Ojos Que No Ven
Ojos Que No Ven
Ojos Que No Ven
Corrección
Héctor González
Diseño de portada
Greicy Letelier
Diagramación
Fabiola Emperatriz Arneaud
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como la palma de su mano. ¿En qué lugar de la palma estará
el patio interior? Camina por diversos corredores que a veces
le parecen el mismo. Unas puertas de vidrios empañados le
indican que ha llegado a destino.
Le inquietan la soledad y el silencio del patio. «Paz de
cementerio», murmura y decide que es una frase poco feliz.
Comienza a bordearlo, buscando la improbable mancha de
sangre. Intenta recuperar el alboroto de aquella tarde, pero es
imposible. Si bien no logra componer el escándalo que tuvo
que haber provocado el hallazgo de un chico muerto, com-
pone al chico, tal como lo mostraba la foto. ¿Quién le habrá
cerrado los ojos?
—¿Qué busca?
La voz suena solemne, ampliada por un extraño eco. Le
sorprende que las cuatro paredes que rodean al patio puedan
provocar esa acústica. Mira a su alrededor, y no ve a nadie. No
es ni sitio ni hora para pensar en fantasmas. Estos habitan
castillos góticos y hacen su ronda minutos antes de la media-
noche. Benavides se encuentra en un patio solitario, y son las
tres de la tarde.
—¿Qué busca? —repite la voz.
Benavides gira ciento ochenta grados y alza la vista. En una
ventana del primer piso ve a un hombre a mitad de camino
entre la gordura y la corpulencia, parece estar cerca de los cin-
cuenta años, deportivamente cuidados, cara limpia y fresca, sin
rasgos de barba, y pronunciadas entradas en el pelo que muy
pronto se convertirán en calvicie.
—Nada —dice Benavides—. Curioseo.
—El patio no está habilitado.
Benavides afirma con un ligero movimiento de cabeza y
señala las baldosas.
—Fue aquí, ¿no?
—¿Fue qué?
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—Lo de ese chico.
—¿Usted es socio?
Por fin la pregunta que había esperado desde el principio.
—No —dice Benavides y baja la cabeza como quien se
arrepiente de un pecado.
—¿Qué hace aquí? —pregunta el hombre.
—Curioseo —repite Benavides, sin levantar la cabeza.
—Espere, no se vaya —ordena el hombre.
Benavides obedece. Ahora el hombre de la ventana se ha
convertido en el hombre de la puerta: ahí está, en la de en-
trada al patio. Es bastante más alto que Benavides y mucho
más corpulento.
—¿Qué busca? —pregunta.
—Soy periodista —dice Benavides—, vengo por lo del chico.
—¿Otra vez con eso? Pasó hace más de cuatro años.
—Tres.
—Bueno, tres.
—Y aún no está resuelto.
—¿Qué es lo que hay que resolver?
—Si fue asesinato, suicidio o accidente —dice Benavides y
siente como si estuviera pidiendo una nota de sesenta líneas.
—Fue un accidente —dice el hombre corpulento—, usted
es periodista, pero no lee los diarios.
—Los leo. ¿Usted cree que fue un accidente?
—Yo no creo nada. No me pagan para creer.
Por su jogging azul, el hombre corpulento tiene aspecto de
ser profesor de algo; no de esgrima, por cierto, tampoco de
natación. Benavides está punto de preguntarle, pero el hombre
corpulento se adelanta.
—¿Qué busca? —pregunta.
—Ya le dije —dice Benavides—. Escribí una nota acerca
de ese chico, acerca de la muerte de ese chico, y vine al lugar
de los hechos.
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—El lugar de los hechos —sonríe el hombre corpulento.
—Sucedió aquí —dice Benavides.
—No era socio —dice el hombre corpulento, como si esa
circunstancia mitigara en algo su muerte.
—Sin embargo, venía a menudo.
—Venía con el colegio. Un par de veces por semana. Usa-
ban las instalaciones.
—¿Usted estaba?
—Siempre estoy.
—¿Cómo fue?
—Insisto en que usted no lee los diarios. Si es periodista lo
sabrá mejor que nadie: salió en todos los diarios.
—Sí, sí. Pero para usted, ¿cómo fue para usted?
—Como salió en los diarios.
—La madre del chico dice que lo mataron.
—Pregúnteselo a la madre.
—¿Ella estaba?
Aunque la paciencia del hombre corpulento parece a pun-
to de agotarse, niega con pacíficos movimientos de cabeza.
—¿Por qué dice que fue un crimen? —pregunta Benavides.
—Pregúnteselo a ella.
Raúl Benavides comprende que el diálogo llega a su fin y
aún no ha averiguado nada. Ni siquiera quién es ese hombre
corpulento. Aventura una última pregunta.
—¿Cómo se llama?
—¿Tampoco sabe eso?
—Usted. ¿Cómo se llama usted? —dice y se dispone a
recibir la respuesta o un golpe en la nariz.
—Fagot. Leandro Fagot, y no admito bromas —dice el
hombre corpulento.
—¿Y es profesor de qué?
—De nada —dice Leandro Fagot—. Cuido. Soy el inten-
dente. Vivo en el Club.
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—Usted me puede ayudar, Fagot —dice Benavides—.
Necesito datos para la nota. Cuénteme cómo fue, cómo lo
vio usted, ¿qué tiene para decirme?
—Que no se meta en líos, joven —dice Fagot y apoya su
mano derecha sobre el hombro izquierdo de Benavides—.
No vale la pena meterse en líos.
—¿Usted tiene otra versión? —arriesga Benavides.
Leandro Fagot sonríe, pone su brazo derecho sobre los
hombros de Benavides y cariñosamente lo va llevando hasta
la salida. Parecen padre e hijo. Un padre vigoroso junto a su
hijo enclenque, explicándole las ventajas de practicar depor-
tes. Cuando llegan a la puerta le palmea el hombro.
—Escriba cualquier cosa —dice—. A la gente le gusta que
le inventen historias.
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3. Las reglas del juego
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El lector común, su opinión, no es un tema que inquiete a
Benavides. Tampoco le inquieta a Di Salvo, aunque, en rigor
de verdad, a Di Salvo no le inquieta ningún tipo de lector.
—Me conmovés —dice—, aunque no sé si me conmueve
tu inocencia o tu estupidez, que a veces son sinónimos.
Benavides arma una sonrisa complaciente. No tiene ganas
de discutir. Desde hace un buen rato está pensando en Fagot.
Pone un ejemplar de Impacto en un sobre y le avisa a Di Salvo
que volverá en un rato.
—En menos de una hora —dice y se marcha sin esperar
respuesta.
En la calle duda: ¿hasta qué punto quiere encontrarse con
Fagot? Camina unos pasos y se detiene frente a una vidriera
de artefactos para el hogar. No necesita nada de lo que ahí
exhiben; sin embargo, para cualquiera que lo viese podría ser
alguien interesado por esa tostadora o por aquel secador de
pelo. Una falsa presunción. Benavides no está interesado ni
en la tostadora ni en el secador de pelo ni en ninguno de los
artefactos que exhibe la vidriera, no ve nada de lo que ahí se
muestra. Desde hace un buen rato se ha preguntado algo y
aún no pudo articular una respuesta. Tal vez por eso ahora
camina nuevamente hacia la redacción. No obstante, cuando
está a menos de diez metros de la entrada, se detiene y le
hace seña a un taxi. Sube, se deja caer, literalmente, sobre el
asiento e indica la dirección del Club. Llegan en menos de
quince minutos.
En ningún momento del viaje, ni ahora mismo frente al
mostrador de informaciones, Benavides contempló la posi-
bilidad de que Leandro Fagot no estuviera. Está. No bien
pregunta, la mujer de informaciones asiente con un ligero
movimiento de cabeza, levanta el auricular del teléfono y le
anuncia a Fagot que alguien lo espera en el hall. Benavides
agradece y se dirige hacia uno de los enormes sillones de cue-
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ro. No llega a sentarse. Desde el fondo del pasillo ve venir a
Fagot. Camina a paso lento. Usa un jogging marrón. Bena-
vides cree recordar que la vez anterior había sido azul. Acaso
esa es la única ropa de Fagot: un ropero con joggings y zapa-
tillas de diferentes colores.
—Usted —dice en un tono que va de la sorpresa al fasti-
dio.
Benavides decide que el tono es de sorpresa y le tiende la
mano.
—Le traje algo —dice.
Fagot abre el sobre y saca la revista. Ahora no hay ni sor-
presa ni fastidio; simplemente indiferencia.
—Página diez —dice Benavides.
Fagot ignora esa indicación. Lentamente, pasa página a
página hasta que por fin se detiene en la foto de Juan Ignacio
Aráoz. Lee la nota en menos tiempo del que Benavides ima-
ginara. Sin levantar la vista, Fagot dice:
—Está bien, es emotiva.
—¿Quién le cerró los ojos? —pregunta Benavides.
—Los tenía cerrados.
—Entonces no fue un accidente.
—Tenía los ojos cerrados —repite Fagot y le devuelve la
revista.
—Es suya —dice Benavides—. Supongo que ante una
caída así uno abre los ojos, por la desesperación, digo.
—No sé —dice Fagot—, nunca me caí así.
—¿Cómo fue?
—No tengo idea.
—Está caratulado «Muerte por accidente» —informa
Benavides.
—Si usted lo dice.
—Por lo que bien pudo haber sido un asesinato —insiste
Benavides.
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—¿Le gustan las novelas policiales? —pregunta Fagot.
—No son mi pasión —dice Benavides—. Leí algunas.
—¿Entonces por qué se mete en esto?
—Por curiosidad —dice—. O por afán de justicia.
Lo ha dicho con gesto de periodista de los años 40, pelí-
cula en blanco y negro, clase B.
Leandro Fagot sonríe.
—Usted me cae bien —dice y lo toma de un brazo—.
Venga.
Lo lleva por el largo pasillo, van en silencio. Fagot solo
mueve los labios para responder algún que otro saludo de
gente que viene en sentido contrario. De pronto Benavides
siente miedo. ¿Qué está haciendo con ese hombre en ese
Club? Tiene ganas de echarse a correr. Tal vez, para darse
fuerza, decide que es ridículo pensar esas cosas.
—¿Hace mucho que trabaja aquí? —pregunta.
—Años —dice Fagot—. Acá estaremos cómodos.
Entran en un cuarto. No es necesario encender la luz. Des-
de el amplio ventanal el sol alumbra hasta el último rincón.
No se puede decir que hay mucho para alumbrar: un armario
de madera opaca, una larga banqueta apoyada contra la pared
y una mesa ovalada son los únicos muebles. Las paredes están
cubiertas por banderines, clavados con chinches; muchos se
ven desteñidos, obra del sol o del tiempo. Polvo y mal olor.
Sin duda, el personal de limpieza ignora esa parte del Club.
—Siéntese —dice Fagot y señala la banqueta.
Benavides obedece en silencio. Fagot se apoya en la mesa.
—¿Por qué se mete en esto? —pregunta.
Visto desde la banqueta, Fagot parece más grande. Un
crecimiento desmesurado, amenazador. Benavides otra vez
siente miedo.
—Ya se lo dije. Por curiosidad —dice e intenta ponerse
de pie.
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Fagot se lo impide con un simple gesto, después se aca-
ricia las manos, como quien se dispone a decir un discurso.
Benavides clava la vista en un banderín que tiene un extraño
anagrama.
—¿Solo por curiosidad? —pregunta Fagot.
Benavides, sin dejar de mirar el banderín, afirma movien-
do apenas la cabeza. Parece un chico sorprendido en una tra-
vesura.
—¿Adónde puedo llamarlo? —pregunta Fagot.
Benavides quita los ojos del banderín y busca una lapicera
en su saco.
—A la revista —dice—, a la redacción de la revista. O
mejor a casa.
Anota un par de números de teléfonos en un trozo de pa-
pel y se lo alcanza.
—No importa la hora —completa—. A cualquier hora.
Fagot mira por un rato la tapa de Impacto. A Benavides ese
rato le parece larguísimo.
—¿Todo lo que sabe es lo que puso aquí? —pregunta Fa-
got.
—Es todo lo que sé —dice Benavides—, por eso se me
ocurrió…
—Si llego a saber algo le aviso —lo interrumpe Fagot y
con un gesto invita a que se pare.
Benavides obedece, quiere irse cuanto antes de esa habi-
tación. Una vez en el pasillo se siente más tranquilo. Ahora
caminan hacia el hall de entrada.
—Usted ya sabe por dónde se sale —dice Fagot.
Benavides asiente en silencio y le tiende la mano.
—Espero su llamada —dice.
—Si llego a saber algo —promete Fagot y se marcha.
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4. La cena
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ción íntima y cercana; el compañerismo, no. En la escuela
primaria ya se advierte esa diferencia: todos los chicos que
están en el aula son compañeros, pero no todos son amigos.
Raúl Benavides cursó sus primeros estudios en un colegio
de Lobos, ahí había nacido y ahí vivió hasta 1982. Eugenio
Iglesias cursó sus primeros estudios en una escuela de la Ca-
pital Federal. Aunque había nacido en Córdoba, se conside-
raba porteño, ni siquiera conservaba el acento que caracteriza
a los cordobeses. Era natural que no lo conservara, sus padres
se habían mudado de Huerta Grande al barrio de Almagro
cuando Eugenio Iglesias solo tenía tres años. Antes de cum-
plir los diez, como consecuencia de las bromas que provocaba
su apellido y tal vez por un incipiente agnosticismo, prefirió
que lo llamaran por su nombre. Decisión que respetaremos a
partir de este momento.
Catorce años más tarde, como consecuencia de un hecho
fortuito que no vale la pena relatar, Benavides y Eugenio se
vieron por primera vez y casi de inmediato se hicieron amigos.
No comparten el mismo ideal político; en realidad, a ningu-
no de los dos les preocupa mayormente la política. Tampoco
comparten el mismo oficio: uno es creativo en una agencia de
publicidad, el otro redactor en una de esas revistas llamadas
«del corazón». Tampoco comparten el mismo Club de fútbol:
Benavides casi con indiferencia prefiere a Vélez Sarfield; Eu-
genio, con mayor pasión, a River Plate. Aquel primer encuen-
tro se produjo cuando Raúl Benavides llevaba solo dos meses
viviendo en la Capital. Desde entonces hasta esta mañana en
que Benavides salta de la cama con el propósito de llamar a
Eugenio han pasado tres años, tiempo suficiente para conso-
lidar una amistad.
Benavides marca el número y espera a que su amigo
atienda. Cuando está a punto de perder la paciencia, oye la
voz de Eugenio.
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—Supuse que eras vos —dice.
—¿Pusiste un identificador de llamada o tenés la bola
de cristal?
—Ni lo uno ni lo otro —dice Eugenio—, simple intuición.
—Acerca de eso quería hablarte —dice Benavides.
—¿De la intuición?
—O de algo parecido, pero no es para contarlo por teléfo-
no. Seguramente todavía no comiste.
—Ni pienso comer —se apresura a anunciar Eugenio.
—¿Mal del estómago o ayuno espiritual?
—Mal de estómago y cargado de laburo, una campaña que
me tiene podrido.
—No jodas. En una hora y media, dos horas como máxi-
mo, liquidamos el asunto. Yo te cuento mi problema y vos me
contás el tuyo. Para eso están los amigos.
Ahora se produce un silencio que a Benavides le resulta muy
largo. Está a punto de carraspear, pero Eugenio habla antes.
—Sos un manejador —dice—, en media hora en La Huella.
No es un sitio de maravilla, pero suelen tener buena carne.
Benavides piensa en un bife de chorizo con papas fritas y
dice que sí, que en menos de media hora estará ahí.
La Huella se encuentra a siete cuadras de su casa. Es una
noche estrellada, aunque algo fresca. Benavides decide ir ca-
minando, tiene tiempo de sobra. Se arrepiente por no haber
llevado un pulóver, pero está a doscientos metros del restau-
rant y le parece absurdo volver a su casa. Habrá que aguantar
el frío. Eugenio aún no llegó. Benavides elige una mesa apar-
tada, pide una botella de Trapiche Cabernet y aunque sabe
qué comerá se entretiene leyendo el menú. El mozo llega con
el vino y detrás del mozo aparece Eugenio. Carga un pulóver
sobre los hombros.
—Fuiste prevenido —dice Benavides y señala el pulóver
de Eugenio.
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—Anunciaron descenso de temperatura —dice Eugenio
mientras se sienta—, pero no me llamaste para hablar del
tiempo.
—No —acepta Benavides y señala la carta—, yo me inclino
por el bife de chorizo. ¿Dos bifes de chorizos con papas fritas?
Eugenio niega con un gesto de desagrado.
—Te dije que andaba mal del estómago.
—Un bife de chorizo con fritas para mí —ordena Benavi-
des—, y un plato de arroz blanco para el caballero.
Eugenio acepta, resignado. El mozo se va.
—Así estaba yo cuando comenzó todo —dice Benavides.
—¿Cómo? —pregunta Eugenio.
—Con el estómago hecho mierda, así estaba.
—Dejate de hacerte el misterioso —pide Eugenio— y ha-
blá de una vez: ¿cuándo empezó qué?
Benavides bebe un trago de vino, coloca la copa de nuevo
en su sitio y ni bien advierte que ha captado la atención de su
amigo, comienza el relato. Le cuenta lo que de algún modo
ya sabemos, que Di Salvo le pidió una nota corta, de relleno,
para cubrir un espacio muerto, un aviso que se había levan-
tado, y para compensar ese espacio nada mejor que recurrir
a la muerte de un chico, vos sabés cómo es el periodismo, y
resulta que él escribió esa nota de relleno que le pidiera Di
Salvo, y la escribí de mala manera, porque tenía el estómago
hecho mierda, como ahora lo tenés vos, y a pesar de esa mala
manera la nota parece que cayó bien. Tal vez porque el chico
muerto cargaba un buen apellido, Aráoz, o tal vez porque to-
davía se discute acerca de esa muerte. Hay quienes dicen que
el pendejo se suicidó, no sé si te acordás, y hay quienes dicen
que lo mataron. Esto lo dice la madre del chico, por lo que
leí; yo no hablé con ella. A la madre la acompaña un abogado
mediático. Suelen aparecer por televisión; del padre no tengo
idea, creo que están separados.
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—Algo me acuerdo —dice Eugenio—, pasó hace unos
años.
—Tres —confirma Benavides.
—¿Te parece que me va a hacer bien? —dice Eugenio y
revuelve con la cuchara el arroz.
—Seguro. Masticá mucho, lentamente —aconseja Bena-
vides mientras corta un trozo de su bife.
—Cien veces, masticar cien veces —dice Eugenio—, co-
mer sano es aburrido: en lugar de saborear, contar. ¿Me hicis-
te salir de casa para hablarme de esa nota?
—Por algunos detalles de esa la nota. Huelo algo pesado.
—Como este arroz —dice Eugenio y aparta el plato—.
Un chico muerto siempre es pesado.
—No es solo eso —dice Benavides—, hay más.
—¿Qué más?
Benavides lleva un trozo de bife a su boca y lo mastica
apenas cinco veces, luego bebe un poco de vino y continúa
con el relato. Dice que fue al Club donde sucedió la desgra-
cia, pero ni bien termina de decirlo, modifica desgracia por
muerte, y, por fin, le cuenta cómo conoció a Fagot, a Leandro
Fagot. Hay que llamarse Fagot.
—Un tipo extraño —completa.
—No quiero romper tu fantasía —dice Eugenio—, pero
para mí no tiene nada de extraño.
—Tendrías que conocerlo —dice Benavides.
—Ni pienso —dice Eugenio—. Fue suficiente con que me
hayas traído a comer este arroz de mierda. Ni fagot ni viola
da gamba ni clavicordio, nada de nada. Es cierto, Fagot es un
apellido que se las trae. ¿Qué edad dijiste que tenía?
—No lo dije, pero creo que estará cerca de los cincuenta.
Eugenio inclina el pulgar derecho hacia el piso: César
condenando al gladiador.
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—¡Qué lástima! —dice—. No me sirve.
Ahora es Benavides quien no entiende.
—No entiendo —dice—, qué tiene que ver la edad de Fa-
got con Juan Ignacio.
—¿Juan Ignacio? —pregunta Eugenio.
—Aráoz, Juan Ignacio Aráoz se llamaba el chico que apa-
reció muerto. ¿Qué tiene que ver con la edad de Fagot?
Eugenio sonríe.
—Nada, no tiene nada que ver. Para mí ese chico ya fue,
pertenece a los rollos en los que te solés meter, rollos que son
puramente tuyos. Pensaba en Fagot por la campaña.
—¿La campaña?
—Sí, cuando me llamaste te dije que estaba cargado de
trabajo, pero vos no solés prestar atención: estamos diseñan-
do una campaña para una AFJP, necesitamos viejitos cerca-
nos a los setenta años. Tenemos que mostrarlos felices porque
acaban de jubilarse y con lo que perciban de la AFJP van a
poder realizar ese viaje alrededor del mundo que tanto habían
postergado.
—Pero eso es mentira —dice Benavides.
—A mí no me pagan por decir verdades —dice Euge-
nio—. Eso lo dejo en tus manos, sagaz periodista de una re-
vista comprometida con su tiempo.
Benavides sabe que será una discusión inútil. Le acaban de
traer el café y no quiere que se enfríe.
—No —dice—, a Fagot le falta bastante para jubilarse,
todavía le queda mucho trecho por andar.
Y eso, tal vez, es lo único verdaderamente cierto de todo lo
que se habló esta noche.
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5. Miss Simpatía
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Santángelo es el dueño de la editorial. La recibió por he-
rencia, del mismo modo que los auténticos estancieros que
él secretamente admira recibieron sus tierras. Los padres de
Santángelo supieron tener una modesta imprenta en Nueva
Pompeya. Allí comenzaron a imprimir folletos que publici-
taban los negocios del barrio; luego se atrevieron con una
voluntariosa revista, también barrial. Algunas buenas inver-
siones hicieron crecer el negocio y lo que fuera una pequeña
imprenta se convirtió en una empresa editorial de la que Joa-
quín Santángelo es amo y señor. Poco antes o poco después de
tomar el mando, comenzó a circular el mote de Muñeco. Hay
quienes aseguran que se debe a la piel de Santángelo, tersa y
desmedidamente blanca. Otros sostienen que se refiere a su
cara, inexpresiva y tosca, como la de esos muñecos fabricados
en China. José Santángelo no cuestionó su mote, lo adoptó
de inmediato. No le desagrada que le digan El Muñeco San-
tángelo. Ahora el Muñeco recibe a sus súbditos en el interior
de un despacho solemne, detrás de un inmenso escritorio
de laca. En el ángulo derecho del escritorio descansan tres
teléfonos, dos minúsculos celulares y un intercomunicador
que enlaza a Santángelo con los jefes de las distintas áreas;
en el centro, carpetas y papeles distribuidos con alarmante
prolijidad; en el ángulo izquierdo, una lámpara de moderní-
simo diseño. Todo parece estar dispuesto para la foto. Junto
a Santángelo se distingue una PC de última generación. Un
cuadro de Le Parc y otro de Berni, ambos auténticos, cuelgan
de la pared izquierda. Más que verlos hay que imaginarlos:
están envueltos en brumas como consecuencia del sistema
de luces, planificadas por algún anarquista de la iluminación.
Una enorme foto del primer local, de cuando solo eran prós-
peros imprenteros, domina la pared opuesta. Conservan ese
modesto edificio con la certeza de que algún día va a ser el
museo de la Fundación Santángelo.
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—No te podés quejar —dice Di Salvo—, escribiste una
nota de dos páginas y estás a punto de convertirte en un pe-
riodista-estrella. Quiere que hagas una seguidilla de artículos.
Andá pensando en cinco o más, todos al borde de la ambi-
güedad.
Raúl Benavides imagina la foto de su cara, junto a su fir-
ma. En Impacto muy pocos gozan de ese privilegio.
—¿Con foto? —pregunta.
—Con fotos —pluraliza Di Salvo—, aunque no creo que
tengamos muchas.
—Con foto mía —dice Benavides.
—Sí, también con foto tuya. Poné gesto serio, de perio-
dista de investigación, el resto dejalo en manos del fotógrafo.
¿Cuál es el gesto serio, de periodista de investigación?
Benavides acaba de componer un gesto que se parece muchí-
simo al de cierto periodista que suele ver por TV. Di Salvo no
conoce ese programa o tal vez no capta el gesto, porque solo
señala que en la primera nota será necesario hablar del chico,
un perfil de Juan Ignacio Aráoz ofrecido por aquellos que lo
conocieron.
—Podemos entrevistar a sus amigos, a sus profesores, a sus
padres —dice Benavides.
—Están separados —dice Di Salvo—. El padre, por lo
que sé, anda en la onda new age; pero perfil bajo. La madre,
todo lo contrario. Es una histérica que utiliza la muerte de su
hijo para buscar fama. Eso al menos es lo que comentan las
malas lenguas. Por ahora trabajá con material de archivo.
Raúl Benavides cumple la orden al pie de la letra. Abre
la nota con una pregunta: ¿se mató o lo mataron? De inme-
diato confiesa que él no tiene respuesta, pero promete que a
partir de ahora comenzará a buscarla y les pide ayuda a los
lectores. Tal vez usted cuenta con alguna información que
permita dilucidar el enigma. Promete mantener el nombre
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del o de los informantes en reserva, y evoca nuevamente a
ese chico, muerto cuando recién comenzaba a vivir (un giro
que está a punto de quitar, pero Di Salvo insiste con que lo
deje), por lo que no basta solo con llorarlo, se hace necesario,
imprescindible, descubrir quién o quiénes segaron esa vida,
y así continúa, sin desdeñar un solo lugar común. No omite
señalar que conoce muy bien las instalaciones del Club en
donde se había producido el hecho y cierra con la pregunta
de apertura: ¿se mató o lo mataron? En las próximas notas
intentaremos revelar este enigma.
Impacto está en los quioscos el jueves 20.
En la mañana del viernes 21, Raúl Benavides recibe la pri-
mera llamada. Al principio no le dio importancia, cree que se
trata de un chiste de pésimo gusto. Interroga a sus compa-
ñeros, uno por uno, y se convence de que dicen la verdad: la
llamada fue hecha desde la calle, por alguien ajeno a la revista.
—¿Qué te dijo? —pregunta una vez más Di Salvo.
—¿Te lo tengo que repetir? Cortala, me dijo, cortala con
esas notas o sos boleta. ¿Te quedó claro?
—Eso pasaba antes; ahora vivimos en democracia. No te
persigas —dice Di Salvo.
—Sí —dice Benavides—, nunca más. Después del juicio
llegó la obediencia debida y el punto final. Luego Menem los
indultó en nombre de la pacificación nacional. Ellos recono-
cieron su error y tomaron la buena senda: algunos ingresaron
en el Ejército de Salvación, otros en Emaús y hubo quienes
eligieron ser voluntarios de la Cruz Roja. ¡No jodas, Di Salvo!
—Insisto con que se trata de un chiste. No está bien hacer
un chiste con un chico que murió de mala manera —repite
Di Salvo—, pero no deja de ser un chiste.
—O lo mataron.
—Cortala, Raúl, está bien que quieras emocionar a tus
lectores, pero no me vendas el buzón. La teoría del asesinato
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solo la sostienen la madre y ese abogado delirante con el que
aparece por televisión.
—Y los que llamaron por teléfono —dice Benavides—.
A Juan Ignacio Aráoz lo asesinaron. Tengo que hablar con
la madre.
—No te preocupés, antes de que termine el día te va a
llamar —dice Di Salvo.
Y no se equivoca. A la cinco de la tarde Raúl Benavides
recibe la llamada de una mujer que dice ser la madre de Juan
Ignacio Aráoz. Acuerdan encontrase en el Petit Colón una
hora después.
El Petit Colón está recién reciclado. Los mozos usan lar-
gos delantales blancos, estilo fines del siglo xix. El resto del
mobiliario también tiene ese espíritu, aunque cuenta con
apenas seis meses de antigüedad. Raúl Benavides ocupa una
mesa del rincón, pide café y se dispone a esperar. No puede
leer en los bares, tampoco escribir y menos aún pensar. Sim-
plemente mira hacia uno y otro lado, envidiando a los que
leen, escriben o piensan. Los bares han sido inventados para
estar en compañía, y esta buena señora demora su aparición.
Todo había tenido el clima de una conquista telefónica. Cada
uno se describió. Raúl Benavides dijo que él creía recordarla,
que la había visto en algún programa de televisión, y dijo que
colocaría el último número de Impacto sobre la mesa. Habían
convenido a la seis. El flamante reloj con apariencia del siglo
xix que ornamenta una de las paredes marca la seis y veinte.
Benavides mira hacia la puerta principal y, como por arte de
magia, aparece la madre de Juan Ignacio Aráoz.
Personalmente es más fea de lo que da en televisión o
en fotos. Voluminosa de cuerpo, camina con cierta torpeza,
como si además de los zapatos le molestara el resto de la ropa.
Su cara no coincide con su cuerpo: un rostro afilado y peque-
ño, similar al de una rata. Sobre todo la boca, estirada hacia
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adelante y de labios muy finos. Es de piel cetrina y pelo negro.
Benavides se pone de pie antes de que ella llegue a la mesa.
—Raúl Benavides —dice y la invita a sentarse.
—Susana Gonçalves —dice ella, y se sienta.
Los primeros minutos se pierden en las formalidades del
caso. Benavides le pregunta qué quiere tomar. Llama al mozo,
pide dos cafés, y ahora hace un breve comentario acerca de la
costumbre de envejecer a los nuevos bares, ¿se da cuenta? Su-
sana Gonçalves afirma con un ligero movimiento de cabeza y
Raúl Benavides comprende que a ella no le interesa hablar de
decoración de interiores.
—Está escribiendo acerca del asesinato de mi hijo —dice.
—¿Por qué piensa que fue asesinato? —pregunta Benavides.
—¡No lo pienso, lo sé! —afirma Susana Gonçalves y, en
voz más calma, agrega—: Sé quiénes fueron; en su momento
lo voy a revelar. Todavía no es tiempo. Por ahora diga que lo
mataron. Escriba eso, que lo mataron, ya va a llegar el mo-
mento de descubrir la verdad. Va a ser una revelación sensa-
cional.
Parece delirar. Benavides bebe el resto del café.
—Hábleme de su hijo, de Juan Ignacio —pide.
—¿Qué le puedo decir de Nacho? Era la bondad misma.
Inteligente, afectuoso, buen alumno. Tenía todo lo que una
madre espera de un hijo.
—¿Tenía amigos?
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a tener amigos? —dice
Susana Gonçalves, indignada.
Una indignación comprensible: incluso para un periodista
de Impacto esas preguntas rayan en la tontería.
—¿Por qué está tan segura de que lo mataron? —pregunta
Benavides.
—Podría decirle que por intuición de madre, pero es más
que eso: cuento con pruebas.
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—¿Por qué no las muestra?
—Todavía no es tiempo —dice Susana Gonçalves y se
pone de pie—. Por ahora escriba que lo mataron. Estamos
en contacto.
Se va por entre las mesas. Benavides no hace nada por de-
tenerla. Solo la mira alejarse; después clava la vista en el reloj
imitación siglo xix. En los cafés él no puede pensar. Llama al
mozo y paga la cuenta.
39
6. Hable con ella
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conmovida y el héroe se queda con la chica. Susana Gonçal-
ves no está en condiciones de seducir a nadie. Antes de llegar a
la próxima esquina, Benavides decide que no le importa cómo
ha muerto ese chico. Sabe que resolver esa muerte difícilmen-
te lo convertirá en un periodista de película.
Hubo una amenaza telefónica, es cierto, pero bien pudo
haber sido una broma. El enigma de la muerte de Juan Ig-
nacio Aráoz no justificaba tanto alboroto. Los chistes son
frecuentes en Impacto, un modo de combatir el aburrimien-
to. Benavides determina que la llamada ha sido una broma,
ahora solo le queda descubrir cuál de sus compañeros habrá
disimulado la voz del teléfono. Arriesga algunos nombres po-
sibles, pero ese consuelo le dura poco. Antes de llegar a la
quinta cuadra ha resuelto que eso que le han dicho, «cortala
o sos boleta», es tan cierto como lo fuera en épocas recientes.
Para un taxi y le da la dirección del Club.
Pregunta por Leandro Fagot. Lo llaman por el interfono.
Unos minutos después se abre una puerta disimulada en mi-
tad del largo pasillo. Fagot aparece en el marco de esa puerta.
Lleva puesto un jogging marrón. Cierra la puerta con cuida-
do y camina en dirección a Benavides.
—¿Podemos hablar? —pregunta Benavides.
Fagot aprueba con un movimiento de cabeza.
—¿Acá? —pregunta Benavides.
Fagot hace un gesto para que lo siga. Van al cuarto de los
banderines. «El sitio de las confesiones», le dirá Raúl Benavi-
des a Eugenio algunos días después.
—Estuve con la madre del chico —le dice ahora a Fagot.
Fagot hace un ademán de desprecio.
—¿Qué le pasa? —pregunta Benavides.
—A mí nada, ¿qué le pasa a usted?
—Estuve con la madre de Juan Ignacio.
—Eso ya me lo dijo.
41
Raúl Benavides comprende que no tiene muy en claro
para qué o por qué está en ese Club, con Fagot.
—Me amenazaron —murmura.
—Le dije que no se metiera en esto.
—Ya estoy metido —dice Benavides, con un gesto heroico
ajeno a él—. Solo pensaba hacer unas notas —agrega, con
humildad.
—Es historia pasada. No vale la pena insistir, poco impor-
ta lo que usted escriba. Juan Ignacio Aráoz no va a resucitar.
Es la primera vez que Fagot llama a Juan Ignacio Aráoz
por su nombre y apellido. Hasta ese momento siempre había
dicho «ese chico».
—Pero podemos descubrir al culpable de su muerte —dice
Benavides.
—¿Culpable? ¿Por qué tiene que haber un culpable? ¿Se-
guro que a usted no le gustan las novelas policiales?
—Ya le dije que no.
—¿Y las películas?
—Tampoco. ¿Piensa que hay más de un culpable?
—¡Déjese de joder! ¿De dónde saca eso?
—Usted duda de que haya solo un culpable; eso significa
que puede haber más de uno.
Leandro Fagot habla pausadamente, con la infinita pa-
ciencia de un maestro de yoga.
—No dije que había más de un culpable. Dije que no tenía
por qué haber culpables.
—Bien, bien —acepta Benavides—, ¿y entonces por qué
me amenazaron por teléfono?
—Qué se yo. ¿Por qué tengo que saberlo?
—Hasta que comencé a escribir acerca de ese chico yo no
tenía enemigos —dice Benavides.
—Dichoso de usted —dice Fagot.
—Y ahora me gustaría saber por qué los tengo.
42
—Usted lo dijo: porque comenzó a escribir acerca de ese
chico.
—Entonces no murió por accidente —dice Benavides—.
Necesito su ayuda.
—¿Mi ayuda? —pregunta Fagot y parece de verdad sor-
prendido.
—Hábleme de ese chico. Hábleme de Juan Ignacio Aráoz.
Ahora también Benavides le da nombre y apellido, ¿un
modo de romper las defensas de Fagot?
—¿Qué puedo decirle? Buen deportista, algo bochinche-
ro, como cualquier pendejo de su edad. Venía con el grupo
escolar. El colegio de esos chicos no tiene gimnasio, el Club
le prestaba el gimnasio y la pileta, así de simple. Después del
accidente se acabó ese convenio, creo que buscaron otras ins-
talaciones. ¿Por qué no habla con la profesora?
—¿Tenía una profesora? ¿De natación o de gimnasia?
—De literatura. Más de una vez lo vino a buscar después
de las prácticas.
Benavides imagina un romance imposible.
—¿Cómo la encuentro? —pregunta.
—Grimaldi —dice Fagot—. Sé que se llama Paula Gri-
maldi. Búsquela en la guía o pregunte en el colegio. No es tan
difícil.
Otra mujer entra en escena. Benavides sospecha que será
tan desagradable como Susana Gonçalves. Las profesoras,
sobre todo las de literatura, suelen acumular años y aburri-
miento. También suelen ser muy charlatanas. Se propuso en-
contrarla.
43
7. La fortaleza escondida
44
—No compares, por favor —dice Eugenio y señala hacia
la plaza—. Ahí tenés material para una nota.
—No comparo —dice Benavides y mira hacia donde Eu-
genio señalara—. No creo que a Santángelo le interese la car-
pa de los docentes.
—En cuanto la visiten un par de famosos manda fotó-
grafos y ya te veo a vos haciendo la nota —dice Eugenio y
enciende un cigarrillo.
—La Grimaldi era una de las profesoras de Aráoz —re-
cuerda Benavides.
—Buscala en la carpa —dice Eugenio—, tal vez está ahí.
Benavides sonríe, como si esa fuese una posibilidad a tener
en cuenta: entrar a la carpa y preguntar por Paula Grimaldi.
—No —dice—, no es necesario. Tengo que verla esta tarde.
A las seis en punto Benavides está en la puerta de un edifi-
cio de departamentos, frente al Botánico. Acaba de apretar el
timbre del segundo piso A y ahora repite su nombre, la boca
casi pegada al portero eléctrico. Una voz femenina pregunta
si está abierto. Benavides empuja la puerta con su cuerpo y
dice que sí, que está abierto.
Camina por el pasillo en busca del ascensor. Las paredes se
ven sucias y un desagradable olor a grasa recalentada invade el
ambiente. Mira el reloj, hay gente que prefiere cocinar tempra-
no. Se oye el llanto de un chico, puertas que se golpean y una
mujer que grita: «me tenés podrida, ya vas a ver cuando llegue
tu padre». Vida de hogar, piensa Benavides, y entra en el ascen-
sor. Llega al segundo piso y toca el timbre del departamento A.
Paula Grimaldi abre la puerta de inmediato, lo invita a
pasar y señala uno de los sillones del living. Ella se ubica en
el sillón de enfrente. El departamento desentona con el resto
del edificio. Está ordenado con excesiva prolijidad: a simple
vista no se distingue una sola mancha. También la profesora
es diametralmente opuesta a lo que Benavides había imagi-
45
nado. Casi un metro setenta de altura, de cuerpo delgado pero
con buenas formas. Tiene el pelo muy negro, lacio y largo, y
una cara agradable en la que destacan los ojos, excesivamente
oscuros, y los labios, tal vez demasiados finos. Es una mujer
atractiva, que aún no ha llegado a los treinta años.
—¿Cómo me encontró? —pregunta.
—Por la guía —dice Benavides.
—Arduo trabajo, abundan los Grimaldi.
—Sabía que vivía por el Botánico, me lo dijeron en la escuela.
Parece quedar satisfecha con esa explicación, por lo que no
se hace preciso confesarle que fue un trabajo duro; que des-
pués de mucho insistir, la rectora del colegio había concedido
decirle que la profesora Grimaldi vivía por la zona del Jardín
Botánico, pero no hubo modo de sacarle dirección o telé-
fono. «Tenemos prohibido dar datos de nuestros docentes»,
había afirmado con imperturbable acento administrativo.
Raúl Benavides llamó a cuanto Grimaldi vivía por el Botá-
nico; cuando estaba por reconocer su derrota, una agradable
voz femenina dijo que sí, que ella era la profesora Grimaldi,
que para qué la buscaba. Benavides le habló de Juan Ignacio
Aráoz y de una serie de notas que pensaba hacer en torno
a ese chico, que, por lo que sé, fue alumno suyo. Paula Gri-
maldi había confirmado con un corto gruñido y Benavides
creyó conveniente no decirle para qué revista serían las notas.
Grimaldi tuvo la gentileza de no preguntárselo y él tendría
oportunidad de mostrarle la revista una vez que se encontra-
ran personalmente.
—Se trata de Impacto —dice ahora Benavides y le entrega
un ejemplar.
—La conozco, aunque nunca la leí —dice Paula Grimal-
di—. No suelo leer revistas que cuentan chismes y muestran
casas de ricos y famosos.
Benavides se siente ligeramente ofendido.
46
—En ese número está la segunda nota que escribí acerca
de Juan Ignacio —dice.
La profesora, con gesto docente, hojea Impacto. Se detiene
frente a una amplia foto de Aráoz, con un título catástrofe.
—¿Esta? —pregunta.
—Sí, ahí no hay ni chismes ni escándalos.
—El título tiende a lo escandaloso —dice Paula Grimaldi
sin dejar de mirar la foto.
—No soy yo quien elige los títulos —aclara Benavides y
comprende que será inútil discutir acerca de los modos del
periodismo. Decide ir al grano—: Cuénteme de Juan Ignacio.
¿Cómo era?
—Inteligente. Un chico inteligente.
—Qué cosas hacía, dónde y por qué las hacía…
Descubre que está enunciando las preguntas básicas del
periodismo y se calla. La profesora Grimaldi desconoce esas
preguntas, porque sin inmutarse repite:
—Era un chico muy inteligente.
—Pero murió de una forma estúpida.
Paula Grimaldi lo mira de mala manera. Juega con un ani-
llo de su mano derecha. Puede ser un gesto natural, incons-
ciente, o puede ser una manera de hacer tiempo, un modo de
prepararse para decirle a Benavides que no tienen más que
hablar, que se vaya de allí. Benavides se prepara para lo peor:
ir a esa casa fue una pérdida de tiempo.
—Hay quienes aseguran que lo mataron —dice Grimaldi
y Benavides recupera la esperanza.
—Eso solo lo dice la madre. ¿Usted qué piensa?
—Nunca me cayó bien.
—Recién dijo que era un chico inteligente.
—No estoy hablando de Juan Ignacio. Estoy hablando de
la madre —dice Grimaldi y se pone de pie—. Es la hora del
té. Vuelvo en un minuto.
47
Benavides queda solo en el living. Lo recorre con la vista.
Todo se encuentra armoniosamente ubicado, demasiado ar-
moniosamente. La mano femenina, piensa y se siente muy
hombre al recordar su departamento. Hasta ahora apenas
sabe dos cosas: que la profesora vive sola (el anillo con el que
un rato antes había jugado no era de compromiso) y que Juan
Ignacio Aráoz era un chico muy inteligente. No se puede de-
cir que esta visita esté arrojando una cosecha fructífera.
Paula Grimaldi aparece en la puerta de la cocina. Sostie-
ne una bandeja. Sobre la bandeja hay dos tazas, una tetera
humeante y una generosa porción de torta. Benavides se dis-
pone a ponerse de pie, con el propósito de ayudarla. Paula
dice que no es necesario y apoya la bandeja sobre una mesa
ratona. Sirve una taza, le pregunta si azúcar o sacarina y se
dispone a cortar la torta. Comerla puede ser un problema
para Benavides. Imagina que desparramará miguitas: un caos
en el santuario de la prolijidad. Con un gentil movimiento de
manos rechaza el plato que ahora le ofrece la profesora.
—¿Por qué no le cae bien la madre de Juan Ignacio? —
pregunta Benavides.
Paula Grimaldi bebe un sorbo de té. Antes de llevárselo a
la boca, dice:
—No sé, cuestión de piel. Estoy segura de que no lo que-
ría. Él al menos no la quería.
—¿No la quería? —pregunta Benavides, sorprendido—.
¿Cómo sabe que no la quería?
—Por cosas que contaba. No puede decirse que estuviera
orgulloso de su madre. Es una mujer muy elemental. Yo hablé
con ella un par de veces, por cuestiones del colegio, y desde
el primer momento me pareció vanidosa. Se jactaba de que
su apellido era de noble estirpe portuguesa y pavadas por el
estilo. ¿Benavides también es portugués?
48
—Sí, aunque no de noble estirpe —dice Benavides—. ¿Y
el padre? Aráoz suena a apellido patricio.
—Creo que era un buen hombre. Estaban separados. Juan
Ignacio casi no hablaba del padre.
—¿Por qué dice que era un chico inteligente?
—Fui su profesora, estaba entre los primeros del curso,
nueve era su promedio habitual. Por lo que sé, mantenía ese
promedio en las otras materias.
Benavides piensa en un atormentado romance entre la
profesora y el alumno, pero corrige de inmediato: decide que
Juan Ignacio bien podría haber sido el hijo que ella no había
podido tener. Paula Grimaldi no llega a los treinta años, está
en condiciones de tener pilas de hijos. Sonríe por las pavadas
que está pensando.
—¿Por qué sonríe? —pregunta Paula Grimaldi.
—Por nada —dice Benavides—. ¿Puedo poner que era un
chico brillante?
—Y diferente —completa Paula Grimaldi—. Un día me
preguntó por Mishima. A la edad en que los chicos leen La
isla del tesoro o las aventuras de Tarzán, él había leído Con-
fesiones de una máscara. Igual que Mishima se preocupaba
muchísimo por su cuerpo. Lo cuidaba hasta el delirio. Hacía
gimnasia y dietas para que no le sobrase un gramo.
—Y se suicidó, como Mishima —dice Benavides.
—Por favor, nada de eso. Admiraba a Mishima pero jamás
pasó por su cabeza la idea del suicidio. Juan Ignacio se cayó
de la terraza —dice Paula Grimaldi, hace una larga pausa y
agrega—: o lo tiraron.
—En eso piensa igual que la madre.
—Sí, pero por distintos motivos.
—¿Por distintos motivos?
—Es largo de explicar.
—Tengo tiempo —dice Benavides.
49
—Hay que ver si yo tengo ganas.
Raúl Benavides está lejos de ser un seductor y Paula Gri-
maldi más lejos aún de ser seducida, pero la profesora de li-
teratura parece tener más información de la que el curioso
periodista había imaginado. Benavides ensaya una sonrisa
que pretende ser seductora y pregunta:
—¿Qué debo hacer para que tenga ganas?
—Saber esperar —dice Paula Grimaldi y señala una pila
de hojas agrupadas sobre la mesa—, me esperan los exáme-
nes, debo corregirlos.
Benavides está a punto de decirle que puede ayudarla, pero
solo dice que no tiene inconveniente en esperarla, ahí mismo.
—Otro día —propone Paula Grimaldi.
Raúl Benavides comprende que no vale la pena insistir.
Asegura que la llamará.
—No te prometo nada —dice Paula Grimaldi.
Lo tuteó. A Benavides le parece un buen indicio.
—Te voy a llamar —repite.
—No te prometo nada —insiste Paula Grimaldi—, pero
podés llamarme cuando quieras.
Otra vez en la calle, Benavides piensa que esa mujer guar-
da más de un secreto.
—¿Qué mujer no los guarda? —dirá Eugenio al día si-
guiente, cuando Benavides le hable de su encuentro con Paula.
50
8. El club de los suicidas
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oscuras amenazas parecen ser cosas del pasado. El presente es
una invitación al programa de TV con más audiencia. Evita
dar saltitos de júbilo, como sucede en las películas cómicas,
pero entiende que debe celebrarlo. Llama a La Posta del Tafí
y pide que le envíen media docena de empanadas de carne
cortada a cuchillo. Destapa una botella de vino. No acaba
de beber la primera copa cuando oye el timbre del portero
eléctrico. Baja, ahí está el chico con un paquete en la mano,
paga y le deja una generosa propina. Otra vez en su departa-
mento, se sirve más vino y enciende el televisor. Busca con el
control remoto y se detiene ante una película que parece ser
de suspenso. Mira la hora: hace menos de diez minutos que
empezó. No se molesta en poner las empanadas en un plato.
Lleva la bandeja de cartón hasta la mesa ratona que tiene
frente al televisor, se quita los zapatos y bebe un largo trago.
La película no es lo que él esperaba, tampoco las empanadas:
apenas come tres. Antes de llegar al último bocado descubre
que bebió el mismo número de copas de vino. Le agrada ese
equilibro, aunque no entiende por qué le agrada. Apaga el
televisor y permanece un buen rato en el sillón, con los ojos
cerrados. Por fin se pone de pie. Vida de hogar, murmura ca-
mino a la cama. Tarda diez minutos en dormirse.
Benavides duerme con las cortinas levantadas. Le gusta que
la luz del nuevo día se filtre por la ventana y que un rayo de sol,
que imagina exclusivo para él, aparezca de pronto sobre la cama:
es su momento bucólico antes de entrar en la ducha. Esta maña-
na, sin embargo, poco tiene de bucólica: amanece nublado, con
amenaza de lluvia. Benavides murmura algo que ni él termina de
entender; con los pies busca las chinelas, que tendrían que estar
ahí cerca, se las calza y con paso lento se dirige hacia el cuarto de
baño. El agua tibia lo termina de despertar. Ahora cubre su cuer-
po con una bata de toalla y se dispone a cumplir con la siguiente
estación: cruza el living, rumbo a la cocina. Por el camino recoge
52
la copa sucia y las tres empanadas que continúan impertérritas
sobre la bandeja de cartón. Piensa qué hacer con ellas, tal vez
recalentarlas para la noche. Decide que su destino es el tacho de
basura y ahí las tira. Prepara café y encuentra dos rodajas de pan
lactal que se pueden tostar. Se alegra de que en la heladera aún
haya leche y manteca. No se puede decir que sea un desayuno
pantagruélico, pero a Benavides le basta. Poco después, el plato, la
taza, la cuchara y el cuchillo acompañan a la copa, que ya estaba
en la pileta. Mira el reloj, aún es temprano. Le sobra tiempo para
fregar todo. Acomoda la vajilla húmeda en el escurridor que está
junto a la pileta y regresa al cuarto de baño. Es el momento de
lavar los dientes y afeitarse. Quince minutos después, cuelga la
bata de toalla y desnudo va en busca de la ropa que usará ese día.
Suele pensar que alguien desde el edificio de enfrenta lo ve. En
el mejor de los casos, imagina que es una mujer quien lo mira,
con la ayuda de un eficaz prismático. Incluso piensa que más de
una vez pudo haberse encontrado con esa mujer, en la calle o en
el supermercado. Piensa que ella lo habrá reconocido, pero, por
supuesto, no se atrevió a confesarle que suele verlo desnudo; no
es correcto que una mujer haga ese tipo de confesiones. Bena-
vides, ya vestido, gira su vista hacia el edificio de enfrente: todas
las ventanas están cerradas. Recuerda que tiene que comunicarse
con la productora de Susana Giménez. Va a discar su número,
pero nuevamente desiste: antes hablará con Di Salvo. Aunque
aún es temprano para ir a la redacción, hacia allí va.
Benavides saluda a la recepcionista. Se llama María Mar-
ta, pero prefiere que la llamen Mumi. Es una mujer esbelta,
de piernas largas y definitivas, de pelo hasta casi la cintura, de
ojos claros y sonrisa ladina. Ni bien la conoció, Benavides
estuvo a punto de invitarla a salir. Di Salvo le aconsejó que se
quitara esa idea de la cabeza. No le gustan los hombres, dijo.
Benavides creyó que se trataba de una broma, pero no, era
rigurosamente cierto.
53
A esta hora de la mañana la redacción de Impacto es un
desierto. Todo parece estar limpio y en orden, solo se ven un
par de computadoras encendidas. Los pocos que madrugaron
parecen respetar el silencio. En una mesa de la izquierda tres
jóvenes hablan en voz baja. Benavides reconoce a dos de ellos,
el tercero no sabe quién es. Tal vez le puedan decir por dónde
anda Di Salvo.
—En la pecera —dice uno de los jóvenes—, seguro que
ahí lo encontrás.
La primera vez que escuchó la palabra pecera, Benavides se
preguntó por qué nombrarían de ese modo al despacho priva-
do del personal jerárquico. Muy pronto comprendió que era el
mote que mejor le cabía. En esos pequeños cubículos de venta-
nas transparentes, se ve a quienes están en su interior pero no
se oye lo que dicen, tal como sucede con las verdaderas peceras.
Di Salvo estará en la suya, y ahí lo encuentra Benavides. Golpea
dos veces el vidrio de la puerta y entra. Di Salvo deja de mirar la
pantalla de su computadora y gira la cabeza, sorprendido.
—¿Qué hacés a esta hora? —dice, de mala gana.
Es necesario advertir que el malestar de Di Salvo no se
debe a la repentina aparición de Benavides. Cualquiera que
hubiese llegado así, de improviso, habría provocado idéntico
mal humor. A Di Salvo le molesta que lo sorprendan fren-
te a la pantalla escribiendo un poema. Se trata de un acto
íntimo, que no quiere compartir con nadie. Incluso, nadie
tendrá posibilidad de leerlo, porque cuando por fin, luego
de numerosas correcciones, considera que su poema está
listo, lleva el cursor hasta el ángulo superior izquierdo de la
pantalla y acciona una tecla. «¿Borrar el resto de la página?»,
pregunta la computadora y, binaria al fin, da dos posibi-
lidades: «No (Sí)». En todos los casos Di Salvo elige Sí.
Experimenta un curioso placer cada vez que pulsa la tecla
S. Numerosos escritores han gozado quemando su propia
54
obra. Di Salvo prefiere enviar sus versos a algún oscuro rin-
cón del disco rígido, sabe que ahí quedarán hasta que otras
palabras los devoren sin remedio.
Benavides ensaya distintas maneras de justificar su pre-
sencia a esa hora y en esa pecera. Interrumpió la soledad del
creador y sabe que Di Salvo no lo perdonará fácilmente. Pero
ha sido Di Salvo quien le preguntó qué hacés a esta hora, por
lo que Benavides decide ser directo, categórico.
—Quieren que vaya al programa de Susana Giménez —dice.
La decisión fue acertada, porque Di Salvo se aparta de la
computadora y repite, en tono de pregunta:
—¿Al programa de Susana Giménez?
—Lo que oíste, quieren que vaya al programa.
—¿Quién quiere?
—No tengo idea. Encontré el mensaje en el contestador
telefónico. Era la productora, creo.
Di Salvo sonríe, compasivo o irónico.
—El precio de la fama —dice—. Impacto comparada con
Hola Susana, te estamos llamando sería algo así como National
Geographic.
—Ganó un Martín Fierro como mejor programa de ani-
mación, de conducción femenina —informa Benavides.
—Veo que te documentaste —dice Di Salvo.
—Cuando ganó el Martín Fierro yo tuve que hacer la
nota, vos la editaste y aquella vez dijiste que el programa te-
nía lo suyo.
—No creas todo lo que digo —dice Di Salvo y gira la vista
hacia la pantalla.
Benavides está a punto de irse, pero Di Salvo habla otra vez.
—¿Qué nuevos datos tenés de ese chico? —pregunta.
—Estuve tomando el té con su profesora de literatura —dice
Benavides—. Es una punta para tener en cuenta.
55
—Olvidate de la literatura —dice Di Salvo—. El Muñeco
Santángelo es ajeno a esa disciplina. Corín Tellado le resulta
una autora hermética.
—No es mi culpa que no sea profesora de matemática o
de geografía. Sabe ciertas cosas de Juan Ignacio, más de las
que me contó.
—¿Qué te contó?
—Parece que era un devoto de Mishima.
—¡No jodas! —dice Di Salvo, gira su cuerpo hacia la com-
putadora, aprieta dos veces una misma tecla y luego mira a
Benavides— ¡Por favor, no jodas!
—Escuchame, en serio que es una buena punta. A partir
del modo en que se mató el japonés y del modo en qué murió
Juan Ignacio se podría tejer una linda historia. Uno y otro se
pusieron en el borde.
—¿Sabés cuántos se tiraron por la ventana en este último
año? —dice Di Salvo—. Te aseguro que ninguno de ellos era
lector de Mishima.
—¿Por qué saltaron?
—Estaban locos o borrachos o drogados –dice Di Sal-
vo—. Qué sé yo, no tengo las estadísticas.
—Drogados —repite Benavides y en ese instante cree re-
solver el enigma— ¿Cómo puede ser que hasta ahora nadie
lo haya visto?
—Dicen que no había nadie, que cuando se tiró no ha-
bía nadie.
—Hablo de otra cosa —dice Benavides— ¿Cómo nadie
vio que la droga estaba detrás de esa muerte? El chico no se
cayó, lo tiraron. Sabía algo y había que silenciarlo.
—Pará, pará, no delires —pide Di Salvo—. Me parece me-
jor la variante Mishima. Yo me ocupo de explicarle al Muñeco
quién fue Mishima, va a gustarle por lo que tuvo de especta-
cular, y porque queda bien que la revista tenga su toque culto.
56
—Te digo que la pista hay que buscarla por el lado de la
droga —insiste Benavides—. En la nota del próximo jueves
deslizaré lo de las amenazas.
—Dejate de joder con las amenazas. Andá con Mishima.
En el archivo tiene que haber buenas fotos. En el cuerpo de
nota contás cómo Juan Ignacio se enloqueció con el japonés, y
hacés un recuadro con la profesora, que revele cosas del chico.
—No le interesa nuestra revista.
—En cuanto le digas que la ponés en una nota, con foto
incluida, va a modificar sus sentimientos —asegura Di Salvo
y otra vez gira su cuerpo hacia la computadora.
—Voy al archivo —dice Benavides—, pero este jueves va
lo de las amenazas.
Di Salvo se alza de hombros. Benavides entiende que es
un gesto de aprobación.
57
9. Nace una estrella
58
En el Estudio Cinco le presentan a los otros invitados:
una mentalista que un mes antes había estado con Sai Baba,
un hombre anciano que se proclama creador de un aparatito
que mide con exactitud los pulsos telefónicos y un músico
capaz de interpretar baladas con la única ayuda de dos lápices
y una cajita de fósforos de madera.
—Por aquí, por aquí —pide la productora.
Raúl Benavides cede el paso a la mentalista y entra en el
set junto al inventor y al músico. En la otra punta distinguen
a Susana Giménez, ella parece no verlos. La productora indi-
ca en qué sitio deben sentarse. Ni bien lo hacen, el encargado
de sonido se ocupa de incorporarle un pequeño micrófono
a cada uno. Controla que funcionen y con una mínima seña
indica al director de piso que todo está en orden.
Ahora Susana Giménez se encuentra en el centro del
set. Aguarda, rígida, que acabe la tanda de avisos. Ni bien se
enciende la luz verde de las cámaras, deja la rigidez de lado,
arma una sonrisa contagiosa, fija su atención en una hoja de
papel que sostiene con su mano derecha y lee quiénes serán
los invitados de esta noche. Benavides oye que la diva lo
anuncia como Raúl Rodríguez. Siente el impulso de levan-
tarse para corregir el error, pero no es necesario, ella misma
corrige, dice que es torpe, como si la torpeza fuera una vir-
tud, que cuando dijo Rodríguez quiso decir Benavides. Una
de las cámaras toma la sonrisa complaciente de Benavides
mientras que Susana Giménez continúa con su lista de in-
vitados; se supone que esta vez sin equivocarse porque no
realiza ninguna corrección. Ahora se dirige a la mentalista
y le pide que hable del Sai Baba, vos que tuviste la dicha de
conocerlo. Por algo más de cinco minutos la mujer se refiere
a las virtudes santas de ese hombre santo. Susana Giménez
aprueba con devotos movimientos de cabeza, gira hacia otra
cámara y dice: «Sai Baba hace milagros, y lo mismo se pue-
59
de decir de este mágico músico capaz de lograr sonidos con
dos lápices y una cajita de fósforos. Es hora de demostrar su
arte, maestro». El mágico músico sonríe a cámara y obedece
el pedido de la diva. Raúl Benavides, los invitados al progra-
ma y los millones de espectadores que lo ven en todo el país,
oyen dos baladas de Oklahoma y un carnavalito argentino.
Benavides piensa que luego de ese intermedio musical, será
su turno. No se equivoca.
—El misterio de esa dulce criatura que apareció muerta
en el patio de un Club privado sigue sin resolverse —dice
Susana Giménez.
En pantalla aparece el cuerpo de Juan Ignacio Aráoz sobre
las baldosas del patio del Club. Es la primera vez que Bena-
vides ve esa foto.
—En diversas oportunidades —continúa la diva— la va-
liente madre del chico muerto estuvo en nuestro programa.
Susana Gonçalves, se llama como yo, ¿vieron? Ahora que lo
veo, las mismas iniciales, S.G., ¡lo que son las cosas! Susana
Gonçalves no vaciló en avisar que su hijo había sido asesi-
nado. El doctor Gancedo, un abogado prestigioso, lo hemos
visto en otras causas, la asistió desde aquellos primeros días.
Ahora, a esa cruzada en busca de la verdad se une un joven
periodista de una de las revistas más prestigiosas de este mo-
mento. Impacto es la revista y Raúl Benavides es quien con
seriedad profesional está investigando este complejo asunto.
A Benavides no le resulta simpático integrar una cruzada
junto a Susana Gonçalves y el doctor Gancedo, pero igual
sonríe: la cámara lo está tomando.
—¿Qué nuevos elementos se agregan a la causa? —pre-
gunta la diva y sin esperar respuesta, agrega—: ¿Ya podemos
decir que se trató de un crimen?
Benavides demora un instante su respuesta, como si estu-
viera buscando las palabras adecuadas.
60
—En casos como este —dice— nada se puede determinar
con certeza. Es una muerte misteriosa, sin duda, pero tal vez
es apresurado asegurar que se trata de un crimen.
A Susana Giménez parece defraudarla esa respuesta, pero
sin perder énfasis dice:
—Sin embargo, los lectores de Impacto, aquellos que lee-
mos tus brillantes notas, pensamos lo contrario. Algo extraño
sucedía en ese Club privado, ¿qué podés decirnos de eso?
Esta vez Benavides evita el gesto de meditar la respuesta.
—¿Qué puedo decir? —pregunta—. Misterioso, como
cualquier Club privado. No conozco a fondo ni a sus socios
ni a su comisión directiva, pero tengo entendido que es toda
gente de bien.
—Gente de bien que te amenaza por teléfono. Sabemos
que fuiste amenazado.
Ese comentario sorprende a Raúl Benavides. Más allá de
la redacción de Impacto, nadie sabe que lo han amenazado.
—Es un riesgo que corre todo periodista —dice.
—¿Pero hubo o no amenazas? —insiste la diva.
—Las hubo —reconoce Benavides—, pero nunca les di
importancia.
—¡Qué terrible! ¿Acaso hay alguien que no quiere que se
investigue la muerte del chico?
—O hay gente que hace bromas de mal gusto —dice
Benavides.
—¿Pensás que solo fue una broma de mal gusto?
Es el momento indicado para crear intriga.
—Prefiero creer eso —dice Benavides—, aunque a veces
tengo dudas. En torno a la muerte de Juan Ignacio Aráoz hay
numerosos puntos oscuros. Por mi parte, cuento con algunas
pruebas y con ciertos testimonios que pueden brindar más de
una sorpresa.
61
—¿Podés adelantar alguna de esas pruebas o hablar de
esos testimonios? —pregunta Susana Giménez y parece de
verdad interesada.
—Algo de eso revelo en Impacto de hoy —anuncia Bena-
vides—, está en todos los quioscos.
El director de piso hace una señal de corte.
—Habrá que comprar Impacto —indica Susana Giménez,
gira su cuerpo hacia el hombre anciano y sin cambiar el tono
de voz, dice—: Las facturas del teléfono son un problema
nacional, siempre tienen pulsos superiores a los que nosotros
creemos haber consumido. ¿Es cierto que ahora será posible
controlarlos?
El creador del dispositivo que controla las llamadas asegu-
ra que sí y de inmediato comienza a explicar de qué manera
funciona su invento. La productora por señas le pide a Bena-
vides que no abandone su sitio. Unos minutos después, ni
bien han quedado demostradas las virtudes del aparato con-
trolador de llamadas, la cámara hace un plano general de los
tres invitados, luego va a Susana Giménez, mientras la pro-
ductora les avisa que ya se pueden poner de pie. Raúl Bena-
vides se pregunta si debe o no saludar a la diva. La respuesta
la da ella misma: se retira sin saludar a nadie.
Benavides encuentra un taxi en la puerta del canal. Media
hora después llega a su casa, en el espejo del ascensor des-
cubre que no se quitó el maquillaje. Hay un mensaje en su
contestador, es de Eugenio. Lo felicita por el programa y dice
que definitivamente estás rumbo a la fama. Benavides cree
advertir cierto tono de burla, pero ahora no puede pregun-
társelo, porque Eugenio le pide que no lo llame, que en unos
minutos lo visitará una señora con la que piensa estar hasta
la mañana siguiente, hablamos al mediodía. ¿Sus compañeros
de Impacto habrán visto el programa? Esa respuesta también
la tendrá mañana.
62
Mumi lo vio. Ni bien sale del ascensor, Benavides recibe su
aprobación. «Estuviste muy bien», asegura y repite: «realmen-
te muy bien». Benavides agradece la gentileza y piensa que
Mumi tal vez no es como dicen, él tendrá que comprobarlo,
pero algún próximo día porque ahora entra en la redacción y
de inmediato lo rodean sus compañeros. Algunos le critican
el modo en que elaboró las respuestas, otros, por el contrario,
elogian la manera precisa con que abordó el tema. A Bena-
vides le interesa la opinión de Di Salvo. Lo encuentra en su
pecera, a punto de encender la pipa. Después de dejar escapar
dos o tres bocanadas de humo, Di Salvo dice:
—Podrías haber estado peor. ¿Qué es eso de que tenés
pruebas? ¿Hablaste con la profesora de literatura?
—Es lo que iba a hacer —dice Benavides.
El grupo se deshace, cada cual se encamina hacia su com-
putadora. Benavides está de pie, frente al teléfono. Marca el
número de Paula. Piensa que es una llamada inútil: a esa hora
seguro se encuentra en el colegio. Desea con todas sus fuerzas
que esté en el colegio. Pero Paula está en casa, porque acaba
de atender la llamada.
—Soy yo —anuncia Benavides.
—Anoche te vi —dice Paula.
Lo dijo en un tono neutro, casi cordial. Así al menos le
parece a Benavides.
—Me alegro que te haya gustado —dice.
—No dije que me haya gustado.
El tono definitivamente no es cordial. Benavides, des-
orientado, analiza qué pieza le conviene mover, pero Paula
se adelanta.
—No soporto ese tipo de programas —dice.
—Lo sé, lo sé. Tampoco yo los soporto —dice Benavides y
con acento grave, pontifica—: si queremos llegar a la verdad
no hay desechar ningún camino.
63
—¿Y vos querés llegar a la verdad?
—Sí, por supuesto. La próxima nota estará centrada en
Juan Ignacio como estudiante, sus lecturas de Mishima y de
los clásicos. Se me ocurre hacerte un reportaje para que me
hablés de él como alumno.
—Nunca te dije que Juan Ignacio leyera a los clásicos y ni
loca voy a someterme a un reportaje para esa revista.
—No seas prejuiciosa. El reportaje va a ir con una foto
tuya, a media página —propone Benavides y pregunta—:
¿Por casualidad, no tendrás una foto con Juan Ignacio? Eso
sería fabuloso.
Ha jugado todas las cartas. Según Di Salvo, no hay quien
se niegue a una oferta semejante: del anonimato a las páginas
de Impacto. Benavides oye una risa. Paula se está riendo.
—¿Cómo podés ser tan ridículo? —dice— No tengo fotos
con Juan Ignacio, y si las tuviera jamás te las daría. Y olvidate
del reportaje.
Benavides piensa decir algo, pero Paula Grimaldi acaba
de cortar. Benavides también corta y mira hacia la pecera. Di
Salvo no siempre tiene razón.
64
10. Negocios sucios
65
próximas entregas, apenas lleguen a sus manos algunas fotos
que le prometieron y que podrían darles valor a esos rumo-
res. Luego habla de la admiración que Juan Ignacio sentía
por Mishima. ¿Siguió los pasos del gran escritor japonés?,
pregunta, y aunque deja abierta la posibilidad de un suici-
dio, mantiene latente la hipótesis del asesinato. Prefiere no
mencionar las nuevas amenazas (Di Salvo le dijo que no es
conveniente, por ahora), y vuelve a Mishima, al modo en que
se mató, por lo que describe con lujo de detalles el rito del
harakiri, habla de los samuráis y del escalofriante sentido del
honor que estos profesaban. Sabe que los lectores de Impacto
nada saben de samuráis y menos aún de Mishima, pero eso
poco le importa.
Impacto supera la venta de la semana anterior.
—Un genuino periodista estrella —dice Di Salvo.
Benavides agradece con una sonrisa, se dispone a decir
algo acorde con esa sonrisa, pero suena el timbre del teléfono.
Atiende Di Salvo.
—Es para vos —dice.
Toma el auricular que le alcanza Di Salvo y se lo lleva a la
oreja. “Benavides”, dice. Ese modo de atender lo ha copiado
de una vieja película norteamericana. Lo que oye del otro
lado de la línea también parece de película.
—¡Cortala de una vez, guachito! —escucha.
Experimenta una sensación extraña, a mitad de camino
entre la sorpresa y el miedo. Definitivamente, es miedo.
—¿Quién habla? —pregunta.
El monótono anuncio de la comunicación cortada es la
única respuesta. Cuelga y corre hasta el mostrador de recep-
ción. Mumi hojea una revista, ajena a todo.
—¿Quién era? —pregunta Benavides.
—¿Quién era quién? —dice Mumi, sin quitar los ojos de
la revista.
66
—El que llamó recién —dice Benavides.
Mumi deja la revista de lado.
—No sé —asegura—, preguntaron por vos y pasé la lla-
mada a Di Salvo, pensé que estabas ahí.
—¿Quién preguntó por mí?
—Te digo que no sé —dice Mumi y de inmediato agre-
ga—: Esperá, espera, aquí entra otra llamada.
—Pasámela a lo de Di Salvo —ordena Benavides y va co-
rriendo hacia allí; con un gesto le pide silencio y levanta el
auricular.
—¿El señor Benavides? —pregunta una voz chillona.
Cree reconocer esa voz.
—Sí —dice.
—Soy Susana Gonçalves. Tendríamos que hablar.
—¿Usted llamó antes? —pregunta Benavides, aunque
sabe que es una pregunta ridícula.
Susana Gonçalves dice que no y en un tono de voz que a
Benavides le resulta sospechoso quiere saber por qué hace esa
pregunta.
—Por nada —dice Benavides—. La escucho.
—Prefiero que sea personalmente —dice Susana Gonçal-
ves y con un modo que no admite réplica, agrega—: Mañana,
a la seis de la tarde, en el Petit Colón, allí donde nos vimos
la última vez.
Benavides acepta la invitación, cuelga y se queda un rato
mirando el teléfono.
—¿Qué pasó? ¿Por qué saliste corriendo? —pregunta Di
Salvo.
—Otra amenaza —dice Benavides—, me volvieron a
amenazar.
Di Salvo ríe.
—Y te vas a encontrar con tu amenazador mañana a la seis
de la tarde.
67
—No, esta era la madre de Juan Ignacio. La tengo que
ver mañana.
—Insisto —dice Di Salvo, sin dejar de reír—, sos un pe-
riodista estrella.
Esta vez ella lo está esperando a él, pero no está sola. La
acompaña un hombre de aproximadamente sesenta años y
piel amarillenta. Tiene abundante pelo, cargado de brillanti-
na y rabiosamente teñido de negro. Usa un traje marrón claro
con grandes cuadros marrón oscuros, una camisa celeste y
corbata de diferentes colores. Un pañuelo rosa asoma del bol-
sillo superior del saco. Benavides no puede verle los zapatos,
pero se le ocurre que serán amarillo patito o blancos.
—El doctor Gancedo —presenta Susana Gonçalves—.
Es mi abogado, el que atiende la causa.
Por fin lo conoce. Benavides le extiende la mano, arma una
sonrisa cortés y se sienta a la mesa.
—Pensé que sería mejor que estuviese él —dice Susana
Gonçalves.
Benavides aprueba con otra sonrisa, sin saber qué es lo
que aprueba.
—La escucho —dice.
—Se trata del último artículo y de su participación en el
programa de Susana, yo estuve hace uno o dos años. No me
parece correcto que hable de mi hijo en programas de TV.
—Me invitaron —dice Benavides.
—Aunque lo inviten —señala Susana Gonçalves.
A Raúl Benavides se le ocurre que esa mujer no está dis-
puesta a ceder un centímetro del espacio exclusivo ganado en
los últimos tres años. Aunque le parece una ocurrencia absur-
da, está a punto de preguntárselo, pero solo dice:
—¿Para esto quería hablar conmigo?
68
—No, solo fue un comentario —dice Susana Gonçal-
ves—. Sé que se encontró con la Grimaldi, quiero saber qué
le contó esa señora.
En su artículo, Benavides no había mencionado a Paula
Grimaldi.
—¿Quién le dio ese dato absurdo? —pregunta.
—No olvide que soy mayor que usted, jovencito.
Susana Gonçalves lo dice como si ese fuera un argumento
definitivo. A Benavides le parece definitivo, porque dice:
—El doctor le podrá explicar que no estoy obligado a re-
velar las fuentes.
—Mire, jovencito —comienza a decir Gancedo, pero Su-
sana Gonçalves no le permite continuar.
—Me importa poco lo que pueda decirme el doctor. Usted
estuvo con esa bruja, ¿de dónde saca si no esa ridícula historia
del suicidio? A mi hijo lo mataron.
—Es una posibilidad.
—También dijo tener pruebas, ¿qué pruebas tiene? —pre-
gunta Susana Gonçalves.
—El doctor le podrá explicar que no tengo por qué revelar
esos datos —insiste Benavides.
Antes de que Gancedo abra la boca, Susana Gonçalves
escupe su réplica. Raúl Benavides seca algunas gotas de saliva
que caen en su cara.
—Si cuenta con pruebas tiene la obligación de darlas a
conocer —exige Susana Gonçalves.
—Usted asegura saber el nombre de los asesinos y sin em-
bargo no los ha hecho público —dice Benavides.
—¡Lo mío es distinto! —grita Susana Gonçalves.
Benavides se siente mirado por los que ocupan las mesas
cercanas.
—Calma, señora Susana, calma —interviene Gancedo y,
como por arte de magia, la mujer cierra su boca.
69
—No sé si lo que tengo son realmente pruebas —reconoce
Benavides.
—¿Qué tiene? —pregunta Gancedo.
—Perdónenme, pero no puedo adelantar más —dice
Benavides, a media voz.
Susana Gonçalves está a punto de estallar otra vez. Gan-
cedo le palmea las manos suavemente.
—Por favor, señora Susana —dice—. Esto le hace mucho
mal, piense en su salud. Estoy seguro de que el joven nos
contará todo lo que sabe.
Raúl Benavides asiente con un movimiento de cabeza.
—Sí —dice—, pero no ahora. No en este momento.
En realidad, Benavides no tiene absolutamente nada para
contar, carece de la mínima prueba y es muy difícil que con-
siga alguna. Sin embargo, ahora más que nunca está conven-
cido de que a Juan Ignacio Aráoz lo mataron y de que Susana
Gonçalves oculta algo. Solo falta descubrir qué oculta, cuál
ha sido el móvil de esa muerte y quiénes son los culpables; es
decir: todo.
70
11. Al filo del peligro
71
—No, de chorizo colorado —dice Benavides—. Vamos a
tener que ir a otro sitio, aquí cada vez se come peor.
—Tiene cierto misterio —dice Di Salvo.
—¿La Gonçalves?
—No, la comida, por eso me gusta —dice Di Salvo—. En
cuanto a la Gonçalves, no tiene ningún misterio. Se está ha-
ciendo famosa gracias a la muerte de su hijo. Era una anóni-
ma ama de casa y de golpe saltó a la fama. Madre mediática:
diarios y revistas, radio y televisión. Se apunta en todas. El
otro día encabezó una marcha contra no sé qué cosa.
—Y en cualquier momento va a pregonar la pena de
muerte —dice Benavides—. Nada de lo que haga esa mujer
me sorprende, pero en algo coincido con ella: yo también creo
que a Juan Ignacio lo mataron.
Di Salvo enciende la pipa, después mira a Benavides por
sobre el marco de los anteojos.
—¿Tan rápido te convenció? —dice y se pone de pie.
—Esperá, esperá —casi grita Benavides—. Esa tipa sabe
más de lo que dice. ¿Cómo supo que los datos de su hijo me
los había dado la Grimaldi?
Di Salvo se vuelve a sentar.
—No hay que ser Sherlock Holmes —dice—: era su pro-
fesora. La abnegada mamá sabía que su querido hijo le con-
taba todo a la profesora.
—Estoy seguro de que la Gonçalves sabe más cosas de la
Grimaldi, por eso la odia con toda el alma.
Di Salvo se vuelve a parar.
—Tal vez, pero tené en cuenta que para odiar a alguien
no es necesario conocer su vida íntima. Yo odio a una pila de
tipos y ni siquiera sé dónde viven.
Ahora Benavides y Di Salvo caminan hacia la salida. El
mozo les pregunta qué tal las lentejas. Di Salvo une la punta
del pulgar con la punta del índice y alza la mano hacia el mozo.
72
—Excelente —dice.
Una vez en la calle, discuten acerca del título de la nota
que en un rato tendrá que cerrar Benavides. Han llegado al
borde de la vereda. Benavides se adelanta para cruzar y en
ese momento siente que una mano lo aferra fuertemente del
brazo y lo echa hacia atrás.
—¡Qué hacés, loco! —grita Di Salvo, sin soltarle el bra-
zo— ¿No lo viste?
—No vi ¿qué? —pregunta Benavides.
—El coche. El coche que estuvo a punto de hacerte moco
—dice Di Salvo y señala un auto, cincuenta metros más ade-
lante, que cruza la esquina sin respetar la luz roja.
Benavides siente un desagradable peso en el estómago. Se
toca la frente y descubre que está sudando.
—Tengo miedo —dice.
—¿Miedo? —pregunta Di Salvo— ¿Miedo de qué?
—Me quieren matar —dice Benavides y se acaricia el es-
tómago.
—No exageres —dice Di Salvo—. Las lentejas de El Im-
pasible te pueden provocar una descompostura, pero matar-
te jamás.
—No jodas, Di Salvo. Hablo del coche que se me tiró
encima.
—Cortala, en Buenos Aires ser peatón es un peligro cons-
tante. Podrías escribir una nota con eso. «La Epopeya del
Peatón», podría llamarse.
—No jodas, hablo en serio.
—Está bien, el título no es muy feliz, pensá alguno. En
doble página señalás el riesgo que significa andar por las ca-
lles de Buenos Aires; podemos reforzarla con un cuadro de
estadísticas y la ilustramos con algunas fotos catástrofe de los
últimos accidentes. La voy a proponer.
Benavides deja de caminar y se apoya contra un árbol.
73
—Me amenazaron otra vez —dice y anticipándose a la
pregunta, completa—: Por teléfono, llamaron por teléfono. Y
ahora ese coche.
—¿Era la misma voz? —pregunta Di Salvo.
—Qué sé yo, no alcancé a darme cuenta; como recién, con
el coche.
—Terminala con el coche —dice Di Salvo—. Aquí es nor-
mal que se te tiren encima…
—Y que te llamen por teléfono y te digan que vas a ser
boleta, también es normal —lo interrumpe Benavides.
—Es normal que te tomen el pelo, Raúl. Se trata de algún
boludo que te está tomando el pelo —dice Di Salvo—, no
pasa de eso.
Han llegado hasta el ascensor. Benavides está a punto de
decirle que sí, que pasa de eso, pero en ese momento se abre
la puerta y del ascensor salen dos hombres, tres mujeres y un
chico que no supera los cinco años. El chico se ríe de algo
que le ha dicho la mujer que lo lleva de la mano, puede ser
su madre o una de sus tías. Esta escena repetida en tantas
películas es la que ahora viven Raúl Benavides y Damián Di
Salvo. Ambos se enfrentan con Mumi, que es la última en
salir del ascensor.
—Tenés una llamada —dice y señala a Benavides.
—¿Quién llamó? —pregunta Benavides. Hay cierto ner-
vioso temor en la pregunta, pero Mumi no lo advierte.
—Eugenio —dice—, creo que fue Eugenio. Preguntale a
Marisa, lo dejé anotado.
Marisa es la mujer que reemplaza a Mumi cada vez que
Mumi por algún motivo debe dejar el mostrador de recep-
ción. Benavides no le cae bien a Marisa, él nunca supo la
causa de esa antipatía. En algún momento pensó que Mumi
y Marisa eran pareja. Marisa habría intuido que a él le gus-
taba Mumi y, celosa al fin, comenzó a demostrarle cierto
74
rencor. La conjetura del romance Mumi/Marisa se cayó no
bien Benavides supo que Marisa era una mujer felizmente
casada, madre de dos chicos y un tercero en marcha. Pero el
rencor que ella siente hacia él continua en pie, por eso ante
la pregunta que Benavides le hizo, ¿alguien me llamó?, Ma-
risa se limita a señalarle una hoja de papel en la que, escrito
con letra de Mumi, se alcanza a leer «Eugenio». Benavides
no disimula el suspiro de alivio, no tiene por qué disimular-
lo, agradece con una sonrisa y camina hacia su mesa, dis-
puesto a llamar a su amigo.
Eugenio jamás atiende las llamadas, ha puesto un contes-
tador que anuncia «Este es el número de Eugenio Iglesias,
deje mensaje». Se equivocan aquellos que piensan que Eu-
genio ha salido, se está bañando o acaso duerme una siesta
reparadora, nada de eso. Eugenio suele estar junto al teléfono,
escucha el mensaje y recién entonces decide si atiende o no.
A Benavides lo atiende en todos los casos, también en este.
—Te llamé —dice Eugenio.
—Por eso te llamo —dice Benavides.
Por un instante no se oye nada. Benavides supone que se
cortó la comunicación y seguramente Eugenio pensará lo
mismo del otro lado de la línea.
—¿Se cortó? —pregunta.
Benavides dice que no, que él sigue ahí, y, resuelto el pro-
blema de comunicación, le pregunta a Eugenio cómo va su
campaña con los viejitos felizmente jubilados. Eugenio dice
que está casi terminada, que salió como la había pensado, a
punto tal, dice, que es muy posible que se asocie a alguna
AFJP. Parece feliz, ha ganado unos buenos pesos sin correr
ningún riesgo. Todo lo contrario a lo que sucede con Benavi-
des: no gana tanto y lo amenazan a cada rato.
—Me volvieron a llamar —dice.
—¿Quién? —pregunta Eugenio.
75
—No tengo puta idea. Cortala o sos boleta, me dicen. Es
por las notas con ese chico, Aráoz.
—Y cortala —aconseja Eugenio, pragmático.
Benavides esperaba más de su amigo. Di Salvo dice que
las amenazas son un chiste de mal gusto. Eugenio las da por
ciertas. Entre ambas conclusiones está él, el amenazado, que
no tiene ganas de vestir el traje de héroe, jamás lo fue ni lo
quiere ser.
—Debo seguir —dice en un tono que intenta parecer he-
roico.
76
12. Té para dos
77
noticias de ella y ella tampoco de él. Es tiempo de que las
tenga, se envalentona Benavides, y marca el número, resigna-
do a sufrir nuevos reproches. Para su desconcierto, Paula se
alegra de oírlo. No le dice: «me alegra oír tu voz», pero se lo
da a entender. ¿Cómo?, por la cortesía con que lo trata. In-
cluso reconoce haber leído Impacto, porque le acaba de decir
que le gustó la nota, el modo en que él presentó a Mishima.
—Sin embargo —dice—, tengo que corregirte. Escribiste
que Mishima se había hecho el Harakiri. Eso es falso, Mishi-
ma cometió Seppuku.
—Qué interesante —dice Benavides, aunque no tiene ga-
nas de discutir acerca del modo en que se mató Mishima.
—En ambos casos se trata de un suicidio realizado me-
diante un corte ritual en el vientre —explica Paula—, y con
base en eso hay quienes sostienen que Harakiri y Seppuku
significan lo mismo, ya que se escriben con idénticos símbo-
los, aunque en distinto orden y con distinta lectura.
—Entiendo —dice Benavides, aunque no comprende
nada.
—El Seppuku estaba reservado a una casta superior —
continúa Paula—. El Harakiri, en cambio, lo practicaban los
samuráis quienes, ante la posibilidad de ver su vida deshon-
rada, elegían un modo honroso de morir.
—Está clarísimo —dice Benavides y supone que eso bas-
tará para poner fin a las diferentes maneras de matarse en
Japón, pero una vez más se equivoca: Paula Grimaldi se ha
propuesto instruirlo acerca de modos y costumbres de la cul-
tura nipona.
—A la hora de realizar el suicidio, los samuráis vestían un
kimono blanco, que aún hoy sigue siendo el color reservado
para las ceremonias de luto, bebían sake, escribían un poe-
ma de despedida, llamado zeppitsu o yuigon, empuñaban el
tantō, que es una daga de treinta centímetros, y se la clavaban
78
en el abdomen —Paula hace la pausa que el momento exige
y continúa en tono sereno—, luego llevaban el tantō hacia la
derecha, lo traían de nuevo al centro y de ahí lo subían casi
hasta el esternón. Al tantō lo envolvían en papel de arroz, ya
que mancharse las manos con sangre era deshonroso.
—¡Qué prolijos! —acota Benavides.
Paula parece no escucharlo, porque continúa con su dis-
curso:
—También las mujeres, si eran de clase noble, tenían la
posibilidad de suicidarse, ya sea para no caer en manos del
enemigo o para acompañar el suicidio de su marido o se-
ñor. Pero el Harakiri y el Seppuku era cosa de hombres. Las
mujeres solo podían practicar el Jigai: en lugar de abrirse el
abdomen debían cortarse la carótida. Previamente tenían que
atarse los tobillos, para no padecer la deshonra de morir con
las piernas abiertas al caer.
—¡Que prolijas! —repite Benavides.
—¡Qué idiotas! —se indigna Paula.
—Es cierto —reconoce Benavides—, suicidarse es de
idiotas.
—Sí, es de idiotas. Pero no hablo del suicidio sino de
cómo esas infelices se sometían a sus maridos: ¡ni siquiera
podían matarse del mismo modo en que se mataban ellos!
¡Machismo japonés!
Benavides se dispone a escuchar un alegato en contra de
los machistas del mundo entero. Paula, en cambio, le pregun-
ta por qué la llamó.
Luego de tantas muertes, Benavides ensaya una salida
gastronómica.
—¿La torta que comí el otro día era casera? —pregunta y
de inmediato comprende que ha cometido un error. Es posi-
ble que ahora Paula inicie una perorata en torno a la repos-
tería japonesa.
79
—Sí, la hice yo. Suelo hacerla algunas tardes.
Benavides evita el suspiro de alivio y avanza otra casilla.
—¿Hoy vas a hacerla? —pregunta y se queda aguardando
el sí de triunfo.
—Sí —dice Paula Grimaldi.
El resto es sencillo: Benavides confiesa que le gustaría
probarla y Paula dice que lo espera a la seis de la tarde. Ni
bien llega a la redacción, Benavides le dice a Di Salvo que
irá a tomar el té con Paula. Asegura que conseguirá material
valioso para la próxima nota. Di Salvo le desea buena fortuna
y algunos minutos antes de la seis, Benavides está frente a
la torta que provocó el encuentro. Lleva un trozo a su boca
y lentamente la saborea. Es una masa grumosa, sin gusto a
nada. Paula aguarda el juicio.
—¡Exquisita! —dice Benavides— Lográs el toque que
solo consiguen las grandes reposteras.
Paula murmura que no es para tanto, que no exagere.
Benavides dice que no exagera. Paula se dispone a cortar
otro trozo. Benavides ruega que no lo tiente, que debe cui-
dar su aspecto.
—Como Mishima —dice Paula.
—O como Juan Ignacio —dice Benavides.
—Preferiría no hablar de eso —pide Paula.
Benavides no puede revelarle que justamente para eso ha-
bía ido. Decide jugar otra carta.
—Estamos de acuerdo en que no se suicidó. Tampoco
puedo aceptar que haya sido un accidente. Solo me queda el
crimen, pero ¿por qué lo mataron?
—Tal vez porque eligió el camino equivocado —dice Paula.
Benavides advierte que jugó una carta de triunfo, aunque
con las mujeres nunca se sabe. ¿Quién le garantiza que ahora
Paula se largue a hablar de los diferentes caminos del budis-
mo zen? No obstante, arriesga:
80
—¿El camino equivocado?
Por fortuna, era una sospecha infundada.
—Ese Club, las reuniones en ese Club… —dice Paula.
—Pero a veces te encontrabas con él, en ese Club —con-
firma Benavides.
—Sí, cuando las competencias de gimnasia o de natación.
¿Quién te lo dijo? —pregunta Paula.
—En el Club, en el Club me lo dijeron.
—¿Fagot? —pregunta Paula— ¿Fagot te lo dijo?
—¿Qué Fagot? —dice Benavides, como si por primera vez
escuchara ese nombre.
—No tiene importancia —dice Paula.
Benavides sospecha que corre peligro de quedarse sin da-
tos, y decide volver al principio:
—¿Por qué decís que había tomado el camino equivocado?
—Preferiría no hablar de eso —dice Paula.
Benavides supone que aún queda una puerta posible.
—Entonces hablame de ese Club, ¿qué sabés de ese Club?
—pregunta.
—Lo que sabe todo el mundo. Se fundó alrededor de los
años treinta —dice Paula—, siguiendo la tradición de otros
clubes célebres, el «Del Progreso» por ejemplo. Una suerte de
centro social para uso exclusivo de hombres. Aunque en los
estatutos no hay ninguna norma que lo impida, la entrada
de mujeres está naturalmente vedada. Es un sitio reservado
a señores respetables, a gente de bien, con buenos ingresos.
Beben copas, juegan al billar y sobre todo al póquer. Las par-
tidas se extienden hasta el amanecer, y se apuesta fuerte. No
es fácil sentarse a una de esas mesas, hay que contar con un
capital capaz de garantizar las posibles pérdidas. Se comenta
que hubo quien dejó allí una buena parte de sus bienes.
—Pero ese Club también tiene salones de gimnasia y una
pileta de natación.
81
—Esa fue la segunda etapa, cuando descubrieron que al-
gunos deportes podrían darle cierto estilo. Se interesaron por
la esgrima e incluso se aventuraron con el box; tal vez para
evocar a Jorge Newbery. Después inauguraron la pileta de
natación y una cancha de paddle.
—Hasta ahora no le veo nada de prohibido o pecamino-
so —dice Benavides—. En muchos sitios de Buenos Aires se
juega al póquer y al billar, hay gente que practica natación, otra
boxeo, unos pocos esgrima y casi todo el mundo gimnasia.
—El pecado se esconde en los sitios menos pensados —
dice Paula—. Prefiero no seguir hablando de esto.
—Pero necesito saber…
—Dije que no quiero hablar de eso —repite Paula.
Conseguir información a veces requiere paciencia y marti-
rio. Raúl Benavides le acerca el plato vacío a Paula.
—¿Más? —pregunta Paula.
—Más —dice Benavides—, es imposible resistirse a esa
delicia. Supongo que alguna vez me darás el secreto de la
receta.
—Por Dios, no es para tanto —dice Paula y enumera—:
medio kilo de harina leudante, jugo de un limón…
—No sigas —dice Benavides—, con los ingredientes no
basta. Para que se produzca el milagro hay que tener tus manos.
En este momento Paula tendría que ruborizarse, pero nin-
gún cambio se advierte en su cara. Benavides comprende que
ha fallado en el espacio de la gastronomía y decide volver a
la literatura.
—¿Por qué te interesa tanto Mishima? —pregunta.
—No sé por qué —dice Paula—. Tal vez por sus novelas y
cuentos o por la forma en que vivió y murió. Lo crio la abuela
paterna. Su madre rara vez lo veía.
—Tal vez la señora se ocupaba de otras cosas —dice Bena-
vides—, ejecutiva de Sony o de Toshiba.
82
—No digas tonterías. Eran otros tiempos. La madre que-
ría verlo, pero la abuela no se lo permitía; costumbres japo-
nesas.
—¿Y el padre?
—Debía aceptar el mandato de su madre: también cos-
tumbres japonesas.
En este momento a Benavides poco le interesan los con-
flictos familiares del pequeño Mishima, y menos aún las cos-
tumbres japonesas. Juega una carta difícil.
—¿Qué podés decirme del padre de Juan Ignacio? —pre-
gunta.
—No te das por vencido —dice Paula.
Benavides sabe que si lleva un trozo de torta a su boca
logrará su propósito. Ensaya un gesto de felicidad plena y
mastica. Da resultado, Paula habla.
—Ya te conté que es un personaje extraño —dice—. O
mejor: insólito. Porta un apellido prestigioso: descendiente
directo del que fuera soldado de Belgrano, ayudante de cam-
po de San Martín y uno de los hombres de Urquiza que en
Caseros derrotó a Rosas. Pero, por lo que se sabe, al padre de
Juan Ignacio jamás le importó ese prestigio. En los sesenta
estaba vinculado al movimiento hippie.
—¿Y ahora? —pregunta Benavides.
—Ahora vive en Turdera, creo.
—Quisiera verlo.
—¿Para qué?
—Para entrevistarlo. Ya que la profesora no quiere hablar,
tal vez consigo que hable el padre de Juan Ignacio. ¿Tenés la
dirección de su casa?
—Acá no, pero seguro que está en el colegio —dice Paula.
Benavides lleva otro trozo de torta a su boca y lo mastica
lentamente. Valió la pena el sacrificio.
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13. El silencio de los inocentes
84
están escuchando Scheherazade, de Rimsky-Korsakov, por la
filarmónica de Nueva York, dirigida por Leonard Bernstein.
Una joya, había dicho Eugenio antes de colocar el CD. Bena-
vides hubiera preferido algo menos escandaloso: The Modern
Jazz Quartet, haciendo temas de Bach, por ejemplo. Pero hay
cosas que no se le pueden discutir a Eugenio, menos aún si
se está en su casa, viejo edificio que alguna vez fue una lavan-
dería y que ahora se ha convertido en un conjunto de mo-
dernos lofts. El que ocupa Eugenio está en el segundo piso.
Lo ha decorado de un modo rabiosamente minimalista: lo
poco que se observa está en su justo sitio, todo muy limpio
y ordenado, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
Benavides siempre creyó que Eugenio era de Virgo, prolijo y
crítico como buen exponente del signo. Sin embargo, cuando
se enteró que era de Libra, no varió el concepto: su amigo
es equilibrado como todo nativo de Libra. Con base en ese
equilibrio suele consultarlo cada vez que tiene dudas y nece-
sita un juicio frío, sereno y objetivo. Por esa razón está ahora
aquí, a punto de beber su segundo vaso de whisky y dispuesto
a escuchar la palabra de Eugenio.
—Recapitulemos —dice—. La señora profesora, experta
en Mishima, aunque no en repostería, te dijo ciertas cosas
de ese Club, centro recreativo, o como quieras llamarlo, ad-
ministrado por un hombre de apellido Tuba o Fagot, ya no
recuerdo, en donde apareció muerto un jovencito de familia
patricia venida a menos, hijo de una madre poco noble y de
un padre que acusa un pasado hippie. ¿Es así?
Benavides dice que solo en parte. El sitio no es un centro
recreativo sino un presuntuoso Club social, que no es admi-
nistrado sino vigilado por un tal Fagot, Leandro Fagot, así
dijo que se llama.
—Fagot —repite Eugenio—, hay quienes aseguran que
el instrumento fue inventado en el 1500 por un canónigo de
85
Ferrara, de nombre ciertamente ridículo, Afranio, y apellido
mitológico, Teseo. No está probado que haya sido Afranio el
inventor, pero lo cierto es que Vivaldi y Bach y Haendel y Te-
lerman y Mozart y Weber nos han dejado formidables con-
ciertos de fagot. Tengo algunos de ellos, si querés los busco.
Benavides le agradece la gentileza. Dice que no ha venido
para enterarse del nacimiento del fagot, sino para hablar de
lo que le había dicho Paula Grimaldi. O mejor, de lo que le
sugiriera cuando insinuó que en ese Club pasaban cosas raras.
—Me asombra tu ingenuidad —dice Eugenio—, si una
mujer ignora parte de una historia, de inmediato asegura que
pasan cosas raras. El tuyo ha sido un sacrificio en vano: de
nada sirvió ese mazacote que bajo el nombre de bizcochuelo
te hizo tragar la profesora.
Benavides le recuerda que, en ese Club, en el patio de ese
Club, habían encontrado a un chico muerto.
—Que la justicia catalogó de accidente o de suicidio —in-
terrumpe Eugenio.
—¿Desde cuándo crees en lo que dice la Justicia? —pre-
gunta Benavides.
Eugenio bebe un largo trago, apoya el vaso en la mesa
y con la mano izquierda acaricia sus labios, como quien los
limpia antes de pronunciar la frase definitiva.
—Tenés razón —dice—, reniego de la justicia, tanto de la
humana como de la divina. Hablame de ese Club.
Benavides confiesa que poco tiene para contarle, dice que
ha estado allí un par de veces y las veces que estuvo solo vio
hombres, gente mayor, por encima de los cincuenta años, per-
sonas de aspecto respetable, por lo general trajeados. En una
palabra, que no parece un club deportivo, no se percibe ese
calor especial, ese clima que suelen tener los clubes deportivos.
—Querés decir que no hay olor a transpiración —inte-
rrumpe Eugenio.
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Benavides reconoce que sí, que no hay olor a transpira-
ción. Aunque una vez, le cuenta, Fagot lo llevó a un cuarto
con fotos y banderines, con cierto olor a humedad que podría
confundirse con olor a transpiración.
—¿Por qué te llevó ahí? —pregunta Eugenio.
Benavides dice que por nada fuera de lo común, supone
que para hablar más tranquilos, que no se le ocurrió pregun-
tarle «por qué me trae aquí».
—Está bien, no te hagas la princesita ofendida. Hablame
de ese cuarto.
Benavides dice que poco tiene para contarle. Describe el
cuarto y señala que es el único sitio que podría vincularse a un
club deportivo: por las fotos, los banderines y el olor. Recono-
ce no haber ido ni a la piscina ni al gimnasio, dice que seguro
están en el edificio, porque los chicos del colegio ahí hacían
las clases de gimnasia y practicaban natación.
—¿Hacían y practicaban? ¿Ya no van? —pregunta Eugenio.
Benavides dice que no, que desde la muerte de Juan Igna-
cio Aráoz se cortó el acuerdo entre el colegio y el Club.
—¿Por pedido del colegio o por pedido del Club? —pre-
gunta Eugenio.
Benavides dice que no tiene la menor idea, que solo sabe
que dejaron de ir.
—Es importante conocer quién tomó esa decisión —dice
Eugenio—, tenés que averiguar eso.
Benavides no entiende por qué es tan importante saber
quién tomó esa decisión, pero promete averiguarlo. Cree que
Paula se lo puede decir. Eugenio niega con un gesto despec-
tivo. Benavides no le da importancia al gesto, piensa que ella
sabe más de lo que le ha contado.
—Es tu idea —dice Eugenio—, yo le preguntaría a la ma-
dre del chico.
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Benavides le recuerda que Susana Gonçalves es una deli-
rante que solo busca pantalla.
—Pero es la única que insiste con que al chico lo mataron.
Benavides debe rendirse ante la evidencia. También él
piensa que a Juan Ignacio lo mataron, pero no tiene ganas de
hablar con la madre del chico.
—¿Y el padre? —pregunta Eugenio.
Benavides reconoce que poco y nada sabe del padre. Paula
le ha dicho que vive por Turdera, que años antes adhirió al
movimiento hippie.
—Los hippies de ayer son los yuppies de hoy —pontifica
Eugenio.
Benavides niega con la cabeza y asegura que no en este caso.
Por lo que le ha dicho Paula, el padre de Juan Ignacio sigue
siendo algo hippie, ahora vinculado a la corriente new age.
—Un desastre —dice Eugenio—, pero tal vez sepa algo
interesante. Tendrías que ir a verlo.
Benavides afirma con la cabeza, sabe que para que la histo-
ria continúe, él deberá visitar al padre de Juan Ignacio. Tendrá
que viajar a Turdera. Paula prometió conseguirle la dirección.
—Escuchá esto —dice Eugenio y coloca un CD en el
aparato—, Charles Lloyd, Brad Mehldau, John Abercrom-
bie, Larry Grenadier y Billy Higgins, un quinteto que se las
trae.
Por un largo rato ambos quedan en silencio, atentos al pia-
no de Mehldau y al saxo de Lloyd. Eugenio bebe un trago de
whisky y dice:
—Avisame cuando la profesora te consiga la dirección, tal
vez te acompañe a Turdera. Un viejo hippie me puede servir
para la campaña de la AFJP.
Benavides levanta los pulgares en señal de aprobación,
pero no dice palabra. Lloyd y Mehldau están haciendo Hea-
ven, de Duke Ellington, y realmente es para escucharlos.
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14. Viaje al más allá
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baja, con cierto aire de misterio, o al menos así le parece a
Benavides, que en este momento está escribiendo el nombre
de una calle y un número de cuatro cifras.
—No sé si todavía vive ahí o si alguna vez vivió ahí —
dice Paula—, es lo único que encontré en el colegio. Tendrás
que probar.
Benavides dice que irá a esa dirección y promete llamarla
ni bien tenga noticias. Paula no parece inquietarse por el po-
sible llamado de Benavides. No dice «espero ese llamado», ni
siquiera dice «sí». Se limita a desearle buena suerte, y corta.
Benavides tampoco se preocupa por ese gesto de clara indi-
ferencia, ahora está con la mirada fija en la dirección y en el
número que anotó, como si mirar ambas cosas, una y otra vez,
sin descanso, le ayudara a resolver el enigma. En realidad, no
hay ningún enigma que resolver, por lo que Benavides sube
la cabeza y justo en este momento ve que Di Salvo entra en
la redacción. Lo llama y levanta la hoja recién escrita, como
quien alza un trofeo. Di Salvo se acerca y Benavides habla:
—Tengo la dirección —dice y antes de que Di Salvo lo
pregunte, agrega—: del padre del chico.
Di Salvo parece interesarse.
—A lo largo del show al hombre nunca se le vio la cara
—dice—, la estrella principal siempre fue su exesposa.
—Por eso es bueno que lo vaya a ver, tal vez le saque algo.
—Decime cuándo vas y te pido un fotógrafo.
—Nada de fotógrafo —dice Benavides—, dejame que lo
ablande, y si vale la pena mandamos al fotógrafo. Por ahora
voy solo.
Una afirmación que no es del todo cierta, ya que Bena-
vides había decidido ir con Eugenio, por lo que, ni bien Di
Salvo se marcha hacia su escritorio, lo llama y le dice que ya
tiene la dirección, que cuándo irán a Turdera.
90
—Mañana a la mañana —dice Eugenio—, podemos en-
contrarnos en Tolón, a las nueve, y desayunamos juntos.
Fue una respuesta rápida y precisa. Benavides supone que
tal vez Eugenio estaba haciendo algo importante y él lo in-
terrumpió en su mejor momento: ¿una mujer, el final de una
película, el café a punto de hervir? Vaya a saberse. Piensa pre-
guntarle, pero solo dice:
—A las diez, mejor.
—A las diez —confirma Eugenio y corta.
Benavidez llega a las diez y cinco y lo encuentra en mitad
del desayuno. Por un momento piensa que su amigo enten-
dió mal y que desde las nueve está allí, esperándolo. Pero de
inmediato deshecha esa hipótesis: Eugenio no parece indig-
nado por esa hora perdida. Se lo ve contento, lo recibe son-
riendo e incluso le aconseja que pida medialunas de manteca,
que están mejor que las de grasa. Esto indica que ha probado
ambas. Benavides muchísimas veces se ha preguntado cómo
hace Eugenio para mantenerse en forma: come de todo, nun-
ca practicó deportes y jamás fue a un gimnasio. Hasta hoy
no tiene respuesta para esa pregunta, por lo que se sienta y
apenas llega el mozo le pide un cortado, con poca leche, y una
medialuna de manteca.
—¿Qué llevás ahí? —pregunta Eugenio y señala un pa-
quete que Benavides sostiene con la mano izquierda.
—Impacto —dice Benavides—, una cortesía para el padre
del chico.
Eugenio asiente y señala hacia la calle.
—A las diez y media pasa el remisse —dice.
—¿Remisse?
—Sí, me pareció mejor que ir en diligencia —dice Euge-
nio—, ¿qué te asombra?
—Pensé que iríamos en tu coche.
—Es menos arriesgado y más cómodo que te lleven.
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A las diez y media en punto, un Renault o un Peugeot,
Benavides no sabe distinguir las marcas, estaciona en doble
fila sobre Coronel Díaz.
—Ahí está —dice Eugenio.
Se acomodan en el asiento trasero. Benavides le da la di-
rección al chofer, dice que es en Turdera y que elija el camino
que crea mejor. El chofer responde con un gruñido. Benavi-
des se alegra; el chofer parece un hombre de pocas palabras,
dispuesto a cumplir con lo que le han encomendado: con-
ducirlos en silencio hasta la dirección que le acaban de dar.
Primero van por Coronel Díaz, después toman Honduras,
luego doblan por Bulnes y justo cuando Bulnes se convierte
en Boedo, la percepción de Benavides se derrumba sin reme-
dio: el chofer, hasta ese momento mudo, habla.
—Podríamos cruzar por el puente La Noria —dice—,
pero no me arriesgo.
—Como usted prefiera —dice Benavides y supone que el
hombre volverá al silencio. Se equivoca.
—En una época hubiese preferido el puente La Noria,
pero ya no se puede —dice.
—¿Está cortado? —pregunta Eugenio.
El chofer ríe.
—Nos pueden cortar a nosotros —dice.
Benavides asiente con un comprensivo murmullo, pero
Eugenio busca más información. Ahora quiere saber cuán-
do se podía cruzar el puente La Noria sin peligro de que te
cortaran.
—Ustedes son jóvenes —dice el chofer—, pero aquí al-
guna vez hubo orden, de los milicos se puede decir cualquier
cosa, pero si ellos tienen la manija no hay quien se meta en el
bolsillo del otro, ¿me explico?
—Se explica —dice Benavides.
92
—No del todo —dice Eugenio— ¿Quiere decir que con
Videla y compañía se vivía mejor?
—No digo eso, ahora con el Turco estamos muy bien.
Digo que antes había mayor orden, ¿me explico?
—Se explica —dice Benavides.
—¿Cuándo usted dice el Turco se refiere al presidente
Menem? —pregunta Eugenio.
—Sí, sí, de él hablo, pero con todo respeto. Yo lo voté.
—Pero se queja porque no puede cruzar el puente La No-
ria —dice Eugenio.
—Bueno —admite el chofer—, no es cuestión de pedir
todo. Ustedes porque son jóvenes, pero díganme: ¿cuándo
estuvimos así? Yo me siento en el primer mundo. Nos mane-
jamos con dólares, igual que ellos, como en el primer mundo,
¿me explico?
—Se explica —dice Benavides y por fin logra poner fin a
la conversación.
Eugenio ha cerrado los ojos, tal vez duerma. Por un largo
trecho van en silencio. Benavides mira por la ventanilla, está
seguro de que es la primera vez que anda por esas calles, y
seguramente será la última. De pronto, Eugenio abre los ojos
y pregunta:
—¿Qué edad tiene?
A Benavides le sorprende la pregunta, pero la sorpresa
dura poco: Eugenio no se dirige a él sino al chofer.
—A usted le digo, qué edad tiene.
El chofer lo mira por el espejo retrovisor.
—Estoy a punto de cumplir cincuenta —dice—, no lo pa-
rece, ¿no?
Eugenio hace un gesto de decepción.
—No me sirve —dice.
El chofer no ha dejado de mirar por el espejo retrovisor,
por lo que tuvo haber visto el ademán de Eugenio.
93
—¿Cómo que no le sirvo? —pregunta, agresivo.
—Necesito gente que haya pasado los sesenta —dice Eu-
genio—, para una película.
El chofer disminuye la marcha.
—¿Son del cine o de la televisión? —pregunta.
—Publicidad —dice Eugenio—, es para un aviso. Usted
es muy joven.
—Sí —reconoce el chofer—, pero anote mis datos, por
alguna vez si necesita a alguien más joven. Muchos me dicen
que tengo pasta de actor. Nunca estudié actuación, pero hay
cosas que nacen con uno, ¿me explico?
—Se explica —dice Benavides e imagina al chofer cru-
zando la alfombra roja, erguido y a paso firme, rumbo al es-
cenario en donde le darán el Oscar. En definitiva, todo es
posible: estamos de igual a igual.
Media hora después el coche entra por una calle de tierra y
se detiene frente a una pequeña casa de una sola planta.
—Llegamos —anuncia el chofer.
Benavides baja del auto y le pide que, por favor, lo espere.
—No sé si voy a encontrar a la persona que busco —dice.
Eugenio se queda en el coche, como prenda de garantía,
y Benavides se dirige hacia el pequeño jardín que precede a
la casa. Busca un timbre, no lo encuentra, decide golpear las
manos una y otra vez. No hay respuesta. Golpea con mayor
fuerza y, cuando está a punto de perder toda esperanza, ve
que la puerta se abre. Un hombre alto, de pelo largo, lacio y
canoso, muy pálido y flaco, pregunta a quién busca.
—A Isidro Aráoz —dice Benavides.
—Soy yo —dice el hombre y se acerca.
Raúl Benavides gira la cabeza hacia el coche, pero de in-
mediato se dirige a Aráoz.
—¿Es posible conseguir un remisse? —pregunta.
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—Tal vez sí —dice Aráoz—, aunque no lo puedo asegurar.
Benavides busca certezas.
—Ya vuelvo —dice y se dirige al coche, le pide a Eugenio
que baje y al chofer que lo espere, que no va a demorar más
de una hora.
El chofer se recuesta en el asiento, pone un cigarrillo en su
boca y enciende la radio.
—Cinco pesos por hora o fracción —dice mientras en-
ciende el cigarrillo.
95
15. En el nombre del padre
96
—Nacho —evoca Aráoz.
—Nacho —repite Benavides—, ¿podemos pasar?
—¿Qué se gana reviviendo el dolor? —dice Aráoz—. Pri-
mero materia, luego espíritu. Es ley de vida.
La frase suena a despedida. Benavides gira la cabeza hacia
Eugenio, tal vez ha sido un viaje inútil, con un solo beneficia-
do: el chofer del remisse que ganará cinco pesos por apenas
tres minutos de espera. Benavides se dispone a decir algo,
pero Aráoz hace un gesto de sorpresa, como si recién en este
momento descubriese que está ahí, junto a estos dos hombres
que no conoce.
—Por favor —dice, se echa a un costado y con un gesto
cortés los invita a entrar.
La puerta de la casa se encuentra a cinco pasos, literalmen-
te, de la puerta del jardín. Esos son los que ahora comienzan
a hacer Eugenio y Benavides. Aráoz va adelante, guiándolos.
Visto desde arriba, el triángulo se ha convertido en una línea
recta; el resto de la escena continúa igual.
Lo que podríamos denominar living tiene cierto aire mo-
nacal. Tres faroles Sol de Noche indican que el corte de luz
es una costumbre habitual en la zona. El mobiliario se reduce
a una vieja y gastada mesa frailera y a cinco sillas de mim-
bre que desentonan con la mesa. Desde las paredes diversos
posters proclaman la paz en el mundo y advierten acerca del
inmediato desastre ecológico. Algunos estantes de madera,
apoyados sobre ladrillos, sirven de biblioteca. Benavides al-
canza a ver volúmenes de new age y orientalismo, manuales
de yoga y algún libro de Mircea Eliade. En la punta de la
biblioteca hay un pequeño equipo de música. Se oye un tema,
que suena a hindú. Se percibe un inequívoco olor a marihua-
na, mezclado con el de tres sahumerios que Benavides acaba
de descubrir. Aráoz los invita a sentarse. Luego se sienta él y
comienza a armar un porro.
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—Bellum omnium contra omnes —murmura Aráoz, con la
cabeza baja.
Benavides mira a Eugenio, en busca de alguna respues-
ta. Eugenio asiente en silencio. Es difícil de entender cómo
este hippie trasnochado pudo haber sido esposo de Susana
Gonçalves. Aceite de ricino y agua de colonia. Sin embargo,
alguna vez tuvieron que haberse dicho esas cosas que suelen
decirse los jóvenes enamorados. Tal vez hubo un tiempo en
que Susana Gonçalves adhirió a la filosofía hippie. A Benavi-
des le cuesta imaginar a esa vieja bruja con peinado de trenzas
y ropas de seda de muchos colores. O tal vez hubo un tiempo
en que Isidro Aráoz fue un ejecutivo de pelo corto, saco, ca-
misa y corbata. Los yuppies de hoy son hijos de los hippies de
ayer. Acaso Isidro Aráoz rompe las reglas: antes yuppie ahora
hippie. Todo puede ser. Como también puede ser que Susana
Gonçalves y Isidro Aráoz hayan sido tal como son ahora y a
pesar de esa diferencia se quisieron de verdad: infinitos son
los caminos del amor. Habrá que aceptar que ese hombre fla-
co, cincuentón, con el pelo sujeto en coleta, un pequeño aro
en su oreja izquierda y seguramente un signo de la paz tatua-
do en su pecho, es el padre de Juan Ignacio. Un día del año
1980 Susana Gonçalves y Isidro Aráoz lo habían concebido.
En torno a su muerte se tejen tres posibilidades: accidente,
asesinato o suicidio. Hasta hoy Raúl Benavides supuso que
ha sido asesinato, pero ahora comprende que acaso es ne-
cesario recomponer ciertas cosas: con padres así el suicidio
comienza a tener cierta lógica.
—No entiendo —dice Benavides—, la frase, no la entiendo.
—Guerra entre todos contra todos —dice Eugenio—, es
de Thomas Hobbes, está en su libro Leviatán. Entonces que-
daba bien citar en latín.
Aráoz mira a Eugenio, tal vez haya cierta antipatía en esa
mirada.
98
—Caecus amor prolis —dice—: El amor a los hijos es ciego, y
vale para cualquier idioma.
—De eso queríamos hablarle, de su hijo —dice Benavides,
abre el paquete y le alcanza los ejemplares de Impacto—, estoy
escribiendo una serie de notas en torno a esa muerte.
Isidro Aráoz ni siquiera hojea las revistas, mira brevemen-
te algunas de sus tapas, señala el recuadro de una de ellas, en
la que se ve una pequeña foto de Juan Ignacio y, finalmente,
las coloca sobre la mesa. Ahora da una pitada profunda a su
porro, cierra los ojos y mantiene un buen rato el humo en los
pulmones; después entreabre apenas los labios y lentamente
lo deja escapar.
—Coincidirá conmigo —dice Benavides— que esa muer-
te tiene una serie de puntos oscuros.
Aráoz mueve levemente la cabeza y lleva otra vez el po-
rro a sus labios. Una nueva pitada profunda, aunque en esta
oportunidad no cierra los ojos: tiene la mirada perdida en
algún rincón del living. Luego de echar el humo, dice:
—Toda muerte tiene puntos oscuros.
—Sin duda —acepta Benavides—, pero en el caso de Juan
Ignacio se habla de un crimen, ¿usted qué piensa?
—Qué importa lo que yo piense. Lo único cierto es que
Juan Ignacio ya no está con nosotros y piense lo que piense
no podremos recuperarlo.
—¿Vivía con usted? —pregunta Eugenio.
Benavides teme escuchar una respuesta en latín.
—Con su madre, vivía con su madre —dice Aráoz y da
otra larga pitada.
Hay que esperar la ceremonia del humo: primero a los
pulmones, después la lenta salida por los labios entreabiertos.
—¿Juan Ignacio aceptó ir a vivir con su madre? —pregun-
ta Benavides.
—¿Eso qué importa? —dice Aráoz, sin abrir los ojos.
99
—¿Estuvieron casados mucho tiempo? —pregunta Eugenio.
La respuesta de Aráoz desorienta. En lugar de decir que
eso tampoco tiene importancia, precisa que han sido nueve
años, siete meses y dieciocho días. Benavides quiere saber la
razón de tanta exactitud.
—Sume —dice Aráoz—. Nueve más siete: dieciséis. Die-
ciséis más dieciocho: treinta y cuatro. Todo está escrito, ¿sabe
qué significa treinta y cuatro en la antigua cábala?
Benavides dice que no, que no sabe, y mira a Eugenio.
Por el gesto que hace su amigo, entiende que tampoco él
conoce el significado del número 34 en la cábala antigua.
Confía que Aráoz lo explique, pero Aráoz se limita a dar
otra fuerte pitada a su cigarrillo, ojos cerrados, humo a los
pulmones y labios entreabiertos.
—¿Cómo se llevaba usted con su hijo? —pregunta Benavides.
Aráoz abre los ojos.
—Lo veía poco —dice—. No solía venir por aquí. No
aceptaba mi modo de ver el mundo.
—Prefería la visión de su madre —dice Eugenio.
—No sé. Creo que tampoco. Tendrían que preguntárselo
a ella.
—¿Qué edad tenía Juan Ignacio cuando usted y su esposa
se separaron? —pregunta Benavides.
—Seis años.
—Esa separación tuvo que haberlo afectado —dice Bena-
vides.
Aráoz mira la punta del cigarrillo. Lo lleva otra vez a sus
labios, da una pitada corta y antes de echar el humo, dice:
—O no, tal vez él fue quien primero percibió que así es-
taba dispuesto. Hay un orden universal, establecido desde el
comienzo de las cosas que nosotros no podemos modificar.
Benavides queda esperando en vano la salida del humo.
Aráoz da otra pitada y continua:
100
—Muchos sienten que lo modifican, pero se equivocan:
así estaba establecido desde siempre.
Benavides va a decir algo, pero Eugenio se adelanta y pre-
gunta:
—¿Estaba pautado que hoy, viernes 11 de abril, íbamos a
venir a preguntarle por la muerte de su hijo?
—Sin duda —dice Aráoz y aplasta sobre un cenicero lo
poco que queda de su cigarrillo.
—¿Y usted nos estaba esperando?
—Seguramente —dice Aráoz—, seguramente en alguna
de mis conciencias los estaba esperando.
A Benavides y a Eugenio poco les importa el trascender
de las conciencias. Han viajado a Turdera para que el padre
de Juan Ignacio le cuente cosas del que fuera su hijo.
—¿Qué nos puede contar de Nacho? —dice Benavides.
Recurrir al sobrenombre del chico con el fin de conseguir
un toque más familiar, más cercano, no da resultado: Isidro
Aráoz comienza a liar otro cigarrillo y eso parece ser lo único
que realmente lo preocupa.
—Nada, no les puedo contar nada —dice, lleva el cigarri-
llo a su boca y antes de encenderlo, agrega—: Ella les puede
contar, vivía con ella.
—Su esposa, o la que fuera su esposa, ¿siempre fue así?
—pregunta Eugenio.
—¿Así cómo? —dice Aráoz.
—Así como es ahora —dice Eugenio.
—La gente es según quién la mire —dice Aráoz—. ¿Us-
tedes cómo la ven?
—Ella asegura que a Juan Ignacio lo mataron, ¿usted qué
piensa? —dice Benavides.
—Yo ya les dije lo que pienso. Siento mucho que no me
hayan comprendido.
101
Aráoz se pone de pie. Por un instante mira a Benavides y
a Eugenio, luego clava su vista en una de las ventanas y así se
queda, rígido, con los brazos al costado del cuerpo.
—Gracias —dice Benavides y se para.
—De acuerdo —dice Eugenio y también se para.
Los tres, nuevamente, conforman un triángulo que ya
mismo se convierte en una recta, porque ahora el trío camina
hacia la puerta de calle. Isidro Aráoz encabeza la fila. Cuando
salen al jardín, Benavides dice:
—Tal vez volvamos otro día, si es que así está establecido.
Aráoz aprueba en silencio y se queda en la puerta hasta
que Benavides y Eugenio llegan al coche. Antes de que el
motor se ponga en marcha entra en su casa.
—¿Nos vamos? —pregunta el chofer.
—Nos vamos —confirma Benavides, cuando han dejado
atrás la calle de tierra, mira a Eugenio y le pregunta—: ¿New
age o Neo liberalismo?
—Ni uno ni otro —dice Eugenio.
Benavides mira la hora.
—Tanto tantra me dio hambre —dice.
Eugenio se dirige al chofer y le pide que los deje en Suá-
rez y Montes de Oca. Benavides le pregunta la razón de esa
esquina, tan lejos de casa.
—Comeremos en Los Campeones —dice Eugenio—, la
mejor pizza a la piedra de los alrededores. El calor de la moz-
zarella y el sabor de un buen cabernet es el mejor modo de
cauterizar todas las estupideces que tuvimos que oír.
102
16. El camino de los sueños
103
pronto. La empresa que editaba Impacto andaba reclutando
jóvenes valores para nuevos proyectos. Benavides envió sus
datos y cuando ya comenzaba a perder toda esperanza, re-
cibió el aviso de que se presentara: había un puesto vacante
en Impacto. Esa tarde conoció a Di Salvo. «Impacto no es un
semanario de denuncias», le anticipó el hombre que iba a ser
su jefe y, a veces, también su amigo. Di Salvo supo enseñarle
algunos secretos de la profesión y Benavides demostró ser un
buen alumno. A los dos los unía el desinterés por las cosas
que pasaban a su alrededor, les daba lo mismo escribir acerca
de la madre Teresa o sobre el buen desempeño del seleccio-
nado argentino de water-polo. «Palo y a la bolsa», solía decir
Di Salvo cada vez que terminaba de editar una nota. Raúl
Benavides trabajaba y vivía en paz, con la misma tranquilidad
de un bancario que jamás tiene una diferencia en los arqueos
de caja. Todo bien hasta la tarde aquella en que Di Salvo le
pidió que escribiera sesenta líneas sobre ese chico que habían
encontrado muerto. Entonces se trastornó todo.
Benavides escribió la primera nota el jueves 6 de marzo,
una semana después apareció en Impacto. Ahora es viernes 18
de abril, ha pasado más de un mes. Benavides está a un paso
de convertirse en un periodista estrella, detalle que no le im-
pide compartir con Di Salvo una sobremesa en El Impasible.
Es un viernes lluvioso y húmedo. Di Salvo acaba de cargar su
pipa y, cuando se dispone a encenderla, Benavides repite que
le cuesta entender a personajes como Isidro Aráoz.
—Creeme, no lo entiendo —dice.
—Con un porro lo hubieras entendido —dice Di Salvo.
—Creo que ni así. Además, dejé de fumar. Desde entonces
integro la legión de gente sana.
Di Salvo ríe.
—La yerba daña menos que el tabaco, y en esta oportuni-
dad te hubiera servido —dice.
104
Benavides insiste que no, que aun fumado no hay manera
de entender el discurso de un hippie trasnochado.
—Es fácil —asegura Di Salvo.
—No para mí —dice Benavides—: ¿Sabés algo de la cábala?
—Se usa mucho para el juego —dice Di Salvo—, pero yo
no soy jugador.
—No hablo de esa cábala. Hablo de la cábala hebrea. Isi-
dro Aráoz mencionó un número cabalístico, el 34, pero no
me dio la menor explicación.
—No te puedo ayudar en eso —dice Di Salvo—. Una vez
leí un libro sobre la cábala, no recuerdo a su autor, pero re-
cuerdo que no entendí nada.
—Te hubieras fumado un porro —dice Benavides.
—Lo leí fumado.
—¿Y ni así?
—Ni así —dice Di Salvo y se pone de pie—. Es hora de
volver: nos espera un cierre complicado.
Están en la calle, Raúl Benavides habla de sus miedos.
Confiesa que el asunto Aráoz empieza a preocuparle, dice
que tal vez él no es el periodista ideal para seguir con esas
notas.
—Ahora jurame que te pasás las noches en vela y yo me
echo a llorar —dice Di Salvo.
—Duermo muy bien —asegura Benavides—, pero mu-
chas mañanas, al despertarme, me pregunto si es necesario
seguir con esto.
—Es el precio —dice Di Salvo—, todos los periodistas
que están por tocar el techo de la fama tienen esos miedos y
esas dudas.
—No jodas, Di Salvo, vos sabés de lo que te estoy hablando.
—Vos también lo sabés —dice Di Salvo.
El resto del camino lo hacen en silencio o dicen cosas sin
importancia. Llegan a la recepción. Mumi está de espaldas,
105
pero gira el cuerpo ni bien los oye, señala a Benavides y anun-
cia que le dejaron un mensaje.
—¿Dónde está el sobre? —pregunta Benavides, con la se-
guridad de que se trata de una nueva amenaza.
—No hay ningún sobre —dice Mumi—. Te llamó el pro-
ductor de Tiempo Nuevo para invitarte al programa. Te ne-
cesitan en la emisión del martes, pidió que lo confirmaras
cuanto antes.
—No te podés quejar, el tío Bernie te invita —dice Di
Salvo—, ya no hay quien te pare.
—Vamos, dijiste que nos espera un cierre complicado —
dice Benavides. Pretende simular indiferencia, pero no lo
consigue.
106
17. Network, un mundo implacable
107
Eugenio usa el contestador como filtro. A lo largo del fin
de semana, Benavides repitió el mismo anuncio: «Soy Raúl,
¿estás ahí?», y una vez confirmada la ausencia, completó: «lla-
mame en cuanto puedas». No hubo respuesta, por lo que,
indudablemente, Eugenio no estuvo en su casa ese fin de se-
mana. ¿Dónde había estado? Esa pregunta solo puede con-
testarla Eugenio y hoy, lunes 21, por fin la contesta.
—Un romance imprevisto —dice—, Mar del Plata en
abril tiene su encanto.
—¿La conozco?
Es muy difícil que alguien llame a Benavides antes de las
nueve de la mañana. Por eso, al sonar el timbre del teléfo-
no, Benavides atendió de mala gana, convencido de que se
trataba de una nueva amenaza. La voz de Eugenio le borró
la inquietud y el malhumor. Benavides quiso saber a qué se
debía el largo silencio del fin de semana. Supo que había sido
a causa de un romance imprevisto y ahora acaba de preguntar
si es alguien que él conoce.
—No —dice Eugenio—, y tampoco la vas a conocer: ya
fue, pero mientras fue, fue bueno.
Eugenio no entra en detalles acerca de esa bondad, y
Benavides tampoco se interesa en demorarse en esos detalles.
Quiere ofrecerle la noticia que no pudo darle ni el sábado ni
el domingo.
—Esta noche tengo que ir al programa de Neustadt —
dice.
—No te privás de nada —dice Eugenio.
Benavides podría preguntarle la razón de ese tono de
burla o preguntarle qué tiene de malo ir a un programa que
puede servir de tribuna o preguntarle que hubiera hecho él,
Eugenio, si lo hubiesen invitado, pero solo pregunta:
—¿El tío Bernie no te cae bien?
—Como el culo, me cae como el culo.
108
Eugenio ha sido terminante. Benavides le pregunta el por-
qué de ese juicio. Eugenio le pide que lo espere un minuto,
que ya se lo explica. Benavides acepta la espera, que se pro-
longa por más de un minuto.
—¿Seguís ahí? —pregunta Eugenio y descontando que
Benavides no se fue agrega—: Esto es lo que dijo tu tío Ber-
nie en el 77: «Videla es lo mejor que nos pudo pasar», dijo, y
dijo «que era un soldado en estado puro, católico practicante,
que supo hacer una limpieza general». Íntimo amigo de tu
actual presidente. Son tal para cual. En 1990 Menem indultó
a Videla y a los otros soldados en estado puro.
Benavides no se sorprende por el discurso: Eugenio es
proclive a los momentos apasionados. Sí le sorprenden las ci-
tas textuales, ¿por qué las tendría? Se lo pregunta. Eugenio le
cuenta que eran apuntes para una frustrada campaña política.
—No solo hago jingles para las AFJP —dice—. Neustadt
fue un obsecuente defensor de los milicos asesinos. Con ese
hombre vas a estar esta noche, no pienso verte.
—Me verán millones de argentinos —dice Benavides—,
después te cuento.
Llega al canal una hora antes, tal como le habían pedido.
Cuando se lo pidieron, Benavides se preguntó —aunque no
les preguntó— el porqué de tanta antelación. Para el progra-
ma de Susana Giménez tuvo que presentarse entre los quince
o veinte minutos previos al comienzo. Claro que Susana Gi-
ménez no se puede comparar con Neustadt, ¿o sí? Eso puede
ser un tema de discusión con Eugenio. Ahora Benavides está
en uno de los sillones de la sala de maquillaje. En el sillón
vecino hay un hombre de traje gris cruzado, y un poco más
allá una mujer con un vestido de múltiples colores. Los tres
aguardan a la maquilladora dispuesta a ponerles crema en
la cara, de ese modo la piel pierde brillo ante las cámaras.
Benavides no conoce ni al hombre ni a la mujer, supone que
109
ellos tampoco lo conocen a él. La maquilladora comienza a
trabajar sobre la cara de Benavides. Un rato después le toca
suavemente el hombro con el fin de anunciarle que ya le qui-
tó el brillo. Benavides agradece y se levanta del sillón. No
sabe qué hacer, pero una productora viene en su ayuda y pide
que la acompañe. Benavides está a punto de preguntarle si
Neustadt entrevistará a los tres invitados al mismo tiempo,
pero no es necesario porque en este momento llega otra pro-
ductora junto al hombre de traje gris cruzado. La productora
conduce al hombre hacia el plató. Ahí lo recibe Neustadt y de
inmediato lo presenta. Es un economista chileno. «Un Chi-
cago Boy», anuncia y agrega que es uno de los artífices del
milagro económico producido en Chile durante el gobierno
del general Pinochet.
Benavides está sentado en una banqueta junto a la mujer
con vestido de múltiples colores. La productora los invitó a
que ocuparan esa banqueta y les dijo que en un rato los lla-
marán. Benavides y la mujer intercambian sonrisas corteses.
Ambos oyen cómo el economista chileno explica las razones
del milagro. Benavides no le presta mayor atención, intenta
disimular su ansiedad, solo espera a que lo llamen y, en tanto,
trata de ordenar lo que piensa decir cuando por fin esté ante
las cámaras. Advierte que no sabe muy bien qué dirá y justo
en ese momento la productora le anuncia que es su turno.
«Luego de la tanda, usted», dice.
Es una mesa ovalada, a un costado ubican a Benavides, en
el otro costado se encuentra Neustadt. Parece no haber nota-
do la presencia de Benavides porque con palabras engoladas
elogia la política económica del gobierno, dice que comenza-
mos a situarnos entre los países del primer mundo y asegura
que en ese primer mundo comienzan a tratarnos con respeto.
Benavides, que no sabe hacia dónde mirar y qué hacer con sus
manos, se pregunta qué tendrá que ver eso con la muerte de
110
Juan Ignacio. Neustadt responde esa pregunta, porque ahora
gira su cara, casi su cuerpo, hacia otra cámara y dice:
—¿Crimen, suicidio, accidente? Solo Juan Ignacio Aráoz
puede responder a esa pregunta. Pero Nacho guarda silencio,
se encuentra en un sitio del que no se vuelve. A tres años de
su muerte, se abrió una nueva investigación. Raúl Benavides,
un joven periodista de Impacto, es quien la abrió.
Benavides supone que ahora la cámara lo toma a él, por lo
que cambia el gesto y ensaya una leve sonrisa, pero no dice
nada.
—Le voy a hacer una pregunta —continúa Neustadt—,
un planteo antipático, pero muy antipático: ¿periodismo ver-
dad, periodismo de investigación o puro periodismo amarillo,
bizarro, escandaloso?
Benavides arma un gesto grave, como quien medita la res-
puesta, y de inmediato, con cierto tono humilde, pero a la vez
categórico, dice que está llevando una investigación seria, que
producirá más de una sorpresa.
—De eso se trata —afirma Neustadt—. Quienes leemos
Impacto seguimos con atención sus notas. En ellas se anun-
cian cosas que luego no se materializan, ¿me explico?
—No del todo —se atreve a decir Benavides—. Cuando
hacemos periodismo verdad no podemos llegar a una conclu-
sión definitiva si antes no contamos con la certeza, también
definitiva, de que tenemos pruebas concluyentes acerca de lo
que estamos afirmando.
—¿Por qué entonces desliza sospechas en torno al Club
Social donde ocurrió el accidente y además torna sospecho-
sos a los miembros de ese Club, gente de honor y probado
prestigio?
—No deslizo sospechas —dice Benavides—, abro inte-
rrogantes. En cuanto a los miembros del Club, coincido con
usted, es gente de honor y probado prestigio. Pero supongo
111
que coincidirá conmigo en que a lo largo de la historia hubo
muchísima gente de honor y de probado prestigio que fue
cómplice de actos terribles.
—¿Cómplice de actos terribles los miembros del Club?
Usted afirma algo fuerte, sin duda.
Desde hace un buen rato, Benavides no se preocupa por
las cámaras que lo están tomando.
—No los hago cómplices —dice—, pero cuento con algu-
nas pruebas inquietantes.
—¿Las encontraremos en el próximo número de Impacto?
Benavides repite la ceremonia del corto silencio y luego,
con tono pausado, anticipa la nota que piensa escribir. Dice
que conoció al padre de Juan Ignacio Aráoz. Lo retrata como
una suerte de filósofo de la no violencia que, por propia deci-
sión, cultiva el bajo perfil. Asegura que el encuentro con Isi-
dro Aráoz fue muy enriquecedor y sirvió para alumbrar más
de un punto oscuro. Dice que eso podrá leerse en el próximo
número de Impacto.
—Que mañana estará en todos los quioscos —completa
Neustadt.
—El jueves —corrige Benavides y cree que han llegado al
final de la entrevista.
Se equivoca. Neustadt anuncia que aún queda una pre-
gunta.
—La última, tal vez —dice—: ¿En Impacto del jueves ha-
brá nuevos datos sobre ese misterioso Club?
—Los habrá —asegura Benavides—, por ahora es todo lo
que puedo decir.
Neustadt lo señala con el índice de su mano derecha.
—Usted parece un hombre inteligente —dice—, zonzo
no parece. Supongo que sabrá lo que hace. Gracias por ha-
berme soportado.
112
Por señas, la productora le indica a Benavides que ya se
puede poner de pie. Benavides se para y camina hacia la ban-
queta. Con una sonrisa se despide de la mujer con vestido
de múltiples colores, continúa sin saber quién es y de qué
hablará, y sigue a la productora que lo acompaña a la sala de
maquillaje. Se acomoda en el sillón y cierra los ojos. Mientras
le quitan la crema de la cara, piensa en las últimas palabras de
Neustadt: supongo que sabrá lo que hace. Cuando la maqui-
lladora le golpea el hombro para advertirle que ha concluido,
tiene la certeza de que esas palabras cargan un definitivo tono
de amenaza.
113
18. Saló o los 120 días de Sodoma
114
no está editando ninguna nota: lo entretiene un solitario, otra
de sus secretas pasiones.
—¿Y la tropa? —pregunta Benavides.
Sin quitar los ojos de la pantalla, Di Salvo informa que
los muchachos están de asamblea. Benavides se encoge de
hombros.
—¿Me viste? —pregunta.
—Te vi —dice Di Salvo y por fin retira los ojos de la pan-
talla—. Creaste suspenso. Santángelo te agradecerá la publi-
cidad; en caso de que aumenten las ventas, claro.
—Santángelo dice que Neustadt es un maestro.
—No creas en todo lo que dice el Muñeco.
Benavides aprueba con un gesto y antes de que Di Salvo
gire otra vez hacia la computadora, hace la pregunta que des-
de ayer lo inquieta.
—Neustadt tenía cierto tono amenazante, ¿lo notaste?
—pregunta.
Di Salvo vacía su pipa en el cesto de los papeles, mira fijo
a Benavides y dice:
—Neustadt es una amenaza en sí mismo, pero cortala de
una vez: nadie te va a chupar.
—El tono —insiste Benavides—, por el tono digo.
Di Salvo le explica que es imposible discutir sobre los to-
nos de voz, lo que para algunos puede significar amenaza,
para otro puede ser indiferencia o incluso cariño.
—Para mí no fue ni una cosa ni la otra, simplemente no le
presté atención —concluye.
Benavides otra vez aprueba y pregunta si alguien lo llamó.
—Mumi no está —dice— y a Marisa no la trago.
—Tranquilo —dice Di Salvo—, aquí estoy yo, señor, para
atenderlo. Te llamó Susana Gonçalves, dijo que la llames
cuanto antes. A vos que te preocupan los tonos, lo dijo con
tono de pocos amigos.
115
—¿Nadie más? —quiere saber Benavides y piensa que tal
vez Neustadt no tiene la audiencia que dicen que tiene.
—Sí —dice Di Salvo—, hubo otra llamada.
—Paula —dice Benavides—, estaba seguro de que iba a
llamar.
Di Salvo niega moviendo la cabeza.
—No, nada de Paula —dice—, era la voz de un hombre.
Preguntó por vos, le dije que no estabas, que podía hablar
conmigo. El tipo hizo un gruñido corto, o es lo que yo creí oír,
y se largó con un discurso místico, divertido y delirante, como
son esos discursos. Pensé que se trataba del padre de Juan
Ignacio, por lo que me habías contado. Le iba a preguntar si
era el padre de Juan Ignacio, pero el tipo no me dio tiempo,
gritó que vos eras Judas y cortó.
—Otra amenaza —dice Benavides.
—Otro loco, no te preocupes —dice Di Salvo—, no todos
constituyen una amenaza.
—No me preocupo —miente Benavides y va a su escrito-
rio, dispuesto a llamar a Susana Gonçalves.
En el primer intento encuentra la línea ocupada. Deja pa-
sar unos minutos e insiste. Ahora suena, pero nadie se inquie-
ta por atender. Cuando está a punto de colgar, Benavides oye
una voz, un timbre de voz, que se le ha vuelto inconfundible:
Susana Gonçalves pregunta quién llama.
—Benavides, soy Raúl Benavides. Usted quería hablar
conmigo.
—Sí, quería hablar con usted —dice Susana Gonçalves—
¿Por qué fue a entrevistar a mi marido?
A Benavides le sorprende la pregunta, aunque nada debe-
ría sorprenderle de esta mujer.
—A su ex marido —dice.
—A mi marido —insiste Susana Gonçalves—, lo que
Dios ha unido no puede separarlo el hombre.
116
Benavides se dispone a oír otro discurso místico. Comien-
za a pensar que tal vez es un mal de familia. ¿Juan Ignacio
también habrá sido así? Tendrá que preguntárselo a Paula.
—Quiero saber qué habló con mi marido, qué fue lo que
él le dijo.
—Lo puede leer en Impacto —dice Benavides—, saldrá
el jueves.
Benavides acaba de recurrir a un tono entre agresivo y
amable y antes de que Susana Gonçalves se largue otra vez
con sus protestas, dice que debe cortar, que lo están llamando
por la otra línea. No espera respuesta, cuelga y por un buen
rato deja la mano apoyada sobre el auricular. ¿Qué habrán te-
nido en común Susana Gonçalves y Isidro Aráoz? El teléfo-
no suena nuevamente. Atiende dispuesto a oír la voz chillona
de la Gonçalves. Nada de eso, ahora oye una voz de mujer que
le suena de maravillas.
—Tenemos que hablar —dice Paula Grimaldi—. Hice
una de limón, me dijiste que te gustaba.
Benavides no recuerda haber dicho eso. Se asombra por la
buena memoria de Paula y dice que estará por allí a la hora
del té. Llega puntual. Sabe que sobre la mesa ratona del living
estarán la tetera, dos platos, dos tazas y, por supuesto, la torta
de limón. Paula le ofrece un buen trozo. Benavides la prueba
y hace un gesto de halago. Bebe un sorbo de té con la vana
esperanza de que lo ayude a digerirla. Las tortas de Paula
Grimaldi no han modificado su sabor, Paula, en cambio, se
ve más atractiva. Benavides comienza a descubrirle ciertos
rasgos que hasta ese momento habían pasado desapercibidos.
«La gente es según quién la mire», había dicho Isidro Aráoz
y en eso tal vez tenía razón.
—¿El encuentro es solo para beber saborear tus exquisite-
ces y beber el té? —pregunta.
117
—Además —dice Paula— quería hablar con vos por lo
que contaste en ese programa de TV.
No ha dicho ni Neustadt ni Tiempo Nuevo, sus razones
tendrá.
—¿Lo que conté? —pregunta Benavides.
—Sí —dice Paula—, quiero saber de qué hablaste con Isi-
dro, el padre de Juan Ignacio.
—Lo que anticipé en el programa —dice Benavides y por
alguna razón que no alcanza a explicarse también él omite
nombres—, el resto saldrá el jueves en Impacto.
Dos mujeres se han interesado por su charla con Isidro
Aráoz. En Susana Gonçalves es comprensible: había sido la
esposa. ¿Paula Grimaldi habrá sido su amante?
—Me pareció un pobre tipo, Isidro Aráoz, digo —afirma
Benavides y espera la defensa de Paula.
Paula aprueba ese juicio. Benavides se alegra.
—Está fuera de época —agrega con tono indulgente.
—Sí, pero ¿qué te dijo de Juan Ignacio?
—Nada, poco o nada.
—En televisión dijiste que te había revelado una serie
de cosas.
—Son cosas que se dicen por televisión.
—¡No me mientas! —dice Paula Grimaldi y parece in-
dignada.
—En todo caso le miento a los espectadores. A vos te es-
toy diciendo la verdad. Ese hombre solo recita tonterías.
Paula sirve otra taza de té.
—¿Sabía algo de las fiestas que se hacían en el Club? —
pregunta.
—¿Qué fiestas?
—No te hagas el ingenuo. Vos sabés de qué fiestas hablo.
Benavides asegura que nada sabe de esas fiestas. ¿Qué fies-
tas?, repite, y de pronto se siente como el pastor en la fábula
118
del lobo y las ovejas, con la diferencia de que el pastor mentía
y él no. Paula le cree. Con voz pausada habla de ciertas reu-
niones que se realizaban en algún sitio de ese Club. Dice que
iba gente importante, muy importante. Empresarios pode-
rosos y altos funcionarios del gobierno. Benavides imagina
reuniones masivas, Paula de inmediato le quita esa idea.
—Grupos reducidos —dice—, no más de cinco personas.
—Una mesa de póquer —dice Benavides.
—El póquer es un juego limpio —dice Paula—. Eso, en
cambio, no era un juego, era una porquería. ¿Comprendés
qué quiero decir cuando hablo de fiestitas privadas?
Benavides hace una sonrisa comprensiva.
—No es difícil de entender —dice—: reuniones con chicas
de buen precio y mejor cuerpo. Tanto tienes, tanto vales. Fies-
titas como esas se hacen en casi todos los barrios de Buenos
Aires. Podés organizarlas en menos de quince minutos; basta
con que consultes el rubro 59 de los clasificados de Clarín.
Paula apoya la taza de té sobre la mesa y lo mira de mala
manera.
—No te hagas el cínico —dice—. No hablo de prostitutas.
—¿Hablás de jóvenes modelos que mágicamente se ena-
moran de empresarios poderosos? Ellas también guardan la
lista de precios en la cartera.
—No hablo de las chicas que posan en tu revista —dice
Paula y se pone de pie.
Benavides no se mueve del sillón. Es necesario mantener la
calma, tiene que proceder con cautela para no arruinar lo poco
que hasta este momento ha conseguido. Arma una sonrisa que,
desea, no sea cínica y le pide que no lo malinterprete. Durante
un rato habla de los sapos que se deben tragar los periodistas y
explica que el cinismo es un modo de defenderse. Se dispone a
pronunciar un discurso acerca del sagrado ejercicio de la pro-
fesión, pero no es necesario: Paula Grimaldi vuelve a sentarse,
119
recoge algunas miguitas dispersas sobre la mesa y le pregunta si
quiere más. El martirio a cambio de la información. Benavides
dice que sí, que será un placer, y le alcanza el plato conciliador.
Paula Grimaldi le devuelve el plato cargado con una porción ge-
nerosa. Benavides lleva un trozo a su boca y lo degusta con gesto
de gourmet; después intenta una sonrisa que resuma tanto gozo
y placer. Ahora solo debe esperar las palabras de su anfitriona.
—¿Cuánto hace que sos periodista? —pregunta Paula.
A lo largo de casi diez minutos hablan de la prensa amari-
lla y de las ventajas y desventajas del periodismo en cualquie-
ra de sus modalidades. Benavides ha comido casi la mitad de
la torta y con cada trozo que lleva a su boca pierde la esperan-
za de lograr algo más de información. Debe arriesgarse. Dice:
—Me estabas hablando de ciertas fiestitas. Si no asistían
ni prostitutas ni señoritas con ansias de progreso, ¿Quiénes
iban? ¿Travestis?
—Tenés poca imaginación o sos algo ingenuo —dice Paula.
Benavides piensa en una reunión de homosexuales. No ve
ningún peligro. Está a punto de preguntarle si es homofóbica.
—¿Homosexuales? —pregunta casi para sí.
—Definitivamente, tenés poca imaginación —dice Pau-
la—, o tal vez decidiste negar algo que está frente a tus ojos.
Frente a los ojos de Benavides solo hay un plato con res-
tos de un mazacote. Benavides hace un rápido inventario de
posibles fiestas innobles: con animales, con cadáveres, con
deformes, de pronto se detiene, está a punto de gritar: «¡Eu-
reka!», pero solo dice:
—Con chicos. Las fiestas eran con chicos.
—Así dicen —confirma Paula.
—Contame lo que sepas —pide Benavides.
Paula sabe poco, pero sospecha mucho. Se apresura a acla-
rarle que no tiene forma de probar nada. «Solo son sospe-
chas», dice.
120
—Sabrás que el Club prestaba sus instalaciones deportivas
a los colegios de la zona que carecían de gimnasio.
—Lo sé —dice Benavides—, y también sé que Juan Igna-
cio Aráoz era alumno de uno de esos colegios.
—Lo era —confirma Paula.
—E iba a esas fiestas —agrega Benavides.
—Tal vez —dice Paula.
—No sos precisa. ¿Todos los alumnos que venían al Club
iban a esas fiestas? —pregunta Benavides.
—No seas exagerado. Sabés que no. Los chicos que parti-
cipaban de las fiestitas se podían contar con los dedos de una
sola mano.
—Por lo que ahora, si descontamos a Juan Ignacio, queda-
rían apenas cuatro —indica Benavides.
—Que no van a decir una sola palabra —confirma Paula.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque nadie anda contando en público las porquerías
que hace en privado.
Paula Grimaldi, mujer al fin, es un pozo de sorpresas. De
pronto parece conocer al dedillo la oscura historia de ese Club.
—¿Cómo sabés tanto? —pregunta Benavides.
—No sé nada—dice Paula Grimaldi—, solo intuyo.
Benavides no cree en la intuición de Paula, supone que ella
sabe bastante más de lo que dice. Debe andar con cuidado,
controlar cada palabra, la mínima ofensa podría hacer que se
calle definitivamente.
—Estamos como al principio —admite Benavides—, nos
manejamos con base en sospechas. Los chicos no hablan y no
creo que los socios del Club divulguen sus travesuras por los
alrededores.
—Seguro, son muy reservados.
Benavides intenta que la pregunta sea inocente:
—Entonces, ¿vos cómo lo sabés? —pregunta.
121
—Juan Ignacio me contó algo —dice Paula—, él conocía
a más de un socio.
—¿Conocía? ¿Entonces te contó qué hacían?
—No, solo lo insinuaba. Daba a entender que él no tenía
nada que ver con eso.
—¿Qué era «eso»? ¿La reunión de algunos señores con
algunos chicos? —pregunta Benavides.
—¿Decime qué pueden hacer cuatro o cinco respetables
señores encerrados, bajo absoluto secreto, con chicos de entre
doce y quince años? —pregunta Paula.
—Eso depende de tu imaginación. Tal vez le explicaban
de qué modo se conduce exitosamente una empresa o cómo
transitar los sinuosos caminos de la política. ¿Por qué no pen-
sar que se trataba de gente de bien que se preocupaba por el
futuro de ciertos chicos cuidadosamente elegidos?
—Vas por el camino correcto —sonríe Paula—: chicos
elegidos con especial cuidado, aunque no precisamente para
explicarles los misterios del marketing. Los encuentros se ha-
cían una o dos veces por semana, cuando en el Club casi no
quedaba nadie.
—Fagot tuvo que verlos —dice Benavides.
Paula Grimaldi se sorprende.
—Dijiste que no conocías a ese hombre —dice.
Benavides advierte su error. No puede demorar la respuesta.
—Y no lo conozco —confiesa—, vos lo nombraste cuando
me contaste la historia del Club.
—Pero no te dije quién era y qué hacía.
—Lo dijiste. Me dijiste que era el intendente o cosa pa-
recida.
—¿Y el nombre te quedó grabado?
—El nombre no, el apellido. Es como si hubiera sido pia-
no o arpa o trompeta, te tiene que quedar; un apellido así te
tiene que quedar.
122
El argumento resulta razonable.
—Sí, Fagot tuvo que verlos —reconoce Paula—, pasa día
y noche en ese Club.
Benavides ha superado el obstáculo. Sabe que en lo suce-
sivo deberá controlar cada cosa que diga.
—¿Ese tal Fagot les cuidaba las espaldas? —pregunta.
—No creo. Supongo que aceptaba las cosas tal cual eran.
—¿Qué cosas? —pregunta Benavides.
—¡Las fiestitas! —grita Paula, indignada— ¡Por favor, no
te hagas el idiota! ¿O seguís pensando que eran reuniones
pedagógicas?
—No pienso nada —dice Benavides y no miente—, pero
hasta ahora no me diste una sola prueba.
—Ni creo que pueda dártelas. Pero estoy segura de que
en esas reuniones secretas se cocinaban las peores porquerías,
cosas inmundas.
—Algo así como Saló —dice Benavides.
—¿Saló? —se sorprende Paula.
—Pasolini —dice Benavides—, Saló o los 120 días de Sodoma.
—Eso, eso mismo —dice Paula Grimaldi—, aunque en
este caso prescindían de las mujeres, elegían exclusivamente a
chicos. Las porquerías las hacían exclusivamente con chicos.
Champagne y cocaína.
—Es duro lo que decís.
—Es duro lo que hacían. Pero no tengo modo de probarlo.
—Más allá de que puedas probarlo o no, sigo sin entender
qué tiene que ver eso con la muerte de Juan Ignacio Aráoz.
—Tampoco yo lo entiendo, es el gran misterio: quién lo
mató y por qué lo mataron —reconoce Paula Grimaldi y se
pone de pie.
Benavides entiende que es hora de irse. Fue una buena co-
secha y la torta de limón no parece haber dañado su estómago.
123
19. Con la muerte en los talones
124
le para una nota de color, pero no le dijo por qué tenía que ir
a esa biblioteca; Benavides tampoco se lo preguntó. Impacto
ya estaba en la calle, por lo que no tenía apuro por llegar a
la redacción. Una hora después, él y Eugenio entraban en la
Sociedad Luz. Eugenio habló un largo rato con el que podría
ser uno de los directivos. Benavides se apartó de ellos y fijó
su atención en un gran retrato de Marx que colgaba de una
de las paredes del hall. Nuevamente en la calle, Eugenio le
contó que la Sociedad Luz tal vez era el futuro escenario para
una campaña publicitaria o para un corto. Benavides no le
prestó mayor atención porque justo en ese momento pasaban
frente a un quiosco de revistas. Señaló la tapa de Impacto y
le dijo que en ese número había una nota que podría causar
revuelo. Al llegar a Brandsen y Montes de Oca, Benavides
ignoró la pizzería en la que habían comido una semana antes,
pero puso su atención en el bar de la vereda de enfrente, en
el nombre de ese bar: El Pensamiento. Benavides dijo que se
llamaba así en homenaje a la flor. Eugenio sostuvo que era un
argumento algo elemental, que había que buscar razones más
profundas, pero en lugar de buscar esas razones preguntó por
qué la nota en Impacto iba a causar revuelo. Benavides le con-
tó qué planteaba en la nota. Eugenio se interesó y ambos de-
cidieron que El Pensamiento era un buen sitio para hablar de
ello. Eligieron una mesa junto a la ventana. Ahora, después
de conocer qué diferencia hay entre pedófilo y pederasta, Eu-
genio le pregunta de dónde sacó el material para escribir esa
nota. Benavides dice que el material se lo brindó Paula, que
él se limitó a contar lo que le contara Paula. Eugenio hace un
gesto despreciativo.
—Pensé que era una fuente más seria —dice—. No podés
apoyarte en el delirio de una profesora de literatura, algo his-
térica y sin nadie que la trate con la atención que se merece.
—No es como vos pensás —dice Benavides.
125
—Es como yo pienso —dice Eugenio—. Cortala con esa
señora y por ahí hasta te convertís en un buen periodista.
—Para consejos prefiero los del Viejo Vizcacha —dice
Benavides y apoya la taza sobre la mesa— ¿Probaste el café?
—Una mierda —confirma Eugenio.
Benavides se alegra de que al menos en algo coinciden.
Dice que tiene que volver a la redacción.
—Vamos en un taxi, te dejo de paso —dice Eugenio.
Durante el viaje casi no hablan. Benavides espera que en
algún momento Eugenio se refiera a Tiempo Nuevo, pero es-
pera en vano. Por lo que se ve, su amigo decidió ignorar a
Neustadt y a su programa. Ahora Benavides baja del auto con
la esperanza de encontrar a Di Salvo.
—Se fue hace más de una hora, dijo que volverá —infor-
ma Mumi y agrega—: a vos te llamó una tal Susana Gonçal-
ves, dijo que a las seis te espera en el Petit Colón.
Benavides mira la hora, faltan diez minutos para la seis.
—¿Te dijo para qué? —pregunta.
—No —dice Mumi—, pero insistió en que era muy im-
portante.
Ahora Benavides está en una mesa del rincón. Ha pedi-
do un té y antes de que el mozo se lo traiga ve que Susana
Gonçalves entra por una de las puertas laterales. No parece
venir en son de paz.
—¿Qué quiso dar a entender? —pregunta ni bien se sienta.
—¿Dar a entender?
—Sí, con lo que escribió acerca de mi hijo. Eso de que
Nacho iba al Club por cosas raras.
Se ve de verdad crispada. Benavides decide ser cauteloso.
—Es lo que cuentan —dice.
—¿Quién lo cuenta? ¿Esa miserable profesora? —dice
Susana Gonçalves. Tiene tono de pregunta, pero es una afir-
mación.
126
Benavides le recuerda que los periodistas están autoriza-
dos a no revelar las fuentes. Dice que si lo ha llamado para
eso pierde el tiempo y dice que a él le interesaba tanto como
a ella llegar a la verdad.
—Pero no de esta manera —dice Susana Gonçalves—.
No con mentiras, no ensuciando a mi hijo.
—¿Ensuciarlo?
—Usted sabe de qué hablo. Todo lo que le dijo esa pro-
fesora es mentira. Nacho iba exclusivamente a nadar, solo
a nadar.
—Si usted lo dice —acepta Benavides—, debe ser verdad.
—¡Es la única verdad! —dice Susana Gonçalves y de su
cartera saca un par de hojas de papel, muy ajadas. Parece la
fotocopia de algo.
Benavides aprueba, obediente.
—Oiga, oiga bien —dice Susana Gonçalves—: «A la au-
diencia dispuesta en autos a fin de aclarar los términos del
informe relativo a la autopsia de Juan Ignacio Aráoz, mani-
festando ambos comparecientes que prestaban juramento a
decir la verdad, conocer las penalidades del falso testimonio
y no…».
—Sí, sí —interrumpe Benavides—, es un informe forense,
¿a dónde quiere llegar?
—A esto —dice Susana Gonçalves, saltea algunos párra-
fos y lee—: «el deceso se produce como consecuencia de los
politraumatismos que provocaron fracturas múltiples en las
piernas, en las mandíbulas superior e inferior y en las costillas
del sector izquierdo». ¿Comprende?, así murió mi hijo.
Benavides no comprende nada. Ni el interés de esa mujer
en explicarle cómo ha muerto su hijo ni por qué en esa au-
topsia que le acaba de leer hay una serie de párrafos prolija-
mente tachados con marcador negro.
—Hay algo que no entiendo —dice.
127
Susana Gonçalves no lo oye. Se ha puesto de pie, murmura
algo que Benavides no logra escuchar y se marcha. Benavides
toma lo que queda del té, deja unos pesos sobre la mesa, sale
del Petit Colón y ya en la calle duda si regresar a Impacto o
volver a su casa. Decide volver a su casa. Mañana hablará con
Di Salvo: solo él puede conseguir una copia de esa autopsia.
Ahí hay algo que no cierra y necesita saber qué es.
128
20. Ciudadano Kane
129
—Por algo estaban tachados —dice Benavides.
—Suele pasar —explica Di Salvo—. Tal vez eran cosas
muy duras. Cuando describen al cadáver los forenses se olvi-
dan de la poesía. La pobre mujer no querría volver a leerlos
y los tachó.
—Conseguime una copia de esa autopsia —dice Benavi-
des—, y si tiene algo raro, juro en nombre de la poesía que te
invito con un combo de McDonald’s.
—Espero que no tenga cosas raras —dice Di Salvo.
Benavides festeja el chiste y se dirige a su escritorio.
Ni bien llega deja de reír. Junto a la computadora hay un
pequeño paquete, envuelto en un brillante papel de regalo.
En una tarjeta, adherida al paquete, lee su nombre, mal
escrito: han puesto Benavidez, con zeta. Marca el número
de Mumi.
—Hay un paquete sobre mi mesa, ¿quién lo trajo? —pre-
gunta.
—Un chico, recién —dice Mumi—. No tuve que firmar
nada. Dijo que era para vos, lo dejó y se fue.
Benavides levanta el paquete con cuidado y lo lleva hasta
la pecera de Di Salvo.
—Llegó recién —dice.
—¿Y? —pregunta Di Salvo.
—Podría ser una bomba —decreta Benavides.
—Se parece más a un reloj de pulsera —dice Di Salvo—
¿En los últimos días no hiciste ninguna nota mencionando
alguna marca de reloj o cosa parecida?
Dos meses antes Benavides había escrito algo relacionado
con el tiempo, al modo en que medían el tiempo los antiguos
y cómo se mide en nuestro días. Era una nota de compromiso
a favor de cierta marca de relojes. Tal vez ahora le estaban
devolviendo el favor.
130
—Espero que hayan sido generosos —dice, rasga el papel
y abre la cajita. Lo que encuentra en su interior no es un reloj.
Sin decir palabra, se lo muestra a Di Salvo.
—Hijos de puta —murmura Di Salvo y saca el pequeño
ataúd negro que está en el interior de la cajita.
—¿Hay algún mensaje? —pregunta Benavides.
Di Salvo recoge una tarjeta que estaba debajo del ataúd.
—Cortala o sos boleta —lee.
—¿Nada más? —pregunta Benavides— ¿Solo eso?
—Nada más, solo eso –repite Di Salvo—, son poco
creativos.
—Es lo mismo que me dijeron por teléfono —dice
Benavides.
—Insisto, son pocos creativos —dice Di Salvo.
—No jodás —dice Benavides.
—No jodo. Solo digo que no son creativos —dice Di Sal-
vo—. Habrá que hablar con Santángelo.
Sin duda, el tema es grave. Di Salvo ha resuelto pasar por
alto a los directivos de la editorial e ir directamente hasta
Santángelo. Como todo el mundo sabe, a Santángelo no se lo
molesta por asuntos menores.
La secretaria privada transmite el pedido y promete que ya
le avisará. Dos horas más tarde anuncia que el señor Santánge-
lo los recibirá en su despacho, a las 16. Benavides se alegra por
la pronta respuesta. Di Salvo le advierte que no se ilusione, esas
citas no siempre se llevan a cabo. Santángelo suele cancelar sus
audiencias, a veces en el mismo momento en que se van a pro-
ducir. En esos casos, la secretaria privada ni siquiera se molesta
en pedir disculpas, se limita a comunicar que el señor Santán-
gelo lo recibirá apenas pueda. Solo resta aguardar la próxima
llamada y, muchas veces, la próxima cancelación.
A las cuatro en punto Di Salvo y Benavides están en la an-
tesala del despacho de Santángelo. Se saben observados por
131
la atenta mirada de la secretaria privada, por lo que hablan en
voz muy baja sobre el último número de Impacto.
—El señor Santángelo los espera —anuncia la secretaria
privada.
Di Salvo y Benavides se ponen de pie y en ese orden in-
gresan al despacho. Santángelo está frente a su computadora.
Sin quitar la vista de la pantalla ha extendido el brazo dere-
cho hacia ellos; ahora con enérgicos ademanes les indica que
se acerquen. Ambos llegan hasta el borde del escritorio. El
dedo índice de Santángelo les ordena que cada cual ocupe
un asiento. Primero lo hace Di Salvo, después Benavides. La
mano de Santángelo, abierta del todo, les pide que aguarden
un instante. Benavides piensa en Dedos, la mano-personaje
de los «Locos Adams», y está a punto de reír. Santángelo ar-
chiva lo que había escrito y gira el sillón hacia ellos.
—Hola, Di Salvo, hola Souci —dice.
—Benavides. Raúl Benavides —corrige Benavides.
Sabe que Santángelo acostumbra a confundir el nombre
de sus subalternos. Hay quienes lo atribuyen a la falta de me-
moria; otros, al natural despiste; la mayoría, al consejo de al-
guno de los muchos libros de marketing que ha leído.
—Benavides, claro, Benavides. Muy buenas tus notas,
captaste el espíritu de Impacto, te pusiste la camiseta.
Benavides agradece el elogio. Ponerse la camiseta de la em-
presa es una consigna básica de Santángelo, casi una exigencia.
—Según el IVC crecieron las ventas —informa Di Salvo.
—Estaba seguro —dice Santángelo—, te había dicho que
con la muerte de ese chico íbamos a agotar.
En realidad, nunca se lo había dicho, pero Santángelo
acostumbra a quedarse con el éxito de los otros.
—También estamos agotando la paciencia de alguien —
dice Di Salvo y señala a Benavides—, ya recibió dos amena-
zas. Hoy llegó esto.
132
Busca el pequeño ataúd en su bolsillo y lo acomoda sobre
el escritorio. Santángelo lo recoge, lo observa un instante y
vuelve a colocarlo en su sitio, después se deja caer sobre el
respaldo del sillón, levanta la cabeza hacia el techo y se queda
largo rato observando el cielorraso, mientras se golpea reite-
radamente la punta de los dedos; parecen minúsculos aplau-
sos. El gesto puede ser de impaciencia o de indignación: el
abuelo sabio no soporta que lo molesten por tonterías. Bena-
vides piensa decir algo, pero justo en ese instante Santángelo
deja de mirar el techo y de golpear la punta de sus dedos.
—Está todo controlado —dice.
—¿Controlado? —pregunta Benavides.
Santángelo sonríe.
—Sabemos de quién se trata —dice sin el menor tono de
misterio.
Di Salvo y Benavides se miran. El poder de la familia San-
tángelo es bastante más fuerte de lo que ellos imaginaban.
Di Salvo deja la pregunta para Benavides; en definitiva, es él
quien recibe las amenazas.
—¿De quién se trata? —pregunta Benavides.
Santángelo balancea un instante el sillón y le ofrece una
nueva sonrisa, algo más amplia que la anterior.
—La competencia —dice—, la competencia.
Di Salvo y Benavides vuelven a mirarse. La familia Santángelo
tenía el poder que se merecía. Ahora su único hijo, llevado por el
lento balanceo del sillón, les habla de las duras leyes del mercado.
—Solo pueden detenernos con amenazas. No soportan
el éxito de Impacto. Hay que ignorarlos, chicos, ignorarlos.
En agosto del 87 People inició una serie de notas acerca de
la misteriosa muerte de una azafata de American Airlines
o de Varig, ya no recuerdo. Aquella vez el cronista de People
recibió amenazas telefónicas y escritas: si no terminaba con la
investigación iban a terminar con su vida.
133
Santángelo hace una larga pausa, esperando la pregunta.
—¿Y? —pregunta Di Salvo.
—People denunció esas amenazas. Nunca se supo quién
las había hecho, se sospechaba de American Enquire. Si de
verdad fue la gente del Enquire, el tiro les salió por la culata:
las ventas de People aumentaron rabiosamente.
—¿Y con el periodista? —quiere saber Benavides—, ¿con
el periodista qué pasó?
—Nada, no pasó nada. Se acabaron las amenazas —dice
Santángelo y hace otra pausa, pero en este caso no es para
esperar una pregunta, porque agrega—: Tendremos que decir
que nos están amenazando.
Me están, quiere decir Benavides, pero solo pregunta:
—Decirlo, cómo.
La sonrisa de Santángelo en esta oportunidad es para Di
Salvo.
—Tal vez un pequeño editorial que hable de los riesgos del
periodismo o cosa parecida. Tiene que ser algo contundente y
emotivo. Vos sabés como hacerlo, Damián.
—Pero las amenazas, ¿quién hace las amenazas? —se im-
pacienta Benavides.
Santángelo no le dedica ninguna sonrisa.
—La competencia, ¿tengo que repetirlo? —dice y se deja
caer sobre el respaldo del sillón, como quien descansa el cuer-
po después de una dura jornada.
—Pero… —comienza a decir Benavides.
Santángelo se pone de pie.
—No más de veinte líneas, Damián. Duro y emotivo, vos
me entendés.
Se marchan en silencio, saludan a la secretaria privada con
un gruñido y bajan por las escaleras sin decir palabra, teme-
rosos de que algo o alguien pueda oírlos. Cuando llegan a la
redacción, Benavides pregunta:
134
—¿Vos te lo creés?
—No, yo no —dice Di Salvo—, pero él sí, eso es lo grave.
Cualquiera de las revistas de la competencia podría hacer
ese tipo de amenazas, pero Benavides y Di Salvo coinciden
en que ninguna de ellas se ha tomado ese trabajo.
—¿Vas a escribir el editorial que te pidió?
—Ya veremos cómo zafo. Confío en que ese hijo de puta
no llame más. A lo mejor solo fue un chiste.
—¿Un chiste? —pregunta Benavides, resignado.
135
21. Apocalipsis Now
136
los otros, basta con ciertas respuestas enigmáticas y algunas
frases ambiguas.
Di Salvo le desea buena fortuna e insiste en que no olvide
el profiláctico. Benavides agradece el consejo y sale a la calle.
La gente está preparada para creer cualquier cosa: en la re-
dacción ya estarán especulando acerca de su nueva conquista.
La realidad es bastante más pedestre: Benavides va en bus-
ca de Leandro Fagot, quien, por más esfuerzos que se haga,
nada tiene de sexy.
¿Por qué ha decidido ir a lo de Fagot? Puso en un sobre
el último número de Impacto. Una razón lógica podría ser: le
entregará una revista que contiene un artículo que de alguna
manera lo involucra. Sí, es una razón lógica, pero de ningún
modo es una razón profunda, esencial. ¿Cuál es, entonces, la
razón profunda de esta visita? Benavides la percibe, la siente,
pero no está en condiciones de describirla. Intuye que Fagot
dice menos de lo que sabe, por eso llegó al Club, preguntó
por él y ahora lo está esperando. Por el modo en que Fagot
lo recibe podría decirse que aguardaba esta visita. Lleva un
jogging verde, con una toalla blanca apoyada en los hombros.
Pese a la indumentaria, no tiene aspecto de haber practicado
algún deporte: huele a Paco Rabanne y tanto el jogging como
la toalla parecen recién estrenados. Benavides le da el sobre.
Fagot no lo abre, lo deja sobre el mostrador de recepción y
le hace una seña al empleado; después se dirige a Benavides.
—Ya la vi —dice.
No parece ser lector de ese tipo de revistas. Se hace difícil
imaginarlo frente a un quiosco, comprándola.
—¿La compró?
—Alguien la trajo aquí.
—¿Leyó la nota?
—La leí. Usted le está haciendo un flaco favor a la Insti-
tución.
137
—No digo nada en contra del establecimiento —dice
Benavides—, solo describo el escenario donde ocurrieron los
hechos.
—El escenario donde ocurrieron los hechos —repite Fa-
got—¿Por qué no la acaba con esas notas?
Ambos han quedado en medio del hall, a la vista de la
gente que entra y sale.
—Aráoz no pertenecía al Club —dice Benavides.
—Eso es lo malo —dice Fagot.
—¿Malo por qué? —pregunta Benavides. Con un gesto
señala el entorno y pide—: ¿No podemos ir a un sitio más
tranquilo, a ese cuarto con banderines?
Fagot mira hacia uno y otro costado, después aferra con
cada mano las puntas de la toalla.
—Allí es imposible —dice—, sígame.
Benavides lo sigue hasta una suerte de vestuario que por
su aspecto hace mucho que no usan. El mal olor a humedad
ahoga el buen aroma del Paco Rabanne. Fagot enciende la
luz, aunque la que se filtra por los ventanales altos basta para
iluminar la sordidez del sitio. Lo invita a que se siente en un
largo banco de madera. Benavides se sienta y piensa que aho-
ra una rata pasará entre sus pies. Es una de sus taras: imagina
ratas invasoras cada vez que está en un sitio húmedo y cerra-
do. Fagot se acomoda en otra banqueta, frente a Benavides.
Desde afuera se oyen algunos gritos. Se supone que cerca de
ahí hay gente jugando al básquet o al fulbito. Fagot apoya las
manos en las rodillas y balancea levemente su cuerpo.
—Las autoridades del Club están indignadas —dice.
Benavides no alcanza a entender si se trata de una amena-
za o de una advertencia. Imagina al presidente del Club o al
secretario general con la boca pegada al auricular del teléfono,
anunciándole que lo van a hacer boleta.
138
—Me amenazaron otra vez —dice—, puede ser gente
del Club.
Fagot no se inmuta.
—Si usted quiere pensar eso… —dice.
—Esta vez me enviaron un pequeño ataúd, típico de la
mafia.
—Que yo sepa —dice Fagot—, en este Club no hay un
solo socio que sea miembro de la mafia.
—No se burle —pide Benavides.
—No me burlo, pero usted dice cada cosa. No es para to-
marlo en serio.
—Santángelo tiene otra teoría.
—¿Santángelo?
—El dueño de la editorial —explica Benavides. Por algu-
na razón lo tranquiliza que Fagot no conozca a Santánge-
lo—. El otro día casi me mata un coche.
—La mafia no mata de ese modo —dice Fagot— ¿Usted
sabe lo que es matar?
Benavides niega en silencio y en ese momento advierte
un ligero cambio en la expresión de Fagot. Distingue algo
diferente en su cara, algo difícil de explicar, que lo perturba.
—Matar es un arte —dice Fagot—, y son pocos, muy po-
cos, los artistas que saben ejecutarlo.
Habla en voz baja y monocorde, mira fijo a Benavides,
aunque parece no verlo. Los ojos no le brillan, pero ahora
tienen un tono lustroso, que tiene mucho de perverso. Bena-
vides siente que debe irse de ahí, pero continúa inmóvil, es-
cuchándolo.
—Nadie mata en el volante de un coche, tirándole el co-
che encima —dice Fagot—. Es algo así como matar a una
gallina retorciéndole el cuello. Matar requiere cierto decoro,
significa acabar definitivamente con la vida de otro, cortar-
le para siempre ilusiones y esperanzas. Eso que hasta hace
139
un poquito así era un ser humano, el animal más perfecto
de todos los que andan por este mundo, ahora apenas es un
cadáver, despatarrado, inmóvil, al que en poco tiempo van a
desmenuzar con el solo fin de saber cómo y cuándo murió.
¿Vio cómo identifican a los cadáveres en la morgue? Con una
tarjeta de cartón, atada en el dedo gordo del pie izquierdo.
Los cadáveres en la morgue no tienen grandeza. Sin embar-
go, ese cuerpo que está ahí, frío e indiferente, alguna vez fue
alguien. Alguien que dejó de serlo porque usted lo ha matado,
¿se da cuenta? De pronto, usted es dios, puede hacer que yo
en un instante deje de existir. En un instante, dije, y ahí está
la verdadera clave: todo debe acabar rapidísimo, la transición
debe ser inmediata, sin dolor, sin angustia, el que es matado
no advierte que pasa de una categoría a otra, se va como en un
sueño. Ese viaje definitivo solo está en manos de los verda-
deros profesionales, de los que saben cómo lograr el disparo
infalible, decisivo. Los que matan por odio o por amor, por
venganza o por rencor es muy difícil que logren ese disparo.
Por otra parte, la mayoría de ellos se arrepiente, comienzan a
cargar culpas, no son verdaderos asesinos.
—¿Verdaderos asesinos?
Fagot no parece haber escuchado esa pregunta. Ahora ha-
bla de códigos.
—Hay ciertos códigos —dice—, que solo se cumplen
adentro.
—¿Adentro?, explíquese —pide Benavides.
—No hay nada que explicar, cuando digo adentro, digo
la gayola. ¿Recuerda a ese dentista de La Plata que liquidó a
toda su familia, esposa, hijas y suegra, con una escopeta cali-
bre 16,5 que, para colmo, le había regalado la suegra?
Benavides dice que sí, que lo recuerda. Fagot continúa:
—Le encajaron perpetua. Hace cuatro o cinco años que
está en la Unidad 9 de La Plata. Entró como asesino de mu-
140
jeres, algo que los chorros no bancan, porque es como si se
matara a sus hermanas o a sus madres. Pero el tipo tiene labia
y empezó a explicar y a explicar, que la familia lo verduguea-
ba, que lo trataba de puto. Además, siempre habló de frente,
con honestidad. Cuando los jueces le preguntaron si lo vol-
vería a hacer, en lugar de poner cara de carnero degollado y
entre sollozos decir que estaba arrepentido, el hombre dijo
que sí, que esas mujeres lo tenían loco y que lo volvería a ha-
cer. Lo verdugueaban, se lo merecían. Fijese cómo lo tratan.
El Doctor, le dicen, y todos lo respetan.
—Sí, lo respetan —dice Benavides—. ¿Por qué me cuen-
ta esto?
Fagot asiente y continúa:
—Piense por un minuto que el tipo, en lugar de liquidar
a su familia, solo hubiera violado a sus dos hijas, se hubiera
cogido a las dos pibas. Únicamente eso, sin matar a nadie.
No bien llega al pabellón, los muchachos lo hacen mierda.
¿Cómo puede ser, si es el mismo tipo?
—No es el mismo tipo —dice Benavides—, en un caso se
trata de un asesino, en el otro, de un violador.
—Me alegro de que sé de cuenta —dice Fagot—. Es cier-
to, no es el mismo tipo. Podrá serlo para los de afuera que
ponen a todos en la misma bolsa. Adentro, la división es cla-
ra: violadores y torturadores en un lugar; asesinos profesiona-
les, en otro. Los chorros jamás los juntan. Unirlos es, cuando
menos, una falta de respeto. El asesino profesional hace su
trabajo rápida y limpiamente, y no goza con lo que hace. El
torturador y el violador, sí. Violar es torturar, ¿me entiende?
—Lo entiendo —dice Benavides y de pronto, casi sin
pensarlo, pregunta—: ¿Usted alguna vez mató?
Fagot parece haber recuperado su semblante natural, los
ojos ya no tienen ese tono lustroso, su voz suena de otro modo.
141
—Eso solo lo sabe mi cura confesor —dice—, y por aque-
llo del secreto de confesión nunca lo dirá. Ventajas que brin-
da la sacra Iglesia católica, apostólica, romana.
—Ventajas —acepta Benavides.
—Dígame —pregunta Fagot—, ¿qué gana metiéndose en
lo que se está metiendo? Impacto es una revista de mierda.
Sobre el banco de madera, oliendo a encierro y a humedad
y con la amenaza de una rata a punto de pasar por entre sus
pies, Benavides piensa que Fagot tiene razón.
—No quiero ganar nada —miente—, solo me interesé por
un caso no del todo claro. Una muerte no del todo clara.
Fagot sonríe.
—Me dijo que no le gustan las novelas policiales —dice—
, solo en esas novelas las muertes son del todo claras.
Benavides se siente como un condenado en los minutos
previos a la ejecución. Pasea su mirada por las paredes des-
nudas y acaricia suavemente la base del largo banco. Decide
ponerse de pie, pero Fagot lo detiene.
—Todavía está a tiempo de arrepentirse —dice—. Yo le
aconsejo que se arrepienta.
—Le agradezco el consejo, Fagot —dice Benavides y de-
cide jugar su última carta—: ¿Qué puede decirme de esas
fiestitas que se hacían en algún lugar secreto de este Club?
Fagot no se inmuta. Es como si le hubiera preguntado qué
prefería para sus vacaciones: el mar o la montaña. Piensa un
instante y no hace nada para disimular la sonrisa.
—¿Quién le mete esas cosas en la cabeza?
—El secreto periodístico —dice Benavides— se parece
mucho al secreto de confesión. Hay ciertas cosas que no pue-
do revelar.
—No joda, Benavides —dice Fagot—, seguramente fue la
profesora Grimaldi quien le movió el espinel. Gran error el
mío por habérsela nombrado.
142
—Pero ¿se hacían o no?, las fiestitas, digo —insiste Bena-
vides.
—Esta es una institución social y deportiva, ¿le tengo que
dar un informe de todos los eventos, desde sociales hasta de-
portivos, que se realizaron en los últimos años? No me pida
imposibles, Benavides.
—Solo le pido que me confirme si se hacían esas fiestitas.
Fagot mira fijo a Benavides, ahora no sonríe.
—Si se refiere a cumpleaños de quince, bautismos o cual-
quier otro acontecimiento parecido, le digo que no. Los chi-
cos aquí solo venían a las clases de natación y de gimnasia.
Sus padres nunca solicitaron las instalaciones del Club para
ningún tipo de fiesta.
—Yo me refiero… —comienza a decir Benavides.
Fagot lo interrumpe.
—Usted me cae bien —dice—, pero le confieso que a ve-
ces resulta pesado. Esta es una de esas veces. Termínela con
esas notitas, no le van a hacer ningún bien.
—Pero… —comienza a decir Benavides.
Fagot vuelve a interrumpirlo.
—Pero nada —dice—, se acabó mi tiempo y se está aca-
bando el suyo.
Lo ha dicho con una sonrisa. El tono, sin embargo, no
parece alegre, pero, como dijera Di Salvo, ¿quién determina
los tonos?
143
22. Blow-up
144
primero en conocer su decisión. Eugenio no está. Benavides
repite por tercera vez su nombre, pero del otro lado de la
línea nadie contesta. O tal vez está y decidió no contestar.
Benavides se ha vestido y antes de ir a Impacto llama otra vez.
Eugenio persiste en su silencio, por lo que no se entera de la
decisión de Benavides, aunque de nada hubiera servido que
se enterara, porque un par de horas más tarde, luego de leer
un texto que le mostrará Di Salvo, Benavides resolverá seguir
con la historia de ese chico y su oscuro final.
Ni bien entra a la redacción se entera de que Di Salvo lo
está buscando. Benavides piensa que ya le habrá conseguido
la copia del informe de la autopsia.
—Aún no lo tengo, pero quiero mostrarte algo —dice Di
Salvo y oprime una tecla de su computadora.
A Benavides se le ocurre que por fin va a enseñarle uno
de sus poemas antes de mandarlo definitivamente al misterio
del rígido.
—Santángelo insiste con el editorial —dice Di Salvo.
Sobre la pantalla aparece un texto que lejos está de ser un
poema. Retórico y grandilocuente, se refiere al compromi-
so del periodismo, a los riesgos que se padecen a la hora de
ejercer con dignidad este noble oficio. Con tono dramático,
asegura que desde su primer número Impacto esgrime la ver-
dad como única consigna y que, pese a todo y contra todo,
mantendrá en alto la bandera de prensa libre e independien-
te. No lograrán comprarnos con ofertas tentadoras: Impacto
no se vende.
—Es cierto, se alquila —dice Benavides—. No me digas
que vas a publicar esta pelotudez.
Di Salvo afirma con lentos movimientos de cabeza y se-
ñala hacia arriba.
—Efectivamente, es obra de la pluma del gran jefe, a él le
parece un texto digno del Washington Post.
145
—Pero nada dice de las amenazas telefónicas, nada dice
del ataúd.
—Pidió que manejásemos la ambigüedad. Tampoco vos
podés decirlo en la nota.
—¿Qué tengo que poner?
—Algunos pocos datos del chico muy bien aderezados.
Tenés que dar a entender que poseés ciertas pruebas que
podrían generar un escándalo mayúsculo. ¿Captás? Se trata
de no decir nada y que parezca que decís mucho. Un artícu-
lo de transición, así lo definió Santángelo y así tendrás que
escribirlo.
Benavides cierra los ojos y suavemente acaricia sus párpa-
dos con el pulgar y el índice de la mano izquierda, después los
abre y mira a Di Salvo.
—Somos dos putas —dice.
—Es cierto —dice Di Salvo—, pero eso no es necesario
que lo pongas.
Benavides aprueba obediente y a paso lento camina hasta
su escritorio. Se sienta y apoya la cabeza sobre la mano dere-
cha, en actitud El Pensador de Rodin. Tiene muchísimas co-
sas en qué pensar, aunque ahora, en este momento, su mente
está en blanco, vacía. Mira el teléfono, ¿llamar a Paula? ¿con
qué excusa? Marca el número de Eugenio, para algo están
los amigos, pero los amigos no siempre están. Se dispone a
cortar, cuando escucha, por fin, la voz de Eugenio, su voz, no
la del contestador.
—¿Qué te puedo ofrecer? —dice.
—Un pecho fraterno donde morir abrazado —dice Bena-
vides.
—¿Estamos en onda dramática o es puro tango? —pre-
gunta Eugenio.
Benavides dice que ni lo uno ni lo otro, simplemente quie-
re hacerle una pregunta a su amigo el publicista.
146
—Decime, cuando iniciás una campaña, la de los dulces ca-
ramelos Chupilindo, por ejemplo, ¿se hace lo que vos creaste?
—¿A qué viene esa pregunta metafísica? —quiere saber
Eugenio—. En primer lugar, elegí un nombre más potable,
nada bueno puede surgir de unos caramelos que se llamen
Chupilindo. En segundo lugar, la decisión final es potestad
del dueño de los caramelos Chupilindo. El amo y señor deci-
de si le gusta o no lo que vos creaste. Si no le gusta, de inme-
diato tenés que pensar otras alternativas.
—No respetan tu trabajo, ¿cómo te sentís por eso?
—¿Qué te pasa? —pregunta Eugenio y parece de verdad
asombrado—. Me siento igual a como se sienten los direc-
tores de Hollywood cuando los productores deciden el corte
final de las películas. Los productores son los dueños del circo
y disponen qué se verá y qué no se verá de lo que filmaron sus
empleados. ¿Se entiende?
—Se entiende —confirma Benavides—, pero no te sentís
medio una puta.
Eugenio ríe.
—Si te gusta verlo así, velo así —dice—, aunque gano bas-
tante más que una puta, no corro peligro de pescar el sida,
de sufrir alguna peste venérea o de quedar embarazado. ¿Se
entiende?
—Se entiende —repite Benavides.
—¿Alguna otra pregunta? —dice Eugenio—. Si querés
podemos hablar del sexo de los ángeles.
—No, con esto es suficiente —dice Benavides—, me solu-
cionaste un problema.
—Para algo están los amigos —dice Eugenio.
Benavides promete que lo llamará a la noche y comienza
a escribir la nota. Sigue el consejo de Di salvo, aunque no al
pie de la letra. Habla del Club en donde Juan Ignacio Aráoz
fue hallado muerto y se pregunta si realmente habrá muerto
147
allí. Si la muerte se hubiera producido en otro lugar, las hipó-
tesis de un accidente o de un suicidio perderían fundamento
y solo quedaría en pie el asesinato. Pero si lo mataron en otro
sitio, ¿por qué depositaron el cadáver en el Club? ¿cuándo
y cómo entraron un cuerpo muerto? Nuevas preguntas que
crean nuevos enigmas y exigen nuevas notas. Fiel al pedido
de Di Salvo, Benavides dice mucho para en realidad no decir
nada. Ahora señala que no hay modo de probar que a Juan
Ignacio Aráoz lo mataron fuera del Club y revela que hay
ciertos testigos que podrían brindar pruebas increíbles. Hay
que dejar trabajar a la justicia, escribe, pero paralelamente no
desechar nada de lo que surja, por más insólito o absurdo que
parezca. También habría que preguntarse si Juan Ignacio iba
a ese Club para realizar algo más que actividades deportivas.
A nuestras manos y de forma anónima llegaron ciertas fotos
que demostrarían lo contrario. Impacto ha decidido postergar
la publicación de ese material fotográfico hasta verificar, cer-
teramente, su autenticidad.
Di Salvo acaba de leer la nota y ahora pregunta:
—¿De qué fotos hablás? ¿Dónde están esas fotos?
Benavides se toca la cabeza.
—Aquí —dice—. Están aquí.
—No existen —dice Di Salvo—. Es todo una gran mentira.
—Las mentiras de hoy serán las verdades de mañana —
dice Benavides.
—Sí —dijo Di Salvo—, pero hoy no las edito.
—Es tu problema —dice Benavides—. Seguí tus indica-
ciones y salió esto. No me negarás que el artículo va a llamar
la atención.
—No me negarás que vamos a comernos más de un juicio
—asegura Di Salvo.
—Leelo otra vez –pide Benavides—, y vas a ver que es más
puro que un grupo de novicias durante un retiro espiritual.
148
Di Salvo lo lee nuevamente y acepta lo del grupo de no-
vicias.
—Pero huelo una ambigüedad —dice— más peligrosa
que tu grupo de novicias en retiro espiritual. Ahora lo mando
al departamento jurídico. Los señores abogados tendrán la
última palabra.
A Benavides le parece correcto.
—Respetemos la justicia —dice.
—Seguramente tendrán el veredicto en un par de horas
—dice Di Salvo—. Es tiempo de ir a comer. El Impasible
anuncia Espagueti a la Boloñesa como plato del día.
Regresan dos horas después. En la pecera de Di Salvo está
el informe del departamento jurídico. Los abogados marca-
ron ciertas cosas que no afectan al sentido total de la nota. La
rúbrica de Santángelo otorga luz verde para su publicación,
incluido el párrafo de las fotos.
—Ya mismo la edito —dice Di Salvo—, ¿alguna otra pre-
ocupación?
—Sí —dice Benavides—, ¿de dónde sacará El Impasible
la carne picada para su boloñesa?
149
23. Las alas del deseo
150
gada del mozo. Ni bien llega, le piden un especial de jamón y
queso para cada uno, el mío sin manteca, advierte Benavides,
y una botella de cerveza. Eugenio pregunta si tienen suelta,
de barril, y cuando el mozo dice que sí comprenden que han
llegado al paraíso.
—Dos chops —ordena Eugenio.
Los sándwiches son tal como los imaginaban, pero la cer-
veza no está del todo bien tirada. Eugenio admite que es di-
fícil lograr la felicidad total, pero igual alza la jarra de cerveza
no del todo bien tirada y propone un brindis.
—Por un 1º de mayo como hoy —dice.
—De 1853 el Congreso sancionaba nuestra Constitución
Nacional —completa Benavides—. Fue una nota de dos pá-
ginas que escribí con fervor patriótico y, sin embargo, no se
publicó.
—En un día como hoy, pequeña bestia, pero de 1886 —
dice Eugenio—, en Chicago se iniciaba una huelga general
que iba a provocar la matanza de un número impreciso de
trabajadores.
Benavides bebe un trago de cerveza.
—No entiendo —dice—, ¿querés brindar por la matanza
de trabajadores?
—No, bestia —dice Eugenio—, quiero celebrar porque a
partir de esa matanza los obreros del mundo entero ganaron
derechos. La muerte suele brindar beneficio. La de ese chico
Aráoz te los está brindando a vos.
—En todo caso —dice Benavides—, se los está brindando
a Santángelo.
Eugenio propone pedir otra cerveza, pero en esta oportu-
nidad que sea de botella.
—Aprovechemos la santa importación que ha implemen-
tado nuestro presidente —dice—, tal vez tienen alguna ex-
quisitez de Austria o de Bélgica.
151
—No te hagas ilusiones —dice Benavides—, habrá que
elegir entre Palermo o Quilmes, a este boliche no llegó el
progreso.
Pero se equivoca, no bien Eugenio le pregunta al mozo qué
otra cerveza tienen, se enteran que pueden elegir entre König
Pilsner, Hoegaarden o Guinness, lo que usted prefiera, señor. Eu-
genio opta por una Guinness, Benavides por una König Pilsner.
—A vos también te brinda beneficios —dice Eugenio.
—¿El qué? —pregunta Eugenio.
—Ese chico, la muerte de ese chico —dice Eugenio—,
te invitaron a los programas con más rating, la gente en la
calle empieza a reconocerte, en cualquier momento te largás
a firmar autógrafos.
Benavides celebra el optimismo de su amigo.
—No todo son rosas —dice—, el lunes estuve en el Club,
ahí me encontré con Fagot, ¿te acordás de Fagot?
Eugenio asiente en silencio, Benavides continúa.
—Se mandó un discurso, onda psicópata, a favor de los
killers que daba miedo.
—Lo hizo para darte miedo —dice Eugenio—, quiere
meterte miedo para que te dejés de hinchar las pelotas con la
misteriosa muerte de ese chico.
—Se ve que no estuviste ahí —dice Benavides.
—Ni pienso estar. ¿Por qué no te dedicás a investigar si es
cierto que Mercedes Cole engañó a su marido? Esa es la línea
de tu revista.
—¿Mercedes Cole? —pregunta Benavides— ¿Quién es?
—La acabo de inventar —dice Eugenio—, pero eso no
importa. Basta con que Impacto la nombre para que sus devo-
tas lectoras y devotos lectores la den por cierta.
—Tan cierta como los felices jubilados de tu AFJP. No jo-
das, Eugenio, tampoco vos sos un santo. Pero la cara de Fagot
daba miedo, esa es la pura verdad.
152
—Esta es la única verdad —dice Eugenio, levanta su copa
y habla de la Guinnes, del cuerpo especial que tiene esa cer-
veza—. Propongo otra vuelta.
Benavides dice que no, que tiene que ir a Impacto.
—¡También trabajan hoy! —dice Eugenio— ¿De qué sir-
vió el sacrificio de los Mártires de Chicago?
Benavides se ríe, dice que el periodismo es un apostolado,
pero que él solamente irá a la redacción para verificar un par
de cosas, que si quiere puede acompañarlo. Eugenio confiesa
que prefiere la siesta. Dice que pedirá otra Guinness, vaya
nomás, mi hijo, y cumpla con su noble legado.
Media hora después, Benavides llega a la redacción. No
encuentra a nadie, comprueba que no se produjo ningún tipo
de amenaza; ni siquiera Susana Gonçalves ha llamado. Está
a punto de irse cuando suena su teléfono directo, piensa que
puede ser Susana Gonçalves, seguramente no le ha caído
nada bien el último número de Impacto. Debe preparar una
buena excusa para posponer cualquier encuentro con esa mu-
jer. Atiende dispuesto a oír el primer insulto. La voz de Paula
Grimaldi le devuelve la alegría.
—Necesito que hablemos —dice.
Hay cierta inquietud en el pedido. Benavides decide que
no es conveniente preguntar por esa inquietud. Solo pregunta
cuándo pueden encontrarse.
—Te espero mañana, a las nueve, en casa —dice Paula.
—¿Para el desayuno? —pregunta Benavides.
—A la noche —dice Paula.
A Benavides le suena más a una orden que a un pedido.
Dijo que esté a las nueve de la noche, pero no dijo que lo invi-
taba a comer. Tal vez solo se trata de beber un whisky, aunque
la profesora de literatura parece más adicta a los jugos de
frutas o, en el mejor de los casos, al licor de huevo. Lo sabrá
al día siguiente.
153
Llega con diez minutos de atraso. Por el modo en que Paula
lo recibe comprende que ni siquiera lo invitará a un café.
—Prometiste que no ibas a decir nada de esas fiestas —dice.
—Y no dije nada —señala Benavides—, solo sugerí algu-
nas cosas.
—Tenés una idea muy particular acerca de lo que es no
decir nada. Y las fotos, ¿de qué fotos se trata?
Benavides está a punto de contarle la verdad, pero resuelve
postergar esa confidencia. Tal vez Paula tiene más informa-
ción para darle y las fotos, en ese caso, pueden convertirse en
un buen elemento a la hora de efectuar el trueque.
—Fotos, simplemente fotos —dice— ¿Puedo entrar o
continuamos hablando en la puerta?
Paula pide disculpas y lo invita a pasar. Tiene un vesti-
do que se ajusta armónicamente a su cuerpo y unas piernas
(Benavides recién las descubre) muy bien torneadas. Paula le
indica dónde sentarse y luego pregunta qué quiere beber.
—¿Qué me ofrecés?
—Whisky, ginebra, vino… No conozco tus gustos.
—Whisky –dice Benavides—, con poco hielo y un chorri-
to de agua o soda.
Paula se marcha hacia un rincón en donde (Benavides re-
cién lo descubre) hay una mesa-bar con numerosas botellas.
Ahora regresa con dos vasos de whisky. Se sienta frente a
Benavides, le alcanza uno de los vasos y pregunta:
—¿De qué fotos se trata?
—¿JB o Vat 69? —pregunta Benavides— ¿Tanto te inte-
resan esas fotos?
—Cutty Sark —dice Paula—. No me interesan las fotos,
me interesa quién puede estar en esas fotos.
—Vos dijiste que el día que se supiese la verdad iban a caer
muchas cabezas. Tal vez está a punto de llegar ese día.
154
Paula se cruza de piernas, lleva el vaso hasta sus labios,
pero no bebe.
—Creo que estás mintiendo —dice—. Estoy segura de
que sos un formidable mentiroso.
—Puede ser —dice Benavides—, pero en esta ocasión
digo la verdad.
—¿Cómo llegaron a tus manos?
—En un sobre. Si te referís a las fotos, llegaron en un sobre.
—Sin remitente, por supuesto —dice Paula.
—Sin remitente —confirma Benavides.
—¿Con un mensaje anónimo?
Benavides duda si incorporar o no un mensaje. Decide
que no.
—Solo venían las fotos —dice y bebe el último trago.
Paula espera que Benavides ponga el vaso sobre la mesa.
—¿Otro? —pregunta.
Sin esperar respuesta va nuevamente hacia la mesa-bar y
vuelve con dos vasos, algo más llenos que la primera vez. De-
finitivamente, tiene muy buenas piernas y el papel de mujer
fatal bebedora de whisky le sienta de maravilla, nada queda de
aquella profesora de pasados encuentros. Claro que entonces
ofrecía información; ahora, en cambio, intenta conseguirla.
—¿Qué se ve en esas fotos? —pregunta.
—Escenas que podrían herir tu sensibilidad —dice Benavides.
—No soy una niña.
—Se ve a unos tipos, más bien viejos y entrados en carnes,
junto a unos chicos, más bien jóvenes y muy bonitos. El resto
corre por cuenta de tu imaginación.
—No tengo imaginación —dice Paula— ¿Qué se ve en
esas fotos?
Benavides está a punto de decirle que esas fotos no existen,
pero comprende que si dice esa verdad, Paula inevitablemente
lo tomará como una mentira. Habrá que inventarle un con-
155
tenido a las fotos. Arma un gesto de duda: ¿lo cuento o no lo
cuento?, logra el suspenso necesario, y accede a contar. Articula
un relato perverso, desagradable. Habla de chicos arrodillados
en el piso, besándose entre sí, habla de unos señores contem-
plando ese acto, mientras otros señores penetran a esos chicos.
Dice que algunas fotos muestran escenas de sexo oral y que en
otras se ve a los chicos aspirando algo que sin duda es cocaína.
Aparentemente, todos gozan de ese momento.
Paula parece alterada, pero no dice nada. Benavides bebe
el último trago de whisky. Eso basta para que Paula se ponga
de pie y se dirija otra vez a la mesa-bar. Vuelve con la botella
de Cutty Sark en la mano.
—¿Está Juan Ignacio en alguna de esas fotos? —pregunta.
Ahora Benavides debe decidir qué es lo que más le convie-
ne: ¿qué esté o que no esté?
—No creo haberlo visto —dice—, creo que no está.
—¿Cómo no creo haberlo visto, tan difícil es distinguir-
lo? —pregunta Paula.
Benavides construye un gesto tolerante, o que él cree to-
lerante.
—De Juan Ignacio solo tengo su cara —dice—, por la foto
que publicamos en Impacto. Comprenderás que no es mucho.
—Por eso tengo que ver esas fotos —exige Paula— ¿En-
tendés por qué tengo que verlas?
—No entiendo, pero igual las vas a ver —promete Bena-
vides y le muestra el vaso vacío.
Paula sirve más whisky. Benavides bebe un buen trago, deja el
vaso a un costado, se acerca a Paula y con gestos lentos y medi-
dos repite la misma escena vista en muchísimas películas. Paula
también lo besa. Benavides le baja los breteles del vestido en
busca del cierre del corpiño, no encuentra ningún cierre. Los
pechos de Paula están libres de toda atadura. Son perfectos en
su dimensión y consistencia. Benavides por un buen rato le besa
156
los pezones y luego, casi en un susurro, pregunta dónde está el
dormitorio. Paula se pone de pie y con un rápido movimiento
hace que el vestido caiga al suelo. Ahora solo la cubre una mi-
núscula bombacha de color negro. Toma la mano de Benavides
y lo conduce hacia donde, se supone, está el dormitorio.
Ahora cada cual pone lo mejor de sí para satisfacer al otro.
Paula realiza actos que hubieran asombrado al más liberal de
los amantes y Benavides, por aquello de no ser menos, hace
cosas que hasta ese momento no se había atrevido a hacer.
Media hora más tarde, ambos miran el techo, seguros de que
en poco rato repetirán la escena.
—Me sorprendiste —dice Benavides.
—También vos —dice Paula y se acurruca a su lado.
Ambos confiesan sorpresa y se los ve como dos amantes
felices. Habría que determinar qué hay de cierto en esta es-
cena. Parecen de verdad felices y seguramente se han amado
con verdadero fervor, ¿pero hasta qué punto no fue una so-
berbia actuación con el solo propósito de conseguir ciertos
datos?
—¿Cuándo tendré las fotos? —pregunta Paula.
—Las tendrás —dice Benavides.
¿Curiosidad por saber si Juan Ignacio está en ellas o curio-
sidad por ver las porquerías que ellas muestran? ¿A la profe-
sora de literatura la motiva Sade? Demasiadas preguntas para
responder en este momento en el que Paula sonríe y con la
suavidad y el silencio de un felino recorre el cuerpo de Bena-
vides. Nunca segundas partes fueron buenas, tampoco en esta
oportunidad: del Allegro con brío pasan a un Vivace ma non
troppo para concluir en un Allegro molto moderato. Benavides
queda boca abajo, ni siquiera tiene ganas de mirar el techo.
—Podés dormir aquí —dice Paula.
Benavides mueve apenas la cabeza en lo que pretende ser
un gesto de agradecimiento y se queda dormido.
157
Un desayuno completo es lo que ve a la mañana siguiente.
Paula acaba de servir jugo de naranja, café con leche, tostadas,
manteca y dulce. Benavides se lo agradece, pero confiesa que
no le gusta desayunar en la cama. Paula dice que tendría que
anotar sus preferencias y lleva la bandeja al living.
Benavides piensa en los muchos cambios que pueden
producirse en una sola noche. Ayer había estado ahí mismo,
guardando las formalidades del caso. Hoy está en calzonci-
llos, saboreando el desayuno que le acaba de servir la dueña
de casa, la amable señora que algunas horas antes se le ha-
bía entregado con toda la pasión del mundo y que dentro de
algunos minutos le hará la pregunta que Benavides espera
desde que se llevó la primera tostada a la boca.
—¿Cuándo me das las fotos? —pregunta Paula.
—Te lo dije, no las tengo conmigo.
—Ya sé que no las tenés —dice Paula.
A Benavides le cuesta creer que le haya revisado hasta el
último pliegue del saco.
—¿Las buscaste en mi ropa? —pregunta.
—No, ¿cómo podés pensar eso? —dice Paula—, solo quie-
ro saber cuándo voy a verlas.
—Pronto, muy pronto —dice Benavides.
Paula acepta con un gesto. La escena comienza a pare-
cerse a una serie de TV de bajo presupuesto. Benavides ha
conseguido una tregua, ya verá de qué modo arma el próximo
capítulo. Por ahora, Paula se muestra complaciente y satisfe-
cha. ¿Porque finalmente verá las fotos o porque ha pasado la
noche con un amante apasionado y virtuoso? Benavides no se
atreve a contestar esa pregunta.
158
24. Escrito en el cuerpo
159
moraleja de la fábula, y el pastor se quedaba sin las ovejitas.
Benavides no quiere quedarse sin Paula.
Vuelve a la redacción. Di Salvo ha llegado y lo está espe-
rando. Sobre su escritorio hay un sobre de papel madera. No
es necesario ser Hercule Poirot para descubrir que en el inte-
rior de ese sobre está la fotocopia del informe de la autopsia
de Juan Ignacio Aráoz.
—La conseguiste —dice Benavides.
—La conseguí —dice Di Salvo.
—No parecés contento.
—No lo estoy —dice Di Salvo—. Por desgracia, me vas a
tener que pagar un combo en McDonald’s.
—¿Dice cosas fuertes?
—Más de las que te imaginás. Mucha inmundicia.
—Bueno, las autopsias no suelen ser poemas floridos. Lo
dijiste hace unos días —recuerda Benavides.
—No hablo de eso. Sé lo que son las autopsias. Pero leéla,
tal vez confirma lo que hasta ahora solo eran sospechas —
dice Di Salvo y señala el sobre.
Benavides lo abre, en el interior hay dos carillas tamaño
oficio, escritas a máquina, identificadas por un membrete:
«Poder Judicial de la Nación». Después de las formalidades
de ley —los médicos comparecientes se comprometen a de-
cir la verdad y ambos aseguran conocer las penalidades que
les cabría por falso testimonio— se ofrece un minucioso in-
ventario del cadáver de Juan Ignacio Aráoz. El texto es frío,
monocorde, ajeno a la mínima emoción. En primera instan-
cia, suponen los forenses, el deceso se habría producido como
consecuencia de múltiples fracturas y traumatismos, ya que
el occiso cayó de una altura de casi veinte metros. Lo mismo
que le había recitado Susana Gonçalves en el bar.
—El informe… ¿es auténtico? —pregunta Benavides.
—Como la virginidad de María —dice Di Salvo.
160
—¿No podrías dar un ejemplo menos bíblico?
—Es auténtico —insiste Di Salvo—. Creo que vas nece-
sitar un café —agrega y, sin esperar respuesta, llena dos tazas.
Benavides le agradece el gesto, aunque odia el café de termo.
—Hasta ahora no veo nada sorprendente —dice.
—Seguí leyendo —pide Di Salvo.
Benavides toma un sorbo de café y lee lo que han escrito
los forenses: «respecto a las características del orifico anal del
occiso, el tamaño que muestra y su falta de pliegues no son
propios de la dilatación aguda post-mortem. Se trata de un
tipo de orificio anal típico de los homosexuales, con reitera-
das relaciones sexuales por esa vía».
—Sorpresas que da la vida —dice Benavides y otra vez
pregunta si el informe es auténtico.
—Ya te dije, como la virginidad…
—De María —completa Benavides—, aunque en esta
ocasión no se puede hablar de virginidad, más bien todo lo
contrario. El chico era homosexual, la autopsia no deja dudas,
cierta tarde descubre que tiene sida: padece una enfermedad
terminal y vergonzosa. Desesperado, sube a la terraza y se tira
desde lo alto. Lo veo haciendo equilibrio en el borde antes de
saltar al vacío.
—Suena a teleteatro —dice Di Salvo.
—La vida a veces imita al teleteatro —dice Benavides—.
La muerte de Juan Ignacio Aráoz se encuadra en la categoría
de «desgraciado accidente». Fin del misterio.
—Y fin de las notas —dice Di Salvo—, fue un suicidio.
—Entonces, ¿por qué las amenazas telefónicas, por qué
el ataúd y por qué la madre hinchando las pelotas con que al
nene lo asesinaron? —pregunta Benavides.
—No tengo respuestas para tantos por qué —dice Di Salvo.
—Cuando las tengas, pasámelas —pide Benavides y se
marcha, defraudado.
161
Ahora está frente a la pantalla de su computadora. Debe
escribir la última nota, la de cierre. Revisa algunos apuntes.
Íntimamente sabe que la historia del sida y del suicidio no es
la verdadera. Guarda los apuntes en el primer cajón, apaga
la computadora y marca el número de teléfono de Eugenio.
Deciden que La Huella puede ser un buen sitio de encuentro,
esa misma noche a las diez.
Como es habitual, Benavides llega antes. Está a punto de
llamar al mozo cuando ve entrar a Eugenio.
—Te llevo dos de ventaja —dice Benavides y le muestra
el vaso vacío.
Eugenio se sienta y con voz grave y acento tanguero,
pregunta:
—¿Qué pretende ahogar en el alcohol, amigo mío?
Benavides le habla del examen forense, dice que el suicidio
comienza a ser una opción verosímil, que ahora todo se hace
muchísimo más claro. Eugenio aprueba moviendo apenas la
cabeza. Entonces Benavides formula la pregunta que aún no
tiene respuesta:
—¿Cuál es la razón de las amenazas?
—Elemental, Benavides —dice Eugenio.
Sherlock Holmes precisaba de algunos gramos de cocaína,
fumar una pipa y, a veces, tocar el violín, a Eugenio le basta
con una medida de whisky.
—Primera pregunta, ¿quién necesita que este caso no sal-
ga a la luz?
Benavides hace un gesto de ignorancia, Eugenio continúa:
—Alguien que quiere ocultar la homosexualidad del niño
y su posterior sida. Salvemos al nombre ya que no hay forma
de salvar al niño.
—Más que el nombre, el apellido —dice por fin Benavi-
des—. Lloremos la muerte del chico, esa desesperada deci-
sión de suicidarse, pero no insistamos con el tema, ya está, ya
162
no hay nada que hacer; dejémoslo ahí, como le gusta decir a
tu amigo Neustadt.
—El tuyo, en todo caso —dice Eugenio—, pero vas por
buen camino. Si abrimos la Caja de Pandora se harán pú-
blicas ciertas cosas privadas. Las familias tradicionales solían
ocultar a sus miembros con enfermedades indignas. Ser tara-
do, por ejemplo, o puto. En el caso de Juan Ignacio repitieron
aquella vieja costumbre.
—¿El padre o la madre?
—Me inclino por la madre —dice Eugenio.
Benavides bebe un trago de whisky, entorna los ojos y dice:
—Hay algo que no cierra, Sherlock, ¿por qué carajo enton-
ces hace tanto quilombo diciendo que a su hijo lo mataron?
Eugenio sonríe y dice:
—«Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che
tutto cambi», Lampedusa, El Gatopardo, la habrás escuchado
mil veces, ¿te la traduzco?
—No es necesario —dice Eugenio—, pero igual no me cierra.
—Eso ya es un problema tuyo —dice Eugenio—, yo te di
las razones, las tomas o las dejas.
Benavides promete que va a pensarlo. Cerca de la mediano-
che y luego de beber el sexto whisky, Eugenio sin decir palabra
se pone de pie y camina hacia la calle. Benavides, también en
silencio, le sigue los pasos. Eugenio para un taxi y pregunta si
quiere que lo acerque. Benavides dice que prefiere caminar un
poco. Confía en que una buena caminata lo ayudará a despejar
la cabeza, a borrar las palabras del informe forense que leyó
unas horas antes. Camina, pero no logra nada de lo que se
había propuesto. Al entrar en su casa comprueba que la copia
del informe continúa, imperturbable, sobre la mesa. Permanece
un buen rato mirando esas dos hojas de papel que no pueden
decirle más de lo que ya le han dicho. La novedad puede estar
en el contestador telefónico: la luz roja indica la presencia de
163
mensajes pendientes. Aprieta la tecla con la ilusión de oír la
voz de Paula. Un promotor ofreciéndole ese crédito que usted
esperaba le quita toda esperanza. Pasa al mensaje siguiente y
oye a Susana Gonçalves: le pide que se comunique con ella
cuanto antes. Benavides nunca le dio su número particular y
tampoco figura en guía, ¿cómo lo habrá conseguido? Se pre-
para un café a la turca y lo bebe lentamente; después mira la
borra, pero no encuentra ninguna respuesta.
Lo despierta el timbre del teléfono. El sol que se filtra por
la ventana le indica que ya es de día, el reloj marca las diez.
Piensa que es Susana Gonçalves quien llama, y no se equivo-
ca. Dice que tiene algo importante para mostrarle. También
yo, dice Benavides. Acuerdan en verse en Petit Colón, el lu-
nes a la seis de la tarde. «Iré con mi letrado», anuncia ella.
Benavides imagina un romance entre el doctor Gancedo y la
señora Gonçalves. Una nota digna para Impacto.
164
25. Amor sin barreras
Raúl Benavides elige una mesa del rincón. En uno de sus bolsi-
llos guarda la fotocopia del informe de los forenses. Mira hacia
la puerta por la que, supone, entrará la madre de Juan Ignacio.
Muy pronto ella va a estar ahí y él aún no sabe cómo se lo va a
decir. Desde que salió de Impacto rumbo al Petit Colón, pensó
en diferentes maneras de abordar el tema. Antes de pedir el
café que le acaban de traer, ya había decidido que debería ser
de modo directo, dejando que las palabras surjan espontáneas,
naturales. Ahora solo falta que aparezca Susana Gonçalves.
Levanta la vista y casi piensa en un milagro: ahí está, buscán-
dolo por entre las mesas. Viene sola. Antes de que le pregunte
por qué no vino con su «letrado», Susana Gonçalves le dice que
el doctor Gancedo llegará de un momento a otro; se encuentra
demorado en Tribunales, por unos trámites sin importancia.
Benavides sonríe gentil, señala una silla y la invita a sentarse.
—Podemos empezar sin él —dice Susana Gonçalves—,
¿para qué quería verme?
Benavides sonríe otra vez y habla de lo engorrosos que son
los asuntos judiciales. Hay que ser abogado para soportarlos.
165
Ellos los aguantan, dice, y es comprensible, por algo han es-
tudiado esa carrera, pero para la gente del común, la gente
como usted o como yo, dice y la señala y se señala, siempre es
un gran embrollo, tanta papelería, tanta burocracia, y al final
para qué, si hay cosas que se pueden decir en dos palabras en
lugar de doscientas como las que emplean ellos. Detiene por
un instante su discurso, como para tomar aliento, pero justo
cuando está a punto de continuar habla Susana Gonçalves.
—¿Para qué quería verme? —dice.
Dejar que las palabras surjan espontáneas, naturales.
—Vi el informe forense —dice Benavides.
Susana Gonçalves construye un gesto que podría ser de
sorpresa o de indignación.
—Ya se lo había leído yo —dice.
—No es el mismo —arriesga Benavides.
—¿Cómo que no es el mismo? No sabía que había más
de uno.
—El informe que leí señala ciertas cosas que no estaban
en el suyo. O estaban y usted no quiso leérmelas.
Benavides supone que Susana Gonçalves le saltará enci-
ma, pero se equivoca: la mujer no hace un solo ademán agre-
sivo, habla a medio tono, con calma.
—Bueno, sí —dice—, salteé algunos párrafos, esos de pura
forma, de pura cháchara jurídica, como acaba de decir usted.
—Salteó cosas importantes —aventura Benavides.
—¿Cosas importantes? —pregunta Susana Gonçalves, sin
perder la calma.
No hay modo de volver atrás. «Se trata de un tipo de orifi-
cio anal típico de los homosexuales, con reiteradas relaciones
sexuales por esa vía», Benavides ha leído esa frase una y otra
vez, la recuerda de memoria, y ahora debe repetirla. Adopta
el aire de un médico a punto de informarle a su paciente que
esas manchas en los pulmones pronostican algo grave, y dice:
166
—Me refiero a cuando en el informe se menciona lo del
orificio anal, típico de los homosexuales. ¿Usted nunca re-
paró en eso?
—¿Eso qué? —pregunta Susana Gonçalves.
—La homosexualidad —dice Benavides e intenta que el
tono sea natural.
Susana Gonçalves lo mira fijo y en voz baja, casi en un
murmullo, pregunta de dónde ha sacado esa porquería.
—El informe —dice Benavides—, está en el informe de
la autopsia.
—Nosotros lo recusamos.
Benavides recuerda que la parte demandante había recu-
sado al juez de instrucción y había pedido que se modificara
la carátula. Pero eso nada tiene que ver con la autopsia.
—¿También cuestionaron el informe forense? —pregunta.
—También cuestionamos ese informe —afirma Susana
Gonçalves—. Mi hijo no era homosexual, entiéndalo bien y
que le quede claro: Nacho no era homosexual.
Lo repite, en voz muy baja, como quien musita una leta-
nía. Parece quebrada y a punto de echarse a llorar. Benavides
piensa que debería tomarle las manos, pero solo dice:
—Tranquila, no tengo nada en contra de la homosexualidad.
—Yo sí —dice Susana Gonçalves.
Benavides sabe que en casos como estos lo mejor es qui-
tarle importancia.
—No tiene importancia —dice.
—¡Sí que la tiene! —grita Susana Gonçalves—, parece
que usted no quiere entenderlo.
Benavides está a punto de decir que, efectivamente, cada vez
entiende menos, pero opta por callarse. Ambos se miran recelosos,
parecen dos expertos luchadores estudiando el próximo asalto.
La oportuna llegada del doctor Gancedo pone las cosas en su
sitio. Benavides disimula el suspiro de alivio y lo invita a sentarse.
167
—Perdonen mi retraso —dice Gancedo.
—No hay problema —dice Benavides—, hablábamos de
cosas sin importancia.
—Hablábamos de cosas muy importantes —corrige Su-
sana Gonçalves—. Este caballerito vio la primera autopsia
de Nacho y ha venido con la historia de la homosexualidad.
Benavides va a decir algo, pero una señal pacífica de Gan-
cedo lo obliga a callarse.
—¿Todavía se insiste con eso? —dice Gancedo.
—La autopsia —aventura Benavides.
—Ya se probó que era falsa. Una patraña del periodismo.
—¿Qué patraña? —dice Benavides—, si no salió en nin-
gún sitio. No hubo un solo diario o una sola revista que la
mencionara.
—Por eso —afirma Gancedo con increíble tranquili-
dad—. Se trata de un acto privado, no hay razón para que se
haga público.
—Eso es lo que no me cierra —insiste Benavides—, que
no se haya hecho público. Por alguna razón lo silenciaron.
—Porque es falso —interviene Susana Gonçalves—, por-
que es una mentira, porque nunca existió.
—No digo lo contrario, pero si se hubiera publicado… —
intenta explicar Benavides.
Susana Gonçalves apoya las manos sobre la mesa, como
quien va a dar un envión, y se pone de pie. Benavides se pre-
para a oír el insulto, pero solo escucha la voz de Gancedo.
—Calma, calma —implora.
Susana Gonçalves vuelve a sentarse. Benavides sonríe, sin
comprender a quién sonríe y por qué.
El doctor Gancedo los mira. Parece un padre tolerante
frente a la travesura de sus hijos incorregibles. Pide que por
favor lo escuchen. Sin esperar respuesta, inicia un discurso
aburrido, plagado de tecnicismos, que, mágicamente, ayuda a
168
calmar los ánimos. Habla de fojas y recursos y evoca el trámi-
te de modificación de carátula, como si ese hubiera sido uno
de sus mayores éxitos en toda su carrera como penalista. No
dice una sola palabra acerca de la autopsia. Benavides com-
prende que nada podrá sacar de esa reunión.
—Entiendo, entiendo —dice—, y les agradezco mucho,
ya tengo material para la próxima nota.
—No se le ocurra mentir con eso de la homosexualidad
—amenaza Susana Gonçalves.
¿Acaso es ella quien lo intimida por teléfono? ¿O tal vez
el doctor Gancedo?
—No pienso decir una sola palabra —promete Benavi-
des— ¿Qué se puede decir de una autopsia falsa?
Susana Gonçalves y el doctor Gancedo aprueban el buen
criterio del joven periodista que por fin acepta las evidencias.
Benavides entiende que es el momento de irse y se pone de pie.
—Me esperan en la redacción —dice.
Ha dejado atrás, a sus espaldas, al doctor Gancedo y a Su-
sana Gonçalves. Saben que los dos están hablando de él, de lo
fácil que fue convencerlo. Se detiene de golpe y regresa. No hay
asombro en la cara del doctor Gancedo, tampoco en la de Su-
sana Gonçalves. Benavides ignora al abogado y se dirige a ella.
—Usted dijo que tenía cosas importantes para contarme,
¿qué cosas? —pregunta.
—Cosas —dice Susana Gonçalves— que ya han perdido
importancia.
—¿Por qué?
—Porque la han perdido.
Benavides hace ademán de sentarse, pero se queda de pie.
—¿Quién le dio mi teléfono particular? —pregunta.
Susana Gonçalves piensa, como buscando ese nombre que
lamentablemente ha olvidado; por fin dice:
—En Impacto, me lo dieron en Impacto.
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—Sí, pero ¿quién?
—Qué se yo, la telefonista, supongo. ¿Es tan grave?
Benavides sabe que las telefonistas tienen prohibido dar
los números particulares.
—No, no tiene importancia —dice y se va.
En la calle piensa que acaso se está pasando su propia pe-
lícula. Los forenses a veces se equivocan en sus informes, no
es la primera vez que sucede, y las telefonistas de Impacto no
brillan por su astucia, no se necesita mucho para sacarle el
número prohibido. A doscientos metros de la redacción está
convencido de que la autopsia es falsa. Sin embargo, a punto
de entrar en el ascensor, ha decidido dos cosas: que la autop-
sia no es falsa y que las telefonistas de Impacto son inflexibles
a la hora de negar los números particulares.
En el hall encuentra a Di Salvo.
—¿Te viste con la madre desconsolada? —pregunta.
—De allí vengo.
—¿Te dio algún buen dato?
—Nada que valga la pena.
170
26. Sexo, mentiras y video
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Benavides atiende antes de que el timbre suene por sexta vez.
Ha decidido que es Paula quien llama y, por supuesto, aceptará
la invitación; podrá contarle la verdad acerca de esas fotos que
ella tanto insiste en ver. Se lo confesará mientras coman o tal vez
luego de haber hecho el amor. Le dirá que las fotos fueron fru-
to de su desbordada imaginación de periodista, gajes del oficio.
Paula sabrá comprenderlo, fin del conflicto.
—Hola —dice y espera oír la voz de Paula.
Oye la voz de la telefonista.
—El señor Leandro Fagot pregunta por usted —anuncia.
Su desbordada imaginación de periodista ha fracasado
una vez más.
—¿Está en la recepción? —pregunta Benavides, por fin lo
verá sin jogging.
—Es una llamada —dice la telefonista—, ¿se la paso?
Es la primera vez que Fagot lo llama a Impacto. Benavides
pide que se la pase.
—No se alarme —dice Fagot—, pero tengo que hablar ya
mismo con usted. Lo espero en el Club, a las cinco de la tarde.
Las cinco en punto de la tarde: la hora del té o la hora
del toro. Una merienda cordial o una ceremonia de sangre y
muerte. Benavides promete puntualidad y no se atreve a pre-
guntar por la causa de tanta urgencia. Otra vez mira el reloj;
puede llegar a tiempo, incluso si va a pie.
Las calles de Buenos Aires no tienen nada para mostrarle,
o tal vez Benavides no lo sabe ver. Camina a paso tranquilo,
pero alejado del borde de la vereda, no se le ha borrado la ima-
gen del coche que intentó atropellarlo. ¿Por qué Fagot le pidió
que fuera cuanto antes? Dijo que no había de qué alarmarse,
¿entonces cuál es la razón de tanto apuro? Benavides había
imaginado que vería a Paula y terminará viendo a Fagot; ese
canje no lo hace feliz. Tendría que llamarla por teléfono, tal vez
esa misma noche se puedan ver. Pero eso será más tarde, en este
172
momento entra en el Club y ni siquiera tiene que preguntar
por Fagot: está allí, charlando con el encargado del mostrador
de informaciones. Por las risas y la manera de comportarse es-
tán hablando de algo gracioso. En cuanto Fagot ve a Benavides
deja de reírse. Va a su encuentro, lo saluda y dice:
—¿Por qué insiste, Benavides?
Lo ha dicho en voz baja, casi en un susurro, aunque con
un tono cargado de amenaza. Benavides piensa que tal vez no
tendría que haber ido a esta cita. Fagot lo toma del brazo y
amigablemente lo lleva hasta un cuarto, casi al final del pasi-
llo. Pese a la semipenumbra, se pueden distinguir un antiguo
escritorio de cedro y dos sillones de cuero. Fagot le señala
uno de los sillones. Espera que Benavides se siente y luego
se sienta él. Han quedado cara a cara. Se produce un silencio
incómodo. Benavides decide romperlo.
—Aquí estoy —dice y pretende darle cierto acento de se-
guridad a sus palabras. No cree haberlo conseguido.
—¿Hasta cuándo piensa seguir con el tema de ese chico?
—pregunta Fagot.
¿Hay tono de amenaza en la pregunta o solo curiosidad?
Benavides no logra descifrarlo. Se le ocurre que podría decir:
¡pienso continuar hasta que se sepa la verdad!, pero desiste de
inmediato: demasiados signos de admiración para una sen-
tencia en la que ni él cree.
—¿Sabía que ese chico era homosexual? —pregunta.
Parece un reputado miembro de la Liga de Moral y Bue-
nas Costumbres. Se arrepiente de haber hecho esa pregunta.
—No lo sabía —dice Fagot.
—¿No se dio cuenta?
Fagot se mira las manos, después lo mira a Benavides.
—Usted sabe que lo vi pocas veces —dice— y siempre
junto a los otros chicos. Por otra parte, nadie lleva un cartel
anunciando sus preferencias sexuales.
173
—No se ría —pide Benavides—, bien sabe que es un tema
importante.
—No me río —dice Fagot—, pero creo que es un tema de
mierda, digno de la revista que lo publica.
Benavides anuncia que no piensa defender la revista para
la que trabaja. Dice que tampoco le importan las preferencias
sexuales de Juan Ignacio, solo quiere descubrir qué hay detrás
de esa muerte absurda.
—Es todo lo que pretendo —concluye.
—Pretende mucho. Y miente más —dice Fagot— ¿Qué
son esas fotos que dice tener?, ¿de dónde carajo las sacó?
Benavides está a punto de contarle la verdad, sincerarse de
una vez por todas y decirle que esas fotos solo están en su fanta-
sía. Sin embargo, decide postergar la confesión. No sabe por qué
insiste en mantener la mentira. Unos días antes lo hizo con Pau-
la Grimaldi, ahora le parece natural hacerlo con Leandro Fagot.
—Podría argumentar que como periodista no estoy obli-
gado a revelar las fuentes —dice Benavides—, pero no tengo
por qué engañarlo con frases hechas. No sé de dónde vinie-
ron esas fotos. Alguien las trajo a la redacción, en un sobre de
papel madera. Dejó el sobre en Mesa de Entradas y se fue. En
ese momento había dos empleadas en la recepción. Una dice
que era un hombre morocho y alto; la otra afirma que tenía el
pelo castaño y no lo recuerda como muy alto. Si hiciéramos
un identikit saldría cualquier cosa.
Lo ha dicho con tanta naturalidad y convicción que hasta
él se lo cree, incluso imagina a Mumi describiendo a ese se-
ñor morocho, alto y de pelo corto.
—¿Alguna cara conocida? —pregunta Fagot.
—Le dije que las chicas de recepción ni siquiera coinciden
al describirlo. Los testigos siempre mienten, leí alguna vez.
—En las fotos, digo —insiste Fagot—. ¿En las fotos hay
alguna cara conocida?
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—No que yo sepa —dice Benavides—. Se ve a Juan Igna-
cio, al chico se lo alcanza a ver con claridad.
—¿Qué muestran?
Antes se las tuvo que describir a Paula Grimaldi, ahora es
el turno de Leandro Fagot. No es necesario un gran esfuerzo
de imaginación, basta con repetir lo que dijo unas noches
atrás. Sin embargo, Benavides prefiere ser más directo.
—¿Qué van a mostrar? —dice—, porquerías.
—¿Cómo? —pregunta Fagot.
Benavides dice que una imagen vale por mil palabras y se
empeña por cargar de imágenes a sus palabras. Evoca ciertas
escenas de algunas películas pornográficas y describe lo que
él supone pasaba en ese Club con esos chicos.
—¿Se da cuenta? —pregunta— ¿Entiende por qué dije
porquerías?
—¿Eso es todo? —dice Fagot, sin disimular la sonrisa.
—¡Eran chiquilines, pibes que no llegaban a los quince
años!
—A esa misma edad, Benedicto ix fue ungido Papa —dice
Fagot y transforma la sonrisa en una carcajada—. ¡Qué tal, un
pendejo de quince años al frente de la grey católica! Déjese de
joder, Benavides, con sus mentiras no convence a nadie.
—¿Es mentira que un grupo de chicos venía a este Club?
—Es verdad —dice Fagot—, venían a las clases de gimnasia.
—¿Es mentira que algunos de esos chicos participaban en
fiestas non sanctas con señores mayores?
—Es mentira.
—¿Las fotos mienten? —arriesga Benavides.
—No vi esas fotos —dice Fagot—, pero si son como us-
ted cuenta, a esos chicos no los obligó nadie: estaban ahí
porque querían.
—¡Pero eso es monstruoso!
175
—¡Qué sabrá usted lo que es monstruoso, Benavides!
Monstruoso puede ser ese tierno padre, buen hombre y mejor
vecino que secretamente abusa de sus hijitos de tres y cuatro
años. Los pobres chicos nada pueden hacer frente al padre
rompe culos.
—De acuerdo, eso es monstruoso, no se puede caer más
bajo —dice Benavides.
Fagot sonríe otra vez, ahora es una sonrisa irónica, des-
preciable.
—Aún se puede caer más bajo —dice—. Lo que le cuento
pasó hace seis o siete meses. Usted seguramente ya lo ha ol-
vidado, hay ciertas cosas que la buena gente prefiere olvidar.
Sin embargo, en esta historia hay un chico que no lo olvidará
jamás, y están los padres de ese chico que quedarán marcados
para siempre. Aquí los protagonistas son cuatro: un pibe que
aún no ha cumplido los dos años, vamos a poner que se llama
Marquitos, el padre, la madre y el abuelo de Marquitos. Los
cuatro integran una familia de buen pasar: el padre y la madre
tienen excelentes trabajos, el abuelo es un destacado impor-
tador, socio del Rotary y generoso cuando se trata de donar
para Cáritas. Anda por los sesenta años y suele pasar los fines
de semana solo en su quinta de Castelar. El hijo y la nuera
insisten en que tenga cuidado, que hay una villa cercana y con
esa gente nunca se sabe. El abuelo de Marquitos repite que
no se preocupen, que está bien protegido, y acaricia a los dos
perros que le hacen compañía: un rottweiler y un dóberman.
Marquitos suele ir a la quinta del abuelo. Lo llevan sus pa-
dres. Cuando el nieto va, el abuelo ata a los perros. Un sábado
por la tarde, los padres de Marquitos le piden que por favor
se quede con el nene. Ellos tienen que hacer unos trámites y
prometen volver antes de que se haga de noche. Unas horas
más tarde, la policía de Castelar recibe el llamado angustiado
de un hombre: los perros que cuidaban la casa han mordido
176
a su nietito. No bien llegan se enfrentan con el espanto: el
chico está cubierto de sangre y llora sin cesar. Los perros, los
perros, grita el abuelo. ¿Me sigue?
—Sí —dice Benavides—, los perros.
—¡Los perros un carajo! —dice Fagot—. En el hospital
salta la verdad. El honorable abuelo había violado al nieto. La
idea de echarle la culpa a los perros se le tuvo que haber ocurri-
do de entrada, porque el hijo de puta buscó un cuchillo filoso
y lo castró. Después llamó a la policía. Había logrado el plan
perfecto: un nene de menos de dos años apenas dice dos o tres
palabras y los perros directamente no hablan. Pero todo se le
fue al carajo cuando los veterinarios explicaron que los perros
jamás pudieron haber hecho esas heridas. La policía allanó la
quinta, encontró el cuchillo y los restos del pañal. Uno de los
médicos forenses dijo que en treinta años de servicio nunca
había visto una agresión de ese tipo a un bebé. ¿Se da cuenta,
Benavides? Siempre hay tiempo para caer más bajo.
—¿Más bajo?
—¿Ahora se asombra? —dice Fagot—. El viejo turro
insiste en que fueron los perros, dice que se había quedado
dormido y que lo despertaron los gritos del nieto, dice que
fue corriendo pero que nada pudo hacer. Lo dice llorando,
compungido, no va a faltar algún boludo que encima le crea.
Como seguramente hay más de un boludo que se traga las
cosas que usted escribe. Córtela, en serio le digo, córtela.
Benavides comienza a hablar de la responsabilidad perio-
dística, pero Fagot lo interrumpe.
—¿Esas fotos fueron sacadas aquí?
—No sé —dice Benavides—. El que las tomó puso su
atención en los personajes, pero descuidó el entorno.
—¿Puedo verlas? —pregunta Fagot.
—Sí —arriesga Benavides—, van a salir publicadas en Im-
pacto.
177
—No es una buena idea.
—¿Por qué?
—Porque ni bien las publique dejarán de ser su salvocon-
ducto.
—¿Qué quiere decir? —pregunta Benavides.
—Lo que oyó —dice Fagot y se pone de pie—. Vamos, lo
acompaño hasta la salida.
178
27. La última cena
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—Fagot, Fagot —repite Di Salvo e imita el sonido del
instrumento— ¿Habla con voz grave?
—No jodas, Di Salvo.
—No jodo, pero qué se puede esperar de alguien que no
honra su nombre —dice Di Salvo— ¿Por qué te preocupa?
—Porque está ocultando muchas cosas.
Di Salvo ríe.
—No delires —dice—. Ahora resulta que te creés lo que
vos mismo inventaste. Me parece bárbaro que se lo crean tus
lectores. Pero que te lo creas vos ya es jodido, sería como creer
que esta porquería que comimos pertenece a la alta cocina.
—¿Y el ataúd que me mandaron y las amenazas telefóni-
cas también las inventé yo?
—Eso se acabó. No hubo más llamadas ni más encomien-
das. Ahora solo están esas fotos, que también te inventaste.
Liquidalas en tu próxima nota —dice Di Salvo, y no suena a
consejo sino a orden.
—En ese Club pasaban cosas raras —dice Benavides.
—En un montón de sitios pasan cosas raras —dice Di
Salvo—, si fuera por eso tendríamos que editar una revista
de mil páginas.
—El chico era homosexual, la autopsia lo prueba —dice
Benavides.
—¿Una liga de homofóbicos que mata a homosexuales?
Ahí tenés un buen tema para una nota.
—No jodas, Di Salvo.
—No jodo, pero cortala con ese tema, ya lograste tus
quince minutos de fama —dice Di Salvo y señala las fotos
de varios empleados que cuelgan de la pared—. Te acabo de
nombrar El Periodista del Mes, ahora volvé a las notas de la
farándula, son menos peligrosas.
—Voy a escribir «Veinticuatro horas en la vida de Susana
Gonçalves». Seguro que la madre habla del crimen de su hijo.
180
Di Salvo hace un gesto de resignación.
—Es una vieja loca a la que solo le importa salir en los
medios. Desde hace tres años insiste en que tiene pruebas,
pero jamás las mostró. Las pruebas de esa loca son tan reales
como tus fotos.
Benavides se pone de pie.
—Vamos —dice—, no hay dudas de que los combos de
McDonald’s te caen como el culo.
Di Salvo también se para. Nuevamente recoge la papa fri-
ta que antes había examinado y se la lleva a la boca.
—Reconozco que cambian el aceite con mayor frecuencia que
el chef de El Impasible —dice—. Vamos, que Impacto nos espera.
En realidad, les espera una tarde tranquila, apenas una re-
unión de mesa para organizar el próximo número y discutir
tres o cuatro problemas menores. No bien llegan, Benavides
le avisa a Di Salvo que en unos minutos estará en la pecera.
Di Salvo le dice que podría haber ido al baño de McDonald’s.
Benavides asiente y camina hacia los baños, pasa frente a la
cabina de la telefonista y ahí se detiene: quiere saber si al-
guien lo ha llamado. Nadie, asegura la telefonista. Benavides
agradece y se dirige al mostrador de recepción: Mumi pudo
haber recibido algún llamado. Nada, dice Mumi. Una de cal
y otra de arena: no hubo amenazas, pero Paula ha resuelto
ignorarlo. Tendrá que llamarla. No bien entra en la pecera,
advierte que no ha ido al baño, pero ya no hay tiempo, porque
ahora el jefe de arte le pregunta si seguirá con la historia de
ese chico: Pedro Ignacio.
—Juan Ignacio —corrige Benavides.
—No importa si Pedro o Juan —dice el jefe de arte—,
quiero saber de qué va la nota para ver cómo carajo la ilustro.
—Voy a hablar de las fotos —dice Benavides—, que por
razones legales aún no se pueden dar a conocer, un modo de
crear suspenso.
181
—No me importa el suspenso —dice el jefe de arte—, quie-
ro saber qué pongo. Tal vez una serie de fotos cruzadas por ban-
das negras: que no se distinga nada, para que imaginen todo.
La mayoría está de acuerdo; Di Salvo, no.
—Nuestros lectores son cortos de imaginación —dice.
—Acepto nuevas ideas —dice el jefe de arte,
Di Salvo ignora ese pedido y mira a Benavides. El resto de
la mesa no advierte qué hay detrás de esa mirada. Benavides sí.
—En dos semanas se resuelve el enigma —promete.
Di Salvo aprueba que vayan las fotos con banda negra.
—Este jueves va con suspenso, pero en el otro resolvés el
enigma, y ahí termina todo, ¿entendiste? Termina todo.
Benavides acepta, como un niño obediente: aún faltan
quince días. Pregunta si hay algo más para él, porque se mue-
re por ir al baño. Di Salvo hace un comentario acerca de la
comida de McDonald’s, pero Benavides no lo escucha, ya se
ha ido. Cuando regresa encuentra a Di Salvo solo, frente a la
pantalla de la computadora, tal vez haciendo un solitario o
acaso escribiendo un poema. Decide no interrumpirlo. Vuel-
ve a su escritorio, ordena un par de cosas y mira el teléfono,
duda un instante y finalmente marca el número de Paula. Na-
die atiende, cuando está a punto de cortar oye un «Hola» que
le devuelve la esperanza. A Paula le parece buena idea encon-
trarse. Dice que lo espera a las nueve. Preparará un plato sor-
presa, una receta que le acaban de pasar. Benavides dice que
se muere por saborearlo, una vez más tendrá que oficiar de
conejito de la India: estar con Paula exige ciertos sacrificios.
Promete ser puntual, dice que llevará vino. No bien corta, ad-
vierte que Paula no le preguntó por las fotos. No dijo «traé las
fotos» ni dijo «acordate de las fotos». Tal vez se ha olvidado.
Benavides tiene tiempo de pegarse un baño y cambiar de
ropa. Bajo la ducha piensa en Paula. No se atreve a decir que
es la mujer de su vida, pero se acerca bastante. Envuelto en una
182
toalla va hasta la cocina, cree recordar que aún queda una botella
de Valentín Bianchi Malbec 1985: una manera de amortiguar
la sorpresa culinaria que le ha prometido Paula. Se viste, pone la
botella en una bolsa de cartón y tiene suerte de encontrar un taxi
no bien sale a la calle. Mira la hora: llegará a tiempo.
A las nueve en punto, Benavides toca el timbre. Paula abre
de inmediato, ¿lo esperaba detrás de la puerta?
—¿Las trajiste? —pregunta.
A Benavides le extraña el plural.
—Solo una, es un Bianchi del 85, Malbec —dice y le da la
botella—, te va a gustar.
—Las fotos, hablo de las fotos.
Tres copas de vino, numerosas frases tiernas y un número
impreciso de caricias, tan tiernas como las frases, es el precio
que debe pagar Benavides para convencer a Paula. Dice que
para la gente de Impacto esas fotos son como oro en polvo,
que las guardan en una caja fuerte, custodiada por abogados.
Promete, sin embargo, que conseguirá unas copias. No es fá-
cil, pero jura que lo logrará; mientras jura le besa el cuello y
le pide que crea en él. Luego comen. Paula ha postergado su
plato sorpresa para otra ocasión, por lo que deben confor-
marse con un lomo a la York que, puntualmente, les envía un
buen restaurant del barrio. El Valentín Bianchi resulta mejor
de lo esperado y antes de acabar la botella ya están en la cama,
dispuestos a repetir los mejores momentos de algunos días
atrás. No vale la pena detenerse en este relato, basta con decir
que lo consiguieron.
—¿Te quedás a dormir? —pregunta Paula antes de apagar
la luz—. En la alacena tengo una torta para el desayuno de
mañana.
Benavides dice que sí, que se queda. Esta mujer merece
cualquier sacrificio.
183
28. Los invasores
184
cajones dispersos por el suelo. Han revisado sobres, carpetas y,
sin duda, cada uno de los libros; muchos volúmenes también
están en el piso. La misma escena se repite en el dormitorio,
han revuelto el placard y tajeado el colchón de la cama. Va
hasta el cajón donde guarda sus pocos pesos y lo encuentra
vacío. No ve que hayan robado otras cosas, aunque tampoco
hay mucho más para robar. La computadora, dice y regresa al
living. Ahí está, impertérrita, sobre la mesa. La enciende espe-
rando lo peor, porque desde hace un buen rato Benavides ha
decidido que esto va más allá de un simple robo. Sin embargo,
su presunción fracasa: no se han llevado el disco rígido, aunque
seguramente copiaron todas las carpetas. Se deja caer sobre un
sillón, ¿qué va a decir ahora Di Salvo? ¿Esto también es obra
de bromistas? Mira el reloj: nueve y media de la mañana. Di
Salvo suele llegar a Impacto poco antes del mediodía. Marca el
número de Eugenio, con la esperanza de encontrarlo. Euge-
nio atiende medio dormido, pero se despierta de inmediato en
cuanto Benavides le da la noticia.
—¿Vos dónde estabas? —pregunta Eugenio.
—Con Paula, en casa de Paula —dice Benavides—. No
tengo idea a qué hora entraron los hijos de puta.
—¿Más de uno?
—¡Qué sé yo cuántos fueron! Me dejaron el departamento
hecho mierda.
—¿Mucha guita?
—Solo hay que acomodar las cosas. Únicamente rompie-
ron el colchón, lo tajearon.
—No hablo de guita por los arreglos —dice Eugenio—,
¿se llevaron mucha guita tuya?
—Se llevaron todo, pero la cifra no justifica tanto quilombo.
—Son rateros, vieron que no había nadie y entraron. Pasa
casi todos los días. Ponete contento de que solo te hayan roto
el colchón, por lo general te mean la ropa y cagan en el living.
185
—Así que encima me tengo que alegrar —dice Benavi-
des—, ¿es que no te diste cuenta de que esto es más que un
robo? Hasta recién eras el teniente Kojak, ahora sos el ins-
pector Clouseau.
—¿Más que un robo? —ríe Eugenio— ¿Pensás que es por
tus notas en Impacto? En cualquier momento te convertís en
el agente Cooper, de «Twin Peaks».
—No es para reírse —dice—, estoy seguro de que es por
lo de Juan Ignacio. Vinieron por las fotos.
—Pero esas fotos te las inventaste vos.
—Sí, pero ellos no tienen por qué saberlo.
—¿Quiénes son ellos?
—Los que mataron al chico.
—Volvé a la realidad —suplica Eugenio—, no hay prue-
bas de que lo haya matado nadie, y si las cosas son como vos
decís, los asesinos saben muy bien que esas fotos no existen.
El mismo argumento de Di Salvo; a Benavides le molesta
esa coincidencia.
—Pegate un buen baño y a la noche la seguimos —pro-
mete Eugenio.
Benavides sigue el consejo, pero antes de darse el baño
ordena y acomoda las primeras cosas. Mientras lo hace sufre
un extraño sentimiento de violación: han manoseado su ropa,
leído sus papeles, revisado, visto y tocado hasta el último rin-
cón de su casa. Se le ocurre que tendrá que llevar todo a la
tintorería, que no quede pizca de los violadores; abrir la ven-
tana y permitir que entre el aire e incluso el polvo de afuera,
cualquier cosa que cubra las huellas que ellos dejaron. Una
hora más tarde está bajo la ducha. El agua caliente golpean-
do sobre su cuerpo ayuda bastante. Se seca, se viste y al salir
cierra la puerta con dos vueltas de llave; recién en ese instante
advierte que no han forzado la cerradura.
186
Entra en la redacción y se alegra de encontrar a Di Salvo.
—Se metieron en mi casa —dice Benavides—, me la hi-
cieron mierda. Ahora qué vas a decir, ¿que fue un chiste de
los muchachos?
Di Salvo le pide calma y repite lo que unas horas antes le
dijera Eugenio.
—¡El robo fue la excusa! —dice Benavides—, venían por
las fotos o vaya a saberse qué.
—Sí, el plano de la isla del tesoro.
Benavides no lo escucha, dice que esa invasión es la prueba
definitiva de que a Juan Ignacio Aráoz lo mataron. Di Salvo
asiente con pequeños movimientos de cabeza y le muestra los
titulares de Clarín de esa mañana.
—Te quedaste sin socia —dice.
Benavides primero ve la foto de Susana Gonçalves, des-
pués lee la noticia. La madre de Juan Ignacio Aráoz ha con-
vocado a una suerte de conferencia de prensa, no para dar a
conocer las pruebas de la muerte de su hijo, sino para reco-
nocer que todo el tiempo había ido tras pistas falsas. Gracias
a las investigaciones realizadas por el doctor Gancedo, pudo
comprobar que fue vilmente engañada por ciertos personajes.
«Permítaseme por ahora reservar sus nombres, ya que en su
momento los llevaré a la justicia». Esos individuos, vaya a
saberse con qué oscuras intenciones, se habían aprovechado
del dolor de una madre. Esa madre, ahora, con el coraje de
una mujer de bien, reconoce su error y asegura que Juan Ig-
nacio Aráoz ha muerto como consecuencia del desgraciado
accidente que todos lamentamos.
—¡Esto es mentira! —grita Benavides.
—Amor de madre, abismo sin medida —dice Di Salvo—
¿Vas a denunciar la visita que hicieron a tu departamento?
—No, para qué, no vale la pena —dice Benavides—, ya
acomodé todo.
187
—Bien, entonces volvé y poné alguna ropa en la valija. Te
mandamos tres o cuatro días a Córdoba, hay un congreso de
nutricionistas en Carlos Paz que Santángelo quiere que cubras.
—¡Vos estás loco!
—En todo caso —dice Di Salvo—, lo está Santángelo,
pero hay que permitirle ciertas locuras: es el dueño del ma-
nicomio.
—Puede ir cualquier otro —dice Benavides y enumera—:
Lamela, Morente, incluso el pibe Ercolani, pueden cubrir ese
congreso.
—Santángelo insiste en que seas vos —dice Di Salvo y
dice que es conveniente que se borre por unos días—. Hoy
sale la nota en la que sembrás el suspenso y la semana que
viene terminás la serie a toda orquesta.
—Puede ir cualquier otro —repite Benavides, en todo re-
signado.
—Son las leyes de este oficio —dice Di Salvo—. Apurate
en hacer la valija. Tomás un avión que sale a las tres de la tar-
de. Aquí tenés el pasaje y el voucher del hotel.
Benavides está por decir que esa noche había quedado en
encontrarse con Eugenio, pero no vale la pena, guarda el pa-
saje y el voucher, saluda con un gesto y se marcha a hacer la
valija. En realidad, no es una valija sino un bolso. Ahí mete
las cosas que necesitará para sus tres o cuatro días cordobeses,
luego deja un mensaje en el contestador de Eugenio: «Ten-
go que salir a los pedos para Carlos Paz, nada grave, cubrir
un boludo congreso de nutricionistas, nos vemos al regreso».
Cuando se dispone a llamar a Paula, suena el teléfono. Atien-
de de inmediato: le alegra oír la voz de ella, pero no le alegra
el tono de esa voz.
—Tenemos que hablar —dice Paula.
—Te escucho —dice Benavides.
—Por teléfono no, ¿a qué hora nos podemos ver?
188
A Benavides le preocupa ese pedido, el modo en que Paula
hace ese pedido. Dice que justo iba a llamarla, le cuenta del
congreso de nutricionistas y del viaje urgente a Carlos Paz,
pero no le cuenta del asalto. ¿Por qué no se lo cuenta? Segu-
ramente para no preocuparla o tal vez porque ciertas cosas no
se deben decir por teléfono. Por ejemplo, lo que Paula le tiene
que decir a él.
—Podemos encontrarnos en la confitería del aeroparque
—propone Benavides.
—¿Cuándo volvés? —pregunta Paula.
—El lunes o el martes, a más tardar.
—Lo hablamos cuando vuelvas —dice Paula, le desea
buen viaje y corta.
189
29. Muerte en la tarde
190
manzana de ciento cincuenta, que las calabazas son de muy
fácil disgregación y digestión y que no es conveniente hablar
de dietas sino de planes alimentarios. Anota lo esencial de
cada ponencia con el esmero de un escriba medieval. Para el
resto de los asistentes ha ganado fama de periodista hosco, de
pocas palabras, que cumple fielmente con lo que se ha pro-
puesto, pero prefiere no establecer amistades. Escucha, anota
y se aburre sin remedio. Cuando termina la jornada regresa al
hotel y un par de horas más tarde vaga por las calles cordobe-
sas en busca de algún viejo restaurant. Ni bien lo encuentra,
pide papas fritas con huevos fritos, bebe vino sin descanso y
remata su cena con budín de pan o flan con crema y dulce de
leche. Regresa al hotel cargado de hidratos y calorías, se duer-
me antes de las once de la noche y se levanta poco después de
las siete de la mañana. Di Salvo le ha exigido que entreviste a
los expositores más importantes y Benavides también cumple
con ese pedido, aunque sabe que un reportaje dedicado a los
alimentos ricos en fibras, a los regímenes hipocalóricos, a los
peligros de la sal y al riesgo del azúcar, difícilmente conmo-
verá a muchos lectores.
A lo largo de sus tres días cordobeses, ha llamado a Paula;
quiere oír su voz, contarle del congreso, reírse de lo que ahí
ve y escucha; también quiere decirle que la extraña. Es im-
posible: nadie atiende, ni siquiera el contestador telefónico.
Insiste, mientras espera al coche que lo llevará al aeropuerto.
No hay caso, Paula no contesta. En las casi tres horas que
dura el vuelo, piensa en ella y en lo que le contará cuando la
encuentre. En su bolso lleva un libro de recetas macrobió-
ticas y otro de comidas naturales sin sal y sin aceite, son los
regalos que le trae de Córdoba. Sonríe al imaginar la escena:
ambos desnudos, en la cocina, ensayando una de esas recetas.
Corrige: Paula no está totalmente desnuda, lleva un mínimo
delantal, que apenas le cubre las tetas y deja al descubierto el
191
culo. Mira el reloj y cierra los ojos: en menos de tres horas
estará en la cama con ella.
Benavides solo lleva equipaje de mano, por lo que no bien
baja del avión corre a buscar un taxi. Lo consigue de inmediato
y a las cuatro y media de la tarde está abriendo la puerta de
su departamento. Todo indica que nadie ha entrado, salvo la
mujer del encargado para hacer la limpieza. Tira el bolso sobre
la cama y una vez más llama a Paula. Tampoco ahora obtiene
respuesta. Llama a Impacto. Mumi le dice que Di Salvo no está,
pero que lo espera a las seis. Benavides dice que seguramente
llegará a las siete y le pregunta quiénes lo han llamado. Mumi
recita unos pocos nombres, Paula no está entre ellos. Benavides
abre el bolso, saca los dos libros de cocina, se da un baño, se
pone un jean, una camisa de corderoy y opta por mocasines.
Recoge los libros y la campera de cuero. Cuando está por salir
advierte que no se lavó los dientes. Deja la campera y los libros
sobre la mesa y corre al baño. Cinco minutos después recoge li-
bros y campera y veinte minutos más tarde está frente a la casa
de Paula. Oprime el timbre del portero eléctrico una y otra vez,
pero nadie atiende. Definitivamente, no está en su casa. Hace
días que no está. ¿Dónde habrá ido? ¿Por qué no le avisó? La
respuesta parece tenerla el encargado, que le hace señas desde
el fondo del pasillo y a paso rápido viene hacia la puerta.
—¿No sabe qué pasó? —pregunta.
Benavides dice que no sabe nada, que acaba de volver de
Córdoba.
—Una desgracia —dice el encargado—, una verdadera
desgracia.
—¿Qué desgracia? —pregunta Benavides.
—La encontraron muerta —dice el encargado—, a la pro-
fesora, a la señora Grimaldi. Pobre mujer, tan joven.
Contrariamente a lo que suele suceder en momentos como
este, Benavides no se queda mudo.
192
—¿Cómo fue? ¿Cuándo fue? —pregunta.
—Hace tres días. Un suicidio, dicen. Dicen que se tragó
un frasco entero de pastillas. No encontraron ninguna de esas
cartas que suelen dejar los suicidas.
—No puedo creerlo.
—Nadie podía creerlo, pero así son las cosas.
—¿La policía qué dice?
—La policía no habla. Clausuró la puerta de entrada al
departamento, como en las películas, ¿vio? En este edificio
nunca había pasado una cosa así.
El encargado mueve la cabeza, con gesto compungido.
Benavides no sabe si por la muerte de Paula Grimaldi o por la
mala reputación que esa muerte podría darle al edificio. Pre-
gunta dónde la han velado, como si ese detalle tuviera alguna
importancia. El encargado lamenta no contar con esa informa-
ción, pero dice que lo puede averiguar. Benavides pide que no
se moleste, que no es necesario, le agradece los datos y está a
punto de darle una propina. Cruza Santa Fe y casi sin pensarlo
entra en el Botánico. Los lunes a esta hora casi no hay gente. A
las plantas y a los gatos poco les preocupa que Benavides ande
por ahí, intentando reconstruir su última charla con Paula. El
jueves ella le había dicho que tenían que encontrarse y él había
postergado ese encuentro porque debía viajar a Córdoba. No
fue así, dice Benavides en voz alta. Se detiene frente a las fi-
guras de bronce que conforman Saturnalia, y repite que no fue
así. Yo le dije que nos viéramos en la confitería del aeropuerto,
fue ella quien postergó la cita para la semana siguiente. A las
dos damas patricias y a los dos sacerdotes borrachos, al gladia-
dor y a la prostituta, al soldado, al músico y al esclavo poco les
importa la revelación de Benavides, se burlan y se ríen, sin des-
canso, para siempre. Benavides se marcha, murmurando cosas.
Nada sabe del pasado de Paula y de su presente apenas le quedan
algunos encuentros exaltados y las frustradas tortas que ella
193
se empeñaba en cocinar. En la mano derecha lleva el libro de
recetas macrobióticas y el libro de platos sanos y sin sal. Se
detiene en la puerta del Botánico. Traía esos libros para reírse
con Paula, ahora son dos libros tristes. Los tira en un tacho de
basura, para un taxi y le da la dirección de Impacto; llegará a la
seis, tal como quería Di Salvo.
Mumi le pregunta qué tal Córdoba y por qué esa cara.
Benavides dice que Córdoba sigue como siempre y que la
cara es por una amiga, por la muerte de una amiga. Mumi le
brinda un gesto de resignación o de consuelo y le dice que Di
Salvo lo espera. Benavides entra y con la mano saluda a los
pocos que en ese momento andan por la redacción.
—Aquí estoy —dice ni bien llega a la pecera de Di Salvo.
—¡Venís con las manos vacías! ¿Y los alfajores? —pregun-
ta Di Salvo.
Mumi supo ver la mala cara de Benavides. Di Salvo parece
no haberlo advertido.
—Mataron a Paula Grimaldi —dice Benavides.
Di Salvo busca entre los papeles de su escritorio.
—No la mataron, fue un suicidio —dice y le muestra un
recorte de diario—. Pero no enloquezcas, no te complica para
nada: vos estabas en Córdoba, en el congreso de nutricionistas.
—Me mandaron allí —dice Benavides— para sacarme
del medio.
Di Salvo pide calma, ruega que por favor no empiece a
delirar.
—No deliro. Dicen que se había tragado un frasco de pas-
tillas. Justo ella que postulaba la medicina homeopática: en su
casa no había un solo medicamento, doy fe de eso.
—Pastillas para matarse se pueden comprar en cualquier
farmacia —dice Di Salvo—. Esa mujer tenía algo con el
suicidio. Vos mismo me contaste lo que te había dicho de
Mishima, el harakiri y todas esas cosas.
194
—Lo de Paula Grimaldi no fue un suicidio, fue un crimen
—insiste Benavides—. Me llamó el jueves, justo cuando yo
me iba para Córdoba, quería hablar urgente conmigo.
—¿Y qué te dijo?
—No sé, porque quedamos en vernos al regreso. Seguro
que ella tenía un dato clave, por eso la liquidaron. Lo voy a
decir en la próxima nota.
—No vas a decir nada, primero escuchá —exige Di Salvo.
—No, antes escuchame vos a mí —pide Benavides—, ¿no
te das cuenta de lo que está pasando? Quieren hacer creer que
Paula Grimaldi se suicidó.
—¿Quiénes?
—¡Los mismos que mataron a Juan Ignacio Aráoz! —gri-
ta Benavides—, los mismos que me mandaron amenazas e
hicieron mierda mi departamento.
—¿Por qué carajo te habré pedido que escribieras sobre
ese chico? —dice Di Salvo, con voz calma—. De golpe deci-
diste que no se había caído de la terraza, que lo habían tirado.
Donde todo el mundo vio un accidente, vos viste un crimen.
—Lo mismo vio su madre.
—Ahora la madre ve otra cosa.
—¿Y las fiestas que se hacían en el Club? —pregunta
Benavides.
—Las inventaste vos. Había que buscar un móvil e inven-
taste orgías.
—Hay pruebas de eso —afirma Benavides.
—Sí, las fotos. Te recuerdo que eso también lo inventaste.
Por favor, cortala de una vez.
—Y los que entraron en mi casa y las amenazas y el ataúd
que me mandaron, ¿también inventé eso?
—En este país los robos están a la orden del día. En cuan-
to a las amenazas y al ataúd, hay quienes piensan que eso
también es un invento tuyo.
195
—¿Vos también lo pensás?
—No, yo no. Creo que fueron unos bromistas boludos,
también creo que el asunto Juan Ignacio Aráoz te está rayan-
do. Me parece bien que enloquezcas a tus lectores, pero, por
favor, no te rayes vos. Solamente un loco puede suponer que
a esa mujer, la profesora, la mataron.
—La mataron —repite Benavides.
—Se suicidó —insiste Di Salvo—, los forenses disiparon
cualquier duda. Se embuchó un frasco de no sé qué pastillas,
no había cerraduras rotas ni el menor indicio de lucha.
—¿Cómo sabés todo eso?
Di Salvo levanta el recorte.
—Salió en los diarios —dice.
—Es mentira.
—Para la justicia es verdad —asegura Di Salvo—, y para
el resto del mundo también. Caso cerrado.
Benavides se levanta de un salto.
—Cerrado un carajo, voy a escribir sobre eso.
Di Salvo pide que se siente.
—Ahora te vas a tu casa —dice— y descansás en paz. Ma-
ñana volvés hecho una lechuguita y escribís sobre el congreso
de los nutricionistas en Córdoba. Irá en las páginas 32 y 33,
con un recuadro de quinces líneas. Y no trates de encontrar
algún asesino entre los asistentes.
196
30. La sombra de una duda
197
de inmediato descubre que no hay nada que temer: ninguno
de ellos contiene frases de amenazas o pequeños ataúdes. Se
trata de dos resúmenes de tarjetas de crédito, de un aviso de
vencimiento del gas y de una publicidad de artículos de lim-
pieza. Deja los sobres sobre uno de los sillones y camina hacia
el teléfono. La luz del contestador no titila, igual comprueba si
hubo un nuevo mensaje: nadie llamó. Vuelve hasta el sillón en
el que había dejado los sobres, guarda los resúmenes y el aviso
de vencimiento y tira la publicidad a la basura. Enciende el
televisor y le quita el volumen: con las figuras moviéndose le
basta. Una vez leyó que había gente que hacía eso para sentir-
se acompañado. Eugenio le contó que daba resultado. «Suelo
hacerlo», dijo. Ahora Eugenio está en San Pedro, le avisó que
iba a quedarse un par de días a orillas del Paraná, pero omitió
decirle si era como consecuencia de una campaña publicitaria
o de una aventura romántica. A Benavides poco le importa,
lo único cierto es que Eugenio no está. Destapa una botella
de vino, enjuaga un vaso y se sienta con la botella y el vaso en
el borde de la cama. Comienza a beber lentamente. Se queda
dormido, con la ropa puesta, poco antes de terminar la botella.
A la mañana siguiente una buena ducha lo pone otra vez
en condiciones. El espejo del ascensor de su casa y, poco des-
pués, el del ascensor de Impacto, le devuelven una imagen
aceptable. Benavides aprueba, aunque íntimamente piensa
que solo es una cuestión de espejos. Se cruza con Di Salvo
justo al entrar en la redacción.
—Tengo un par de ideas —dice Benavides.
—Más tarde —dice Di Salvo y señala hacia arriba—, el
Muñeco me acaba de llamar.
Benavides aprueba, sabe que esas reuniones suelen pro-
longarse.
Han pasado casi cuarenta minutos. A lo largo de ese tiempo
apenas ha escrito diez líneas. Sigue sin encontrar el modo de
198
unir la muerte de Paula Grimaldi con la muerte de Juan Igna-
cio Aráoz. En sus notas jamás mencionó el nombre de Paula,
ni siquiera sugirió que ella había sido profesora del chico. Solo
a Eugenio y a Di Salvo le había hablado de Paula. Eugenio
conocía algunos detalles del breve romance, Di Salvo ni eso.
Benavides arma y desarma el rompecabezas, pero no encuen-
tra cómo vincular una y otra muerte; precisamente, ahora que
debe darle verosimilitud al texto. Sabe que las cosas que ha
escrito son ciertas, pero no encuentra la manera de explicar esa
certeza. ¿Y si Di Salvo tuviera razón? ¿Si lo de Paula hubiera
sido un suicidio y lo de Juan Ignacio un accidente? Si fuera así,
no habría historia y lo hasta aquí escrito no tendría sentido.
Lo repite en voz alta y anota la frase. La borra de inmediato.
La historia tiene sentido y él lo va a demostrar, aunque en este
momento no encuentre el modo de hacerlo.
—Querías hablarme —dice Di Salvo.
Benavides no lo vio ni lo oyó llegar.
—Estoy trabado —dice.
Di Salvo se ríe.
—¿Trabado para escribir la boluda crónica de un boludo
congreso? ¿Qué pasa con mi periodista estrella?
Benavides sonríe. No puede decirle que esa nota ya la ha
escrito, incluso con el recuadro de quince líneas. Arma un
gesto de resignación, de periodista estrella trabado, y dice que
tiene que despejarse, que una caminata tal vez ayude.
—Sí —acepta Di Salvo, de mala gana.
Benavides mira el reloj.
—¿A qué hora cerrás la doble de los nutricionistas? —
pregunta.
—A las seis.
—La tendrás mucho antes —promete y se marcha sin es-
perar respuesta.
199
Ahora está en la calle, y no sabe hacia dónde diablos ir. Pue-
de girar hacia la derecha y caminar hasta la esquina o puede
girar hacia la izquierda y caminar hacia la esquina contraria.
Decide ir hacia la derecha, ¿cuál es el motivo de esa elección?
Ninguno, puro azar. Camina diez pasos y se detiene: soy dueño
de mi propio destino. Se ríe del lugar común, gira ciento ochen-
ta grados y marcha en sentido opuesto. ¿Un simple cambio de
rumbo? ¿Va por ese camino porque él lo ha decidido o porque
así estaba determinado? Si en este preciso momento, un balcón
(o una maceta, para ser menos catastrófico) cae sobre la cabeza
de Benavides, ¿se trata de la mala fortuna de hallarse en el sitio
equivocado a la hora equivocada o así estaba determinado en
una irrompible cadena de causa-consecuencia? Salgo a cami-
nar para despejarme/elijo ir a la esquina de mi derecha/cambio
de rumbo y voy hacia la izquierda/antes de llegar cae la maceta.
Benavides piensa que el libre albedrío es una ilusión necesaria,
por lo que detiene otra vez su marcha y levanta la vista hacia
los balcones, no ve ninguna maceta amenazante. Sin embargo,
decide cruzar la calle, por mitad de cuadra, con el riesgo que
eso implica, y entra en un pequeño bar, al que solía ir cuando
comenzó a trabajar en Impacto. Elije una mesa de la ventana
y pide un café. Por largo rato mira los edificios de enfrente:
los balcones continúan en sus sitios, no se cae ninguna mace-
ta. No hay caso, tendrá que pensar en Paula, en la muerte de
Paula, que es lo que estuvo evitando desde que salió a la calle,
a despejarse. Le cuesta aceptar que se haya suicidado, aunque
es cierto que, tal como Di Salvo señalara, parecía conocer muy
bien los modos de matarse en Japón. Es un argumento débil.
No necesariamente una mujer experta en diferentes tipos de
venenos se convierte en Lucrecia Borgia. La muerte lo per-
sigue sin descanso: balcones o macetas que se caen, distintos
tipos de venenos, pero ni así consigue vincular el accidente de
Juan Ignacio con el suicidio de Paula. ¿Accidente y suicidio?
200
¿Así lo acepta?, de ninguna manera. Llama al mozo, paga el
café y cruza la calle rumbo a la redacción. En total, caminó
menos de cien metros y no ha logrado despejarse. Esta noche
se encontrará con Eugenio. Tal vez él lo ayude a desentrañar
el enigma. Ahora simplemente tendrá que sentarse frente a la
computadora y simular que escribe la nota que ya ha escrito.
Sin duda, Di Salvo se asombrará de lo rápido que escribe su
periodista estrella.
Benavides aún no entiende por qué Eugenio pidió que se
encontrasen justamente ahí. Aunque su nombre sugiera un
sitio reducido, cálido, casi íntimo, El Cuartito no es el mejor
lugar para confidencias o charlas esclarecedoras. Lejos está de
ser pequeño y el eco que producen sus paredes, aumenta sin
piedad las voces de mozos y clientes.
—¿Estás por hacer alguna campaña? —pregunta.
—¿Campaña?
—Sí, tenés por costumbre visitar in situ el espacio que
pensás publicitar.
Eugenio ríe.
—El Cuartito no necesita de nosotros para persistir. Fijate
—dice y señala las paredes—, ya no hay sitio para colocar un
nuevo afiche: Boyé a pocos metros de Maradona, Fangio en
su Maserati 1500 junto a Prada y a Gatica, un poster original
de Casablanca pegadito a Sandro y Los de Fuego, aquí no
entra la publicidad, simplemente juegan con su historia, la
fundaron en 1934 y desde entonces ignoran gustos y modas:
nunca hicieron y jamás harán pizza a la piedra, nacieron con
la media masa y con ella morirán. Todo un ejemplo.
Solo Eugenio es capaz de llegar a la ética a través de la
pizza. Sin embargo, se contradice.
—Hace menos de un mes fuimos a Los Campeones —re-
cuerda Benavides— y allí sostuviste lo contrario: elogiaste la
pizza a la piedra.
201
Eugenio adopta gesto de sabio incomprendido.
—Y la seguiré elogiando —dice—. No estoy en contra de
los modos de la pizza, solo valoro la actitud indeclinable de
El Cuartito.
El mozo está junto a la mesa. Eugenio ordena para ambos
un Trapiche Cabernet, una fugazzeta con queso y dos o tres
porciones de fainá. El tema acerca de la pizza parece concluir
ahí, porque ahora Eugenio pregunta:
—¿Qué rollo tenés con la muerte de Paula?
No es fácil edificar con palabras aquello que en el pensamien-
to parecía tan claro. Es como contar un sueño: nunca resulta
igual a lo que hemos soñado. Benavides insiste en que la muerte
de Juan Ignacio y la de Paula tienen un mismo hilo conductor.
—Sí, el haber dejado de existir —dice Eugenio y señala la
fugazzeta que acaban de traer—, decime si no es un poema.
—No jodas —dice Benavides—, el mismo tipo que mató
a Juan Ignacio mató a Paula.
—Esperá, esperá —exige Eugenio y coloca un trozo de
fainá sobre su porción de fugazzeta—, por lo que sé, el chico
se cayó de la terraza y Paula se suicidó.
—Esa es la versión oficial, ¿Así que ahora crees en las ver-
siones oficiales?
—Sí —admite Eugenio—, creo, mientras no me demues-
tren lo contrario.
—Ese es mi problema —dice Benavides—, no tengo
cómo demostrarlo.
—Entonces, comé que se te enfría —pide Eugenio y le
señala el plato.
Benavides lleva un trozo de fugazzeta a la boca y mastica
lentamente, saboreando.
—No está mal —dice—, tal vez algo cargada de aceite.
—¡Por Dios, no te hagas el gourmet! Comela junto con
la fainá y vas a entrar en una verdadera armonía de sabores.
202
—A retórico no hay quien te gane —dice Benavides, deja
los cubiertos en el plato, y agrega—: Paula no se pudo haber
matado. Me llamó el mismo día en que yo me iba a Carlos Paz.
—¿Y qué te dijo? —pregunta Eugenio, parece interesado.
—Nada —dice Benavides—, quedamos en que nos vería-
mos a mi regreso.
Eugenio corta un trozo de fainá y lo deja a un costado del
plato, toma un sorbo de vino y aún con la copa en la mano
mira a Benavides.
—Yo la conocía muy bien —dice Benavides—, no se pudo
haber matado.
—¿La conocías muy bien? Por lo que me contaste, la co-
nociste hace tres o cuatro semanas.
Benavides asiente en silencio.
—Volvé a la Tierra —pide Eugenio—, ni en treinta o cua-
renta años se llega a conocer a una mujer. Todas, pero abso-
lutamente todas, son complejas y misteriosas, ahí reside su
encanto.
—Paula no se suicidó —dice Benavides, aunque no parece
que lo dijera del todo convencido.
—Bien —concede Eugenio—, vas a tener que demostrarlo.
—Ese es mi problema —admite Benavides.
203
31. El juego del miedo
204
del departamento. Viaja solo en el ascensor hasta el tercer piso,
ahí sube un vecino, se supone que es del 3º A. Benavides y el
vecino del 3º A hablan de la amenaza de lluvia y coinciden en
que las primeras gotas caerán antes del mediodía. En cuanto
llegan a la planta baja el vecino del 3º A le dice a Benavides
que se le hizo tarde y se marcha casi corriendo. Benavides no
tiene apuro, busca a la mujer del encargado y le avisa que dejó
la puerta del departamento sin llave, que puede ir cuando quie-
ra. En la calle advierte que persiste la amenaza de lluvia. Si
consigue un taxi, llegará al Club en menos de quince minutos.
Espera encontrar a Fagot, piensa que le puede explicar cosas
que él no logra explicarse.
A las diez de la mañana hay poca gente en el Club. Desde
hace un buen rato Benavides está de pie, con la vista fija en
el largo pasillo por el que en otras oportunidades vio llegar a
Fagot. Sabe que faltan pocos minutos para que, desde el fon-
do de ese pasillo, surja la figura maciza del encargado. Sabe
que se acercará caminando lentamente. Ignora cuál será el
color de su jogging, tal vez sea rojo o acaso verde. Un hombre
avanza por el pasillo, pero no puede ser Fagot. El hombre que
ahora ve Benavides no llega al metro setenta, Fagot cómoda-
mente supera el metro ochenta. El hombre que no es Fagot
sale a la calle, el pasillo queda otra vez desierto. Benavides
siente dos golpes cortos, suaves y a su vez enérgicos, sobre su
hombro izquierdo. Gira sorprendido.
—¿Usted me buscaba? —pregunta Fagot; usa un jogging
azul oscuro.
Benavides vuelve a mirar hacia el pasillo: le cuesta aceptar
que Fagot haya utilizado otro camino. Tendrá que aceptarlo:
es él quien le golpeó el hombro y quien en este momento le
pregunta para qué lo busca.
—Por varias cosas —dice Benavides y señala la puerta de
salida—; lo invito a tomar un café.
205
—Preferiría no hacerlo —dice Fagot.
—Quince o veinte minutos, no más de eso —insiste
Benavides.
Fagot acepta con un pequeño movimiento de cabeza.
Benavides se dirige hacia la puerta, pero solo da dos pasos.
Ahora es una mano fuerte la que se apoya sobre su hombro.
—Acá mismo hay un bar —dice Fagot—, no tienen
mal café.
Benavides nunca lo había visto, pero hay muchas cosas de
ese Club que aún no vio y que tal vez jamás verá.
—¿Aquí? —pregunta.
—Sí, aquí. Sígame —pide Fagot.
Benavides lo sigue. Cruzan un pequeño patio, a un cos-
tado de ese patio dos hombres parecen estar discutiendo; un
poco más allá se ve a un tercer hombre, sentado en una ban-
queta y ajeno a todo. Apenas salen del patio, Fagot dobla
hacia la izquierda, unos metros más adelante se topan con el
bar. Es más grande de lo que Benavides imaginara. La barra
está en dirección opuesta a la entrada, detrás de la barra hay
un hombre que parece leer algo, tal vez el diario de la maña-
na, algunas botellas impiden ver si se trata del diario. Junto
a la barra, un mozo de pie, inexpresivo y distante, aguarda la
llegada de posibles clientes. El bar está vacío. No es un cuadro
de Hopper, pero se parece bastante.
—Aquí —dice Fagot e indica una mesa.
Ambos se sientan y permanecen en silencio hasta que
llega el mozo. Piden dos cafés y ni bien el mozo se aleja,
Fagot habla:
—¿Para qué quería verme? —pregunta.
—Por Paula —dice Benavides—. Paula Grimaldi, ¿la
ubica?
Fagot lo mira fijo, parece haber algo de sorna en esa mi-
rada.
206
—Usted la conoció por mí —dice—. Fui yo quien le habló
de ella.
Benavides asiente, mira hacia uno y otro lado y habla en
voz baja, como quien revela un secreto.
—La encontraron muerta —dice.
—¡Muerta! —repite Fagot, su desconcierto parece auténtico.
—¿No lo sabía?
—¿Por qué tendría que saberlo?
—Salió en los diarios —dice Benavides.
—No leo los diarios —dice Fagot— ¿Por qué salió?
—Porque aparentemente se trató de un suicidio; yo pienso
que fue un asesinato.
—¿Usted y cuántos más? —pregunta Fagot.
—El número no tiene importancia —dice Benavides—.
Creo que a Paula la mataron, seguramente el mismo tipo que
liquidó a Juan Ignacio.
En este momento un hombre, que parece ser empleado
del Club, entra en el bar. Echa una mirada general y final-
mente se dirige hacia la mesa que ocupan Fagot y Benavides.
Saluda con un gesto y con ese mismo gesto pide disculpas
por la interrupción, luego se acerca a Fagot y en voz muy baja
le dice algo al oído. Fagot aprueba en silencio. El hombre se
marcha. Cuando está por salir del bar, Fagot le grita:
—Decile que no se haga problema.
El que ahora se hace problemas es Benavides, ¿quién es
este hombre que apareció de golpe? ¿Qué le dijo a Fagot?
Está a punto de preguntárselo, pero no es necesario, el propio
Fagot lo explica: asuntos internos, advierte con una sonrisa.
Benavides quiere irse de ahí.
—Usted tendrá cosas que hacer —dice.
—Todavía puedo dedicarle unos minutos —dice Fagot y
agrega, burlón—: Así que al chico y a la profesora los mató
el mismo tipo.
207
—Yo pienso…
—Déjese de pensar, Benavides —interrumpe Fagot—, y
deje de encontrar asesinos a la vuelta de cualquier esquina.
Usted en su puta vida vio a un asesino, por eso confunde ase-
rrín con pan rallado.
—No entiendo —confiesa Benavides.
—Ese es su problema, que no entiende nada. Si dicen que
esa mujer se mató, se habrá matado. Tal vez un desengaño
amoroso, muchas mujeres se matan por eso.
Benavides se inquieta, ¿Fagot sabía de su relación con
Paula?
—Cierto —reconoce—, muchas mujeres se matan por
eso, pero Paula no se mató, la mataron.
—¿Tiene pruebas? —pregunta Fagot.
—No —dice Benavides—, no tengo pruebas.
—Entonces, déjese de inventar cosas.
—¿Inventar? Las llamadas telefónicas y el sobre con el
ataúd, ¿también fueron inventos?
—En este país sobran los bromistas —dice Fagot.
—¿También fueron bromistas los que entraron a mi casa?
—¿Entraron a su casa? —Fagot parece realmente sorpren-
dido—. En este país abundan los ladrones. ¿Qué le robaron?
—Nada de importancia —dice Benavides—, no encon-
traron las fotos.
—¡Ah, las famosas fotos! ¿Todavía insiste con eso? —dice
Fagot y con un gesto llama al mozo.
Benavides piensa decir algo, pero se calla ante la presencia
del mozo. Fagot paga, se pone de pie y le indica a Benavides
que lo siga. No caminan rumbo al patio que antes habían
cruzado, ahora van en sentido contrario. Atraviesan un par
de corredores, oscuros y húmedos. Fagot se detiene frente a
una puerta de hierro. En cuanto la abre se filtra algo de luz.
208
—Salga por aquí —invita, aunque más que una invitación
parece una orden.
Benavides sale a una calle desconocida, ¿una salida de
emergencia? Este Club se parece cada vez más a un labe-
rinto. Gira para saludar a Fagot, pero la puerta está cerrada.
La amenaza de lluvia ha desaparecido. Mira la hora y para
un taxi, tal vez tiene tiempo de comer con Di Salvo. Un rato
después, Mumi le borra esa idea.
—Está reunido con el señor Santángelo —dice.
Benavides se encoge de hombros y entra a la redacción. En-
ciende la computadora. En el bolsillo tiene los borradores de la
nota que ayer escribió en su casa. Busca la carpeta de Juan Igna-
cio Aráoz y en la pantalla aparece una ventana que lo descon-
cierta: «Acceso negado», dice. Lo intenta de nuevo y el anuncio
de la ventana se repite. Va hasta la mesa del diagramador.
—¿Modificaron el sistema? —pregunta.
—No, que yo sepa —dice el diagramador.
Vuelve a su escritorio. El protector de pantalla de la com-
putadora muestra diversos muñequitos de colores que chocan
entre sí y ante cada choque forman una nueva y brevísima
figura. El caleidoscopio informático pretende ser gracioso,
pero Benavides no está para bromas. Ve entrar a Di Salvo y
se dirige hacia él.
—No puedo abrir la carpeta de Aráoz —dice.
Di Salvo lo saluda, hace un par de bromas sin importancia
y por último informa:
—La tienen los del departamento jurídico.
No hay de qué asombrarse, frente a la mínima posibilidad
de una demanda y con el sano propósito de evitar cualquier
conflicto judicial, los abogados revisan minuciosamente todo
lo publicado y todo lo que esté a punto de publicarse. Esto
Benavides lo conoce muy bien. Sin embargo, mira fijo a Di
Salvo y dice:
209
—Pienso seguir.
—¿Seguir con qué?
—Con la muerte de Juan Ignacio Aráoz y con la muerte
de Paula Grimaldi, con las fiestitas que se hacían en ese Club
y con toda la mierda que hay detrás de esto.
Di Salvo se echa a reír.
—No te calza ese papel, Benavides. Suena a novela de
Chandler: a Marlowe le exigen que abandone el caso, pero él
sigue contra viento y marea. Por favor, no confundas ficción
con realidad.
—Hay cosas que no cierran.
—¡Uy, hay tantas cosas que no cierran! —dice Di Salvo—.
Hace un rato, con el Muñeco hablábamos de vos. Coincidi-
mos en que estás pasado de revoluciones. Estrés, que le dicen.
El Muñeco dijo que te tomes unos días de descanso.
—¿Y la nota de mañana? —pregunta Benavides.
—Tranquilo, yo te cubro. A tus devotos lectores les dire-
mos que estás procesando un material que asombrará al país,
lo daremos a la luz el próximo jueves. Ahora tomate unas
breves vacaciones el lunes al mediodía te espero aquí.
Benavides prefiere no contarle que estuvo con Fagot. Re-
coge algunos papeles y una libreta de su escritorio, alza su
dedo índice hacia Di Salvo y lo señala con gesto acusador.
—Pienso seguir —dice.
—Acerca de eso no hay duda, Philip, vas a seguir —con-
firma Di Salvo con una sonrisa que puede ser de amistad o
de burla.
210
32. Días de odio
211
asesinado: desdichado accidente en el caso de Juan Ignacio,
lamentable suicidio en el de Paula. Con Cristóbal Colón su-
cedió algo parecido, solo el pequeño hijo del almirante creía
en lo que afirmaba su papá, aunque en ese caso se trataba de
un vínculo de sangre: los hijos suelen creerle a sus padres.
En cambio, los sabios de Salamanca se rieron en la cara de
Colón, como ahora Eugenio y Di Salvo se ríen en la cara de
Benavides, y poco importó que el marino genovés (¿era ge-
novés?) le hiciera la prueba del huevo a los desconfiados fun-
cionarios de la reina. Esa imagen Benavides la vio a los cinco
años en una lámina de Billiken, y aunque después le dijeron
que era falsa, que eso nunca había sucedido, a él le quedó
grabada para siempre. Lo cierto es que los Reyes Católicos
creyeron en Colón. Si ellos no le hubieran creído, vaya a sa-
berse cuántas cosas habrían sido diferentes. ¿Quién se atreve
a decir cómo hubiese sido la historia? La pregunta no tiene
respuesta, por lo que Benavides busca cualquier cosa para po-
nerse. Se viste rápido, echa una última mirada al living, cierra
la puerta con llave y llama al ascensor. Tomará el desayuno en
el bar de la esquina. Ahí mismo, frente al bar, está el quiosco
de diarios. Benavides mira las diferentes revistas y se detiene
ante la tapa de Impacto. Es el último número, tuvo que haber
llegado hoy a la mañana. Levanta un ejemplar y se lo muestra
al quiosquero. Junto a Benavides hay un hombre que se dis-
pone a comprar La Nación y una mujer joven que ha compra-
do Página/12. La mujer joven y el hombre ven que Benavides
con su mano derecha sostiene Impacto. Tal vez la mujer joven
ahora se pregunta cómo puede haber gente que compra y lee
esas revistas. También hay gente que las escribe. Benavides,
sin ir más lejos. Pero la mujer joven no tiene por qué saber
eso, tal vez se trata de un buen esposo que le lleva Impacto a su
esposa. Con el fin de darle crédito a ese supuesto, Benavides
también compra Página/12.
212
Ni bien entra en el bar, ve a un hombre leyendo Ámbito
Financiero y algo más lejos a otro hombre que lee Clarín.
Benavides pide un café con leche con medialunas y pone Im-
pacto debajo de Página/12. Cuando el mozo llegue con el café
con leche y las medialunas leerá el siguiente título: «A tres
meses del asesinato de Cabezas», y debajo de ese título verá
la cara de Menem. En caso de prestar algo más de atención,
podrá leer lo que dijo el presidente: «Atacan a Yabrán porque
quieren atacar al gobierno». Benavides prefiere que se vea esa
tapa antes que la de Impacto. A los clientes de este bar poco
les puede interesar que Susana Giménez, en traje de noche,
asegure que con Roviralta estamos mejor que nunca. Aunque
en este momento, a Benavides realmente le interesa Impacto
no le queda sino abrir Página/12. Así se entera que aún per-
sisten ecos de la polémica que desató García Márquez en el
congreso de Zacatecas, cuando dijo que había que jubilar la
ortografía y romper con las reglas gramaticales. Benavides re-
cuerda que había dicho que con eso se podría armar una nota,
pero al Muñeco Santángelo no le pareció interesante. Aho-
ra Benavides lee que el crimen de Teresa Rodríguez sigue
impune. «A un mes de la represión policial, aún no se sabe
quién mató a Teresa Rodríguez, la empleada doméstica de 24
años que el pasado 11 de abril murió de un tiro en el hospital
de Cutral-Có. Desde el gobierno nacional el ministro Carlos
Corach advirtió sobre un “rebrote subversivo” para justificar
la represión. En el ámbito provincial no hubo renuncias. El
gobierno de Sapag reaccionó argumentando que el disparo
pudo haber sido efectuado por francotiradores. Pero las pri-
meras pericias arrojaron que fue una 9 milímetros, el calibre
que usa la policía».
El mozo hace un buen rato que ha vuelto a ocupar su sitio.
Junto a la barra, el hombre que leía Ámbito Financiero ya se
ha ido y el que leía Clarín se encontró con un amigo. Am-
213
bos charlan animadamente, ninguno de los dos mira hacia
la mesa de Benavides. Es el momento, entonces, de poner
Impacto encima de Página/12, mojar la medialuna en el café
con leche y adoptar el aspecto de un sociólogo que mien-
tras desayuna continúa en la investigación de ciertos medios
amarillos que se han convertido en genuinos fenómenos de
masa. Con lo que supone ademán de catedrático, Benavides
pasa lentamente las páginas de Impacto. Así se entera que
Silvia Süller será panelista en «El Paparazzi», el programa
que conduce Jorge Rial; hay grandes fotos de ambos, son-
riendo, felices. Las cuatro páginas siguientes están dedicadas
a una gran producción que se realizó en el piso que Domingo
Cavallo tiene en Avenida del Libertador. Se lo ve al ministro
y a Sonia, su esposa, sonriendo, felices. El ministro asegura
que a partir de ahora la deuda externa comenzará a reducirse
y hacia fin de siglo será insignificante. Sonia afirma que Do-
mingo es un marido ejemplar, que tiene un gran corazón y
que se emociona, casi hasta el llanto, ante pequeñas cosas que
para el resto del mundo pasan desapercibidas. El Congreso
de Nutricionistas ocupa las páginas siguientes, luego hay una
nota con Pepe Parada. Dice que junto a Berugo Carámbula
participará en la obra «Duro de parar». Benavides llega hasta
la última página. Le cuesta aceptar que no se haya dicho por
qué razón en ese número no se incluyó su nueva nota en tor-
no a la misteriosa muerte de Juan Ignacio Aráoz. Di Salvo le
había prometido que él mismo se iba a ocupar de informar
a los lectores. Benavides llama al mozo, paga y se marcha de
inmediato. Sujeta Impacto con su mano derecha y olvida Pá-
gina/12 sobre una de las sillas.
En el departamento se lo ve algo más tranquilo. Marca
el número de Di Salvo, aunque duda que vaya a encontrarlo.
Di Salvo está y lo atiende. No parece preocuparse por lo que
ahora le dice Benavides.
214
—No salió la aclaración que prometiste —dice.
—Orden de los cuervos —explica Di Salvo—, decretaron
silencio absoluto.
—¿Por qué?
—Ni puta idea, cosa de ellos —dice Di Salvo y de in-
mediato agrega—: esperá, esperá, les pregunté si podíamos
continuar la próxima semana, y me aseguraron que sí, que no
habría inconvenientes.
Esta promesa calma a Benavides. Di Salvo le pregunta qué
hará en estos días de franco y Benavides dice que tal vez vaya
a Lobos, a visitar a su familia. No le dice que esto se le acaba
de ocurrir y que no le parece mala idea. Di Salvo dice algo
referido a la importancia de la armonía familiar, pero Bena-
vides no lo escucha, ahora piensa en lo que podrá sospechar
su padre si lo ve llegar así, de pronto, sin ningún aviso. Estuvo
con ellos para las fiestas de fin de año, no tienen por qué sor-
prenderse si los vuelve a visitar después de casi cinco meses.
Es un argumento válido, pero lo desecha: no irá a Lobos.
—Sí, va a ser bueno encontrar a la familia —le dice a Di
Salvo y corta.
A las once de la mañana por TV no suele haber programas
seductores. Tal vez una serie o las noticias. Enciende el tele-
visor y en vano va de canal en canal. Está a punto de llamar
a Eugenio, pero recuerda que su amigo se ha complicado en
un nuevo romance: seguramente no se encuentra en casa, y
aunque se encuentre no lo atenderá. Benavides no tiene ánimo
para salir a caminar. Seguramente a la noche vaya a una pizze-
ría. Le parece una buena idea. Ahora se trata de pasar la tarde.
El viernes amenaza ser tan entretenido como el jueves.
Benavides comió una milanesa con huevo frito y papas fritas
y se alegra de que aún no se haya producido ningún daño
colateral en su estómago. Compra Clarín y vuelve a su casa.
Ahora está recostado sobre el sillón, descalzo, recorriendo las
215
ofertas del Rubro 59. Una paraguayita todo fuego ofrece sus
encantos y dos avisos más abajo una inocente colegiala se
brinda a lo que pidan. Benavides está a punto de llamar, pero
desiste de inmediato: no tiene experiencia en esos sitios. Sabe
que todo se resuelve como máximo en una hora, ¿qué hacer
con todas las otras que le quedarán en blanco?
El sábado decide arreglar el departamento. Mientras tra-
baja escucha una y otra vez Kind of Blue. Por más que Euge-
nio repita que no alcanza la calidad y vibración de Blue Train,
el primer álbum de solos de John Coltrane, Benavides insiste
en que no hay nada que supere a lo que logró Miles Davis
dos años después, un milagro irrepetible en el que también
participó Coltrane.
El domingo a la tarde, Benavides anduvo paseando por
San Telmo. No encontró a nadie, aunque fue con la esperanza
de encontrarse con alguien. El resto del domingo y práctica-
mente todo el lunes se entretuvo con Bajo fondo, una novela
de Andrew H. Vachss que le habían recomendado y que real-
mente le gustó.
Por fin llega el lunes. A las once de la mañana, Benavides
saluda a Mumi con una gran sonrisa. Mumi no parece muy
contenta.
—Tenés que ir a Recursos Humanos —dice.
En Recursos Humanos jamás se auguran cosas buenas.
Seguramente le exigieron a Mumi que sea ella la portadora
de las malas noticias. Y ella tuvo que aceptarlo, sin protestas.
Ahora Benavides entiende por qué se la ve triste y se siente
halagado ante esa tristeza. Decididamente, él quiere de ver-
dad a Mumi y sabe que en el fondo ella también lo quiere a
él. Adopta el mejor estilo Bogart.
—Allá voy —dice, sin perder la sonrisa.
En la oficina de Recursos Humanos lo atiende un joven
empleado, simpático y formal.
216
—¿Raúl Benavides? —pregunta.
No bien Benavides confirma que sí, que él es Benavides,
el joven empleado simpático y formal le muestra una pla-
nilla con la liquidación y le da un cheque al portador. Dice
que en la planilla se encuentra todo debidamente explicado:
el preaviso, el total de la indemnización, el proporcional del
aguinaldo y de las vacaciones y el total del mes, aunque usted
no trabajó el mes completo.
—Fueron muy generosos —dice en voz baja el empleado
simpático y formal—, no suelen ser así con la gente que des-
piden.
Benavides no sabe si darle una trompada o agradecerle la
confidencia.
—Tengo que ir a la redacción —dice—, a retirar mis cosas.
—No es necesario —dice el empleado, que continúa sien-
do formal, pero ha dejado de ser simpático—, aquí está todo.
Solo le pido que firme los recibos.
Frente a Benavides hay un abultado sobre de papel made-
ra y dos recibos.
Benavides comprueba rápidamente lo que contiene el so-
bre y firma los dos recibos: uno por el cheque, el otro por el
contenido del sobre. Pone el cheque y las planillas en el bolsi-
llo y el sobre bajo el brazo. Así camina hacia la puerta. El reo
queda en libertad y sale dispuesto a iniciar una nueva vida.
Una escena que ha visto en infinidad de películas.
217
33. Tener y no tener
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llamada, si no atiende es porque verdaderamente no está. O
no tan verdaderamente, razona ahora: bien puede estar y no
atender la línea directa ante un posible llamado de Benavides.
Hay otros modos de encontrarlo, corta y marca el número de
la recepción de Impacto. No podrán reconocerle la voz porque
la cambia; en tono grave, dice:
—El señor Di Salvi, por favor.
—Di Salvo —corrige la telefonista—. El señor Di Salvo
se encuentra en una reunión, por favor deje su mensaje y se
lo transmitiré.
Estas chicas están perfectamente entrenadas. Eso es lo que
deben decir cuando les ordenan filtrar las llamadas. Benavi-
des, con el mismo tono grave, anuncia que no es necesario,
que llamará más tarde, y corta. Está a punto de irse cuando
piensa en Mumi, es una posibilidad a tener en cuenta. Marca
el número de Mumi, oye la voz de ella: no todo está perdido.
—Soy yo —dice—, quiero hablar con Di Salvo.
—Creo que hoy no vino —dice Mumi.
—No me mientas.
—No te miento —dice Mumi—. Hoy no vino.
Benavides no le cree, pero entiende que nada gana con
hacerse el rebelde. Le agradece la información, dice dos o tres
cosas que pretenden ser amables y corta. Está otra vez en la
calle. Camina algunos pasos, mira la hora y retrocede. Entra
de nuevo en el locutorio. La chica del mostrador no se sor-
prende y antes de que Benavides se lo pida, señala la cabina 2.
Mumi bien pudo haber dicho la verdad, Di Salvo puede estar
enfermo; un malestar sin importancia que, sin embargo, lo
obliga a quedarse en cama. Marca el número de la casa de Di
Salvo, del otro lado de la línea oye su voz, pero no se alegra:
se trata del mensaje que Di Salvo grabó en su contestador
telefónico. Deje su nombre, pide, y promete contestar cuanto
antes. Benavides no deja su nombre, porque está seguro de
219
que Di Salvo jamás lo llamará. Se pone de pie, y de inmediato
vuelve a sentarse. Marca el número de Eugenio, cumple con
la ceremonia de hablarle al contestador y espera. Tal vez lo
encuentre.
—Hola, pájaro perdido —dice Eugenio.
—En todo caso, pájaro volado —dice Benavides—. Me
rajaron.
Eugenio no parece sorprenderse.
—Tengo un brie maduro, provolone, manchego, camem-
bert, jamón serrano, un buen roquefort y un cabernet sau-
vignon de Familia Perulán, que merece probarse. Te espero
en casa.
—Tal vez entendiste mal —dice Benavides—, no hay nada
que festejar: no estoy más en Impacto.
—Te entendí perfectamente —dice Eugenio—. Tratá de
conseguir algún pan negro o de campo, pastrón y pepinos
agridulces. No tardes, estoy muerto de hambre.
—Voy para allá —confirma Benavides y piensa que así son
las cosas, para algo están los amigos.
En el loft de Eugenio destaca un poster de Adiós Muñeca,
con la imagen de Robert Mitchum en su papel de Marlowe.
Para Eugenio es una pieza de valor incalculable. Unos años
antes, por razones de trabajo se encontró con su amigo Jor-
di Estrada en un set de TV 3, Televisión de Catalunya. Fue
Estrada quien le presentó a Mitchum, recién llegado de Los
Ángeles para una producción especial. Entre los materiales
destinados a la escenografía había varios posters de Adiós
Muñeca. Eugenio tomó uno y pidió que se lo dedicara. Mit-
chum estampó su firma y propuso beber algo en el bar. Por un
instante, Eugenio pensó que Mitchum podría pedir un vaso
de leche fría; si llegara a pasar eso, el héroe se le derrumbaría
sin remedio. No hubo ningún derrumbe: Mitchum pidió un
whisky doble y desde entonces Eugenio guarda ese poster
220
que solo dice To Eugenio, y debajo la firma de Mitchum:
entre duros sobran las palabras.
Benavides aún duda si esta historia es cierta o si solo es
un invento de Eugenio. Poco importa que sea o no cierta. El
poster es real, como lo es el vino y la tabla de quesos que aho-
ra están sobre la mesa. Eugenio los corta fiel a las instruccio-
nes que en 1423 Enrique de Villena apuntara en su libro Arte
Cisoria: el manchego y el provolone en láminas triangulares;
el roquefort, el brie y el camembert, en porciones igualmen-
te triangulares. Sobre un gran plato descansan las fetas de
jamón serrano; junto a la tabla las tajadas de pan negro y de
pan de campo; en otro plato, el pastrón y en un bandeja los
pepinos agridulces que trajo Benavides.
—De modo que Di Salvo no aparece por los sitios que
solía frecuentar —dice Eugenio.
—No está en su casa y tampoco en la redacción; se borró
—confirma Benavides.
—Suelen borrarse cuando borran a otros —dice Euge-
nio—, habría que ver por qué te borraron.
—¿Por qué me borraron?, por mis notas, está muy claro.
Eugenio bebe algo de vino.
—¿Por tus notas?
—¿Es tan difícil de ver? Por el asesinato de Juan Ignacio,
por el asesinato de Paula —enumera Benavides.
—¿Asesinato? Tal vez él te lo resuelve —dice Eugenio y
señala el poster de Robert Mitchum.
A Benavides no parece preocuparle la broma, termina de
comer un trozo de brie y dice:
—El problema es que no hay nada que resolver, ya está
resuelto: me sacan del medio porque abrí la Caja de Pandora.
—El problema —dice Eugenio— es que estás escribiendo
la historia según tu conveniencia. Decidiste que a ese chico lo
mataron y después decidiste que a tu ocasional novia también
221
la mataron. No tenés una sola prueba, pero insistís e insistís,
por aquello de que tanto va el cántaro a la fuente…
—Que al final se rompe —interrumpe Benavides— ¿Por
qué me despidieron?
—Porque es lo que se viene haciendo desde que los seres
humanos venden su fuerza de trabajo. Economía de la Em-
presa, podrían decir. Antes te dejaban en la calle sin pagarte un
mango. Ahora son magnánimos, ¡oh, las luchas obreras! Vos
no te podés quejar, supongo que te habrán dado un buen toco.
—No me quejo, pero no me echaron por razones econó-
micas: quieren sacarme del medio.
—El papel de héroe no te calza —dice Eugenio—. Tendrás
que buscar trabajo. ¿Por qué no probás como publicista? Men-
tís tanto como en periodismo, pero con menos problemas.
Benavides dice que es una posibilidad digna de tenerse en
cuenta. Promete que desde mañana comenzará a echar líneas,
aunque sabe que se trata de una falsa promesa: mañana conti-
nuará buscando a Di Salvo. Pero eso será mañana, ahora bebe
hasta vaciar la copa y pide a Eugenio que le vuelva a servir:
el cabernet está de primera y los quesos y fiambres le hacen
digna compañía. Gocemos del momento.
222
34. El último pistolero
223
Un periodista que no vacila en jugar hasta la última carta, aun
sabiendo que esa apuesta lo puede dejar en la calle. ¿Es esa la
causa del despido? Di Salvo puede darle la respuesta, pero pa-
rece haberse borrado de esta historia. Por esa razón, desde hace
un buen rato Benavides anda merodeando por los alrededo-
res de El Impasible: es la hora del almuerzo y seguramente Di
Salvo vendrá a comer. Piensa encararlo antes de que entre. Tal
vez incluso terminen comiendo juntos y así, entre plato y plato,
Benavides por fin conozca la razón del despido.
Lo que parecía una perfecta estrategia, amenaza con
transformarse en un fracaso: Di Salvo no vino. O tal vez lle-
gó antes y ya esté comiendo. Benavides entra en El Impasible
y observa con disimulo cada una de las mesas ocupadas. Algo
parecido a lo que hacía el viejo John Wayne en El último pis-
tolero. Di Salvo no está en ninguna de esas mesas. Busca al
mozo y le pregunta si lo vio.
—¿Al hombre de la pipa? —dice el mozo—. Hace mucho
que no viene por aquí.
—¿Dónde estará? —pregunta Benavides.
—Si no lo sabe usted que es su amigo… —dice el mozo.
Benavides aprueba con un gesto, que en nada se parece al
de John Wayne, y se dirige hacia los baños. Entre la puerta
del de Damas y la puerta del de Caballeros hay un teléfono
público. Di Salvo aseguraba que lo habían puesto ahí para
que las llamadas fuesen más cortas. Ahora Benavides lo llama
por ese teléfono, le dirá que está en el sitio donde solían ir
a comer. A veces estas situaciones, tan de película, se hacen
reales. Esta es una de esas veces: acaba de oír «¿quién habla?».
Es la voz de Di Salvo. Esa voz y esa pregunta le suenan de
maravilla a Benavides.
—Soy yo —dice—, estoy en El Impasible.
Di Salvo ni corta ni se muestra sorprendido, incluso pa-
rece alegrarse.
224
—¡Qué bueno! —dice—, pero estoy cargado de laburo,
cierre, vos me entendés.
—No es necesario que vengas, solo quiero saber qué pasó.
Di Salvo seguramente esperaba esa pregunta, porque de
inmediato responde:
—Ni yo lo sé. El Muñeco me llamó y dijo que ya no con-
taba con vos. Sabés cómo es el Muñeco.
—Sé cómo es, pero le habrás preguntado por qué no con-
taba conmigo.
—Se lo pregunté. Dijo que después me lo iba a explicar.
—Y todavía no te lo explicó.
—Todavía no me le explicó —repite Di Salvo.
—No es necesario que te lo explique —dice Benavides—:
fue por el crimen de Juan Ignacio Aráoz.
—¿El crimen? ¿Todavía jorobás con que fue un crimen?
Inventaste las fotos, ¿qué pensás inventar ahora?
Benavides se dispone a decirle que más allá de las falsas
fotos, él tiene pruebas verdaderas que demuestran que se tra-
tó de un crimen. No uno sino dos, porque también mataron a
Paula Grimaldi, pero solo pregunta:
—¿Entonces por qué me rajan?
—Repito —dice Di Salvo—, el Muñeco prometió decír-
melo, pero todavía no me lo dijo. Viste cómo son las prome-
sas del Muñeco.
—¿Qué pasa con el asunto Juan Ignacio?
—En Impacto de mañana saldrá una aclaración.
—¿Una aclaración?
—Sí —dice Di Salvo y parece vacilar—, una explicación
de por qué terminamos con esas notas.
—¿Y por qué terminan?
—Ya lo vas a leer mañana. Sabés cómo es esto, cuando las
cosas se acaban, se acaban.
225
—Y se acabaron —dice Benavides, con cierto tono resignado.
—Se acabaron —confirma Di Salvo—, pero no te calien-
tes: hay trabajo de sobra.
—No me caliento, seguramente me dedique a la publicidad.
—¡Gran idea! —dice Di Salvo, entusiasmado— Se labura
menos y se gana más.
Parecen palabras de Eugenio. A Benavides le molesta esa
coincidencia. Ahora Di Salvo grita «ya voy, ya voy» y antes de
que Benavides pueda decirle que lo de la publicidad aún no
está decidido, avisa que lo llaman de diseño; se queja de estos
putos cierres, pregunta a ver cuándo nos vemos y promete que
lo llamará en diez o quince días. Podemos comer algo juntos,
dice y corta. Benavides se queda con el auricular en la mano.
En El último pistolero John Wayne se apoya en la barra
del bar. Por el trasluz de una botella advierte que lo atacarán,
salta por encima de la barra y desde ahí, con su revólver, apa-
rentemente un Colt 45, elimina a sus enemigos, uno a uno;
luego se pone de pie. Tiene un par de heridas en el hombro
izquierdo, pero no son de importancia. El triunfo parece estar
de su lado. Sin embargo, no es así: el dueño del bar alza un
fusil, aparentemente un Winchester 1873, y desde atrás rea-
liza un disparo trapero. John Wayne cae muerto; en su mano
derecha sostiene el revólver. Benavides en la mano derecha
sostiene el auricular del teléfono, pero sigue vivo. Cuelga y se
dirige hacia la salida. El mozo lo espera en la puerta.
—Hicimos un guiso de lentejas que está de rechupete —dice.
Benavides se excusa, dice que justamente hoy tiene mil
cosas para hacer. En realidad, no tiene nada que hacer, salvo
esperar la salida de Impacto. Hace unos minutos, Di Salvo le
anticipó que publicarían una aclaración. Así dijo: aclaración,
aunque de inmediato cambió por explicación. ¿Qué aclararán
o que explicarán? ¿Hablarán de él o lo ignorarán por com-
pleto? ¿Será una larga nota o apenas un recuadro ubicado
226
en página par? Durante todo el día, Benavides repite estas
preguntas y busca diferentes respuestas, aunque sabe que la
definitiva recién la tendrá mañana, cuando Impacto por fin
esté en los quioscos. Con cuatro sándwiches de miga y una
cerveza Guinness, resuelve su cena, luego ve La Reina Afri-
cana, por la que Bogart en 1951 obtuvo el Óscar como mejor
actor, el único que conquistó a lo largo de su carrera. Benavi-
des recuerda que ese fue el tema de una de las primeras notas
que escribió, sonríe y un rato después se queda dormido, con
el televisor encendido.
Un martillo, golpeando sin descanso, una y otra vez, indica
que en algún lugar del edificio están haciendo obras. Bena-
vides primero oye los golpes, luego abre los ojos. En la pan-
talla de la TV una mujer parece discutir con otra. Benavides
mira la hora, aprieta una tecla del control remoto y pone fin
a la discusión. Seguramente el reparto llegará al quiosco poco
después de las once. Tiene tiempo de darse un baño y de-
sayunar. Cuando sale de la ducha decide que el desayuno lo
tomará en el bar. Se viste lentamente y con la misma lentitud
se dirige al quiosco. Advierte que Impacto ya llegó y en esta
oportunidad no le preocupa que lo sorprendan comprándola.
No bien el quiosquero se la entrega, la dobla dándole la forma
de un tubo. Cuando era chico le gustaban los caleidoscopios;
no alcanzaba a comprender por qué con solo colocar un ojo
en esta punta podían verse figuras extrañas y miles de colores
en la otra. Sabe que lo que lleva en la mano no es un calei-
doscopio; ambas puntas están abiertas y a Benavides lo único
que le importa es lo que está en su interior.
Elige la misma mesa que ocupó el jueves pasado, pide un
café con leche con medialunas y se dispone a abrir la revista.
Va a la página 3 y ahí mismo, donde esperaba encontrar el
sumario, se topa con una nota editorial. «La Gran Estafa»,
lleva por título y está firmada por Joaquín Santángelo. En su
227
doble condición de director de Impacto y de principal accio-
nista de la editorial, Santángelo escribe: «La verdad, solo la
verdad y únicamente la verdad, fue, es y será la consigna de
esta revista. Por eso y en nombre de esa verdad, debo con-
fesar que no estamos contentos con nosotros mismos: por
las páginas de Impacto difundimos una vergonzosa mentira
pergeñada por un periodista que mancilló el sagrado ejercicio
de la profesión. A lo largo de seis semanas brindamos una
serie de notas que, supusimos, eran el fruto de una severa
investigación. El autor de esa ignominia fue un hombre de
la casa a quien creímos cultor del periodismo puro. A veces
el traidor se esconde en la propia familia: Judas fue uno de
los discípulos de Jesús. Así, ese individuo al que me resisto a
llamar periodista, mediante oscuras artimañas ultrajó a esta
revista y a esta editorial. Se aprovechó de la buena fe de sus
compañeros y de sus jefes y, vaya a saberse por qué oscuros
propósitos tejió una historia terrible y falsa. Para dar crédito
a su falsedad, no dudó en deshonrar la memoria de un infor-
tunado muchacho y de poner en tela de juicio el buen nom-
bre y honor de una madre que llora desconsolada la pérdida
de su hijo. No satisfecho con esa cadena de maldad, tiñó de
sospechas el prestigio de una institución social y cultural que
es orgullo de la sociedad porteña. Los hombres probos que
integran la comisión directiva de esa institución, políticos y
empresarios de conducta intachable, también se vieron man-
chados por esa infame pluma».
Benavides se pregunta a qué altura del texto aparecerá su
nombre. Tal vez Santángelo resolvió dejarlo en el anonimato
y que cada lector se ocupe de descubrirlo. No es necesario ser
Sherlock Holmes para solucionar el enigma. Aunque gene-
roso para con sus lectores, Joaquín Santángelo decide aho-
rrarles ese trabajo. Es hora de que todos conozcan el nombre
del impostor: Raúl Benavides aparece escrito en negrita. Ese
228
tal Benavides habló de fotos comprometedoras que resulta-
ron ser falsas, dijo haber recibido mensajes de amenaza, que
también resultaron falsos. Ambas cosas pretendían avalar una
mentira que, por fortuna, tuvo patas cortas. Ni bien descu-
brieron el engaño, los directivos de Impacto no vacilaron en
expulsar al periodista impostor. Solo queda pedir disculpas
por este mal momento y seguir informando con la verdad.
Esa verdad que Impacto postulara desde su primer número
y que continuará defendiendo contra viento y marea como
adalid del periodismo independiente. Pura prosa de Santán-
gelo, aunque por ciertas palabras y giros típicos de Di Salvo
quedaba claro que él lo había ayudado en la tarea.
Benavides llama al mozo, paga, dobla la revista, la coloca
en un bolsillo de su saco y se marcha; sabe que no le espe-
ran días de vino y rosas. El viernes la revista Cosas y Cositas,
del grupo Santángelo, publica una superproducción con una
gran foto de Susana Gonçalves, junto al doctor Gancedo. El
epígrafe destaca la valentía de esa madre y la perseverancia de
su abogado. Los diarios del sábado hablan de la víspera de la
Fiesta Patria y en general coinciden en que este 25 de mayo
no tiene el entusiasmo de otros tiempos. Crónica reprodu-
ce la foto de Juan Ignacio Aráoz, su cara angelical con algo
de Botticelli y la ominosa mancha de sangre junto a la cara.
Anuncia que el caso está resuelto y afirma que Raúl Benavi-
des es un acabado ejemplo del peor periodismo amarillo. El
lunes, Bernardo Neustadt le dedica unos minutos. «No tengo
amigos en la profesión —recuerda— y eso me ha lastimado
mucho, pero ante malvivientes como Raúl Benavides, quien
alguna vez estuvo en nuestro programa, me alegro de no tener
amigos en la profesión». El martes la revista Informaciones,
también del grupo Santángelo, habla de la noble actitud de
Joaquín Santángelo, quien en nombre de la ética periodística
no dudó en separar de su equipo a esa manzana podrida que,
229
vale la pena repetirlo, en esta profesión que nos honra suele
ser la excepción, no la regla. La nota está ilustrada con una
gran foto, en la que puede verse a Santángelo rodeado por su
plana mayor. Di Salvo está en la foto. Eso es lo que más le
molesta a Benavides. Decide que mañana irá a ver a Fagot.
230
35. El hombre que sabía demasiado
231
«Fagot», le dice Benavides al empleado de la recepción y
repite: «Leandro Fagot», como si eso le diese más energía al
pedido. El empleado levanta el auricular y murmura algunas
palabras que Benavides no alcanza a oír. Ahora se le ocurre que
tal vez Fagot no está, por lo que él habría hecho una caminata
inútil. Escucha una voz, el tono de una voz, y recupera la espe-
ranza. Gira la cabeza y lo ve venir en compañía de un hombre.
Fagot usa un jogging azul. El hombre que lo acompaña, que
bien podría ser el CEO de una multinacional, un traje oscuro.
Fagot y el hombre de traje oscuro se separan con un saludo
formal, que no parece afectuoso. Fagot se acerca a Benavides.
—¡Qué sorpresa! —dice y le palmea el brazo izquierdo.
—¿Sorpresa?
—Pensé que no lo iba a ver más, que nunca más apare-
cería. El caso ya está resuelto, como dicen en las noticias de
policía, y usted se quedó en la calle. Leí la despedida que le
hicieron en Impacto. ¿Es cierto lo que cuentan?
—Usted sabe que no es cierto.
—Yo solo sé que no sé nada —dice Fagot, sonriendo—
¡Qué personaje, Sócrates! ¿Lo habrá dicho o será otro cuento
de Platón?
Benavides no ha ido para hablar de los griegos.
—Para el mundo el caso está resuelto: Juan Ignacio Aráoz
murió como consecuencia de un desdichado accidente y Pau-
la Grimaldi murió porque tuvo la mala idea de embucharse
un frasco entero de barbitúricos. ¿Será posible que usted me
cuente la historia verdadera?
Fagot sonríe, como si desde siempre hubiera aguardado
esa pregunta.
—Lo invito a un café —dice y sin esperar respuesta lo
conduce hacia el bar.
Benavides conoce el camino. En cuanto entran al patio
tiene la fantasía de que va a encontrarse otra vez con los hom-
232
bres que discutían. No los encuentra, pero sí está el hombre
solo, sentado en la misma banqueta en la que lo había visto el
miércoles pasado; se le ocurre que en la misma posición.
Cuando salen del patio, Benavides repite:
—¿Será posible que usted me cuente la historia verdadera?
—Todas las historias son verdaderas —dice Fagot—, de-
pende de quién las cuente y de quién las lea.
Ni bien entran en el bar, Fagot se dirige al mozo y por
señas le pide dos cafés. De pronto se detiene, gira la cabeza
hacia Benavides y pregunta:
—Tal vez usted quiere algo más fuerte.
Sin comprender por qué, Benavides piensa que en ese mo-
mento debería beber caña quemada Legui. Le resulta una
idea absurda, por lo que se limita a decir que no, que está
bien, que tomará un café.
—Así que usted quiere una historia verdadera —dice Fa-
got cuando se sientan.
—No pido mucho —dice Benavides.
—No pide nada —dice Fagot—. ¿Sabe usted qué son las
bolaceras?
Benavides dice que no, que nunca ha oído esa palabra.
—Debería saberlo usted que es periodista, o lo era —dice
Fagot—. A la hora del descanso o de comer el asado, los peo-
nes del campo se entretienen con historias de aparecidos. Hay
que oírlos. Hablan del chancho encadenado que surge de la
nada y destroza lo que encuentra a su paso, ya sean animales
o criaturas humanas; hablan del fantasma de Encarnación,
degollada por su marido celoso. La infeliz está condenada
a presentarse las noches de cuarto menguante, llega con las
ropas cubiertas de sangre y portando en la mano izquierda su
cabeza cortada. Así pasan las horas muertas los peones, cada
cual a su turno cuenta una mentira mayor. Es un contrapun-
to, gana el que consigue hacer cierta, aunque sea por algunos
233
minutos, la mentira que está contando. Ahora que sabe lo que
son las bolaceras. ¿Le gustaría escuchar una?
Benavides descubre que no era del todo absurda su idea de
beber caña quemada: ¿qué mejor que una caña quemada para
escuchar historias de aparecidos? Pero él pensó en la caña
quemada antes de saber qué historia le iban a contar. Esa
oscura coincidencia lo intranquiliza.
—Sí, quiero escuchar una —dice—, pero sin brujas ni al-
mas en pena. Usted me entiende.
—Lo entiendo —asegura Fagot—. Esta historia es de
ahora y de aquí, con un personaje de ahora y de aquí. Se trata
de un hombre que trabaja para un grupo poderoso. Los me-
jores abogados del país atienden los asuntos jurídicos de ese
grupo. Pero a veces hay temas que deben resolverse por otras
vías. Entonces los abogados dan un paso al costado y dejan
la cuestión en manos del hombre de nuestra historia. Saben
que realiza sus tareas sin alboroto, con exactitud y calidad.
Cierta vez, por un descuido o porque alguien se fue de boca,
nuestro hombre cae preso. Le aplican una condena larga; sin
embargo, no dice una sola palabra. El grupo poderoso sabe
gratificar esa reserva: mueve los hilos suficientes para que el
hombre pase de la Unidad 5 de Caseros a un confortable y
exclusivo Club Social, propiedad del grupo poderoso. Es un
cambio favorable. Tiene una sola traba: no puede salir a la
calle. Es preciso que permanezca oculto a los ojos del mundo.
Benavides busca en vano un cigarrillo y una vez más la-
menta haber dejado de fumar: ahora necesita un poco de
humo, algo que lo desvíe de esta historia que le están contan-
do. Un relato que él no debería escuchar.
—¿Ese hombre se llama Fagot? —pregunta.
—¿Qué interesa cómo se llama? —dice Fagot—. Solo es
una historia, una de esas bolaceras que se cuentan para pasar
el rato. ¿Sigo?
234
Benavides afirma moviendo apenas la cabeza.
—Al hombre no le queda otro remedio que adaptarse a su
nueva vida. Aunque en el Club siempre hay algo para hacer,
sobran los ratos libres. El hombre toma el hábito de la lectu-
ra, desde novelitas policiales hasta gruesos libros de historia.
De noche en noche algunas chicas vienen a visitarlo. Son pu-
titas jóvenes que ponen buena voluntad en sus labores.
—¿Nunca más sale a la calle? —pregunta Benavides.
—No exageremos —dice Fagot—, sigue siendo el mejor.
Cuando la gente del Club necesita realizar una faena en serio,
recurre a él.
—¿Faena en serio? —pregunta Benavides— ¿Por qué me
cuenta esto, Fagot?
—Porque usted me lo pidió. Pero no se asuste, le veo cara
de asustado. Se trata de un cuento para pasar el rato, no va
más allá de eso. ¿Sigo?
Ahora es el momento de afirmar que no hace falta, que ya
es suficiente. Benavides sabe que tiene que decir eso, levan-
tarse e irse. Pero a media voz dice:
—Lo escucho, Fagot.
—La Comisión Directiva del Club decide ceder sus insta-
laciones deportivas a dos o tres colegios. Y así, de un día para
otro, el Club se llena de chicos. ¡Dejad que los niños vengan
a mí! Pendejos de diez, once, doce, trece hasta quince años,
corriendo y gritando. Usted sabe el quilombo que hacen los
chicos cuando se juntan. A los miembros de la Comisión Di-
rectiva no parece importarles ese quilombo. Tal vez sienten
que están haciendo una obra de bien. El alma humana es muy
compleja. Hay chicos que participan porque les gustan esas
cosas; otros lo hacen por ambición.
—¿Qué cosas? —pregunta Benavides.
—¿Usted me lo pregunta? Las cosas que dio a entender
en su revista —dice Fagot—. Pero esa fue su historia, su
235
bolacera. Yo sigo con la mía. Algunos miembros de la Co-
misión Directiva se interesan por esas criaturas. Hacen un
prolijo trabajo de selección. No es fácil determinar quiénes
serán materia dispuesta. Hay que desechar a los que solo se
interesan por curiosidad y a los que podrían hablar más de la
cuenta. Finalmente se quedan con cinco chicos.
—Unos lo hacen porque les gusta, otros por ambición.
¿De qué ambición habla?
—De la ambición por entrar en el mundo de los señores
poderosos. ¿También le tengo que explicar el comportamien-
to de las putas? Esos pibes son iguales que las putas: ofrecen
los cuerpitos a cambio de regalos.
—¿Los señores poderosos integran la Comisión Directiva?
—Qué agudeza la suya, Benavides —dice Fagot—. Algu-
nos de esos señores poderosos son miembros de la Comisión
Directiva.
—¿Quiénes forman esa Comisión? —pregunta Benavides.
—No puede con su curiosidad periodística —sonríe Fa-
got—. Creo haberle dicho que se trata de personajes impor-
tantes, muy importantes. Empresarios, políticos, altos funcio-
narios del gobierno, sacerdotes. Gente de bien.
—Nombres —se aventura Benavides.
Fagot ríe. Una carcajada que parece franca.
—Elija los que prefiera —dice—. La historia se puede
modificar a gusto de quien la cuente y de quien la oiga.
Somos lo que leemos, piensa Benavides, e insiste:
—No me haga elegir a mí. Solo deme unos nombres.
Fagot gira la vista hacia una de las claraboyas del bar.
—Se hizo de noche —dice—, y tengo una cita imposter-
gable. Venga mañana y le termino el cuento. ¿Recuerda lo que
dije de la bolacera? Gana el que sabe mantener la mentira
por más tiempo. Por lo que veo, voy ganando. Venga mañana.
Total, tanto usted como yo no tenemos nada que hacer.
236
En eso no miente. Benavides promete que volverá ma-
ñana. Dice que quiere saber cómo acaba esta historia. Fagot
asiente y lo acompaña hasta la salida. Benavides piensa que
lo hará irse por la puerta de servicio. Pero se equivoca: Fagot
lo lleva hasta la puerta grande. Dice que mañana lo espera y
después se pierde por el corredor.
237
36. Crímenes y pecados
238
—El intendente, mayordomo, administrador, o como ca-
rajo lo llamen, ¿en sus ratos libres se transforma en un asesino
profesional? Doctor Jekyll y Míster Hyde en un Club Social.
¿Hay que creer eso? Es mucho, Raúl.
Benavides no se inmuta.
—Mañana tengo que verlo —dice—. Iba a pedirte que me
acompañes.
—¡Buenísimo! —se entusiasma Eugenio—. Así voy a co-
nocer a tu famoso killer.
—No. No lo vas a conocer —dice Benavides—. Vos me
esperás en un bar, a media cuadra.
—¿Y en razón de qué voy a tenerte la vela?
—De mi garantía: si en una hora no vuelvo, entrás en el
Club y preguntás por mí.
A Eugenio le encanta la idea. Dice que es digna de una
película de terror clase B y propone ir a comer.
—Esperemos que no sea tu última cena —dice mientras
se pone de pie.
—No jodas, Eugenio.
—No pretendas que me lo tome en serio. Pero tranquilo,
no te voy a largar solo. ¿A qué hora vas a ir?
—Seis y media, siete, no más de eso —dice Benavides.
Ahora están en la calle, van hacia un restaurant que Euge-
nio quiere conocer.
—Siempre tiene casi todas las mesas ocupadas —dice—.
Se come bien o es barato. Cualquiera de las dos ofertas es
tentadora. Probemos.
Durante la comida, como invariablemente sucede, hablan de
comidas. Cuando llegan los postres, Benavides reconoce que no
fue una mala elección. Acompaña a Eugenio hasta su casa y de-
cide ir caminando hasta la de él. Es una noche fresca y hay muy
poca gente en la calle. Casi todo el tiempo piensa en Fagot, en lo
que va a decirle a Fagot. Arma y desarma relatos, pero ninguno
239
lo convence. Mañana, a partir de las siete de la tarde tendrá la
verdadera historia; si es que Fagot decide contársela.
Benavides se encuentra con Eugenio un poco antes de las
seis. Propone caminar un poco, dice que les sobra tiempo y
cuando se cansen pueden tomar un taxi. Se cansan en mi-
tad de la sexta cuadra. El taxi los deja a la vuelta del Club.
Van hasta el bar donde Eugenio esperará Benavides y desde
donde, en caso de no volver, saldrá a rescatarlo. Todo tiene el
aspecto de un ajustado operativo de inteligencia. Solo falta
que sincronicen los relojes.
—Llego al Club a las seis y media —dice Benavides—. Si
a las siete y media, ocho menos cuarto, a más tardar, no volví,
venís a buscarme. Entrás y preguntás por Fagot. ¿Está claro?
—Clarísimo —dice Eugenio y abre un libro, Sectas y sociedades
secretas, de Tomás Baeza, que leerá mientras espera a su amigo.
En tanto, Benavides ya llegó al Club. Acaba de entrar y le
sorprende ver a Fagot. ¿Lo está esperando? Él nunca dijo a
qué hora llegaría. ¿Alguien le pasó la información? ¿Alguien
lo está siguiendo? Si fuera así, también tendrían noticia de
Eugenio, sabrían que su amigo se encuentra en el bar, leyendo
justamente un libro sobre sociedades secretas. Otra posibili-
dad es que Fagot hubiese ido a despedir a alguien y por puro
azar, cuando el despedido por Fagot salía, Benavides entraba.
Acepta esa posibilidad. Fagot se acerca. Lo saluda cordial-
mente, dice algo referido al final de la historia y lo toma de
un brazo. Benavides piensa que irán hacia el bar, pero se equi-
voca, porque Fagot ahora dice:
—Usted no conoce todas las instalaciones del Club.
Benavides asiente en silencio. Es una invitación lógica: el
vigilante orgulloso de las instalaciones que vigila.
—El primer sitio que quiero mostrarle es la Sala de Acuer-
dos —dice Fagot y prácticamente lo arrastra por una escalera.
Suben en silencio hasta el primer piso.
240
Ahora están en un hall, solitario y ascético. El único mo-
blaje es una larga banqueta negra, apoyada contra una de las
paredes. Fagot abre una puerta y lo invita a entrar. La habi-
tación contrasta con el ascetismo del hall. Una enorme mesa
ovalada domina el lugar. Se encuentra en el centro del cuarto
y la rodean una serie de sillas de respaldo alto. En una de
las paredes hay una chimenea con leña a medio consumir, lo
que significa que está en uso. En un rincón se ve un enorme
samovar y de todas las paredes cuelgan cuadros encerrados
en marcos ampulosos. Cada uno muestra a un hombre, ya sea
mediante un retrato pintado por un pintor desconocido o por
medio de una fotografía, tomada por un fotógrafo también
desconocido. Por sus ropas, tanto en los cuadros como en las
fotos, queda claro que se trata de individuos de diferentes
épocas. Antes de que Benavides pregunte, Fagot explica.
—Los alma mater de la Institución —dice y los señala
haciendo un semicírculo con el brazo derecho—. Son los que
mandaron y mandan en este Club.
Benavides asiente. No cree reconocer a nadie, pero ve que
algunos usan uniforme militar, otros tienen sotanas y otros
simplemente trajes, oscuros en todos los casos.
—Aquí se toman las decisiones —informa Fagot.
Están los dos de pie, junto a la gran mesa. Benavides no se
atreve ni siquiera a tocar alguna de esas sillas, menos aún sentarse.
—En la historia que empecé a contarle ayer —dice Fa-
got—, la bolacera, ¿recuerda?, hay un Club como este. En una
mesa parecida a esta los miembros de la Comisión acuerdan
ceder las instalaciones deportivas para los chicos del colegio.
¿Lo puede ver, Benavides? Tiempo después deciden con qué
chicos quedarse; en mi historia, digo.
Benavides quiere salir de esta habitación pretenciosa, sien-
te que los personajes de los cuadros y de las fotografías lo
miran de mala manera.
241
—¿Se da cuenta de que hay dos historias? —continúa Fa-
got—: la suya y la mía. En la suya usted sugiere que en este
Club se hacían porquerías. Con esos chicos, digo. Habla de
fotos prohibidas y de un montón de cosas más. Todo falso.
—¿Su historia es la verdadera? —pregunta Benavides.
—La mía, ya se lo dije, es una bolacera. Es una gran men-
tira que nace de otra gran mentira: la suya, Benavides. Por lo
tanto, si en su historia hay chicos abusados por mayores, en la
mía también los hay.
—¿Aquí?
—Por Dios, Benavides, parece que usted no quiere enten-
der. Este es un sitio sagrado —dice Fagot y señala un enorme
crucifijo que cuelga de la pared opuesta—. No aquí. Sígame.
Los dos salen al hall. Fagot lo conduce hacia una cortina
que oculta una escalera, corre la cortina y lo invita a subir.
En el hall del segundo piso tampoco hay mucho para des-
tacar: se ven cuatro puertas, todas cerradas. Fagot se dirige
a una de ellas y la abre. Le hace una seña a Benavides y los
dos entran en una habitación escasamente iluminada por un
par de focos que parecen salir del piso. Una gran alfombra
cubre ese piso. Tres de las cuatro paredes tienen espejos. Al-
gunos cojines y un par de sillones, aparentemente de cuero,
completan el decorado.
Fagot hace un gesto amplio con sus brazos, como querien-
do cubrir toda la habitación.
—Aquí, en un lugar similar a este —explica—, se hacen
las porquerías. En mi relato, digo. No sé en el suyo.
Benavides asienta y murmura algo parecido a puede ser.
—No puede ser un carajo —ríe Fagot—. Aquí aparece
una de las fallas de su cuento, Benavides. Usted habla de fo-
tos. Como bien se nota, en este sitio solo se pueden sacar con
flash. Sus fotos secretas se van a pique. Un error de su relato,
amigo, y no es el único.
242
A Benavides le preocupa el término «amigo» que acaba de
utilizar Fagot. Le suena amenazante.
—¿En su historia cómo sacan las fotos? —pregunta.
—En mi historia no hay fotos.
—¿Entonces por qué matan a Paula y por qué entran en
mi departamento?
Fagot ríe.
—Eso pasa en su historia, Benavides. En la mía hay una
profesora muerta, la pobre mujer se suicida, y hay un robo
en el departamento de un periodista, pero lo cometen unos
chorros de cuarta que solo quieren robar.
—¿Qué hacen con los chicos en su historia? —pregunta
Benavides en un tono que de pronto le resulta voluptuoso,
inadecuado.
Fagot no parece advertirlo, porque solo dice:
—Lo mismo que hacen en la suya: videos pornográficos,
whisky, vodka y merca de primera. Nada fuera de lo normal.
De pronto Benavides piensa en los padres de esos chicos:
casi no los había mencionado en sus notas de Impacto.
—¿Y los padres de los chicos? —pregunta—. ¿No les pre-
ocupa que sus hijos lleguen tarde, de noche?
—No sé a qué hora en su historia se encuentran los señores
con los chicos. En la que le estoy inventando, se encuentran a
la tarde. Recuerde que a las diez de la noche comienza el ho-
rario de protección al menor. En mi historia, los padres saben
que sus hijos están en un Club prestigioso, aprendiendo cosas
que les servirán el día de mañana. Solo hay una madre que
sabe lo que realmente pasa, pero es una señora ambiciosa que
a cambio de un subsidio generoso decide no ver nada.
—Susana Gonçalves —dice Benavides.
—¡Qué manía tiene con los nombres! —ríe Fagot—.
¿Qué importan los nombres? ¿Hacen más cierta la historia?
Es como esos anuncios que leemos al comienzo de algunas
243
películas o de algunas novelas: «basada en hechos reales». Dí-
game, ¿en qué cambia que se base en hechos reales lo que
vemos o leemos? Reales o no, depende de cómo se cuenten.
—Sí —dice Benavides—, pero mi historia, como la suya,
nace a partir de un chico muerto.
—Inevitable —reconoce Fagot—, de otro modo no habría
historia.
—Ese chico muere porque se va de boca y es preciso ca-
llarlo —dice Benavides y pasa el dorso de su mano por sobre
el cuello, con gesto de verdugo.
Fagot ríe con ganas.
—Usted no tiene cura, Benavides. Eso pasa en su historia, en
la que les cuenta a sus lectores. Un cuento miserable, digno de
esos lectores. La historia que yo invento es una historia de amor.
—¿Una historia de amor?
—Así como lo oye. ¿Usted no cree en el amor? ¿No cree
que un señor mayor pueda enamorarse de una criatura? En
su relato, usted imagina un sitio como este: espejos, alfombras
mullidas, sillones y cojines, muy poca luz. Y fíjese, el sitio
realmente existe. No uno sino cuatro. Las otras puertas que
vio cerradas llevan a habitaciones idénticas a esta. En mi his-
toria también hay una habitación así. Por un momento, la
habitación que inventa usted y la habitación que invento yo
pueden ser la misma: un lugar en el que se encuentran tres o
cuatro pedófilos y tres o cuatro chicos a los que esos pedófilos
pervierten. ¿Me sigue?
Benavides asiente en silencio.
—Aquí es donde su historia y la mía, la que usted inventa y
la que yo invento, se separan. En la mía pongo en escena a un
pedófilo que va más allá de las fiestitas privadas que se hacen en
el Club. Este hombre de golpe descubre que está enamorado
del chico que es objeto de su placer. Se enamora de esa peque-
ña bestia obediente, sumisa y cariñosa, y fatalmente comienza
244
a hacer las idioteces que hacen los enamorados: necesita estar
con el chico, lo cela, lo mima, no permite que otros lo toquen.
Quiere tenerlo más allá de la hora que pasan en una habitación
parecida a esta. Los miembros de la Comisión advierten el pe-
ligro: huelen futuros chantajes, temen que las fiestas privadas
se conviertan en escándalos públicos. Entonces hablan con el
hombre enamorado, intentan hacerlo entrar en razón. No hay
caso: el hombre enamorado acepta cualquier cosa menos sepa-
rarse de su amor; así lo llama: mi amor. Parece un culebrón, es
cierto, ¿pero qué historia de amor no lo parece?
Benavides reconoce que es cierto, que casi todas las his-
torias de amor parecen culebrones. Un buen ejemplo es el
príncipe de Gales abdicando al trono de Inglaterra por amor
a Wallis Simpson.
Fagot niega moviendo la cabeza.
—La historia que le estoy inventando es más trágica —
dice—. Se parece a la de otro noble inglés: Eduardo ii. El
monarca se enamora de Pierre de Gaveston, un joven de la
plebe, y comienza a colmarlo de títulos: conde de Cornualles,
Señor de la isla de Man. Supongo que sabrá cuál fue el fin de
Eduardo ii.
Ahora es Benavides quien niega moviendo la cabeza.
—Ni la reina Ana Isabel, ni los grandes de la corte sopor-
tan las afrentas del rey enamorado. Expeditivos como son,
al joven Pierre le cortan la cabeza. Pero resulta una muerte
inútil: Eduardo ii no modera sus gustos, hay otros jóvenes en
la corte. No queda más que encerrar al rey enamoradizo en
una de las torres del castillo de Berkeley. Ahí le meten hierros
candentes por el culo hasta matarlo.
—Y los señores poderosos del Club deciden hacer lo mis-
mo con el hombre enamorado —dice Benavides.
—Nada de eso —dice Fagot—. En mi historia ni siquiera
lo piensan. Eduardo ii fue uno de los monarcas más blan-
245
dos de Inglaterra, en cambio el hombre de mi historia es un
personaje poderoso. Su muerte habría hecho tambalear a las
instituciones.
—¿Quién es ese hombre? —pregunta Benavides.
—Eso queda a su gusto —ríe Fagot—. Elija el que mejor
le parezca y póngale la profesión que más le agrade. Tenga
en cuenta que el Club que estamos inventando solo acepta a
personajes de alcurnia.
A Benavides le preocupa el plural. «Estamos», acaba de
decir Fagot. Ya no se trata de dos historias, sino de una sola:
la que relata Fagot.
—¿Cómo sigue? —pregunta Benavides.
—Sigue mal, pero esta no es la escenografía adecuada para
contar lo que sigue —dice Fagot y pone su brazo derecho
sobre el hombro de Benavides. Así, casi fraternalmente abra-
zados, salen de la habitación.
Están otra vez en el hall del segundo piso. Benavides pien-
sa que ahora bajarán, pero se equivoca: Fagot lo lleva hasta el
final del hall, allí hay una escalera. Fagot sube, Benavides va
detrás, obediente.
Este tercer piso parece ser una sala de máquinas. Está mal
iluminado, solo hay un banquito, sucio de grasa, y dos grandes
y viejas ruedas de hierro sujetas a correas de cuero. Benavides
imagina que pronto comenzarán a funcionar, incluso cree oír
el sonido de los engranajes. Mira el piso y comprueba que
hace muchísimo tiempo que no lo limpian: hay polvo y tierra
por todas partes. Benavides piensa en ratas, se le ocurre que
en cualquier momento se le cruzará una, pero solo ve cucara-
chas, grandes y negras, que van de aquí para allá, indiferentes
a la presencia de esos dos hombres.
—Usted perdone la escenografía —dice Fagot—, pero es
la adecuada para este momento de la historia. Tenemos a un
hombre enamorado y a un chico objeto de ese amor. El hom-
246
bre no quiere separarse de ese chico. Hasta imagina que irá
con él a una isla paradisíaca. El tema se vuelve peligroso. Es
preciso eliminar al objeto de ese amor. Venga, sígame, ya falta
poco para llegar al final.
La última escalera es muy angosta y desemboca en la te-
rraza. Aunque habría que decir «en el techo», porque el sitio
donde están ahora poco tiene de terraza. Es de noche y el
viento no molesta. Se oye el ruido de la calle y se ven luces
encendidas en las ventanas de los edificios vecinos. Una luna
en cuarto creciente ilumina a Fagot y a Benavides. Están los
dos de pie, frente a frente. Benavides tiene miedo, intenta
disimularlo, no sabe si lo consigue.
—¿Vio cómo terminan las aventuras de Sherlock Holmes o
de Poirot? —dice Fagot—: un gran recinto, generalmente una
sala o una biblioteca, en la que se reúnen todos los protagonis-
tas del cuento o de la novela. Ahí Holmes o Poirot ponen las
cartas sobre la mesa, revelan quién es el asesino y por qué se co-
metió ese crimen. Sé que este sitio no se parece a una bibliote-
ca o a una sala suntuosa, pero ponga otro poco de imaginación,
Benavides. Aquí mismo comienza todo. Desde allí mismo se
cae ese pobre chico. Solo él sabe qué hacía en este techo.
—Y lo encuentran muerto en un patio interior del Club.
—Así pasa en la vida real —confirma Fagot.
—¿Y qué pasa con el chico de su historia? —pregunta
Benavides.
—Ese chico también aparece muerto. El chico de la vida
real muere como consecuencia de un desdichado accidente.
Al chico de mi historia lo matan.
—¿Quién lo mata? —pregunta Benavides.
—¿Eso le parece importante?
Benavides desestima al autor material y al autor intelec-
tual, solo le interesa saber quién es el hombre por el que ma-
tan a ese chico. Lo pregunta.
247
—Elija el que más le guste —dice Fagot—: un empresa-
rio, un importante funcionario del gobierno o un alto miem-
bro del clero. A su gusto.
Benavides recuerda a los retratos y a las fotos que había
visto en la Sala de Acuerdos. Puede ser cualquiera.
—¿Y qué hace ese hombre cuando muere el chico? —pre-
gunta—. En su historia digo, ¿qué hace?
—A diferencia del rey Eduardo ii, entra en razones.
Abandona los amores prohibidos y todo vuelve a su cauce
normal. Pongamos que ese hombre es un empresario: ahí lo
vemos mostrando públicamente el gran amor que siente por
su mujer y por sus hijos. ¿Prefiere que ese hombre sea un alto
funcionario del gobierno? Ahí lo tenemos dictando normas
para el bien del país. ¿O le parece mejor que sea un notorio
prelado de la Iglesia? Ahí lo vemos presidiendo fundaciones
de caridad. Poco importa quién es, todos van a hacer lo mis-
mo. Lo esencial es olvidar las fiestas, para siempre.
—¿Y la madre del chico? —pregunta Benavides—. Ella
fue la primera en cuestionar esa muerte.
—¡La madre del chico! —dice Fagot— ¡Qué personaje!
Ella es la misma en la historia real y en la historia inventa-
da. En una y otra todo se jode por un boludo burócrata: ni
bien se hace pública la muerte del chico, el celoso funcionario
le corta el subsidio a la madre. La mujer reclama y nadie la
oye. Entonces no le queda otro camino que asumir el pa-
pel de madre desesperada, contrata a un abogado de cuarta
y aparecen en cuanto programa de TV los invitan. A pesar
del esfuerzo, no consigue nada. Pasan los años y cuando todo
vuelve a la normalidad, aparece un periodista hinchapelotas
y se arma el gran quilombo. Con la madre no hay problema:
una importante suma como anticipo y un subsidio por el res-
to de su vida bastan para que cambie de postura. La joda es
el periodista.
248
—¿La joda es el periodista? —repite Benavides.
—O era la joda —dice Fagot—, porque en mi historia eso
también está controlado.
Lo dice con tono frío, monocorde: un juez pronunciando
la sentencia. Benavides no sabe si bajar la vista o, por el con-
trario, mirarlo fijo a los ojos. A Fagot poco lo inquieta esa
mirada. Continúa hablando con el mismo tono. Benavides
piensa que ese puede ser un buen lugar para morir, y siente
miedo de verdad.
—¿Por qué me cuenta esto? —pregunta.
—Porque usted me lo pidió —dice Fagot—. Pensé que
nunca más iba a venir y, sin embargo, vino. ¿A qué vino,
Benavides?
Benavides está a punto de decir por «curiosidad de perio-
dista», pero se queda callado.
—Vino a conocer una historia que cerrara con su historia
—continúa Fagot—, y yo se la acabo de contar. Al perio-
dista de mi relato el intendente del Club le aconseja que no
se meta en esto. Pero el hombre no le hace caso y de puro
irresponsable abre la Caja de Pandora. ¿Me entiende? Se en-
tusiasma y sigue y sigue y por culpa de ese entusiasmo muere
gente que no debería haber muerto.
—Paula Grimaldi —murmura Benavides.
—Ese nombre es de la historia real. En la historia real
esa mujer se suicida —dice Fagot—. En mi historia también
muere una profesora. El periodista de mi relato se va a la
cama con esa señora y sin imaginarlo le dicta la sentencia de
muerte. Después se descubre que fue un error de inteligencia
o, si lo prefiere, un daño colateral, como dicen ahora.
—¿Y qué pasa con el periodista de su historia? —arriesga
Benavides.
—Nada —dice Fagot—, se queda sin trabajo. El dueño de
la revista en la que él publica sus urticantes notas acepta un
249
monto inferior al que los señores del Club imaginaban; ese
tipo tiene vuelo corto.
—¿Y el periodista? ¿Por qué no compran al periodista?
Fagot sonríe.
—Porque ese hombre no está en venta —dice—. Solo se
queda sin trabajo. Puede decirse que es un hombre muerto.
—¿Lo matan? —pregunta Benavides.
—No tema —dice Fagot—, a esta altura de mi historia
no muere nadie más. Ese periodista, el de mi cuento, me cae
bien. Pese a todos los quilombos que hace, me cae bien.
—¿Está vivo solo porque le cae bien?
—No solo por eso, Benavides. Los antiguos mataban al
mensajero portador de malas noticias. En mi cuento lo man-
tienen vivo. Hay que demostrarle al mundo que ese hombre
trae un mensaje falso, la muerte lo habría hecho verdadero.
Benavides mira el reloj. Pasó menos de una hora. Eugenio
seguirá en el bar, leyendo el libro de sectas y sociedades secretas.
—¿Y ahora qué? —pregunta.
Fagot se acerca a paso lento. Es muchísimo más fuerte
que Benavides. Si quisiera podría arrojarlo desde este techo
al patio interior, como años antes habrá tirado a Juan Ignacio
Aráoz. Pero en la historia de Fagot el periodista no muere.
Esto de algún modo tranquiliza a Benavides.
—Ahora lo acompaño hasta la salida —dice Fagot—. Es-
pero que le hayan gustado las instalaciones del Club y la his-
toria que le conté.
Sin decir una palabra, los dos hombres bajan las escaleras.
A Benavides no le importan las cucarachas del cuarto de má-
quinas, casi ni mira las puertas cerradas de las habitaciones en
donde se hacían las fiestas, y pasa rápido frente a la puerta del
Salón de los Acuerdos. Han llegado a la planta baja. Benavi-
des vuelve a mirar la hora: en cualquier momento aparecerá
Eugenio. Se arriesga y pregunta:
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—¿Qué pasa, Fagot, si yo escribo su historia?
—La palabra de un periodista desacreditado frente a las
voces de gente de bien, ¿a quién le van a creer, Benavides?
—Depende de cómo la escriba.
—No es cuestión de escritura, es cuestión de superviven-
cia. Me daría pena enterarme de que se suicidó. No tengo
ganas de leer qué razones lo llevaron a esa terrible decisión.
Imagino un editorial de Impacto, firmado por Santángelo y
escrito por Di Salvo. No escriba nada, Benavides.
Llegan hasta la puerta. Fagot la abre y señala la calle.
—Fue un gusto —dice y lo invita a salir.
Benavides piensa que ahora Fagot tal vez le dé la mano o
incluso un abrazo. Pero no, nada de eso. Simplemente espera
a que se vaya y después cierra. Benavides sabe que nunca más
volverá a ese Club y nunca más verá a ese hombre. Se dirige
hacia el bar y en sentido contrario ve venir a Eugenio.
—El pueblo quiere saber de qué se trata —dice cuando
está junto a Benavides.
—Nada importante. Estuvimos tomando un café, pero no
dijo nada que valiera la pena. Hablamos, como se dice, de
bueyes perdidos.
—¿Y tu idea de escribir algo? —pregunta Eugenio.
—Desechada —dice Benavides—. Hay cosas que no se
deben escribir.
Eugenio aprueba en silencio. Ahora ambos caminan len-
tamente por esa calle húmeda y solitaria. Vistos desde atrás
podrían confundirse con Rick Blaine y el capitán Louis Re-
nault en la escena final de Casablanca.
22 de diciembre de 2011
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