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Fundamentos Teológicos de La Predicación

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FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA PREDICACIÓN

Por Juan Stam

El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los
que se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios... Ya que
Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la
sabiduría humana, tuvo a bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los
que creen... Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para
los gentiles, pero para los que Dios ha llamado, es el poder de Dios y la sabiduría
de Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la
debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana...

Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice


con gran elocuencia y sabiduría. Me propuse, más bien, estando entre ustedes, no
saber de alguna cosa, excepto de Jesucristo y de éste crucificado (1 Cor 1:18-2:2).

La predicación, en su sentido bíblico y teológico, es mucho más que sólo la


entrega semanal de una homilía religiosa, con todo respeto por la importancia del
sermón. Es más que una conferencia teológica o una charla sicológica o social. Es
aun más que un estudio bíblico, elemento esencial de toda la vida cristiana.
Entonces, ¿En qué consiste la esencia y el sentido de la predicación?

El griego del NT emplea básicamente tres términos para la predicación. El más


común es kêrussô (proclamar), y su forma substantivada, kêrugma, ambos
derivados de kêrux (heraldo; cf. 1 Tm 2:7; 2 Tm 1:11; 2 P 2:5). En el vocabulario
teológico moderno se ha creado también el adjetivo "kerigmático", lo que tiene que
ver con la proclamación del kêrugma. Otros conjuntos semánticos son euaggelizô
(anunciar buenas nuevas), junto con euaggelion (evangelio) y euaggelistês
(evangelista) y kataggellô (anunciar) también de la raíz aggelô (llevar una noticia;
Jn 20:18) y aggelos (ángel, mensajero). En todos esos vocablos se destaca el
sentido de proclamar una noticia o entregar un mensaje. La predicación no
consiste esencialmente en comunicar nuevas ideas sino en narrar de nuevo una
historia, la de la gracia de Dios en nuestra salvación, y esperar que por esa
historia Dios vuelva a hablar y a actuar.

La predicación y el reino de Dios: Al estudiar los aspectos y dimensiones de esta


tarea kerigmática, nada mejor que comenzar donde comienza el NT. Juan el
Bautista vino predicando en el desierto, "Arrepiéntanse, porque el reino de los
cielos está cerca" (Mt 3:1), y Jesús llegó con el idéntico mensaje, según Mt 4:17
(cf. Mr 1.14-15). Jesús comisionó a los doce a proclamar el mismo mensaje (Mt
10:7; Lc 9:2). Más adelante el primer evangelista, escribiendo para los judíos,
describe el ministerio de Jesús con las palabras, "Jesús recorría todos los pueblos
y aldeas, enseñando (didaskôn) en las sinagogas, anunciando (kêrussôn) el
evangelio del reino, y sanando toda enfermedad" (Mt 9:35; Lc 8:1; cf. 4:43). Según
Lucas, el Cristo Resucitado también enseñó a los discípulos durante cuarenta días
"acerca del reino de Dios" (Hch 1:3) y de la misión de proclamar ese reino hasta lo
último de la tierra, hasta su venida (1:1-11). El tema central de los tres primeros
evangelios es la llegada del reino de Dios, que con seguridad refleja el mensaje
original de Jesús. Muy relacionado con el tema del reino, Jesús proclamó también
la libertad y la igualdad del Jubileo (Lc 4:18-19; cf. 7:22).

Aunque el tema del reino es menos presente en Pablo y en el cuatro evangelio,


por las nuevas circunstancias culturales y políticas de su misión, sigue siendo muy
importante (cf. Jn 3:3,5; 18:36). La labor misionera de Pablo se describe como
"andar predicando el reino de Dios" (Hch 20:25), y en la fase final de su misión, ya
como preso en Roma, Pablo "predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del
Señor Jesucristo" (Hch 28:31). Es más, Jesús mismo, en su sermón profético,
anuncia que "este evangelio del reino se predicará en todo el mundo" hasta el fin
de la historia (Mt 24:14).

La expectativa del reino mesiánico pertenecía hacía siglos a la tradición judía; lo


novedoso del evangelio del reino consistía en anunciar su inmediata cercanía (Mt
3:1; 4:17). Para Jesús, el reino no sólo está cerca sino que, en su persona, el reino
se ha hecho presente (Mt 12:28; Lc 4:21; 11:20). Los apóstoles también
proclamaban que los tiempos del reino habían llegado (Hch 2:16; 1 Cor 10:11; 1
Jn 2:18). Por eso, predicar es "decir la hora" para anunciar que el reino de Dios ha
llegado ya. La predicación es la proclamación de este hecho para interpretar bajo
esta nueva luz el pasado, el presente y el futuro. "La predicación pone siempre en
presencia de un hecho que plantea una cuestión" (Léon Dufour 1973:711). Esta
nueva realidad exige una respuesta específica: arrepentimiento, fe y la búsqueda
del reino de Dios y su justicia (Mat 6:33), o en una palabra, la conversión.

En conclusión: la proclamación del reino es parte central de la predicación, y


también, la predicación es parte esencial de la dinámica del reino y un agente
importante de su realización. Como señala González Nuñez, "La palabra de Dios
es poder activo en la historia. Pero, además, ejerce en el mundo actividad
creadora, empujando todas las cosas hacia su respectiva plenitud. Visto al trasluz
de la palabra, el mundo se hace transparente... Creadora en el mundo, salvadora
en la historia, la palabra de Dios es una especie de sustento, necesario para que
la vida lo sea plenamente " (Floristán 1983:678). La palabra creativa de la
predicación va acompañando la marcha del reino de Dios.

La predicación y el Evangelio: Si bien el tema "reino de Dios" predomina en los


evangelios sinópticos, en las epístolas paulinas, por razones relacionadas con su
misión, apenas se menciona el reino y son muy típicas las frases "el evangelio" y
"predicar el evangelio". Sin embargo, las epístolas de Pablo, por lo menos la
mayoría de ellas cuya paternidad paulina no es cuestionada, son anteriores
cronológicamente a los evangelios sinópticos. En ese sentido, la enseñanza del
reino antecede a las epístolas (por venir del tiempo de Jesús) y a la vez es
posterior a ellas (por la fecha en que fueron redactados los sinópticos). Eso refuta
la tesis de que la iglesia había abandonado, o disminuido casi totalmente, el tema
del reino y lo había sustituido con "el evangelio". "Reino" y "evangelio" son dos
lados de la misma moneda.

La proclamación de las buenas nuevas de salvación es esencial a la tarea de


predicación, tan urgente que Pablo una vez exclamó, "¡Ay de mí si no predico el
evangelio!" (1 Cor 9:16). Más adelante en la misma epístola, Pablo define "el
evangelio que les prediqué", y que él había recibido, como el mensaje de la
muerte, sepultura y resurrección de Jesús (1 Cor 15:1-4). El anhelo de toda la vida
de Pablo fue el de "proclamar el evangelio donde Cristo no sea conocido" (Rom
15:20). Toda predicadora fiel puede afirmar con Pablo, sin titubeos, "no me
avergüenzo del evangelio, pues es poder de Dios para la salvación de todos los
que creen" (Rom 1:16).

La predicación evangélica es en primer lugar "predicar a Jesucristo" y "el


evangelio de Jesucristo" (Hch 20:24; 2 Cor 4:5; cf. 11:4), como Hijo de Dios (1 Cor
1:19; Hch 9:20), crucificado (1 Cor 1:23; Gal 3:1) y resucitado (1 Cor 15:11-12;
Hch 17:18). En Gálatas 3:1, Pablo describe su predicación como si fuera dibujar el
rostro de Cristo ante los ojos de los oyentes (kat' ofthalmous Iêsous Jristos
proegrafê estaurômenos). En algunos pasajes se llama "el evangelio de Dios" (1
Ts 2:9; 2 Cor 11:7) o "el evangelio de la gracia de Dios" (Hch 20:24). Con una
terminología levemente distinta, se llama también "el mensaje de la fe" (Rom 10:8;
cf. Gal 1:23) o "el mensaje de la cruz" (1 Cor 1:18). En Efesios 2:17, Pablo
describe a Cristo mismo como predicador del Shalom de Dios (cf. Hch 10:36). En
conjunto, estos textos nos dan el cuadro de un evangelio integral en la
predicación.

La predicación y la palabra de Dios: Esa relación dinámica entre la proclamación y


el evangelio del reino implica también la relación inseparable entre la predicación y
la Palabra de Dios. Por eso, se repite a menudo que los apóstoles y los primeros
creyentes "predicaban la palabra de Dios" (Hch 8:25 13:5; 15:36; 17:13), o
sinónimamente, "la palabra de evangelio" (1 P 1:25) o "la palabra de verdad" (2
Tm 2:15). Otras veces se dice lo mismo con sólo "predicar la palabra" (Hch 8:4). El
encargo de los siervos y las siervas del Señor es, "predique la palabra" (2 Tm 4:2),
lo cual es mucho más que sólo pronunciar sermones.

La frase "palabra de Dios" tiene diversos significados en las escrituras y en la


historia de la teología. La palabra de Dios por excelencia es el Verbo encarnado
(Jn 1:1-18; Heb 1:2; Apoc 19:13, Cristo es ho logos tou theou). En las escrituras
tenemos la palabra de Dios escrita, que da testimonio al Verbo encarnado (Jn
5:39). Pero la palabra proclamada, en predicación o en testimonio, se llama
también "palabra de Dios", donde no se refiere ni a Jesucristo ni a las escrituras
(Hch 4:31; 6:7; 8:14,25; 15:35-36; 16:32; 17:13; cf. Lc 10.16). Cristo es la máxima
y perfecta revelación de Dios, quien después de hablarnos por diversos medios,
"en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo" (Heb 1:1-2, elalêsen
hêmin en huiô, "nos habló en Hijo"). El lenguaje supremo de Dios es "en Hijo" y las
escrituras son el testimonio inspirado de esa revelación, definitivamente
normativas para toda proclamación de Cristo. Pero esa proclamación oral es
también "palabra de Dios", según el uso bíblico de esa frase.

Esta comprensión de las tres modalidades de la palabra de Dios, y por ende de la


predicación como palabra de Dios cuando es fiel a las escrituras, fue expresada
en lenguaje muy enfático por Martín Lutero y reiterado con igual énfasis por Karl
Barth (KB 1/1 107; 1/2 743,751). Según la Confesión Helvética de 1563, "la
predicación de la palabra de Dios es palabra de Dios" (praedicatio verbi Dei est
verbum Dei). Lutero se atrevió a afirmar que cuando el predicar proclama
fielmente la palabra de Dios, "su boca es la boca de Cristo". Karl Barth hace suya
esta teología de la predicación, para afirmar que la predicación es en primer
término una acción de Dios (1/2 751) en la que es Dios mismo, y sólo Dios, quien
habla (1/2 884).

Para muchas personas, que suelen entender "palabra de Dios" como sólo la
Biblia, este descubrimiento tiene implicaciones revolucionarias para la manera de
entender la predicación. Por un lado, magnifica infinitamente la dignidad del púlpito
y el privilegio de ser portador de la palabra divino. También aumenta infinitamente
nuestra expectativa de lo que Dios puede hacer por medio de su palabra, a pesar
de nuestra debilidad e insuficiencia. Es una vocación demasiada alta y honrosa
para cualquier ser humano. Así entendido, el carácter de la predicación como
palabra de Dios nos dignifica y nos humilla a la vez.

Aquí vale para nuestra predicación la doble consigna de la Reforma de tota


scriptura y sola scriptura. Pablo nos da el ejemplo de proclamar "todo el consejo
de Dios" (Hch 20:20,27; Col 1:2), sin quitarle nada, y tampoco añadirle "nada fuera
de las cosas que los profetas y Moisés dijeron..." (Hch 26:22). Quitamos de las
escrituras cuando sólo predicamos sobre ciertos temas o de ciertos libros y
pasajes de nuestra preferencia. En ese sentido, predicar desde el calendario
litúrgico tiene dos grandes ventajas: obliga al predicador a exponer toda la
amplísima gama de enseñanza bíblico, y liga la predicación con la historia de la
salvación (no sólo navidad y semana santa, sino ascensión, domingo de
Pentecostés, etc.). Pero esa práctica no debe desplazar la predicación expositiva
de libros enteros, teniendo cuidado de incluir en la enseñanza los diferentes
estratos y géneros de la literatura bíblica.

Aun mayor es la tentación en la predicación de añadir al texto, como si él no fuera


suficiente. Un sermón fiel a la Palabra de Dios parte del texto bíblico y no sale de
él sino profundiza en su mensaje hasta el Amén final (Hch 2:14-36; 8:35). Muchos
predicadores se dedican más bien a sacar inferencias del texto, que aun cuando
fueren totalmente válidas lógicamente, no son bíblicas y puede hasta contradecir
el sentido del texto. Una ensalada de consejos vagos, sugerencias abstractas y
exhortaciones muy generales, aunque vengan maquillados con textos bíblicos, no
es un sermón, mucho menos palabra de Dios. El sermón no debe ser una simple
antología de ilustraciones, anécdotas y ex abruptos sensacionalistas. El sermón
tampoco es el lugar para ventilar las opiniones personales del predicador, que no
surgen de la palabra de Dios ni se fundamentan en ella. En la predicación
contemporánea priva un "opinionismo" que raya con el sacrilegio.
El humor debe tener su debido lugar en la predicación (la Biblia misma es una
fuente rica de humor), pero siempre en función del texto y no como fin en si
mismo. El humor debe iluminar el mensaje del texto. Jugar con la palabra de Dios
es pecado, como lo es también volverla aburrida. Los predicadores tienen que
saber moverse entre la frivolidad por un lado, y la rutina seca y el aburrimiento por
otro lado. La jocosidad frívola puede ayudar para el "éxito" del sermón y la
popularidad del predicador, pero será un obstáculo que impida la eficacia del
sermón como palabra de Dios. Hay dos peligros que evitar en la predicación: la
frivolidad, y el aburrimiento.

La predicación es una tarea bíblica, es decir, exegética y hermenéutica. Bien ha


dicho Bernard Ramm (1976:8) que la primera preocupación del predicador no
debe ser homilética (¿Cómo predico un buen sermón?) sino hermenéutica
(¿Cómo oigo la palabra de Dios, y la hago oír?). Antes del sermón la predicadora
se encuentra con Dios en y por el texto, luchando con Dios y el texto hasta recibir
de Dios una palabra viva que sea a la vez fiel y contextual. Al presentarse ante la
comunidad, plasma ese encuentro en un sermón para compartir ese encuentro
con los demás y buscar juntos la presencia del Señor y escuchar juntos su voz.

La única meta del sermón, la mayor responsabilidad del predicador y el criterio


exclusivo del resultado de la predicación, todos responden a la pregunta central, si
se proclamó fielmente la palabra de Dios. El predicador no predica para complacer
a los oyentes, para manipular sus emociones ni aun para lograr cambios religiosos
y morales en ellos. Su tarea es proclamar la palabra de Dios; no predica buscando
esa transformación sino esperándola como resultado indirecto por la obra del
Espíritu Santo. Mucho menos debe predicar con la motivación de lograr éxito y
fama como orador o erudito bíblico.

Atreverse a predicar como Dios quiere, es un acto de amor, de humildad y de


abnegación. William Willimon ha señalado que el verdadero predicador tiene que
amar más a Dios que a su congregación. Es una gran tentación para el predicador
buscar en su ministerio la realización de sus propios intereses y metas. La
predicación fiel comienza en el corazón del predicador. Es un corazón con un
supremo amor a Dios y su palabra, aun más que a la congregación y mucho más
que a sí mismo.

Pasa con la predicación igual que con la profecía: la predicación fiel siempre va
acompañada por la predicación falsa, que busca complacer a la gente, se dirige
por las expectativas del público y les enseña a decir "Señor, Señor" pero no a
hacer la voluntad del Padre celestial (Mt 7:21-23). Por eso, la iglesia debe vigilar
su púlpito con todo celo en el Espíritu. No debe dejar a cualquiera que "habla
lindo" ocupar ese lugar sagrado sino sólo a los que se han demostrado maduros,
bien centrados en la Palabra y consecuentes en sus vidas. No cabe duda que el
descuido en este aspecto ha producido desviaciones y aberraciones en las últimas
décadas, produciendo daños muy serios en la iglesia.
Es urgente también ir enseñando a las congregaciones lo que bíblicamente deben
esperar de un predicador y de un sermón. Mucho del desorden de las últimas
décadas se debe a la gran falta de discernimiento de los mismos oyentes. A pesar
del exagerado número de horas que pasan escuchando sermones, en general no
se logra una adecuada formación bíblica y teológica para discriminar entre
predicación fiel y predicación "bonita", conmovedora o sensacionalista pero no
bíblica. Hace años el destacado orador evangélico, Cecilio Arrastía -- ¡un
verdadero modelo de predicador fiel! -- hablaba de la congregación como
comunidad hermenéutica en que todos sepan interpretar la palabra y distinguir
entre lo bueno y lo malo en la predicación (1 Ts 5:21; Hch 17:11; 1 Cor 14:29).

¡Imploremos al Espíritu de Dios que unja a nuestros predicadores y


congregaciones con amor a la palabra y discernimiento acertado ante estos
abusos!

La predicación y el Espíritu de Dios: Por todo lo que hemos expuesto hasta ahora,
queda claro que la predicación es una tarea muy seria, sin duda mucho más
grande de lo que solemos pensar. Con razón observa Karl Barth, en su tratado
sobre nuestro tema, que la predicación es una tarea imposible; para ella, observa,
todo ser humano es incapaz e indigno (1969:48,52). Es aun imposible que sepa de
antemano qué está pasando en la predicación, porque depende enteramente de
Dios (1969:48). Tenemos que exclamar con San Pablo, "¿Quién es competente
para semejante tarea?" (2 Cor 2:16).

Pero gracias al Señor, la palabra de Dios nunca corre sin que la acompañe el
Espíritu divino que la ha inspirado. Un tema constante en la teología de los
Reformadores fue el de "La Palabra y el Espíritu". La palabra sin el Espíritu
conduce a una ortodoxia muerta; el Espíritu sin la palabra llevaba, en la frase de
ellos, al "entusiasmo" desordenado. Los Reformadores enseñaban también el
testimonium spiritus sancti, sin el que la letra escrita es letra muerta. En un
brillante estudio de este tema, Bernard Ramm afirma que fue con esta doctrina
que los Reformadores evitaron un concepto cuasi-mágico de la eficacia de la
Biblia que podría compararse con el ex opere operato del tradicional
sacramentalismo católico. La palabra escrita no opera sola sino vivificada por el
Espíritu de Dios.

En nuestro tiempo, Karl Barth ha reformulado esta doctrina en términos muy


impresionantes. La palabra de Dios, para él, ocurre en su sentido pleno cuando
Dios habla y el pueblo escucha (1969:71). La predicación hace presente a la
palabra en forma viva; "cuando se predica el evangelio, Dios habla" (1969:19) y
entonces, en la frase de Lutero, "La palabra trae a Cristo al pueblo" (1/1 61). En
ese acto de Dios, el "Dios que habló" del pasado se convierte en un presente
"Dios que habla", siempre por las escrituras. Por la acción del Espíritu Santo, la
Palabra toma vida, como si fuera una resurrección del texto.
La predicación, así entendida, es un acto de Dios, totalmente imposible para un
ser humano (1969:21,48,52). El predicador no tiene ningún control sobre la acción
de Dios, ni puede garantizar que Dios hablará por medio de su homilía. Eso queda
totalmente en manos de Dios y ocurre cuándo Dios quiere y dónde Dios quiere.
Por eso -- y esto es lo sorprendente -- la Palabra de Dios por medio de un
predicador y su sermón es siempre un milagro (1969:23,101). "En esta situación
concreta puede suceder que Dios hable y realice un milagro. Pero nosotros no
debemos incluir un milagro, por anticipado, en nuestra predicación" (1969:23). Al
predicador sólo le toca anunciar que Dios está por hablar (1969:14) y proclamar a
la comunidad lo que Dios mismo los quiere decir, mediante la explicación, en sus
propias palabras, de un pasaje de las escrituras (1969:13).

Esta comprensión radicalmente teocéntrica y pneumatológica nos hace entender


que la única fuerza verdadera de la buena predicación es la obra del Espíritu
Santo. A fin de cuentas, el predicador no puede confiar en la elocuencia de
su oratoria ni el carisma y encanto de su atractiva personalidad ni nada parecido.
Reconocer que el poder del sermón no pertenece a nosotros mismos, pero que
Dios ha prometido el obrar eficaz de su Espíritu, y confiar en el Espíritu y sólo el
Espíritu, no nos permitirá emplear mecanismos de manipulación para tratar de
persuadir a los oyentes (1 Cor 1:18-2:2; 2 Cor 4:2; 12:16-17; Ef 4:14). No harán
falta gritos y gemidos simulados, ni pegajosa música de trasfondo, ni pavonearse
de un lado a otro, micrófono en mano. Es el Espíritu Santo quien penetrará en los
corazones, y nosotros los predicadores sabremos confiar en su actuar y no
interferir contra su eficaz actuar.

Por otra parte, nunca tomaremos la promesa del Espíritu como un pretexto para la
pereza. Convencidos del inmenso privilegio de ser instrumentos del Espíritu,
estudiaremos las escrituras con mayor ahínco y prepararemos los sermones con
todo cuidado y pasión. El texto favorito de algunos predicadores, "no se preocupen
de qué van a decir; el Espíritu Santo los enseñará lo que deben responder" (Lc
12:11-12), no se aplica a la preparación de sermones ni al estudio sistemático de
las escrituras sino a casos de arresto y persecución, cuando uno no tiene tiempo
para preparar su defensa. La exégesis bíblica no aparece entre los dones
carismáticos de la iglesia. El Espíritu Santo nos acompañará con su luz en nuestro
estudio de la palabra, pero sólo si de hecho la estudiamos (2 Tim 2:15; 1 P 3:15;
Hch 17:11; 1 Tes 5:21; Mat 22:37).

La Predicación y los Sacramentos: Llama la atención que el NT comienza con la


proclamación y el sacramento juntos. Cuando Juan vino predicando el reino de
Dios, llamaba a los oyentes a un cambio radical de actitud ("Arrepiéntanse", Mt
3:2) ratificado por una acción sacramental (3:6, ser bautizados). Jesús también
vino predicando el reino, exigió arrepentimiento (4:17) y se dejó bautizar por Juan
(3:13-16). El evangelio de Mateo también concluye con el mandato de evangelizar
a todos los pueblos y bautizarlos (28:19).

Proclamación y sacramento se unieron cuando Juan apareció "predicando el


bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados" (Mr 1:4; Lc 3:3; Mt
3:6,8,11). El bautismo conocido en Israel antes de Juan era el bautismo de
prosélitos. Como gentiles inmundos, ellos tenían que limpiarse en el río Jordán y
renacer como nuevas personas, ahora judíos, hasta con nombre nuevo, según
algunas fuentes. Entonces pedirle a un judío de nacimiento que se someta a tal
bautismo era tratarlo como gentil, como que no fuera israelita, y obligarlo a
reconocerse a sí mismo como tal. Por eso el bautismo de Juan significaba un acto
de profundo arrepentimiento. Al dejarse bautizar también, Jesús, que no tenía
pecado alguno de que arrepentirse, se identificó con los pecadores en ese
escandaloso sacramento del arrepentimiento.

En la acción sacramental, Dios mismo actúa en el actuar de la comunidad, como


en la predicación Dios habla en nuestro hablar. En ese sentido, el sacramento
también es milagro, parecido al sermón. Esa correlación de palabra y acción
apareció antes en los profetas de Israel, que solían coordinar integralmente la
palabra profética y la acción profética. El acto sacramental es palpable y visible,
por una mediación material: el agua en el bautismo, el pan y el vino en la
comunión. Dios, el creador de la materia, se place en hablar también por ella,
como su lenguaje no-verbal (cf. Salmo 19:1-4).

Ambos, el lenguaje verbal de Dios y su lenguaje no-verbal, son necesidades


esenciales para la comunidad y deben mantenerse en su debido equilibrio. Ni la
celebración del sacramento debe eclipsar a la predicación, como en el catolicismo
tradicional, ni el énfasis "púlpito-céntrico" debe restarle valor e importancia a los
sacramentos. Debe haber una relación coherente y dinámica entre los dos.

La predicación y el culto: Por "culto" entendemos la celebración de la comunidad


de fe en todos sus aspectos y momentos. Incluye el cántico, la lectura, la oración,
la confesión, el silencio, los testimonios, el sermón y el sacramento. A veces se
analizan como leitourgia (liturgia, doxología), kerygma (proclamación) y didaje
(enseñanza) En todo debe estar presente, por lo menos implícitamente, la
diakonia (servicio, praxis). El sermón no debe verse como una interrupción
extránea del culto, tampoco la adoración congregacional como "preliminares" para
el sermón, ni el sacramento como un mero apéndice, ni mucho menos una nota al
pie, del resto de la celebración. En el culto contemporáneo, hay una fuerte
tendencia a sobredimensionar los momentos en que nosotros hablamos a Dios
(cántico, testimonios, oraciones) pero subvalorar los momentos en que
escuchamos a Dios hablarnos a nosotros (la lectura, confesión, silencio, sermón y
sacramento).Especialmente notable y preocupante es la ausencia del silencio en
casi todos los cultos, en el que Dios nos pueda hablar.

La tendencia hoy en muchas iglesias evangélicas es de priorizar exageradamente


la "A y A" (Alabanza y Adoración) a expensas, lamentablemente, del sermón. El
cántico, a menudo estilo rock 'n roll, dura unas horas, repitiendo muchas veces los
mismos coros, y a la hora de proclamar la palabra, todos (incluso el predicador)
están agotados. Es común escuchar desde el púlpito frases como, "el Señor nos
ha bendecido tanto, y ahora es muy tarde, de modo que el sermoncito será muy
breve", o aun peor, "el Señor nos ha bendecido tanto esta mañana, no vamos a
tener sermón hoy".

Si se puede afirmar que el catolicismo tradicional tendía a enfatizar tanto el


sacramento que llegaba a eclipsar al sermón, muchas congregaciones
evangélicas contemporáneas están cayendo en la misma trampa, pero sin el
sacramento. Martín Lutero, a denunciar la priorización de la misa en desmedro del
sermón, pronunció palabras que se aplican quizá aun más a muchos cultos
protestantes hoy:

Ahora para corregir este abuso, lo primero es saber que la comunidad cristiana
nunca debe reunirse, sin que ahí la misma palabra de Dios sea predicada y que se
hagan oraciones... Por eso, donde no se predica la palabra de Dios, sería mucho
mejor ni cantar ni leer ni aun reunirse... Sería mejor omitir todo lo demás, menos la
palabra., porque no hay nada mejor que dedicarnos a ella.

La predicación como voz profética: Si la predicación es palabra viva de Dios, lo


cuál es la esencia de la profecía, entonces la predicación debe entenderse como
palabra profética. Jesús mismo, el Verbo encarnado, vino con un marcado
carácter profético (Mt 16:14), y las escrituras tienen un carácter marcadamente
profético, desde el profeta Moisés hasta los profetas hebreos, por lo que la
predicación de Cristo y de las escrituras también debe ser profética.

Se puede decir que en la Biblia los primeros predicadores, y no sólo maestros de


la ley, fueron los profetas en Israel. Aunque hoy tenemos sus profecías en forma
escrita, originalmente ellos pronunciaron sus incendiarios discursos en plaza
pública. Y hoy, si nuestra predicación es palabra de Dios, como hemos afirmado,
entonces toda predicación debe tener algo de carácter profético. Eso es la falta
más común y más seria en la mayor parte de la predicación; de hecho, a menudo
la predicación en muchas iglesias es anti-profética y alienante. Tal predicación es
infiel a la vocación con que Dios nos ha llamado.

La palabra "profecía" es uno de los términos bíblicos que peor se entienden. Se


suele entenderla como esencialmente predicción del futuro, como revelación
sobrenatural de información secreta, o como una palabra divinamente autorizada
que nadie debe cuestionar. ¡Todo equivocado! El vaticinio de eventos futuros
constituye una mínima parte del mensaje profético. El profeta no lo era por
predecir, ni dejaba de serlo si no predecía. En segundo lugar, el AT prohíbe y
condena la adivinación, a lo que corresponde un gran porcentaje de supuestas
"palabras proféticas" hoy. Y lejos de otorgarles a los profetas una autoridad
incuestionable, casi divina, Pablo dos veces exhorta a los fieles a examinar las
profecías con discernimiento crítico (1 Tes 5:21; 1 Cor 14:29).

Un aspecto del significado del día de Pentecostés, pocas veces reconocido, es


que aquel día marcó para siempre la naturaleza carismática y profética de toda la
iglesia, sin distingo de género, edad o condición social (Hch 2:17-18). Eso significa
un llamado profético especialmente para los y las líderes de la iglesia y una
responsabilidad ante Dios y la historia de no traicionar esa vocación. Una iglesia
que no encuentra su voz profética, sobre todo en momentos de crisis histórica, es
simplemente una iglesia infiel.

La palabra viva de Dios exige obediencia en medio del pueblo y de la historia. Una
predicación que semana tras semana no conlleva exigencia profética, y no tiene
cómo obedecerse en todas las esferas de la vida, de seguro no es Palabra de
Dios. Se dedica a ofrecer un menú variado de productos de consumo religioso
pero no nos llama a tomar la cruz y seguir al Crucificado en discipulado radical (Mt
16:24).

Nuestros tiempos nos han traído, junto con infinidad de voces anti-proféticas, otras
voces que valientemente proclamaron las buenas nuevas del Reino de Dios y su
justicia, del Shalom de Dios y del gran Jubileo con su programa profético de
igualdad. Los tres más destacados -- Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King y
Oscar Arnulfo Romero -- sellaron su testimonio con su sangre. Dios nos los envió,
en el más auténtico linaje de los grandes profetas de los tiempos bíblicos.

Que Dios nos ayude a aprender de ellos y seguir su ejemplo.

Tomado de: http://juanstam.com/dnn/Blogs/tabid/110/EntryID/154/Default.aspx

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