Mi Vida o La Voluntad de Dios
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En memoria de Armando Ruiz Castro.
TESTIMONIO DE VIDA
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En esta casa nació mi hermana Luisa y nunca esperé que con ella
también llegara Héctor, mi padrastro, precisamente el día en que
él cumplió quince años. Traía puesto un rompevientos amarillo y
unas botas chuecas y abiertas del cierre; era tan flaco como un
palo de escoba. Héctor no llegó solo, sino con un grupo de ami-
gos iguales que él, borrachos y vividores a costillas de mujeres
como mamá.
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manos con la aguja. Una señora que vivía en otro de los cuartos se
compadeció de nosotras y, aparte de darnos algo que comer, nos
enseñó a coser para que ya no pasáramos por lo mismo.
Tenía que lavar los pañales de mi hermano Miguel, aun cuando
estuviera lloviendo, y sólo me ponían un plástico en la espalda,
porque para ellos ésa era mi obligación y tenía que cumplirla.
Meche también la pasaba mal cuando no cumplía con la dicho-
sa obligación que nos impusieron, y el día que no le cambió correc-
tamente el pañal, mi mamá le empujó la cara contra la suciedad y
le pegó.
Un día alguien le dijo a mi mamá que en la ciudad de Matamo-
ros se podía trabajar en la zona roja y ganar mucho dinero. Para
ella fue muy atractiva la idea y nos dejó al “cuidado” de Héctor. A
veces no lo veíamos en todo el día, sólo cuando llevaba algo de
comer, que podían ser salchichas rojas con huevo y su refresco
favorito, una Lulú roja, o en su defecto, un gansito y una Lulú.
Del dinero que mi mamá ganaba y que supuestamente manda-
ba para mantenernos, nunca vimos nada. El día que mi mamá
regresó de Matamoros, fue porque le avisaron que Héctor ya vi-
vía con otra. Llegó hecha una furia, pues le habían quitado al
mantenido de su marido; la vi entrar directamente a buscarlos y
armar tremendo pleito, pues mientras mi mamá sacaba a la mu-
jer arrastrando de los cabellos, Héctor le pegaba a mi mamá. De
nosotros ni siquiera se acordó, no éramos importantes y, por su-
puesto, nada cambió.
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de casa de la señora Rosalba, una aventura más del galán, que per-
dura hasta la fecha.
En este lugar, Meche salvó a mi mamá de ir a la cárcel, ya que
había ciertas cosas que ella no hacía y nos mandaba hacer a noso-
tras. En una ocasión obligó a Meche a romper botellas de vidrio
para tapar un hoyo de rata. Al estarlas rompiendo, le brincó un
pedazo de vidrio en su mano cerca del pulgar, lo que le provocó
una herida bastante profunda. Tuvieron que llevarla a la Cruz Ro-
ja y, cuando la revisaron, los médicos se dieron cuenta de que en
su cuerpo había demasiados golpes y llamaron a la policía. Al enca-
rar a mi mamá con Meche, le preguntaron si la golpeaban, pero
ella sólo volteó a ver a mi mamá y, entendiendo la situación, lo
negó y dijo que se había caído.
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enojo, porque cuando nos veían llegar con la olla, la burla de sus
empleados y el fastidio que él mostraba eran humillantes.
Una de tantas veces que nos mandaron a pedir vimos a mi pa-
pá cenando con su nueva familia y no vimos nada malo en acer-
carnos a saludarlo. Cuando escuchamos que la señora le dijo a mi
papá que no quería que volviera a vernos o a hablarnos, fue una
de las últimas veces que lo vimos. ¡Cómo duele ser tan consciente
a esa edad!
En esta casa me enteré de que mi mamá provenía de una fami-
lia trabajadora y adinerada, que tenía tías y primos que eran total-
mente diferentes y que llevaban una vida ajena a la nuestra, y a
quienes también mi mamá utilizaba para pedirles dinero fingien-
do que estaba enferma. Cuando mi tío Luis se dio cuenta, dejó de
ayudarla. Descubrí que mi mamá los rechazaba, los odiaba y los
consideraba culpables de que ellos fueran una familia y ella que-
dara huérfana desde muy pequeña.
Como éramos los hijos de la prima pobre, nos regalaban su
ropa usada y, a veces, nos invitaban a comer. Lo que más me asom-
braba, sin embargo, era escuchar que mi mamá había asistido a
las mejores escuelas, que la vestían con ropa muy fina y que vivía
en una casa muy grande con sus primos, cuando a nosotros siem-
pre nos dijo que su vida de niña había sido muy miserable, que
nunca asistió a la escuela y que ni siquiera sabía leer ni escribir.
La escuela primaria a la que asistía era la única de la zona que se
enorgullecía de que la mayoría de las madres de los alumnos traba-
jaban de tacón dorado; yo quería tanto a mi mamá que los comen-
tarios no me hacían daño, tampoco las burlas de otros niños; en la
fila de lo que más platicábamos era de si habíamos desayunado,
algunos tomaban café negro a veces, y otras nada. Aunque no de-
sayunaba, tenía que ser buena estudiante, así que una calificación
menor a ocho ameritaba un castigo; tampoco podía ensuciarme
el uniforme, si mis calcetas llegaban a mancharse, las lavaba en los
bebederos y me las ponía mojadas, eso sí, muy blancas y limpias.
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Para fin de cursos le pedía a Dios pasar de año y con buenas cali-
ficaciones, pero él no se apiadaba de nosotras. Cuando nos pedían
los útiles escolares, era un miedo terrible, empezábamos a llorar des-
de que nos daban la lista. Llegábamos a casa temblando y abrazadas,
porque ya sabíamos que nos golpearían y pagaríamos con sangre cada
cuaderno; ni siquiera recuerdo haber disfrutado las cosas nuevas.
Como ya éramos grandes, teníamos que hacernos responsa-
bles de nuestros errores, así que si rompía un vaso o un plato, me
tallaban las manos con los pedazos hasta sangrar, así sabríamos lo
que costaban las cosas; según mi mamá, si los frijoles se quema-
ban, así nos los teníamos que comer; si la leche se cortaba o se
agriaba, así debíamos tomarla. Si mi mamá compraba algo de co-
mer, no podíamos tocarlo hasta que ella nos diera permiso; podía-
mos ver la comida en la mesa, pero nunca tomarla.
Ya tenía unos diez años de edad y Meche nueve; como ella fue
sietemesina, siempre se sentía feliz porque llegábamos a tener la
misma edad antes de mi cumpleaños.
Estábamos creciendo y nuestro cuerpo se desarrollaba. No sé si
era por el ambiente tan enfermo en que vivía mi mamá, pero en las
noches, cuando regresaba, nos atormentaba revisándonos la ropa y
el cuerpo, porque ya nos veía como las amantes de Héctor; era tal
su crueldad, que yo prefería esconderme detrás del ropero para que
no me viera, pero como nunca encontraba nada sospechoso, se
desquitaba levantándonos a lavar el piso a las tres de la mañana.
Vi a mi mamá embarazada de mi hermana Clementina, con
las piernas rotas por una golpiza que Héctor le propinó; la vi tam-
bién regresar descalza, con la bata del hospital y cubriendo apenas
a la niña con una manta.
Héctor descubrió nuestro miedo, así que Meche y yo siem-
pre teníamos que salir de noche o de madrugada a comprar sus
cigarros, su refresco o lo que se le antojara, sin preocuparse de
que nos pasara algo. Y me pregunto, si no nos pasó nada, ¿fue que
Dios nos cuidó?
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El mundo que mamá nos organizó a sus tres hijas mayores se con-
virtió en un infierno o en un campo de batalla y los límites se per-
dían día con día. Héctor se sentía Pepe, el Toro, pero a diferencia de
éste, él era golpeador y agresivo. Mi mamá nos decía que tenía-
mos que aguantarlo y ella se desaparecía; la única forma de rete-
ner a Héctor a su lado era teniendo hijos, y aquí nacieron Héctor
y Benjamín.
La política de Héctor era que tendrían los hijos que Dios les
mandara, pero yo me pregunto: ¿por qué Dios le dio hijos a una
mujer como ella, habiendo tantas mujeres que sufren porque quie-
ren tener hijos?
Mis hermanos nunca me estorbaron, pero sí me preocupaban,
pues hasta la fecha cada uno tiene algo que contar…
Las órdenes de mi mamá eran que teníamos que trabajar para
ayudar con los gastos de la casa. Apenas tenía quince años y sueños
y deseos de tener algo para mí, pero mi mamá nos quitaba todo el
dinero que ganábamos, a tal grado que mi hermana Meche llegó
al extremo de autorrobarse para pagar la comida en el trabajo.
La última vez que vi a mi papá fue cuando mi hermana Lupe
hizo su primera comunión. Lo último que supe de mi hermana
fue que vivía en Puebla, pero si me la llegara a encontrar, estoy
segura de que no la reconocería.
El sadismo de mi mamá y sus armas para golpearnos se fueron
sofisticando. Compró una vara de membrillo y la puso a remojar
en agua; con cada golpe de esta vara gritábamos como animales
porque se nos abría la piel. Mis hermanos ya habían probado la
manguera de la lavadora y el cable de la plancha, y es fácil recor-
dar cómo mi hermana Luisa llegó a dejar de llorar con los golpes.
La tortura psicológica se le da a la gente mala. Mi mamá nos
bañaba junto al lavadero con agua fría y nos revisaba cada peda-
cito del cuerpo para ver si aún éramos señoritas.
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Poco antes del mes quedé embarazada. Armando dice que lo no-
tó porque al verme de espaldas vio que mis caderas estaban más
anchas y comentó: ¡Ésa es mi mujer!
Como su hermano Mario es médico, fuimos con él y nos lo
confirmó. Por primera vez mi vida era tranquila. Un día Meche y
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dijo que estaba muy mal, pues ya tenía las orejas y el cuello mora-
do, así que debía quedarse internado.
Nos recomendó traerle su piyama y artículos personales. Mario
ya había ordenado unas radiografías de urgencia y, con las placas
en la mano, nos pidió que nos sentáramos y escucháramos aten-
tos y tranquilos. El primer diagnóstico fue un derrame pleural y
cardiomegalia en grado dos; en ese momento Mario nos dijo que
su vida cambiaría, pero no imaginábamos cuanto.
Lo primero que le pregunté fue que cuántos años viviría, pues
inmediatamente pensé en todos sus proyectos, ya que todo sería
diferente.
Días después mi hijo nos pidió a su papá y a mí que le ayudá-
ramos a conseguir un permiso para justificar sus faltas y no perder
su lugar en la universidad. Visitamos a cada uno de sus maestros
y dimos todas las explicaciones; ellos fueron muy razonables y
atentos.
El 15 de septiembre, gracias al medicamento, había eliminado
líquidos y el derrame pleural cedía. Volvimos a casa con recomen-
daciones y una dieta para él. Cada dos o tres días le tomaban ra-
diografías, análisis de sangre y ultrasonidos.
Con mucho esfuerzo y cuidados, regresó a la facultad. Nuestro
hijo habló con nosotros y nos dijo que aunque su vida cambiara,
eso no le impediría estudiar. Sólo fueron unos días más; subir es-
caleras o caminar resultaba un esfuerzo agotador, y aunque le
pedíamos que usara el elevador en la facultad, se negaba, pues
qué iban a decir si un joven tan sano ocupaba el elevador que era
para personas con alguna discapacidad.
Su papá lo llevaba todas las mañanas a la escuela y un día a la
semana yo lo acompañaba. Me pedía que lo dejara al pie de la es-
calera para ir a su salón de clases, yo me quedaba angustiada por
no estar cerca de él.
Las esperanzas iban y venían, pues el derrame volvió a apare-
cer. Armandito vio una de las radiografías y dijo que esto estaba
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Ese día, Dios nos puso enfrente al doctor Magaña, el único que
se interesó en darnos un verdadero diagnóstico.
Armandito estaba cada día más apesadumbrado, aunque no lo
decía. Es sabido que la comida del hospital no le apetece a nadie
y para entonces él ya había perdido mucho peso, así que su papá y
yo tratábamos de llevarle algo de la comida que le gustaba y So-
nia le llevaba chocolates de contrabando. Los médicos y enferme-
ras no nos reprendían, pues la pérdida de peso era ya un síntoma
grave. Por las noches bajaba hasta el sótano, adonde llegan las
enfermeras, y compraba chocolates en la máquina; para que no
nos descubrieran, los regaba a un costado de él en su cama y así nos
los comíamos.
Armando y yo tratábamos de estar con él todo el tiempo que
podíamos. Su hermana tenía que trabajar, sobre todo porque ya ha-
bía hecho planes con su hermano para organizar una posada donde
estuvieran todos sus amigos por última vez, y Sonia había ofreci-
do costear la fiesta.
El doctor Magaña pidió el video del ecocardiograma y no se lo
dieron, le dijeron que lo podía ver en Cardiología. Se dio cuen-
ta de que el tumor ya había invadido 90% de sus arterias. Nos dijo
que su corazón era tan noble, que la sangre rodeaba el tumor para
seguir circulando.
Se interesó mucho en su caso porque el tumor, ubicado en la
aurícula derecha, no era común en un hombre. Su caso era, por
así decirlo, el primero en el Centro Médico y el segundo en el
país, ya que ocurre uno en seis millones.
Armandito le dijo al doctor que ya quería regresar a su casa,
pues tenía una posada el 20 de diciembre. El doctor le pidió que
se quedara a una biopsia que le harían con un catéter. El 12 de
diciembre se llevó a cabo y nos informaron que era un sarcoma.
La tristeza de mi hijo era tan grande en ese momento, que la no-
che del 16 de diciembre me dijo que ya quería irse a su casa, a su
cama, donde estaban sus cosas, a comer su cereal. Su desesperación
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rostro. Creo que nuestro hijo se despidió de esta vida y que en sus
últimos momentos debió preguntarle a Dios nuevamente por qué.
Sonia e Irving llegaron exactamente cinco minutos después. Lo
primero que ella dijo fue: “Ay enano, ¿por qué no me esperaste?”
Mario bajó a avisarle a su mamá. Cuando los dos subieron, ella
empezó a llorar y me abrazó. ¿Qué se puede decir cuando pier-
des un hijo, un hermano, un nieto, un amigo? Nos quedamos sin
palabras.
Inmediatamente empezaron a llegar los familiares, el hermano
mayor de Armando, Gerardo, y su esposa; mi hermana Meche
con sus hijos y su esposo. Todos te abrazan y te dicen palabras que
escuchas, pero no entiendes. Recuerdo que mi sobrino Gustavo,
el hijo más pequeño de Meche, me preguntó por qué él, por qué
se murió Armandito. Le contesté que Dios lo necesitaba con él.
Después sólo veía que la gente se movía muy rápido para mí,
mientras yo estaba como en cámara lenta. Veía cómo todo se iba
arreglando, avisaron a los familiares, a los amigos, a la funeraria.
Mario arregló los papeles para el acta de defunción. Escuché
la voz de mi hermana diciéndome que me acompañaba a cam-
biarme de ropa, pues debía usar algo de color negro.
Me puse la chamarra de mi hijo, era como llevarlo conmigo.
Daniel llegó a la casa antes de irnos y fue el encargado de avi-
sar a los amigos de la prepa y a las personas de una lista que
Armandito ya había preparado para ese momento.
De repente entraron los señores de la funeraria con una cami-
lla negra. Nos pidieron una sábana y una almohada para bajarlo.
Su cuerpo iba cubierto, cuando lo vi salir no pude moverme, ni
siquiera recuerdo quién me sostuvo para bajar la escalera. Sonia
dice que fue su papá.
Llegamos a la funeraria, donde ya estaban los amigos, mis her-
manos, mi mamá y Héctor; los abrazos y las palabras de consuelo
llegaban, pero uno no las escucha. También pude sentir que ver a
mi mamá no me brindaba consuelo.
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que ya tenían que llevarse el cuerpo. Pensé que eso no podía ser
cierto, porque muchas veces miré el cuerpo de mi hijo en su ataúd
y la razón me decía que era nuestro hijo y hermano, pero el cora-
zón me gritaba que el que estaba ahí no podía ser mi pollito, mi
niño, y una vez más, la fuerza más grande que podía tener estaba
a mi lado: Sonia y Armando.
Mario empezó a aplaudir y se escuchó cómo todos los presen-
tes se unían, lo que yo no sabía era que a propios y extraños les
impresionaba la cantidad de jóvenes que hacían valla y aplaudían
hasta que ya no se vio más el féretro.
Mario me dijo que yo era una mujer muy fuerte y, mientras
esperábamos sus cenizas, sólo me senté y no pensé en nada.
Ya atardecía cuando nos entregaron la urna, aún tibia, con sus
cenizas: allí estaba mi pequeño. Teníamos que retirarnos y, entre
otras cosas, nos pidieron que nos lleváramos las flores. Por la
mañana, el sacerdote vio tantas, que nos sugirió llevarlas a la igle-
sia, pero familiares y amigos quisieron llevárselas. Eso me impresio-
nó, pues no es muy usual que quisieran flores de un funeral, pero
creo que para ellos y para nosotros no sólo eran flores, eran las
flores de Armandito. Entre las que trajimos a casa, había lilis, eran
hermosas, pero éstas en especial eran grandes y largas, traídas
por un amigo de Armando. Florecieron junto a su urna y, desde
entonces, son sus flores predilectas. Pensamos que nuestro hijo
nos demuestra que está contento con esta muestra de amor de no-
sotros hacia él y que, a su vez, las hace florecer a cada una de
ellas; esto se ha vuelto una señal de su presencia.
Dios, han pasado casi dos años y no puedo pedirte perdón por
preguntar por qué. ¿Por qué mi mirada es triste?, ¿por qué te lle-
vaste a un niño de dieciocho años, estudioso y trabajador, con
todas las cualidades que tú le otorgaste a un mortal?, ¿por comer-
se la vida que sin saber se le escapaba?
¿Por qué tú, sabiéndolo todo, nos quitaste una parte de no-
sotros?, ¿por qué a mi corazón no lo consuela la respuesta más
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