoce mejor a sí misma y que no tiene miedo
de explotar todo su potencial. La noche que los trajeron, la primera vez que
los vi jugando en la alfombra, me dije: «Estos niños ya están muertos». Y
desde entonces me he repetido lo mismo todos los días. Por supuesto que yo
quiero que vivan —son mi material de trabajo—, pero me digo eso para no
verlos como personas, para no albergar afecto hacia ellos. Pienso que ya
murieron, que alguna enfermedad fruto de la pobreza se los llevó de esos
conventillos inmundos de donde los sacamos. Y por otro lado, los quiero casi
como si fueran mis hijos. No puedo evitarlo. Son mi obra, el fruto de mi
pasión por el conocimiento.
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LOS MUERTOS
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DIARIO DE J. F. ANDREW
20 de febrero de 1888
Algo llamativo: ninguno de los niños que está en la casa tiene la menor
idea de lo que significa la muerte. Al no salir nunca de sus habitaciones, no
han tenido contacto con otros seres vivos —ni siquiera con animales o
insectos— y supongo que ven las cosas (y a sí mismos) como eternas e
inamovibles. ¿Esto quiere decir que la idea de la muerte no es natural al ser
humano? ¿Será por eso que nos resulta siempre tan extraña, tan
incomprensible?
Noto un marcado decaimiento en el ánimo de Azul. Se la ve triste. Creía
yo que estos niños, que jamás salieron al exterior ni tuvieron contacto con
otros seres humanos, no iban a ser capaces de extrañar esa falta de
experiencia y contacto. Pero ahora creo que sí. No con todos es igual. A
Marrón se lo ve contento; probablemente va asimilando el carácter
despreocupado de los perros. A Negro se lo ve triste (llora mucho) y
asustado. ¡Pero quién no lo estaría en su lugar! Verde es un niñito algo
melancólico; logro mantenerlo ocupado con constantes desafíos a su
naciente inteligencia. Fue el primero en darse cuenta de la situación de
encierro en la que vive. Tímidamente, me pidió si podía salir del cuarto. Le
dije que todos los niños del mundo se quedaban en sus cuartos hasta estar
preparados para salir. Lo noté algo decepcionado, pero no me discutió. Se
porta muy bien. Ya hace sus necesidades solo, en su bacinilla. Blanco, como
ejemplo de normalidad, no sé si presenta diferencias importantes con los
demás niños. Es verdad que se lo ve más contento, más feliz que a cualquiera
de los otros cuatro, pero es lógico teniendo en cuenta que no ha sido
sometido a una prueba tan difícil como la de sus hermanos. Azul es la única
que realmente me preocupa, en su caso la tristeza puede ser perjudicial y no
puedo entretenerla de la misma forma que a Verde. Por eso he decidido
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LOS CHERNOVICH
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30 de julio de 1889
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PERRO HOMBRE
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17 de septiembre de 1889
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mariposas, una empatía especial con ellas? ¿Por las drogas, quizá? ¿Es tal
cosa posible? De lo sucedido hasta ahora, es lo que me resulta más
asombroso; escapa completamente a mis cálculos. Debo seguir con atención
esta relación. Me duele un poco, con cada muerte de una mariposa,
presenciar la reacción de Azul. En algunos casos pasa horas sin mover ni un
músculo; no termina de comprender qué es lo que pasa con sus amigas
cuando deciden dejar de mover sus alas y quedarse petrificadas para
siempre. Y una vez muertas, no nos permite que las saquemos del cuarto. Al
darse cuenta de que aprovechábamos su descanso para hacerlo, comenzó a
tomar por las alitas con muchísimo cuidado a su amiga muerta y a dormir
con ella entre sus manos para evitar que se la robemos, sin comprender que
la mariposa ya no despertará.
Blanco: si comparo mis conversaciones con Blanco y Verde (dejo fuera a
Azul, su caso es especial; y Marrón y Negro no hablan) queda claro que
Verde es más inteligente. Blanco, que conoce el mundo exterior, que en todo
sentido es un niño normal, demuestra ya, desde tan pequeño, la
característica estupidez de la gente normal. Es caprichoso, poco estable en
sus estados de ánimo, dado a la distracción, a buscar el divertimento por
encima de todo. Verde, en cambio, es serio, introvertido, agudo observador y
sediento de conocimiento.
Marrón: escondí un suculento pedazo de carne entre las plantas. Un ser
humano normal, más un niño, jamás podría haberlo encontrado guiándose
únicamente con su olfato. Sin embargo, a Marrón le llevó solo tres minutos.
¿Quiere decir eso que ya está desarrollando características propias de sus
compañeros perros? Eso significaría que incluso los sentidos del hombre, y
por lo tanto su percepción de la realidad, pueden ser muy diferentes si se
trabaja sobre ella. Creo que estamos ante un gran avance.
Los cinco son todavía muy chicos; sin embargo, ya comienzan a
demostrar lo que van a ser.
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HIPNOSIS
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REALIDAD
Muchos años atrás, en una de las pocas visitas a un cabaret que había
hecho en su vida, Alejandro había tenido una especie de revelación.
Observaba a una señora algo mayor para su oficio y bastante gorda. Mientras
la mujer sonreía y posaba provocativamente con su corsé blanco, Alejandro
comprendió una importante verdad sobre la imaginación humana. La mujer
jugaba a ser sensual, creaba un personaje y se entregaba dando su mejor
esfuerzo. El corsé blanco era su disfraz, la entrada a una versión distinta de
ella misma. Pero el atuendo le quedaba chico. Los pliegues de carne
escapaban al control del pedazo de tela; se salían por arriba, por abajo,
pequeños y grandes rollos que se asomaban curiosos en completa rebeldía a
la figura impuesta. El corsé dibujaba en el cuerpo una cintura fina, un busto
prominente, una cadera armónica. Pero ni la cintura, ni el busto, ni la cadera
eran reales: la verdad estaba en los rollos. El vestuario elegido era la ficción;
el cuerpo, la realidad. La ficción, la fantasía, la imaginación, como el corsé,
pretendían imponer un orden a la realidad: «este es el comienzo», «este es el
final», «esta historia trata de esto», «este es bueno, aquel es malo». Pero la
realidad siempre era más grande, siempre más compleja. Como el
desbordante cuerpo de aquella mujer, la realidad no permitía ser encorsetada.
Ahora, Amira Annuar caminaba junto a él y no había corsé posible que la
abarcara. Su historia parecía escapar a cualquier orden lógico que Alejandro
intentara imponerle. Lo que más le molestaba era saber que esta historia se
desarrollaba sin su participación, sin que pudiera tomar ninguna decisión para
cambiar el rumbo de los acontecimientos. La maquinaria infernal que se
había puesto en funcionamiento la noche en que los niños desaparecieron,
aún ahora, veinticinco años después, seguía su marcha inexorable hacia un
final que no comprendía. ¿Qué podía hacer él ante Amira y su mundo de
sueños? ¿Qué hacer ante Demien y su silencio? ¿Qué, ante Dimitri y su
actitud perruna? ¿Cómo luchar contra un cangrejo gigante llamado Joseph?
Solo podía dejar que todo siguiera su curso y sorprenderse ante cada nueva
pieza del rompecabezas. ¿Y si el rompecabezas no formaba ninguna imagen?
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DIARIO DE J. F. ANDREW
18 de septiembre de 1890
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VISITA AL PUERTO
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DIARIO DE J. F. ANDREW
2 de noviembre de 1890
¿Marie oculta sentimientos hacia mí? Supongo que no, pero a veces la
descubro observándome con una mirada que conozco en las mujeres. No sé,
quizás sea solo una impresión. Pero me parece que guarda el deseo de que
nuestra relación pase a ser en algún momento de tipo amoroso. Pobre chica,
es lógico, soy para ella un referente, el faro que guía su vida intelectual.
¿Cómo no va a sentirse atraída?
Negro atacó a Félix. Sabía que tarde o temprano iba a pasar: debe
odiarlo con toda su alma. Félix se distrajo y el niño le mordió la mano con
fuerza haciéndolo sangrar. Si no se lo hubiera sacado de encima con un
golpe, podría haberlo atacado en alguna zona sensible. Aunque Félix está
furioso, yo estoy contento. Me parece que es un adelanto.
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DESPERTAR
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varias oraciones a la vez, tratando de hacerse una idea completa del cuadro y
volviendo una y otra vez al espeluznante titular con el que comienza la nota:
«ATROZ CRIMEN EN EL PUERTO».
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DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de agosto de 1891
Esperaba que las drogas tuvieran un efecto más profundo en Azul. Es una
niña distraída, una pequeña mística, podríamos decir, pero yo esperaba algo
más… Últimamente estoy aplicando en ella una nueva técnica: enseñarle en
sueños. Mientras duerme me siento a su lado y voy transmitiéndole
conocimientos de la más diversa índole. Hablo en tono pausado y claro,
repitiendo varias veces cada frase para que quede grabada en su memoria.
Después, cuando está despierta, sondeo si lo que le he dicho en sueños quedó
registrado en su conciencia.
Ahora que Verde está leyendo, debo tener mucho cuidado en la selección
de los conocimientos que le imparto. Con sus cinco años no puedo darle
nada demasiado complejo, pero además debo cuidar que sus lecturas no
contradigan la idea del mundo que le he transmitido. Es muy importante que
siga creyendo que los niños pasan encerrados la primera parte de sus vidas
hasta que están listos para afrontar el mundo exterior: Esa idea es la que lo
mantiene tranquilo y estudiando. Por eso, tengo que descartar todo libro en
el que se hable de niños libres. ¡Y en la mayoría de los libros infantiles los
niños juegan, salen al exterior, tienen madres, van a la escuela! Me he visto
en la obligación de reescribir las historias que le doy. He tomado cuentos
clásicos y los he adecuado a la visión del mundo que tiene Verde. Reescribí
Hansel y Gretel, sin Gretel y sin padres. La terrible aventura con la bruja
que quiere comer a Hansel sucede cuando el niño escapa del cuarto donde
está encerrado, estudiando.
A Blanco, en cambio, sí permito que su nodriza le lea esos libros para
niños que, en mi opinión, no son más que manuales de adaptación sumisa a
las normas sociales. Ser bueno, respetar a los mayores, preocuparse por los
demás, el valor de compartir: la escuela de la mediocridad.
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LA OBRA
Los vecinos del puerto fueron rodeando la obra a medida que llegaban.
Primero uno, después otro, formaron un semicírculo contemplativo a su
alrededor. En el centro de lo que antes era un descampado desolado, la obra
brillaba bajo el sol matinal. Primero ganó la curiosidad. Si se acercaron, fue
porque intuyeron que algo extraño sucedía. Ninguno de los presentes llegó a
preguntarle a su compañero «¿qué es esto?», «¿quién lo puso aquí?»,
«¿cuándo apareció?». Porque en quien contemplaba la obra la curiosidad y la
sorpresa daban paso rápidamente al deslumbramiento frente a la belleza y a
una sensación de paz y sosiego, completamente absurda si se tenía en cuenta
el origen violento de la obra. Parecía estar ahí para despertar, en quienes
tuvieran el honor de estar frente a ella, los más sublimes sentimientos.
El rojo y el azul eran los colores predominantes; los mismos rojo y azul
que cualquier pintor aconsejaría no combinar, colores opuestos y hasta
enemigos: el rojo es cálido y se expande; el azul es frío y se contrae. Pero en
la obra no solo no competían, sino que se potenciaban y hasta se explicaban
uno a otro. Había también signos lineales, filiformes; indicaciones de
posibles movimientos, Triángulos, círculos y cuadrados estaban unidos por
un criterio imposible de explicar, pero presente. Y si era un conjunto de
formas y colores sin sentido, ¿por qué transmitía esa sensación de plenitud,
de profundidad espiritual? ¿Por qué esa señora, apenas vestida con un pedazo
de tela carcomida por las polillas y que en sus continuas privaciones y luchas
por la subsistencia jamás tuvo tiempo para el vuelo del espíritu, excepto
quizás en el rezo por un hijo enfermo, sentía ahora una emoción olvidada o
nunca conocida?
Arte. La idea fue haciéndose espacio poco a poco en sus mentes. Lo que
estaban viendo era arte. Poco sabían ellos de arte; el arte jamás había formado
parte de sus vidas. Y si la obra no representaba nada, si no había en ella
figuras, ni escenas, ni historia, y era solo una explosión de colores y texturas,
¿cómo podía ser arte? Los vecinos del puerto, pobres y analfabetos, no se
hicieron la pregunta en estos términos porque las reflexiones sobre el arte no
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DIARIO DE J. F. ANDREW
3 de junio de 1892
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EL CUERPO HUMANO
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embargo, lo encontrado en el puerto tenía poco que ver con esa clase de arte.
—El cuerpo humano es tan poca cosa… —dijo Máximo.
—¿Perdón?
—¿No es ese el motivo de todos nuestros sufrimientos? Somos capaces
de soñar lo que no podemos realizar. He ahí la desgracia del hombre. Puedo
imaginarme levantando vuelo, y si me esfuerzo, puedo sentir ahora mismo el
aire golpeando contra mi rostro mientras me remonto al cielo. Sin embargo,
si me subo a lo más alto de este edificio y salto, ambos sabemos que
terminaré estrellado contra el piso. ¿Por qué?
—¿Porque no es un pájaro?
—No, hombre, le hablo de otra cosa. ¿Cómo es posible que seamos más
en nuestros sueños? ¿Qué nos impide superarnos?: nuestro cuerpo. Hay quien
se admira, con razón, de las cualidades del cuerpo humano y su innegable
armonía. Y no hay dudas de que se trata de una maquinaria extraordinaria,
tan extraordinaria como el cuerpo de una ballena, el de un león, o el de una
lombriz. Y sin embargo, mi alma es tanto más… y digo la mía porque la suya
no la conozco, ni la de nadie más, ni siquiera sé si las almas existen; me
refiero con alma a este conjunto de impresiones que soy yo. ¡Y es tan
increíble! Le aseguro que, si no fuera por mi cuerpo, podría volar. Le digo
más: si no fuera por mi cuerpo sería un extraordinario pianista, un atleta de
excepción y un gran bailarín, porque si no fuera por mi cuerpo, mi alma no
tendría límites. ¿Me sigue?
—La verdad es que no…
—Vamos, ¿no siente por momentos una fuerza descomunal, totalmente
desproporcionada con respecto a la que su cuerpo tiene? Cuando se enoja, por
ejemplo, ¿no siente que sería capaz de incendiar el universo entero si pudiera
hacer salir de su cuerpo el fuego inmenso que lo posee?
—No entiendo a qué viene todo esto…
Por un momento Máximo pareció decepcionado.
—El alma de un dios en el cuerpo de un animal: esa es la desgracia del
ser humano.
—Ajá. ¿Y qué tiene que ver eso con el asesinato?
—Piense en lo que el asesino hizo con el cuerpo. ¿No es esa una forma de
acabar con el límite del que le hablo? ¿No intentaba el asesino convertir el
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DIARIO DE J. F. ANDREW
23 de julio de 1893
¡Qué rápido crecen los niños! Pasar la vida entre ellos es estar frente al
constante recordatorio de nuestro propio envejecimiento. Porque si pienso
en el día en que los trajimos a la casa —¡esos bebés regordetes que no
sabían caminar!— y los miro ahora, grandes, formados, llego a la inevitable
confirmación de que el tiempo pasa, aunque para mí esté fresco el recuerdo
del comienzo de esta aventura.
Ya tienen nueve años. Azul es una mujercita en miniatura; Verde, tan
solemne, me sorprende cada día con su lucidez e inteligencia; Negro se ha
convertido en lo que esperábamos, una auténtica máquina de matar. En
cuanto a Marrón, a veces al verlo me olvido de que estoy frente a un ser
humano; y de Blanco, ¿qué puedo decir? Que ya es todo un bobalicón, como
la mayoría de los chicos normales de esa edad. Pero nuestra tarea continúa.
¡No hay que bajar los brazos! Recién estamos empezando, solo es el punto de
partida para que estos chicos se conviertan en seres realmente únicos y
extraordinarios. A través de ellos sabremos más sobre lo que oculta nuestra
mente, y sobre nuestro instinto y nuestras verdaderas capacidades, más que
nunca antes en la historia.
Me descubro fantaseando con que los niños son grandes y me felicitan y
me agradecen lo que hice por ellos. Que entienden que han sido parte de
algo maravilloso. Cuando ese día llegue, cuando podamos vernos a la cara
como iguales y entiendan la maravillosa misión que he cumplido con ellos,
creador y obra se reconocerán mutuamente, ya no habrá distancia entre
nosotros, y solo quedará el orgullo de la tarea cumplida.
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EL PARQUE LEZAMA
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que por allí transitaran cientos de personas: ese lugar era suyo y era el
corazón de Buenos Aires, no corazón en el sentido de centro o de territorio de
mayor importancia; corazón por escondido, por íntimo. Era el sitio en que
Buenos Aires se mostraba a Alejandro sin artificios, sin pompas, en su bella
intimidad. Ese lugar era el Parque Lezama. Por eso, cuando le ofreció Amira
ir a pasear por el parque, lo hizo con la intención de mostrarse tal cual era, de
sincerarse ante ella: recibirla en su intimidad abriéndole las puertas de su
pequeño reino de lomas y árboles de raíces retorcidas. Y al mismo tiempo,
buscaba contemplar a Amira. Porque el parque tenía una cualidad que
Alejandro apreciaba por encima de cualquier otra luz. Era probable que solo
él lo notara o que el efecto se debiera a la familiaridad que tenía con el
paisaje, pero la luz del parque no se parecía a ninguna otra. En el parque no
se podía mentir, no a Alejandro al menos. Y bajo esa luz particular, pudo
confirmar lo que ya sabía: Amira era hermosa.
—Amira, creo que tendríamos que realizar otra sesión de hipnosis.
Tardaba en responder. O eso parecía cuando separaba sus labios
lentamente y permanecía en silencio, como dándole vueltas a lo que iba a
decir, como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas o se arrepintiera
antes de pronunciarlas. O quizás no, quizás hablaba con palabras silenciosas,
en una frecuencia no perceptible para el oído común, con palabras únicas y
bellas que nadie podía oír y recién después agregaba palabras de las sonoras,
de las comunes, para aquellos que no habían podido escuchar lo que
realmente había dicho.
—Yo… no sé si quiero…
—¿Por qué? ¿Fue una experiencia dolorosa?
—No, no lo fue, pero… ¿es realmente necesario?
—Creí que lo que más quería era recordar…
—La otra noche tuve un sueño. Usted y yo paseábamos por la ciudad, que
estaba más hermosa que nunca, porque no solo había coches y edificios en las
calles, sino también animales de todas las especies y árboles y flores, y
nosotros caminábamos y conversábamos, cuando de repente aparecía en el
cielo el águila, ya no en la jaula sino libre, volando libre, como usted dijo que
prefería. Y yo le hacía señas, le decía: «Ahí está el águila», y usted no oía, me
miraba pero no oía. Entonces el águila bajaba desde el cielo y con sus garras,
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DIARIO DE J. F. ANDREW
25 de diciembre de 1893
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MARIE
Flores era un lindo barrio. El oficial Ramírez pensó que si no cobrara una
miseria como policía, le gustaría comprar una casa en la zona. Estaba un poco
lejos del centro, pero pasaba el tranvía; había jardines cuidados y las calles
eran silenciosas. Un barrio tranquilo, con prolijas casas bajas, como a él le
gustaba. A una de esas casas se dirigía. La de la vieja y querida Marie. De las
muchas ancianas molestas con las que tenía que tratar en su condición de
policía, Marie era la menos complicada. Nunca nadie se quejaba de ella ni
ella de nadie. El oficial Ramírez ni siquiera la habría conocido si no hubiera
sido porque la anciana tenía grandes conocimientos de medicina —había sido
enfermera en su país natal, según le explicó de manera apresurada— que
habían salido a la luz una mañana en que un vecino casi se mata usando unas
tijeras de jardinería. Desde entonces, los vecinos se habían acostumbrado a
molestar a la vieja Marie con sus rodillas sangrantes, sus uñas encarnadas,
sus toses de medianoche. La anciana rezongaba un poco, pero siempre
terminaba dando un buen consejo con tal de que la dejasen en paz.
Ese día el oficial Ramírez se dirigía a la casa de Marie porque los vecinos
habían comentado que durante la noche se había escuchado una serie de
ruidos dignos de un edificio en construcción. Nadie se había quejado en
realidad, tratándose de Marie podían hacer la vista gorda a una noche de
desvelo. Pero al ir a tocar la puerta, los vecinos no habían obtenido respuesta
y decidieron avisar a la autoridad.
El oficial Ramírez estaba acostumbrado a ese tipo de tareas a las que iba
gustoso. Por lo general era cuestión de llamar a la puerta, hablar con los
dueños, explicarles que los vecinos se habían quejado, pedirles que por favor
no hicieran más ruido, o que juntaran la basura, o no pelearan a los gritos; en
fin, que cumplieran con las reglas del buen convivir que estaban quebrando, y
listo. A lo sumo, si alguno se ponía terco, gritar un poco; en el peor de los
casos, amenazar con llevarlo a la seccional, algo que por supuesto no iba a
suceder con la silenciosa y parca Marie. Fácil, sin problemas.
En cambio, los anarquistas… «Ese sí que es un problema grave», pensaba
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DIARIO DE J. F. ANDREW
26 de noviembre de 1894
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estaba sentada en la misma silla que la vez anterior: la espalda recta, el pelo
cayendo sobre los hombros, las manos cruzadas sobre el regazo. Máximo le
ordenó que inspirara y que espirara; la respiración de Amira llenaba la sala
con un ritmo pausado y parejo. La mirada comenzaba a cansársele, tal como
se lo ordenaba Máximo. Su respiración y el pendular del reloj estaban
completamente sincronizados: eran uno. Alejandro sentía esta unión, de la
que poco a poco iba quedando afuera, mientras Máximo envolvía a Amira
con su voz. De nuevo los diez escalones, de nuevo el retroceder en el tiempo
con cada paso… el cambio empieza a notarse en Amira, casi como si el físico
acompañara a la mente, como si rejuveneciera a medida que se sumerge en el
estado de hipnosis. Es la expresión del rostro la que va cambiando, reflotan
los gestos de la niña: las cejas se arquean, los labios se contraen, las manos ya
no descansan tranquilas sino que se retuercen juguetonas. Amira desciende
los escalones hacia su infancia y Alejandro, sentado en su silla observándolo
todo, es como si caminara a su lado…
—Hola, Azul. ¿Dónde te encuentras?
—En mi habitación.
—Quiero que prestes atención a lo que voy a preguntarte. ¿Conoces a una
mujer llamada Marie?
—Marie se encarga de cuidarme. Siempre está triste. No me gusta porque
me pincha.
—¿Con qué te pincha?
—Agujas. Marie es la reina de las agujas.
—¿Ella es amiga de tu papá?
—Ella hace todo lo que Andrew diga…
—¿Y Andrew es tu papá?
—Yo lo llamo «papá». Brian es quien lo llama «Andrew».
—¿Y quién es Brian?
—Brian se rasca la panza con un palo y grita: «Sr. Andrew, Sr.
Andrew»…
Amira comienza a tararear una melodía que a Alejandro le resulta
familiar.
—«Ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… rascándose con el palo… «Ta-ta-ta ta-ta ta-
ta»… y se rasca con el palo izquierdo… Una vez lo hizo para mí… yo no
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sabía qué era… oía «ta-ta-ta ta-ta ta-ta» y pensaba que sería un pájaro, un
hermoso pájaro cantor… «ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… pero era Brian… Joseph,
Marie, Félix y Brian le dicen «señor Andrew». Y yo lo llamo «papá».
—Azul, necesitamos tu ayuda para encontrarlo, es muy importante que
encontremos a Andrew…
—No van a poder… nadie puede… él viene cuando quiere. No van a
encontrarlo jamás.
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12 de marzo de 1895
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BRIAN
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Dos días le llevó encontrarse frente a la casa del Brian del relato de
Amira. No había tantos chelistas en Buenos Aires, y menos zurdos. Alejandro
estaba en lo cierto al sospechar que entre las muchas cosas que los zurdos
tienen complicadas está la de tocar instrumentos, especialmente un
instrumento de orquesta como el chelo. Descubrió que en el caso de los
guitarristas era común mandar a dar vuelta las cuerdas para que la mano
izquierda lleve el punzar y la derecha la digitación. Pero con los instrumentos
como el chelo no era frecuente, pues equivalía a quedarse fuera de cualquier
orquesta. Se supone que el conjunto de cuerdas de una orquesta debe apuntar
sus arcos hacia el mismo lugar, y que un arco a contramano de los demás
destruiría la armonía visual del conjunto. Tan poco frecuente era que un
chelista encargara a un luthier un chelo adaptado para manejar el arco con la
mano izquierda que, luego de hacer unas pocas averiguaciones, descubrió que
en todo Buenos Aires había un solo chelista con un instrumento de estas
características: el Dr. Francisco Cook, hombre de negocios retirado, chelista
ocasional.
Pensaba seguir la misma rutina que con Joseph y presentarse sin previo
aviso, diciendo la verdad. Pero esta vez, cuando el supuesto Dr. Francisco
Cook le abrió, le echó una mirada a Alejandro y sin darle tiempo para hablar,
dijo:
—Está buscando al Dr. Andrew, ¿no?
Alejandro tardó unos segundos en contestar.
—Me da la sensación de que me esperaba… Brian.
A Brian no le sorprendió en lo más mínimo que conociera su verdadera
identidad. Se metió de nuevo en la casa, permitiendo que Alejandro lo
siguiera. Lo primero que llamó su atención al entrar fue un grupo de valijas a
medio llenar con ropa y objetos.
—¿Piensa irse de viaje?
—Por supuesto que sí. Con más razón después de su visita.
—¿Por qué?
El hombre observó sorprendido a Alejandro.
—¿A qué ha venido? —preguntó.
—Usted lo ha dicho: estoy buscando al Dr. Andrew.
Al oír esa respuesta dejó de mirarlo y continuó llenando sus valijas.
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buscarlo.
Brian tomó un conjunto de papeles de su valija. Se los mostró a Alejandro
sin dejar que los tocase.
—Me lo envió antes de suicidarse. Es su diario. Lo único que queda de su
valioso trabajo… lo único, después de tantos años de investigación de una
mente brillante…
—Démelo.
Alejandro quiso sacarle el diario, pero Brian lo sorprendió pegándole un
cabezazo. Mientras Alejandro trataba de recobrarse, el otro tuvo el tiempo
suficiente para acercarse a un escritorio y tomar una pistola del cajón.
Un paso más y lo mato —dijo Brian.
Esto no va a quedar así…
¡Por supuesto que no! Todo va a ser mucho peor…
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25 de diciembre de 1895
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AULLIDOS
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12 de octubre de 1898
Verde no habla más que de salir. Desde que le dije —para calmarlo—
que al cumplir los quince años los jóvenes terminan sus estudios y salen al
mundo, vive obsesionado con la llegada de ese momento. Cuenta los días
como un preso, lo que me resulta sumamente desagradable. Todavía faltan
dos años y medio. ¿Qué haré cuando la fecha llegue? Ya se me ocurrirá
algo.
Lo que requiere un trabajo enorme es adecuar los libros que le paso.
Tengo que tener mucho cuidado en que ninguna lectura delate mi engaño.
Por otro lado, resulta bastante complicado para el pobre imaginar, figurarse
las cosas que lee. Como no ha visto la mayor parte de ellas (desde una flor
hasta un edificio) tengo que explicarle cada cosa en detalle para que pueda
comprenderla. Últimamente encontramos un sistema que nos ayuda: dibujar.
Le he dado papeles y lápices de colores y le he enseñado cómo usarlos.
Luego, cuando yo le describo algo nuevo del mundo exterior; él intenta
dibujarlo para hacerse una imagen aproximada. Algunos de estos dibujos
son extrañísimos, casi parecen sacados de un mundo alucinado y me
demuestran cómo debo esforzarme en enseñarle mejor para que comprenda
lo que le espera afuera —¿lo que le espera afuera?, ¿realmente he escrito
eso?, ¿es que pienso dejarlo salir algún día?—. En otros casos, sus dibujos
se aproximan tanto a la realidad que me sorprendo pensando si será acaso
que el hombre carga ya desde su nacimiento con una imagen del mundo,
antes incluso de abrir los ojos. ¿Es posible que ciertos entes —sol, río,
montaña— estén grabados en nuestra matriz más profunda, que sepamos de
su existencia antes de verlos? ¿Será parte de la herencia de las generaciones
anteriores? ¿Una especie de fondo de conocimiento común a todos los
hombres?
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Cada día paso más tiempo encerrado en mi despacho. Cada vez soy
menos constante con mi trabajo. La desidia va invadiéndome. ¿Por qué?
¿Qué me está pasando? Recuerdo cuando este experimento me
entusiasmaba, cuando me levantaba de la cama de un salto, ansioso por ir a
ver a mis muchachos. Ahora paso días sin verlos. Están bien. Verde es un
pequeño genio; Marrón, todo un perro; Negro, un asesino; Azul, una mística.
¿Y qué? ¿De qué me sirve a mí? ¿Qué cambia? ¿Qué demuestra? Dicen que
Schubert dejó su Sinfonía en Si menor inconclusa porque estaba enfermo
(otros dicen que el entreacto en Si menor de la música de escena para
Rosamunda es en realidad el último movimiento). Yo creo que la abandonó
porque se dio cuenta de que, por más hermosa que fuera, no serviría para
nada, que no tenía sentido esforzarse, terminada o inconclusa daba igual.
Otra huella para que el viento borre. Espero levantarme de mejor ánimo
mañana.
24 de enero de 1899
Ayer fue un día importante: por primera vez, los chicos se vieron la cara.
Desde antes de empezar el proyecto había decidido mantenerlos
incomunicados al menos hasta los doce años, pero como ya todos superaron
esa edad me pareció que había llegado el momento adecuado para
presentarlos.
Por primera vez, Azul, Verde, Marrón y Negro salieron de sus cuartos y
se conocieron. Los junté en el jardín. Azul parecía no entender nada, pero
eso es habitual en ella. El sol enceguecía a Negro, estaba muy asustado.
Marrón permaneció a mi lado, como un perro fiel. Verde miraba sorprendido
a los otros. Supongo que Negro y Marrón lo asustaban y Azul llamaba su
atención. Le expliqué que eran sus hermanos, que también estaban
estudiando, aunque de una forma muy distinta a la de él. Los cuatro estaban
sorprendidos y asustados de encontrarse en el exterior. Pude captar el
instante en que Azul y Verde cruzaron miradas por primera vez. Debe haber
sido un momento extraordinario para ellos.
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3 de febrero de 1899
7 de mayo de 1899
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¿Y a ti, Marrón? ¿Qué puedo decirte a ti? Tú sí que nunca leerás estas
palabras ni otras. ¿No es así, mi buen sabueso? Debería haber más como tú
en el mundo: el hombre es la mascota ideal.
Y si les escribo a los demás, también tengo que escribirte a ti, Blanco.
Pero me cuesta. ¿Y por qué me cuesta? Veo en lo que te has convertido y,
aunque has cumplido con lo que esperaba de ti, no deja de molestarme tu
falta de agradecimiento. Podrías estar en el lugar de Negro o de Marrón, tu
vida podría haber sido mucho peor y no lo sabes, eres un jovencito normal,
desagradecido y sobre todo muy aburrido.
12 de junio de 1899
2 de julio de 1899
24 de agosto de 1899
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27 de septiembre de 1899
2 de noviembre de 1899
26 de diciembre de 1899
¡Cinco días para que termine el siglo! La noche de Año Nuevo vamos a ir
a la ciudad: no se festeja el fin de un siglo todos los días. Dejaré a Félix a
cargo una vez que los chicos se hayan dormido, y los demás nos iremos a
celebrar.
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31 de diciembre de 1899
Adiós, siglo XIX, adiós. Esperemos que el siglo que comienza sea más
bondadoso con nosotros. Por mi parte, tengo entre mis deberes descansar
más. Me he quedado dormido mientras Verde me hablaba. Pero esta noche,
¡a festejar!
3 de enero de 1900
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Querido Brian:
¿Cómo te han tratado estos años en los que estuvimos separados? Espero
que te encuentres bien. Si no acepté verte en alguna de las oportunidades en
que me lo pediste, fue para protegerte. Como te dije en su momento, luego de
que los chicos se fugaran me pareció que lo mejor era separarnos y guardar
las apariencias hasta averiguar qué era lo que realmente había pasado.
Fuiste el único al que esta decisión le dolió; de Joseph y Marie no he vuelto
a saber nada más. Tengo entendido que ya no están juntos, que Joseph es un
borracho de tiempo completo y que Marie volvió a dedicarse a la medicina.
Los matrimonios modernos duran cada vez menos, por suerte nunca me case.
Pero me alegra que no me hayan contactado; siempre fueron unos
desagradecidos, olvidaron pronto lo mucho que hice por ellos. Pero tú no,
Brian. Sé que si fuera por ti seguirías a mi lado. Lamentablemente, no es
posible. Últimamente me siguen. Y sé que son ellos. Buscan vengarse. Todos
mis esfuerzos por descubrir dónde estaban fueron en vano. Y ahora vienen
por mí. No los culpo, es lógico, yo en su lugar haría lo mismo. Por eso he
tomado una decisión drástica: voy a suicidarme. Casi puedo oír desde aquí
tus objeciones, pero no me negarás que es una muerte acorde a la vida que
he llevado. Nunca me sometí a los caprichos del destino y no lo dejaré elegir
el momento de mi muerte. Me hice a mí mismo y seré yo el que me acabe.
Además, de esa manera evitaré que los chicos (¡muchachos ya!) me atrapen.
No sé qué serían capaces de hacerme si lo lograran.
Te escribo para pedirte un último favor: que borres mis huellas. Que
nadie descubra nuestra tarea, que nunca se sepa cómo terminé con mi vida.
Y que te cuides, porque después de mí, irán por los demás. No les demos el
gusto. Como habrás visto, te mando con esta carta mi diario personal: sé que
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—Pero…
—Sus servicios ya no son necesarios.
Alejandro acercó su rostro al de Omar hasta sentir su aliento trasnochado.
—Me engañaron. Desde el primer momento…
—No tengo por qué darle explicaciones, usted fue contratado para un
trabajo y ese trabajo ha terminado. En realidad, tampoco podría dárselas; sé
tan poco sobre este asunto como usted, me limité a cumplir los deseos de
Amira.
—¿Y dónde está Amira ahora? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Ojalá lo supiera. Me dijo que lo mejor era que la olvidáramos. ¿Y sabe
qué? Aunque la pudimos tener con nosotros solo algunos días, valió la pena.
Mi hija se ha convertido en una gran mujer.
—Murió gente… brutalmente asesinada…
Una lenta sonrisa se fue dibujando en los labios de Omar.
—Lo sé. Y no hay nada que pueda hacerme más feliz.
Alejandro apenas sentía el cuerpo. Mientras caminaba hacia la puerta,
Omar y la casa entera desaparecían a medida que Amira iba ocupando sus
pensamientos. Le había mentido. Lo había engañado desde el primer
momento. Con la mano en el picaporte, se limitó a hacer una última pregunta
a modo de despedida.
—¿Por qué yo?
La voz de Omar llegó como un último fragmento de la noche anterior.
—Ella lo eligió.
Salió a la calle. Mientras caminaba dando tumbos, la gente pasaba a su
lado y él no podía evitar ver burla en sus rostros, como si todos rieran de un
chiste que solo él no entendía.
Llegó a la casa de los Authier sin saber bien qué iba a hacer cuando
tuviera a Demien enfrente, ahora que sabía que era el autor de los brutales
asesinatos. Lo recibió Charlotte, la madre.
—Tengo que ver a su hijo —le dijo.
Por detrás de ella pudo ver al marido, acercándose también a la puerta.
—No está. Se ha ido.
Alejandro entró a la casa sin esperar a que lo invitasen.
—¿Cómo que se ha ido?
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Miró hacia abajo. Estaba volando. El vértigo le subió desde las piernas y
le hizo crujir los huesos. Pero no estaba volando. Él no sabía volar.
¿Entonces? Era el piso el que volaba; claro, porque no era un piso, era una
enorme águila y él viajaba sobre su lomo. A unos metros volaba un águila de
similares características. Y en su lomo viajaba Amira. ¡Amira! Alejandro la
saludó moviendo la mano; ella le devolvió el saludo y le dedicó una enorme
sonrisa. Amira señaló hacia adelante; entonces vio a otras águilas, tres más,
también con personas sobre sus lomos, volando junto con ellos hacia el
horizonte. Tantos años el hombre se había privado de volar, cuando lo único
que hacía falta era aprender a montar águilas. Él iba a comunicar al mundo
esta verdad Cuando estuviera de vuelta en el diario, le propondría a su jefe
una nota sobre sus vuelos en águila. Todos lo felicitarían. Se haría famoso e
importante gracias a esto. Pero su jefe lo miraría asombrado. ¿Montar
águilas? ¿Cómo iba a ser eso posible? ¿Cómo va a cargar un águila a un ser
humano sobre su lomo? Y mientras oye estos reproches el águila en la que
viaja comienza a achicarse, a tener el tamaño normal que corresponde a un
pájaro de su especie. Alejandro le hace gestos desesperados a Amira
pidiéndole ayuda, pero ella sigue sonriendo y señalando el horizonte. El
águila es ahora un águila de tamaño regular, peleando desesperadamente por
sacárselo de encima mientras caen en picada. Alejandro no se suelta, se aferra
al pájaro con sus brazos y piernas, sin permitirle escapar. ¡Vamos, maldito
pájaro! ¡Levanta vuelo! Pero el águila no puede hacer otra cosa que caer
como una piedra, mientras la tierra se acerca corriendo hacia ellos.
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mi mente en blanco, como estuvo los quince años que pasé encerrada, y
dejarla divagar…
—¿Pero cómo lograron escapar? No entiendo…
Ahora Amira dedicó su bella sonrisa a Máximo.
—Ah… eso es mérito de mi querido hermano, Máximo Landore, como ha
decidido llamarse una vez que estuvimos libres; José López, como lo
nombraron sus padres… o Verde, como lo llamaba Andrew.
Alejandro recordó lo que había leído en el diario. Comparó las dos
imágenes, la del Verde del diario y la del Máximo Landore que conocía, y
encontró en común el ánimo introspectivo, la inteligencia y los libros.
Salieron del cuarto de Amira y fueron al que estaba justo enfrente, la celda de
Máximo, que se adelantó y tomó la palabra.
—Este fue mi cuarto. Pasé la mayor parte de mi vida entre estas paredes,
estudiando y soñando con el día en que finalmente saldría. A través de los
libros conocí el mundo. A veces, cuando recuerdo las ideas que tenía sobre
las cosas en esa época, me descubro riendo solo. ¡Estaba tan confundido!
Pero esa visión del mundo se rompió el día en que Andrew nos juntó. Ahí
comprendí por primera vez lo que realmente estaba pasando. Que estábamos
presos y no nos iban a soltar jamás. Desde ese momento, dediqué cada uno de
mis pensamientos a buscar una salida. Yo tuve una ventaja que mis hermanos
no tuvieron: los libros. Con el fin de convertirme en una especie de sucesor
intelectual manso, Andrew me proveyó lo mejor de la cultura occidental. Y
como debía tener especial cuidado en no descubrir a mis ojos el mundo
exterior, elegía textos científicos, de temas abstractos y con pocas referencias
sociales. Cuando estábamos viniendo dije que era un hipnotizador
autodidacta; pues bien, aquí fue que descubrí la hipnosis y supe que sería mi
única posibilidad de escapar. En uno de los tratados sobre psicología que
Andrew me dio a leer, se hablaba de esta nueva técnica y sus posibilidades.
No era mucho lo que explicaba: un resumen histórico y los casos más
famosos; suficiente para desatar mi imaginación. Mi enemigo era Andrew; si
quería escapar, primero tenía que vencerlo. ¿Cómo? Debía meterme en su
mente, como él se había metido en la mía. Ya había descubierto un punto
débil: su ego sin fin. Se consideraba inteligente, brillante, único. Le ofrecí
entonces pintar su retrato y, por supuesto, la idea le encantó. Eso me permitió
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PADRE
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MADRE
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EL SIGLO EN BLANCO
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Querido Alejandro:
¿O debo decir Dante? Los dos son bellos nombres. Espero que te
encuentres bien, en este momento te escribo desde Berlín. Cómo vinimos a
parar a esta ciudad… es largo de explicar. Lo que puedo decirte es que nos
estamos acomodando. Conocimos gente muy interesante y mis estudios sobre
psicología e hipnosis son valorados.
Amira ha provocado más de un suspiro de amor, si supieras la cantidad
de propuestas de matrimonio que debo rechazar en su nombre… No hay
Romeo que pueda convencerla, supongo que no quiere separarse de sus
hermanos. ¿Has ido al cinematógrafo últimamente? Cuando lo hagas presta
atención porque puede que te sorprenda encontrarte con su rostro. Así es,
Amira se ha convertido en actriz. Por supuesto que utiliza un nuevo
nombre… pero no te lo diré, ya lo descubrirás cuando sus películas crucen el
mar.
Sobre Demien me alegra decirte que está menos Negro que nunca.
Hemos conseguido que desarrolle sus impulsos con materiales más…
tradicionales. Es un artista. En realidad, siempre lo fue.
Con Dimitri es difícil, a veces cuesta que se comporte como un hombre.
Amira sigue intentando enseñarle a hablar.
¿Te alegran estas noticias? ¿Nos guardas rencor? Espero que no. Lo que
hicimos, lo hicimos por ti también. Por todos nosotros. Y tengo que decirte
esto: ¡qué sorpresa que decidieras dejar con vida al viejo Andrew! No me lo
esperaba. En realidad, en un principio me desilusionó tu piedad, pero luego
me di cuenta de que era un buen castigo que justo tú, Blanco, le diera una
lección de grandeza a Andrew. Pasar sus últimos años solo y en la pobreza
es un buen castigo también.
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Alejandro vivió cuarenta y ocho años más y no pasó un solo día sin
preguntarse por Máximo, Amira, Demien y Dimitri.
A los veintinueve se casó con Emilia, la hija de su jefe en el diario. Se
fueron enamorando en cruces casuales e intercambios de saludos formales
por los pasillos oscuros de la redacción, hasta terminar sin poder sacarse los
ojos de encima uno del otro. Alejandro todavía estaba superando la
conmoción de haber descubierto su verdadera historia, que por momentos le
caía sobre los hombros como una carga insoportable hasta asfixiarlo, y
cuando conoció a Emilia, tan simpática, tan normal, fue como encontrar la
contracara perfecta de Amira. Encontró en su rostro algo que entendía, unos
brazos en los que refugiarse. Alguien en quien confiar.
Tres años después de casados fueron padres de una niña, María Eugenia.
Cinco años después repitieron la experiencia y nació esta vez un varón, al que
llamaron Juan Carlos.
Alejandro visitaba seguido a su recuperada madre, doña Elma. Oían
programas de radio, tomaban mate con bizcochitos, hablaban de política. No
mencionaban al hombre que los había separado; no había tiempo para la
pena. Juntos intentaron borrar el dolor. Se concentraron en un presente de
nietos, risas y tardes de sol.
Luego de que Alejandro bajara el revólver y le perdonara la vida, Andrew
vivió dos años más. Alejandro no lo mató, pero tampoco se preocupó más por
él. Lo dejó con sus fantasmas y no volvió a visitarlo. Solo lo veía por las
noches, en pesadillas formadas con las líneas de su rostro arrugado.
Supo por la policía que Andrew había muerto. Sufrió un ataque cardíaco
en la casa que habían compartido. Alejandro tuvo que hacerse cargo de su
entierro y fue el único que asistió.
Bajó su cuerpo a la tierra; Andrew el padre, Andrew el monstruo, había
dejado de existir. Llovía, pero Alejandro no se apuró, dejó el cementerio con
paso lento.
Pasaron años antes de que se animara a contar su historia. La primera en
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conocerla fue Emilia. Una noche, con ingenuidad de enamorada y sin saber la
puerta que estaba por abrir, le pidió a Alejandro que le contara su mayor
secreto. La historia contenida comenzó a brotar con abundancia de detalles,
sin que pudiera evitarlo. Emilia estuvo a punto de no creerle. Por suerte,
Alejandro conservaba todavía los diarios de Andrew.
Tener a alguien a quien contarle la verdad le hizo bien. Pero no pasaba un
día en el que no se preguntara por sus hermanos. Se había acostumbrado a
pensar en ellos de esa forma, como sus hermanos. Así los había llamado
Amira la última vez que se vieron, cuando decidió salir corriendo de esa casa
espantosa, del cuadro gigante de su padre, de esos jóvenes extraños que lo
consideraban un igual. Sentía hacia ellos una mezcla de piedad y miedo. Eran
víctimas y también asesinos. No había excusas para las muertes de Félix,
Joseph, Marie y Brian. Por más que estos fueran cómplices de Andrew y
culpables, sus muertes habían sido violentos asesinatos.
Comenzó a ir con frecuencia al cine. Esperaba encontrar un día, brillando
en la enorme pantalla, el rostro perfecto de Amira, ese mismo rostro que tanto
lo había encandilado. En la sala oscura, antes de que la película comenzara, lo
consumían los nervios y la ansiedad. Luego aparecían los cómicos, los
cowboys y sus caballos, los galanes de mirada penetrante; otras jóvenes
hermosas, con otros misterios por resolver. Nunca apareció Amira.
Leía con cuidado las noticias que llegaban de Europa, buscaba entre
líneas referencias a Máximo o a los otros. Se mantuvo al tanto de lo que
sucedía en el mundo del arte, esperando reconocer a Demien en la obra de
algún artista de vanguardia. No encontró nada.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y mientras llegaban noticias
de batallas, pérdidas y muertes, Alejandro solo podía preguntarse qué estarían
haciendo. ¿Seguiría Amira siendo actriz? ¿Máximo continuaría con la
hipnosis? ¿Habría aprendido Dimitri a comportarse como un hombre? Y
Demien, el lado más oscuro del experimento… Mejor creer lo que decía la
carta.
Pasaron veinte años. Sus hijos crecieron, la ciudad cambió. Alejandro era
un hombre feliz, en la medida en que puede serlo cualquier hombre. Casi no
pensaba en Andrew. Pero releía, un par de veces al año, la carta que Máximo
le había mandado. Necesitaba saber qué había pasado con ellos. Decidió
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viajar a Europa.
Durante seis meses recorrió grandes capitales y pequeños pueblos, habló
con científicos, artistas, periodistas. No encontró nada. Ninguna noticia sobre
un joven científico con capacidades extraordinarias para la hipnosis, ni sobre
una estrella de cine delicada, ni sobre un artista con obras de llamativa
violencia, ni sobre un hombre que ocultara ademanes de perro.
Volvió con las manos, más que vacías, apretujadas de preguntas.
¿Estaban muertos? ¿Habían abandonado Europa? ¿Para ir adónde? ¿Habían
vuelto a Buenos Aires? ¿Estaban a metros de su casa espiándolo como en el
pasado? ¿Por qué no había habido más cartas? ¿Por qué Máximo no había
vuelto a escribirle?
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, dudas más oscuras lo
atormentaron. En esta nueva guerra de infinitos horrores, ¿de qué lado
estarían sus hermanos? Le resultaba fácil imaginarse a Máximo convertido en
jerarca nazi; en la carta que le había mandado —ya treinta años antes—
hablaba sobre el futuro y la nueva humanidad, con un tono de soberbia
similar a la de Andrew. Esta posibilidad no lo dejaba dormir. Miraba con
atención las fotos de esos hombres en apariencia normales, tratando de
imaginar cómo se verían sus hermanos con varias décadas más y uniformes.
Pero la guerra terminó, los horrores del nazismo quedaron expuestos y no
apareció ninguna pista sobre ellos.
Con los años, comenzó a surgir una nueva posibilidad en la mente de
Alejandro. Quizá no se habían convertido tampoco en monstruos nazis.
Quizás habían tomado el mismo camino que él: habían llevado vidas
normales, habían sido felices. ¿Por qué no?
Con el tiempo fue asumiendo que sus hermanos habían desaparecido, que
no iba a resolver el misterio de sus destinos. Dejó de sentir la responsabilidad
de descubrir la verdad y se sintió liberado. Podía dejar su mente divagar,
imaginarlos como quisiera.
A veces pensaba en ellos con los colores que Andrew les había
designado: Máximo era Verde; Amira, Azul; Dimitri, Marrón; Demien,
Negro. Tal vez porque estaba seguro de que en esas décadas habían cambiado
de nombre muchas veces más; también porque era una forma de limpiarlos,
de darles a esos colores otro sentido que el del experimento y unir las dos
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imágenes que tenía de ellos: los jóvenes que había conocido y los niños que
aparecían en el diario de Andrew. Comenzó a encontrar sosiego en imaginar
para ellos vidas posibles.
Verde-Máximo es profesor en una universidad, en Viena. Entra a clase
con el pelo revuelto y el traje arrugado, y el alumnado sigue con atención sus
ideas, fascinado con esa capacidad que tiene de encontrar en los temas más
triviales una nueva e inesperada mirada.
Amira-Azul, ya mayor, aún brilla. La vida nunca dejó de ser un misterio
para ella. Posa su vista sobre las cosas como aquella tarde en el zoológico,
con la misma extrañeza. Quizás algunas noches frente al mar, remontando la
distancia, recuerde a Alejandro.
Demien-Negro, Demien, el asesino, el artista. El pincel recorre la tela y la
violencia, esa misma violencia que le obligaron a sentir desde el primer
minuto de su vida, se convierte en otra cosa, se ilumina y ramifica ante sus
ojos, un arte de búsqueda interior que no necesita de nadie que lo contemple.
Dimitri-Marrón va por la calle con las manos en los bolsillos. Se mueve
completamente como un hombre. Nadie podría darse cuenta de que alguna
vez fue otra cosa. Aún prefiere los exteriores. Los parques, las plazas.
Sentarse en un banco, ver pasar a sus iguales: las personas y los perros.
Aun cuando la vida, que todo lo abandona, va dejando también a
Alejandro, él agradece lo bueno, sus dos hijos, el amor de Emilia, lo visto y
lo vivido, pero sin dejar de tener presentes a sus hermanos, en un
pensamiento que es recuerdo pero también súplica, sosiego, posible cobijo,
un pensamiento que es cuidado, como si estuviera abrazándolos, como si
pudiera sanarles las heridas producidas por Andrew. Es lo que él puede hacer
por ellos, que le abrieron los ojos cuando no quería ver: ahora él los abraza,
los cura. En el final, Alejandro está con ellos y les limpia toda oscuridad.
Verde… Los engaños y las trampas se van, solo quedan el cuarto lleno de
libros, la charla profunda, la inteligencia más pura que haya conocido.
Azul… ¿Y si fue amor? Ya no hay mentiras, Amira no puede mentir, en
su mundo de sueño no hay verdad, pero tampoco mentira.
Negro… Temido, incomprensible, tanto que duele pensar en él.
Marrón… Ya nunca más un animal sudoroso y maloliente; ahora, un
hombre, una persona.
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AGRADECIMIENTOS
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