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La Oscuridad de Los Colores

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LITERATURA
Prof. Eliana Marolo

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Martín Blasco

La oscuridad de los colores

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Título original: La oscuridad de los colores


Martín Blasco, 2015

Revisión: 1.0

26/04/2021

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DIARIO DE J. F. ANDREW

28 de febrero de 1885

La casa no está mal. Algo lejos del centro, una zona poco habitada. No
me atrevo a decir que es ideal pero casi. Estamos terminando las reformas.
Tengo que trabajar a la par para dar el ejemplo. Mi personal deja mucho
que desear: Joseph, Marie, Félix y Brian. Cinco personas, contándome a mí,
para tamaña tarea. Joseph: sin estudios, ha sido marinero la mayor parte de
su vida; es bastante corto de entendederas, pero me ha demostrado su
fidelidad en varias ocasiones. Marie ha sido desde siempre una gran
admiradora de mi trabajo. Tiene amplios conocimientos de medicina y la he
puesto a cargo de la salud de los niños. Dadas las condiciones en las que
deberán vivir (encierro, poco movimiento), pueden enfermarse. Aparte se
encargará de que gocen siempre de buena salud. Félix y Brian son mis dos
mejores discípulos. En Félix veo una clara inclinación a la crueldad que a
veces me preocupa, aunque también me serviré de ella para los pasos más
difíciles del proyecto. Brian, por el contrario, se muestra demasiado débil.
¡Somos muy pocos! Por eso me arremango la camisa y trabajo como uno
más. Quiero tener todo listo en menos de dos semanas. Lo más importante
ahora es conseguir los niños.

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DE ESO SE TRATA EL TRABAJO

—¿Ya te vas? —preguntó el padre.


—No, tengo unos minutos todavía… —respondió Alejandro.
—Ah…
—¿Quieres que me quede?
—No, vas a llegar tarde…
—Estoy trabajando en una nota para el diario, muy interesante…
—Es mejor que salgas ahora. Digo… para llegar a tiempo.
—Sí, es cierto… mejor.
Caminar por las calles de Buenos Aires se hacía cada día más difícil. Las
veredas angostas, los hombres malhumorados con ríos de sudor corriendo
debajo de sus sombreros, los canillitas afónicos de tanto vocear sus diarios,
los vendedores ambulantes balbuceando ininteligibles ofertas, los grupos de
niños jugando a la tapadita o a la arrimada volvían imposible la tarea más
básica que puede realizarse en una calle: caminar. Alejandro avanzaba a
codazo limpio. No había otra forma. Tan exigente como la esgrima, el arte
del codazo requería concentración, reflejos y estrategia. Movimientos justos y
contenidos que ocultaran la alevosía, acompañados con una letanía a medio
pronunciar, unión amorfa de las palabras disculpe, permiso, perdón y gracias
que, como en el encantamiento místico que realizan los beduinos con sus
flautas para dejar mansas a las serpientes, transformaba la grosería de un
codazo en ejemplo de comportamiento ciudadano. El porte ayudaba. La
figura desgarbada y los rasgos finos, casi aniñados, falsamente madurados
con una barba cortada con esmero, le daban un aspecto general de niño
grande y evacuaban cualquier duda sobre su respeto a las normas del buen
convivir. Las únicas merecedoras de piedad ante los codos de Alejandro eran
las mujeres. Respetar su paso justificaba llegar tarde. Tan difícil se había
vuelto caminar por las calles del centro que cada día se las veía menos; se
quedaban en sus casas, sentadas en pequeñas sillas con sus incómodos
vestidos. Se le ocurrió que podía escribir un artículo para el diario sobre el
tema «¿Dónde están las mujeres? ¿Por qué se las ve cada vez menos?».

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Propondría, un poco en broma un poco en serio, la creación de sendas


especiales por las que pudieran pasear sin ser atropelladas. Aquí iban dos
conversando con sus polleras acampanadas y trajes cruzados con grandes
botones forrados; allá, una con largas y estrechas mangas que terminaban
sobre sus manos con adornos y botones. Como era verano, la mayoría visaba
sombreros grandes con alas caídas que ocultaban parte de la cara. Algunas,
las más coquetas, los adornaban con cintas, flores, fantasías de plumas
teñidas y hebillas brillantes, siguiendo los dictados de las revistas de moda o
las vidrieras de Harrods y Gath & Chaves. ¿Y esas exquisitas visiones debían
apretujarse como sardinas al recorrer las calles del centro? Las sendas
especiales eran la solución.
En ese año de 1910, año del primer Centenario de la República, ideas más
estúpidas aún eran tomadas en cuenta. El feroz crecimiento de las últimas
décadas obligaba a repensar la ciudad y cada día surgía un nuevo proyecto.
Que aquí una diagonal, que allá un puente, que hay que mover este edificio
de lugar. Los barrios se llenaban de plazas y las plazas de monumentos. Cada
mañana, Alejandro encontraba una nueva estaca clavada en el lomo de
Buenos Aires; una pirámide, fuente o torre regalada por alguna potencia
extranjera con motivo del Centenario, que pasaba a llamarse «Torre de los
Ingleses». «Fuente de los Alemanes», y así con cada nación y su monumento.
Tanto cemento y hormigón regalados provocaban que Alejandro se
preguntase por qué los países hacían presentes tan inútiles; si un amigo
cumplía años, él no lo obsequiaba con una pirámide para el jardín, sino más
bien con un perfume o un bastón. Ese día entre estas reflexiones y la práctica
eficiente del codazo, Alejandro se mantuvo entretenido hasta llegar a la
Avenida de Mayo.
Trabajaba en el diario La Prensa. Luego de unos años de escribir
ocasionales colaboraciones en varias publicaciones, finalmente había
conseguido un puesto estable como cronista, gracias a un viejo compañero de
estudios cercano a la familia Paz, dueña del diario. Es que si había algo que
Alejandro podía agradecerle a su padre era la esmerada educación que había
tenido: buenos colegios, institutrices inglesas, clases de piano, membresías en
los mejores clubes. Y una buena educación deja siempre buenos contactos;
algunos de los niños con los que había compartido su infancia ocupaban hoy

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destacados puestos en el gobierno, la industria y el comercio. La desilusión


paterna al empeño puesto en su formación vino cuando Alejandro dejó atrás
la niñez y no coronó su aprendizaje con un título universitario, como
pretendía su padre, y prefirió matar sus horas en los cafés discutiendo con
improvisados compinches sobre política, poesía y, por qué no, moda.
Alejandro era un apasionado del presente; amaba seguir las novedades
políticas, estar al tanto de las luchas sociales que se estaban dando en buena
parte del mundo, oír los encendidos discursos de anarquistas, socialistas y
radicales sobre ese futuro que cada día parecía más cercano. Por eso el
periodismo. El hecho de que Alejandro fuera hijo único hacía más grande la
desilusión paterna, ya que no había otro más que él para engrandecer el honor
familiar. Con el tiempo, su padre se había acostumbrado a la idea, o quizá
fuera que en realidad nunca había tenido grandes esperanzas sobre el futuro
de su hijo. No tenían una mala relación; Alejandro ni siquiera podía recordar
una sola pelea entre ellos. Más bien la relación era nula, inexistente, con su
padre habitando a metros por encima de él, en un mundo de ideas puras,
mientras Alejandro se revolvía en el barro de los pequeños hombres. Con los
años, la balanza se había ido inclinando hacia el lado de Alejandro, que con
su sueldo de periodista mantenía a los dos. Pero no por eso su padre dejaba
de considerar al periodismo una ocupación poco seria.
Al llegar a la Avenida de Mayo, el gentío pudo expandirse y Alejandro,
respirar. El edificio de La Prensa apareció ante sus ojos en todo su esplendor.
Ningún diario en el mundo tenía uno como ese. Ni el New York Herald ni Le
Fígaro. Doce años atrás, cuando la construcción estaba por terminarse, más
de veinte mil personas habían presenciado con asombro cómo la estatua de
bronce de la diosa Palas Atenea era subida por medio de un elevador hasta la
cima del edificio desde donde ahora observaba la ciudad. La diosa, de pie
sobre un globo terráqueo, sosteniendo en su mano izquierda un periódico y en
su mano derecha una antorcha, era —se suponía— una imagen inspiradora.
Pero a Alejandro se le hacía algo siniestra, con eso de pararse sobre el
mundo.
Entro por la puerta que daba al patio central y de allí subió al primer piso,
donde estaba la redacción. Su jefe lo esperaba con los brazos cruzados y
exudando mal humor.

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—Llego tarde, ya sé —se excusó Alejandro—. Es que me quedé dormido.


Pero en el camino se me ocurrieron un par de buenas ideas para notas. Una:
¿dónde están las mujeres este verano?, ¿por qué se las ve cada vez menos por
la ciudad?
—Qué estupidez…
—Otra: ¿por qué las naciones del mundo insisten en regalarnos
monumentos?
—Basta, Alejandro, por favor. Te tengo otra cosa. Hay un tipo
esperándote desde hace más de una hora. Es el dueño de una fábrica de
artículos de bazar, uno de nuestros auspiciantes. Pidió hablar con vos. No me
dijo qué es lo que quiere. Está allá.
En la puerta de la redacción se encontraba un hombre bajo, calvo, más
bien rechoncho y con un fino bigote que contrastaba con sus gruesos labios.
Por cómo retorcía su sombrero entre las manos, se notaba que estaba
nervioso.
—Alejandro Berg —se presentó Alejandro—. Me dijeron que quería
verme.
—Sí, mucho gusto, señor Berg. Mi nombre es Omar Annuar. Quisiera
hablar con usted… en privado de ser posible.
—Hable tranquilo que no nos escucha nadie.
Omar Annuar recorrió con su vista la redacción repleta de hombres.
—Lo que voy a decirle es muy importante, realmente me gustaría hablar
en privado…
—Le repito que no tiene de qué preocuparse, ningún lugar es más privado
que este. Observe.
Alejandro subió el tono de voz.
—¿Entonces me dice que usted es anarquista y piensa poner una bomba
en el Congreso? Ajá. ¿Y que le gustaría matar al general Roca? ¡A quién no,
amigo, a quién no! Puede contar con mi ayuda y con La Prensa, que sin duda
lo apoyará en una causa tan noble. ¿Necesita armas? ¿Dinero? ¿Qué podemos
hacer por usted?
Omar Annuar palideció al oír semejantes barbaridades, pero al notar que
nadie alrededor mostraba la menor reacción, ya que todos estaban hablando,
escribiendo o sumergidos en sus propios problemas, entendió lo que

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Alejandro buscaba demostrar.


—¿Lo ve? Hable tranquilo, aquí somos todos periodistas.
Tomándolo del brazo, llevó al visitante a un rincón del salón y le ofreció
una silla que previamente le había robado a Bontelli, el encargado de las
críticas teatrales, a quien Alejandro no soportaba.
—Entonces, ¿cuál es ese asunto tan misterioso que no quiere que nadie
escuche?
—Tengo un trabajo para usted, puedo pagarle muy bien. Mi hija…
—¿Qué pasa con su hija?
—Estuvo desaparecida.
—Eso es malo.
—Ahora ha vuelto.
—Eso es bueno.
—Fue robada de nuestra casa cuando tenía un año de edad.
A Alejandro se le desdibujó la sonrisa mientras se echaba hacia atrás.
—Por Dios… no sabía que era algo tan serio, cuánto lo lamento. ¿Y dice
que ahora ha vuelto?
—Si veinticinco años después.
—¡Veinticinco años! ¿Pero dónde ha estado todo este tiempo?
Una ráfaga de odio nubló la vista de Omar Annuar mientras respondía:
—De eso se trata el trabajo.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

4 de abril de 1885

Mañana será el gran día. Si llega a pasar algo, sí por alguna razón la
policía atrapa a Joseph o a Brian o a Félix… confío en ellos, no me
delatarían, pero perderlos sería el fin. Son hombres fieles que estuvieron
dispuestos a seguirme hasta aquí. No son criminales, bueno, quizá Joseph lo
sea un poco… pero entrar a una casa y robar a un niño requiere mucho
coraje. ¿Podrán hacerlo? Mañana, mañana será el gran día.

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LOS ANNUAR

—¿Puedo ofrecerle algo de beber?


Los Annuar vivían cerca de la estación Constitución. La entrada principal
daba a un pasillo que comunicaba con los cuartos; al fondo se veía el patio
con una parra. La decoración era típicamente árabe: había caligrafías en casi
todas las paredes, un enorme lápiz: con un paisaje campestre del Líbano,
alfombras y grandes almohadones bordados. Omar y Alejandro se
encontraban en el salón principal, un recinto oscuro con una alfombra que
cubría casi todo el piso.
—Excúseme de presentarle a mi mujer. Para ella el regreso de Amira fue
una gran alegría, pero también una gran conmoción. Temo por su salud. Por
eso prefiero que tengamos esta charla a solas.
Alejandro no terminaba de saber qué hacía allí exactamente. Se había
visto arrastrado por Omar hasta su casa. La idea de un trabajo inesperado
había contribuido porque, si bien contaba con un sueldo estable, siempre
estaba corto de dinero.
—Ya le dije que mi hija fue robada cuando era una niña y que
recientemente ha regresado —dijo Omar, mientras le servía una taza de té—.
Ahora le voy a explicar lo que espero de usted, Alejandro. Empecemos desde
el principio.
Omar dejó la tetera sobre la mesa. Antes de comenzar a hablar, encendió
un cigarrillo.
—Hace dos semanas, mi mujer estaba en el patio regando las plantas y
llamaron a la puerta. Abrió y se encontró con una mujer joven que la miraba
con expresión desorientada. Le preguntó quién era y qué quería, y la joven
solo dijo que se llamaba Amira Annuar. Ese era… ese es, perdón, el nombre
de mi hija. Mi esposa casi se desmaya al oírlo.
El té no era del gusto de Alejandro, hubiese preferido un mate. Durante
unos segundos se dedicó a revolver el té con una cucharita para hacer algo
con sus manos.
—¿Y están seguros de que es su hija?

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—Por supuesto que no lo creímos inmediatamente, había que comprobar


que realmente fuera ella. Yo no hubiese sabido cómo. La última vez que la
tuvimos con nosotros era un bebé. ¿Cómo reconocer a esa niña en una mujer
adulta? Pero mi esposa estaba preparada. Las madres son algo especial. ¿Su
madre vive, señor Berg?
—No, prácticamente no la conocí.
—Cuánto lo siento. Los hombres podemos esforzarnos en ser buenos
padres, podemos amar a nuestros hijos más que a nuestra propia vida y, sin
embargo, el amor de una madre siempre será superior. Zainab no abandonó
nunca la esperanza de reencontrarse con Amira. La muerte de nuestra hija
hubiese sido menos el olorosa para ella que su desaparición. Vivió torturada
por preguntas sin respuestas: ¿estará viva? ¿La habrá criado otra familia?
¿Sabrá de nosotros? ¿La volveremos a ver? Ni no sucumbió a la tristeza fue
porque se aferró a la esperanza de que Amira regresaría. Obligó a su memoria
a conservar cada seña particular que le sirviera para reconocer a su hija. Y
cuando esta joven se presentó, unos pocos minutos después de hacerla entrar
a la casa, revisó su cuerpo y encontró las señas que recordaba: una mancha de
nacimiento sobre el hombro izquierdo, el pequeño lunar debajo del pezón
derecho, los dedos gordos de los pies más cortos que el resto, las orejas casi
sin lóbulos, el cuello largo, la boca que se inclina un poco hacia la izquierda.
Fue una gran alegría, Masha Allah, Alhamdulil Allah ua Shukrarilil Allah.
Alejandro interrumpió a Omar temiendo que con la emoción se olvidase
del castellano.
—¿Cómo fue que su hija desapareció?
—En ese entonces vivíamos en un conventillo, no hacía mucho que
habíamos llegado a la Argentina y éramos muy pobres. Como única alegría
teníamos a nuestra hija, y una mañana simplemente desapareció. Alguien la
robó de su cuna en plena noche.
—Por Dios… ¿Y que pasó después?
—Nada. Vino la policía, no se preocuparon demasiado, luego nos
enteramos de que esa misma noche habían desaparecido otros niños en casas
cercanas.
—¿Y no supieron nada más en todos estos años?
—Nada. Con el tiempo logramos una mejor posición y compramos esta

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casa. Sin embargo, nunca fuimos felices, el dolor por la pérdida de nuestra
hija nunca nos abandonó. Hasta que volvió.
—¿Pero dónde estuvo todos estos años?
—Esa es una pregunta que Amira no puede responder y por eso está usted
aquí.
—No entiendo.
—No recuerda nada. Amira no puede recordar nada de lo que sucedió en
su vida antes de tocar a nuestra puerta.
Cansado ya de revolver, Alejandro dejó la taza sobre la mesa. Lo que
acababa de oír no tenía demasiado sentido para él.
—Ya sé lo que esta pensando, que es imposible —continuó Omar—. Yo
pensé lo mismo. Pero parece que sufre algún tipo de conmoción que no le
permite recordar. Creímos que pronto mejoraría, pero han pasado tres
semanas y sigue igual. La han visto montones de doctores en estos días y
dicen que está sana, pero su memoria no vuelve. Y yo quiero descubrir la
verdad.
—¿Fue a la policía?
—No hicieron nada en su momento, ¿para qué voy a llamarlos ahora? Por
otro lado, no quisiera poner en riesgo la seguridad de Amira. Amira es…
extraña, no es solo que no recuerde… Hay algo más, algo con lo que la
policía no podría tratar. Por eso pensé en recurrir al diario. ¿O no se dedican
los periodistas a la búsqueda de información? Eso es lo que yo quiero,
información.
—¿Y por qué yo?
—Porque usted es de los nuestros, señor Berg.
Alejandro comprendió. Pocos temas dividían a la opinión pública como el
de la inmigración. Los hombres y las mujeres que un día habían bajado de los
barcos sin nada entre sus manos Hoy eran mayoría. Sus hijos no solo eran
argentinos de nacimiento, sino que se habían convertido en abogados,
arquitectos, profesores y médicos, cumpliendo el sueño de sus padres. Eran
jóvenes que, además, aspiraban a tener influencia en la política argentina. Sus
padres habían atravesado el mundo para que ellos tuvieran mejores
oportunidades, entonces no podían quedarse de brazos cruzados. Cada día,
dos visiones de la Argentina se enfrentaban en los diarios y las revistas del

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país. Estaban los que acusaban a los italianos, españoles, alemanes, polacos y
rusos de corromper una supuesta pureza nacional; y estaban los que creían
que el problema era que la antigua oligarquía local temía perder el poder.
Como hijo de inmigrantes, Alejandro había dejado clara su posición en
algunas notas firmadas para publicaciones menores, en las que podía
expresarse con más libertad que en La Prensa. Una de esas notas, en la que se
burlaba de la ley contra los inmigrantes propuesta por Miguel Cañé, había
sido bastante popular entre quienes estaban a favor de la inmigración.
—El secuestro de mi hija y el de los demás niños que desaparecieron el 5
de abril de 1885 fue un crimen contra los inmigrantes. Esos niños, de no
haber sido robados, hoy serían jóvenes luchando por hacer oír su voz, jóvenes
como usted. ¿Quién mejor, entonces, para ayudarnos?
Alejandro entendió perfectamente la argumentación de Omar. Supo,
además, que no solo sería una oportunidad de ganar un dinero extra, sino
también de investigar un caso que merecía ser resuelto y que jamás iba a
tener la atención de las autoridades.
—Me está ofreciendo jugar al detective…
—Si quiere pensarlo así…
—Muy bien, cuente conmigo. Pero voy a tener que hablar con ella.
—Por supuesto. Sígame, lo llevaré a su cuarto.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

15 de abril de 1885

Ha sido un éxito. Como imaginé, no hubo ningún problema. Mientras


escribo estas líneas, cinco niños regordetes y sanos juegan en la alfombra.
Por el momento, los niños dormirán juntos en una habitación hasta que
estemos listos para comenzar. Me estremezco al pensar en lo que vendrá.
¿Arrepentimiento? ¿Temor? No, emoción.

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AMIRA

La habitación estaba en penumbras. Sentada sobre una pequeña cama,


Amira Annuar miraba por la ventana. No lo había oído entrar, así que
aprovechó a observarla en silencio antes de presentarse. Llevaba puesto un
vestido blanco; el pelo negro y ondulado caía sobre sus hombros. La piel era
tan blanca que parecía que nunca la había tocado el sol. Las manos de dedos
largos estaban cruzadas sobre el regazo. La línea de los labios, pequeña y
roja, le daba un aire indefenso. El cuello, desnudo y delicado, lo inquietó. Era
una mujer hermosa. Sin embargo, el conjunto tenía algo de fantasmal.
Buscando una cualidad que la definiera, Alejandro pensó que Amira era
etérea Quizá fuera la pose inerte o la exagerada blancura de su piel. Lo cierto
es que la imagen de esa mujer contemplando la nada le impedía dar un paso
más, como si fuera un error irrumpir en su espacio físico: todo en ella pedía
soledad.
—Ayer soñé con usted.
La voz de Amira resonó en el cuarto interrumpiendo sus pensamientos.
Había abandonado la ventana y ahora su mirada se posaba en él. Alejandro
reprimió un primer impulso de huir. Dio un paso adelante.
—¿Perdón?
—Anoche tuve un sueño en el que usted aparecía.
—¿Y cómo sabe que era yo, si no me conocía?
—Ahora lo sé.
—Mi nombre es Alejandro Berg…
—¿Vino a averiguar qué es lo que pasa conmigo?
—Su padre… —de inmediato se arrepintió de dar por sentado que Amira
era hija de Omar, pero ya no había vuelta atrás—, él me pidió que lo ayudase
a entender qué fue lo que pasó con usted. Por lo que me dijo, ha perdido la
memoria…
Amira no registró el menor cambio en su rostro. Su mirada absorta podía
indicar por igual concentración o absoluta falta de interés.
—¿Recuerda cómo llegó a esta casa?

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Amira negó con la cabeza.


—Y de lo sucedido antes, ¿recuerda algo?
De nuevo el mismo movimiento escueto que hacía oscilar su pelo suelto.
—¿Una imagen, aunque sea?
La mirada de Amira abandonó la de Alejandro y se dirigió a la ventana.
—Blanco —dijo.
—¿Su mente está en blanco?
Amira volvió a mirar a Alejandro.
—No. Eso es lo que puedo recordar. Blanco.
—¿Qué cosa blanca? ¿Una casa blanca, una persona blanca?
—Todo blanco.
Alejandro dio unos pasos más hacia el interior del cuarto.
—Voy a tratar de averiguar qué fue lo que pasó. ¿Está usted de acuerdo?
Amira asintió.
—Y me ayudará intentando recordar, ¿sí?
Amira bajó la cabeza. ¿Iba a largarse a llorar? Alejandro no era bueno con
las mujeres. Y esta era particularmente extraña. En un rincón del cuarto vio
una manta y una antigua muñeca de juguete.
—Hermosa muñeca —dijo, con la esperanza de evitar las lágrimas de la
joven—. Debió haberle pertenecido cuando era niña. ¿No es así?
—Sí, mi madre la guardó todos estos años.
Amira fijó sus enormes ojos negros en la muñeca. Parecía llamarle la
atención.
—¿La muñeca le trae algún recuerdo?
—No…
Un leve cambio en el semblante de Amira sugirió curiosidad.
—Si quiere preguntarme algo, no dude en hacerlo —la animó Alejandro.
—¿Soy yo? —dijo, señalando la muñeca.
Alejandro no estaba seguro de entender la pregunta.
—Es una muñeca con la que jugaba cuando era niña.
Amira siguió observando la muñeca.
—Sí, pero… ¿Soy yo?
—¿Quiere decir si la representa, si es una imagen de usted de niña?
—Sí.

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—No, es un juguete, una muñeca de juguete. De hecho, no se le parece


mucho, tiene el pelo rubio. Supongo que sabe lo que es un juguete…
Amira no respondió. Parecía cansada. Su mirada se dirigió de nuevo a la
ventana.
Alejandro se preguntó qué era lo que pasaba con esa muchacha.
¿Realmente era posible que no recordara absolutamente nada de su vida?
Nadie que estuviera fingiendo ser una persona desaparecida durante
veinticinco años en busca de algún beneficio tomaría una actitud tan
excéntrica. ¿Y qué era eso de que había soñado con él?
—Amira, ¿en qué país estamos?
Amira dejó de mirar la ventana. Con la vista perdida en el piso, parecía
tratar de encontrar una respuesta.
—No sé…
—Argentina. ¿Le resulta familiar?
—No.
—¿Nunca oyó ese nombre?
—No lo recuerdo.
—¿Se da cuenta de que eso es muy extraño?
—Supongo que sí.
Estaba cansada. Alejandro supo que por el momento no iba a poder
conseguir de ella ningún dato más.
—Será mejor que la deje descansar…
Ya estaba abandonando el cuarto, cuando ella lo llamó.
—Alejandro…
Oír su nombre en los labios de Amira lo turbó. Sus ojos negros brillaban
como si estuvieran despertando de un largo sueño.
—Ayúdeme… a entender.
—Por supuesto, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarla.
Por primera vez, en los labios de A mira se dibujó una tenue sonrisa.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

15 de mayo de 1885

¿Qué es lo que pretendo? ¿Cuál es el objetivo que persigo con este


experimento? Lo que todo hombre que se precie de tal desea, el único
objetivo sensato que alguien puede ponerse en la vida: cambiar el mundo.
Entre estas paredes crecerá la humanidad del mañana. El siglo XX se
aproxima y de mis manos saldrán sus hombres.

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UNA MADRE

«5 de abril de 1885, cinco niños de alrededor de un año de edad


desaparecen de sus bogares en mitad de la noche» apuntaba el escueto
informe de la policía al que Alejandro pudo tener acceso luego de visitar a
conocidos bien ubicados en la fuerza pública. Previamente, había revisado sin
suerte los archivos de La Prensa; solo había hallado un artículo de unas pocas
líneas con el título «Sospechan robo de niños», en el que ni siquiera se hacía
mención de la cantidad de niños desaparecidos y mucho menos de los
nombres de las familias afectadas. Ante la falta de pruebas, la causa había
sido archivada. El informe policial precisaba que en ninguno de los casos se
habían registrado actos de violencia ni robos, que desapariciones habían
ocurrido en la misma noche con algunas horas de diferencia y que todas las
familias afectadas vivían en conventillos o casas de alquiler, sitios de donde
era fácil entrar y salir. ¿Estaban las desapariciones conectadas? No podía
confirmarse, habían ocurrido la misma noche y los niños tenían edades
similares, eso era todo. En el informe figuraban los nombres y las direcciones
de las cinco familias afectadas, incluidos los de Omar y Zainab. Alejandro
armó una lista con los datos.

Familia Dirección
López, Narda y Juan (españoles) Independencia 1921
Manino, Elma y Corradino (italianos) San José 850
Chernovich, Fedor y Karina (rusos) México 671
Authier, Antoel y Charlotte (franceses) Saavedra 614
Annuar, Omar y Zainab (libaneses) Cochabamba 1225

La analizó con cuidado, buscando coincidencias. Todas las


desapariciones habían ocurrido en un radio de un par de kilómetros. Según
los reportes policiales, en todos los casos se trataba de familias de
inmigrantes recién llegados, que no dominaban bien el castellano, sin

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contactos ni conocidos en el país y con pocas posibilidades de defenderse:


ante semejante desgracia. En cuanto al origen de los niños, cada uno
pertenecía a una colectividad distinta. Alejandro había fantaseado con
encontrar, detrás de la desaparición de Amira, alguna historia árabe, quizá: un
ajuste de cuentas que había cruzado el océano persiguiendo a Omar y a
Zainab. Teoría descartada.
El siguiente paso era encontrar a los integrantes vivos de las familias
afectadas y averiguar qué había sido de sus vidas en los últimos veinticinco
años.
Conocía bien esos barrios y la intimidad de esas casonas llamadas
conventillos, donde los inmigrantes convivían en unos pocos metros. En
general, se trataba de antiguas residencias reformadas, con habitaciones que
no superaban los dieciséis metros cuadrados. Los edificios más modestos
eran de una sola planta, pero había otros con uno o dos pisos. En el interior
de las habitaciones, casi siempre mal ventiladas, había un olor pesado,
húmedo y desagradable. ¿Cómo podían soportar esas pobres personas vivir
así, amontonadas? Alejandro había tenido más suerte. Su padre, aunque
inmigrante también, había llegado como un respetable profesional y siempre
había gozado de una posición económica, si no abundante, al menos
despreocupada. Pertenecía al tipo de inmigración que soñaban recibir los
líderes argentinos cuando decidieron abrir las compuertas nacionales y poblar
el país de europeos. Pero eran los menos; la mayoría de los que habían
respondido al llamado eran obreros y campesinos.
Alejandro entró al primero de los conventillos que figuraba en su lista. En
él habían vivido los López, padres de uno de los niños desaparecidos: José
López. Alejandro dijo ser un viejo amigo de la familia y preguntó por ellos.
Los vecinos evidenciaron incomodidad. Unos meses atrás, un atentado
perpetrado por un anarquista ruso se había cobrado la vida del jefe de la
policía Ramón Falcón y las autoridades estaban especialmente recelosas con
los inmigrantes, a quien se acusaba de introducir en el país ideas
revolucionarias. Los rusos llevaban la peor parte, pero las demás
colectividades también eran víctimas de la sospecha. Los inmigrantes estaban
a la defensiva, por temor ser relacionados con estos delitos. A Alejandro, sin
embargo, le bastó con presentarse adecuadamente para demostrar que, a pesar

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de las apariencias, «era uno de ellos». Para mayor tranquilidad de los


interrogados, sinceró su intención a quien quiso oírlo, y aclaró que buscaba
información sobre los niños desaparecidos el 5 de abril de 1885. Los vecinos
cambiaron de actitud al oírlo; aquel episodio formaba parte esencial de la
historia de la casa. Los López habían vivido unos años más en el conventillo
luego de la desgracia, según creían recordar los vecinos. Luego se habían
mudado, nadie sabía bien adónde. Desilusionado, agradeció la información y
siguió hacia la próxima dirección.
Unas cuadras más al sur vivían los Manino, la segunda familia de la lista,
cuando su hijo Dante fue secuestrado. Allí se dirigió Alejandro y luego de
preguntar en la dirección que tenía, encontró finalmente a Elma Manino,
madre del desaparecido, en otro conventillo, a unas pocas cuadras. Alejandro
se presentó y no tuvo que esforzarse mucho para que la mujer lo invitara a
pasar a su humilde casa. Tenía unos cincuenta años y era de esas personas
que inspiran confianza con solo verlas. Puso un mate en manos de Alejandro
y trajo de la cocina algunos bizcochitos.
—El motivo de mi visita no es fácil de explicar…
Vino a verme por mi hijo…
—Sí… ¿Cómo lo sabe? ¿Ha venido alguien antes que yo? —preguntó
Alejandro.
—No, pero no suelo recibir visitas, y si además dice que quiere hablar de
algo difícil de explicar… quiere decir que viene por mi hijo. Además ese es
mi deseo, no pasa un día en que no espere ansiosa alguna noticia, cualquier
noticia a esta altura.
—Pues lamento decirle que no traigo ni buenas ni malas noticias. Más
bien vengo con preguntas. Estoy investigando lo sucedido con su hijo y con
los otros niños que desaparecieron en la misma fecha. Pero no quisiera
despertarle falsas esperanzas, tiene que tener en cuenta que pasaron
veinticinco años…
—Veinticinco años no es mucho para una madre.
A continuación, Elma respondió a las preguntas de Alejandro y le dio un
relato detallado de la noche de la desaparición, que no difería de lo narrado
por Omar. Al igual que los Annuar. Elma conservaba algunas pertenencias de
su hijo. Mientras pasaba su mano por unos escarpines, Alejandro se preguntó

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si en todas las casas encontraría esos pequeños altares de recuerdos donde las
madres juntaban fuerza rememorando a sus hijos perdidos. La información
dada por Elma confirmó lo que ya sabía, y ningún dato nuevo surgió de la
charla.
—Le agradezco su amabilidad, ya le dije que…
—No se preocupe. Solo le pido que si logra averiguar algo no deje de
decírmelo. Siempre tuve la ilusión de que mi hijo estuviera vivo. Ahora
puedo soñar con que usted me lo traerá.
—No, señora, ya le dije…
—Tranquilo, las ilusiones van por mi cuenta. Solo manténgame al tanto.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

2 de julio de 1885

Cada niño está instalado donde corresponde. Llamaré a cada uno con un
color. No quiero ponerles nombres estúpidos que no significan nada, pero en
la práctica no podernos estar refiriéndonos a ellos como «sujeto
experimental uno» o «sujeto experimental dos». Así que la niña árabe será
Azul; el español, Verde; el italiano, Blanco; el francés, Negro, y el ruso,
Marrón. Al niño francés le tocó la peor parte. Por eso lo llamo Negro. Si
estuviera aquí mi hermana, diría que lo elegí por mi aversión a los franceses.
No es cierto. Es el más grandote y tengo miedo de que, en caso de elegir a
uno más débil, no resista. La violencia es parte del ser humano, está en todos
nosotros. Sin embargo, la negamos e intentamos ocultarla cuando en
realidad es parte de nuestra naturaleza. En Negro esa violencia se expresará
libremente y alcanzará todo su poder.

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LOS AUTHIER

Con el gusto amargo que le habían dejado las tiernas esperanzas de Elma,
Alejandro continuó recorriendo las direcciones que le faltaba visitar. La
siguiente familia eran los Chernovich, inmigrantes rusos que, según su lista,
vivían en la calle México, casi en la esquina de Perú. Desgraciadamente, no
los encontró allí. Los vecinos más antiguos contaron que, unos años después
de la desaparición de su hijo Dimitri, los Chernovich habían abandonado
Buenos Aires. Si regresaron a Rusia o emigraron a otra ciudad, nadie lo
sabía. Para la investigación de Alejandro, los Chernovich quedaban fuera de
juego.
Solo le restaba una casa por visitar, la de la familia Authier, de origen
francés, los padres de Demien. Alejandro llegó y preguntó por ellos. Lo
atendió una mujer mayor de rostro curtido.
—¿Qué quiere?
—Busco a la familia Authier.
—¿Por qué asunto?
—Quisiera hablar con ellos.
—¿Sobre qué?
—Estoy investigando un hecho ocurrido hace veinticinco años.
La mujer sufrió un leve estremecimiento que de inmediato intentó ocultar.
—No estamos interesados —dijo y luego cerró la puerta. Alejandro
volvió a golpear. Esta vez, lo atendió un hombre.
—¿Qué quiere?
—Solo hacerles algunas preguntas.
—Ya le dijo mi esposa que no nos interesa hablar de nuestro hijo.
—¿Entonces son ustedes los padres de Demien Authier?
—Por supuesto. ¿Es usted policía?
—De ninguna manera —le resultaba molesto que lo confundiesen con un
policía.
—Entonces, ¿quién es usted y qué quiere?
—Ya le dije que solo quiero hacerle unas preguntas. La familia de uno de

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los niños desaparecidos me contrató para que los ayude a investigar lo


sucedido.
Algo cambió en la expresión del hombre.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué veinticinco años después?
—Eso no se lo puedo explicar de momento, pero si me permite pasar,
verá que…
—Ha vuelto, ¿no?… Ese otro niño… ¿ha vuelto? Alejandro se tomó unos
segundos antes de responder. El único modo de que ese hombre imaginara
que Amira había regresado era si su hijo había vuelto también.
—Señor Authier, ¿su hijo ha regresado?
Authier no respondió. Miró a Alejandro de arriba abajo, haciendo un
esfuerzo por decidir qué hacer.
—Señor Authier, si su hijo volvió es muy importante que me deje hablar
con él.
La duda dio paso a la amargura en el rostro de Authier.
—Eso sí que va a ser difícil.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

29 de julio de 1885

Sujeto experimental tres, la niña árabe: Azul. Por ahora descansa en un


cuarto completamente blanco, donde pretendo que pase la mayor parte de su
vida. En su caso usaremos diferentes drogas que desde hace tiempo se
sospecha que pueden incrementar la conciencia humana. En las culturas
aborígenes el uso de drogas es propiedad de los chamanes, se supone que
con ellas alcanzan elevados estados de percepción. ¿Vamos a darle la
espalda al mundo primitivo cuando quizá todavía tengamos mucho que
aprender de él? ¿Y si es posible la clarividencia? Por algo estas prácticas
han estado presentes en todas las civilizaciones. Sin caer en fantasías,
limitándome siempre al conocimiento experimental, es importante saber si el
hombre esconde en su mente posibilidades más altas. ¿Qué pasa si se
experimenta con estas drogas desde que la persona nace, cuando su
conciencia está aún en formación? En lo demás, pretendo que Azul aprenda
a hablar, a leer y escribir, que tenga una educación normal pese a las
circunstancias especiales en las que transcurrirá su vida. Marie será la
encargada de suministrarle las drogas y velar por que su cuerpo las resista.

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DEMIEN

Lo hicieron pasar a un cuarto en el fondo de la casa. Desde la ventana se


filtraban unos pocos rayos de sol. El cuarto, prolijamente ordenado, contaba
con una cama, una silla y un pequeño escritorio. Cuando Alejandro entró,
Demien estaba sentado en el piso con las piernas cruzadas; a pesar de estar
sentado se notaba que era bastante grande: espalda ancha y brazos gruesos.
Levantó la vista del piso y miró a Alejandro casi sin pestañear.
Según le explicaron los Authier, Demien estaba así desde que había
llegado. Al igual que Amira, había aparecido de la nada en la puerta de la
casa. Al principio no sabían quién era porque Demien no hablaba. Después,
Charlotte, su madre, reconoció rasgos particulares de su familia y
comprendió que ese joven extraño era el hijo que había perdido.
Mientras se acercaba, Alejandro notó que Demien tenía en la mano un
auto de madera, un juguete al que hacía correr por el piso. Estaba jugando.
—Mi nombre es Alejandro, necesito saber cómo llegó a esta casa.
Demien no respondió. Lo miró por un segundo, y luego siguió jugando.
—¿Puede hablar? ¿Me escucha?
Demien volvió a mirarlo. Abrió la boca, pero en vez de palabras salieron
de ella extraños sonidos guturales. Al parecer tenía alguna incapacidad que
no le permitía hablar. Alejandro buscó papel y un lápiz en el escritorio. Se los
dio.
—¿Puede escribir?
Demien parecía no entender.
—¿Sabe leer y escribir? Necesito que me diga qué fue lo que le pasó.
Demien observó el papel con curiosidad. Lo olfateó, lo estrujó entre sus
manos, se lo pasó por la cara: no parecía tener idea de qué era.
Alejandro se levantó y salió del cuarto. Afuera lo estaban esperando los
Authier.
—¿Cuánto hace que llegó?
—Más de dos semanas —respondió la madre.
—¿Hizo algo extraño? ¿Se comunicó con ustedes de alguna manera?

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—No. Come la comida que le preparo… y nada más. No quisimos


llevarlo a la policía, tenemos miedo. ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le
hicieron?
La madre se echó a llorar. Su esposo intentaba contenerla mientras lloraba
él también. Alejandro no sabía qué decir. Demasiadas lágrimas para un solo
día.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

4 de agosto de 1885

Cinco niños, cinco colores: negro, azul, verde, marrón y blanco. Negro
será la violencia, respirará violencia cada segundo de su vida. Azul no
conocerá este mundo como lo conocemos nosotros; ella estará metida hacia
adentro, en un viaje espiritual en busca de las capacidades perdidas. Verde,
en cambio, recibirá la más brillante educación que nadie haya tenido. Le
daré lo mejor de mí, seré tan exigente con él como lo sería si me estuviese
educando a mí mismo. Voy a crear una mente brillante. Marrón, el niño ruso,
está instalado ya en el galpón que construimos en el fondo del terreno. Con
él quiero acortar la distancia que nos separa de los animales. Para eso,
hemos acondicionado el galpón como una gran perrera. En ella viven cinco
perros (dos machos y tres hembras) y desde anoche, Marrón. Los perros
están entrenados por Joseph; son incapaces de hacerle daño. No solo
evitaremos el contacto con el niño siempre que podamos dejando su entera
crianza a los perros, sino que, en las pocas ocasiones en que nos acerquemos
a él —por ejemplo, cuando Joseph les lleve la comida— será tratado como
un perro más. Nunca verá un espejo, ni hablará con nadie, ni usará ropa, ni
recibirá el menor trato humano. En definitiva, no tendrá ninguna pista sobre
su humanidad. ¿Podrá descubrirla solo? ¿Qué imagen tendrá de sí mismo?
¿Se creerá un perro defectuoso? ¿O su inteligencia encontrará la forma de
manifestarse? Y por último, Blanco, el niño italiano, se podría decir que es el
más afortunado de los cinco, aunque yo no lo creo. Será criado aparte, fuera
de esta casa, y vivirá en todo sentido una vida normal. Ya tengo un
departamento en el centro donde una nodriza se hará cargo de él hasta que
pueda enviarlo a un colegio. Yo pasaré todos los días a visitarlo. ¿Por qué
pierdo uno de los pocos niños que tengo en un proyecto tan poco
interesante? Porque necesito un referente para evaluar el crecimiento de los

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otros cuatro. No puedo confiar en lo que dicen otros investigadores sobre


cómo crece un niño normal, tengo que tener un ejemplo de normalidad
propio y cercano para compararlo con los demás niños y ver cuáles son las
diferencias entre sus respectivos desarrollos. Por lo tanto, Blanco será
normal.

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HERMANOS

Qué soñó esa noche, no pudo recordarlo con exactitud. Pero al despertar,
Alejandro se descubrió empapado en sudor. Solo sabía que en su sueño
aparecían Amira, la casa en la que él vivía cuando era chico y un mono. ¿Y
por qué un mono? No lo sabía. Pero, por lo que recordaba, era un mono
grande, tal vez un gorila, que en algún momento del sueño se largaba a llorar.
Se lavó la cara y el sueño fue deshaciéndose al mismo tiempo que sus
lagañas. Se miró al espejo durante un rato más largo de lo habitual, no porque
hubiera descubierto nada raro en su rostro, sino porque sentía la necesidad de
ponerse al día con él. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que no había dejado
de pensar en Amira. Hasta en sueños se le aparecía. Se vistió lentamente. Era
domingo y no tenía planes. Visitar a Omar y ponerlo al tanto de las
novedades le daba una buena excusa para verla.
Al llegar, los Annuar lo recibieron con amabilidad. Esta vez estaban los
dos. Zainab, la esposa de Omar, se le hizo severa pero confiable. No dijo una
palabra mientras estuvieron en el salón principal. Luego se retiró y Alejandro
aprovechó para anoticiar a Omar sobre las novedades. Habló sobre su visita a
las demás familias afectadas y sobre el encuentro con Demien.
—Malditos… ¿Qué les hicieron?
—Pensé que… si pudiera pasar más tiempo con Amira, quizá podría
descubrir algo. Estar con ella y ver cómo reacciona ante distintos estímulos
podría darme alguna clave que me permita seguir investigando.
—Confío en usted. Disponga lo que le parezca necesario.
Preguntó por las actividades de Amira durante la última semana. No
había habido mucho cambio: pasaba las horas observando la calle desde su
ventana, hablaba poco, comía menos y cada tanto daba un paseo acompañada
por Omar o Zainab. Se entretenía con cualquier cosa: el espectáculo
deprimente y falto de acción que le ofrecía su pequeña ventana era suficiente
para ella. Cuando entró al cuarto, Alejandro la halló en una posición muy
similar a la de la primera vez.
—¿Y qué es lo que encuentra tan interesante en esa vista? —dijo a modo

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de saludo.
Amira abandonó la ventana y lo contempló unos segundos. Sonrió.
—Todo… todo es interesante.
—Entonces, ¿qué le parece si le propongo un plan mucho más atractivo?
Un paseo por Palermo, por ejemplo, con visita al zoológico incluida.
—¿Zoológico?
Alejandro pensó que era lógico que Amira, quien al aparecer ni siquiera
sabía lo que eran los juguetes, desconociera la existencia de los zoológicos.
—Ya lo verá —respondió—. Le aseguro que encontrará más atracciones
que las que esa ventana puede ofrecerle.
Con el permiso de Omar y de Zainab, Alejandro se llevó de paseo a
Amira. Tomaron el tranvía hacia Palermo y Alejandro pagó los dos boletos
de diez centavos. Amira, con su ascético vestido blanco y el pelo suelto
cayendo sobre los hombros, llamaba bastante la atención. Alejandro había
pensado proponerle que al menos se hiciera un rodete, pero no se atrevió a
molestarla con semejante frivolidad y el pelo siguió libre. Se sentaron juntos.
Ella, del lado de la ventanilla, miraba absorta cada esquina, cada calle, cada
persona que iba caminando. En un asiento cercano, unos hombres
despotricaban contra las elecciones. «Radicales», pensó Alejandro, y de
inmediato sintió simpatía hacia ellos. Amira no les prestaba atención, parecía
querer retener cada imagen que la ciudad ofrecía. El viaje fue largo y apenas
intercambiaron palabra.
Caminaron por la Avenida Sarmiento, muy concurrida por ser domingo.
Familias, grupos de amigos y parejas tomadas del brazo cruzaban ante ellos y
Amira los miraba incansable.
—Es un paseo hermoso, y por suerte nos ha tocado un día precioso. ¿No
es cierto?
Amira asintió, sin dejar de mirar todo y a todos con voracidad.
—¿Le gustaría conocer el Jardín Botánico? Le aseguro que es uno de los
lugares más hermosos de la ciudad.
Alejandro hubiese preferido que el Botánico no estuviera tan lleno de
gente, pero a ella parecía no importarle. Paseaba entre las plantas y los
árboles deslumbrada por lo que veía, mientras Alejandro la observaba a ella
con el mismo deslumbramiento. ¿Cómo podía ser tan hermosa? Comenzó a

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explicarle el desarrollo del Jardín y a darle, con cierta arrogancia, los detalles
que conocía sobre el trabajo de Carlos Thays, el arquitecto a cargo y el
hombre detrás de casi Lodos los espacios verdes de la ciudad. Aunque no
tenía la menor idea de si era totalmente cierto, aseguró con convicción que el
Jardín Botánico de Buenos Aires era único en el mundo. Estaba pensado
como un manual de botánica viviente en el que la flora de las regiones del
mundo estaba abundantemente representada por sus especies características.
Las locales, también.
—Detengámonos un momento, Amira, por favor —dijo, y aprovechó
para tomarle la mano por un segundo—. Frente a usted se encuentra nuestro
querido ombú, el árbol más original de estas tierras. ¿Ha visto alguna vez
alguno? ¿Ah, no? Pues este árbol es muy especial. Y le voy a decir por qué:
su gran mérito es que no sirve absolutamente para nada.
Amira sonrió con curiosidad.
No se ría, que es cierto. Es el único árbol del que las langostas no quieren
probar ni un poco y, gracias a esto, ha podido desarrollarse libremente.
Tampoco el hombre ha logrado utilizar lo que los insectos voraces rechazan.
En otras palabras, la gran ventaja del ombú, la que le permite alzarse
tranquilo y sin preocupaciones en medio de la Pampa, es que no sirve para
nada. Ni siquiera para hacer fuego. Está allí solo para agradar a la vista. Lo
que para mí, si soy sincero, es más que suficiente.
Amira acercó su mano a la superficie rugosa del árbol. Acarició las
extrañas figuras que formaban las raíces retorcidas.
—Extraordinarias, ¿no es cierto? Siempre me han fascinado las raíces del
ombú —acompañó Alejandro.
Fijó sus ojos en los de ella y encontró júbilo.
—Es hermoso —dijo Amira—, tan hermoso… parece un sueño…
Alejandro sintió en carne propia la alegría de Amira.
—Así es, el ombú es un árbol extraordinario. Pero no se rinda a sus pies,
o mejor dicho a sus raíces, porque aquí cerca tenemos a otro habitante del
reino vegetal autóctono que también merece su atención. Amira, le presento
al palo borracho.
Amira se detuvo frente al árbol que Alejandro le señalaba.
—Con el palo borracho entramos, por el contrario, en el mundo del

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utilitarismo sin tregua. Lo de borracho no es más que una calumnia, so


pretexto de que parece que se tambalea. Le aseguro que este tranquilo
ciudadano de los bosques es ajeno al mundo del alcoholismo.
La expresión desconcertada de Amira le indicó que su chiste había caído
en saco roto.
—Este árbol debe tan penoso nombre a su extraño tronco, estrangulado
en el cuello y en las raíces e hinchado en su parte media. Los indios usan de
él la madera, que puede volverse dura como el cemento, y sus frutos verdes,
grandes como una manzana.
Amira también dedicó unos instantes al nuevo exponente de la flora local,
pero sin el arrebatamiento que le había producido el ombú. Alejandro decidió
continuar el paseo en el zoológico no sin temer que a Amira le molestara ver
animales enjaulados. Por más que las jaulas simularan ser pomposos palacios
orientales, no dejaba de ser un poco triste ver a esos tigres, leones u osos
paseando con desgano por los pocos metros cuadrados de que disponían. Sin
embargo, a Amira pareció no molestarle en absoluto aquel encierro.
Entusiasmada, se acercaba tanto a las jaulas que Alejandro tenía que estar
atento a que no metiera las manos dentro. Suspiraba con idéntica fascinación
ante la grandeza de los elefantes, la majestad del león o la puerilidad de algún
pato que andaba libremente entre la concurrencia. Para Amira, todo era
sorprendente y único. También parecía desear comunicarle a Alejandro las
emociones que la embargaban y no encontrar las palabras justas.
—Deslumbrante, ¿no? —trató de ayudarla él.
Amira afirmó enfáticamente.
—¿Recuerda haber visto a algunos de estos animales anteriormente?
—No.
—¿A ninguno de ellos?
—A ninguno.
—Sin embargo, los conoce, ¿no? Por ejemplo, ¿cómo se llama aquel?
Alejandro señaló un gigantesco hipopótamo que acababa de salir del
agua.
—Hipopótamo —contestó Amira sin pensar.
—Muy bien. ¿Y aquel?
—Jirafa.

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—¿Y ese otro?


—Tigre.
—Los conoce pero no recuerda haberlos visto antes, eso quiere decir que
alguien le ha hablado de ellos, ¿no?
—No… creo que he soñado con todos ellos —respondió Amira con
naturalidad.
—Ajá…
Alejandro prefirió no insistir y seguir adelante con el paseo. En silencio él
se hacía preguntas sobre ella. ¿Confundía su pasado con un gran sueño?
¿Creía que lo que había vivido hasta el presente había sido parte de su vida
onírica y no de la realidad?
—Por un momento temí que le molestara ver animales enjaulados…
—¿Por qué?
—Bueno… algunas personas consideran que es triste ver animales
salvajes encerrados…
—¿Sí?
—Y… se supone que no son felices fuera de su hábitat natural.
—Ah… ¿Y cuál es su hábitat natural?
—Pues la selva, la jungla, el desierto, depende del animal. ¿No le da
lástima verlos así?
—No. Al menos ellos saben que están encerrados. Nosotros, y toda esta
gente aquí caminando, nos creemos libres. ¿Usted es libre, señor Berg?
—Alejandro…
—¿Es libre, Alejandro?
—Bueno… por lo menos me va mejor que a él —dijo Alejandro y señaló
un gran oso que respiraba con desgano.
—¿Está seguro?
—Oigamos que no se lo ve muy feliz. ¿No cree?
—No, feliz, no. Pero sí quizá sabio…
Se acercaron al oso, y si Amira veía en él sabiduría, a Alejandro se le
hacía la imagen misma de la desazón. No quiso discutirle, pero tomó nota
mental de las particulares opiniones de la joven. También podían significar
algo. Cuando llegaron al sector de las aves, volvió sobre la cuestión
señalando a un águila que, desde su ornamentada jaula, parecía mirar con

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tristeza los cielos abiertos.


—¿Y qué me dice de aquella águila? —preguntó Alejandro—. No va a
decirme que está feliz de no poder volar libre…
Amira observó al águila que, con una extraña sincronización, le devolvió
la mirada.
—Puede ser… —respondió—, pero si estuviera libre se perdería todo este
espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—Nosotros, toda esta gente, ante ella, observándola.
Mientras Amira hablaba, una mariposa se posó en su pelo. Ella la notó y,
en vez de espantarla, permaneció inmóvil. Lentamente comenzó a mover su
brazo derecho, como indicándole que continuara por ahí. La mariposa le hizo
caso, y de su pelo descendió al brazo y luego a la mano, que Amira llevó ante
sus ojos para observarla con cuidado mientras sonreía entusiasmada. La
mariposa revoloteó una vez más y, como en una suerte de saludo final, se
posó durante unos segundos en la nariz de la chica. Luego, se marchó.
—¡Eso fue increíble! —exclamó Alejandro deslumbrado.
—Gracias, siempre me entendí bien con las mariposas.
La propia Amira reaccionó con asombro ante sus palabras.
—¿Qué recuerda, Amira? —insistió Alejandro—. Piense en la mariposa,
¿qué recuerdos le despertó?
—Solo recuerdo una mariposa… de alas blancas… yo jugaba con ella…
era mi amiga…
—¿Qué más, Amira, qué más?
—Nada… solo eso… me siento muy cansada.
Alejandro supo que ya era suficiente y dio por terminado el paseo.
Mientras volvían, se preguntó si la jornada había significado un avance. La
relación peculiar de Amira con el mundo de los sueños, su discutible tesis
sobre que a los animales les gusta estar encerrados, la extraña familiaridad
que había demostrado tener con esa mariposa y el recuerdo de otra que, según
ella, había sido su amiga, ¿significaban algo? ¿Era posible entender su pasado
con esos pocos datos? Era extraño, pero Alejandro había tenido la sensación
de que la mariposa obedecía a Amira. ¿Era eso posible? ¿Tenía que ver con
su pasado? ¿Había sido entrenadora de mariposas? ¿Existía tal profesión?

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Con la mirada perdida en la sucesión de esquinas que se veían desde la


ventana del tranvía, Amira Annuar permanecía en silencio. Alejandro la
miraba. Nada. No tenía nada.
De repente, los ojos de Amira se iluminaron. Alejandro se dio vuelta
siguiendo su mirada y encontró qué era lo que le había llamado la atención:
en unos asientos más atrás, un niño y una niña jugaban bajo la mirada
cansada de su madre. Amira los observaba con toda su atención. Luego,
levantó la mano y los señaló.
—Hermanos —dijo sonriendo.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

5 de agosto de 1886

Dedico a cada niño al menos una hora al día. A Negro paso a verlo por
su oscuro cuarto. Por ahora, lo único que hace es llorar. No le hablo ni
permito que nadie le hable; necesito que crezca un poco más para empezar
con la parte importante de su crianza. Marrón se lleva bien con sus
hermanos perros. A la noche, si hace frío, duerme entre ellos, lo que denota
la bondad natural de estos animales y no una característica especial en él.
Está gateando. Aunque los niños de su edad suelen gatear, tengo la ilusión
de que en él se deba a que está asumiendo su condición de perro. De Azul se
encarga principalmente Marie; yo paso a verla y a hablar un poco con ella
por las tardes. Por ahora es una niña regordeta de lo más común. Verde
tiene esa mirada curiosa que me inspiró a elegirlo para la tarea más
importante. Tampoco es mucho Lo que se puede decir de él; camina muy
bien y habla bastante, buenas señales de inteligencia. Blanco es el único al
que paso hasta una semana sin ver, pero por lo que me dice su nodriza viene
avanzando bien. Las primeras palabras: la de Verde ha sido caca; la de Azul,
papá. Suelo hablar con los dos y trato de estimularlos a que me imiten. Verde
es rapidísimo y su vocabulario se incrementa a diario. A Azul le cuesta más,
tiene problemas para concentrarse (por las drogas, claro), pero poco a poco
va entendiendo. Marrón y Negro no han dicho ninguna palabra, ni la dirán
jamás: no les enseñaré a hablar, está decidido. En el caso de Marrón,
porque para su vida perruna no lo necesita, incluso he ordenado a Joseph
que trate de no hablar en su presencia, no vaya a ser cosa que aprenda a
imitarlo y arruine el experimento. En cuanto a Negro, lo he pensado mucho y
creo que el lenguaje nos ablanda, nos obliga a contener los instintos y a
pasar por el tamiz de las palabras nuestros impulsos. Dejémoslo libre de esa
carga, veamos cómo evoluciona.

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EL DR. LANDORE

Su escritorio era un desastre. Bastaba con ausentarse un día de la


redacción para que, al volver, su mesa de trabajo se hallase a punió de
desbordar. Como no había mucho lugar para apoyar cosas, cualquier
superficie plana disponible quedaba en pocos minutos cubierta de papeles.
Cada uno defendía como podía su lugar de trabajo de la ola de papel que
tarde o temprano taparía todo. Con desgano, Alejandro fue ordenando su
correspondencia. La mayoría pasó de su mano al tacho. Invitaciones a actos
políticos, cartas de lectores que por los misteriosos designios de la burocracia
periodística habían terminado en su escritorio, publicidades. Un único papel
llamó su atención. Era una invitación a una charla a realizarse esa misma
tarde.
«La Unión Asturiana invita a Ud. a la conferencia del Dr. Máximo
Landore: La hipnosis y sus posibilidades. Recién llegado de España, el Dr.
Landore brindará una conferencia sobre esta nueva técnica médica y sus
probables aplicaciones. El Dr. Landore, destacado especialista en esta joven
ciencia, ha tratado con éxito a pacientes con pérdida de la memoria y otros
trastornos mentales, logrando resultados extraordinarios. En una charla
abierta, explicará sus métodos de trabajo y los alcances de la hipnosis».
«Pacientes con pérdida de la memoria», releyó Alejandro. Para La Prensa
no era de utilidad una conferencia como esa; para él, sí. Comenzaba en una
hora, debía apurarse. Su escritorio iba a tener que conseguir otro que lo
defendiera.
Una hora después se encontraba en una pequeña sala con butacas,
esperando que el Dr. Landore comenzara su conferencia. Entre el público vio
algunas caras conocidas; los habituales seguidores de lo esotérico, desde el
espiritismo a la cura con metales. Alejandro había estado ya en algunas
reuniones de ese tipo, más por divertimiento que por otra cosa. Unas semanas
atrás había concurrido a una sesión de una médium llegada de Inglaterra que
aseguraba tener el poder de contactar con el mundo de los muertos a
voluntad. Alejandro era lo suficientemente escéptico como para no

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deslumbrarse; aquellos ruidos extraños y esos leves movimientos de la mesa


en la que los convocantes de espectros juntaban sus manos no le habían
parecido gran cosa. Esto parecía más serio. Pero habría que ver.
—Buenas tardes.
El Dr. Landore apareció completamente vestido de negro, con papeles
bajo el brazo y el pelo un poco más largo de lo recomendable. Se lo veía algo
desaliñado para ciar una conferencia. Como si recién hubiese salido de la
cama. En realidad, había un gran contraste entre él y su vestimenta. El traje
era irreprochable y poco tenía que ver con el hombre de ojeras, mirada
dormida y pelo revuelto que lo usaba.
—Podríamos decir —comenzó a explicar el Dr. Landore, con un tono de
voz desganado que obligaba a la audiencia a extremar el silencio para poder
oírlo— que la hipnosis se remonta a los antiguos egipcios, cuyos sacerdotes
la practicaban en algunos ritos. Pero no fue hasta mediados del siglo XMIII
que se inició el primer estudio sistemático sobre este estado especial de
conciencia que más tarde se conocería con el término de hipnosis. Franz
Antón Mesmer, en su tesis doctoral titulada De planelarum influxu,
influenciada por las teorías de Paracelso sobre la Ínter relación entre los
cuerpos celestes y el ser humano, formuló la famosa teoría del magnetismo
animal que nos venía a decir que todo ser vivo irradia un tipo de energía
similar o parecida al magnetismo. Las teorías de Mesmer demostraron ser
bastante fantasiosas, pero sirvieron para popularizar la técnica de la hipnosis.
Hoy día, el mundo científico no ha tomado una posición unificada sobre el
tema; hay quienes la consideran un truco de feria y también quienes la ven
como la cura a todos los males del hombre.
Seguramente, la verdad se encuentre en el medio de estas dos opiniones.
Si no sabemos con exactitud cuál es el alcance de la hipnosis es porque aún
es una ciencia en pañales. Puede tratarse de la puerta a una nueva etapa del
conocimiento humano o de una herramienta para magos trasnochados. Se
supone que soy una autoridad en el tema y no tengo una respuesta. ¿Sirve de
algo? Puede que sí, puede que no. Quién sabe.
Entre el público hubo algunos cuchicheos y expresiones de disgusto. Si
Landore pretendía despertar el interés por la hipnosis, no lo estaba logrando.
—Entiendo que mis palabras pueden desconcertarlos, pero no quiero

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mentirles. Aún tenemos muy poca información sobre los alcances de la


hipnosis. Con algunos pacientes resulta de gran ayuda; con otros, una pérdida
de tiempo. Como se habrán dado cuenta también, no soy un buen orador.
Preferiría pasar a una demostración práctica. ¿Alguien quiere ser
hipnotizado?
Jamás en su vida Alejandro había levantado la mano ante una pregunta de
esa clase, pero intuyó que para descubrir si la hipnosis podía ser de utilidad
en el caso de Amira tendría que probarla en carne propia.
—Bien, un hombre. En general son siempre mujeres las que se proponen
como conejillos de Indias… ¿Su nombre?
—Alejandro Berg.
—¿Qué quisiera que hiciéramos con usted, señor Berg? ¿Qué espera de la
hipnosis?
—Me interesa eso de la recuperación de recuerdos olvidados.
—¿Hay algo en especial que desee recordar?
—No me acuerdo.
El chiste fácil de Alejandro generó risas entre el público pero no le causó
gracia al Dr. Landore, que siguió observándolo con la misma expresión
adormilada.
—Disculpe, fue una broma estúpida…
—No hay problema. Relájese y fije su vista en el reloj que tengo en la
mano.
De la nada apareció un reloj de bolsillo en la mano de Landore. Alejandro
se dispuso a seguir las indicaciones fielmente, pero ¿realmente pensaba que
podría relajarse con toda esa gente mirando?
—Comenzaré a mover el reloj como si fuera un péndulo, Alejandro.
¿Alejandro dijo que era su nombre, no? Muy bien. Y mientras el reloj se
mueva, usted no apartará la vista de él en ningún momento. Exactamente.
Ahora voy a indicarle lo que debe hacer. Le resultará muy fácil. Acompañe
los movimientos del reloj con su respiración. Inspire profundamente. Luego,
espire. Perfecto. ¿Nota una agradable sensación de calor en su cuello?
Inspire. Concéntrese en esa sensación de calor en el cuello. Note cómo se
intensifica. No preste atención a las personas que nos rodean. Solo estamos
usted y yo. Usted y yo. La respiración pausada comenzará a hacerlo sentir

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muy cómodo. Espire. Sus músculos se distienden. Inspire. Si quiere bajar los
párpados puede hacerlo. Espire. Disfrute de la sensación de relajación. Deje
caer sus párpados. Inspire. No luche contra ellos, Alejandro, deje caer sus
párpados. Espire. Cierre los ojos. Ahora tiene mucho sueño. Cuando yo se lo
ordene quedará profundamente dormido. Mantenga los párpados cerrados,
sienta el cansancio que lo invade. Duerma. A partir de este momento usted
está profundamente dormido. Pero aún dormido, podrá hablar conmigo.
Como mucha gente que habla dormida, usted podrá hablar conmigo. Voy a
contar hasta diez, y cuando termine, usted tendrá cinco años…
Lo que siguió no pudo recordarlo después con exactitud. Solo le quedó la
borrosa sensación de la sala y de todos los presentes desapareciendo. A
continuación se encontró persiguiendo una sombra en el patio de su casa
paterna. Andaba con cuidado. Alguien se había ido. Alguien que había estado
con él y ahora se había ido. Eso le daba miedo. «¿Papá?», llamó. No hubo
respuesta. «¿Papá?». La sombra se movía. Podía verla. No, no podía verla,
pero podía escucharla. Se daba cuenta por el ruido que hacía al golpear el
piso de piedra. Clac, hacía contra el piso. Clac. ¡El bastón de plata! Corrió
hacia él, pero cuando llegó ya no estaba. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué jugaba
a desaparecer? ¿No se daba cuenta cuánto lo asustaba? Clac, clac, clac. El
bastón se acercaba. Clac. Clac. Clac. «¿Papá?».
Cuando despertó, Alejandro estaba de pie, aunque no recordaba haberse
movido. Sus ojos vidriosos contemplaban a una multitud que reía con ganas.
Se reían de él. El último «papá» todavía resonaba en su boca y se dio cuenta
de cuál era el motivo de las risas: había hecho el ridículo. Como un niño
pequeño a punto de llorar. Había estado llamando a su padre a los gritos. Se
dio vuelta y se encontró con Máximo Landore, todavía sentado y con el reloj
en la mano. Alejandro le había pedido un recuerdo perdido y Landore se lo
había dado. Le había traído al presente otra de las desagradables costumbres
de su padre. Cuando Alejandro era pequeño, el juego preferido de su padre
eran las escondidas. A Alejandro el juego le procuraba más sustos que
alegrías y ante cada desaparición de su padre sufría temiendo no encontrarlo
jamás. ¡Y el bastón de plata! ¡Lo había olvidado completamente! Su padre
jamás se separaba de él. Un bastón de madera negra con una empuñadura de
plata que representaba una cabeza de león. ¿Adónde habría ido a parar? No

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importaba. Lo que importaba era que él lo había olvidado y ahora lo


recordaba.
El Dr. Landore le echó una mirada tímida, como disculpándose por el mal
rato que le había hecho pasar. Pero Alejandro no se enojó y respondió a la
mirada con una sonrisa. Había podido comprobarlo en carne propia: la
hipnosis funcionaba.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

23 de marzo de 1887

Me doy cuenta del sutil equilibrio que debo tener en mi relación con los
niños. Por un lado, debo pensar en ellos como sujetos experimentales, con la
frialdad con la que un científico observa un objeto de análisis. Y por otro
lado, son más preciados para mí que un hijo para su madre, porque en mi
caso no estoy criando niños, sino algo más puro, más importante, un cambio:
una nueva humanidad que se conoce mejor a sí misma y que no tiene miedo
de explotar todo su potencial. La noche que los trajeron, la primera vez que
los vi jugando en la alfombra, me dije: «Estos niños ya están muertos». Y
desde entonces me he repetido lo mismo todos los días. Por supuesto que yo
quiero que vivan —son mi material de trabajo—, pero me digo eso para no
verlos como personas, para no albergar afecto hacia ellos. Pienso que ya
murieron, que alguna enfermedad fruto de la pobreza se los llevó de esos
conventillos inmundos de donde los sacamos. Y por otro lado, los quiero casi
como si fueran mis hijos. No puedo evitarlo. Son mi obra, el fruto de mi
pasión por el conocimiento.

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LOS MUERTOS

Mientras observaba los ridículos movimientos que el hombre hacía al


intentar limpiar una mancha de salsa que le había caído sobre la camisa,
Alejandro trató de relacionar la triste imagen de ese anciano enclenque que
tenía enfrente con los recuerdos que había despertado la sesión de hipnosis.
Su padre había cambiado mucho. Básicamente, había envejecido, destino
común a todo hombre que, sin embargo, le pareció extremadamente cruel. Su
padre alguna vez había tenido un porte imponente. Ahora le costaba mantener
los alimentos dentro de la boca.
—¿Hoy vas a trabajar? —preguntó su padre, seguramente con la única
intención de evitar las miradas de Alejandro sobre la reciente mancha de salsa
en su camisa.
—Sí…, salgo ahora.
Alejandro intentó sonreírle, verlo tan anciano lo conmovía un poco. Se
dispuso a salir, mientras su padre continuaba luchando con la mancha.
El hotel estaba sobre la Avenida de Mayo así que solo tuvo que caminar
unas pocas cuadras desde la redacción del diario. Dándole un incentivo al
conserje obtuvo el número de habitación, y unos minutos después estaba
tocando a la puerta.
—¿Quién es?
Máximo Landore tenía peor aspecto aún que en su conferencia del día
anterior, ya sin el traje negro que ayudaba a disimular sus lagañas y su
incipiente calvicie.
—¿Lo desperté?
—No… Sí… Puede ser. ¿Usted quién es?
—¿Ya me ha olvidado? A ver si esto le refresca la memoria: ¡Papá!…
—Ah, sí, claro, el de la conferencia. ¿Alejandro era su nombre?
—Exactamente.
—Mire, Alejandro. Si vino a ajustar cuentas por lo de ayer le recomiendo
que la próxima vez no levante la mano si después se va a sentir
avergonzado…

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—Todo lo contrario. La de ayer fue una experiencia extraordinaria, y por


eso vengo a ofrecerle un trabajo.
Landore lo miró con desconfianza a través de sus lagañas. Finalmente, se
decidió a dejarlo entrar.
El cuarto no estaba sucio, pero sí tan repleto de cosas que apenas se podía
caminar. Pilas de libros, cartas y papeles ocupaban la mayor parte del piso.
En un rincón, apoyada contra una pared, descansaba una guitarra.
—¿Es usted de los que aprecian el antiguo y nunca suficientemente
valorado gusto del agua? Pues porque, hombre, no tengo nada más para
ofrecerle.
—No se preocupe. ¿Hace mucho que está en Buenos Aires?
—Menos de un mes. He venido por mi cuenta, ¿sabe? Esta ciudad es muy
especial.
—¿Por qué?
—Es el futuro.
—¿Buenos Aires, el futuro? ¿Quién le dijo eso? ¿El gobierno?
—No, qué va, los gobiernos no me importan. Es la mezcla, la mezcla de
sangre que está ocurriendo en América, y en Buenos Aires más que en
ninguna otra ciudad. Por eso decidí que debía estar presente en vuestro
Centenario. Para mí… ustedes, los argentinos, son casi un objeto de estudio.
—Eso suena un poco soberbio, ¿no? ¿Acaso somos insectos a los que
puede observar con la lupa?
—No, no. No quise ofenderlo. Todo lo contrario, como dije antes creo
que aquí está naciendo el verdadero nuevo mundo del siglo XX. Estoy aquí
para aprender.
Landore se desparramó en una silla ubicada del otro lado de su escritorio.
Entre diarios, hojas sueltas y pesados volúmenes, el escritorio parecía flotar
como una única superficie recta en un mar de irregulares montículos de
papel.
Mientras observaba el rostro del hipnotizado, Alejandro se dio cuenta de
que le era difícil calcular su edad. Podía tener la misma que él o ser algo
mayor. Tomando en cuenta su estado general y la expresión de su semblante,
le daba menos de treinta años. Las mejillas lisas y el constante fluir de gestos
con los que ocupaba sus manos daban una impresión general de juventud. La

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mirada, sin embargo, hacía pensar que en verdad era un viejo.


—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Cuál es el motivo de su visita?
—Necesito que hipnotice a alguien, doctor.
En pocas palabras Alejandro lo puso al tanto de la existencia de Amira,
de su regreso y de su extraña falta de memoria. Sumó al relato sus
apreciaciones sobre la actitud de la joven y las pocas conclusiones que había
podido sacar durante el paseo por el Jardín Botánico y el Zoológico. No
habló de Demien porque le pareció que nada tenía que ver con lo que había
venido a buscar.
—¿Y quiere que le dé mi opinión? —dijo Landore cuando Alejandro
terminó.
—No, lo que quiero es que la hipnotice y la ayude a recordar su pasado.
El padre de la chica cubrirá los costos. —Entiendo, pero ¿quiere mi opinión?
—¿No debería conocer a Amira primero?
—No hace falta. Le digo lo que pienso: está mintiendo.
No había razón para enojarse, pero el comentario de Landore lo violentó.
Tuvo que contenerse para no ponerse de pie y exigirle que se retractase. Se
dio cuenta de que le resultaba insultante que alguien pusiera en duda la
veracidad de Amira.
—¿Y por qué cree eso?
—Porque tengo experiencia en casos reales de pérdida de la memoria y
nunca oí nada semejante. Sin embargo, me gustaría conocerla. Me da
curiosidad descubrir si es una charlatana o si sufre algún tipo de histeria.
Alejandro evaluó la posibilidad de no seguir adelante, dar por terminada
la consulta y retirarse. No quería poner a Amira en manos de un hombre que
hablaba de ella como de una charlatana histérica. Sin embargo, ¿no era mejor
así? Ahora descubría que había perdido toda objetividad, que un sentimiento
de verdadera simpatía hacia esa joven que parecía estar fuera del mundo
nublaba su juicio. Se preguntó cuál era la causa de que Amira le hubiese
causado una impresión tan honda. Por lo general, no se dejaba influir
fácilmente. Pero en ella había algo especial. De cualquier manera, Máximo
Landore podía aportar una nueva mirada.

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—Y en caso de que la trajera —dijo Alejandro—, ¿cómo sería su


tratamiento?
—¿Tratamiento? Es una palabra demasiado ambiciosa para lo que yo
hago. Podría hipnotizarla y ver si logro que recuerde algo… Si es que esos
recuerdos existen, por supuesto. Pero aunque su amiga estuviera diciendo la
verdad, no se haga ilusiones de que podré ayudarla. Ya oyó ayer mis
opiniones sobre las posibilidades de la hipnosis…
—Sí, y no fueron muy alentadoras, la verdad. Parece no estar muy seguro
de que realmente sirva para algo.
—Así es, no estoy muy seguro.
Máximo se paró, dio una vuelta por el cuarto tocando allí y acá algunos
de los libros y papeles, pero sin ordenar nada. Fue hasta la ventana y miró la
Avenida de Mayo que ya comenzaba a llenarse de gente.
—¿Sabe por qué comencé a dedicarme a la hipnosis? Porque prefiero una
ciencia por nacer a una ya muerta.
Máximo se dio vuelta y enfrentó a Alejandro.
—¿Sabe cuál es nuestro peor enemigo?
—No creo tener enemigos…
—¡Claro que los tiene! Todos los tenemos, nos están rodeando en este
mismo momento.
Alejandro recorrió con su mirada el estudio y no encontró enemigos. Ni
reales ni imaginarios.
—¡Los muertos! —gritó Máximo señalando los libros que lo rodeaban.
—¿Los muertos?
—Los muertos. Ellos son el enemigo, no lo dude. Los muertos a los que
idolatramos, a los que seguimos ciegamente. Muertos y vivos luchando
eternamente.
Máximo volvió a despatarrarse en su sillón.
—Hoy pertenecemos a un bando; mañana, al otro. Ya lo dice Esquilo en
Las Coéforas: «Sábelo, los muertos matan a los vivos». Los muertos nos
oprimen con su arte, con su ciencia, su política, su pensamiento. Nos
gobiernan desde el otro mundo. No nos dejan progresar, ser libres de una vez.
Por eso, ¡viva la ciencia de los vivos, la música de los vivos, el arte de los
vivos! Aunque se trate de una ciencia mercantilista, una música inexcusable y

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un arte superficial, siempre es mejor que seguir a los muertos.


—¿Y Mozart? ¿Cervantes? ¿Newton?
—¡Enemigos! ¡Escupamos sobre sus tumbas y sigamos adelante!
Estamos en guerra con todos ellos.
—Muy simpática su idea, pero la cantidad de libros que veo en este
cuarto me hace pensar que no está hablando en serio.
—Al contrario. El primer paso para ganar cualquier guerra es conocer
bien al enemigo.
Alejandro supo que iban a entenderse bien. A pesar de sus
extravagancias, o quizá por ellas, el Dr. Landore había terminado por
simpatizarle. No creía que por eso fuera un buen profesional, pero al menos
valía la pena intentarlo.
—Si le parece entonces, la próxima vez vendré con Amira.
Muy bien. Pero le repito que, en mi opinión, esa señorita está mintiendo.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

20 de febrero de 1888

Algo llamativo: ninguno de los niños que está en la casa tiene la menor
idea de lo que significa la muerte. Al no salir nunca de sus habitaciones, no
han tenido contacto con otros seres vivos —ni siquiera con animales o
insectos— y supongo que ven las cosas (y a sí mismos) como eternas e
inamovibles. ¿Esto quiere decir que la idea de la muerte no es natural al ser
humano? ¿Será por eso que nos resulta siempre tan extraña, tan
incomprensible?
Noto un marcado decaimiento en el ánimo de Azul. Se la ve triste. Creía
yo que estos niños, que jamás salieron al exterior ni tuvieron contacto con
otros seres humanos, no iban a ser capaces de extrañar esa falta de
experiencia y contacto. Pero ahora creo que sí. No con todos es igual. A
Marrón se lo ve contento; probablemente va asimilando el carácter
despreocupado de los perros. A Negro se lo ve triste (llora mucho) y
asustado. ¡Pero quién no lo estaría en su lugar! Verde es un niñito algo
melancólico; logro mantenerlo ocupado con constantes desafíos a su
naciente inteligencia. Fue el primero en darse cuenta de la situación de
encierro en la que vive. Tímidamente, me pidió si podía salir del cuarto. Le
dije que todos los niños del mundo se quedaban en sus cuartos hasta estar
preparados para salir. Lo noté algo decepcionado, pero no me discutió. Se
porta muy bien. Ya hace sus necesidades solo, en su bacinilla. Blanco, como
ejemplo de normalidad, no sé si presenta diferencias importantes con los
demás niños. Es verdad que se lo ve más contento, más feliz que a cualquiera
de los otros cuatro, pero es lógico teniendo en cuenta que no ha sido
sometido a una prueba tan difícil como la de sus hermanos. Azul es la única
que realmente me preocupa, en su caso la tristeza puede ser perjudicial y no
puedo entretenerla de la misma forma que a Verde. Por eso he decidido

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hacerle un regalo: una mariposa. Fui a visitarla y, ante su enorme sorpresa,


lancé al aire una pequeña mariposa blanca que de inmediato se puso a
revolotear por el cuarto. ¡Qué sorpresa! ¡Cuánta alegría en su pequeño
rostro! Es su primer contacto con un ser vivo que no sea Marie, Joseph,
Brian o yo. La persiguió de una punta a la otra, dando brincos en su camita
para poder alcanzarla. La dejé jugando y me retiré. Aunque no era parte de
mi plan inicial, creo que fue una decisión acertada. La relación de Azul con
la mariposa es algo extraordinario. Lo primero que llamó mi atención fue
que no la matara, pues me parecía que lo más esperable en una niña que no
ha tratado jamás con ningún tipo de vida tan frágil era que, queriendo o sin
querer, matase a la mariposa como parte de su juego. Pero no; como si fuera
consciente de lo delicada que era, Azul cuidó de ella hasta que la mariposita
dejó de mover sus alas y quedó estática en un rincón del cuarto. La pobre
niña no entendía por qué su amiga no volaba más y pasó la mayor parte del
día sentada en el piso contemplándola en silencio, esperando que la
mariposa se decidiera a volar de nuevo. Cuando se durmió, aproveché partí
sacar a la mariposa del cuarto.

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LOS CHERNOVICH

—No van a llevárselo de nuevo.


La noche se instalaba en el descampado y recortándose entre las sombras
del atardecer, la figura del padre de Dimitri le recordó a Alejandro una
ilustración que había visto siendo pequeño en un libro de su padre. En ella se
mostraba un iceberg grande como un edificio flotando a la deriva en un mar
helado. Los diferentes tonos grises transmitían la soledad y la belleza del
témpano. Al principio le costó precisar qué tenían en común ese bloque de
hielo dibujado y el hombre clavado en la tierra de un confín de Buenos Aires,
mirando a su alrededor con ojos muertos. Los rasgos duros, la expresión fría,
la determinación inquebrantable que se adivinaba en la forma en que sus
puños permanecían cerrados produjeron en Alejandro la misma tristeza que el
témpano solitario. Ese hombre había sufrido. Mucho.
Alejandro pudo encontrarlo gracias a uno de sus antiguos vecinos que, a
cambio de unas monedas, había confesado el nuevo paradero de los
Chernovich: no habían vuelto a Rusia, ni muerto, ni desaparecido
mágicamente. Se habían mudado al campo. Alejandro estaba por descubrir
las razones del nuevo paradero.
Del cinto de Chernovich colgaba un cuchillo. La mano cerrada estaba
cerca. No había salido a recibirlo, más bien se interponía en el camino de
Alejandro como recomendándole que no avanzara.
—No quiero llevármelo.
Hasta dos semanas antes de que Alejandro pasara a preguntar por ellos,
los Chernovich seguían viviendo en el conventillo de la calle México. ¿Qué
había pasado entonces? Su hijo había regresado. Temiendo que alguien
viniera en su búsqueda, y tomando en cuenta el estado en el que se
encontraba el joven, se habían ido a vivir al campo. Un matorral perdido
sobre un pedazo de tierra abandonado, una casucha de material y un corral
eran su nuevo hogar. Un lugar donde nadie se fijara en ellos, un lugar donde
Dimitri llamara menos la atención.
La mujer, compacta como una roca, lanzó con voz firme una advertencia

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en ruso. El hombre la miró con ojos cansados, pero no le hizo caso y se


acercó aún más a Alejandro.
—No tengo vergüenza.
«¿Vergüenza? ¿De qué puede tener vergüenza un padre que ha
recuperado a su hijo después de veinticinco años?», pensó Alejandro.
No tengo vergüenza. Es mi hijo. Ustedes tendrían que tener vergüenza.
—Le aseguro que no tengo nada que ver con la desaparición de su hijo —
respondió Alejandro—. Al contrario, estoy aquí para ayudarlo.
El hombre sonrió con una mueca rota de labios secos.
—¿Ayudarnos?
Escupió en la tierra y la sonrisa no se fue. Intervino la mujer.
—Disculpe a mi marido… cuando Dimitri volvió nos pusimos contentos,
pero verlo así… yo no entiendo quién…
La mujer dejó de hablar. Estaba llorando. Lo hacía de una forma muy
particular, con pequeños silbidos agudos que salían de su pecho como si se
estuviera ahogando.
—… Él… ni siquiera sabe hablar… —dijo entre silbido y silbido.
—¿Cómo volvió? —preguntó Alejandro.
El hombre respondió a esta pregunta.
—Alguien lo dejó en la puerta. Desnudo. Con un cartel con su nombre
colgando del cuello.
La voz áspera expresaba asco. ¿De su hijo? ¿De quienes lo devolvían
desnudo veinticinco años después? No: de Alejandro, de sus modales
educados, de su búsqueda de la verdad, de su intención de justicia. El mundo
no era así, el mundo no tenía buenos modales, no tenía verdades ni justicias.
En el lodazal, hablar de limpieza era repugnante.
—Todavía está desnudo… no nos deja vestirlo…
La voz de la mujer dolía más. Expresaba algo anterior al asco.
—No es el único que ha vuelto. Necesito verlo.
Hombre y mujer, por un segundo, dejaron de ser tales. Fue como si
desaparecieran, o desapareciera lo que habitaba sus cuerpos y quedaran las
cáscaras vacías de carne y hueso. El dolor y el desprecio se fueron: quedó la
consternación, la fría extrañeza que les producía enfrentar a su propio hijo. Se
dieron vuelta casi al mismo tiempo y caminaron hasta el corral. Alejandro los

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siguió. El hombre abrió la puerta. Entraron. Oscuridad. Olor rancio. Cuando


los ojos se acostumbraron a la penumbra, Alejandro vio una sombra que se
movía contra la pared. Era un hombre. Caminaba en cuatro patas.
—Ahí lo tiene.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

30 de julio de 1889

Ayer tuve un enfrentamiento con Marrón. Fui al galpón a ver cómo se


encontraban nuestras mascotas y enorme fue mi sorpresa al encontrarlo
parado en dos patas y dando sus primeros pasos. Con gritos y algunos
golpes de mi bastón le indiqué que volviera a la posición que corresponde a
los de su especie. Entonces comenzó a hablar; hablar es una forma de decir,
por supuesto, pues empezó a producir unos extraños sonidos que querían
formar un lenguaje. Una queja, una amarga queja llena de reproche, hecha
de sonidos amorfos y desagradables. Al igual que si un perro me ladrara, lo
mandé a su cucha mientras lo amenazaba con mi bastón.
Finalmente volvió a andar en cuatro patas y se dirigió hacia donde
estaban los demás perros sin dejar de emitir su incomprensible lamento.

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PERRO HOMBRE

Lentamente se va acercando. Al principio, desconfía. Mueve la cabeza.


Agudiza el olfato. Se aproxima dando rodeos. La espalda está completamente
encorvada, la espina dorsal dibuja en la oscuridad una curva de huevos
montañosos. La piel está sucia, curtida de tierra, lluvia y sol, como cruzada
de líneas negras que trazan dibujos incomprensibles. Las extremidades se
extienden y contraen con cada paso. Las manos se apoyan en la tierra
mientras avanza. Entonces los ojos. La animalidad en ellos es más notoria
aún que en las piernas y los brazos deformados. Es la mirada expectante del
perro: la boca abierta, la lengua colgando. Alejandro siente que el frío le sube
desde los pies y mientras el hombre se acerca trata de evitar el temblor, pero
no lo logra. Ya casi lo tiene encima. El hombre, primero, lo mira, como hacen
los perros cuando buscan una señal de confianza. Al rato, como si fuera un
hocico, la nariz se refriega contra la pierna de Alejandro, que se contiene,
aunque quiere gritar, quiere correr, quiere llorar. Pero se contiene. Mientras el
hombre lo olfatea él piensa que no hay que sentir miedo porque los animales
lo notan. La forma en que mueve la cabeza, la postura de su cuerpo, los
gestos que hace mientras lo huele, todo en él es animal; del hombre solo
queda la forma. La nariz se acerca a la entrepierna. Alejandro da un paso
hacia atrás. El hombre desnudo sigue olfateándolo con largas inhalaciones y
gestos de placer. Es casi como verlo alimentarse. Entonces salta. Permanece
sobre sus piernas por poco tiempo. Se nota que no está acostumbrado a
caminar sobre ellas. Apoya las manos sobre los hombros de Alejandro y logra
sostenerse. Como haría un perro. Ahora están frente contra frente. El hombre
desnudo lo tiene aprisionado. Su olor es nauseabundo. Saca la lengua y le
lame la cara. Alejandro no resiste más. Como puede, se libera. El hombre
desnudo vuelve a su rincón.
Afuera, Alejandro vomita. Al levantar la cabeza se encuentra con la
sonrisa muerta del padre de Dimitri. Ahora la comprende. Comprende el
odio. En la tranquera, al abrirle, el padre de Dimitri vuelve a mirarlo con
desprecio.

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—Mi hijo no es un perro —dice—. No importa lo que le hayan hecho, no


es un perro…
—No, no… —balbucea Alejandro.
La mueca muerta no se va. El desprecio en la mirada, tampoco. Responde
algo que no se escucha, un insulto en ruso, y vuelve a su casa.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

17 de septiembre de 1889

Neqro: pasó su primera prueba importante. Dejamos libre en su cuarto a


un pequeño ratón. El animalito tenía varios días sin comer y apenas entró,
fue directo hacia él hago esto con la idea de que aprenda a defenderse y
atacar. Pienso ir enfrentándolo a animales cada vez más grandes. Él sabe lo
que es la violencia, para eso Félix le ha pegado y maltratado cada día de su
existencia. Cuando el ratón se le acercó, lo destripó de un solo golpe.
Verde: he logrado con él algunas conversaciones muy interesantes,
aunque no llegue a los cuatro años. Ya habla perfectamente y en nuestras
charlas voy enseñándole el mundo. Lo que son los animales, los océanos, el
Sol, los árboles. Escucha mis palabras con la mayor atención y es un
espectáculo extraordinario ver esa mente flexible incorporando conceptos. A
diferencia de lo que sucede con la mayoría de los niños —que conocen un
árbol y luego aprenden qué es un árbol—, la educación de Verde es
completamente abstracta. Es imposible saber hasta qué punto entiende lo que
le enseño y con qué imágenes representa en su mente los conocimientos que
va adquiriendo. Pero por las preguntas agudas que hace, creo que el estar
obligado a tanta abstracción lo ayuda a desarrollar un tipo de inteligencia
más profunda.
Azul: hasta la fecha le he regalado ya cuatro mariposas. En cada caso la
sorpresa y la alegría fueron enormes, creo que ya espera con ansias que le
traiga periódicamente una nueva amiga. Es sorprendente la relación que
establece con ellas; el otro día pude observarla y juraría que la mariposa
respondía a sus órdenes. Azul se paraba en medio del cuarto con sus bracitos
en cruz y si ladeaba la cabeza hacia la izquierda, la mariposa se posaba en
su palma izquierda, y si lo hacía a la derecha, en la derecha.
¡Extraordinario! ¿A qué se deberá? ¿Logrará algún tipo de conexión con las

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mariposas, una empatía especial con ellas? ¿Por las drogas, quizá? ¿Es tal
cosa posible? De lo sucedido hasta ahora, es lo que me resulta más
asombroso; escapa completamente a mis cálculos. Debo seguir con atención
esta relación. Me duele un poco, con cada muerte de una mariposa,
presenciar la reacción de Azul. En algunos casos pasa horas sin mover ni un
músculo; no termina de comprender qué es lo que pasa con sus amigas
cuando deciden dejar de mover sus alas y quedarse petrificadas para
siempre. Y una vez muertas, no nos permite que las saquemos del cuarto. Al
darse cuenta de que aprovechábamos su descanso para hacerlo, comenzó a
tomar por las alitas con muchísimo cuidado a su amiga muerta y a dormir
con ella entre sus manos para evitar que se la robemos, sin comprender que
la mariposa ya no despertará.
Blanco: si comparo mis conversaciones con Blanco y Verde (dejo fuera a
Azul, su caso es especial; y Marrón y Negro no hablan) queda claro que
Verde es más inteligente. Blanco, que conoce el mundo exterior, que en todo
sentido es un niño normal, demuestra ya, desde tan pequeño, la
característica estupidez de la gente normal. Es caprichoso, poco estable en
sus estados de ánimo, dado a la distracción, a buscar el divertimento por
encima de todo. Verde, en cambio, es serio, introvertido, agudo observador y
sediento de conocimiento.
Marrón: escondí un suculento pedazo de carne entre las plantas. Un ser
humano normal, más un niño, jamás podría haberlo encontrado guiándose
únicamente con su olfato. Sin embargo, a Marrón le llevó solo tres minutos.
¿Quiere decir eso que ya está desarrollando características propias de sus
compañeros perros? Eso significaría que incluso los sentidos del hombre, y
por lo tanto su percepción de la realidad, pueden ser muy diferentes si se
trabaja sobre ella. Creo que estamos ante un gran avance.
Los cinco son todavía muy chicos; sin embargo, ya comienzan a
demostrar lo que van a ser.

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HIPNOSIS

—¿Está de acuerdo con lo que vamos a hacer, Amira?


—Sí.
—Para que la hipnosis funcione necesito que se relaje y confíe en mí.
¿Usted confía en mí?
—…
—Está bien, no es necesario que mienta, no tiene por qué confiar en mí.
Para eso está con nosotros Alejandro. ¿Confía en Alejandro, Amira?
—Sí.
—Alejandro, ¿usted cree que este tratamiento será beneficioso para
Amira?
—Sí…, lo creo.
—¿Ve? Alejandro confía en mí, por lo tanto usted puede confiar en mí
también. Ahora vamos a empezar, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Relájese y fije su vista en el reloj que tengo en la mano. Comenzaré a
mover el reloj como si fuera un péndulo. Usted no apartará la vista de él en
ningún momento. Muy bien. Ahora voy a indicarle lo que debe hacer. Le
resultará muy fácil. Acompañe los movimientos del reloj con su respiración.
Inspire profundamente. Luego espire. Perfecto. Inspire. La respiración
pausada comenzará a hacerla sentir muy cómoda. Espire. Sus músculos se
distienden. Inspire. Si quiere bajar los párpados puede hacerlo. Espire.
Disfrute de la sensación de relajación y deje caer sus párpados. Inspire. No
luche contra ellos. Espire. Cierre los ojos. Ahora tiene mucho sueño. Cuando
yo se lo ordene quedará profundamente dormida. Mantenga los párpados
cerrados, sienta el cansancio invadiéndola. Duerma. A partir de este momento
usted está profundamente dormida. ¿Está dormida, Amira?
—Sí…
—Muy bien. Duerma. Continúe respirando profunda y regularmente,
sintiéndose a gusto, e intente imaginar una escalera. Me gustaría que
imaginara una escalera, no importa de qué tipo, una escalera de diez

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escalones. Imagínese en lo alto de esa escalera. ¿Ya está? Perfecto. Se


encuentra mentalmente en lo alto de la escalera y desde el escalón que está
pisando ve algunos escalones más. Dentro de un momento voy a empezar a
contar, con voz clara y fuerte, de uno a diez. Cada vez que yo pronuncie una
cifra, usted bajará un escalón. Con cada escalón que baje, retrocederá en el
tiempo hacia su infancia. Cuando llegue al último escalón, tendrá diez años.
Esta escalera la llevará a su niñez. Solo debe descender escalón por escalón,
hasta llegar al último. No me importa cuántos años tenga en cada escalón; lo
importante es que, cuando termine de descender la escalera, tendrá diez años.
¿Ha entendido correctamente?
—Sí…
—Muy bien. Voy a comenzar a contar. Uno. Baja al primer escalón,
comienza a volver en el tiempo hacia su infancia. Dos. Baja al segundo
escalón, es un poco más joven. Tres. Baja al tercer escalón, recuerde que
cuando termine de descender tendrá diez años. Cuatro. Baja al cuarto escalón,
sigue retrocediendo hacia su infancia. Cinco. Baja al quinto escalón, se
encuentra en la mitad de la escalera, cuando la descienda tendrá diez años.
Seis. Baja al sexto escalón, pronto habrá vuelto a tener diez años. Siete. Baja
al séptimo escalón, falta muy poco. Ocho. Baja al octavo escalón, ya es una
niña; cuando termine de descender la escalera, tendrá diez años. Nueve. Solo
falta uno, al descenderlo tendrá usted diez años. Diez. Ha descendido la
escalera, tiene diez años. Abra los ojos.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

4 de marzo de 1890

Azul ha comprendido finalmente lo que es la muerte. Hace unos días


entré a su cuarto y la encontré tirada en el piso con los ojos abiertos y una
mueca rígida en su carita. Me acerqué asustado. Al intentar moverla no
reaccionó. Por un segundo temí lo peor, pero enseguida noté que estaba
caliente, y al comprobar su pulso, lo encontré normal. Entonces le hice
cosquillas y no pudo evitar largar una risita. Estaba jugando a hacerse la
muerta. Tanto esperar en silencio a que las mariposas revivieran la ha
llevado a comprender que, cuando el impulso de la vida abandona el cuerpo,
este queda duro y no se puede esperar nada más de él.
Pasa buena parte del día en esa posición. Hacerse la muerta es ahora su
juego favorito.
En cuanto a mi personal, si bien cada cual cumple con las tareas que le
corresponden, me preocupa que el aislamiento en el que vivimos pueda
afectarlos. Especialmente a Joseph. Ya son varias las noches en que lo
encuentro borracho al punto de no reconocerme. Entiendo que sufre más que
el resto esta soledad, dado que, al no tener ningún tipo de inclinación
intelectual, no encuentra en el estudio el sosiego que si encontramos Brian,
Félix, Marie o yo.

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JOSEPH, EL CANGREJO GIGANTE

—¿Cuántos años tienes, Amira?


—Yo no soy Amira…
Alejandro y Máximo Landore intercambiaron miradas.
—¿Cuál es tu nombre entonces?
—Azul.
—¿Azul? Es un bonito nombre.
—Gracias.
—¿Dónde te encuentras, Azul?
—En mi habitación.
—¿Cómo es tu habitación?
—Blanca.
—¿En qué parte de tu habitación te encuentras?
—Estoy sentada en mi cama.
—¿Qué haces?
—Nada.
—¿Cómo te sientes?
—Aburrida.
—Descríbeme la habitación con más detalle.
—Es blanca.
—Más detalles…
—Paredes blancas, techo blanco, piso blanco, una puerta blanca.
—¿Estás sola?
—Siempre… casi siempre.
—Y cuando no estás sola, ¿con quién estás?
—Con alguno de ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—Los que están del otro lado de la puerta.
—¿Puedes abrir la puerta?
—No.
—O sea que no puedes salir…

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—Sí, puedo, pero no por la puerta.


—¿Y por dónde sales entonces?
—Por el pozo.
—¿Qué pozo?
—El pozo que tengo en mi habitación. Yo misma lo cavé.
—¿Y para qué sirve el pozo?
—Para escapar.
—¿Vas a escapar pronto?
—Puedo escaparme cuando quiera. Lo he hecho muchas veces. Si quiero
puedo escapar ahora. Solo tengo que tirarme al pozo. Abajo está el pasillo.
—¿El pasillo?
—Sí, el pasillo.
—¿Y adónde lleva el pasillo?
—A la playa.
—¿Has estado en esa playa?
—Si.
—¿Cuándo?
—Voy todo el tiempo. Bajo al pozo, recorro el pasillo y salgo a la playa.
—¿Cómo es la playa?
—Hay sol y mar y arena.
—¿Estás en la playa ahora?
—Sí…
—¿Te gusta?
—Mucho. Quiero ir al agua.
—Descríbeme la playa, Azul.
—Es hermosa. El agua es transparente. No hay olas. Está fría.
—¿Y qué es lo que haces cuando vas a la playa?
—Quiero meterme. Quiero meterme al agua.
—¿Sueles hacerlo?
—Siempre. Primero piso con mi pie el mar… lo tengo debajo de mi pie…
piso con el otro… Estoy caminando. Es hermoso.
—¿Por dónde estás caminando?
—Por el mar…
—¿Quieres decir por la playa?

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—No. Por el mar… Sobre el agua…


—¿Caminas sobre el agua?
—Sí.
—¿Cómo puedes hacerlo?
—Lo hago siempre. Me vuelvo liviana. Así. Me vuelvo liviana para no
hundirme. Si quiero puedo saltar. También correr o bailar. Ahora estoy
corriendo. Más rápido, cada vez más rápido.
—¿Y adónde vas?
—A ningún lado.
—¿Qué hay del otro lado del mar?
—Nada. El mar no va a ningún lado. Solo está ahí. Pero puedo alejarme
por él todo lo que quiera.
—Azul, quiero que vuelvas a tu cuarto y me cuentes quién te puso ahí.
—No quiero.
—¿Por qué no quieres?
—Me gusta caminar por el mar, no quiero volver.
—Necesito que lo hagas…
—No puedo volver ahora. Es peligroso.
—¿Por qué es peligroso?
—Por Joseph.
—¿Quién es Joseph?
—Un cangrejo. Un cangrejo gigante. Se cree la gran cosa porque es
marinero. Pero es basura. No sirve para nada, siempre se lo dicen.
—¿Cómo es Joseph? Descríbelo.
—Es un cangrejo gigante. Tiene tenazas con pinzas y patas de insecto.
Los ojos están incrustados en la cara, metidos para adentro. La nariz es roja y
se le cae. Escupe. Es fuerte pero idiota. Ahí viene.
—¿Joseph viene?
—Sí. Me tengo que ir. Ya me vio.
—¿Qué hace?
—Se sumerge en el mar para atraparme. Yo corro. Está furioso. Escupe.
Le pega al mar para hacerme caer. Pero no me caigo. Sigo corriendo sobre el
agua. Tengo miedo, esta cerca. Abre la boca. Me quiere comer. Asqueroso…
es asqueroso… Alguien le grita que no lo haga. Que si lo hace lo va a matar.

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Y Joseph tiene miedo.


—¿Quién le grita a Joseph?
Los gritos vienen de la playa. Es un hombre. Acaba de salir de una cueva.
Solo veo su sombra. Me saluda con la mano. Lo conozco.
—¿Quién es ese hombre, Azul? ¿Quién es?
Los grandes ojos negros de Amira brillan en la oscuridad del cuarto de
Máximo. La espalda se arquea y un ligero temblor recorre sus hombros
mientras en sus labios se dibuja una pequeña sonrisa de emoción.
—Es Andrew. Mi padre.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

4 de abril de 1890

A veces me pregunto si mi equipo de trabajo es consciente de la


importante misión de la que forman parte. Pareciera que por momentos
olvidan por qué hacemos lo que hacemos. Marie; quizá por ser mujer, se
muestra demasiado sensible con los niños. Necesita endurecer su carácter si
quiere continuar con esta tarea. A Félix, en cambio, debo controlarlo si no
quiero encontrarme un día con un niño muerto. Brian es el más medido e
inteligente. ¡Pero es tan inútil y torpe! A veces logra ponerme
verdaderamente nervioso. Por las noches cenamos los cuatro juntos (Brian,
Félix, Marie y yo; Joseph anda por ahí, en sus asuntos, emborrachándose).
Discutimos sobre nuestras últimas lecturas y casi nunca hablarnos de los
niños. En general llevo yo la palabra y ellos me oyen con atención. Trato de
enseñarles, de que aprovechen el momento que pasan conmigo para
incrementar sus conocimientos. Ellos también son mi responsabilidad.

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REALIDAD

Muchos años atrás, en una de las pocas visitas a un cabaret que había
hecho en su vida, Alejandro había tenido una especie de revelación.
Observaba a una señora algo mayor para su oficio y bastante gorda. Mientras
la mujer sonreía y posaba provocativamente con su corsé blanco, Alejandro
comprendió una importante verdad sobre la imaginación humana. La mujer
jugaba a ser sensual, creaba un personaje y se entregaba dando su mejor
esfuerzo. El corsé blanco era su disfraz, la entrada a una versión distinta de
ella misma. Pero el atuendo le quedaba chico. Los pliegues de carne
escapaban al control del pedazo de tela; se salían por arriba, por abajo,
pequeños y grandes rollos que se asomaban curiosos en completa rebeldía a
la figura impuesta. El corsé dibujaba en el cuerpo una cintura fina, un busto
prominente, una cadera armónica. Pero ni la cintura, ni el busto, ni la cadera
eran reales: la verdad estaba en los rollos. El vestuario elegido era la ficción;
el cuerpo, la realidad. La ficción, la fantasía, la imaginación, como el corsé,
pretendían imponer un orden a la realidad: «este es el comienzo», «este es el
final», «esta historia trata de esto», «este es bueno, aquel es malo». Pero la
realidad siempre era más grande, siempre más compleja. Como el
desbordante cuerpo de aquella mujer, la realidad no permitía ser encorsetada.
Ahora, Amira Annuar caminaba junto a él y no había corsé posible que la
abarcara. Su historia parecía escapar a cualquier orden lógico que Alejandro
intentara imponerle. Lo que más le molestaba era saber que esta historia se
desarrollaba sin su participación, sin que pudiera tomar ninguna decisión para
cambiar el rumbo de los acontecimientos. La maquinaria infernal que se
había puesto en funcionamiento la noche en que los niños desaparecieron,
aún ahora, veinticinco años después, seguía su marcha inexorable hacia un
final que no comprendía. ¿Qué podía hacer él ante Amira y su mundo de
sueños? ¿Qué hacer ante Demien y su silencio? ¿Qué, ante Dimitri y su
actitud perruna? ¿Cómo luchar contra un cangrejo gigante llamado Joseph?
Solo podía dejar que todo siguiera su curso y sorprenderse ante cada nueva
pieza del rompecabezas. ¿Y si el rompecabezas no formaba ninguna imagen?

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¿Y si las piezas se sucedían unas a otras agregando más y más confusión?


Al salir de lo de Landore, Amira le había pedido que volvieran
caminando. No cruzaron palabra en todo el canino. Mientras la miraba andar,
Alejandro se pregunto hasta qué punto ella sería consciente de lo que había
dicho en la habitación del hipnotizador. Había cruzado algunas palabras con
Máximo antes de abandonar su despacho, mientras Amira lo esperaba en la
habitación contigua. Landore estaba tan confundido como él en cuanto a los
resultados de la sesión.
—¿Y? ¿Cuál es su opinión? —le había preguntado Alejandro.
—No sé qué pensar. No parece estar mintiendo. Por otro lado, lo que dijo
no tiene el menor sentido, al menos para mí. ¿Usted entendió algo?
—No… pensé que usted sí…
—No. Yo solo puedo hipnotizarla, de ahí a entender lo que dice…
Mientras pensaba, Máximo recorría con la mano su barba rojiza.
Alejandro descubrió que ese gesto era habitual en él, pues ya lo había notado
en el encuentro anterior. Pasaba el pulgar y el índice lentamente por su barba,
de una punta a la otra, en una especie de reconocimiento del terreno. Cada
tanto se detenía en algún pelo en particular para, luego de amasarlo durante
unos segundos entre las dos yemas, arrancarlo de un tirón. Cuáles eran los
pelos que debían ser arrancados, solo sus dedos parecían saberlo.
—Era como si relatara un sueño… —dijo Máximo después de una larga
pausa reflexiva durante la cual tres pelos fueron forzados a abandonar su
barba—. Puede que haya expresado sus recuerdos a través de símbolos… Es
muy extraño, nunca vi nada igual…
—¿Y por qué no recuerda las cosas tal como fueron?
—No sabría decirle. Ya expliqué varias veces que la hipnosis es una
ciencia con zonas oscuras. El caso de Amira es complejo. Esto, por supuesto,
si es que no está mintiendo.
—Creí que esa opción había quedado descartada. Acaba de decir que no
parecía estar mintiendo…
—Dije que no parecía, pero pudo engañarme. ¿Por que no? Mi veredicto
no prueba nada, una mujer tan hermosa como Amira puede engañarme
fácilmente, se lo aseguro. Pero si no mintió, lo único que podemos hacer por
ahora es meditar sobre lo que oímos y tratar de buscarle un sentido.

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Alejandro se preguntaba si ese sentido existiría, si realmente habría


alguna forma lógica de interpretar el relato de Amira bajo hipnosis. Mientras
la acompañaba a su casa, lo invadió una pena infinita. No pena por ella, sino
más bien por él. Por su incapacidad para ayudarla. El dinero ya no importaba.
Pensó en sus amigos y compañeros de estudios dedicados a la política,
comprometidos con causas nobles que involucraban el futuro, el progreso, la
Nación. Pensó en los festejos del Centenario inflamando los discursos, en los
corazones encendidos por la búsqueda del cambio. Pensó en la democracia, la
justicia, la libertad en sus mil formas, muchas veces opuestas. Él tenía una
causa más humilde: ayudar a esa niña grande a salir de su mundo de fantasía.
Y estaba fracasando. Por simple que fuera su meta, no lograba correr el velo
que se cernía sobre el pasado de Amira.
Cuando llegaron a la casa de los Annuar, se despidieron con un gesto
confuso a mitad de camino entre el saludo formal y la confianza de dos
amigos. Ella lo miró directo a los ojos y sonrió. Era su forma de decirle que
no se preocupara demasiado, que todo iba a estar bien. Una sonrisa que era
también de agradecimiento, que indicaba que, a pesar de lo desconectada del
mundo que parecía estar, entendía los esfuerzos que él estaba haciendo por
ayudarla. Y él sintió esa sonrisa como si fuera el mejor de los abrazos.
Alejandro siempre había disfrutado especialmente el momento previo a
dormirse. El estado de conciencia adormecida, intermedio entre la vigilia y el
sueño, en el que las imágenes del día comienzan a mezclarse con el barro
acumulado de años de experiencias, y juntos gestan la materia de los sueños.
Ese momento había sido siempre de los más felices de su vida. Una felicidad
íntima, secreta, cercana a lo religioso, mística.
Cerró los ojos. En la oscuridad de su cuarto, en la oscuridad de sus ojos
cerrados, en la oscuridad de su mente confusa, comenzó a dormirse y el
mundo fue desapareciendo junto con la vigilia. Desapareció su cuarto de
prolija austeridad, desapareció Buenos Aires y los hombres que recorrían sus
calles dándole forma, desaparecieron el Centenario, la redacción del diario,
las discusiones, las voces y las opiniones, desaparecieron las mujeres y el
deseo, desapareció el mundo y todo lo que hay en él. Y cuando ya estaba
sumergido en la zona donde vigilia y sueño se hacen uno, apareció un rostro.
Líneas que se cruzaban. Rectas, curvas, daban formas, dibujaban con luz en

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la oscuridad. Dibujaban labios finos, ojos negros brillantes; un rostro que


Alejandro conocía. El rostro de Amira Annuar brillando en todo su esplendor.
El mundo no competía con ella, había desaparecido para dejarle el lugar que
merecía. Alejandro la contemplaba en un tiempo sin tiempo y mientras lo
hacía descubrió que la amaba, que desde el primer día en que se encontraron
no había dejado de pensar en ella. Y aunque ya estaba dormido, el
descubrimiento le dolió.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

18 de septiembre de 1890

Azul: le he hablado sobre la Tierra y los animales que viven en ella. Le


ha gustado mucho. También le mostré algunas ilustraciones. La que más le
ha gustado es una de una isla en el medio del mar. Pidió quedársela y se
pasó un día entero con sus ojos negros fijos en ella.
Negro: soltamos un conejo en su cuarto. No hizo falta que el conejo le
hiciera nada, dos minutos después de que entrara, Negro ya le había roto el
cuello y acabado con su vida. Lo extraño vino después. Tuvo el cadáver
varios días en su poder, y se ponía loco si intentábamos tomarlo. Le sacó las
tripas, las enroscó alrededor del cuello del animal, le arrancó una pata y se
la puso en la boca. Yo no entendía qué era lo que estaba haciendo hasta que
finalmente me di cuenta: estaba jugando. El cadáver del conejo era su
primer juguete.
Blanco: ¡por Dios, cómo me aburro cada vez que voy a visitarlo! Debo
soportar que me cuente sus insignificantes vivencias, que me haga preguntas
estúpidas. La normalidad… el mayor de nuestros enemigos.
Verde: le estoy enseñando a leer. ¡Es tan inteligente! No deja de
sorprenderme y darme satisfacciones.
Marrón: se ha convertido en todo un perro: ladra, muerde; ya no tiene el
menor atisbo de humanidad.

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VISITA AL PUERTO

—Andrew… ¿Su padre?


—Eso dijo.
Omar caminaba nervioso de una punta del salón a otra.
—¿Y qué más?
—No mucho.
—Su padre… su padre…
—Por supuesto que no se refería a usted.
Las manos de Omar lo tomaron por las solapas del saco antes de que
pudiera reaccionar.
—¡Claro que no! ¡No vi a mi hija durante veinticinco años! ¿¡Quién es
ese hombre!? ¿¡Quién me robó a mi hija!?
—Tranquilícese, por favor…
Alejandro empujó suavemente a Omar para no tirarlo al piso, pero con la
suficiente fuerza como para sacárselo de encima. Al tomar conciencia de lo
que había hecho, Omar se retiró avergonzado a la otra punta del salón.
—Perdón… yo soy su padre… ¡yo! ¿Quién es? Tengo que saberlo…
—Y lo vamos a saber.
En la calle cada día había más banderas. A medida que el 25 de mayo se
acercaba, un patriotismo embriagador invadía el ánimo de los porteños.
Alejandro caminaba entre las banderas blancas y celestes con la cabeza en
otra parte. Rehacía en su mente la sesión de hipnosis de Amira. Máximo le
había aconsejado que encontrara el sentido del relato y, desde aquella noche,
lo intentaba. Una y otra vez evocaba la voz de Amira que hablaba de la
habitación blanca, de la playa, del caminar sobre el agua, del cangrejo
gigante, de su papá, y, poco a poco, el asombro ante lo extraño de la historia
fue despejándose para dejar al desnudo algunos datos concretos.
Separando cada uno de los elementos del relato, Alejandro pudo
distinguir lo que le era de utilidad para su investigación. Tenía un lugar, una
especie de celda blanca que mediante un túnel comunicaba a una playa. Tenía
a un personaje, el cangrejo gigante, y ahí la cosa se ponía más interesante

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pues al menos sabía el nombre —Joseph— y su profesión: «El cangrejo


gigante es marinero» más algunas señas particulares, como los escupitajos
constantes. Si tomaba en cuenta estos datos, llegaba a un resultado con
apariencia, al menos, de pista, un marinero llamado Joseph. Pero ¿por qué un
cangrejo? Luego de pensarlo mucho recordó que los marineros solían tatuarse
símbolos de su oficio; quizás, en la confusión mental de Amira, un marinero
con un cangrejo tatuado se había convertido en un cangrejo gigante.
Decidió que ya era momento de pasar a una etapa más activa de la
investigación. Si había un marinero involucrado, él sabía dónde encontrarlo.
Esperó a que se hiciera de noche y salió.
Hacía frío para esa época del año. Dejó atrás el centro, luego el Bajo y
entró en el puerto. Las calles del puerto eran de las más sucias; ni siquiera los
preparativos para los festejos del Centenario, verdadera lavada de cara para la
ciudad entera, evitaban que las ratas anduviesen a su antojo por el lugar.
Alejandro había tenido la precaución de vestir humildemente para que
quien lo cruzase lo tomara por un vecino del lugar. Sabía bien adonde tenía
que ir para encontrar lo que estaba buscando y pronto el sonido de las risas y
la música proveniente de los piringundines le indicó que había llegado. Entró
en uno de los tantos tugurios que cruzó. El lugar estaba bastante lleno y el
ánimo era festivo.
Entre los parroquianos, buscó al más apropiado para sus fines. Encontró
candidato en un viejo de boina, barba blanca y pocos dientes que en una mesa
roñosa tomaba una caña. Lo encaró.
—Buenas noches —saludó mientras se arrimaba a la mesa.
El viejo lo miró con curiosidad.
—Buonasera —respondió con desgano.
—¿Le invito otra copa?
—Grazie.
La aceptación del viejo le daba derecho a sentarse a la mesa.
—Estoy buscando a alguien —dijo Alejandro.
El viejo se limitó a realizar un gesto difuso con los hombros, como
diciendo «mucha gente busca a mucha gente».
—Un marinero de nombre Joseph, extranjero seguramente, con un tatuaje
de un cangrejo en alguna parte del cuerpo…

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El viejo daba vueltas y no respondía; se distraía con el barullo de las


mesas circundantes, se reía de chistes que nadie le hacía. Obviamente estaba
esperando una recompensa mayor por su respuesta que un vaso de caña.
Alejandro ya tenía listo el billete entre el dedo índice y el mayor, y con solo
mostrarlo fugazmente recuperó la atención del viejo.
—Yo no sé nada… Sé que hay gente que se esconde. El puerto es un
buen lugar. Muchos hicieron cosas malas. Hay que tener cuidado…
El viejo se calló y miró ansioso la mano que tenía el billete.
—No me ha dicho nada que no supiera —contestó Alejandro con
frialdad.
El viejo volvió a hacer uno de sus gestos difusos mientras se rascaba la
cabeza.
—Pero es que yo no sé nada. Conozco gente que sabe, pero yo no sé
nada…
—Entonces, ¿por qué no me lleva con alguien que sepa? Me haría un
buen favor.
Refunfuñando en italiano, el viejo le indicó que lo siguiera. Salieron a la
calle. Casi se llevan por delante a una pareja que se divertía en la puerta del
boliche. El hombre los insultó, pero ni el viejo ni Alejandro le hicieron caso.
Caminando en la oscuridad, se apartaron un par de calles hasta llegar a otro
local tan pestilente como el anterior. Entraron. En la mitad del salón, el viejo
le índico con un gesto que lo esperara ahí mientras él se arcaba a una mesa
del fondo en la que un hombre corpulento besaba el cuello de una muchacha
sentada en su regazo. El hombre oyó lo que el viejo decía y, a través de la
capa de humo que los separaba, clavó la vista en Alejandro. Despidió a la
muchacha, que dejó los arrumacos fastidiada. La mirada adusta del hombre le
indicó que se acercara. Mientras se sentaba a la mesa, el billete que llevaba en
la mano izquierda pasó a la derecha del viejo, y al instante desapareció. El
hombretón liquidó de un trago su bebida y observó a Alejandro mientras se
rascaba el mentón.
—Bueno, amigo, ¿qué lo trae por aquí?
—Estoy buscando a alguien.
Con solo una mirada el hombre pidió otra bebida a la chica que antes
estaba sentada en su regazo.

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—Primero lo primero: antes de que me diga a quién busca, me gustaría


saber por qué lo busca. No vaya a ser cosa que ayude a alguien a quien no
quiero ayudar…
—Un asunto personal. Es amigo de una amiga, necesito hablar con él. No
soy policía, si eso lo que le preocupa.
El hombre rio con fuerza mostrando una blanca hilera de dientes en mejor
estado de lo que se podría esperar.
—Pero claro, amigo, ¿cómo va a ser policía con esa cara?
Alejandro prefirió pensar que no tener cara de policía era una especie de
elogio.
—Y este amigo de su amiga… ¿sabe el nombre?
—Joseph, un marinero. Tiene un cangrejo tatuado en alguna parte del
cuerpo.
Como si recorriera rápidamente un enorme archivo de datos ubicado en
algún rincón de su mente, el hombre mantuvo la mirada en suspenso durante
unos segundos.
—No me suena. Y eso que por acá conozco a todo el mundo. Me parece
que está buscando en el lugar equivocado.
—¿Está seguro?
—Sí.
«Algunas personas se cambian los nombres —pensó Alejandro—.
Especialmente aquellas que no quieren ser encontradas».
—¿Y algún marinero con un cangrejo tatuado? Olvídese del nombre.
—El tema de los tatuajes es difícil; no todos están a la vista, algunos son
muy graciosos… Pero cangrejo, no. No recuerdo haber visto ninguno.
Decepcionado, le dio algunos billetes al hombre y se paró dispuesto a
abandonar el lugar.
—Lamento no haber sido de ayuda. Si tiene algún dato más véngame a
ver, nunca se sabe.
Afuera, la noche continuaba. Quiso llenarse de aire para oxigenar sus
ideas y fue un error; el olor a restos marinos del puerto golpeó con fuerza sus
fosas nasales. Un borracho pasó dando tumbos en busca del equilibrio
perdido; dos pasos a la izquierda, tres a la derecha, de nuevo a la izquierda,
otra vez a la derecha; avanzaba en zigzag, caminando de costado… ¿Cómo

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un cangrejo? Se preguntó si a eso se referiría la imagen del relato de Amira.


¿Un marinero borracho? ¿Eso era el cangrejo?
—Olvídese del cangrejo, estoy buscando a un marinero borracho.
El hombre, que de nuevo cargaba a la señorita sobre su regazo, le
devolvió una mirada cansada mientras reía sin mover los labios.
—¿Un marinero borracho? Tire una piedra por la ventana y seguro le
pega a uno.
Con las imágenes de la descripción de Amira en mente, Alejandro fue
convirtiendo al cangrejo en hombre.
—Un marinero extranjero, ahora debe ser un hombre grande, arriba de los
cincuenta; los brazos gruesos, fuertes como tenazas; las piernas flaquitas,
como de insecto; tiene los ojos chiquitos, metidos para adentro, como
incrustados en la carne; y la nariz roja, muy roja, parece como que se le cae,
puede ser que debido al alcohol. Y escupe, está constantemente escupiendo.
La chica se paró y fue a atender otra mesa. El hombre bajó la mirada
mientras pronunciaba el nombre.
—El viejo Tomás…
—¿Tomás? ¿Así se llama?
—La descripción que usted hace suena a Tomás…
—¿Lo conoce? ¿Sabe dónde está?
—Sí… es un buen hombre. Grande ya, no molesta a nadie. ¿Qué hizo?
—No sé qué hizo, pero necesito encontrarlo.
—¿Para qué?
—Para hablar, solo para hablar.
El hombre se rascó la barbilla y observó a Alejandro un rato, como
evaluándolo.
—El viejo Tomás no molesta a nadie, vive en el barrio de las ranas vaya a
saber desde cuándo, en un rancherío que si lo ve no puede desearle nada peor.
A veces los hombres jóvenes cometen errores que después los persiguen
hasta viejos. Es lo que yo les digo siempre a mis hijos: cuidado, que lo que
hagan ahora después se paga y caro. Si lo busca a Tomás por alguna macana
que se haya mandado de joven, tenga en cuenta que peor de lo que está no
puede estar.
—Ya le dije que solo quiero hablar con él, nada más. Quizá ni siquiera es

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la persona que busco.


—Habla y nada más. Y a mí ni me menciona…
—Por supuesto.
Al llegar al lugar, entendió las advertencias del hombre. Se trataba de la
parte más oscura del barrio de las ranas. «Seguro que aquí no la traen de
visita oficial a la infanta Isabel de Borbón», pensó Alejandro. Era la cara
oculta de los festejos del Centenario, lo que había que tapar con las fiestas y
los monumentos. En una callejuela de tierra inmunda, donde un par de
ranchos precarios apenas se distinguían de la basura que los rodeaba, vivía el
viejo Tomás, posible candidato a ser Joseph, el cangrejo gigante.
Por la descripción del informante, Alejandro distinguió la vivienda
enseguida: un montón de chapas amontonadas, una cortina de tela raída como
puerta, un par de pilotes torcidos haciendo las veces de columnas y en el
frente una montaña de basura que un perro hambriento trepaba buscando algo
que comer. Alejandro se escondió y esperó. Cayó una lluvia fina que le caló
los huesos. La noche se fue haciendo profunda. Finalmente, una mano
velluda se asomó por la cortina-puerta y, un instante después, un hombre
grande con la cara surcada de arrugas, los ojos azules y chiquitos, el pelo
rubio ennegrecido por la mugre y la nariz tan roja como una enorme
remolacha, salió de la casa. Con las manos en la cintura y los ojos apenas
abiertos, escupió con tanta fuerza que casi pierde el equilibrio. Alejandro
abandonó su escondite.
—Buenas —dijo y comenzó a acercarse.
—Buenas… —respondió el hombre sorprendido, mientras trataba de
despejar el cerebro y ponerlo en funcionamiento.
Alejandro se le paró enfrente. Pensó que probablemente ese hombre no
tenía nada que ver, seguro solo era un pobre borracho más. Pero decidió
arriesgarse y actuar como si supusiera otra cosa.
—Joseph —dijo mirándolo a los ojos.
El hombre no tuvo tiempo de inventar nada. La boca abierta, la mirada
desorbitada y el pequeño temblor que recorría su cuerpo no dejaban dudas:
Alejandro había encontrado lo que buscaba. El hombre volvió a meterse en la
casa.
—Vamos, Joseph, sé que es usted. No le voy a hacer nada, solo necesito

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hacerle algunas preguntas.


Silencio. Intuyendo problemas, el perro que hurgaba en la basura se fue
sin hacer mucho ruido: tampoco había demasiado por qué quedarse, la basura
era basura para él también. Pasó un minuto exacto; Alejandro no se movió
del lugar. El hombre volvió a salir. Se lo veía más tranquilo, resignado
quizás. A pesar de la oscuridad, Alejandro pudo observar en detalle el rostro
agotado y surcado de arrugas. «Que estropicio humano» pensó. Casi sintió
lástima.
—Tenemos que hablar —dijo Alejandro con firmeza.
El hombre miró hacia todas partes, constatando que nadie los estuviera
espiando.
—Acá no.
Se puso a caminar y a Alejandro no le quedó otra opción que seguirlo.
Una luz fantasmal, que parecía venir de la luna aunque no hubiera luna en el
cielo, volvía difusas las formas y borraba los contornos. Pasaron las grúas
que al comenzar el día serían dueñas del puerto; pasaron los galpones, los
depósitos donde se guardan los granos de cereales, toneladas y toneladas de
alimento que atravesarán el mar para llegar a destinos distantes; riqueza de
otros y para otros. Llegaron a un descampado. Yuyos, ratas y ellos. Nada
más. El hombre se detuvo. La luz apenas alcanzaba para remarcar lo desolado
del lugar y llevó a Alejandro a preguntarse si había hecho bien en seguirlo
hasta allí. El viejo se volvió hacia él. Mientras se acercaba le brillaban los
ojos. Alejandro comenzó a preguntarse si el brillo era producto del contraste
con la oscuridad o algo que le venía al viejo desde adentro, un brillo
relacionado con la determinación que ahora veía también en la forma en que
los músculos del rostro se le contraían, en cómo los labios se apretaban, en la
endurecida quijada con los pocos dientes que quedaban en la boca
apretándose unos contra otros. Todo eso veía Alejandro mientras el viejo se
le acercaba. No llegó a ver el cuchillo; al cuchillo lo sintió demasiado tarde,
cuando ya entraba en su cuerpo. Solo sintió la punzada en el estómago y
luego cayó al suelo.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

2 de noviembre de 1890

¿Marie oculta sentimientos hacia mí? Supongo que no, pero a veces la
descubro observándome con una mirada que conozco en las mujeres. No sé,
quizás sea solo una impresión. Pero me parece que guarda el deseo de que
nuestra relación pase a ser en algún momento de tipo amoroso. Pobre chica,
es lógico, soy para ella un referente, el faro que guía su vida intelectual.
¿Cómo no va a sentirse atraída?
Negro atacó a Félix. Sabía que tarde o temprano iba a pasar: debe
odiarlo con toda su alma. Félix se distrajo y el niño le mordió la mano con
fuerza haciéndolo sangrar. Si no se lo hubiera sacado de encima con un
golpe, podría haberlo atacado en alguna zona sensible. Aunque Félix está
furioso, yo estoy contento. Me parece que es un adelanto.

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DESPERTAR

—Gracias a Dios está bien.


La voz suena dulce, tranquilizadora. Cuando llega a sus oídos crea un eco
y ese eco se convierte en una melodía, una secuencia de notas armónicas que
sigue una cadencia casi imperceptible, sin el compromiso en la constancia
que suele significar el ritmo, sin corcheas, negras o blancas, es un pulso más
cercano al ritmo de la vida. Ese que sincroniza la respiración con el fluir de la
sangre, la rotación del Sol con el crecimiento de un helecho, la marea y el
pestañear de unos ojos que la contemplan. Como la melodía es ejecutada por
la voz humana, cada nota está cargada de un sinfín de sentimientos que
ningún otro instrumento podría lograr. En sus ojos cerrados, la melodía se
viste con colores tenues y de paleta cromática de la carne; de ahí el calor que
sien al escucharla, como si fuera un líquido tibio que entra su cuerpo por los
oídos para llegar al torrente sanguíneo y revitalizarlo en su extensión. Se deja
invadir por la dulzura y siente cómo el calor se concentra en su pecho, que de
a poco se va expandiendo. Ya no es una cueva cerrada donde apenas pasa el
aire, ahora su pecho es una extensión de tierra firme abierta al cielo
interminable; una postal horizontal y vertical mente infinita. Y en el cielo de
su pecho y de esta ensoñación musical, surge como un rayo algo inesperado:
el sentido. La melodía, que ya era dulce, que ya era cálida, que ya era viva, se
completa cuando cobra sentido, y no es el sentido de las palabras el que
entiende, porque las palabras se le escapan, no existen para él, solo existe la
música, y si la voz dice «Gracias a Dios está bien», él entiende exactamente
eso pero musicalmente, y si las palabras transmiten preocupación, afecto,
amistad, la música maneja un sentido más profundo, pleno, único, sin
divisiones, un sentido que lo arropa y crea ese cielo interminable en su pecho
abierto en el que, de ser posible, se quedaría a vivir por siempre.
Cuando Alejandro abre los ojos descubre que está solo. ¿Y la voz?
Entonces recuerda a Joseph y el puerto: estuvo a punto de morir. ¿Cómo
llegó a su cama? Una punzada en el costado derecho le quita la fuerza. Lleva
la mano a la parte de su cuerpo de la que viene el dolor y encuentra que tiene

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el abdomen vendado. Se concentra en su estado de salud solo para poder


concentrarse en algo. Con esfuerzo, quita la venda y observa la herida. Se
alegra al cubrir que no es muy profunda. Por un momento se inca, pero
después recobra el equilibrio. ¿Quién curó su herida? ¿Quién lo salvó y lo
sacó de las manos del cuchillero? Tiene que volver al puerto y encontrar a ese
hombre. Da unos pasos por el cuarto para comprobar si puede caminar con
facilidad. A cada paso siente un pequeño tirón en el abdomen. Abrocha los
botones de su camisa y nota una mancha de sangre que quedaba tapada con el
saco puesto. Busca sus zapatos; pasa su mano por el pelo revuelto y se
prepara para salir.
Aunque quince minutos después está en la calle, al puerto nunca llega.
Con solo poner un pie afuera, Alejandro sabe que pasa algo raro. Lo nota en
el aire, un malestar que asciende desde los rostros crispados cruza la calle,
llena el clima denso y opresivo de la tarde. Ojos entrecerrados, labios
retorcidos por el asco; temor en los pasos rápidos, apurados por llegar a casa
o al trabajo.
Hacía tiempo que Alejandro había descubierto entre la ciudad y él un
compromiso no escrito que lo obligaba a sentir en carne propia cada
desgracia que le sucediera a la urbe. No sabía si esta relación se daba entre
todos los hombres y el lugar en el que vivían; pero él sufría cada herida que
la ciudad recibía. Buenos Aires y Alejandro estaban atados en un pacto de
sufrimiento mutuo. Si ocurría una inundación, un incendio, un derrumbe, sin
importar que fuera cerca o hubiese conocidos afectados, Buenos Aires se lo
hacía saber en el modo en que el viento golpeaba contra su ventana, en la
frialdad con que las baldosas recibían a sus pies y en modos inefables que no
se daban a través de ningún ejemplo sensitivo. Pero ¿sufría Buenos Aires las
desgracias que le ocurrían a él? Cuando él era el incendiado, el inundado, el
derrumbado, ¿a Buenos Aires se le achicaba el corazón hasta sentirse inútil?
Corre hasta un canillita para comprar el diario. El pobre niño sufre un
breve instante de temor al ver a Alejandro: una prueba más de que algo raro
pasa. Alejandro le saca un diario de la mano. La tapa está dedicada a un caso
policial. Las letras de molde parecen haber sido creadas especialmente para
escribir esa noticia, esa y ninguna otra. El horror salta de ellas como chispas
y Alejandro lee tan rápido que mezcla la primera línea con la quinta, descifra

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varias oraciones a la vez, tratando de hacerse una idea completa del cuadro y
volviendo una y otra vez al espeluznante titular con el que comienza la nota:
«ATROZ CRIMEN EN EL PUERTO».

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DIARIO DE J. F. ANDREW

4 de agosto de 1891

Esperaba que las drogas tuvieran un efecto más profundo en Azul. Es una
niña distraída, una pequeña mística, podríamos decir, pero yo esperaba algo
más… Últimamente estoy aplicando en ella una nueva técnica: enseñarle en
sueños. Mientras duerme me siento a su lado y voy transmitiéndole
conocimientos de la más diversa índole. Hablo en tono pausado y claro,
repitiendo varias veces cada frase para que quede grabada en su memoria.
Después, cuando está despierta, sondeo si lo que le he dicho en sueños quedó
registrado en su conciencia.
Ahora que Verde está leyendo, debo tener mucho cuidado en la selección
de los conocimientos que le imparto. Con sus cinco años no puedo darle
nada demasiado complejo, pero además debo cuidar que sus lecturas no
contradigan la idea del mundo que le he transmitido. Es muy importante que
siga creyendo que los niños pasan encerrados la primera parte de sus vidas
hasta que están listos para afrontar el mundo exterior: Esa idea es la que lo
mantiene tranquilo y estudiando. Por eso, tengo que descartar todo libro en
el que se hable de niños libres. ¡Y en la mayoría de los libros infantiles los
niños juegan, salen al exterior, tienen madres, van a la escuela! Me he visto
en la obligación de reescribir las historias que le doy. He tomado cuentos
clásicos y los he adecuado a la visión del mundo que tiene Verde. Reescribí
Hansel y Gretel, sin Gretel y sin padres. La terrible aventura con la bruja
que quiere comer a Hansel sucede cuando el niño escapa del cuarto donde
está encerrado, estudiando.
A Blanco, en cambio, sí permito que su nodriza le lea esos libros para
niños que, en mi opinión, no son más que manuales de adaptación sumisa a
las normas sociales. Ser bueno, respetar a los mayores, preocuparse por los
demás, el valor de compartir: la escuela de la mediocridad.

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LA OBRA

Los vecinos del puerto fueron rodeando la obra a medida que llegaban.
Primero uno, después otro, formaron un semicírculo contemplativo a su
alrededor. En el centro de lo que antes era un descampado desolado, la obra
brillaba bajo el sol matinal. Primero ganó la curiosidad. Si se acercaron, fue
porque intuyeron que algo extraño sucedía. Ninguno de los presentes llegó a
preguntarle a su compañero «¿qué es esto?», «¿quién lo puso aquí?»,
«¿cuándo apareció?». Porque en quien contemplaba la obra la curiosidad y la
sorpresa daban paso rápidamente al deslumbramiento frente a la belleza y a
una sensación de paz y sosiego, completamente absurda si se tenía en cuenta
el origen violento de la obra. Parecía estar ahí para despertar, en quienes
tuvieran el honor de estar frente a ella, los más sublimes sentimientos.
El rojo y el azul eran los colores predominantes; los mismos rojo y azul
que cualquier pintor aconsejaría no combinar, colores opuestos y hasta
enemigos: el rojo es cálido y se expande; el azul es frío y se contrae. Pero en
la obra no solo no competían, sino que se potenciaban y hasta se explicaban
uno a otro. Había también signos lineales, filiformes; indicaciones de
posibles movimientos, Triángulos, círculos y cuadrados estaban unidos por
un criterio imposible de explicar, pero presente. Y si era un conjunto de
formas y colores sin sentido, ¿por qué transmitía esa sensación de plenitud,
de profundidad espiritual? ¿Por qué esa señora, apenas vestida con un pedazo
de tela carcomida por las polillas y que en sus continuas privaciones y luchas
por la subsistencia jamás tuvo tiempo para el vuelo del espíritu, excepto
quizás en el rezo por un hijo enfermo, sentía ahora una emoción olvidada o
nunca conocida?
Arte. La idea fue haciéndose espacio poco a poco en sus mentes. Lo que
estaban viendo era arte. Poco sabían ellos de arte; el arte jamás había formado
parte de sus vidas. Y si la obra no representaba nada, si no había en ella
figuras, ni escenas, ni historia, y era solo una explosión de colores y texturas,
¿cómo podía ser arte? Los vecinos del puerto, pobres y analfabetos, no se
hicieron la pregunta en estos términos porque las reflexiones sobre el arte no

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entraban dentro de sus posibilidades; pero, justamente, como no había en


ellos esa reflexión, sabían que era arte. No les importaba que hasta ese
momento el arte fuera esas tristes esculturas de hombres a caballo, bustos y
gente desnuda rompiendo cadenas; eso estaba muy bien, pero esto era otra
cosa. Y esto era arte.
Felices, exultantes, embriagados, con ojos ávidos recorrían la obra de
punta a punta prestando atención a todo menos a su origen material. Querían
demorar el mayor tiempo posible la comprensión de lo sucedido para poder
así disfrutar de la obra. Por unos instantes, lo lograron. Luego —lo que desde
un primer momento era evidente— se volvió ineludible que ese rojo furioso
era sangre, que esa columna que se elevaba en el centro estaba formada de
intestinos y huesos, que esa explosión de colores eran vísceras y fluidos, y
que cada elemento de la obra había formado alguna vez parte de un hombre
vivo. Recién entonces se oyeron los primeros gritos.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

3 de junio de 1892

Azul: desde que le he hablado del mundo exterior, de las diferentes


tierras y seres vivos que hay más allá de su habitación, está convencida de
poder viajar a esos lugares con solo cerrar los ojos. Se sienta en su camita y
pasa horas soñando despierta. Luego, me cuenta unas increíbles aventuras
que por lo general dejan al descubierto su pobre y errada concepción del
mundo. Por ejemplo, está convencida de que es posible caminar sobre el
agua. ¡Si supiera la antigüedad de esta idea! Pero en ella no responde a un
simbolismo religioso, sino que al observar las ilustraciones sobre el mundo
marino que le traje, intuyó —con cierta lógica— que el agua capaz de
levantarse sobre sí misma y formar olas y espumas era de una categoría muy
distinta al agua que ella conoce, la que Marie usa para bañarla o la que le
damos de beber. Y si en las ilustraciones las olas se alzan como
amenazadoras montañas, ¿por qué no se iba a poder caminar sobre ellas?
Marrón: se lo ve algo deprimido, falto de voluntad, pero al menos su
comportamiento es completamente perruno.
Verde: su cuarto es el único que tiene una pequeña ventana que da al
jardín. Me pareció buena idea que tuviera ese mínimo contado con el mundo
exterior, principalmente para que recibiera algo de sol y aire fresco. Marrón
tiene mucho más espacio y luz en su galpón perrera; para lo que pretendo de
Negro sería perjudicial; y a Azul, la pobre Azul, le vendría bien un poco de
sol, su piel es tan blanca que parece una estatua, pero todo no se puede, una
ventana en su cuarto daría a la calle con el riesgo de que pasase alguien.
Últimamente, la obsesión de Verde con la ventana le ocupa la mayor parte
del día. Parado en puntas de pie, mira y mira hacia afuera, a veces directo al
sol, lo que de seguro no es bueno para su vista. Pero ¿qué puedo hacer? Si
clausuro la ventana ahora, moriría de la tristeza.

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Blanco: lo he internado en un colegio pupilo. Así que por un tiempo


puedo olvidarme de él. Un problema menos.
Negro: la semana pasada lo enfrentamos a un perro salvaje y acabó con
él en pocos minutos. Sigue con la desagradable costumbre de jugar con los
cadáveres; por ahora lo dejo.

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EL CUERPO HUMANO

Alejandro tenía en su cabeza demasiadas preguntas sin resolver. Al


misterioso regreso de los niños secuestrados y lo surgido en la sesión de
hipnosis con Amira, se sumaba ahora un asesinato. Y también, el deseo de
descubrir quién lo había salvado del cuchillo de Joseph. Necesitaba a alguien
que lo ayudase a pensar y por el momento solo contaba con Máximo
Landore.
Se encontraban en la confitería La Ideal, en una mesa apartada. Alejandro
le había pedido a Máximo que se vieran allí.
Observándolo fuera de la habitación de su hotel, en un ambiente tan poco
habitual para el hipnotizador como una confitería, Alejandro pensó que era
un tipo bastante raro. Esta impresión se hizo más fuerte cuando el
hipnotizador pareció entusiasmarse mientras Alejandro lo ponía tanto de las
novedades y le explicaba cómo había descifrado lo dicho por Amira en la
sesión de hipnosis hasta encontrar en el puerto a Joseph, el cangrejo gigante,
y cómo el antiguo marinero había intentado matarlo, para unas horas después
aparecer muerto.
—Leí algo sobre ese crimen en los diarios, no sabía que usted estuviera
involucrado…
—Y no lo estoy.
—¿Está seguro de eso?
—No sé lo que pasó. Estaba vivo.
—¿Y luego?
—Solo sé lo que leí en los diarios: alguien lo asesinó en el mismo
descampado en el que yo estaba, ensañándose especialmente con el
cadáver…
—Sí. Dicen que no fue un asesinato normal, que fue algo… artístico.
La palabra artístico quedó flotando en el aire durante un incómodo
silencio. Cerca de ellos, contra una pared, descansaba el busto de algún
prócer. En la otra punta del salón, una ninfa o alguna otra representación
idealista de la femineidad alzaba sus brazos al cielo. Eso era arte. Sin

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embargo, lo encontrado en el puerto tenía poco que ver con esa clase de arte.
—El cuerpo humano es tan poca cosa… —dijo Máximo.
—¿Perdón?
—¿No es ese el motivo de todos nuestros sufrimientos? Somos capaces
de soñar lo que no podemos realizar. He ahí la desgracia del hombre. Puedo
imaginarme levantando vuelo, y si me esfuerzo, puedo sentir ahora mismo el
aire golpeando contra mi rostro mientras me remonto al cielo. Sin embargo,
si me subo a lo más alto de este edificio y salto, ambos sabemos que
terminaré estrellado contra el piso. ¿Por qué?
—¿Porque no es un pájaro?
—No, hombre, le hablo de otra cosa. ¿Cómo es posible que seamos más
en nuestros sueños? ¿Qué nos impide superarnos?: nuestro cuerpo. Hay quien
se admira, con razón, de las cualidades del cuerpo humano y su innegable
armonía. Y no hay dudas de que se trata de una maquinaria extraordinaria,
tan extraordinaria como el cuerpo de una ballena, el de un león, o el de una
lombriz. Y sin embargo, mi alma es tanto más… y digo la mía porque la suya
no la conozco, ni la de nadie más, ni siquiera sé si las almas existen; me
refiero con alma a este conjunto de impresiones que soy yo. ¡Y es tan
increíble! Le aseguro que, si no fuera por mi cuerpo, podría volar. Le digo
más: si no fuera por mi cuerpo sería un extraordinario pianista, un atleta de
excepción y un gran bailarín, porque si no fuera por mi cuerpo, mi alma no
tendría límites. ¿Me sigue?
—La verdad es que no…
—Vamos, ¿no siente por momentos una fuerza descomunal, totalmente
desproporcionada con respecto a la que su cuerpo tiene? Cuando se enoja, por
ejemplo, ¿no siente que sería capaz de incendiar el universo entero si pudiera
hacer salir de su cuerpo el fuego inmenso que lo posee?
—No entiendo a qué viene todo esto…
Por un momento Máximo pareció decepcionado.
—El alma de un dios en el cuerpo de un animal: esa es la desgracia del
ser humano.
—Ajá. ¿Y qué tiene que ver eso con el asesinato?
—Piense en lo que el asesino hizo con el cuerpo. ¿No es esa una forma de
acabar con el límite del que le hablo? ¿No intentaba el asesino convertir el

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cuerpo humano en algo grandioso? Al transformar el cuerpo de su víctima en


una obra de arte, ¿no buscaba expresar lo que realmente es el ser humano?
Convirtió el cuerpo de un viejo borracho en algo maravilloso, extraño,
inexplicable. Como el alma.
—Sí… un viejo borracho que hasta hace poco estaba vivo, y aquí la
cuestión es filosofar menos y descubrir quién lo asesinó y por qué.
—Estoy tratando de pensar como la persona que cometió el crimen.
¿Prefiere que piense que esto es obra de fantasmas o de seres malignos
escapados del infierno y que a usted lo rescató un grupo de ángeles?
—No…
—A mí me gustaría; tengo debilidad por lo fantástico, aunque hasta el
momento mi vida haya sido estrictamente realista…
Alejandro interrumpió a Landore.
—Ese anciano era Joseph, el cangrejo gigante del relato de Amira, de eso
estoy seguro. Por lo tanto, quien lo baya matado lo hizo para que no hablara.
Por ahora, lo único que podemos hacer es realizar otra sesión de hipnosis con
Amira. ¿Está de acuerdo?
—Le dije cuando lo conocí que lo más probable era que su amiga
estuviese mintiendo, pero los últimos acontecimientos me están empujando a
creerle. Así que cuente conmigo; haremos otra sesión.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

23 de julio de 1893

¡Qué rápido crecen los niños! Pasar la vida entre ellos es estar frente al
constante recordatorio de nuestro propio envejecimiento. Porque si pienso
en el día en que los trajimos a la casa —¡esos bebés regordetes que no
sabían caminar!— y los miro ahora, grandes, formados, llego a la inevitable
confirmación de que el tiempo pasa, aunque para mí esté fresco el recuerdo
del comienzo de esta aventura.
Ya tienen nueve años. Azul es una mujercita en miniatura; Verde, tan
solemne, me sorprende cada día con su lucidez e inteligencia; Negro se ha
convertido en lo que esperábamos, una auténtica máquina de matar. En
cuanto a Marrón, a veces al verlo me olvido de que estoy frente a un ser
humano; y de Blanco, ¿qué puedo decir? Que ya es todo un bobalicón, como
la mayoría de los chicos normales de esa edad. Pero nuestra tarea continúa.
¡No hay que bajar los brazos! Recién estamos empezando, solo es el punto de
partida para que estos chicos se conviertan en seres realmente únicos y
extraordinarios. A través de ellos sabremos más sobre lo que oculta nuestra
mente, y sobre nuestro instinto y nuestras verdaderas capacidades, más que
nunca antes en la historia.
Me descubro fantaseando con que los niños son grandes y me felicitan y
me agradecen lo que hice por ellos. Que entienden que han sido parte de
algo maravilloso. Cuando ese día llegue, cuando podamos vernos a la cara
como iguales y entiendan la maravillosa misión que he cumplido con ellos,
creador y obra se reconocerán mutuamente, ya no habrá distancia entre
nosotros, y solo quedará el orgullo de la tarea cumplida.

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EL PARQUE LEZAMA

Aunque no viajaba mucho, en una oportunidad había intentado escapar de


la ciudad. Con la excusa de una propuesta de trabajo en un diario local y
veintidós años recién cumplidos, Alejandro se fue a vivir a un pueblito en las
afueras de Córdoba jurándose no volver. Su padre había reprobado la
mudanza, por supuesto.
Durante dos años, lo logró. En una casita humilde pero acogedora, pasó
los años cordobeses preguntándose por qué no había decidido emigrar antes.
A la distancia, la vida que llevaba en Buenos Aires se le hacía insana. Lo
suyo era el campo; el cielo despejado, el tiempo transcurriendo con lentitud.
En Córdoba descubrió que prefería los zigzagueantes caminos de tierra a las
calles marcadas a cuadrícula; el canto de los pájaros a los gritos de los
canillitas; las bocanadas de aire seco a la constante sensación de ahogo que le
producía caminar por el centro. Sin embargo, con voluntad no alcanzaba, y si
él prefería la naturaleza, la naturaleza no lo prefería a él: no lo querían ni el
cielo abierto, ni el arroyo zigzagueante, ni el pájaro cantor. Se lo hacían saber
a cada rato. Si el pájaro cantaba era por el terror que le producía su presencia,
si el paisaje era despejado era para esquivarlo, si la tarde era calurosa era para
sofocarlo. No hizo un solo amigo y las mujeres pasaban a su lado como si
fuera invisible.
Aguantó todo lo que pudo. Finalmente supo que, aunque nada quería
menos, tendría que volver a la capital.
Cuando llegó, Buenos Aires lo recibió con una sonrisa. En poco tiempo
rehízo sus relaciones y consiguió trabajo. La ciudad era buena con él y con
esa bondad buscaba humillarlo. Si antes la gran ciudad había accedido a ser
abandonada era para demostrarle que, tarde o temprano, volvería arrepentido
a su regazo.
Fue en ese regreso que el contrato entre Buenos Aires y Alejandro tomó
forma. Era bastante más complejo que un simple pacto de mutuo sufrimiento
e incluía muchas cláusulas. Pero había un lugar que Buenos Aires entregaba a
Alejandro, un regalo para él y nadie más, sin importar que fuera público y

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que por allí transitaran cientos de personas: ese lugar era suyo y era el
corazón de Buenos Aires, no corazón en el sentido de centro o de territorio de
mayor importancia; corazón por escondido, por íntimo. Era el sitio en que
Buenos Aires se mostraba a Alejandro sin artificios, sin pompas, en su bella
intimidad. Ese lugar era el Parque Lezama. Por eso, cuando le ofreció Amira
ir a pasear por el parque, lo hizo con la intención de mostrarse tal cual era, de
sincerarse ante ella: recibirla en su intimidad abriéndole las puertas de su
pequeño reino de lomas y árboles de raíces retorcidas. Y al mismo tiempo,
buscaba contemplar a Amira. Porque el parque tenía una cualidad que
Alejandro apreciaba por encima de cualquier otra luz. Era probable que solo
él lo notara o que el efecto se debiera a la familiaridad que tenía con el
paisaje, pero la luz del parque no se parecía a ninguna otra. En el parque no
se podía mentir, no a Alejandro al menos. Y bajo esa luz particular, pudo
confirmar lo que ya sabía: Amira era hermosa.
—Amira, creo que tendríamos que realizar otra sesión de hipnosis.
Tardaba en responder. O eso parecía cuando separaba sus labios
lentamente y permanecía en silencio, como dándole vueltas a lo que iba a
decir, como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas o se arrepintiera
antes de pronunciarlas. O quizás no, quizás hablaba con palabras silenciosas,
en una frecuencia no perceptible para el oído común, con palabras únicas y
bellas que nadie podía oír y recién después agregaba palabras de las sonoras,
de las comunes, para aquellos que no habían podido escuchar lo que
realmente había dicho.
—Yo… no sé si quiero…
—¿Por qué? ¿Fue una experiencia dolorosa?
—No, no lo fue, pero… ¿es realmente necesario?
—Creí que lo que más quería era recordar…
—La otra noche tuve un sueño. Usted y yo paseábamos por la ciudad, que
estaba más hermosa que nunca, porque no solo había coches y edificios en las
calles, sino también animales de todas las especies y árboles y flores, y
nosotros caminábamos y conversábamos, cuando de repente aparecía en el
cielo el águila, ya no en la jaula sino libre, volando libre, como usted dijo que
prefería. Y yo le hacía señas, le decía: «Ahí está el águila», y usted no oía, me
miraba pero no oía. Entonces el águila bajaba desde el cielo y con sus garras,

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que eran gigantescas, lo tomaba a usted y se lo llevaba. Se lo llevaba volando.


Lo veía desaparecer en el cielo mientras el águila se elevaba más y más…
—¿Y por ese sueño no quiere hacer otra sesión de hipnosis?
—Supongo que me preocupa lo que pueda pasarnos, a usted y a mí, si
seguimos adelante con esto.
—No se preocupe, Amira. No hay que prestarles atención a los sueños,
nada va a pasarnos.
Dejó a Amira en la casa de sus padres luego de combinar una segunda
sesión de hipnosis. Ya se había hecho de noche. Caminaba volviendo a su
casa cuando entre las sombras le pareció ver a alguien. Estaba a más de
cincuenta metros, parado en una esquina. Era bastante tarde y no había nadie
más en la calle. Aunque estaba lejos, lo que le llamó la atención fue la
inmovilidad del personaje. No iba ni venía. Estaba parado, sin más. Alejandro
caminó hacia él. El hombre no se movió. Al verlo con más claridad,
descubrió que llevaba un sombrero viejo, un traje muy gastado y que tenía
una posición corporal extraña, demasiado encorvada. Siguió caminando.
Entre las sombras, pudo ver el rostro. Descubrió un detalle perturbador: el
hombre tenía la boca abierta y media lengua afuera. Colgaba la lengua y
densos hilos de saliva caían sobre la camisa y el traje. Alejandro caminó más
rápido. El hombre se dio vuelta y comenzó a irse. Caminaba de una forma
extraña, forzada. Ahora sabía quién era. No lo había reconocido por la ropa.
Alejandro empezó a correr. Se estaba acercando. El hombre se dio vuelta y,
por un segundo, a Alejandro le pareció que sonreía. Luego, cambió su
posición y, corriendo en cuatro patas, se perdió en la oscuridad de una calle
de Constitución.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

25 de diciembre de 1893

Creo que Marie no ha tomado a bien mi idea. ¿Anoté ya en este diario


que la casé con Joseph? Me pareció que era lo mejor. El hombre y la mujer
han sido creados para estar juntos, y si entre mis seguidores tengo hombres y
mujeres (aunque la única mujer por ahora sea Marie), ¿por qué no van a
casarse entre ellos? ¿Qué mejor manera de continuar con nuestra tarea que
creando familias? Y de paso soluciono el problema de Joseph: una buena
mujer, como Marie, es la receta ideal para su mal Él es algo mayor para
ella, pero creo que eso es bueno en una pareja. Los problemas de Joseph —
su inestabilidad y el alcoholismo— encontrarán en Marie un límite que los
haga retroceder. La llamé a mi despacho para informarle la noticia. Cuando
entró se la veía muy contenta, pero su rostro fue desfigurándose a medida
que iba entendiendo. Pude ver su mueca de asco mientras le hablaba de
Joseph. Le expliqué que lo importante era que Joseph es uno de los nuestros
y ya que tarde o temprano, como mujer que es, tendría que casarse, ¿qué
mejor que hacerlo con un hombre de mi confianza como Joseph? Le recordé
que había jurado seguirme hasta las últimas consecuencias y obedecer mis
mandatos. «Sí, por supuesto» respondió ya llorando. Dio media vuelta y se
fue.
Celebramos la boda una semana después. Oficié de juez. Si un sacerdote
tiene el poder de unir matrimonios, ¿por qué no yo? Brian y Félix fueron los
testigos. Como una humorada, hice jurar a Joseph y a Marie sobre un
ejemplar de On the Origin of Species de Darwin. Los muchachos rieron un
buen rato. Después la pareja se retiró a sus aposentos. A Marie se la veía
asustada. Espero que Joseph haya sido suave con ella.

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MARIE

Flores era un lindo barrio. El oficial Ramírez pensó que si no cobrara una
miseria como policía, le gustaría comprar una casa en la zona. Estaba un poco
lejos del centro, pero pasaba el tranvía; había jardines cuidados y las calles
eran silenciosas. Un barrio tranquilo, con prolijas casas bajas, como a él le
gustaba. A una de esas casas se dirigía. La de la vieja y querida Marie. De las
muchas ancianas molestas con las que tenía que tratar en su condición de
policía, Marie era la menos complicada. Nunca nadie se quejaba de ella ni
ella de nadie. El oficial Ramírez ni siquiera la habría conocido si no hubiera
sido porque la anciana tenía grandes conocimientos de medicina —había sido
enfermera en su país natal, según le explicó de manera apresurada— que
habían salido a la luz una mañana en que un vecino casi se mata usando unas
tijeras de jardinería. Desde entonces, los vecinos se habían acostumbrado a
molestar a la vieja Marie con sus rodillas sangrantes, sus uñas encarnadas,
sus toses de medianoche. La anciana rezongaba un poco, pero siempre
terminaba dando un buen consejo con tal de que la dejasen en paz.
Ese día el oficial Ramírez se dirigía a la casa de Marie porque los vecinos
habían comentado que durante la noche se había escuchado una serie de
ruidos dignos de un edificio en construcción. Nadie se había quejado en
realidad, tratándose de Marie podían hacer la vista gorda a una noche de
desvelo. Pero al ir a tocar la puerta, los vecinos no habían obtenido respuesta
y decidieron avisar a la autoridad.
El oficial Ramírez estaba acostumbrado a ese tipo de tareas a las que iba
gustoso. Por lo general era cuestión de llamar a la puerta, hablar con los
dueños, explicarles que los vecinos se habían quejado, pedirles que por favor
no hicieran más ruido, o que juntaran la basura, o no pelearan a los gritos; en
fin, que cumplieran con las reglas del buen convivir que estaban quebrando, y
listo. A lo sumo, si alguno se ponía terco, gritar un poco; en el peor de los
casos, amenazar con llevarlo a la seccional, algo que por supuesto no iba a
suceder con la silenciosa y parca Marie. Fácil, sin problemas.
En cambio, los anarquistas… «Ese sí que es un problema grave», pensaba

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Ramírez. Había desarrollado un miedo irracional a los anarquistas. Estaba


convencido de que odiaban a los policías y deseaban verlos a todos muertos.
Para colmo, cualquiera podía ser anarquista. Había que andarse con cuidado.
Y la mejor manera de cuidarse era evitar la acción dedicándose a tareas como
la que le habían encomendado ese día.
Golpeó a la puerta y nadie respondió. Entonces sintió el olor. Un tufo
dulzón, tan fuerte que le hacía picar la garganta. No le costó mucho abrir la
puerta por la fuerza. En otra circunstancia no lo hubiera hecho, no tan pronto
al menos, pero el olor lo llamaba. Entró en la casa. Al principio solo vio
oscuridad. Y el olor. Porque al olor era como si pudiera verlo: una humareda
roja que provenía de la pared que estaba justo enfrente. Los ojos se le fueron
acostumbrando y la imagen en la pared comenzó a iluminarse. El olor era su
mensajero; el largo brazo con el que la imagen tomaba al oficial Ramírez de
la nuca y lo obligaba a contemplarla. Lo primero que vio fue el gran triángulo
central de texturas superpuestas sobre el que descubrió un mundo de violetas
y rojos ocultos. Ahora la imagen se ampliaba, como si de ella misma surgiera
la luz, y Ramírez pudo contemplar el cuadro entero: sobre su base, el
triángulo chocaba con un círculo que del enfrentamiento salía herido y
goteaba líneas que en su recorrido cobraban vida y salían disparadas hacia el
extremo izquierdo de la pared. Una media luna azul contemplaba la lucha
entre el triángulo y el círculo desde una esquina mientras acunaba un trapecio
de huesos molidos y sangre coagulada. El cuadro —si es que a eso se lo
podía llamar cuadro— era imponente por su tamaño y por su vocación de
esencia, como si fuera la primera vez, que esas formas y esos colores eran
pintados.
El oficial Ramírez cayó al piso, pero no dejó de mirar. Los ojos
permanecían abiertos, negando el deseo del cuerpo, que pedía escapar. Las
rodillas en el suelo y las manos sobre los muslos: la actitud del que reza ante
un ídolo. El rostro compungido, las lágrimas que comienzan a caer. En un
instante, un estallido de sensaciones formaron en Ramírez una zona franca,
libre de pensamiento, permitiendo que convivieran, en igualdad de peso,
sentimientos contrapuestos: la subyugación ante la belleza junto al horror a la
violencia; el amor al sublime misterio de la vida y la repugnancia ante la
carne podrida; el orgullo de la trascendencia que solo el hombre posee y la

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vergüenza por lo que con esa trascendencia se hace. Y sobre estos


sentimientos, la certeza del crimen. Porque desde el primer momento
Ramírez entendió la obra. Supo que esa explosión de colores y formas puras
estaba compuesta por sangre, vísceras y huesos humanos. Lo supo por cómo
reaccionaron su sangre, sus vísceras, sus huesos.
Cuando la conciencia de sí mismo volvió, el oficial Ramírez se descubrió
de rodillas y llorando, como si hubiera estado en la iglesia en su día de mayor
fe. Reaccionó como si se hubiera descubierto adorando a un ídolo infernal:
tambaleando se levantó, se dio vuelta y comenzó a correr. En la calle, la
gente lo siguió con curiosidad; no todos los días se ve a un policía corriendo
y llorando. Lo que no sabían era que, en ese momento, Ramírez ya no era un
policía; más bien era un fantasma que ha visto el futuro.
Mientras corre, Ramírez no recuerda ya su temor a los anarquistas porque
acaba de presenciar con sus propios ojos algo que le resulta más oscuro que
la falta de orden; aunque no podría expresarlo en palabras, sabe que acaba de
contemplar el nacimiento de un nuevo orden, despiadado, cruel e
incomprensible, un nuevo orden que para nacer necesita destruir lo
establecido y crear con sus vísceras.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

26 de noviembre de 1894

Le traje a Azul un nuevo regalo. Uno de esos hormigueros de vidrio en


los que pueden verse la actividad de las hormigas y sus laberínticos pasillos
y cámaras. Por supuesto que le encantó. Me abrazó con tanta fuerza que creí
que no me soltaría jamás. En su mirada había gratitud, admiración y…
amor.
Continuando con el amor: ayer pasé la tarde con Blanco. Él estaba con
sus juguetes y yo con mis libros, cuando de repente dejó lo que estaba
haciendo, vino y me abrazó. «Te amo, papá», dijo. Fue completamente
distinto a lo sucedido con Azul. En este caso sentí repugnancia. ¿Qué puede
saber ese niño sobre el amor? ¿Quién le ha enseñado esa palabra, en primer
lugar? Solo repite fórmulas que oyó a otros niños o a otros adultos. Nada
tiene que ver con el amor que había en los ojos de Azul: el de Blanco es un
amor de novela, de lugar común, el niño que se abraza a su padre y le dice
«te amo, papá». Tan pequeño y ya carece por completo de personalidad, es
solo otra oveja para engrosar el rebaño.
En cuanto a Negro, tuvo esta semana una dura prueba. Soltamos en su
cuarto a un lobo. Elegimos a uno pequeño, pero resultó ser bastante salvaje.
Por un momento evalué intervenir. Finalmente, Negro pudo matarlo con sus
propias manos, aunque quedó seriamente malherido. Marie se puso de
inmediato a trabajar en sus heridas. Como compensación, he dejado en un
rincón el cadáver del lobo para que Negro pueda jugar con él cuando se
sienta mejor.

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RASCÁNDOSE CON UN PALO

Se podría decir que el segundo crimen pasó desapercibido. Con los


festejos del Centenario tan cerca, la prensa no tenía lugar para noticias que
desentonaran con el espíritu alegre y orgulloso. Los mismos titulares con los
que la noticia se comunicó contribuyeron a su pobre impacto: «El asesino del
puerto ataca de nuevo». A los periodistas, que necesitaban sus mejores ideas
para la Argentina centenaria, no les importó que el segundo asesinato hubiera
ocurrido en Flores, bastante lejos de la zona portuaria; a falta de un nombre
mejor, el asesino continuaría siendo «el asesino del puerto», sin importar
dónde cometiera sus crímenes. Tampoco por parte del gobierno se tomó el
caso con seriedad. La cantidad de invitados extranjeros presentes empujaba a
relativizar toda nota negativa. No se indagó, por ejemplo, si había alguna
relación entre las dos víctimas y tampoco parecía interesar que ambos fueran
extranjeros de los que ni siquiera se conocía su verdadera identidad. La nueva
víctima era una mujer mayor. Los vecinos la conocían como Marie, aunque
no se encontró documentación que probara si este nombre era real, o cuál era
su apellido. Vivía sola y casi no recibía visitas. Lo único destacable sobre su
persona era que sus conocimientos médicos parecían ser bastante más
profundos que los de la mayoría de las enfermeras.
Alejandro no sintió esta vez ninguna alarma oculta en la ciudad. Se enteró
de lo sucedido bastante después del mediodía y solo por la costumbre
profesional de leer los diarios de punta a punta como si fueran libros. La
forma tan particular de destrozar los cuerpos para crear obras de arte unía el
reciente crimen con el de Joseph. ¿Qué papel ocuparía esa anciana enfermera
en el pasado de Amira y de los otros chicos desaparecidos? ¿Y quién estaba
llevando adelante esos crímenes? ¿Y qué hacía Dimitri corriendo en medio de
la noche?
Esa misma noche se encontraron los tres nuevamente en la habitación del
Dr. Landore. La sala estaba a oscuras; apenas se veían los muebles en los que
estaban sentados. Rompían la penumbra los esporádicos brillos del reloj, que
oscilaba con el ritmo preciso que le daba la mano del hipnotizador. Amira

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estaba sentada en la misma silla que la vez anterior: la espalda recta, el pelo
cayendo sobre los hombros, las manos cruzadas sobre el regazo. Máximo le
ordenó que inspirara y que espirara; la respiración de Amira llenaba la sala
con un ritmo pausado y parejo. La mirada comenzaba a cansársele, tal como
se lo ordenaba Máximo. Su respiración y el pendular del reloj estaban
completamente sincronizados: eran uno. Alejandro sentía esta unión, de la
que poco a poco iba quedando afuera, mientras Máximo envolvía a Amira
con su voz. De nuevo los diez escalones, de nuevo el retroceder en el tiempo
con cada paso… el cambio empieza a notarse en Amira, casi como si el físico
acompañara a la mente, como si rejuveneciera a medida que se sumerge en el
estado de hipnosis. Es la expresión del rostro la que va cambiando, reflotan
los gestos de la niña: las cejas se arquean, los labios se contraen, las manos ya
no descansan tranquilas sino que se retuercen juguetonas. Amira desciende
los escalones hacia su infancia y Alejandro, sentado en su silla observándolo
todo, es como si caminara a su lado…
—Hola, Azul. ¿Dónde te encuentras?
—En mi habitación.
—Quiero que prestes atención a lo que voy a preguntarte. ¿Conoces a una
mujer llamada Marie?
—Marie se encarga de cuidarme. Siempre está triste. No me gusta porque
me pincha.
—¿Con qué te pincha?
—Agujas. Marie es la reina de las agujas.
—¿Ella es amiga de tu papá?
—Ella hace todo lo que Andrew diga…
—¿Y Andrew es tu papá?
—Yo lo llamo «papá». Brian es quien lo llama «Andrew».
—¿Y quién es Brian?
—Brian se rasca la panza con un palo y grita: «Sr. Andrew, Sr.
Andrew»…
Amira comienza a tararear una melodía que a Alejandro le resulta
familiar.
—«Ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… rascándose con el palo… «Ta-ta-ta ta-ta ta-
ta»… y se rasca con el palo izquierdo… Una vez lo hizo para mí… yo no

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sabía qué era… oía «ta-ta-ta ta-ta ta-ta» y pensaba que sería un pájaro, un
hermoso pájaro cantor… «ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… pero era Brian… Joseph,
Marie, Félix y Brian le dicen «señor Andrew». Y yo lo llamo «papá».
—Azul, necesitamos tu ayuda para encontrarlo, es muy importante que
encontremos a Andrew…
—No van a poder… nadie puede… él viene cuando quiere. No van a
encontrarlo jamás.

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DIARIO DE J. F. ANDREW

12 de marzo de 1895

Los niños y la música: Verde y Azul (supongo que también Negro y


Marrón) han descubierto la música gracias a Brian. Se ha comprado un
chelo para matar sus horas libres y nos tortura a todos con sus prácticas.
Recién está empezando, pero no creo que tenga cualidades.
Marrón: algunas tardes voy al galpón a jugar un poco con él. A tirarle
una rama y que vaya a buscarla, ese tipo de juegos. Otros días me llevo un
libro para leer y él se acurruca a mis pies. Tenemos una linda relación.
Verde: ya habla al menos tres lenguas, tiene sólidos conocimientos de
matemática, química, botánica (teóricos, por supuesto) y gramática. Yo a su
edad apenas si sabía algo de piano. ¡Lo que va a ser este niño cuando
crezca! Su futuro no tiene límites.
Ayer hubo una pelea entre Félix y Brian, ninguno de los dos quiso
decirme el motivo y debo confesar que tampoco me interesa demasiado. El
problema es que se pusieron a discutir en el pasillo. Mi idea es que habían
tomado de más, por eso no quieren decir nada sobre lo que pasó. El
problema fue que con sus gritos asustaron a Verde.
Fui a calmarlo. Le expliqué que no pasaba nada importante, que solo se
trataba de una discusión entre dos hombres adultos. Me respondió que
quería salir. Comenzó a repetirlo una y otra vez: «quiero salir», «quiero
salir», «por favor, déjeme salir», decía mientras las lágrimas caían de sus
ojos. Le volví a decir que los niños pasan siempre la primera parte de su vida
estudiando encerrados, y que cuando fuera grande por supuesto que saldría.
«¿Cuándo?», preguntó. «A los quince años», dije sin pensarlo demasiado.
Con eso logré calmarlo y pudo dormirse nuevamente.

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BRIAN

Luego de dejar a Amira en casa de los Annuar, Alejandro volvió a lo de


Máximo. Los dos daban vueltas por el cuarto, tirándose de a ratos en algún
sillón, estrujándose el cerebro para encontrar la solución.
—¿Qué tenemos? —preguntó Máximo.
—Andrew… siempre Andrew.
Alejandro bajó la vista para contener la rabia.
—También tenemos nuevos nombres: además de Joseph el cangrejo y la
fallecida Marie, nombró a un tal Félix y a un tal Brian.
—Que se rasca la panza con un palo…
—Esa música que tarareaba Amira, la conozco…
—Sí, yo también.
Máximo se puso de pie de un salto y comenzó a revolver sus papeles
apilados en el piso.
—Claro que la conozco… alguna vez intenté tocarla… no hace mucho
que se me dio por aprender a tocar la guitarra, todavía soy bastante malo,
pero tengo por aquí algunas partituras… Acá está, creo…
Máximo tomó su guitarra y siguiendo la partitura ejecutó una versión
bastante precaria de la misma melodía que había tarareado Amira.
—¡Es esa! —exclamó Alejandro— ¿Qué es?
—Bach. Preludio de la suite número uno para chelo.
Los dos guardaron silencio un instante, acomodando la historia al nuevo
dato.
—Chelo… Brian se rascaba la panza con un palo… —exclamó Alejandro
— Brian tocaba el chelo…
—¡Bien!
—¿Dijo con el palo izquierdo, no? Quiere decir que Brian era zurdo…
Ahora fue Alejandro el que se paró de un salto y con el mismo impulso
tomó su sombrero y se dispuso a partir.
—Con esto tengo suficiente, lo mantendré al tanto de las novedades.
Deséeme suerte.

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Dos días le llevó encontrarse frente a la casa del Brian del relato de
Amira. No había tantos chelistas en Buenos Aires, y menos zurdos. Alejandro
estaba en lo cierto al sospechar que entre las muchas cosas que los zurdos
tienen complicadas está la de tocar instrumentos, especialmente un
instrumento de orquesta como el chelo. Descubrió que en el caso de los
guitarristas era común mandar a dar vuelta las cuerdas para que la mano
izquierda lleve el punzar y la derecha la digitación. Pero con los instrumentos
como el chelo no era frecuente, pues equivalía a quedarse fuera de cualquier
orquesta. Se supone que el conjunto de cuerdas de una orquesta debe apuntar
sus arcos hacia el mismo lugar, y que un arco a contramano de los demás
destruiría la armonía visual del conjunto. Tan poco frecuente era que un
chelista encargara a un luthier un chelo adaptado para manejar el arco con la
mano izquierda que, luego de hacer unas pocas averiguaciones, descubrió que
en todo Buenos Aires había un solo chelista con un instrumento de estas
características: el Dr. Francisco Cook, hombre de negocios retirado, chelista
ocasional.
Pensaba seguir la misma rutina que con Joseph y presentarse sin previo
aviso, diciendo la verdad. Pero esta vez, cuando el supuesto Dr. Francisco
Cook le abrió, le echó una mirada a Alejandro y sin darle tiempo para hablar,
dijo:
—Está buscando al Dr. Andrew, ¿no?
Alejandro tardó unos segundos en contestar.
—Me da la sensación de que me esperaba… Brian.
A Brian no le sorprendió en lo más mínimo que conociera su verdadera
identidad. Se metió de nuevo en la casa, permitiendo que Alejandro lo
siguiera. Lo primero que llamó su atención al entrar fue un grupo de valijas a
medio llenar con ropa y objetos.
—¿Piensa irse de viaje?
—Por supuesto que sí. Con más razón después de su visita.
—¿Por qué?
El hombre observó sorprendido a Alejandro.
—¿A qué ha venido? —preguntó.
—Usted lo ha dicho: estoy buscando al Dr. Andrew.
Al oír esa respuesta dejó de mirarlo y continuó llenando sus valijas.

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—Vaya chiste… Andrew está muerto.


—¿Qué quiere decir?
—No tengo tiempo que perder, le pido que se retire.
Alejandro perdió la paciencia. Se abalanzó y lo tomó por el cuello.
—Óigame bien, no estoy jugando. Me va a decir ahora mismo toda la
verdad sobre ese Andrew y dónde encontrarlo.
—Usted no entiende nada, nunca entenderá nada… ¿Qué quiere que le
diga?
—Para empezar, qué fue lo que hicieron con esos chicos.
—El Dr. Andrew quería hacernos mejores, ¿se da cuenta? Él quería hacer
un mundo mejor, pero para eso hay que correr riesgos, ¿entiende? Y él no
temía correrlos. Voy a darle un ejemplo práctico que Andrew siempre usaba:
¿sabe usted quiénes construyeron las primeras carreteras, fuertes, edificios,
teatros, monumentos, en fin, toda construcción importante de cualquier
civilización?: los esclavos. Sin los esclavos no tendríamos ni pirámides de
Egipto, ni Muralla China, ni Partenón, ni pirámides aztecas. Fue gracias a esa
mano de obra gratis, obligada a trabajar hasta morir, que la civilización
humana dio un paso adelante. La esclavitud es moralmente incorrecta, por
supuesto, toda persona civilizada y moderna está de acuerdo en eso, pero la
realidad es que si nunca hubiera existido, el mundo no sería lo que es. No
habría avanzado. Le debemos mucho a la esclavitud. ¿Moraleja? A veces es
necesario dejar la moral de lado para avanzar…
—¡¿Qué hicieron con esos chicos?!
—¿Qué es lo que nos hace ser como somos? —dijo Brian de repente—
¿Los padres que nos tocan, la educación que se nos da, el entorno en el que
nos criamos? ¿Cómo sería un niño que no conociera el concepto de muerte?
¿Cómo crecería una persona si no tuviera contacto con ningún otro ser
humano? Cada chico recibió una crianza especialmente diseñada por Andrew.
Pero cuando cumplieron quince años, escaparon. Nunca supimos cómo. Eso
es todo lo que hay para decir. La mayor parte del equipo del Dr. Andrew
huyó. Solo yo me quedé junto al maestro, hasta que él mismo me echó. Y lo
hizo para protegerme.
—¿Protegerlo de qué?
—Andrew temía la venganza de los chicos. Sabía que volverían a

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buscarlo.
Brian tomó un conjunto de papeles de su valija. Se los mostró a Alejandro
sin dejar que los tocase.
—Me lo envió antes de suicidarse. Es su diario. Lo único que queda de su
valioso trabajo… lo único, después de tantos años de investigación de una
mente brillante…
—Démelo.
Alejandro quiso sacarle el diario, pero Brian lo sorprendió pegándole un
cabezazo. Mientras Alejandro trataba de recobrarse, el otro tuvo el tiempo
suficiente para acercarse a un escritorio y tomar una pistola del cajón.
Un paso más y lo mato —dijo Brian.
Esto no va a quedar así…
¡Por supuesto que no! Todo va a ser mucho peor…

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DIARIO DE J.F. ANDREW

25 de diciembre de 1895

Encuentro en Verde algo… extraño. No sabría cómo explicarlo. Algo en


su mirada, seguramente fruto de tantos años de introspección. Tiene una
mirada espantosamente profunda. Cuando entro en su habitación, clava sus
ojos en mí y no los aparta hasta que salgo. Es algo inquietante, difícil de
explicar.
Marrón mató a los demás perros. A todos. Aún no sabemos por qué.
Calculo que fue el resultado de una lucha de poder o la típica pelea por la
comida (aunque había de sobra). ¿Por qué los mató? ¿Será que su
humanidad, al no poder expresarse, se manifestó en violencia? ¿Mató a los
perros porque no quiere ser perro, porque odia su condición? Por ahora lo
dejamos solo en el galpón. Me parece que no voy a traerle más compañía
canina. Ya no es necesario.
Ayer entré al cuarto de Negro mientras dormía. No solo juega con los
cadáveres de los animales. Con sus sangres, huesos y pie les ha llenado las
paredes con una especie de pintura. Creo que es un descubrimiento
importante. Observando esos ejercicios plásticos —por ahora no se me
ocurre llamarlos de otra manera— me di cuenta de que estaba ante un arte
libre de toda influencia, como ningún arte del mundo moderno puede estarlo;
un arte libre de concepto, libre hasta de la idea misma de arte: un arte que
no se sabe tal. Más primitivo aún que el arte primitivo, más antiguo que las
pinturas rupestres, pues en ellas podemos imaginar que quienes las hicieron
habían aprendido de otros: pero aquí no, este es el momento mismo en el que
el hombre inventa el arte.

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AULLIDOS

Esa noche se emborrachó. Después de haber sido vencido por un hombre


un par de décadas mayor, no correspondía otra cosa. Deambuló por los
peores antros de la ciudad y, aunque era temprano, encontró algunos amigos
que le echaban en cara el que hubiera estado desaparecido las últimas
semanas. Llegó a su casa en un estado deplorable. Ni siquiera se sacó los
zapatos para tirarse a dormir.
Todavía era de noche cuando oyó el primer aullido. Un sonido penetrante
atravesando el silencio. Quiso pensar que era un sueño, pero los aullidos
continuaban, tristes y feroces. ¿Un lobo? ¿Un perro? Sonó otro. Sufrió un
escalofrío de irrealidad mientras salía de la cama y se asomaba a la ventana
para averiguar de dónde venían. La calle estaba vacía. Solo había un hombre
cerca del farol. Vestía un traje viejo y arrugado y un sombrero que echaba
sombra sobre la cara. El hombre levantó la vista para mirar hacia la ventana
de Alejandro y aulló otra vez Alejandro se quedó helado. Cuando pudo
reaccionar, bajó a la calle. A cada paso de Alejandro, Dimitri iba
agachándose hasta retomar la pose perruna. Entonces comenzó a ladrar.
Largaba unos ladridos secos que no llegaban a ser de perro: su sonoridad era
horriblemente humana. La saliva que salía de su boca le mojaba la camisa y
los ojos se le abrían acompañando cada aullido. Alejandro estuvo a punto de
darse vuelta y salir corriendo, pero Dimitri lo hizo antes. Primero, dejó de
ladrar y giró hasta darle la espalda. Luego comenzó a correr en cuatro patas
hacia el sur por las veredas angostas. Alejandro tuvo que apurarse para no
perderlo y se preguntaba cómo era posible que un ser humano pudiera correr
tan rápido en esa posición. Por momentos algún farol lo iluminaba y
Alejandro tenía la imagen de las piernas retorciéndose con los pequeños
saltos que daba al avanzar. El camino empezó a resultarle familiar. Solo unas
horas antes había atravesado esas calles. Dimitri se detuvo frente a una
puerta. La casa de Brian. Con una pata, con una mano que usaba como pata,
empujó la puerta. Estaba abierta. Luego volvió a ladrar mirando a Alejandro.
Después, dio media vuelta y se alejó.

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Alejandro no sabía si entrar a lo de Brian, como parecía haberle indicado


Dimitri, o perseguir al hombre-perro, pero antes de que se decidiera, Dimitri
ya desaparecía doblando la esquina. Optó por entrar a la casa. Estaba bastante
oscuro, solo contaba con la luz que venía de afuera. Pudo distinguir las
valijas aún a medio llenar en el mismo lugar en que las había visto a la tarde.
La primera luz del día despertó un brillo rojizo en el cuarto contiguo. Fue
hacia allí. Estaba en las paredes, en el piso, en el techo. Líneas y figuras que
subían, bajaban, se retorcían y enfrentaban explotando en formas y colores.
La obra estaba fresca. Latía la vida en ella, aún. En el centro del cuarto, justo
en el medio, una extraña estructura se elevaba a unos cuarenta centímetros
del piso. En la base se encontraba la cabeza de Brian. Tenía los ojos abiertos.
La boca, también abierta, le daba una expresión de infinito asombro. Sobre la
cabeza, sus huesos apilados formaban una especie de atril que sostenía unas
hojas. Un manuscrito. El diario de Andrew. Lo supo antes de leer una sola
palabra. Mientras daba un paso adelante y estiraba el brazo para tomar las
hojas, supo que ese movimiento también formaba parte de la obra. Estaba
interpretando el papel que el artista le había asignado.

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DIARIO DE J.F. ANDREW

12 de octubre de 1898

Verde no habla más que de salir. Desde que le dije —para calmarlo—
que al cumplir los quince años los jóvenes terminan sus estudios y salen al
mundo, vive obsesionado con la llegada de ese momento. Cuenta los días
como un preso, lo que me resulta sumamente desagradable. Todavía faltan
dos años y medio. ¿Qué haré cuando la fecha llegue? Ya se me ocurrirá
algo.
Lo que requiere un trabajo enorme es adecuar los libros que le paso.
Tengo que tener mucho cuidado en que ninguna lectura delate mi engaño.
Por otro lado, resulta bastante complicado para el pobre imaginar, figurarse
las cosas que lee. Como no ha visto la mayor parte de ellas (desde una flor
hasta un edificio) tengo que explicarle cada cosa en detalle para que pueda
comprenderla. Últimamente encontramos un sistema que nos ayuda: dibujar.
Le he dado papeles y lápices de colores y le he enseñado cómo usarlos.
Luego, cuando yo le describo algo nuevo del mundo exterior; él intenta
dibujarlo para hacerse una imagen aproximada. Algunos de estos dibujos
son extrañísimos, casi parecen sacados de un mundo alucinado y me
demuestran cómo debo esforzarme en enseñarle mejor para que comprenda
lo que le espera afuera —¿lo que le espera afuera?, ¿realmente he escrito
eso?, ¿es que pienso dejarlo salir algún día?—. En otros casos, sus dibujos
se aproximan tanto a la realidad que me sorprendo pensando si será acaso
que el hombre carga ya desde su nacimiento con una imagen del mundo,
antes incluso de abrir los ojos. ¿Es posible que ciertos entes —sol, río,
montaña— estén grabados en nuestra matriz más profunda, que sepamos de
su existencia antes de verlos? ¿Será parte de la herencia de las generaciones
anteriores? ¿Una especie de fondo de conocimiento común a todos los
hombres?

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Cada día paso más tiempo encerrado en mi despacho. Cada vez soy
menos constante con mi trabajo. La desidia va invadiéndome. ¿Por qué?
¿Qué me está pasando? Recuerdo cuando este experimento me
entusiasmaba, cuando me levantaba de la cama de un salto, ansioso por ir a
ver a mis muchachos. Ahora paso días sin verlos. Están bien. Verde es un
pequeño genio; Marrón, todo un perro; Negro, un asesino; Azul, una mística.
¿Y qué? ¿De qué me sirve a mí? ¿Qué cambia? ¿Qué demuestra? Dicen que
Schubert dejó su Sinfonía en Si menor inconclusa porque estaba enfermo
(otros dicen que el entreacto en Si menor de la música de escena para
Rosamunda es en realidad el último movimiento). Yo creo que la abandonó
porque se dio cuenta de que, por más hermosa que fuera, no serviría para
nada, que no tenía sentido esforzarse, terminada o inconclusa daba igual.
Otra huella para que el viento borre. Espero levantarme de mejor ánimo
mañana.

24 de enero de 1899

Ayer fue un día importante: por primera vez, los chicos se vieron la cara.
Desde antes de empezar el proyecto había decidido mantenerlos
incomunicados al menos hasta los doce años, pero como ya todos superaron
esa edad me pareció que había llegado el momento adecuado para
presentarlos.
Por primera vez, Azul, Verde, Marrón y Negro salieron de sus cuartos y
se conocieron. Los junté en el jardín. Azul parecía no entender nada, pero
eso es habitual en ella. El sol enceguecía a Negro, estaba muy asustado.
Marrón permaneció a mi lado, como un perro fiel. Verde miraba sorprendido
a los otros. Supongo que Negro y Marrón lo asustaban y Azul llamaba su
atención. Le expliqué que eran sus hermanos, que también estaban
estudiando, aunque de una forma muy distinta a la de él. Los cuatro estaban
sorprendidos y asustados de encontrarse en el exterior. Pude captar el
instante en que Azul y Verde cruzaron miradas por primera vez. Debe haber
sido un momento extraordinario para ellos.

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3 de febrero de 1899

Verde sigue haciéndome preguntas sobre el encuentro. Algunas


graciosas: preguntó por ejemplo si Azul era su madre (se ve que ha
comprendido ya lo que es una madre, no entiendo cómo; fui descuidado en
alguna de sus lecturas supongo). Ahora me ha pedido si puedo posar para
que él pinte mi retrato. Por supuesto que acepté.

7 de mayo de 1899

A modo de ejercicio, hoy he decidido escribir en este diario unas


palabras a cada uno de los chicos, no porque piense que algún día vayan a
leerlas, sino más bien para afinar mis conclusiones sobre ellos.
Querido Verde: en tu caso es probable que algún día leas este diario.
¿Por qué no? Pienso que puedes convertirte en mi sucesor. Nadie está mejor
preparado para continuar con esta histórica tarea. Estos últimos días que
pasé posando para tu retrato fueron de una paz y una alegría inmensas para
mí. Tu conversación es excelente, podría oírte horas sin aburrirme. Será que
tuviste que crear el mundo con tu imaginación (gracias a la educación que te
di), pero tus palabras tienen una fuerza que no es habitual. Es como si
pudiera verlas flotando en el aire. Después de todo lo que pasó, me doy
cuenta de que eres lo más cercano a un hijo que he tenido.
Negro: ¿me odias? Es probable, yo también me odiaría si fuera tú. Ahora
sé que cuando comencé con mi trabajo estaba lleno de fantasías. Pretendía
crear superhombres. Pero el alma humana es mucho más compleja de lo que
creemos. Podemos hacer todo por dañarla, dominarla o someterla, pero ella,
a la larga, impondrá sus propios términos. ¿Sabes quién me lo ha
demostrado? Tú, Negro, tú. Porque te crie para asesino y te convertiste en
artista. ¿No es maravilloso?
Azul: ¿hago mal en decir que me has desilusionado? Intento ser sincero,
nada más. Y la verdad es que esperaba algo diferente. Te has convertido en
una joven radiante y hermosa, pero no me has aportado conocimientos
relevantes. Es la pura verdad.

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¿Y a ti, Marrón? ¿Qué puedo decirte a ti? Tú sí que nunca leerás estas
palabras ni otras. ¿No es así, mi buen sabueso? Debería haber más como tú
en el mundo: el hombre es la mascota ideal.
Y si les escribo a los demás, también tengo que escribirte a ti, Blanco.
Pero me cuesta. ¿Y por qué me cuesta? Veo en lo que te has convertido y,
aunque has cumplido con lo que esperaba de ti, no deja de molestarme tu
falta de agradecimiento. Podrías estar en el lugar de Negro o de Marrón, tu
vida podría haber sido mucho peor y no lo sabes, eres un jovencito normal,
desagradecido y sobre todo muy aburrido.

12 de junio de 1899

Verde terminó su pintura. Me retrató majestuosamente sentado, con la


mirada en el horizonte. Parezco un rey. La colgué en mi despacho. Luego me
dijo que, según sus cálculos, debería estar por cumplir los quince años en los
próximos días. Se lo veía muy ilusionado por su próxima libertad. Me tomó
por sorpresa. Tengo que pensar qué decirle.

2 de julio de 1899

Resolví el asunto de Verde. Le dije que, debido a su gran desempeño e


inteligencia, habían decidido (no yo, sino quienes se encargan de establecer
la educación de todos los niños, una institución que inventé sobre la marcha)
retenerlo tres años más para que profundice sus conocimientos. Le expliqué
que era una buena noticia, que tenía que estar orgulloso y seguir
esforzándose. Se lo veía muy desilusionado. Pero sé que comprenderá.

24 de agosto de 1899

¿Cuándo voy a dar fin a mi experimento? No lo sé. Supongo que mientras

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los chicos vivan seguiremos adelante. Es cierto que empiezan a perder su


gracia. ¿A todos los padres les pasará lo mismo? ¿Se aburrirán de sus hijos
una vez que estos crecen? Ya no puedo esperar mucho de ellos. Lo que son,
son.

27 de septiembre de 1899

Ya se acaba el siglo, y siento como si yo fuera a acabar con él. El mundo


se hace más y más pequeño, las distancias se acortan gracias a los modernos
medios de transporte y comunicación. En un día no muy lejano, el mundo
entero será una nación única. Entonces habremos vencido al espacio. Pero
¿venceremos alguna vez al tiempo? ¿Llegará el siglo en el que todas las
épocas sean una? ¿Seremos barrocos, clásicos, románticos, modernos, todo
al mismo tiempo?

2 de noviembre de 1899

Creo que Verde se ha resignado a pasar los siguientes años en su cuarto.


Se dedica al estudio con más fuerza que nunca. Encontré entre sus papeles
varios dibujos inspirados en la tarde del encuentro. Retratos de Azul, de
Marrón y de Negro. Se ve que le causó un gran impacto conocerlos.

26 de diciembre de 1899

¡Cinco días para que termine el siglo! La noche de Año Nuevo vamos a ir
a la ciudad: no se festeja el fin de un siglo todos los días. Dejaré a Félix a
cargo una vez que los chicos se hayan dormido, y los demás nos iremos a
celebrar.

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31 de diciembre de 1899

Adiós, siglo XIX, adiós. Esperemos que el siglo que comienza sea más
bondadoso con nosotros. Por mi parte, tengo entre mis deberes descansar
más. Me he quedado dormido mientras Verde me hablaba. Pero esta noche,
¡a festejar!

3 de enero de 1900

Esta será mi última anotación en este diario: todo ha terminado. Y lo


peor es que nunca sabré cómo. No lo entiendo. No entiendo cómo pudieron
escapar. Volvimos de los festejos del fin de año bien tarde y algo ebrios. Lo
que encontramos despejó nuestra borrachera. Los chicos se habían ido.
Todos. Sus habitaciones estaban vacías. No estaban Verde, ni Azul, ni Negro,
ni Marrón. Solo encontramos el cadáver de Félix, brutalmente asesinado.
Por el estado en que estaba su cuerpo, el asesino fue Negro. Fue un error
haber dejado solo a Félix. Al menos Joseph debería haberse quedado
también. ¿Pero cómo? Si los cuartos estaban cerrados con llave. ¿Cómo
hicieron? ¿Quién fue? ¿Negro escapó y liberó a los demás? ¿O fue Verde?
¿O Azul? ¡Si solo se vieron una vez! ¿Cómo fueron capaces de escapar?

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CARTA DE J.F. ANDREW A BRIAN BONNE

Buenos Aires, 19 de abril de 1905.

Querido Brian:
¿Cómo te han tratado estos años en los que estuvimos separados? Espero
que te encuentres bien. Si no acepté verte en alguna de las oportunidades en
que me lo pediste, fue para protegerte. Como te dije en su momento, luego de
que los chicos se fugaran me pareció que lo mejor era separarnos y guardar
las apariencias hasta averiguar qué era lo que realmente había pasado.
Fuiste el único al que esta decisión le dolió; de Joseph y Marie no he vuelto
a saber nada más. Tengo entendido que ya no están juntos, que Joseph es un
borracho de tiempo completo y que Marie volvió a dedicarse a la medicina.
Los matrimonios modernos duran cada vez menos, por suerte nunca me case.
Pero me alegra que no me hayan contactado; siempre fueron unos
desagradecidos, olvidaron pronto lo mucho que hice por ellos. Pero tú no,
Brian. Sé que si fuera por ti seguirías a mi lado. Lamentablemente, no es
posible. Últimamente me siguen. Y sé que son ellos. Buscan vengarse. Todos
mis esfuerzos por descubrir dónde estaban fueron en vano. Y ahora vienen
por mí. No los culpo, es lógico, yo en su lugar haría lo mismo. Por eso he
tomado una decisión drástica: voy a suicidarme. Casi puedo oír desde aquí
tus objeciones, pero no me negarás que es una muerte acorde a la vida que
he llevado. Nunca me sometí a los caprichos del destino y no lo dejaré elegir
el momento de mi muerte. Me hice a mí mismo y seré yo el que me acabe.
Además, de esa manera evitaré que los chicos (¡muchachos ya!) me atrapen.
No sé qué serían capaces de hacerme si lo lograran.
Te escribo para pedirte un último favor: que borres mis huellas. Que
nadie descubra nuestra tarea, que nunca se sepa cómo terminé con mi vida.
Y que te cuides, porque después de mí, irán por los demás. No les demos el
gusto. Como habrás visto, te mando con esta carta mi diario personal: sé que

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te traerá buenos recuerdos y que lo apreciarás. Es lo último que queda de mi


obra, el resto se perderá para siempre, exceptuando a ese grupo de jóvenes
que está ahí afuera esperando atraparme. Ellos también son mi obra. Y si
alguna vez los ves, si las vueltas de la vida te ponen frente a ellos y te dejan
hablar, diles de mi parte que nunca supe cómo escaparon ni nunca lo sabré,
pero que esa es la prueba final de que hice bien mi trabajo, de que son
especiales, únicos, excepcionales. Diles que, a mi manera, estoy orgulloso de
ellos.
Con cariño y mis mejores deseos, tu amigo y maestro,
J. F. Andrew

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COMO UNA MARIONETA

Alejandro terminó de leer el diario y lo guardó en un cajón de su


escritorio. Había llegado a su casa casi sin darse cuenta, deambulando por las
calles con el manuscrito aferrado contra su pecho, luego de pasar un buen
rato inmovilizado frente al cuerpo destrozado de Brian, preguntándose cómo
era posible crear algo tan bello con huesos, sangre y tripas. No había llamado
a la policía ni pensaba hacerlo. Que encontraran el cadáver por sus propios
medios.
Sentado en su cama, trató de imaginar a Andrew. Le causaba más
repugnancia lo que había leído en el diario que el brutal asesinato de Brian.
Ahora entendía que el crimen al menos tenía una justificación: la venganza.
Detrás de los asesinatos no estaba Andrew; al contrario, era hacia él y sus
cómplices hacia quienes estaba dirigida la furia del asesino. Andrew había
mantenido a esos niños encerrados, entre ellos a un muchacho a quien quiso
convertir en asesino; este le estaba devolviendo la atención con esas muertes
y esas explosiones de colores que eran sus obras. Ese niño era Demien, él era
el asesino. Negro, según el diario. Ahora lo sabía. El trabajo que se tomaba
con los cuerpos era su firma, lo que había aprendido a hacer con los
cadáveres de animales durante su encierro.
Aunque no había dormido casi en toda la noche, se preparó para salir de
nuevo. La mañana iba poniéndose pesada sobre Buenos Aires y Alejandro
recorría las calles calurosas como una marioneta a la que le acabaran de
cortar los hilos. Llegó a la casa de los Annuar sintiéndose enfermo. Omar
Annuar lo atendió en el salón. Tenía un whisky en la mano.
—Tengo que ver a Amira —dijo Alejandro sin saludar.
—No va a ser posible…
—¿Por qué?
—Se fue y no volverá.
—No entiendo…
—No hay nada que entender. Aquí está su paga.
Omar le acercó un sobre con dinero.

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—Pero…
—Sus servicios ya no son necesarios.
Alejandro acercó su rostro al de Omar hasta sentir su aliento trasnochado.
—Me engañaron. Desde el primer momento…
—No tengo por qué darle explicaciones, usted fue contratado para un
trabajo y ese trabajo ha terminado. En realidad, tampoco podría dárselas; sé
tan poco sobre este asunto como usted, me limité a cumplir los deseos de
Amira.
—¿Y dónde está Amira ahora? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Ojalá lo supiera. Me dijo que lo mejor era que la olvidáramos. ¿Y sabe
qué? Aunque la pudimos tener con nosotros solo algunos días, valió la pena.
Mi hija se ha convertido en una gran mujer.
—Murió gente… brutalmente asesinada…
Una lenta sonrisa se fue dibujando en los labios de Omar.
—Lo sé. Y no hay nada que pueda hacerme más feliz.
Alejandro apenas sentía el cuerpo. Mientras caminaba hacia la puerta,
Omar y la casa entera desaparecían a medida que Amira iba ocupando sus
pensamientos. Le había mentido. Lo había engañado desde el primer
momento. Con la mano en el picaporte, se limitó a hacer una última pregunta
a modo de despedida.
—¿Por qué yo?
La voz de Omar llegó como un último fragmento de la noche anterior.
—Ella lo eligió.
Salió a la calle. Mientras caminaba dando tumbos, la gente pasaba a su
lado y él no podía evitar ver burla en sus rostros, como si todos rieran de un
chiste que solo él no entendía.
Llegó a la casa de los Authier sin saber bien qué iba a hacer cuando
tuviera a Demien enfrente, ahora que sabía que era el autor de los brutales
asesinatos. Lo recibió Charlotte, la madre.
—Tengo que ver a su hijo —le dijo.
Por detrás de ella pudo ver al marido, acercándose también a la puerta.
—No está. Se ha ido.
Alejandro entró a la casa sin esperar a que lo invitasen.
—¿Cómo que se ha ido?

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El padre de Demien tomó la palabra.


—Primero se fue y desapareció por un par de días. Luego volvió. Luego
se fue otra vez. No podíamos hacer nada por evitarlo. Cuando quería salir no
había forma de detenerlo. Esta noche vinieron a buscarlo y se lo llevaron.
Dijeron que era lo mejor, que ellos iban a cuidar de él. Nosotros no podíamos
hacernos cargo, no en ese estado… Los que se lo llevaron eran sus amigos, él
estaba contento de verlos. Nos dijeron que ya no corría riesgo, que ahora
estaba a salvo. Y él quería ir. Para nosotros lo único importante es saber que
está vivo.
—¿Quiénes? ¿Quiénes se lo llevaron?
El padre dudó un segundo si debía responder a esta pregunta. Finalmente
habló.
—No dijeron sus nombres. Eran dos hombres y una mujer, una mujer
muy hermosa.
Alejandro apenas sentía el cuerpo. Mientras caminaba hacia la puerta, el
mundo desaparecía para darle lugar al rostro de Amira. Le había mentido. Lo
había engañado.
Con cada paso que daba, la ciudad iba desvaneciéndose a su alrededor.
Ya no estaba en Buenos Aires ni en ningún otro lugar; se encontraba atrapado
en un territorio absurdo, nacido del diario de Andrew, de esos niños
torturados, de Joseph, de Marie, de Brian y también de sus cadáveres
deformados. Y sobre todo de Amira Annuar, de su rostro perfecto, de su
cuerpo resplandeciente. Esa era la realidad. Lo otro, lo que veía con los ojos
—las calles, la gente, el día que se iba—, era el sueño, la ilusión.

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EL SUEÑO DEL ÁGUILA

Miró hacia abajo. Estaba volando. El vértigo le subió desde las piernas y
le hizo crujir los huesos. Pero no estaba volando. Él no sabía volar.
¿Entonces? Era el piso el que volaba; claro, porque no era un piso, era una
enorme águila y él viajaba sobre su lomo. A unos metros volaba un águila de
similares características. Y en su lomo viajaba Amira. ¡Amira! Alejandro la
saludó moviendo la mano; ella le devolvió el saludo y le dedicó una enorme
sonrisa. Amira señaló hacia adelante; entonces vio a otras águilas, tres más,
también con personas sobre sus lomos, volando junto con ellos hacia el
horizonte. Tantos años el hombre se había privado de volar, cuando lo único
que hacía falta era aprender a montar águilas. Él iba a comunicar al mundo
esta verdad Cuando estuviera de vuelta en el diario, le propondría a su jefe
una nota sobre sus vuelos en águila. Todos lo felicitarían. Se haría famoso e
importante gracias a esto. Pero su jefe lo miraría asombrado. ¿Montar
águilas? ¿Cómo iba a ser eso posible? ¿Cómo va a cargar un águila a un ser
humano sobre su lomo? Y mientras oye estos reproches el águila en la que
viaja comienza a achicarse, a tener el tamaño normal que corresponde a un
pájaro de su especie. Alejandro le hace gestos desesperados a Amira
pidiéndole ayuda, pero ella sigue sonriendo y señalando el horizonte. El
águila es ahora un águila de tamaño regular, peleando desesperadamente por
sacárselo de encima mientras caen en picada. Alejandro no se suelta, se aferra
al pájaro con sus brazos y piernas, sin permitirle escapar. ¡Vamos, maldito
pájaro! ¡Levanta vuelo! Pero el águila no puede hacer otra cosa que caer
como una piedra, mientras la tierra se acerca corriendo hacia ellos.

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LOS HIJOS DE ANDREW

Despertó intentando aferrarse a algo. Recorrió con su vista el cuarto. Le


llamó la atención la pequeña silla apoyada contra la pared. Había alguien
sentado en ella. Alguien en su cuarto. Observándolo en silencio. Alejandro se
incorporó en la cama lentamente. Máximo Landore lo contemplaba desde la
silla. Se preguntó si seguía soñando, y mientras lo hacía, Máximo se puso de
pie y caminó hacia él. Se agachó al llegar a la cama.
—¿Cómo…? ¿Qué hace aquí? —preguntó Alejandro.
—Shhh… Vine a buscarlo.
—¿A buscarme…?
Máximo le respondió con una sonrisa. Luego, agrego.
—Vamos, no perdamos más tiempo.
—Yo no voy a ninguna parte —respondió Alejandro mientras pensaba
qué podría usar como arma en caso de que la situación se pusiera densa.
Máximo se levantó y caminó hasta la puerta.
—Vístase y venga conmigo. Le aseguro que no correrá ningún riesgo.
Alejandro supo que probablemente lo que decía Máximo fuera cierto: si
hubiese querido matarlo, ya lo habría hecho.
—¿Y por qué debería seguirlo?
—Porque Amira nos está esperando.
Bajaron a la calle. Todavía era de noche. Estacionado en la puerta, los
esperaba un automóvil. Alejandro estuvo a punto de volverse cuando
reconoció al conductor del vehículo: Demien. Tener enfrente al autor de los
asesinatos, al hombre capaz de usar restos humanos como material artístico,
le produjo, no miedo, pero sí una fuerte aprensión. Demien le sonrió con
inocencia.
—Puede estar tranquilo —le dijo Máximo al oído—, no le hará daño.
Máximo subió a la parte trasera del vehículo e invitó a Alejandro a hacer
lo mismo.
—Usted… usted…
—Suba, no tenga miedo; Demien es un excelente conductor. Le aseguro

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que no tardaremos más que un par de horas en ir y volver. Ya ha leído el


diario del Dr. Andrew, ahora quisiéramos que conociera nuestra versión de la
historia.
—¿Cómo…? —dijo Alejandro en un suspiro y Máximo Landore sonrió.
Casi sin que Alejandro se diese cuenta, subieron al coche y partieron.
A medida que se internaban en el sur de Buenos Aires, la ciudad iba
quedando atrás y el campo se hacía presente. Era el único vehículo que se
movía en la noche y las calles que cruzaba estaban vacías. Demien conducía
con la vista fija en el camino. Máximo iba sentado al lado de Alejandro.
Conservaba su habitual gesto benevolente. Cada tanto le sonreía con cariño.
—Supongo que en realidad no es un hipnotizador —dijo Alejandro
cuando finalmente recuperó la palabra.
—Lo soy, lo soy. No tengo un título que me habilite, por supuesto, pero
la mayoría de los hipnotizadores tampoco lo tiene. Digamos que soy un
autodidacta. Y me extraña su pregunta, ¿no lo hipnoticé a usted la noche en
que nos conocimos?
Era cierto. Cuando Alejandro había ido a la conferencia de Máximo había
comprobado en persona el poder de la hipnosis.
—No entiendo entonces. Las sesiones de hipnosis, ¿fueron verdaderas?
—Por supuesto. Lo que oímos fueron los verdaderos recuerdos de Amira,
tal como ella los tiene. Como habrá leído en el diario de Andrew, Amira
estuvo drogada la mayor parte de su encierro. El funcionamiento de su mente
es algo confuso. Aunque me atrevería a decir que la mente siempre trabaja de
formas confusas.
El vehículo se detuvo frente a una enorme casona. Se encontraban en
Adrogué, en una zona de casasquintas que las familias pudientes de la capital
usaban para vacacionar. Alejandro nunca antes había estado allí, pero pudo
imaginarse dónde se encontraba: la mansión del diario de Andrew, el lugar
donde tenía a los niños encerrados. En la escalinata de entrada a la casa los
esperaba Amira, con un largo vestido blanco. A su lado, como un fiel perro
acompañando a su ama, Dimitri, apenas vestido, se mantenía en cuclillas.
Amira alzó los brazos hacia ellos a modo de bienvenida.
—Alejandro, qué alegría que hayas venido. Vamos, quiero mostrarte la
casa.

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Con un gesto lo invitó a entrar en la mansión. Amira caminaba unos


pasos adelante, oficiando de guía. Máximo iba junto a Alejandro y un poco
más atrás los seguían Demien y Dimitri. Primero fueron a la parte trasera,
adonde estaba el gran galpón.
—En este galpón se crio Dimitri —explicó Amira—. Andrew lo llamaba
Marrón y quiso convencerlo de que era un perro. Pobre Dimitri,
prácticamente no tuvo contacto con humanos hasta que lo liberamos. Ahora
estamos tratando de enseñarle a caminar como una persona normal, pero no
es fácil. También está aprendiendo a hablar. Vamos, Dimitri, muéstrale a
Alejandro lo que aprendiste.
Con gran esfuerzo y sonidos que parecían venir del pasado más remoto de
la humanidad, Dimitri habló:
—Hoa… mi nombe… es Dimití…
—¡Muy bien! —lo alentó Amira.
Entraron a la casa principal. Un pasillo comunicaba las celdas. Al final
del pasillo había una habitación con la puerta cerrada. La primera de las
celdas era una habitación completamente negra, en cuyas paredes se intuían
restos de sangre y pieles de animales. El cuarto de Demien. El muchacho fue
el único que no entró, prefirió permanecer en el pasillo esperando a que
salieran.
—A Demien no le gusta volver a este lugar —explicó Amira— y es
entendible; de todos nosotros fue al que le tocó la peor parte. Demien es todo
un testimonio de la fortaleza del ser humano. Su corazón es noble y bueno. Él
es nuestra espada. Andrew lo crio para que fuera un monstruo, pero él es
mucho más: es un ángel vengador.
Mientras escuchaba a Amira y observaba el cuarto, Alejandro se preguntó
cómo había sido posible que Demien hubiera sobrevivido; él no podría haber
resistido en ese lugar ni un día. Siguieron el recorrido. El próximo cuarto
tenía paredes blancas, piso blanco, techo blanco: el cuarto de Azul. El cuarto
de Amira.
Amira entró en el cuarto y se sentó en la cama. Miró sonriente a
Alejandro.
—A mí, en cambio, no me cuesta volver. No es que la haya pasado bien,
por supuesto. Pero ahora, volver es como renovar energías. Aquí puedo poner

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mi mente en blanco, como estuvo los quince años que pasé encerrada, y
dejarla divagar…
—¿Pero cómo lograron escapar? No entiendo…
Ahora Amira dedicó su bella sonrisa a Máximo.
—Ah… eso es mérito de mi querido hermano, Máximo Landore, como ha
decidido llamarse una vez que estuvimos libres; José López, como lo
nombraron sus padres… o Verde, como lo llamaba Andrew.
Alejandro recordó lo que había leído en el diario. Comparó las dos
imágenes, la del Verde del diario y la del Máximo Landore que conocía, y
encontró en común el ánimo introspectivo, la inteligencia y los libros.
Salieron del cuarto de Amira y fueron al que estaba justo enfrente, la celda de
Máximo, que se adelantó y tomó la palabra.
—Este fue mi cuarto. Pasé la mayor parte de mi vida entre estas paredes,
estudiando y soñando con el día en que finalmente saldría. A través de los
libros conocí el mundo. A veces, cuando recuerdo las ideas que tenía sobre
las cosas en esa época, me descubro riendo solo. ¡Estaba tan confundido!
Pero esa visión del mundo se rompió el día en que Andrew nos juntó. Ahí
comprendí por primera vez lo que realmente estaba pasando. Que estábamos
presos y no nos iban a soltar jamás. Desde ese momento, dediqué cada uno de
mis pensamientos a buscar una salida. Yo tuve una ventaja que mis hermanos
no tuvieron: los libros. Con el fin de convertirme en una especie de sucesor
intelectual manso, Andrew me proveyó lo mejor de la cultura occidental. Y
como debía tener especial cuidado en no descubrir a mis ojos el mundo
exterior, elegía textos científicos, de temas abstractos y con pocas referencias
sociales. Cuando estábamos viniendo dije que era un hipnotizador
autodidacta; pues bien, aquí fue que descubrí la hipnosis y supe que sería mi
única posibilidad de escapar. En uno de los tratados sobre psicología que
Andrew me dio a leer, se hablaba de esta nueva técnica y sus posibilidades.
No era mucho lo que explicaba: un resumen histórico y los casos más
famosos; suficiente para desatar mi imaginación. Mi enemigo era Andrew; si
quería escapar, primero tenía que vencerlo. ¿Cómo? Debía meterme en su
mente, como él se había metido en la mía. Ya había descubierto un punto
débil: su ego sin fin. Se consideraba inteligente, brillante, único. Le ofrecí
entonces pintar su retrato y, por supuesto, la idea le encantó. Eso me permitió

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tenerlo a mi merced el tiempo necesario para estudiarlo. Ensayé una y otra


vez el uso de mi voz, hasta convertirla en un arma con la que pudiera
manipular a Andrew. Luego fui aplicando esta voz en él. Mientras pintaba le
hablaba, llevándolo hacia donde yo quería. Cuando me sentí con la confianza
suficiente, hice algunos experimentos. El primero de ellos, hacerlo dormir.
Hablando despacio lograba adormecerlo, y luego, cuando ya casi estaba
inconsciente, le ordenaba que durmiese. No es nada fácil hipnotizar a alguien
que no sabe que está siendo hipnotizado; sin embargo, lo logré. Cuando ya
podía hacerlo dormir y despertar a mi antojo, lo hice hablar, contarme su
verdad. Supe de sus proyectos, de Amira, de Demien, de Dimitri, y también
de Marie, de Joseph, de Brian y de Félix. Le pregunté y me explicó cómo era
la casa, cuáles eran sus rutinas y hasta dónde guardaba el dinero. Supe que
iban a festejar el fin de siglo y que esa noche la casa quedaría al cuidado
exclusivo de Félix. Cuando Andrew estuvo en mi cuarto y cayó en el estado
de hipnosis, le ordené que al salir dejara su juego de llaves sobre la mesa. Y
así lo hizo. Esperé a que se hiciera lo más tarde posible y salí de mi cuarto.
Caminé por el pasillo bastante mareado por lo lejos que había llegado mi
plan, mientras pensaba cómo iba a deshacerme de Félix, nuestro único
guardia. Decidí liberar para eso a Demien. Fue una decisión arriesgada;
Negro era sumamente peligroso, podría haberme matado sin dejarme hablar.
Así que no hablé, le sonreí y le hice gestos para que me siguiera. Me miró sin
entender, creo que estaba preparándose para saltar sobre mí y hacer lo suyo.
Por suerte para mí, en ese momento apareció Félix, sorprendido de vernos
fuera de nuestras celdas. Aproveché su asombro para tirármele encima y
golpearlo con fuerza. Tenía todas las de perder: Félix era mucho más fuerte
que yo, sabía pelear y estaba armado. Estaría muerto si Demien no hubiese
decidido intervenir. Un par de segundos le bastaron para quebrarle el cuello.
Después comenzó a desatar tal violencia sobre el cadáver aún caliente de
Félix que no pude evitar vomitar. Lo dejé trabajar y me fui a liberar a Amira
y a Dimitri. Los dos estaban sorprendidos de verme, no entendían qué estaba
haciendo yo. Entré al despacho de Andrew y tomé el dinero que tenía
guardado en el último cajón de su escritorio. Casi río al ver que había colgado
el retrato que le había hecho en la pared principal del despacho, arriba del
escritorio.

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»Nos escapamos. Los primeros años fueron difíciles. No podíamos ir con


nuestras antiguas familias porque iba a ser el primer lugar en el que Andrew
nos buscaría. Tampoco podíamos ir a la policía; para ellos nosotros no
existíamos. ¿Y qué hubieran hecho con Dimitri, con Demien? Sin olvidar que
ya éramos culpables de la muerte de Félix. Tuvimos que arreglarnos por
nuestra cuenta. Primero usamos el dinero que le habíamos robado a Andrew,
después buscamos cualquier trabajo que pudiéramos realizar, especialmente
Amira y yo, ya que no era mucho lo que podían hacer Dimitri y Demien. Pero
nunca nos separamos. Nos mantuvimos juntos y velamos unos por los otros.
Luego descubrí que la hipnosis podía generarme un buen ingreso y creé esta
falsa identidad de Máximo Landore, hipnotizador recién llegado de España.
Máximo apoyó su mano en el hombro de Alejandro y lo miró con cariño.
Alejandro los entendía. Entendía el odio, el sufrimiento, el deseo de
venganza. Lo que no podía era perdonarlos. Lo habían usado.
—Ustedes me usaron. Pusieron en riesgo mi vida solo para que los
llevase hasta los secuaces de Andrew…
Habían salido de la habitación de Verde y se encontraban nuevamente en
el pasillo oscurecido. Ya habían visitado todas las celdas. Mientras Alejandro
hablaba, Máximo, Dimitri, Demien y Amira lo rodeaban. Al terminar, Amira
se quedó mirándolo fijo por algunos segundos, con infinita piedad en sus ojos
y una sonrisa cariñosa en su boca.
—¿Realmente te parece que tu ayuda fue tan importante? ¿Que no
podríamos haber llegado a Joseph, Marie o Brian por nuestros propios
medios?
—No entiendo…
—El recorrido aún no ha terminado.
Al final del pasillo una puerta permanecía cerrada. Hacia allí señalaba
Amira, incitando a Alejandro a ir y abrirla. Lo mismo indicaban con sus
miradas expectantes Máximo, Dimitri y Demien. Alejandro caminó por el
pasillo a tientas hasta llegar a la puerta. La abrió.
El despacho de Andrew. Una biblioteca, el escritorio ante el que se
sentaría por las noches a escribir en su diario, y por encima del escritorio, en
la pared que estaba detrás, el cuadro que había pintado Verde. Y en el cuadro,
mirándolo fijo a los ojos, su padre. Estaba ahí, colgando en la pared: las cejas

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gruesas, el labio contraído, la mirada exigente.


—¿Qué hace mi padre…? —dijo Alejandro, y no pudo decir nada más.
—Nuestro padre —lo corrigió Amira—, el padre de estos cinco hermosos
niños que hoy se reúnen junto a su retrato para recordarlo. Nuestro padre:
Andrew.
—Pero yo…
—Tu nombre es Dante Mastropiero, hijo de Elma Manino y Conrado
Mastropiero, desapareciste de tu casa al año de edad.
—Yo no soy…
Blanco. Él era Blanco. El quinto experimento, ese niño al que Andrew
había criado como normal, entre nodrizas y colegios pupilos, solo para poder
compararlo con los demás; ese niño al que a lo largo de su diario Andrew
despreciaba una y otra vez, de quien pensaba que era un inútil, uno más de la
multitud, un caso perdido de mediocridad. Él.
—No… no puede ser…
Por un instante le pareció completamente lógico: la frialdad que él
siempre había interpretado como una limitación de su padre podía ser en
verdad auténtico desprecio.
—No puede ser, debe haber un error; mi padre está vivo, no se suicidó…
—Ni por un segundo pensé que Andrew fuera capaz de suicidarse —
respondió Máximo—. Demasiado ego. Simplemente intentó engañarnos para
que no llegáramos a él.
Aunque se negaba a aceptar la idea de que su padre fuera Andrew, otra
preocupación surgió en la mente de Alejandro.
—Entonces, ustedes van a…
—¿Matarlo?
Máximo dio unos pasos hacia él, sonriendo.
—Lo podríamos haber hecho hace mucho. Pero más que la venganza,
siempre buscamos protegernos, los hermanos son lo primero. Podríamos
decir eso de «todos para uno y uno para todos», y tú eres uno de nosotros. Por
años te estudiamos hasta llegar a la conclusión de que también eras una
víctima, de que tu vida era una farsa como la nuestra. Quizá más cómoda,
pero farsa al fin. Por eso decidimos hacerte parte de nuestra venganza, porque
también es tu venganza, porque también debías vengarte de lo que te

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hicieron. Y eso nos permitió contarte nuestra historia, ir introduciéndote poco


a poco en nuestro mundo para que nos entendieras a Amira, a Dimitri, a
Demien y a mí. Para que nos vieras como lo que somos: tus hermanos.
Fuimos armando un camino que nos llevara a este exacto momento. Nosotros
somos tus hermanos, tu familia. Esta es tu historia. Y por eso te hemos dejado
una gran responsabilidad: te corresponde decidir cuál es el castigo adecuado
para nuestro padre.
Con gran esfuerzo logra desviar la vista del cuadro. En un rincón,
apoyado contra la pared, está el bastón de plata que creía perdido. Casi puede
sentir la presencia de su padre en el cuarto.
Un paso, luego otro. Se van acercando. Amira pone la mano sobre su
hombro y lo aprieta. Dimitri refriega el rostro contra su pierna. Demien, con
sus brazos fuertes, lo abraza. Máximo apoya la frente contra la suya. Lo
rodean, le demuestran su cariño. Lo están abrazando. Dura una fracción de
segundo. Después, Alejandro los empuja y comienza a correr. Busca la
salida. Atrás vienen los cuatro persiguiéndolo, pero él no escapa de ellos,
escapa del cuadro, que aún lo mira, que aún lo sigue con la mirada por más
que corra. Suena la voz de Máximo.
—¿Preferías seguir en la ignorancia? ¿Vivir en la mentira?
Suena la voz de Dimitri: ladridos en la noche, quizás él piensa que son
palabras.
Suena la voz de Demien: un grito que a su manera pide también que se
quede.
Suena la voz de Amira.
—Alejandro… Dante. Más allá de la sangre, más allá de Andrew, somos
una misma cosa…
Pero Dante-Blanco-Alejandro ya se pierde en la noche, corre por calles
que no conoce y lo último que le llega de la mansión de Andrew es la voz de
Amira.
—Hermanos… somos hermanos.

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PADRE

Cuando llegó a la casa, lo encontró leyendo. Con la edad, cada vez se le


hacía más difícil: acercaba el libro a los ojos y luego lo alejaba, acomodaba
los anteojos sobre su nariz tratando de descifrar las letras. Alejandro se le
paró enfrente. Él tardó bastante en notar su presencia. Cuando lo hizo
descubrió también el semblante alucinado con que Alejandro lo observaba.
—¿Y esa cara? —preguntó.
Pero no esperó respuesta, enseguida continuó con su libro.
—Estuve con ellos… —dijo Alejandro cuando logró que las palabras
salieran de su boca.
Su padre levantó nuevamente la vista del libro y lo observó con
curiosidad.
—¿Ellos?
—Ellos… Andrew.
Un pequeño temblor recorrió su cuerpo. Ese fue el único indicio de que
sabía de lo que le estaba hablando. Sin embargo, dijo:
—No te entiendo…
El libro voló varios metros. La mano de Alejandro había salido despedida
para golpear a su padre. Luego otro golpe. Y otro más. No creyó que fuera
posible. No creyó que él pudiera pegarle a su padre y, sin embargo, lo estaba
haciendo. Se apartó. Trató de contenerse. Andrew estaba en el piso. No lo
ayudó a levantarse.
—No sé qué fue lo que te dijeron… —dijo al fin—; yo… lo hice por la
ciencia… la ciencia…
—¿Ciencia?
Alejandro estuvo a punto de golpearlo de nuevo.
—¿Ciencia? Nos secuestraste… nos apartaste de nuestras familias…
torturaste a esos chicos… ¿Cómo pudiste?
—Era mi trabajo… eso es lo que hacía… creí que iba a lograr grandes
descubrimientos que beneficiarían a toda la humanidad… Era algo bueno…
algo bueno realmente… una buena obra… No me entregues a ellos, por

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favor, no lo hagas… Estuve mal, lo sé… pero contigo me he portado bien…


soy tu padre.
Alejandro sacó el revólver y apuntó en medio de los ojos de Andrew.
—Leí el diario… sé que soy Blanco… Tuve más suerte que los demás,
eso es todo…
De repente, los ruegos de clemencia desaparecieron y por un momento su
padre recuperó el gesto altivo que lo había caracterizado durante la infancia
de Alejandro.
—Te están usando… Yo te usé, es verdad… pero ellos también… lo
están haciendo ahora… ¿Es Verde, no es cierto?… Todo esto es su plan…
En ese momento, mientras Alejandro sentía ya su dedo deslizándose hacia
el gatillo, casi estuvo a punto de reírse. Aun en ese momento Andrew
pensaba únicamente en sí mismo. A pesar de sus terribles crímenes,
Alejandro pudo verlo como lo que realmente era: un hombre triste y patético.
Bajó el arma.

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MADRE

La señora Manino no estaba acostumbrada a recibir visitas a esas horas de


la madrugada, y mayor fue su sorpresa cuando, al abrir la puerta, se encontró
con el joven que unas semanas atrás había estado haciendo preguntas sobre
su hijo desaparecido. Ella sabía que finalmente le traería buenas noticias.
¿Pero por qué lloraba? ¿Por qué la miraba con esos ojos desorbitados? Pensó
invitarlo a entrar, ofrecerle algo de tomar así se calmaba, unos mates quizás.
Y mientras él no hablaba y seguía con la cara y el cuerpo convulsionados,
ella fue comprendiendo, entendió el motor que activaba tanta emoción, y que
ya comenzaba a activarla a ella también, como un breve terremoto que nacía
en la planta de los pies, iba subiendo por su cuerpo y la empujaba a abrazarlo,
besarlo y llorar, porque su intuición era cierta, y como ella pensó, ese joven le
traía de nuevo a su hijo.

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EL SIGLO EN BLANCO

El 25 de mayo de 1910 la ciudad de Buenos Aires y el país entero


estallaron en un sinfín de variaciones de blanco y celeste, para festejar sus
primeros cien años como república. Los ejércitos desfilaron, las bandas
tocaron, los bailarines bailaron, los borrachos se emborracharon, los
visitantes ilustres ilustraron su visita, los políticos y gobernantes se
empalagaron de tanto escuchar sus propias palabras. Hubo discursos, fiestas,
jolgorio, peleas, gritos, empujones, fuegos, marchas y represiones.
Entre tanta exaltación se hacía difícil caminar por las estrechas calles, y
Alejandro lo hacía de la única manera que sabía: a codazo limpio. Porque
seguía siendo Alejandro; con la cara, los gestos, las virtudes y los defectos de
Alejandro, aunque ahora fuese también Dante Mastropiero. Ya no tenía padre
—su padre pertenecía ahora a los más horribles monstruos que se esconden
debajo de la cama—, pero a cambio había ganado una madre con la que solía
tomar mate por las tardes.
Sus amigos y compañeros de trabajo se sumergían sin culpa en la
algarabía y a él nada le hubiese gustado más que entregarse a la fiesta al grito
de «¡viva la patria!». Si no lo hacía era porque sentía una relación secreta
entre la obra de Andrew y esos festejos. La obsesión de Andrew había sido el
futuro, ese mismo futuro que era el centro de los discursos.
Mientras la tarde se ponía sobre la Avenida de Mayo, se preguntó si en
alguna parte de esa multitud uniforme estarían sus hermanos, porque ahora
sabía que tenían razón: eran sus hermanos. Imaginó a Amira, a Máximo, a
Demien y a Dimitri escondidos entre la gente. ¿Qué harían ahora?
Recién dos años después, tuvo la respuesta a estas preguntas.

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CARTA DE MÁXIMO A ALEJANDRO BERG

Berlín, 2 de junio de 1912

Querido Alejandro:
¿O debo decir Dante? Los dos son bellos nombres. Espero que te
encuentres bien, en este momento te escribo desde Berlín. Cómo vinimos a
parar a esta ciudad… es largo de explicar. Lo que puedo decirte es que nos
estamos acomodando. Conocimos gente muy interesante y mis estudios sobre
psicología e hipnosis son valorados.
Amira ha provocado más de un suspiro de amor, si supieras la cantidad
de propuestas de matrimonio que debo rechazar en su nombre… No hay
Romeo que pueda convencerla, supongo que no quiere separarse de sus
hermanos. ¿Has ido al cinematógrafo últimamente? Cuando lo hagas presta
atención porque puede que te sorprenda encontrarte con su rostro. Así es,
Amira se ha convertido en actriz. Por supuesto que utiliza un nuevo
nombre… pero no te lo diré, ya lo descubrirás cuando sus películas crucen el
mar.
Sobre Demien me alegra decirte que está menos Negro que nunca.
Hemos conseguido que desarrolle sus impulsos con materiales más…
tradicionales. Es un artista. En realidad, siempre lo fue.
Con Dimitri es difícil, a veces cuesta que se comporte como un hombre.
Amira sigue intentando enseñarle a hablar.
¿Te alegran estas noticias? ¿Nos guardas rencor? Espero que no. Lo que
hicimos, lo hicimos por ti también. Por todos nosotros. Y tengo que decirte
esto: ¡qué sorpresa que decidieras dejar con vida al viejo Andrew! No me lo
esperaba. En realidad, en un principio me desilusionó tu piedad, pero luego
me di cuenta de que era un buen castigo que justo tú, Blanco, le diera una
lección de grandeza a Andrew. Pasar sus últimos años solo y en la pobreza
es un buen castigo también.

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¿Vendrás a visitarnos algún día? Es nuestro mayor deseo, siempre te


tenemos presente y hablamos de ti a menudo.
A veces siento que tanto no se equivocó Andrew. Me da vergüenza y odio
decirlo, pero creo que algo del experimento funcionó. Él buscaba crear a los
hombres y las mujeres del futuro y, por momentos, lo somos. Ahora se vive en
toda Europa un clima especial, de cambio; los hombres buscan nuevos
horizontes, y tengo la sensación de que esos horizontes nos pertenecen, que
nosotros, los hijos de Andrew, somos ese futuro que todos nombran. Creo
que vienen días únicos para la humanidad y estoy haciendo todo lo posible
para formar parte de ellos. ¿Qué haremos de ahora en adelante? ¿Cómo
continuará nuestro camino? No puedo saberlo. ¡La página está en blanco!
¡Todo por hacerse! Este hermoso siglo XX que tenemos entre las manos
traerá nuevos aires. Y lo mejor de todo es que recién comienza…
Tus hermanos.

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LA OSCURIDAD DE LOS COLORES

Alejandro vivió cuarenta y ocho años más y no pasó un solo día sin
preguntarse por Máximo, Amira, Demien y Dimitri.
A los veintinueve se casó con Emilia, la hija de su jefe en el diario. Se
fueron enamorando en cruces casuales e intercambios de saludos formales
por los pasillos oscuros de la redacción, hasta terminar sin poder sacarse los
ojos de encima uno del otro. Alejandro todavía estaba superando la
conmoción de haber descubierto su verdadera historia, que por momentos le
caía sobre los hombros como una carga insoportable hasta asfixiarlo, y
cuando conoció a Emilia, tan simpática, tan normal, fue como encontrar la
contracara perfecta de Amira. Encontró en su rostro algo que entendía, unos
brazos en los que refugiarse. Alguien en quien confiar.
Tres años después de casados fueron padres de una niña, María Eugenia.
Cinco años después repitieron la experiencia y nació esta vez un varón, al que
llamaron Juan Carlos.
Alejandro visitaba seguido a su recuperada madre, doña Elma. Oían
programas de radio, tomaban mate con bizcochitos, hablaban de política. No
mencionaban al hombre que los había separado; no había tiempo para la
pena. Juntos intentaron borrar el dolor. Se concentraron en un presente de
nietos, risas y tardes de sol.
Luego de que Alejandro bajara el revólver y le perdonara la vida, Andrew
vivió dos años más. Alejandro no lo mató, pero tampoco se preocupó más por
él. Lo dejó con sus fantasmas y no volvió a visitarlo. Solo lo veía por las
noches, en pesadillas formadas con las líneas de su rostro arrugado.
Supo por la policía que Andrew había muerto. Sufrió un ataque cardíaco
en la casa que habían compartido. Alejandro tuvo que hacerse cargo de su
entierro y fue el único que asistió.
Bajó su cuerpo a la tierra; Andrew el padre, Andrew el monstruo, había
dejado de existir. Llovía, pero Alejandro no se apuró, dejó el cementerio con
paso lento.
Pasaron años antes de que se animara a contar su historia. La primera en

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conocerla fue Emilia. Una noche, con ingenuidad de enamorada y sin saber la
puerta que estaba por abrir, le pidió a Alejandro que le contara su mayor
secreto. La historia contenida comenzó a brotar con abundancia de detalles,
sin que pudiera evitarlo. Emilia estuvo a punto de no creerle. Por suerte,
Alejandro conservaba todavía los diarios de Andrew.
Tener a alguien a quien contarle la verdad le hizo bien. Pero no pasaba un
día en el que no se preguntara por sus hermanos. Se había acostumbrado a
pensar en ellos de esa forma, como sus hermanos. Así los había llamado
Amira la última vez que se vieron, cuando decidió salir corriendo de esa casa
espantosa, del cuadro gigante de su padre, de esos jóvenes extraños que lo
consideraban un igual. Sentía hacia ellos una mezcla de piedad y miedo. Eran
víctimas y también asesinos. No había excusas para las muertes de Félix,
Joseph, Marie y Brian. Por más que estos fueran cómplices de Andrew y
culpables, sus muertes habían sido violentos asesinatos.
Comenzó a ir con frecuencia al cine. Esperaba encontrar un día, brillando
en la enorme pantalla, el rostro perfecto de Amira, ese mismo rostro que tanto
lo había encandilado. En la sala oscura, antes de que la película comenzara, lo
consumían los nervios y la ansiedad. Luego aparecían los cómicos, los
cowboys y sus caballos, los galanes de mirada penetrante; otras jóvenes
hermosas, con otros misterios por resolver. Nunca apareció Amira.
Leía con cuidado las noticias que llegaban de Europa, buscaba entre
líneas referencias a Máximo o a los otros. Se mantuvo al tanto de lo que
sucedía en el mundo del arte, esperando reconocer a Demien en la obra de
algún artista de vanguardia. No encontró nada.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y mientras llegaban noticias
de batallas, pérdidas y muertes, Alejandro solo podía preguntarse qué estarían
haciendo. ¿Seguiría Amira siendo actriz? ¿Máximo continuaría con la
hipnosis? ¿Habría aprendido Dimitri a comportarse como un hombre? Y
Demien, el lado más oscuro del experimento… Mejor creer lo que decía la
carta.
Pasaron veinte años. Sus hijos crecieron, la ciudad cambió. Alejandro era
un hombre feliz, en la medida en que puede serlo cualquier hombre. Casi no
pensaba en Andrew. Pero releía, un par de veces al año, la carta que Máximo
le había mandado. Necesitaba saber qué había pasado con ellos. Decidió

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viajar a Europa.
Durante seis meses recorrió grandes capitales y pequeños pueblos, habló
con científicos, artistas, periodistas. No encontró nada. Ninguna noticia sobre
un joven científico con capacidades extraordinarias para la hipnosis, ni sobre
una estrella de cine delicada, ni sobre un artista con obras de llamativa
violencia, ni sobre un hombre que ocultara ademanes de perro.
Volvió con las manos, más que vacías, apretujadas de preguntas.
¿Estaban muertos? ¿Habían abandonado Europa? ¿Para ir adónde? ¿Habían
vuelto a Buenos Aires? ¿Estaban a metros de su casa espiándolo como en el
pasado? ¿Por qué no había habido más cartas? ¿Por qué Máximo no había
vuelto a escribirle?
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, dudas más oscuras lo
atormentaron. En esta nueva guerra de infinitos horrores, ¿de qué lado
estarían sus hermanos? Le resultaba fácil imaginarse a Máximo convertido en
jerarca nazi; en la carta que le había mandado —ya treinta años antes—
hablaba sobre el futuro y la nueva humanidad, con un tono de soberbia
similar a la de Andrew. Esta posibilidad no lo dejaba dormir. Miraba con
atención las fotos de esos hombres en apariencia normales, tratando de
imaginar cómo se verían sus hermanos con varias décadas más y uniformes.
Pero la guerra terminó, los horrores del nazismo quedaron expuestos y no
apareció ninguna pista sobre ellos.
Con los años, comenzó a surgir una nueva posibilidad en la mente de
Alejandro. Quizá no se habían convertido tampoco en monstruos nazis.
Quizás habían tomado el mismo camino que él: habían llevado vidas
normales, habían sido felices. ¿Por qué no?
Con el tiempo fue asumiendo que sus hermanos habían desaparecido, que
no iba a resolver el misterio de sus destinos. Dejó de sentir la responsabilidad
de descubrir la verdad y se sintió liberado. Podía dejar su mente divagar,
imaginarlos como quisiera.
A veces pensaba en ellos con los colores que Andrew les había
designado: Máximo era Verde; Amira, Azul; Dimitri, Marrón; Demien,
Negro. Tal vez porque estaba seguro de que en esas décadas habían cambiado
de nombre muchas veces más; también porque era una forma de limpiarlos,
de darles a esos colores otro sentido que el del experimento y unir las dos

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imágenes que tenía de ellos: los jóvenes que había conocido y los niños que
aparecían en el diario de Andrew. Comenzó a encontrar sosiego en imaginar
para ellos vidas posibles.
Verde-Máximo es profesor en una universidad, en Viena. Entra a clase
con el pelo revuelto y el traje arrugado, y el alumnado sigue con atención sus
ideas, fascinado con esa capacidad que tiene de encontrar en los temas más
triviales una nueva e inesperada mirada.
Amira-Azul, ya mayor, aún brilla. La vida nunca dejó de ser un misterio
para ella. Posa su vista sobre las cosas como aquella tarde en el zoológico,
con la misma extrañeza. Quizás algunas noches frente al mar, remontando la
distancia, recuerde a Alejandro.
Demien-Negro, Demien, el asesino, el artista. El pincel recorre la tela y la
violencia, esa misma violencia que le obligaron a sentir desde el primer
minuto de su vida, se convierte en otra cosa, se ilumina y ramifica ante sus
ojos, un arte de búsqueda interior que no necesita de nadie que lo contemple.
Dimitri-Marrón va por la calle con las manos en los bolsillos. Se mueve
completamente como un hombre. Nadie podría darse cuenta de que alguna
vez fue otra cosa. Aún prefiere los exteriores. Los parques, las plazas.
Sentarse en un banco, ver pasar a sus iguales: las personas y los perros.
Aun cuando la vida, que todo lo abandona, va dejando también a
Alejandro, él agradece lo bueno, sus dos hijos, el amor de Emilia, lo visto y
lo vivido, pero sin dejar de tener presentes a sus hermanos, en un
pensamiento que es recuerdo pero también súplica, sosiego, posible cobijo,
un pensamiento que es cuidado, como si estuviera abrazándolos, como si
pudiera sanarles las heridas producidas por Andrew. Es lo que él puede hacer
por ellos, que le abrieron los ojos cuando no quería ver: ahora él los abraza,
los cura. En el final, Alejandro está con ellos y les limpia toda oscuridad.
Verde… Los engaños y las trampas se van, solo quedan el cuarto lleno de
libros, la charla profunda, la inteligencia más pura que haya conocido.
Azul… ¿Y si fue amor? Ya no hay mentiras, Amira no puede mentir, en
su mundo de sueño no hay verdad, pero tampoco mentira.
Negro… Temido, incomprensible, tanto que duele pensar en él.
Marrón… Ya nunca más un animal sudoroso y maloliente; ahora, un
hombre, una persona.

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¡Todos ellos, personas! A pesar de las torturas, del encierro, de la


enajenación. Porque los colores nacen de la luz, no de la oscuridad, y eso es
lo que ellos son: colores.
Verde…
Azul…
Negro…
Marrón…
Blanco.

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AGRADECIMIENTOS

Gracias al batallón de amigos que leyeron esta obra en sus distintas


etapas: Sergio Aguirre, Pablo de Santis, Antonio Santa Ana, Leonel
D’Agostino, Gabriel Bobillo, Luciana Fernández, Adriana Blanco, Nancy
Giampaolo, Claudia Prado, Sol Baldino, Daiana Reinhardt, Violeta
Noetinger, Natalia Méndez, Camila Teitelbaum, Cecilia Rassi y María Luisa
García. Y sobre todo a Laura Leibiker, editora de esta novela, que tiene
mérito doble: hace cinco años leyó una fallida primera versión y rechazó su
publicación. Pero al hacerlo tuvo la gentileza de pasarme una larga lista con
todo lo que no le cerraba de la historia. Fue una lista muy útil. Pasó el tiempo,
logré acomodar las piezas, Laura tuvo la paciencia necesaria para leerla de
nuevo y acá estamos.
¡Y gracias a vos, lector, que ya te cuento como un amigo más! Años de
esfuerzo están ahora en tus manos.

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MARTÍN BLASCO, nació en Buenos Aires en 1976. Estudió dirección y guion


de cine. Trabajó como guionista y productor en varios programas de
televisión. En Norma ha publicado Maxi Marote, Cinco problemas para don
Caracol, El misterio de la fuente, La leyenda del Calamar Gigante y El
desafío del caracol, en la colección Torre de Papel. Y, en Zona Libre, sus
novelas El bastón de plata y En la línea recta. Esta última fue seleccionada
para integrar la lista The White Ravens en 2007.

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