LA BAILARINA Negra
LA BAILARINA Negra
LA BAILARINA Negra
FREDA MOSQUERA
La bailarina negra subió al escenario vestida con una diminuta falda plateada y
una franja dorada que le ceñía los senos. Tenía las piernas largas y delgadas, su
cabello era abundante y duro, y caía sobre su espalda envolviéndola en un espeso
aroma de perfumes mezclados al azar.
Cerró los ojos y tuvo conciencia de su propia soledad, una soledad absoluta y
hermética que la acompañaba desde el viaje lejano extraviado en su memoria,
junto a la travesía de un océano que la separó para siempre de su infancia, hasta
el recuerdo de su primera danza ante los ojos expectantes de los hombres.
Extendió los brazos, levantó con lentitud una de sus piernas hasta dejarla erguida
junto a su rostro y acarició con la planta del pie su mejilla. Escuchó la música y
volvió a sentir dentro de sí el designio de su corazón y de su raza. Sus
antepasadas más remotas bailaron danzas sagradas, luego sus hijas esparcidas
violentamente por el mundo, bailaron al terminar las jornadas de trabajo, y ahora
ella, Janaína, "la bailarina negra", danzaba en un país extraño, en un oscuro bar,
para sobrevivir.
Avanzó por la pasarela, moviendo las caderas y los brazos, con un dominio
absoluto de su cuerpo. Sintió que un ser mágico la habitaba y se entregó a la
danza. Se arrastró por el piso transformada en serpiente, luego levantó con
lentitud las caderas, enseñó los dientes y apoyada sobre los brazos, fue pantera.
Después se abrió poco a poco, hasta que todos los hombres que la rodeaban
pudieron ver la profundidad de su sexo.
Estaba cansada y aún le parecía que la mano del hombre seguía posada en su
muslo, fría y aguda y que la apretaba. Se vistió con un traje rojo y salió por una
puerta lateral hacia las mesas donde los hombres aguardaban el siguiente
espectáculo.
La bailarina negra caminó sonriendo, mostrando la liga que ceñía una de sus
piernas y acariciándose los senos. Fue guardando el dinero que cada hombre le
iba entregando, hasta que se encontró con los ojos cristalinos y azules, los
cabellos dorados y la piel blanquísima del hombre que la había tocado en el
escenario.
No quiso detenerse en esa mesa, siguió de largo, pero sintió la mano del hombre
en su muñeca y tuvo que retroceder. Le pareció que caía en un pozo hondo y
profundo, quiso alejarse, pero algo superior a sus fuerzas la hizo acariciar la mano
del hombre y contagiarse con la tibieza de su cuerpo.
El hombre le dio de beber de su copa y luego la besó sin preámbulos, sin pagar
por el beso. La bailarina negra apretó los labios, pero los fue despegando
lentamente hasta que la lengua del hombre blanco acarició su lengua y se
trenzaron en la lucha milenaria del hombre que penetra y de la mujer que se abre
y se cierra como una flor carnívora.
Salieron y afuera, junto a los basureros, volvieron a besarse como si el hálito del
amor los hubiera envuelto en su atmósfera irreal y no los dejara escapar. Hablaron
un poco y la bailarina negra entró de nuevo al bar, a la oscuridad, a la música, a
los cuerpos desnudos de sus compañeras. Recogió un bolso grande con sus ligas,
sus prendas doradas, sus perfumes y salió.