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Mi Vida o La Voluntad de Dios

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Mi vida o la voluntad de Dios

Mi vida o la voluntad de Dios

María Elena Castro Reyes

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En memoria de Armando Ruiz Castro.
TESTIMONIO DE VIDA

Hola, me llamo Elena. Cuando pregunté: “¿por qué Elena?”, la


respuesta fue simple… ¡Porque a mi madre se le ocurrió que yo
llevara el nombre de mi abuela!
Para empezar, nunca me ha gustado este nombre.
La mayoría de las mujeres que he conocido con este apelativo, rea-
les o ficticias, son sufridas, engañadas, humilladas, golpeadas, prosti-
tuidas, abandonadas o sufren abusos y, en los casos más extremos, son
malas y perversas; así que, como se mire, llevar este nombre está
de la fregada.
Siempre me han dicho que debo aceptar la voluntad de Dios,
que él sabe lo que hace, que es todopoderoso y que nunca te
abandona; que puedo hablarle y también preguntarle, porque él
conoce mis penas y mis alegrías. Entonces, en el remoto caso de
que me contestara: dime, Dios, ¿por qué no tuve un ángel como
mamá?
Y a ti que lees estas páginas, quiero narrarte lo que ha sido mi
vida, desde los recuerdos de mi infancia hasta el momento en que
estoy escribiendo. Ya verás —y quizá puedas explicármelo— cuál
fue la voluntad de Dios.

Nací el 6 de octubre de 1962. Y cuando pregunté: ¿por qué nací?,


me enteré de que cierta vez mandaron a mi mamá a comprar los
libros que le pidieron en la secundaria. Le dijeron que se fuera en
un taxi y que regresara pronto, pero… ¡le gustó el taxista y se fue
con él!
En ese momento la suerte estaba de su lado, ya que le tocó un
muchacho bueno al que le gustó mi mamá, que sólo tenía quince

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María Elena Castro Reyes

años. Otra clase de hombre le hubiera retorcido el pescuezo y yo


no estaría contando mi historia.
Mi vida empieza con un recuerdo lejano… Quizá tendría cuatro
años de edad y me veo junto a una mesa de cantina, acomodando la-
tas de cerveza que mi padre se había tomado, y me recuerdo ¡iró-
nicamente feliz!
Vivíamos con los abuelos paternos, mi padre Gustavo, mi madre
Alejandra, yo la mayor y mis hermanas Mercedes y Guadalupe.
De la casa sólo recuerdo que tenía una gran escalera del lado
izquierdo y que su puerta era blanca; a veces salíamos a la calle a
acarrear agua y veía cómo mojaba mis pies y el sol brillaba, pero…
colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Veo a mis padres que pelean, se gritan y discuten porque mi
abuela siempre interviene en sus vidas y acusa a mi mamá de mu-
chas cosas.
De repente estamos en la calle, sentadas en la banqueta, mi
mamá, Meche y yo; Lupe no estaba porque como era güerita y
bonita, la abuela no la corrió de su casa como a nosotras.
Mis recuerdos y testimonios se ubican en las casas y las calles
del barrio donde vivimos y con los personajes que rodearon mi
vida.

LERDO 61, COLONIA GUERRERO

Estando sentadas en la calle, oímos que en la casa de enfrente


cantaban Las Mañanitas; una señora salió y nos invitó a la fiesta. Ese
día comimos pollo rostizado y pastel porque era el cumpleaños
de su perro, un bonito pastor alemán, y ahora me duele recordar
que en mis cumpleaños mi mamá primero me pegaba y me reclama-
ba por los gastos que haría para festejarme, y después comía pastel.
La dueña del perro se llamaba Lupe y por las noches trabajaba
en un cabaret; todas las señoras que vivían en los cuartos de esa

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Mi vida o la voluntad de Dios

casa trabajaban en lo mismo, y creo que para ayudar a mi mamá,


y que pudiera mantenernos, le ofrecieron que se dedicara a eso.
En un cuarto de azotea de la calle de Lerdo 61, en la colonia Gue-
rrero, comenzó el resentimiento de mi madre hacia nosotras, por-
que de otra manera, no me explico lo que te voy a contar.
Me gustaba sentarme a sentir el sol y a jugar con un gato mien-
tras mi mamá dormía. Cierto día, una señora me acusó de haber
tirado al gato desde la azotea y mi mamá le contestó que me casti-
garía. Vi cómo pelaba un cable de luz y cómo brillaba el cobre;
con mucha paciencia lo trenzó hasta hacerlo más grueso. No supe
para qué lo usaría hasta que, sorprendida, recibí varios golpes por
algo que no hice. El dolor no se me quitaba y casi no podía cami-
nar, no sé cuándo ni cómo se me curaron la espalda y las pompas,
pero aún me duelen las cicatrices.
En las mañanas me daba una bolsa y unos pesos para que fue-
ra a la tienda por leche y pan para Meche y para mí; no caminaba
mucho, pero la gente siempre me decía que estaba muy chiquita
para andar sola por la calle.
Mi hermana Meche tenía unos tres años y aún no caminaba; co-
mo yo era la mayor, tenía la obligación de ayudar a mi mamá.
Ella prendía la estufa de petróleo y acercaba un banco en el que
me subía para que moviera el atole, que era nuestro desayuno,
con la amenaza de que si se tiraba o se quemaba, me castigaría.
Un día cualquiera volví a ver a mi papá, otra vez discutiendo
con mi mamá. Se metieron al cuarto, y mientras jugaba a caminar
por la orilla de la azotea, perdí el equilibrio. Lo único que me
sostuvo para no caer al vacío fue un alambre que atravesó mi
quijada. Mi papá me llevó cargando al hospital y cubrió mi cabe-
za con una manta, pero yo veía muy bien cómo la sangre caía al
piso. Cuando llegamos con el doctor, sólo pude ver las luces de la
lámpara y oír que pedían hielo para detener la hemorragia.
Este accidente me dejó tartamuda por un tiempo y agregó otra
cicatriz a mi colección.

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María Elena Castro Reyes

Una maestra me ofreció su ayuda para entrar a la primaria. Me


puso ejercicios de lenguaje y al mismo tiempo me enseñó a leer y
a escribir. Aprendí la letra manuscrita y me sentía muy orgullosa
de escribir así, pero al entrar a la escuela y no saber la letra de
molde, la maestra me puso seis de calificación, lo que provocó el
enojo de mi mamá y que me pegara de nuevo.
Tuvimos un ángel, una señora llamada Laura. La tía Laura,
como prefería que la llamáramos, era una mujer muy bonita. Se
peinaba con un chongo al estilo de los años sesenta, siempre esta-
ba impecable y usaba unos aretes largos, como las bailarinas de las
películas a go-gó. Cuando ella estaba en la casa, me ayudaba con
los quehaceres y así mi mamá no me golpeaba.
Meche y yo usábamos zapatos de plástico y eso le desagradaba
mucho a la tía Laura, así que nos compró los primeros zapatos
decentes que recuerdo.
La última anécdota de esa casa es muy dolorosa. Al parecer,
éramos blanco fácil de cualquiera de las mujeres que vivían ahí.
Meche ya caminaba, porque la obligaban a ir caminando por su
comida o la dejaban sin comer, y una señora la acusó con mi
mamá de robarse un peso. Para reprenderla, mamá le metió las ma-
nos en el atole caliente para que no volviera a robar. ¿Robar?
¡Qué podía saber una niña de robar!

DEGOLLADO 54, ALTOS 1, COLONIA GUERRERO

En esta casa nació mi hermana Luisa y nunca esperé que con ella
también llegara Héctor, mi padrastro, precisamente el día en que
él cumplió quince años. Traía puesto un rompevientos amarillo y
unas botas chuecas y abiertas del cierre; era tan flaco como un
palo de escoba. Héctor no llegó solo, sino con un grupo de ami-
gos iguales que él, borrachos y vividores a costillas de mujeres
como mamá.

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Mi vida o la voluntad de Dios

Lo oía ufanarse de que le quitaba el dinero y de que él y sus ami-


gos podían entrar al cabaret siendo tan jóvenes.
Él se convirtió en el único interés de mi mamá, y hasta la fecha
lo sigue siendo.
Si alguna importancia teníamos, la perdimos cuando él apare-
ció, y con él llegaron más golpes. Me pegaba porque decía que
me parecía mucho a mi papá y, niña al fin, lo acusé con él. Se en-
frentaron a golpes y creo que la más perjudicada fui yo, porque
mi mamá me pegó por chismosa y me amenazó para que no vol-
viera a decir nada.
En mi cabeza, esta casa es oscura y parecía un laberinto de cuar-
tos en los que entraba y salía gente todo el tiempo.
A mis cortos cinco años viví la fea y repulsiva experiencia de
ver a mi mamá teniendo sexo con el mejor amigo de Héctor. Me
levanté de la cama donde dormía porque unos ruidos me desper-
taron. No sabía lo que ocurría con exactitud, pero empecé a gol-
pearlo en la espalda con una pala de cocina y le gritaba que dejara
a mi mamá; hasta la fecha me es imposible olvidar esto.
Hubo otro señor, Ángel, que nos enseñó a comer con cubier-
tos, a comportarnos en un restaurante y que nos compraba ropa
bonita, medallas y esclavas, aretes de oro para mi mamá, y nos
llevaba a pasear. Aquello era muy bonito, pero cuando regresába-
mos a la casa nos quitaban todo y lo llevaban al empeño, y ese di-
nero lo utilizaban para comprar alcohol y emborracharse.
El señor Ángel le propuso a mamá que nos internara en un
colegio a Meche y a mí y que ellos se casaran. Yo estaba dispuesta
a todo con tal de que mi mamá fuera feliz, y cuando lo escuché
dije que sí, pero la felicidad de ella no era lo que yo pensaba. Ella
quería obtener dinero a como diera lugar para dárselo a Héctor,
hasta llegar al punto de engañar al señor Ángel diciéndole que
Luisa y mi hermano Miguel, que nació en este mismo edificio dos
años después, eran sus hijos.

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María Elena Castro Reyes

DEGOLLADO 54, ALTOS 5, COLONIA GUERRERO

Cambiamos de residencia, pues la familia crecía. Había nacido


Miguel. Los pleitos, los castigos y los golpes aumentaban para
nosotras. Cuando mamá se peleaba con Héctor, yo era la culpa-
ble, pues según ella les hacía la vida imposible y se desquitaba con-
migo. Ya acostumbraba pegarme con el puño cerrado, con lo que
me sacaba sangre de la nariz y de la boca. Recuerdo que traía
puesto un vestido color de rosa muy bonito que me rompió con
los jalones; no supe cuándo se terminaron los golpes, pero se ha-
cía de noche. Me quedé sentada en una sillita viendo mi vestido
lleno de sangre y todo roto. Poco después regresó mi mamá. Lim-
pió mi sangre y mis lágrimas, y le pregunté por qué me pegaba.
Simplemente me contestó que a ella también le habían pegado; ésa
era su excusa.
Me daba mucho miedo cuando se peleaban, porque Héctor no
sólo golpeaba a mi mamá, sino también a nosotras. Como en
muchas otras ocasiones, ella tomaba la ropa, nuestros papeles
personales, las pocas fotografías que teníamos y los ponía en el
centro del patio y los quemaba. Así nos quedábamos sin nada.
Después del pleito, mi mamá preparaba algo de comer y nos
ordenaba a Meche y a mí que le lleváramos la comida a Héctor a
la vulcanizadora, que estaba en la esquina de la calle. Apenas
íbamos a mitad de camino, cuando ella nos alcanzaba, y jalándonos
el cabello y dándonos de patadas nos acusaba de llevarle la comi-
da a escondidas, de lo que resultaba otro pleito en plena calle en
la que, como siempre, llevábamos la de perder.
Meche y yo hacíamos los quehaceres de la casa, lavar, limpiar,
cuidar a los niños, y además íbamos a la escuela y éramos buenas
estudiantes, pero encima teníamos que aguantar los castigos de Héc-
tor. Por ejemplo, si las sábanas estaban rotas, nos acostaban en el
piso y nos tapaban con ellas; si alguna otra ropa estaba rota, Héctor
nos ponía a zurcirla, y como no sabíamos hacerlo, nos picaba las

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Mi vida o la voluntad de Dios

manos con la aguja. Una señora que vivía en otro de los cuartos se
compadeció de nosotras y, aparte de darnos algo que comer, nos
enseñó a coser para que ya no pasáramos por lo mismo.
Tenía que lavar los pañales de mi hermano Miguel, aun cuando
estuviera lloviendo, y sólo me ponían un plástico en la espalda,
porque para ellos ésa era mi obligación y tenía que cumplirla.
Meche también la pasaba mal cuando no cumplía con la dicho-
sa obligación que nos impusieron, y el día que no le cambió correc-
tamente el pañal, mi mamá le empujó la cara contra la suciedad y
le pegó.
Un día alguien le dijo a mi mamá que en la ciudad de Matamo-
ros se podía trabajar en la zona roja y ganar mucho dinero. Para
ella fue muy atractiva la idea y nos dejó al “cuidado” de Héctor. A
veces no lo veíamos en todo el día, sólo cuando llevaba algo de
comer, que podían ser salchichas rojas con huevo y su refresco
favorito, una Lulú roja, o en su defecto, un gansito y una Lulú.
Del dinero que mi mamá ganaba y que supuestamente manda-
ba para mantenernos, nunca vimos nada. El día que mi mamá
regresó de Matamoros, fue porque le avisaron que Héctor ya vi-
vía con otra. Llegó hecha una furia, pues le habían quitado al
mantenido de su marido; la vi entrar directamente a buscarlos y
armar tremendo pleito, pues mientras mi mamá sacaba a la mu-
jer arrastrando de los cabellos, Héctor le pegaba a mi mamá. De
nosotros ni siquiera se acordó, no éramos importantes y, por su-
puesto, nada cambió.

MOSQUETA (NO RECUERDO EL NÚMERO),


COLONIA GUERRERO

Aquí las viviendas tenían un sólo cuarto y una zotehuela.


Si el lavadero de esta casa se acuerda de mí, será por las dos o
tres veces que mi mamá me azotó la cabeza contra él; me sangraba

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María Elena Castro Reyes

tanto la cabeza que, al agacharme, veía la sangre caer. La verdad,


no entendía; yo siempre le ayudaba en todo lo que podía.
Por las noches, y como siempre, nos encerraba cuando se iba a
trabajar y, entonces, la amiga (la señora Irma) nos invitaba a salir
al patio a jugar. Para salir, teníamos que poner una escalera que
utilizábamos para subir a tender la ropa, mientras la amiga, por su
lado, acomodaba otra escalera. Nuestros juegos de niños, que
normalmente debían ser de día, eran de noche.
Las navidades con la señora Irma eran muy bonitas y diverti-
das, pues tenían el sentido de lo que era celebrar el nacimiento de
Cristo.
Esa misma escalera nos dio tremendo susto cuando le sirvió a
un ratero para entrar a la casa y amenazarnos para que le diéra-
mos el dinero que había; el fulano buscaba por todas partes y,
mientras yo escondía a mis hermanos debajo de una sábana, tomó
un sacacorchos, me lo acercó a las costillas y se descubrió sus ge-
nitales. Yo estaba muy asustada. Mi hermano Miguel sacó su cabeza
de debajo de la sábana y el ratero lo tomó por el cuello, donde
le dejó sus dedos marcados. Mis demás hermanos empezaron a
gritar, hasta que los vecinos tocaron a la puerta y preguntaban
qué nos pasaba. El ratero subió la escalera y se fue.
Cuando llegó mi mamá, le platicamos todo, pero dijo que las
huellas de los zapatos que estaban en la cama eran porque había-
mos brincado en ella con los zapatos de Héctor y que nosotros
habíamos lastimado a Miguel. Por más explicaciones que le di-
mos, no nos creyó. Al día siguiente fuimos a visitar a una amiga
de mi mamá y en el camino vimos, en un puesto de periódicos, la
noticia de que ese mismo ratero abusó de su mamá y la golpeó,
pero que ya estaba detenido. Le enseñamos la fotografía a mi
mamá, pero ni así nos creyó.
Hablando de rateros, una noche oímos que alguien corría por
las azoteas. Todos los vecinos salieron y prendieron sus luces. La
sorpresa fue descubrir que no era un ladrón, sino Héctor que salía

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Mi vida o la voluntad de Dios

de casa de la señora Rosalba, una aventura más del galán, que per-
dura hasta la fecha.
En este lugar, Meche salvó a mi mamá de ir a la cárcel, ya que
había ciertas cosas que ella no hacía y nos mandaba hacer a noso-
tras. En una ocasión obligó a Meche a romper botellas de vidrio
para tapar un hoyo de rata. Al estarlas rompiendo, le brincó un
pedazo de vidrio en su mano cerca del pulgar, lo que le provocó
una herida bastante profunda. Tuvieron que llevarla a la Cruz Ro-
ja y, cuando la revisaron, los médicos se dieron cuenta de que en
su cuerpo había demasiados golpes y llamaron a la policía. Al enca-
rar a mi mamá con Meche, le preguntaron si la golpeaban, pero
ella sólo volteó a ver a mi mamá y, entendiendo la situación, lo
negó y dijo que se había caído.

CAMELIA 21, COLONIA GUERRERO

Un sólo cuarto y un baño comunitario para doce familias. Había


un sólo lavadero disponible para los inquilinos, porque el otro era
propiedad de la portera, así que a las cinco de la mañana tenía que
levantarme a lavar la ropa de todos y los uniformes de Héctor en
primer lugar.
Mamá seguía trabajando y fichando en el cabaret, como ella
decía. Llegaba tan borracha, que Héctor aprovechaba para qui-
tarle el dinero, así que ella lo escondía en los dobladillos de las
faldas, en las puntas de las zapatillas o en el forro del abrigo; de lo
contrario, ese día nos quedábamos sin comer. Sin embargo, Héctor
terminaba por descubrir sus escondites, y si no había para comer,
pues había que pedir.
El señor Luis era un amigo cariñoso de mi mamá que vendía
pozole en el mercado de Garibaldi y era muy fácil mandar a dos
niñas con una olla a pedir comida, no sólo para nosotras, sino tam-
bién para los amigos de Héctor y mi mamá. Nos causaba mucho

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María Elena Castro Reyes

enojo, porque cuando nos veían llegar con la olla, la burla de sus
empleados y el fastidio que él mostraba eran humillantes.
Una de tantas veces que nos mandaron a pedir vimos a mi pa-
pá cenando con su nueva familia y no vimos nada malo en acer-
carnos a saludarlo. Cuando escuchamos que la señora le dijo a mi
papá que no quería que volviera a vernos o a hablarnos, fue una
de las últimas veces que lo vimos. ¡Cómo duele ser tan consciente
a esa edad!
En esta casa me enteré de que mi mamá provenía de una fami-
lia trabajadora y adinerada, que tenía tías y primos que eran total-
mente diferentes y que llevaban una vida ajena a la nuestra, y a
quienes también mi mamá utilizaba para pedirles dinero fingien-
do que estaba enferma. Cuando mi tío Luis se dio cuenta, dejó de
ayudarla. Descubrí que mi mamá los rechazaba, los odiaba y los
consideraba culpables de que ellos fueran una familia y ella que-
dara huérfana desde muy pequeña.
Como éramos los hijos de la prima pobre, nos regalaban su
ropa usada y, a veces, nos invitaban a comer. Lo que más me asom-
braba, sin embargo, era escuchar que mi mamá había asistido a
las mejores escuelas, que la vestían con ropa muy fina y que vivía
en una casa muy grande con sus primos, cuando a nosotros siem-
pre nos dijo que su vida de niña había sido muy miserable, que
nunca asistió a la escuela y que ni siquiera sabía leer ni escribir.
La escuela primaria a la que asistía era la única de la zona que se
enorgullecía de que la mayoría de las madres de los alumnos traba-
jaban de tacón dorado; yo quería tanto a mi mamá que los comen-
tarios no me hacían daño, tampoco las burlas de otros niños; en la
fila de lo que más platicábamos era de si habíamos desayunado,
algunos tomaban café negro a veces, y otras nada. Aunque no de-
sayunaba, tenía que ser buena estudiante, así que una calificación
menor a ocho ameritaba un castigo; tampoco podía ensuciarme
el uniforme, si mis calcetas llegaban a mancharse, las lavaba en los
bebederos y me las ponía mojadas, eso sí, muy blancas y limpias.

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Mi vida o la voluntad de Dios

Para fin de cursos le pedía a Dios pasar de año y con buenas cali-
ficaciones, pero él no se apiadaba de nosotras. Cuando nos pedían
los útiles escolares, era un miedo terrible, empezábamos a llorar des-
de que nos daban la lista. Llegábamos a casa temblando y abrazadas,
porque ya sabíamos que nos golpearían y pagaríamos con sangre cada
cuaderno; ni siquiera recuerdo haber disfrutado las cosas nuevas.
Como ya éramos grandes, teníamos que hacernos responsa-
bles de nuestros errores, así que si rompía un vaso o un plato, me
tallaban las manos con los pedazos hasta sangrar, así sabríamos lo
que costaban las cosas; según mi mamá, si los frijoles se quema-
ban, así nos los teníamos que comer; si la leche se cortaba o se
agriaba, así debíamos tomarla. Si mi mamá compraba algo de co-
mer, no podíamos tocarlo hasta que ella nos diera permiso; podía-
mos ver la comida en la mesa, pero nunca tomarla.
Ya tenía unos diez años de edad y Meche nueve; como ella fue
sietemesina, siempre se sentía feliz porque llegábamos a tener la
misma edad antes de mi cumpleaños.
Estábamos creciendo y nuestro cuerpo se desarrollaba. No sé si
era por el ambiente tan enfermo en que vivía mi mamá, pero en las
noches, cuando regresaba, nos atormentaba revisándonos la ropa y
el cuerpo, porque ya nos veía como las amantes de Héctor; era tal
su crueldad, que yo prefería esconderme detrás del ropero para que
no me viera, pero como nunca encontraba nada sospechoso, se
desquitaba levantándonos a lavar el piso a las tres de la mañana.
Vi a mi mamá embarazada de mi hermana Clementina, con
las piernas rotas por una golpiza que Héctor le propinó; la vi tam-
bién regresar descalza, con la bata del hospital y cubriendo apenas
a la niña con una manta.
Héctor descubrió nuestro miedo, así que Meche y yo siem-
pre teníamos que salir de noche o de madrugada a comprar sus
cigarros, su refresco o lo que se le antojara, sin preocuparse de
que nos pasara algo. Y me pregunto, si no nos pasó nada, ¿fue que
Dios nos cuidó?

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María Elena Castro Reyes

DEGOLLADO 43, INTERIOR 3, COLONIA GUERRERO

El mundo que mamá nos organizó a sus tres hijas mayores se con-
virtió en un infierno o en un campo de batalla y los límites se per-
dían día con día. Héctor se sentía Pepe, el Toro, pero a diferencia de
éste, él era golpeador y agresivo. Mi mamá nos decía que tenía-
mos que aguantarlo y ella se desaparecía; la única forma de rete-
ner a Héctor a su lado era teniendo hijos, y aquí nacieron Héctor
y Benjamín.
La política de Héctor era que tendrían los hijos que Dios les
mandara, pero yo me pregunto: ¿por qué Dios le dio hijos a una
mujer como ella, habiendo tantas mujeres que sufren porque quie-
ren tener hijos?
Mis hermanos nunca me estorbaron, pero sí me preocupaban,
pues hasta la fecha cada uno tiene algo que contar…
Las órdenes de mi mamá eran que teníamos que trabajar para
ayudar con los gastos de la casa. Apenas tenía quince años y sueños
y deseos de tener algo para mí, pero mi mamá nos quitaba todo el
dinero que ganábamos, a tal grado que mi hermana Meche llegó
al extremo de autorrobarse para pagar la comida en el trabajo.
La última vez que vi a mi papá fue cuando mi hermana Lupe
hizo su primera comunión. Lo último que supe de mi hermana
fue que vivía en Puebla, pero si me la llegara a encontrar, estoy
segura de que no la reconocería.
El sadismo de mi mamá y sus armas para golpearnos se fueron
sofisticando. Compró una vara de membrillo y la puso a remojar
en agua; con cada golpe de esta vara gritábamos como animales
porque se nos abría la piel. Mis hermanos ya habían probado la
manguera de la lavadora y el cable de la plancha, y es fácil recor-
dar cómo mi hermana Luisa llegó a dejar de llorar con los golpes.
La tortura psicológica se le da a la gente mala. Mi mamá nos
bañaba junto al lavadero con agua fría y nos revisaba cada peda-
cito del cuerpo para ver si aún éramos señoritas.

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Mi vida o la voluntad de Dios

No sé cuándo desarrollé el miedo a reírme, pues comencé a


pensar que si lo hacía, algo malo me pasaría después, así que poco
a poco empecé a evitarlo.
Mi hermana Meche odia las navidades y el Año Nuevo, pues
lo que abundaba no eran buenos sentimientos, ni la celebración
del nacimiento del Niño Dios, ni la unión familiar, sino el alcohol,
los borrachos y sus consecuencias. Una Navidad, Héctor estaba
tan perdido que nos desconoció; a mi mamá le volteó la comi-
da en la cabeza y ella ni siquiera se dio cuenta, sólo se la quitaba
de encima y se la comía; él ya estaba loco, agarró un machete y
empezó a destruir todos los muebles, pensé que me mataría, pero
traté de proteger a mis hermanos y, como pudimos, nos salimos
del cuarto. Ya de madrugada, mi hermana Luisa entró a la casa
para ver cómo estaban, pues ella, a pesar de todo, quería mucho a
Héctor, como si fuera su padre. Tardó tanto en salir, que me asus-
té y entré, pero más me asusté cuando vi que Héctor la estaba
ahorcando con un mecate. Tomé una botella de refresco y se la
rompí en la cabeza. Salimos corriendo y él detrás de nosotras. Si
los vecinos no lo hubieran detenido, no sé qué nos hubiera pasa-
do. Desde ese momento le declaré la guerra a Héctor, hacía todo
lo posible por enfrentarlo y demostrarle que yo había crecido y
que jamás volvería a golpearme.
Ya tenía diecisiete años, cuando un día llegó de visita Arman-
do, antiguo amigo de ellos que esporádicamente los visitaba. Yo
era muy recelosa y no aceptaba consejos ni regaños de otra gente,
por lo que no me agradó mucho cuando me reconvino porque
iba a una fiesta con puros amigos. A simple vista me juzgó, pero
creo que se fijó en mí, porque regresó con una invitación al teatro
y a cenar. Lo rechacé, así que invitó a Luisa, y ella me platicó lue-
go cómo estuvo la noche. Como me dio curiosidad, a la segunda
invitación, acepté.
Tengo que decir que me llevó a lugares que yo sabía que exis-
tían, pero que no pensé conocer jamás. El mundo en el que vivía
no me dejaba ver más allá de las puertas de la vecindad.

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María Elena Castro Reyes

Él cambió mi vida. Mi relación con Armando me volvió más


fuerte y desafiante; salí con él a pesar de los comentarios malsa-
nos que familiares y amigos se encargaban de hacer.
Su experiencia de la vida también me agradó. No sólo me es-
cuchaba, sino que me ayudaba y me preguntaba qué clase de vida
me gustaría tener. Empecé a soñar con una familia propia, con
hijos y con la posibilidad de que no faltara el pan en mi casa.
Me ayudaba mucho y hasta me daba dinero cuando no me pa-
gaban mi sueldo a tiempo, porque ya sabía que mi mamá me gol-
pearía. Aun así, estaba tan dañada y con tanto resentimiento hacia
los hombres —y sobre todo porque era amigo de Héctor—, que me
atreví a decirle que aceptaba ser su novia, pero que no lo quería.
No sabía cuánto terminaría amándolo y deseando haberlo cono-
cido más chica para ser feliz. Este comentario le provocaba risa y
me decía que, entonces, los problemas los tendría él.
Pasó un año desde que empecé a salir con Armando. En mi ca-
sa todo iba de mal en peor, así que aproveché un día que fuimos
a una fiesta para pedirle que no me llevara de regreso a mi casa.
No regresaría más a ese lugar. Platicamos durante un rato y fue en-
tonces cuando le propuse que se fuera conmigo. Él aceptó, de
alguna manera sabía que me podría cuidar. Lo único que me ape-
na de esta situación fue que Héctor golpeó a todos mis hermanos
porque me fui de la casa. Así empecé a vivir con Armando en
otro lugar.

JUAN HERNÁNDEZ Y DÁVALOS 35, COLONIA ALGARÍN

Poco antes del mes quedé embarazada. Armando dice que lo no-
tó porque al verme de espaldas vio que mis caderas estaban más
anchas y comentó: ¡Ésa es mi mujer!
Como su hermano Mario es médico, fuimos con él y nos lo
confirmó. Por primera vez mi vida era tranquila. Un día Meche y

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Mi vida o la voluntad de Dios

Luisa me visitaron, enviadas por mi mamá, porque aún tenía que


ayudarlos. Pasamos un día muy bonito y sin penas. De regreso a
su casa, mamá les preguntó cómo les había ido. El solo hecho de
saber que fueron felices por un momento la molestó tanto que las
corrió de la casa y se fueron a vivir conmigo.
Durante mi embarazo fui muy cuidada, consentida y atendida;
comía todo lo que deseaba, pero, sobre todo, sabía que era un hi-
jo deseado y amado por sus padres.
El 9 de enero de 1982 nació Sonia, una cachorrita, como dijo
la doctora que me atendió. Todos estábamos felices, también la fa-
milia de Armando. Cuando se enteró mi mamá, fue a verme al hos-
pital, pero llegó borracha. Se cayó encima de mí y me lastimó, ya
que me habían hecho cesárea. Armando se molestó y procuró abre-
viar la visita. Antes de irse, mi mamá conoció a Sonia, pero días
después me enteré de que decía que la niña tenía ojos verdes y
que no era hija de Armando. Me dolió mucho ver que a mi mamá
no le importaba seguir haciéndome daño, así que opté por alejar-
me de ella.
Cuando Sonia iba a cumplir su primer año de edad, Armando
me dijo que me reconciliara con ella y que la invitáramos al cum-
pleaños de la niña.
Mi vida con mi pequeña familia era feliz, aunque sé perfecta-
mente que por la infancia que viví, yo tenía cientos de problemas
emocionales. Le pedí a Armando que jamás me dijera una grose-
ría y que jamás se atreviera a golpearme; el así lo aceptó y lo res-
peta hasta hoy.
Yo tenía un sueño muy recurrente: estaba en un parque bajo la
sombra de un árbol, recostada sobre las piernas de un hombre al
que jamás le veía el rostro. Cuando comencé a vivir con Arman-
do, el sueño desapareció.

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María Elena Castro Reyes

ANTONIO GARCÍA CUBAS 10, INTERIOR 3,


COLONIA OBRERA

Nos cambiamos de casa porque la anterior fue demolida.


Cuando Sonia tenía casi tres años, ya me preguntaba por un
hermanito, y aunque sentía que con ella éramos muy felices, co-
mencé a pensar en otro bebé.
Volví a embarazarme y casi de inmediato supe que era un va-
rón; también me llegó un miedo que no sabía cómo explicar.
Fue otro hermoso embarazo. Esta vez parecía pingüino y nos
daba risa mi forma de caminar y que no pudiera verme los pies.
Una noche me desperté sobresaltada, pues escuché a mi bebé
llorar dentro de mi vientre. Desperté a Armando para contarle y
él me dijo que era imposible. En ese tiempo Luisa vivía con noso-
tros y me ayudaba, pues sin saber por qué, durante los nueve me-
ses todos los días se me bajó la presión.
El 9 de marzo de 1985 nació mi hermoso pollito; estábamos
muy contentos porque ya teníamos la parejita y, por supuesto, se
llamó igual que su papá.
Yo le daba gracias a Dios por lo que tenía. Mis dos hijos esta-
ban sanos, y Armando y yo nos seguíamos conociendo, amando,
entendiendo y respetando.
Cuando nace un bebé, te preguntas qué sigue, pero yo ya lo
sabía. Era feliz dándole a mis hijos los cuidados y atenciones que
yo no tuve. Armando y yo platicamos acerca de tener sólo dos be-
bés, pues esto para mí tenía un significado. Si tenía dos manos, con
cada una tomaría a uno de mis hijos; si éramos dos padres, po-
dríamos atender a cada uno, así que Armando aceptó no tener
más familia.
Para cuando nos dimos cuenta, Armando había cumplido ya
su primer año y Sonia cuatro. Ella ya era grande y quería entrar al
kinder, todo parecía un cuento de hadas; la niña era feliz y Ar-
mandito pronto la acompañaría. Cuando él entró al kinder nos

20
Mi vida o la voluntad de Dios

preocupaba que hablaba mucho en la casa, así que pensamos que


nos llamarían pronto para reportarlo, pero al contrario, estaba
feliz por ir a la misma escuela que su hermana.
Cuando Sonia cursaba la primaria, era un ejemplo para Ar-
mando, pues además de aprender más rápido, igualó a su hermana
en ser muy buen alumno.
Durante toda la primaria nos llenaron de satisfacciones y llo-
vieron elogios de sus maestros. En la escuela se hacían obras de
teatro, bailables y festivales en los que participaban con gusto, y
nosotros, como padres, los ayudamos siempre. Medallas y diplo-
mas por su promedio reconocieron su esfuerzo, luchaban por
conservar el primer lugar y aun así los lazos de amistad que hicie-
ron con sus compañeros y maestros son invaluables.
Con otros padres hicimos amistades que hasta el día de hoy
conservamos; era otro mundo, madres y padres a los que les im-
portaban sus hijos.
Sonia se fue primero a la secundaria, y entre las actividades de
este nivel, le interesó entrar a la banda de guerra. Al mediodía
Armandito me acompañaba a recoger a su hermana y también se
entusiasmó con la banda de guerra; el maestro lo aceptó y su her-
mana lo ayudó a integrarse. Como Armandito tenía asma, el mé-
dico nos dijo que era bueno que tocara la corneta para fortalecer
sus pulmones, así que todo estaba resuelto.
Su papá y yo los apoyamos, lo que dio por resultado una boni-
ta aventura entre padres e hijos, las cosas no podían ir mejor y el
tiempo volaba; cuando nos dimos cuenta, Armando tenía que
entrar a la secundaria.
A pesar de tener su lugar en una escuela, se emocionó mucho
cuando se enteró del proyecto de la secundaria de Fundación
Azteca. Lo acompañamos a sacar su solicitud y su promedio de
diez le abrió las puertas para el examen de selección. Hicimos
todos los trámites, presentó el examen y, a unos días de iniciar
clases, su nombre apareció en la lista de aceptados en Fundación

21
María Elena Castro Reyes

Azteca. En ese momento él era uno de tantos niños felices por su


logro.
Esos tres años de secundaria le significaron esforzarse, estu-
diar, luchar por sus ideales, reforzar sus valores y compartir sus
logros con sus padres y su hermana. Se relacionaba muy bien con
maestros y compañeros, hizo una bonita amistad con la entonces
directora, y me asombraba que siempre estaba en el cuadro de
honor, entre los primeros lugares. Entregaba trabajos escolares
de los que a veces dudaban que fueran hechos por él, fue jefe de
grupo, representante de la escuela en concursos y perteneció a la
escolta gracias a su promedio. Fue presidente de la Sociedad de
alumnos y el orador del discurso de clausura de la primera ge-
neración.
Él estaba feliz, orgulloso de sí mismo, y nosotros y toda nues-
tra familia también.
Sonia en este lapso dejó pasar dos años de su preparatoria, pe-
ro me enseñó que necesitaba su tiempo, necesitaba tomar sus pro-
pias decisiones, pues siempre estuvo en un ambiente escolar que
incluía atención a niños y jóvenes, donde aprendían a razonar y a
exigir sus derechos, donde había actividades que incluían a los pa-
dres y, de repente, se enfrentó al sistema de la UNAM, donde poco
o nada les importan los jóvenes, y los muchachos que quieren es-
tudiar son relegados. Así pues, se inscribió en una preparatoria
particular, que le otorgó media beca. Como buena estudiante, em-
pezó a ganarse el reconocimiento de sus maestros y amigos y re-
sultó ser buena maestra, pues ayudó a varios de sus compañeros a
mejorar en sus calificaciones y obtuvo el mejor promedio y el
privilegio de ser la oradora de su generación.
Armandito sólo cursó un año en la preparatoria de Fundación
Azteca, pues tenía una finalidad técnica y no había la posibilidad
de estudiar en un área que le permitiera cursar posteriormente la
licenciatura en derecho. Cuando Sonia estaba en tercer grado, Ar-
mando se inscribió en segundo en la misma escuela. Así llegaron

22
Mi vida o la voluntad de Dios

muchos proyectos y satisfacciones, y apenas cumplió los dieciséis


años, ya quería comenzar a trabajar.
Como no tenían ningún problema escolar, lo que les sobraba
era tiempo, y conociendo a mis hijos, sabiendo que necesitaban
hacer algo en las vacaciones, les dije que buscaran trabajo. Así fue
y Armandito entró a McDonald’s.
Como era un trabajador honesto, noble y responsable, se ganó
el respeto de sus compañeros. Al terminarse las vacaciones, debía
presentar su renuncia para volver a la escuela, pero la gerente de
esa tienda le dijo que era un buen empleado, que aprendía muy
rápido y que no se fuera, que escogiera su turno y horario. Llega-
ron al acuerdo de que trabajaría los fines de semana, y en vacacio-
nes, todos los días.
Si pudiera expresar todos los logros de mis hijos, no los creerían.
Sonia, por su parte, entró a trabajar en una tienda de helados y
café, y de empleada fue ascendida a encargada de tienda en tan
sólo cuatro meses, donde demostró su capacidad.
Entre las amistades que empezó a tener Armando en la prepara-
toria, estaba Daniel, pieza importante en esta historia, que además
vivía a una calle de nuestra casa y con el que empezó a llevarse
muy bien, se ayudaban en la escuela y la amistad creció. Daniel
también le presentó a mi hijo a cinco chicos más: Ismael, herma-
no de Daniel; Jaime, compañero de la escuela; Edgar y Armando,
que viven en el mismo edificio que Daniel, y Aldo, que vive cerca
de la casa.
Siempre les dijimos a nuestros hijos que podían traer a sus
amigos a la casa, así que durante la época escolar nunca faltaban
compañeros, que eran bien recibidos por nosotros. Tuvimos opor-
tunidad de conocer a varios chicos y de que nuestros hijos confia-
ran en nosotros, pues como padres estábamos para apoyarlos y
ayudarlos.
Armando ya estaba en tercer grado, estudiaba y trabajaba, lo
que es bastante desgastante. La mayoría de las veces su papá le

23
María Elena Castro Reyes

aconsejaba que se diera tiempo para otras actividades y para su


vida personal, pero a él no le corría prisa, siempre decía que todo
a su tiempo.
Hacía planes y proyectos de vida, quería ser un abogado de
prestigio, trabajar mucho, tener su casa y su carro, viajar, ser exito-
so; platicábamos mucho y compartía con nosotros sus deseos; es-
taba tan lleno de vida, era tan risueño, alegre, fiestero y sano, que
no podíamos pedir más.
Nuestra vida cambió a partir de mayo de 2003. Como mamá,
era difícil descansar mientras mi hijo no llegara a casa, así que lo
esperaba despierta. Una noche que Armandito regresó de traba-
jar, se sentó casi de inmediato y comentó que se había cansado, lo
que resultaba raro, pues normalmente subía las escaleras de dos
en dos. Sin más le contesté que era sólo cansancio, pues ya se
acercaba el fin de curso. Faltaban sólo unos meses para finalizar y
estaba comprometido en la escuela preparando a la escolta, sus exá-
menes, trabajos escolares y además con el trabajo.
Así, de repente, empezó a llegar cansado. Un día no pudo pre-
sentarse a la escuela ni a trabajar porque le dio un fuerte dolor en
el pecho. Lo llevamos a la clínica de urgencias y el doctor que lo
atendió dijo que sólo se trataba de un dolor muscular. Le dio su
medicamento y un comprobante de incapacidad. Su papá le pidió
entonces que renunciara al trabajo, pues estaba exhausto por tan-
to compromiso.
Regresó a su trabajo en el horario nocturno, pero esa noche
nos habló por teléfono. Nos pidió que fuéramos por él, pues se
había sentido muy mal y casi se desmaya.
Siguió asistiendo a la escuela y en una ocasión, cuando ensaya-
ba con la escolta, se desmayó. Algunos compañeros lo trajeron a
casa y no le dio importancia, dijo que quizá fue porque no había
comido.
Junio y julio eran los meses para preparar y cumplir los requisi-
tos para la universidad y eso lo mantenía ocupado y entretenido.

24
Mi vida o la voluntad de Dios

Hizo su examen de admisión y llegó el fin de curso y la ceremonia


de clausura. Al igual que su hermana, obtuvo el mejor promedio de
su generación y nuevamente fue el orador.
Todo era hermoso y, una vez más, le dije a Dios que no me die-
ra nada material, si a cambio me quitaba a alguien de mi familia.
No le pedía nada, pero que tampoco me quitara.
Para agosto Armando había sido aceptado en la universidad. Ya
era grande, tenía dieciocho años y había sacado su credencial de
elector. Le dijeron que se presentara a tomarse la fotografía para
la credencial de la universidad y él notó que estaba muy hinchado.
Sorprendido, comentó que ya tenía algunos días que no comía
bien y se extrañó mucho de que su pecho y su cintura estuvieran
tan hinchados.
El 8 de septiembre se iniciaron las clases en la universidad, en
la Facultad de Derecho en la UNAM. Asistió sólo los primeros cin-
co días, pues aunque tenía ánimos para la escuela, que era su prio-
ridad, cada día regresaba más cansado.
Se fue agravando y presentó molestias en la garganta, casi no
podía respirar. Lo llevamos a un médico cercano y le dio medica-
mento para la garganta; no me dijo nada raro.
Al otro día estaba peor. Lo llevé de nuevo al doctor y me comen-
tó que quizá se había intoxicado. Nuevamente le mandaron medi-
camento, pero su estado físico ya me alarmaba. Cuando llegó su
papá, le pedí que lo lleváramos con su hermano Mario, el médico,
pues esto ya pasaba de ser una simple enfermedad de la garganta.
El 13 de septiembre de 2003 encontré a mi hijo sentado en el
sillón, en su rostro se notaba que no había dormido en toda la no-
che. Me comentó que no podía respirar. Platicamos por un rato
que quizá serían sus amígdalas infectadas o que el asma le estaba
dando problemas, así que en cuanto llegara su papá de trabajar,
iríamos al consultorio de su tío.
Llegamos al mediodía, esperamos la consulta, y cuando Mario
lo revisó, salió muy consternado. Armandito tenía bronquitis. Nos

25
María Elena Castro Reyes

dijo que estaba muy mal, pues ya tenía las orejas y el cuello mora-
do, así que debía quedarse internado.
Nos recomendó traerle su piyama y artículos personales. Mario
ya había ordenado unas radiografías de urgencia y, con las placas
en la mano, nos pidió que nos sentáramos y escucháramos aten-
tos y tranquilos. El primer diagnóstico fue un derrame pleural y
cardiomegalia en grado dos; en ese momento Mario nos dijo que
su vida cambiaría, pero no imaginábamos cuanto.
Lo primero que le pregunté fue que cuántos años viviría, pues
inmediatamente pensé en todos sus proyectos, ya que todo sería
diferente.
Días después mi hijo nos pidió a su papá y a mí que le ayudá-
ramos a conseguir un permiso para justificar sus faltas y no perder
su lugar en la universidad. Visitamos a cada uno de sus maestros
y dimos todas las explicaciones; ellos fueron muy razonables y
atentos.
El 15 de septiembre, gracias al medicamento, había eliminado
líquidos y el derrame pleural cedía. Volvimos a casa con recomen-
daciones y una dieta para él. Cada dos o tres días le tomaban ra-
diografías, análisis de sangre y ultrasonidos.
Con mucho esfuerzo y cuidados, regresó a la facultad. Nuestro
hijo habló con nosotros y nos dijo que aunque su vida cambiara,
eso no le impediría estudiar. Sólo fueron unos días más; subir es-
caleras o caminar resultaba un esfuerzo agotador, y aunque le
pedíamos que usara el elevador en la facultad, se negaba, pues
qué iban a decir si un joven tan sano ocupaba el elevador que era
para personas con alguna discapacidad.
Su papá lo llevaba todas las mañanas a la escuela y un día a la
semana yo lo acompañaba. Me pedía que lo dejara al pie de la es-
calera para ir a su salón de clases, yo me quedaba angustiada por
no estar cerca de él.
Las esperanzas iban y venían, pues el derrame volvió a apare-
cer. Armandito vio una de las radiografías y dijo que esto estaba

26
Mi vida o la voluntad de Dios

muy mal; como Mario ya había diagnosticado cardiomegalia 2,


nos recomendó arreglar sus papeles y requerimientos para tratar-
lo en el Seguro Social y canalizarlo a Cardiología.
Visitamos al médico familiar para que nos diera el pase a la
especialidad. Como llevábamos una buena cantidad de radiogra-
fías, el doctor nos pidió que le regaláramos una para su clase, así
sus alumnos estudiarían el caso, sus consecuencias y la cura.
Lo que relato a continuación sucedió muy rápido. Se reunieron
de cuatro a ocho médicos para revisar el caso, que era alarmante;
el médico familiar le dio el pase con carácter prioritario.
El 9 de octubre no queríamos dejarlo solo en la casa, así que
le pedimos que nos acompañara a comprar el seguro del taxi en
el que trabaja su papá. El movimiento del carro lo cansó y nos pi-
dió que lo trajéramos a casa, que él estaría bien. Tuvimos que
volver a salir, y un poco más tarde llamó a su papá al celular y le
dijo que estaba vomitando flemas con sangre, que había localiza-
do a su tío Mario, y que pidió que lo lleváramos pronto al hospi-
tal. Volvió a quedarse internado y pasó la noche lo mejor que
pudo, pues el dolor cedía muy poco.
En la mañana del 10 de octubre se acrecentó el dolor. Con la
fiebre y la dificultad para respirar, Mario nos dio una carta y con
todo y suero nos mandó a urgencias de Cardiología en el Centro
Médico, pues también presentaba síntomas de embolia pulmonar.
Lo ingresaron en urgencias. Le ayudé a quitarse la ropa, le
asignaron una cama y entregué todos los exámenes y estudios
que le habían hecho. Por un momento sentí que no le hacían mucho
caso, me dijeron que debían revisar todo y nosotros esperar.
Pasó casi una hora. Salió una doctora y dijo que le habían he-
cho una punción en el pecho, pues presentaba un derrame en el
pericardio y que lo subirían a piso.
La doctora me explicaba esto tan rápido, que cuando se lo
comenté a su papá, le dije también que ella no me había mirado a
los ojos y que algo estaba mal.

27
María Elena Castro Reyes

Cuando lo volvimos a ver, lo llevaban en una silla de ruedas y


volteó a buscarnos, cuando nos vio nos saludó alzando su mano
y con una sonrisa. Esa noche nos platicó que cuando le hicieron el
ecocardiograma en urgencias, escuchó a los médicos comentar
que tenía un tumor. Si él no les hubiera advertido que sentía que
se desmayaba, hubiera muerto en urgencias.
Los rumores de huelga en el Centro Médico eran cada vez
más fuertes y, por lo mismo, estaban dando de alta a pacientes a
diestra y siniestra, entre ellos a nuestro hijo. Un doctor, amigo
de Mario, se enteró y consiguió una carta para que no lo dieran de
alta. Resultó efectiva, pues el 13 de octubre nos avisaron que al
día siguiente entraría a cirugía y me pidieron que firmara la auto-
rización.
El 14 de octubre, alrededor del mediodía, prepararon a mi hijo
y un par de cirujanos bajó por él.
Mientras, su papá y yo aguardábamos sentados a la salida de la
rampa de quirófanos, encima de paquetes y una colchoneta. Era
mucha la incertidumbre y no sabíamos qué esperar, pero mante-
níamos las esperanzas de recibir una buena noticia. El personal
de vigilancia y algunos familiares de otros pacientes nos decían
que no podíamos quedarnos en ese lugar, pero queríamos estar lo
más cerca posible para cuando nos llamaran.
A las nueve de la noche salió uno de los cirujanos y nos expli-
có que le habían practicado una ventana pericárdica (incisión de
diez centímetros) y que le estaban drenando el líquido que tenía.
Tomaron una biopsia; también nos dijo que el cirujano en jefe
sospechaba que era un tumor o cáncer, que esperáramos el repor-
te de las doce de la noche.
El mundo se nos empezó a caer y el llanto se asomó cuando no
pudimos evitar el sufrimiento. Las personas que nos miraban y
que estaban pasando por el mismo trance nos consolaban; lo cu-
rioso es que todos pensaban que eran designios de Dios y que la
enfermedad de nuestro hijo era para poner a prueba nuestra fe.

28
Mi vida o la voluntad de Dios

A la medianoche llamaron a los familiares para que cada uno


entrara a ver a su paciente por sólo quince minutos, pues estaban en
terapia intensiva. Armando me dijo que entrara yo, pues él ya
imaginaba cómo estaba su hijo. Casi corrí por la rampa y obede-
cí todas las instrucciones: usar tapabocas, bata, lavarse las manos
antes de entrar. Cuando lo vi en la cama inconsciente y lleno de
tubos, con tantos aparatos, sondas, un respirador artificial, suero
y la máquina que drenaba el líquido de sus pulmones, la realidad
me dio una bofetada.
Sin que supiera que yo estaba ahí, me acerqué y le hablé sua-
vemente. Él trató de abrir los ojos, pero no pudo y las lágrimas
resbalaron por sus mejillas. Tomé su mano porque no podía acer-
carme más, ya que los tubos que tenía en su cuerpo me lo impe-
dían. Salí llorando con tanta desesperación que sólo pude ver los
brazos de Armando que me envolvieron y no sé cuanto tiempo
lloramos juntos.
Creo que fue mejor que su papá lo viera sin los aparatos. De-
bíamos quedarnos dos familiares en terapia intensiva para cual-
quier informe o situación que sucediera, así que nos instalamos
en el piso para tratar de dormir un poco.
Dios sabe cuánto empezamos a pedir y a rogar por nuestro
hijo.
A las cinco de la mañana ya estábamos listos para el reporte.
Cuando entré ya no tenía el respirador y casi sin poder hablar me
preguntaba por qué habíamos permitido que le hicieran eso.
En el transcurso del día, y en la media hora de visita permitida,
lograron entrar a verlo familiares y amigos, ahí encontramos gen-
te buena, médicos y enfermeras, pero también a personas a las
que no les importa el dolor de los pacientes.
Su tío Mario lo visitó y como médico del Seguro Social encon-
tró a uno de los cirujanos que lo atendió. Resultó que había sido
su alumno y le confió la gravedad de la enfermedad; le dijo que
estuviéramos preparados para cualquier cosa.

29
María Elena Castro Reyes

Armandito tenía un dolor insoportable y Mario recomendó


comprarle un analgésico más fuerte. Se lo dimos al médico en
turno y le pedimos que por favor se lo inyectaran. El doctor no
quiso, a pesar de que mi hijo le decía que el dolor era insoporta-
ble. Entramos a ver a su superior y sólo así se lo aplicaron.
Cada vez que entrábamos a terapia intensiva, nos decían que
no lloráramos para que los enfermos no se preocuparan y su recu-
peración fuera más rápida. Con mi hijo, la recuperación fue sa-
tisfactoria y a los cinco días lo mandaron a piso para ver cómo
evolucionaba la cirugía.
El peregrinar en un hospital es algo terrible, ya que siempre
buscas que los médicos te den buenas noticias. En todos los hora-
rios preguntábamos a los médicos de guardia y al médico que
tenía a cargo el área donde estaba Armandito, pero nadie nos
decía nada concreto, aunque siempre sospechábamos que sabían
más de lo que nos decían; así pasaban los días y la incertidumbre
crecía.
Por recomendación y amistad con la directora del kinder en el
que habían estado Armando y Sonia, conseguimos una entrevista
con el director de Oncología, en el área de Pediatría, que visitó a
nuestro hijo y se entrevistó con el médico a cargo.
Sólo me pudo decir que ningún médico quería ponerle nom-
bre y apellido a la enfermedad de mi hijo.
En el hospital, quienes conocían a Armandito le preguntaban
qué hacía y cuáles eran sus proyectos. Él platicaba sobre su trabajo
y sus estudios y esto los impresionaba, que un chico tan joven y ac-
tivo tuviera una enfermedad tan terrible.
Durante todo este tiempo sus amigos Daniel, Mónica, Ed-
gar, Ismael, Armando, Lupe, Ixchel, Alicia, Gaby, Rodrigo, Jai-
me, Eloísa y Alejandra, por mencionar unos cuantos, siempre lo
visitaban.
Sonia y su novio procuraban estar en la visita de la mañana y
en la de la tarde.

30
Mi vida o la voluntad de Dios

Nuestros amigos, familiares y amigos de Sonia siempre estuvie-


ron pendientes; Irving, el novio de Sonia, y mi hermano Miguel
fueron los donadores de sangre requeridos por el hospital.
El 23 de octubre lo dieron de alta. Había evolucionado bien y
con todos los análisis y notas de Cardiología (ecocardiograma
transesofágico y tomografía computarizada) lo canalizaron a On-
cología, donde le practicaron una broncoscopía, estudio para el
que Armandito requirió de un valor que cada día necesitaría más
y más.
Su tío Mario revisaba la evolución de su tratamiento y nos
acompañaba a las consultas, para nosotros significaba mucho,
porque nos explicaba lo que ocurría.
A veces, en las consultas, Armandito se sentaba en el balcón
central de Oncología, cruzaba las piernas como si fuera a meditar
y desde ahí nos observaba. Para mí era como verlo flotar en el
aire; en él siempre había una sonrisa. Ese otoño era muy frío y
adelantaba que el invierno sería más fuerte. Mi hijo ya presentaba
síntomas de tener siempre frío y perdía peso progresivamente. A
mi esposo se le hacía cada vez más difícil dejarnos solos.
En Oncología, cuando revisaban las placas, ya fueran radio-
grafías, tomografía o ecocardiogramas, había una reunión de mé-
dicos en la que todos opinaban, comentaban y señalaban, pero
nadie nos decía nada en concreto, seguían los estudios.
Armandito tenía que programar una cita en el hospital de Es-
pecialidades, pues de Oncología pidieron una resonancia magné-
tica. Mario nos acompañó para que le dieran la cita lo más pronto
posible. La señorita que nos atendió tomó en cuenta que, además
de ser médico del Seguro, era su familiar y le dio la cita para el 2 de
diciembre.
Nos presentamos a las siete de la mañana. Cuando lo llamaron,
vimos nuevamente la reunión de médicos para observar la reso-
nancia. Cuando salió, nos informaron que los resultados estarían
por la tarde. Regresé con Armando, pero el técnico me dijo que

31
María Elena Castro Reyes

me los entregaría al día siguiente, pues no quería hacer un mal


diagnóstico, debía observarlo con detenimiento.
Al otro día Armandito me acompañó al hospital, mientras su
papá nos esperaba en el coche. Cuando pedimos la resonancia,
nos hicieron pasar. El doctor que me lo entregó me dijo que había
retenido la placa porque mi paciente debía estar muy enfermo y
seguramente en cama, pues el diagnóstico era muy malo. Me pre-
guntó si era mi papá, pues la lesión era como de un hombre ma-
yor. Mi hijo le contestó que él era el paciente. El médico entonces
le dijo que le daba mucho gusto verlo de pie y caminando, que le
deseaba buena suerte. Era un hecho que nuestro hijo ya no podía
caminar de prisa, que usábamos el elevador porque las escaleras
lo agotaban y que de regreso a casa lo cargábamos, aunque él no
quisiera, pues una de sus penas era sentirse imposibilitado.
El 8 de diciembre teníamos que llevarlo a un análisis de san-
gre. Mientras esperaba su turno, hizo esfuerzos para sentarse en
el balcón, se impulsó y casi pierde el sentido. Me asusté mucho.
Una de las personas que estaban ahí le regaló un dulce. Él no
sabía lo que le había pasado y esa misma mañana debíamos pasar
a cardiología para otro ecocardiograma. Pasó a que le hicieran el
estudio y él me hizo notar cómo se reunían los médicos para revi-
sar el video. Cuando lo miré a los ojos, le brillaban como si fuera
a llorar, se recargó en el marco de la puerta y aun estando tan
pálido, me sonrió.
Tardaba en salir, por lo que un doctor me informó que sería
internado. Llamé por teléfono a su papá y a su hermana y esa tar-
de se quedó de nuevo en el hospital.
Volvimos a movernos con todo, pues yo me quedaba en las
noches con él, en una colchoneta que acomodaba a un lado de su
cama. A veces me pedía que me recostara con él en su cama, pero
estaba prohibido. Me dormía tarde para estar siempre al pendien-
te; como muchos familiares, lo acompañaba a bañarse, pues tenía
que estar listo antes de la revisión.

32
Mi vida o la voluntad de Dios

Ese día, Dios nos puso enfrente al doctor Magaña, el único que
se interesó en darnos un verdadero diagnóstico.
Armandito estaba cada día más apesadumbrado, aunque no lo
decía. Es sabido que la comida del hospital no le apetece a nadie
y para entonces él ya había perdido mucho peso, así que su papá y
yo tratábamos de llevarle algo de la comida que le gustaba y So-
nia le llevaba chocolates de contrabando. Los médicos y enferme-
ras no nos reprendían, pues la pérdida de peso era ya un síntoma
grave. Por las noches bajaba hasta el sótano, adonde llegan las
enfermeras, y compraba chocolates en la máquina; para que no
nos descubrieran, los regaba a un costado de él en su cama y así nos
los comíamos.
Armando y yo tratábamos de estar con él todo el tiempo que
podíamos. Su hermana tenía que trabajar, sobre todo porque ya ha-
bía hecho planes con su hermano para organizar una posada donde
estuvieran todos sus amigos por última vez, y Sonia había ofreci-
do costear la fiesta.
El doctor Magaña pidió el video del ecocardiograma y no se lo
dieron, le dijeron que lo podía ver en Cardiología. Se dio cuen-
ta de que el tumor ya había invadido 90% de sus arterias. Nos dijo
que su corazón era tan noble, que la sangre rodeaba el tumor para
seguir circulando.
Se interesó mucho en su caso porque el tumor, ubicado en la
aurícula derecha, no era común en un hombre. Su caso era, por
así decirlo, el primero en el Centro Médico y el segundo en el
país, ya que ocurre uno en seis millones.
Armandito le dijo al doctor que ya quería regresar a su casa,
pues tenía una posada el 20 de diciembre. El doctor le pidió que
se quedara a una biopsia que le harían con un catéter. El 12 de
diciembre se llevó a cabo y nos informaron que era un sarcoma.
La tristeza de mi hijo era tan grande en ese momento, que la no-
che del 16 de diciembre me dijo que ya quería irse a su casa, a su
cama, donde estaban sus cosas, a comer su cereal. Su desesperación

33
María Elena Castro Reyes

nos unió en un abrazo y por primera vez lloramos juntos, después


llamé a su papá y le avisé que al otro día nos íbamos a casa como
fuera.
Como siempre, Armando llegó temprano al hospital. En cuanto
apareció el doctor Magaña le informamos de nuestra decisión. Al
principio estuvo renuente, pues le preocupaba nuestro hijo, pero
accedió a darlo de alta y se responsabilizó de su salida.
Ese mismo día tenía que pasar también a Oncología a que lo
dieran de alta en este servicio. Primero nos pasaron a la sala de
tránsito y, mientras esperábamos, vio pasar en una camilla a una
joven sin cabello, ojerosa y delgada por la quimioterapia. Al ver
que su mamá le cambiaba el pañal y la atendía como a un bebé,
me hizo prometerle que él no pasaría por lo mismo.
El doctor Kelly, director de Oncología, leyó el informe y le dijo
que con el diagnóstico de sarcoma, no se dejara operar más, pues
no habría ninguna posibilidad. Si alguna vez había sido candidato
a transplante de corazón, el sarcoma indicaba que ya se había di-
seminado por todo su organismo y lo volvería a invadir en cues-
tión de días y en cualquier órgano vital.
Su salida del hospital fue apoyada con analgésicos narcóticos y
no narcóticos, diuréticos y antiagregantes plaquetarios.
Llegamos a casa e inmediatamente, su tío Mario empezó a visi-
tarlo diariamente por la mañana y por la noche.
Fuimos adaptando la casa a sus necesidades. Su tío Gerardo y
su familia nos facilitaron una silla de ruedas; cuando tenía visita,
procuraba y nos pedía que lo arregláramos para estar presenta-
ble. Cuando salía de su habitación, caminaba apoyándose en mi
hombro, pues decía que podía estar enfermo, pero que jamás lo
verían derrotado.
Todos los días recibía visita de Daniel, Ismael, Edgar, Armando,
Jaime y Aldo, la “Firma 16”, como se autonombran.
Mónica, su amiga de la secundaria, venía casi a diario, y también
llegaban amigos de primaria, secundaria, preparatoria y familiares,

34
Mi vida o la voluntad de Dios

nadie podía creer que estuviera tan enfermo, su fortaleza de espí-


ritu era formidable.
Los preparativos para la posada seguían su curso. Amigos y
primos lo acompañarían el 20 de diciembre en su fiesta de despe-
dida.
Le compramos piñatas, unas estrellas muy grandes, de colores
brillantes, como Armandito las pidió. Muchos de sus amigos no
sabían que estaba muy enfermo, que tenía cáncer. Nosotros nos
encargamos de preparar la comida, la bebida y los dulces para
la piñata; la música que tocaría la grabó él mismo durante la no-
che, ya que quería que todo fuera perfecto.
Llegó el día 20. A mediodía lo visitó la licenciada Topete, ex
directora de la escuela de Fundación Azteca. No podía creer lo
que estaba sucediendo. Ella compartía muchos de sus proyectos a
futuro y siempre lo animó a realizarlos. Platicó con Armandito y
recordaron anécdotas que vivieron juntos. Cuando se despidió de
Armando, me dijo que quizá Dios lo quería a su lado porque su
misión era ayudarlo en el cielo.
Le peiné el cabello a su gusto. Ya habíamos dispuesto juntos su
ropa, pues para entonces ya lo ayudaba a vestirse. Ese día, sin em-
bargo, no fue así. Como faltaban cosas por preparar, lo dejé solo.
Cuando salió de su recámara, fue una sorpresa para todos verlo
listo para la fiesta y recibir a sus invitados.
Mostraba una entereza, voluntad y fuerza que parecía que la
había estado guardando para este día. Cuando se iba de fiesta, se
arreglaba y siempre nos preguntaba: “¿Cómo me veo?” A pesar
de que sabíamos lo grave que estaba, su rostro sonreía y estaba
lleno de luz, aunque su mirada ya denotaba cierta tristeza. Su papá
le preguntaba dónde cabrían tantos amigos, ya que habíamos calcu-
lado que vendrían cerca de doscientas personas; él se limitó a
contestar que vendrían en diferentes horarios.
La ayuda de los amigos de Sonia y de Armandito fue significa-
tiva: Irving atendía a los invitados; Daniel y la Firma 16 cuidaban

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María Elena Castro Reyes

que Armandito estuviera bien en la fiesta, hubo que medicarlo en


más de cinco ocasiones. Mientras hacía efecto el medicamento, lo
rodeábamos y cuidábamos. Hicimos lo posible porque no se acor-
dara de las piñatas, ya que hacía mucho frío, pero en el momento
más inesperado invitó a todos a romperlas. Teníamos un miedo
terrible de que tanto esfuerzo le provocara un desmayo, sin em-
bargo, Armandito se mantuvo despierto toda la noche. Su papá y
yo no sabíamos cómo seguíamos despiertos y alertas. Cuando ama-
neció y se fueron los últimos chicos, le preguntamos si todo había
salido según sus expectativas. Contestó que sí y nos dio las gracias
a todos, y en especial a su hermana por ayudarlo. Terminada la
fiesta, durmió todo el día.
Desde el mes de noviembre, cuando buscó en internet datos so-
bre el tumor en el corazón, se dio cuenta de que no había cura, así
que el tiempo que tuvo lo dedicó a elaborar su testamento y escribir
las cosas que quería. Un día me preguntó si su papá, su hermana
y yo respetaríamos sus decisiones. Le dije que lo haríamos.
Elaboró listas de obsequios para amigos y familiares; hizo car-
tas para Sonia, su novio y para nosotros; nos dijo qué ropa quería
en su funeral y en qué agencia sería el servicio. Pidió música para
su funeral, pues no le gustaban los cantos de siempre, y deseaba mu-
chas flores y ser incinerado.
Cuando me preguntó qué haría con sus cenizas, le dije que
estarían en nuestra casa junto a nosotros, y que cuando yo murie-
ra, nos llevarían al mar juntos. Esto lo reconfortó, al saber que no
sería abandonado. Para entonces ya era muy difícil contener el
llanto, la tristeza, la angustia; todos hacíamos esfuerzos por ser
tan fuertes como él.
Después de la fiesta sus fuerzas se agotaron. El medicamento
había cambiado, ya no sólo eran pastillas; además, se le adminis-
traban más seguido. Tuve que empezar a inyectarlo. Él lloraba
pero sus lágrimas no eran de dolor físico, sino de dolor moral y
espiritual, porque siempre estuvo en contra de las drogas y ahora

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Mi vida o la voluntad de Dios

debía inyectárselas para soportar el dolor; ya casi no comía y ha-


bía perdido mucho peso.
El sufrimiento de un hijo es muy difícil para los padres. Por las
mañanas le resultaba terrible moverse; para sentarse en la cama,
tenía que sentarme detrás de él y servir de soporte para su espal-
da, aun así me decía que mi respiración le provocaba un dolor
terrible, Armando y yo sólo nos mirábamos.
El 24 de diciembre fue su última Navidad con nosotros. Trata-
mos de organizar la cena y de crear un ambiente lo más normal
posible. La enfermedad le provocaba mucho frío, más del que ha-
cía ese invierno, y siempre había un calentador cerca para que se
mantuviera caliente.
Amigos y familiares nos acompañaron. Armandito cenó lo
mejor que pudo y trató de estar contento.
Por las noches platicábamos con él hasta la madrugada, vimos
videos, escuchamos música, todos queríamos llenarnos de él.
Había noches en que me iba a acostar a mi recámara. Me pedía
que me quedara con él en su cama, pero yo tenía mucho miedo,
no sólo a lastimarlo, sino también a despertar y darme cuenta de
que ya no estaba con nosotros.
Cuando me despertaba para darle su medicamento, iba hacia
su recámara y, en el pasillo, le pedía a Dios que estuviera con vi-
da. El pronóstico era que podía fallecer en cualquier momento y
yo había visto en dos ocasiones cómo se desvanecía; le hablaba
para que se recuperara y, cuando abría los ojos, me contestaba que
no sabía lo que le había pasado.
El 30 de diciembre recibimos por fin el diagnóstico de su en-
fermedad: Rabdomiosarcoma cardiaco, y venía escrito en un re-
sumen médico con letra de su papá. Le pregunté a Armando si
estaba seguro, pues no podía creerlo. Era una combinación de
todos los tipos de cáncer.
Llego el Año Nuevo y el Día de Reyes vinieron sus amigos a
estar con él y a partir la rosca. Por las fotos que tomamos ese día,
nos dimos cuenta de cómo el cáncer lo fue consumiendo.

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María Elena Castro Reyes

Armando seguía yendo al Centro Médico por medicamento. El


7 de enero de 2004, su último resumen médico decía textualmente:
“Malo para la vida y la función a corto plazo”, ésa fue la sentencia
definitiva.
Para ese entonces, Armando tenía que dividirse entre su hijo y
apoyar a su mamá, pues a su hermana Elena le diagnosticaron
cáncer de páncreas, que apareció casi a la par de la enfermedad
de mi hijo. Nos preguntábamos por qué pasaban tantas cosas jun-
tas y tan graves.
El 9 de enero, día del cumpleaños de Sonia, a las cinco de la ma-
ñana nos avisaron que su tía había fallecido. Tratamos de que por
el momento no se enteraran, pues queríamos festejar a Sonia un
poquito. Ella no sabía lo que había pasado y no queríamos que
Armandito se deprimiera, pero él era muy especial. Me preguntó
por su papá y le dije que estaba con su abuelita visitando a su tía.
Me comentó: “Pero si mi tía ya se me adelantó y pronto estare-
mos juntos”.
Cerca de las once de la noche, se lo contamos a Sonia, y su
papá la llevó un rato al funeral de su tía.
En casa las cosas se complicaban y tuvimos la necesidad de
alquilar una cama de hospital para que Armandito estuviera lo
mejor posible.
Su tío Mario lo atendía en casa, platicaba con él e hizo que le
prometiera que no lo llevaríamos al hospital. Mario nos indicaba
lo que debíamos hacer. Ayuda no nos faltó, hubo familiares que
se ofrecieron para cuidar en las noches a Armandito, pero no po-
día dormir sin estar yo a su lado, y él no quería que me alejara.
En ocasiones, cuando el dolor lo torturaba, su voz se hacía
pequeña y me decía: “Ya no, mami”.
Su papá y yo siempre supimos el papel que desempeñamos.
Había momentos en que con sólo mirarnos sabíamos qué ha-
cer. Siempre pensé que mis muñecas eran muy gruesas y nada
femeninas, pero cuando tuve que sostener a mi hijo, moverlo y
ayudarlo, agradecí la fuerza que tenían.

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Mi vida o la voluntad de Dios

Cada día se acortaba el lapso en que debía inyectarle el narcó-


tico que le calmaba momentáneamente el dolor; cuando hacía
efecto, recuperaba su sonrisa y tenía ganas de hacer muchas co-
sas. Me repetían que sólo era el efecto del medicamento, que no se
estaba recuperando, pero algo en mí no quería aceptar que el fin
se acercaba.
Mario, en una de sus visitas, me dijo que debíamos estar pre-
parados, pues su muerte podría suceder en una hora, un día o una
semana.
En su pecho se acumulaba la sangre, ya no circulaba hacia sus
piernas, y los dolores de espalda y de cabeza eran tan fuertes que
yo le preguntaba a Mario por qué el narcótico no le quitaba el
dolor.
La última complicación fue una trombosis en la pierna dere-
cha. Me dijo que le dolía mucho y estaba muy hinchada, llamé a
Mario y le describí el grosor de su pierna. Se presentó inmediata-
mente y lo revisó. Le dijo que tenía que llevarlo al hospital, pero
Armandito le pidió quedarse en casa. Mario trajo todo lo necesa-
rio para atenderlo, nos dijo que sería una noche muy larga y con
mucho trabajo, pues había que cuidarlo y suministrarle sus medi-
camentos.
Al día siguiente, muy temprano, Mario lo revisó y dijo que
había reaccionado muy bien. Le pregunté de nuevo lo que estaba
pasando y me explicó que el tumor ya se había extendido a la
médula espinal, pulmones y cerebro, por eso eran los dolores tan
fuertes y los coágulos empezarían a provocarle embolias.
El 27 de enero entraba mucha luz en la recámara de Armandito,
todo estaba demasiado claro; era diferente a los días anteriores
que habían sido muy fríos. Muy temprano nos pidió a su papá y a
mí que lo bañáramos en la cama. Nos extrañó un poco, pero en-
tendimos que estaba muy cansado. Preparamos todo, y mientras
lo bañábamos llegó su amiga Mónica. Le pedimos que nos espe-
rara, y cuando terminamos, entró a platicar con él.

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María Elena Castro Reyes

Constantemente nos preguntaba si llegaría pronto su tío Mario;


le comentamos que sí, como todos los días.
Mi hijo me pidió que subiéramos la cabecera de la cama para
incorporarse un poco; cuando regresé, me sorprendió verlo. Esta-
ba sentado con las piernas cruzadas en posición de flor de loto y
me pidió que le acercara su loción astringente para limpiarse el
rostro y un cortauñas para arreglar sus manos; aunque ya se rasu-
raba, ese día su rostro estaba limpio.
Les comenté a su papá y a su abuelita lo que pasaba y fuimos
testigos de su meticuloso arreglo personal. Cuando terminó, pi-
dió recostarse nuevamente. Si algo nos asombraba, era su entere-
za. Nos dijo que nos quedáramos a su lado escuchando música, su
música favorita, en completa oscuridad.
Llegó la noche y él seguía preguntando por su tío Mario. Por
alguna razón ese día Mario sólo le hizo una visita. Llegó cerca de
las ocho de la noche, nos saludamos como de costumbre y pasó a
ver a Armandito.
Como habíamos estado en penumbras, no notamos nada, pe-
ro cuando Mario lo vio, supo algo que nosotros no. Bajó a su
coche por su maletín y le avisó a su mamá que Armandito estaba
grave.
Cuando vimos la expresión en su cara, abracé a Armando y
las lágrimas ya estaban en nuestro rostro. Nuestro hijo alcanzó a
pedirle a su tío que le pusiera una melodía, fue el momento en
que su cuerpo no resistió más y así, como un suspiro, su corazón
dejó de latir… Él ya había asumido que su tiempo aquí había
terminado. Eran las 9:40 de la noche.
Alguna vez preguntó por qué a él, pero jamás gritó ni discutió
la decisión que Dios había tomado.
Mario revisaba sus signos vitales y yo sólo tomé su mano que
aún estaba tibia, pero ya sin vida. No pude abrazarlo, pues toda-
vía tenía miedo a lastimarlo. Noté que su playera estaba húmeda
cerca del cuello y que apenas se percibían unas lágrimas en su

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Mi vida o la voluntad de Dios

rostro. Creo que nuestro hijo se despidió de esta vida y que en sus
últimos momentos debió preguntarle a Dios nuevamente por qué.
Sonia e Irving llegaron exactamente cinco minutos después. Lo
primero que ella dijo fue: “Ay enano, ¿por qué no me esperaste?”
Mario bajó a avisarle a su mamá. Cuando los dos subieron, ella
empezó a llorar y me abrazó. ¿Qué se puede decir cuando pier-
des un hijo, un hermano, un nieto, un amigo? Nos quedamos sin
palabras.
Inmediatamente empezaron a llegar los familiares, el hermano
mayor de Armando, Gerardo, y su esposa; mi hermana Meche
con sus hijos y su esposo. Todos te abrazan y te dicen palabras que
escuchas, pero no entiendes. Recuerdo que mi sobrino Gustavo,
el hijo más pequeño de Meche, me preguntó por qué él, por qué
se murió Armandito. Le contesté que Dios lo necesitaba con él.
Después sólo veía que la gente se movía muy rápido para mí,
mientras yo estaba como en cámara lenta. Veía cómo todo se iba
arreglando, avisaron a los familiares, a los amigos, a la funeraria.
Mario arregló los papeles para el acta de defunción. Escuché
la voz de mi hermana diciéndome que me acompañaba a cam-
biarme de ropa, pues debía usar algo de color negro.
Me puse la chamarra de mi hijo, era como llevarlo conmigo.
Daniel llegó a la casa antes de irnos y fue el encargado de avi-
sar a los amigos de la prepa y a las personas de una lista que
Armandito ya había preparado para ese momento.
De repente entraron los señores de la funeraria con una cami-
lla negra. Nos pidieron una sábana y una almohada para bajarlo.
Su cuerpo iba cubierto, cuando lo vi salir no pude moverme, ni
siquiera recuerdo quién me sostuvo para bajar la escalera. Sonia
dice que fue su papá.
Llegamos a la funeraria, donde ya estaban los amigos, mis her-
manos, mi mamá y Héctor; los abrazos y las palabras de consuelo
llegaban, pero uno no las escucha. También pude sentir que ver a
mi mamá no me brindaba consuelo.

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María Elena Castro Reyes

Empezó a llegar tanta gente al funeral que tuvimos que cam-


biarnos a una capilla más grande.
Nos dijeron que teníamos que revisar que Armandito trajera
toda su ropa puesta, pues él había dicho que no se presentaría an-
te Dios sin ropa interior y sin zapatos, porque le daría mucha
vergüenza. Parecía estar dormido y su papá le puso sus lentes.
Caminamos detrás del féretro hasta llegar a la capilla.
Meche nos prestó una grabadora para tocar la música que mi
hijo había pedido; las flores empezaron a llegar con la gente y a
cubrir y a rodear su féretro.
Flores, había muchas flores, como él había pedido. Hay tantos
amigos que mencionar, cada uno tan especial para él y para noso-
tros, que es imposible hablar de todos.
Llegó la mañana y un amigo del trabajo de Armandito nos pre-
guntó si podía rezarle un rosario. Le agradecimos y aceptamos.
Algo muy notorio fue cuando empezaron a llegar las chicas,
muy arregladas, bien vestidas, de luto, pero elegantes; era como
si Armandito les hubiera dicho cómo debían presentarse.
La directora de la primaria, su maestra del kinder, maestros de
secundaria, compañeros de escuela, del trabajo, la Firma 16, la fa-
milia, todos, formaron una entrañable amistad con él, y tan es-
pecial, que las demostraciones de afecto, unión y pena se hacían
notar infinitamente y de manera tan diversa, que cada uno mere-
cía atención.
Armando y don Héctor, un amigo, buscaron un sacerdote para
que se oficiara la misa de cuerpo presente. El padre preguntó la
edad del niño, todos contestamos que dieciocho años. Pidió que
oráramos por mi hijo, que no había tenido tiempo de hacer nada
malo. Mi razón contestó: “¿Cómo tendría tiempo de actuar mal si
sus planes eran otros, no morir?”
Las condolencias de los chicos eran para decirnos cuánto los
había ayudado mi hijo en su momento. Las cosas pasaban muy
rápido, las guardias en su féretro eran de amigos y familiares; Mario,
que todo el tiempo estuvo con nosotros, y Armando me dijeron

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Mi vida o la voluntad de Dios

que ya tenían que llevarse el cuerpo. Pensé que eso no podía ser
cierto, porque muchas veces miré el cuerpo de mi hijo en su ataúd
y la razón me decía que era nuestro hijo y hermano, pero el cora-
zón me gritaba que el que estaba ahí no podía ser mi pollito, mi
niño, y una vez más, la fuerza más grande que podía tener estaba
a mi lado: Sonia y Armando.
Mario empezó a aplaudir y se escuchó cómo todos los presen-
tes se unían, lo que yo no sabía era que a propios y extraños les
impresionaba la cantidad de jóvenes que hacían valla y aplaudían
hasta que ya no se vio más el féretro.
Mario me dijo que yo era una mujer muy fuerte y, mientras
esperábamos sus cenizas, sólo me senté y no pensé en nada.
Ya atardecía cuando nos entregaron la urna, aún tibia, con sus
cenizas: allí estaba mi pequeño. Teníamos que retirarnos y, entre
otras cosas, nos pidieron que nos lleváramos las flores. Por la
mañana, el sacerdote vio tantas, que nos sugirió llevarlas a la igle-
sia, pero familiares y amigos quisieron llevárselas. Eso me impresio-
nó, pues no es muy usual que quisieran flores de un funeral, pero
creo que para ellos y para nosotros no sólo eran flores, eran las
flores de Armandito. Entre las que trajimos a casa, había lilis, eran
hermosas, pero éstas en especial eran grandes y largas, traídas
por un amigo de Armando. Florecieron junto a su urna y, desde
entonces, son sus flores predilectas. Pensamos que nuestro hijo
nos demuestra que está contento con esta muestra de amor de no-
sotros hacia él y que, a su vez, las hace florecer a cada una de
ellas; esto se ha vuelto una señal de su presencia.
Dios, han pasado casi dos años y no puedo pedirte perdón por
preguntar por qué. ¿Por qué mi mirada es triste?, ¿por qué te lle-
vaste a un niño de dieciocho años, estudioso y trabajador, con
todas las cualidades que tú le otorgaste a un mortal?, ¿por comer-
se la vida que sin saber se le escapaba?
¿Por qué tú, sabiéndolo todo, nos quitaste una parte de no-
sotros?, ¿por qué a mi corazón no lo consuela la respuesta más

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María Elena Castro Reyes

común: “Dios sabe lo que hace”? Creemos que Armandito sí sa-


bía algo, pues siempre fue un niño bello. Le gustaba ser espectador
de películas que trataban de niños con alguna enfermedad grave
y que surgían como gigantes; los temas de la vida después de la
muerte, pero una vida bella, hermosa, con la paz que todos desea-
mos; le gustaba escuchar toda clase de música, por lo que en nuestra
casa y para mi pequeña familia siempre hay alguna canción que
nos recuerda a nuestro hijo y hermano en su paso por esta vida.
Aun en este momento mis sentimientos son encontrados por
lo que me hiciste. Después de todo lo que pasé en mi niñez, sin
reprocharte nada, no entiendo por qué otra vez.
Te agradecí la vida que llevaba con mi esposo y con mis hijos,
era feliz y no te pedía más, entonces, ¿por qué tuvo que pasar-
nos esto?, ¿por qué una madre, un padre y una hermana tuvieron
que sufrir la pena de perder parte de su vida, si no le hacíamos
daño a nadie?
Si tú que estás leyendo mi relato encuentras la respuesta,
házmela saber, pues no sé si es simplemente la historia de mi vida
o la voluntad de Dios, y tengo miedo de lo que pueda suceder
más adelante.

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