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Siete Minutos

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Francisco

Rodríguez Criado reúne, en este volumen, treinta relatos


redondos, algunos de ellos muy breves, llenos de buen humor y desenfado, y
bendecidos por una mirada de original tono poético. Este nueva entrega lo
revela como un maestro del género.

ebookelo.com - Página 2
Francisco Rodríguez Criado

Siete minutos
ePub r1.0
Titivillus 26.06.18

ebookelo.com - Página 3
Título original: Siete minutos
Francisco Rodríguez Criado, 2003

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
A Mar, por esas olas

ebookelo.com - Página 5
NOTA DEL AUTOR

El 12 de septiembre de 2001, un día después de los atentados de las Torres Gemelas


de Nueva York, firmé las escrituras del piso desde el que escribo estas líneas. El
sueño hasta ese momento incumplido de emancipación —qué terrible palabra—
quedó en parte truncado por tan duro golpe a la Humanidad. Mal augurio, pensé. No
era desde luego la mejor forma de iniciar lo que me parecía una nueva vida. Recuerdo
que la misma tarde de la tragedia tenía consulta con el fisioterapeuta. «Tu espalda
está como una piedra. Te noto muy tenso». (De fondo escuchábamos por la radio las
últimas cifras barajadas: calculaban entonces en cinco mil las víctimas). Yo justifiqué
mi estrés por la inminente compra del piso. «Todo saldrá bien», dijo él mientras me
acuchillaba suavemente con sus dedos. Veinticuatro horas más tarde yo miraba por la
ventana del salón vacío y me preguntaba: ¿Y ahora qué?
Cientos de veces se ha mencionado que hay un antes y un después del 11-S. No
puedo estar más de acuerdo.
Todos los relatos que aquí aparecen, excepto «El avión de Bukowski», «El
corazón de Eileen» y «Siete minutos», escritos en una mesa del pub Bodega, en Cork,
Irlanda, en la primavera de 1998, han nacido en este claustro y paraíso a la vez que es
el espacio que habito. Hay, pues, una yuxtaposición de imágenes flotando sobre el
papel: las de aquel raquítico sofá en el que estuve durmiendo en una casa de Cork
durante dos meses, y las de este hogar al que sobran camas (cortesía de los antiguos
propietarios). Hay muchas otras imágenes que no sé realmente de dónde proceden,
qué significan, ni dónde duermen; supongo que son el descabellado intento de
evadirme de la realidad aun sin despegarme un solo centímetro de ella.
Decía Walt Whitman, con estas palabras u otras parecidas: «Tocas un libro, tocas
un hombre». No me queda más que recordarle al lector, si acaso fuera necesario, que
esto que ahora toca con sus manos es un libro.

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AGRADECIMIENTOS

Uno cree que la escritura es una cruzada en solitario hasta que llega el instante de
rellenar el apartado de agradecimientos. Es entonces cuando se da cuenta de la suerte
que tiene de estar tan bien acompañado. Aun a riesgo de dejar fuera a muchas
personas con quienes me siento en deuda, quiero dar las gracias a:
Mis padres, por su infinita paciencia.
A mis hermanas Marisa y Toñi, por su apoyo. Y a mi hermana Maite por leer
estos relatos con ojos fiscales en busca de las inevitables erratas.
A Román Piña, el editor, que lejos de seguir las exigencias del mercado ha
apostado por un autor desconocido y por un género, el del relato, que muchos siguen
tachando de minoritario.
A Fernando Pérez, que tuvo el detalle de publicar mi primer libro.
A la librería de viejo El Buscón, que es para mí como una segunda casa.
A José Leandro y Laurie, mis anfitriones en Irlanda.
A Roberto, que tuvo la amabilidad de echar una mano en las reformas del piso.
A Fermín Solís, por su generosidad al hacer la portada.
A Mar, que telefoneaba cada tarde: «Cómo te encuentras hoy?, ¿te sigue doliendo
la espalda? Te echo tanto de menos…».
A Paloma González Rubio, Reina Midas que convierte en literatura todo lo que
toca.
A mis amigos y a toda esa gente que me ha ayudado, cuyos nombres no menciono
porque son muchos.
En fin, yo que no soy un escritor compulsivo ni un artista iluminado, y me
confieso sensible a estímulos exteriores, quisiera dar las gracias a todas esas personas
—incluso a aquéllas que sólo he tratado por correo electrónico— que de una forma u
otra han reforzado mi afición a la escritura. Espero que este libro no defraude sus
expectativas.

F. R. C.
Cáceres, 10 de julio de 2003.

ebookelo.com - Página 7
MENDEL, DE LA CALLE MARKET

Mendel, el pintor que vivía en la calle Market, había convencido a un amigo labriego,
viejo y achacoso como él, para que le cortara la oreja izquierda. Mendel era sordo de
ese oído desde los ocho años, secuela de unas fiebres mal curadas; así que pensó que
no tenía nada que perder. Después de la «hazaña» su fama de autor maldito recorrería
todo el país y sus cuadros, por fin, serían apreciados en su justa medida. ¿Qué tenía
Van Gogh que no tuviera él? «Guardaré la oreja en la nevera e invitaré a grandes
personalidades de la cultura a que vengan a admirarla», le dijo a Moshe, que era el
nombre del labriego. Éste se encogió de hombros, alzó la hoz y cortó la oreja de un
tajo limpio. Aunque la amputación resultó un éxito, el tiempo se encargó de arruinar
las previsiones del pintor. Los galeristas seguían rechazando sus obras; su mujer,
harta de sus extravagancias, lo abandonó; y sus hijos Yoshua y Lea, avergonzados,
optaron por negarle el saludo. Era increpado por unos y otros; los niños le perseguían
por la calle y entre burlas coreaban: «Mendel el loco, Mendel el loco»; el rabino alzó
las manos e invocó al Todopoderoso pidiendo perdón por su «alma extraviada»; los
acreedores le reclamaban a voces el pago de sus deudas. Por si fuera poco, un
funcionario del juzgado le había amenazado con el desahucio. La palabra «idiota»
estaba en boca de todos. Ante estos reproches, Mendel, con aire de no entender nada,
se mesaba su larga y canosa barba y sonreía más feliz que nunca: Moshe, pobre
ignorante, le había cercenado la oreja equivocada.

ebookelo.com - Página 8
LADRIDOS

Abrió la puerta y caminó sigilosamente por el pasillo hasta la habitación. Ella dormía
ya. Conteniendo la respiración, se quitó la ropa y se acostó a su lado, evitando el
roce. Al poco se quedó transpuesto.
Una hora después le despertaron los empujones de su mujer, que se estremecía y
farfullaba palabras incoherentes. Parecía tan indefensa… La miró y sintió frío pese a
los calores del verano. Entonces se arrimó sin miedo, pasó con delicadeza una mano
por su frente, acarició su pelo y le susurró palabras agradables al oído. Y en ese
instante, al contacto de su piel, adivinó su pesadilla. Es más, la vio. El pelo
alborotado, desnuda, muy delgada, el rostro desencajado, arrinconada al fondo de lo
que parecía un oscuro callejón sin salida, acosada por varios perros feroces que,
amenazantes, ladraban y enseñaban con obstinación sus colmillos afilados… Trataba
de gritar, pero el terror oprimía su garganta. Inesperadamente un hombre, también
desnudo, hizo su entrada en el sueño; corría e iba armado con un machete. Los
perros, al olisquear la presencia humana, se giraron hacia él y salieron
instintivamente en su caza. El hombre no se atrevió a hacerles frente y emprendió la
huida. Los ladridos eran cada vez más insistentes.
Ella despertó entre sudores, interrumpiendo de esa forma el sueño que los había
unido por un instante. El rostro desencajado, el pelo alborotado, desnuda.
—No pasa nada —dijo él, tranquilizador—. Todo ha sido una pesadilla.
Ella le miró sin reconocerle, como ausente.
Una vez repuesta, se explicó entre sollozos:
—Estaba soñando que varios perros te perseguían. Iban a matarte… Y yo no
podía hacer nada…
—No te preocupes… tan sólo era un sueño —dijo él—. Ya pasó todo. Ahora
descansa.
La habitación olía a perfume desconocido.
Ella le miró a los ojos.
—¿Vas a huir? —preguntó.
—¿Huir, yo? ¡No! —dijo él con falsa seguridad. Y sonrió para que la pregunta
pareciese estúpida.
—¿Seguro?
—Te lo prometo —añadió sin ser aún consciente de que mentía.
Ella lo estrechó con ímpetu entre sus brazos, temerosa de que pudiese escapar. Y
por miedo al silencio se puso a hablar y a hablar, empujándose hacia el olvido. Pero
él ya no la escuchaba. Impasible, con los pensamientos lejos de aquellas cuatro
paredes, se limitó a cerrar la ventana en un vano intento de acallar los reproches de la
noche.

ebookelo.com - Página 9
BAZAR EN EL JARDÍN DE MI CASA

Después de pasar la noche en vela una vez más, he decidido instalar un bazar en el
jardín de mi casa. Sobre un improvisado mostrador, he expuesto los últimos
recuerdos de Julia: su voz, su sonrisa, sus caricias, sus miradas, su entrecortada
respiración… Muchos se han detenido a curiosear. Algunos, incluso, se han atrevido
a preguntar los precios de esos recuerdos. Un vecino de talante melancólico al que
apenas conozco ha estado a punto de llevarse el aroma de su piel, pero le ha parecido
excesivo el precio. «Otro día, quizá…».
A última hora de la tarde, resignado ante la ausencia de ventas, una anciana
arrugada por la edad y por la soledad se ha acercado con pasos renqueantes a mi
tenderete. Después de un exhaustivo examen, ha elegido el sonido de la voz de Julia,
que ha llevado hasta su oído con gesto maternal. Por un momento, algo dentro y fuera
de la anciana parecía haber renacido. He llegado a sentirme incómodo ante aquella
mujer, ahora una niña que, vuelta la mirada hacia el cielo, entregada a esas melodías,
ignoraba mi presencia. De repente, recobrándose, se ha girado hacia mí. Ha dicho
suavemente:
—Dígame cuánto es. —Y, para justificar su interés, ha añadido con cierto rubor
infantil mientras hurgaba en su raído monedero—: Me hará compañía.
(Julia… Su voz… Tu voz…).
Me he quedado en silencio unos segundos, o tal vez unos años. Y para que ese
silencio no durase toda la vida, he dicho:
—Lléveselo. Invita la casa.
La anciana, entonces, me ha dado un beso en la mejilla. Y a continuación, justo
antes de marcharse, me ha regalado una sonrisa.
Ahora, mientras miro la televisión, espero la hora de ir a la cama. La noche, a
través de la ventana del salón, me susurra frases de ánimo. Y yo me pregunto por qué,
Julia, aún sigo escuchando tu voz.

ebookelo.com - Página 10
LA VERDAD SOBRE LA METAMORFOSIS

Un insecto (¿un escarabajo?, ¿una cucaracha?) se convirtió de repente en un joven


praguense llamado Gregorio Samsa. El insecto, ya con apariencia de hombre, tuvo
que trabajar como vendedor para mantener a su nueva y desalmada familia,
compuesta por sus padres y una hermana. En general no le iba mal al joven Samsa, lo
cual no quiere decir que le fuese bien. Inesperadamente un día volvió a convertirse en
lo que había sido siempre: un insecto. Por motivos inherentes a la naturaleza del ser
humano, este hecho creó una serie de trastornos que no se habían dado en su anterior
metamorfosis, discreta y silenciosa. Lo que vino a continuación es bien sabido:
maltratos, problemas domésticos, conflictos emocionales y familiares, muerte del
joven Gregorio… La fábula ha sido hartamente divulgada de boca en boca desde
tiempos inmemoriales, hasta que un escritor de Praga a principios del siglo XX
(aprovechándose del vacío legal de los derechos de autor) decidiese pasarla a papel y
firmarla como suya, apropiándose así de una historia escrita en realidad por la vida
misma. Sintiéndose culpable poco antes de morir por semejante engaño, Franz Kafka
(creemos recordar que ese era su nombre) pidió a su editor, Max Brod, que no sólo se
abstuviese de publicar sus manuscritos (éste y otros parecidos) sino que, además, los
quemase. Explicar por qué el editor no siguió sus indicaciones es un asunto que se
tratará más adelante.

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EL CORAZÓN DE EILEEN

Tener amigos es bueno. Tener teléfono móvil, también. Pero mezclar ambos no es tan
bueno. Por un motivo u otro, siempre hay alguien que te llama para hacerte la más
indecente de las proposiciones.
Londres, París, Roma… Demasiados viajes. Justo cuando empezaba a desear mi
regreso a España como una necesidad física tras veinte días de juergas y borracheras,
me llamó mi amigo Leandro, que vive en Irlanda. Quería que le hiciese una visita.
—No puedo. La próxima semana vuelvo a mi jornada laboral en el Banco.
Además, necesito descansar.
—A nuestra edad no tenemos derecho a descansar. Anímate. Este país te gustará:
los irlandeses son muy amables.
—Paso.
—Y el campo es precioso.
—Paso.
—Te enseñaré los Cliffs of Moher. Y los castillos de Blarney. Y la costa de
Connemara.
—Paso.
—Las mujeres son preciosas. Cuando vean tu pelo negro, esos ojos castaños y
esas pestañas tan largas, te van a querer comer.
—P…a…s…o.
—He hablado de ti a unas amigas. Si no vienes, no volverán a dirigirme la
palabra.
—¿Son guapas?
—Guapísimas. Están deseando conocerte. Les encanta el hombre mediterráneo.
Si algo distingue a un buen amigo de un gran amigo, es que el último conoce tus
puntos débiles. Leandro es mi mejor amigo.
Cuando mi desfallecido cuerpo llegó a Cork, tan sólo pensaba en la cómoda cama
que me esperaba en España. Camino de su casa, portando mi pesada maleta, maldecía
mi frágil falta de voluntad.
Le conté a Leandro los últimos acontecimientos de mi vida, y él, por su parte,
hizo un repaso de su estancia en aquella ciudad. Me habló de las irlandesas, de su
sensibilidad, de sus costumbres.
Aquella noche me fui pronto a la cama, y a los diez minutos ya estaba dormido.
Al día siguiente, lunes, visitamos los Cliffs of Moher. El martes conocí los
castillos de Blarney; el miércoles, la costa de Connemara; y el jueves… el jueves
conocí a Eileen. Me bastó un minuto, o un segundo, o quizá fuese una décima de
segundo, para darme cuenta que no era una mujer. Era un volcán en forma de mujer,
un tigre con cara de mujer, un huracán en un cuerpo de mujer. Eileen era una mujer
disfrazada de mujer. Más vertiginosa que los Cliffs of Moher, más enigmática que los

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castillos de Blarney, más cálida que la costa de Connemara. Nunca entenderé por qué
no estaba Eileen estampada en millones de postales por toda Irlanda…
La misma noche que Fernando (otro amigo español de Leandro) me la presentó,
nos fuimos a una discoteca. Allí estábamos Eileen y yo, acompañados de Fernando y
una rubia bajita con risa de caballo que por aquellos tiempos se hacía con los
servicios sexuales de Fernando (ahora no consigo recordar su nombre). Y mientras la
rubia desconocida y Fernando el no Católico desparramaban sus cuerpos en los
asientos de la discoteca yo atravesaba la fase «pérdida de tiempo». Ya sabéis a qué
me refiero: a ese momento que dedicas a una mujer para ensalzar su belleza, su
inteligencia, su simpatía… Teniendo en cuenta que Eileen era todo eso y mucho más,
y además ella lo sabía, pasé directamente a la acción. La besé. Me besó. Nos
besamos. Eileen y yo éramos simplemente eso: un beso. Un beso latino-sajón. Sin
colorantes, sin aditivos, sin azúcar, sin cortes publicitarios.
En España toda conquista requiere un proceso: un beso, una taza de café, una
charla amistosa y… la cama. En Irlanda es más complicado: el café es
horrorosamente malo.
—¿Te vienes a tomar un… un… un trozo de tarta helada?
Me miró sorprendida. Caminábamos por Saint Patrick Street y hacía un frío del
carajo, y no se me ocurre otra cosa que invitarla a un helado. Dedujo que yo era un
estúpido (lo cual demuestra que además de guapa era inteligente).
—De acuerdo —dijo para mi sorpresa.
Así, pues, entramos en la casa.
Fernando y la rubia en el sofá; Eileen en un butacón; yo en otro.
—Voy al baño.
Eileen era sensual incluso para decir que iba a echar una meada. Eclipsado,
observé sus movimientos de cadera. Aquella hembra tenía más belleza, magia y
fuego que Claudia Schiffer y David Copperfield asando chuletas en una barbacoa.
—¿Queréis helado? —pregunté.
No respondieron. Con una mirada insinuaron que me fuera a la cocina. ¿Por qué
será que tuve la ligera impresión de que les apetecía estar a solas?
Obedecí.
Cuando bajó Eileen, yo estaba cortando un trozo de la dichosa tarta.
—¿Quieres?
—No, gracias.
Le pegué un muerdo a la tarta. Y luego le pegué un muerdo a Eileen. Y durante
veinte minutos se fueron derritiendo tanto la tarta como ella. Pero cada vez que
intentaba desabrochar el botón de su pantalón me apartaba la mano. Por lo menos,
conseguí tocarle sus pechos. ¡Qué pechos! Redondos, tiernos, suaves, ardientes,
vibrantes, sensibles, sensuales, agradecidos… ¡Cielos, he de parar! Lo que más me
gustaba de ellos era su sabor. He probado muchos, pero ninguno como aquéllos.
Sabían a las natillas que preparaba mi madre cuando yo era un niño.

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De repente, se deshizo firmemente de mi asedio y comenzó a decir: «No, no, no,
no, no puede ser».
—¿Por qué?
—No puedo. Me gustas mucho. Eres muy agradable. Pero no puede ser. Mi
corazón me dice no.
Entonces me explicó que recientemente lo había dejado con su novio. No me dijo
el porqué, ni su nombre, ni si aún lo quería. Nada. Tan sólo me preguntó si estaba
enfadado con ella.
—No. I’m OK.
Y luego, un silencio. Yo la miraba y ella apartaba sus ojos de los míos. Se quedó
paralizada observando las paredes de la cocina. Se giró y dijo:
—Me gusta esta casa: es bonita y acogedora.
—Estoy de acuerdo —afirmé sin demasiado entusiasmo.
—¿Te gusta el campo en Irlanda?
—Sí. Mucho.
—¿Y la irish music?
—No. Me aburre. Prefiero los irish setters.
Silencio.
—Tienes unos ojos preciosos. Y unas pestañas muy bonitas. Son muy largas.
Callados, nos volvimos a mirar. De nuevo, el beso nos distrajo de nuestra
irrelevante conversación. Le bajé el sujetador y me volví a comer otro par de natillas.
En una contraofensiva lo intenté otra vez con el pantalón. Apartó mi mano. Nos
seguimos besando. Diez minutos más tarde, otro ataque al dichoso botón. Cuando
parecía que lo iba a conseguir, ella, muy digna, se abrochaba el sujetador y, ¡cómo
no!, decía: «No, no, no, no». A mí me hacía gracia: pronunciaba cuatro noes. Uno me
lo decía a mí y los otros tres se los decía a sí misma, intentando reafirmarse en su
postura.
—Lo siento.
—No pasa nada.
—¿Estás enfadado?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.
Silencio.
Giró su cabeza hacia la pared, en espera de encontrar la inspiración para hacerme
otra de sus preguntas banales.
—Hablas muy bien el inglés. ¿Dónde lo aprendiste?
—En el colegio. Hace más de diez años que no lo practico y ya ves, he olvidado
muchas palabras.
—Pues te desenvuelves muy bien.
—Gracias.

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—¿Dominas otros idiomas?
—Un poco el francés, no mucho.
Silencio.
—Me gusta mucho tu pelo. Y tu boca.
Otro silencio. Otro beso. Otro ataque militar al botón de la discordia. Nada. Más
natillas. Le vuelvo a lanzar una bomba al botón de Pearl Harbor. Nada. Cuatro noes.
Se abrocha el sujetador. Otro «lo siento». Otro «no pasa nada». Se gira para mirar a la
pared. «Ni que hubiera colgado un Picasso», pensé. Miro el techo. Silencio. Otro
momento de inspiración:
—¿Tienes ganas de volver a España?
—Sí y no. Por un lado me apetece volver para disfrutar del sol, conducir mi
coche, ver a mis amigos, beber ese rico mosto; pero, por otra parte, no estaría mal
quedarme más tiempo para mejorar mi inglés.
A partir de ese momento y durante más de veinte minutos, un sonido chirriante
que provenía del salón armonizó nuestro «nido de amor», con ritmo preciso: uno,
dos, uno, dos; a veces, aderezado con gemidos. Nosotros, discretos, continuábamos
con nuestra charla intelectual.
—Se lo están pasando bien, ¿no te parece? —me atreví a decir por fin.
Ella se reía. Yo también.
Silencio. Pared. Techo. Silencio. Más paredes y más techos.
—Me gusta tu sonrisa. Me encantan los agujerillos que se forman en tus mejillas
cuando te ríes.
«Me río, sí, sí…», pensé.
—A mí también me encantan tus natillas —dije.
—¿Natillas?
—Sí. Es una expresión española. Quiere decir que eres una chica encantadora.
—Ah.
Siento aburriros, pero soy mediterráneo. Y un mediterráneo no tira nunca la
toalla. Así pues, cuarto y último intento. Le desabrocho el sujetador en 0’4 segundos.
Beso de diecisiete minutos. Cuatro intentos al «fuerte», y al quinto lo consigo.
(Podéis aplaudir si queréis, no me voy a enfadar por ello). Así pues, consigo acariciar
su parte más íntima. Con suavidad, con precisión, la lengua colgando… Y entre sus
preciosos muslos, sí, precisamente allí, descubrí las Cataratas del Niágara (y yo sin
saber que estaban en Irlanda). Meto mi mano izquierda en su trasero, un trasero
suave, de artesanía. Y poco a poco se empieza a relajar, estira sus piernas, y, justo
cuando su bonito cuerpo parecía que se iba a caer de la silla, recupera la compostura.
¡Y vuelve a decirme que no! Con la única novedad de que en esta ocasión pronunció
cinco noes. (No sé de dónde sacaría aquel último fichaje).
—Lo siento. No quiero que sigamos con este juego —«Dímelo a mí», pensé—. Si
llegáramos a algo más, no sería justo ni para ti ni para mí. ¿Lo entiendes?
—Perfectamente.

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(Yo no entendía nada).
—Tengo una lucha interior. Pero mi corazón manda. Y él me dice que no debo
seguir. No me gustaría hacer algo de lo que después me arrepintiera.
—Creo que has tomado la decisión adecuada.
—Lo siento: Just friends.
No hacía falta explicar más. En inglés, «Just friends» significa: «Me gustas
mucho, eres una persona encantadora, y si quieres escribirme cartas te responderé.
Pero de sexo, nada…».
Yo le respondí Ok, que significa: «Tú también me gustas; eres sensual, sincera,
una excelente persona, y siempre tendré un bonito recuerdo de ti. Pero las cartas, a
los Reyes Magos…». (Esto de saber idiomas es genial).
En ese momento entraron Fernando y su chica para hacernos compañía. Mientras
conversaban escribí en un papel mi nombre y mi firma. Le dije a Eileen que lo
conservara, pues algún día se convertiría en la firma de un escritor famoso. Ella leyó
intrigada aquella nota y aseguró estar convencida de mi éxito.
Pedimos un taxi, que tardó cinco minutos en llegar.
Me despedí de las chicas con un par de besos. Parecían contentas.
—Adiós.
Fernando y yo nos bebimos unos refrescos y charlamos de ordenadores. No
mucho tiempo después, decidí marcharme.
—Me alegro de haberte conocido —dijo—. Espero que tengas un buen viaje.
—Gracias. Yo también me alegro. Nos vemos.
Eché a caminar.
La casa de Leandro quedaba lejos y posiblemente me perdería; no importaba.
Reflexioné sobre lo que había sucedido aquella noche. Había sido agradable. El
ambiente había sido acogedor y me había sentido como en mi propia casa. Pensé en
Eileen. Durante cuatro asaltos se había mantenido firme, sacando fuerzas de donde
parecía no haberlas, para reiterar su negativa. También pensé en su ex novio.
Seguramente sería un escuchimizado pálido y pecoso irlandés que trabajaría en una
hamburguesería por tres libras la hora más las propinas, y podría afirmar que no
tendría mi pelo, ni mis pestañas, ni mis ojos, y puede que no la tratase con el mismo
cariño que le hubiera dado yo. Pero tenía algo que yo no tendría jamás… tenía el
corazón de Eileen. Ya me gustaría a mí. Cuando más hundido me encontraba, lo vi
claro. Y me sentí feliz. Feliz de que me hubiera rechazado. Durante cuatro veces su
corazón le recordó que yo no era la persona que ella amaba, que en verdad yo no era
nadie… que yo no era él. Yo pensaba que ninguna mujer merecía la pena, pero ella
me dio una lección. Seguía enamorada de un recuerdo que era mucho más fuerte que
yo y obró de acuerdo a sus sentimientos. Hizo un esfuerzo que quizá yo no hubiera
sido capaz, demostrándome que la Mujer sigue siendo algo maravilloso, el centro del
Mundo. Me alegré de haber conocido a un ángel con forma humana.
¡Gracias, Eileen!

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Mientras trataba de abrir la puerta, mis manos temblaban de frío.
La casa, por suerte, mantenía una temperatura agradable en su interior.
Leandro, pincel en mano, daba los últimos retoques a su cuadro: el retrato de un
torero en plena faena.
—¿Qué tal? —preguntó con sonrisa picarona.
—Mucho frío.
—¿Y Eileen?
—Maravillosa.
—¿Y?
—Tenías razón: las irlandesas son diferentes. ¡Qué máquina! ¡Qué cuerpo! ¡Qué
movimientos! No me dejaba escapar. Arriba, abajo, por delante, por detrás. ¡Esa
mujer sabe lo que es hacer el amor! Se ha quedado muy triste. Dice que si no me
marchase podría llegar a ser el hombre de su vida.
Leandro me miraba con la misma expresión que mi «amante» dedicaba a la pared
de la cocina.
—Pero me alegro de irme… Si me quedara con ella no duraría ni un mes. Es
insaciable.
Mi amigo el pintor sonreía mientras peinaba el rabo del toro.
—¿Qué te parece mi cuadro?
—No está mal. Una mitad del toro está más clara que la otra, no le has pillado la
expresión al torero, que, además, es bajito y gordo. Parece un tapón. Pero no está mal.
Me miró a los ojos mientras yo cogía la maleta. Puso una mano en mi hombro y
preguntó:
—¿Estás bien?
—Perfectamente.
Nos dimos un fuerte abrazo y nos despedimos.
Caminé hacia la parada de taxi, donde me esperaba un coche que me llevaría al
aeropuerto.
Hacía frío, mucho frío, y una cortina de niebla envolvía la ciudad.
¡Adiós, St. Patrick!
¡Adiós, Blackpool!
¡Adiós, «scones with marmalade and cream»!
¡Adiós, Van Morrison!
¡Adiós, Cork!
¡Adiós… Eileen!
En el avión, una niña rellenita y pegajosa estallaba pompas de chicle y festejaba
el despegue dando saltos de alegría.
Una abuelilla que estaba sentada a mi lado se interesaba por mi estancia en
Irlanda.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí. Mucho.

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—¿Qué es lo que más te ha gustado de este país?
—El campo, sin duda.
—¿Y lo que menos?
—Lo que menos… los botones.
Me lanzó una mirada de circunstancias, buscando las claves de mi extraña
personalidad.
Pocos minutos más tarde, me quedé dormido. No sé cuánto tiempo había pasado
cuando me despertó una azafata para preguntar si quería desayunar algo.
—No, gracias.
Preferí observar por la ventana, pensando. Pensando en lo grande que es el mundo
y lo pequeño que es el hombre, en la teoría de la relatividad, en la inmensidad del
océano y en que a mi vuelta tendría que bañar a mis perros y quitarles las garrapatas.
27 grados. Miles de metros de altura. Siete días antes de la inauguración del
Mundial de Francia. Bill Gates ultima los preparativos para lanzar al mundo
Windows 98. Llueve en Irlanda. Y un estúpido hombre mediterráneo amenaza con
más insípidos relatos.
Y mientras tanto, ajena a todo, una nube grande y tetuda avanza para tragarse un
avión que no es suyo.

Cork
1998

ebookelo.com - Página 18
PECHOS

El rostro de la mujer, que no cumplía ya los cincuenta, moldeó una sonrisa amiga en
cuanto hice acto de presencia. Eso fue lo primero que encontré después de tanta
oscuridad: la caricia de una sonrisa que insinuaba: «Llevo años esperándote». Para no
malograr sus sueños, me enamoré locamente de ella. Diré la verdad: no era atractiva.
Tenía un peinado algo anticuado. Nada de Coco Chanel o salones de belleza. Y
además era mayor que yo… ¡Pero qué calor habría de emanar su fornido cuerpo!
¡Qué calidez en aquel envase a buen seguro sin utilizar! ¡Qué caudal de deseos sin
satisfacer almacenados en los rincones de su alma! Yo (¡sí, yo!) haría de ella mi
madre y mi amante al mismo tiempo. Durante unos instantes (toda una vida)
retozaríamos por los jardines prohibidos del amor. Sin complejos. ¿Qué importaban la
imperfección de sus curvas y mi falta de experiencia en el juego de la seducción? ¡Me
lanzaría a su regazo y treparía hasta hundirme en lo más profundo de aquellas
inmensas y esponjosas ubres y, una vez en ellas, construiría una madriguera de la que
nadie pudiese rescatarme! Este servidor, tan poco viajado, entendía aquellos brazos
como el pasaporte a nuevos y fructíferos territorios sin explorar. Aquello sería un
gran banquete pasional. ¡Un banquete lleno de pechos, pechos y nada más que
pechos! Un buen comienzo a fin de cuentas, pensé. ¡Pero antes de asaltar el escote de
mi querida enfermera tenía que esperar a que alguien se dignase cortar el maldito
cordón umbilical!

ebookelo.com - Página 19
LA VOZ DE MARCELA

Alberto abrió la puerta: la ropa amontonada en el suelo, la cama deshecha, los platos
sucios en el fregadero…
Sonó el teléfono. Descolgó el auricular y escuchó aquella voz sumido en un
inevitable silencio. Por fin dijo adiós, yo también, y se dejó caer en el sofá. Segundos
después tomó entre sus manos el portarretratos que estaba sobre la mesita de cristal.
El sonido de la calle se colaba por la ventana del salón. Era verano.
No le había afectado la llamada. No, claro que no. Se puso en pie y encendió el
televisor. Abrió el frigorífico y cogió una cerveza. Regresó al salón. Esta vez, no.
(¿Pero por qué habría llamado después de tanto tiempo? Al menos le sirvió para
comprobar que ya no le daba miedo escuchar su voz).
Y a continuación regó la cama, fregó la comida y planchó los platos.

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LA WEB DE MARINA

Marina tecleó en el formulario de un buscador de Internet: «Estoy sola. Me llamo


Marina. Escríbeme si también te encuentras solo». Por suerte dio con la web de otra
chica que, como ella, también se llamaba Marina. No era la única coincidencia: la
otra Marina también buscaba compañía. Decidió escribirle un correo electrónico. En
el apartado Asunto tecleó: «No te preocupes. Nos haremos compañía mutuamente.
Mi nombre es Marina». Y dejó el cuerpo del mensaje en blanco. Todo estaba dicho
ya.
Un minuto después, Marina recibió el correo electrónico que se había enviado a sí
misma. Sonrió y respiró profundamente. Sabía que esa nueva amistad le haría
compañía hasta el fin de sus días.

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EL VINO HACE MILAGROS

No merece la pena entrar en detalles para explicarles por qué este servidor, licenciado
en ingeniería como el número dos de su promoción, se encuentra en una situación
económica tan precaria. Y digo que no merece la pena explicarlo porque mi mujer
lleva siglos contando a unos y otros, con pelos y señales, ese asuntillo que me llevó a
la ruina. Para qué darle más vueltas, entonces…
Lo que importa es que ayer tuve que hacer una visita a mi padre, a quien no había
dirigido la palabra en los últimos diez años. No crean que fue una decisión fácil: mi
mujer necesita rumiar detenidamente todo pensamiento que cruza por su mente; por
eso, desde que se le ocurrió la idea de que yo pidiese ayuda a mi padre hasta que me
echó a la calle de un puntapié pasaron al menos cinco minutos.
Dejando a un lado mi orgullo y el mal carácter de mi padre, ¿qué mal había en
presentarse intempestivamente en su casa para pedirle una determinada cantidad de
dinero? Padre no hay más que uno, ¿no?
Tras un aburrido trayecto en autobús urbano, llegué a su vivienda. Pulsé el timbre
y respiré profundamente. A los pocos segundos la inmensa silueta de mi progenitor se
recortó en el umbral de la puerta. Ojalá tuviese más de un padre, pensé cuando su
ceñudo semblante chocó con este humilde mortal. Así podría elegir a otro en
momentos como éste.
No recuerdo exactamente con qué palabras inauguramos el combate. Tampoco
recuerdo si conseguí justificar con éxito los motivos por los que me encontraba allí
después de tanto tiempo sin dar señales de vida. Creo que ambos nos esforzamos por
disimular cierta hostilidad. (Yo a mi padre le quiero, y él a mí también, pero hay que
ver lo poco que nos aguantamos mutuamente). Pero después de varios minutos de
recriminaciones (verbales o mudas) me invitó, como tantas veces había hecho cuando
yo era niño, a pasar a su salón privado para así jactarse una vez más de su colección
de armas. Ustedes pensarán que aproveché su ensimismamiento ante tanto rifle,
pistola y espada para llevarle a mi terreno. Pues no se equivocan: eso fue lo que hice,
o mejor dicho, lo que intenté. Mi padre es un hombre fuerte, orgulloso,
temperamental, una de esas personas a las que les gustaría vivir eternamente. Y una
de sus «virtudes» consiste en exigir a su interlocutor atenta y paciente escucha
durante sus monólogos. Porque déjenme decirles algo: mi padre habla y habla y
habla.
Después de las armas, sus plantas. Y después de las plantas, sus libros. Aguanté
estoicamente sus digresiones sobre los conflictos militares, la literatura francesa, sus
viajes a Centroamérica (en una época en la que él aún no era mi padre y yo aún no era
su hijo), la falta de valores de la juventud… No hubiera estado mal, lo confieso,
entregarse a tanta sabiduría si no fuera porque aún revoloteaba sobre mi conciencia la
dichosa carta del banco en la que nos invitaban a saldar nuestras deudas si no

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queríamos que embargaran todos nuestros bienes. No es que tuviéramos mucho, pero
un desahucio, estéticamente, es algo horroroso. Y, además, uno tiene su orgullo.
—Padre, tengo que hablar con usted —dije, por fin, con un tono de voz que ponía
de manifiesto mi angustia.
Por raro que parezca, mi padre me permitió pronunciar hasta la última palabra de
aquella frase. ¡Seis palabras, en total!
—¡Bien, si hemos de tratar un tema serio, pongámonos cómodos!
¡Bendito sea!
Nos sentamos. Yo, en el sofá de piel, frente a una mesita baja de cristal; él, en su
butaca de mimbre. La escuálida lámpara que colgaba del techo proyectaba una luz
tenue, casi mortuoria, sobre nosotros.
Sin más preámbulos pasé a narrar mi odisea. Y en eso estaba cuando me
interrumpió para llamar a la sirvienta, una mujer mayor, hosca y distante, que
únicamente sabía expresarse con monosílabos.
—¡Una botella de vino! —pidió mi anfitrión con vehemencia—. Es un vino tinto
joven, muy bueno: un Portillejo de 1999 —añadió, dirigiéndose ahora a mí, en voz
baja, guiñándome un ojo.
No me gusta el vino, nunca me gustó. Hice todo lo posible para eludir su
invitación. Pero cuando la botella estuvo frente a nosotros, haciendo las funciones de
oráculo, él: «Bebe, bebe, que pueda sentirme orgulloso de mi hijo». ¡Y vaya si bebí!
El vino hace milagros. Ahora lo sé. Después de cuatro tragos, todas las rencillas
entre padre e hijo pasaron a un segundo término. Por acuerdo tácito, nos habíamos
perdonado mutuamente. A fin de cuentas, mi padre era un tipo majo. Y yo, un hijo
pródigo (de segunda categoría, eso sí, que tampoco está nada mal en los tiempos que
corren). Así que para festejarlo, bebimos y bebimos.
Tras una charla amena de hora y media, marcada por confidencias y anécdotas de
tiempos pasados, nos despedimos cariñosamente.
Regresé a mi morada, ya de noche, absorto en mis pensamientos. Sin prisas.
Feliz. Saludando a las farolas. Con una bolsa de plástico en la mano.
Al llegar a casa encontré a mi mujer en el salón, dormida sobre la mesa, la cabeza
entre los brazos.
Al percatarse de mi presencia, comenzó a desperezarse.
Pregunté por Sandra, nuestra hija.
—Acostada hace rato —respondió secamente—. ¡Dónde si no!
Sí, la pregunta no tenía mucho sentido. Hay veces que uno pregunta precisamente
para evitar ser preguntado. Pero a pesar de ese truco:
—¿Qué tal la reunión?
Le expliqué que todo había marchado muy bien, que mi padre y yo habíamos
hecho las paces. Quise entrar en detalles, compartir con ella mi alegría de hijo
redimido… pero no quiso escuchar… Me pidió que pasase directamente al tema
principal: el préstamo.

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¿Un préstamo, mi padre? Entre nosotros, mi padre no tiene un céntimo. Su
segunda esposa, tras el divorcio, lo dejó casi en la ruina. Sí, claro que lo sabía cuando
fui a visitarle. No quise prevenir a mi mujer, antes de mi partida, de que su idea no
iba a dar los frutos esperados; no me hubiera creído. Fui simplemente, lo confieso,
porque me apetecía verle.
La segunda parte de esta intranscendente aventura empieza en el momento en que
le confirmo a mi mujer que seguimos siendo tan pobres como lo éramos horas antes.
Se lo explico de forma lacónica, sin eufemismos, sin circunloquios ni artificios
literarios. (No es que yo sea un tipo valiente, es que había bebido más de la cuenta).
—¡Pero ha merecido la pena la visita! —aseguro con entusiasmo—. Mira qué
regalo me ha hecho el abuelo… ¡Tres botellas de Portillejo 1999! Un vino exquisito,
te lo aseguro. ¡Pruébalo, pruébalo, te gustará!
Mi mujer no me pega nunca. Bueno, casi nunca.
Se puso hecha una furia, pero después de vomitarme todo el veneno que tenía
acumulado tras años y años de matrimonio, la cabeza entre las manos, sollozando
(«El piso nos lo quitan», y yo: «Que no, mujer, que no, mira que eres pesimista»),
acabó por aceptar un vasito de vino. Y lo aceptó con resignación, como si aquel fuese
el vino de la Última Cena. Lo suyo es religiosidad, sin duda.
Así, entre gimoteos y vasitos de vino, pasamos un buen rato… Sí, nos bebimos
dos botellas de vino. Una cada uno. Viéndola reír, con aquella candidez, aquella
inocencia, aquellas lágrimas risueñas, pensé que sería genial recuperarnos
económicamente. Aunque sólo fuera para cogernos de vez en cuando una trompa con
el mejor vino.
Hoy no he ido a trabajar. La resaca, ya se sabe. Mi mujer, una vez más, ha
demostrado ser el auténtico pulmón familiar: se ha levantado a primera hora de la
mañana, ha arreglado la casa y ha preparado el desayuno. ¿Ahora? Bueno, en estos
instantes está tratando nuestro problema con los jefecillos del banco. Y qué quieren
que les diga, tengo toda la confianza del mundo de que van a concedernos una
prórroga: se ha llevado la botella de vino Portillejo de 1999 que sobró anoche.

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SOBRE UN HOMBRE QUE SE LLAMA COMO YO

Confieso con cierta amargura que hay un hombre, casualmente llamado Francisco
Rodríguez Criado, que me persigue con obstinación desde el día de mi nacimiento,
hace ya treinta y cuatro años. No quiero hablar demasiado de su persona, que es
débil, cobarde y fatalista bien lo sabe Dios, y eso me basta. Por todos los medios he
tratado a golpes de acabar con su poderosa influencia: lo he empujado a trabajos
ingratos, lo he arrastrado a sueños imposibles de realizar, lo he comprometido
sentimentalmente con mujeres desapacibles, en fin, lo he sometido sin piedad al
vértigo de la vida. Me pregunto si no habré sido en exceso severo con él; no obstante,
no tengo cargos de conciencia, él tampoco los tuvo cuando retorció mi alma con
pensamientos impuros y me alejó sin escrúpulos de la utopía de la infancia. En
cualquier caso, ahí sigue, vivo.
Escribo estas líneas desde la desesperación de quien sabe que tiene a su mayor
enemigo colgado a sus espaldas.
Escribo estas líneas sin saber por qué las escribo.
Escribo estas líneas, quizá, por necesidad.
No tengo más que añadir. Si acaso una última confesión: me apena la certidumbre
de saber que no descansaré con plenitud hasta que ese hombre, casualmente llamado
Francisco Rodríguez Criado, se aleje definitivamente del espacio y tiempo del que
parten estas líneas.

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RESUMEN DEL AÑO

El director de una revista dominical me pidió un artículo de un par de folios. Se


trataba de hacer un resumen de lo que había supuesto, a nivel personal, el recién
finalizado año. En principio deseché la oferta, pero finalmente, recordando que
llevaba siglos sin publicar nada, decidí aceptar. Puse manos a la obra inmediatamente.
No me costó mucho rellenar aquellas cuartillas. Con el estilo sencillo y directo
que me caracteriza, expliqué cómo había sido mi vida durante los últimos doce
meses, a saber: después de las uvas de Año Nuevo, mi mujer y yo nos fuimos a la
cama y estuvimos haciendo el amor hasta mediados de marzo. Para recuperar
energías, dormimos hasta finales de junio, mes en que sonó el teléfono: era mi suegra.
Mientras mi mujer atendía la llamada, me levanté presto de la cama y me dirigí a la
cocina. El desayuno (café, tostadas y zumo de melocotón) estuvo preparado en
septiembre. Pero el tiempo, como siempre, se nos echó encima, y justo cuando
estábamos terminando de fregar los platos, escuchamos en un programa de radio que
faltaba muy poco para las campanadas de Nochevieja. Por suerte, llegamos puntuales
a la ceremonia de las uvas.
Y ese fue a grandes rasgos el contenido de mi artículo.
El director de la revista me telefoneó para expresarme su satisfacción: le había
encantado el texto; y prometió que en breve me enviaría el talón correspondiente.
Han pasado ya cincuenta años de aquello, y sigo sin recibir el dinero. Mi mujer
me aconseja que no me precipite, que controle mi ansiedad. Dale un margen de
confianza, dice.
Le daré toda la confianza del mundo. Pero si no recibo el dinero en un plazo de
cincuenta años, tendré que denunciarle. Y la próxima vez que no cuente conmigo:
detesto que me hagan perder el tiempo.

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EL HOMBRE QUE CAMINABA

Bajó del camión sin despedirse del aquel tipo risueño y satisfecho que regresaba a
casa tras otra dura jornada laboral. Ni siquiera le dio las gracias por haberle invitado a
subir al vehículo mientras caminaba por el arcén de la autopista. Tampoco él le había
pedido nada. Amable, le había preguntado: «¿Adónde te diriges, compañero?» al
tiempo que le ofrecía un cigarrillo. El hombre que antes caminaba aceptó el cigarrillo.
Miraba por la ventanilla. No habló durante todo el viaje.
Ahora volvía a estar solo.
Caminaba.
Caminó hasta que, casualmente, dio con una ciudad. Dirigió una mirada vacía al
cartel de «Bienvenido a…». Hacía calor, mucho calor. Cansado y hambriento, avanzó
hacia el centro urbano. A la salida de la catequesis, una niña gordita con trenzas
rubias le observaba con recelo. Se aferró a una mano de su madre. «Mira, mami…»,
le dijo al oído. Todo parecía seguir igual.
Caminaba.
Bajó por la calle de Las Flores y torció a la derecha. A la altura del Café Berlín,
ojeó vagamente hacia ambos lados. Cruzó. A lo lejos se divisaba el parque Otelo,
envuelto en la algarabía del atardecer. Su estómago tamborileó ante un puesto de
perritos calientes. Hurgó en sus bolsillos… echaba de menos el rancho. Un individuo
robusto y barbudo, con barriga de cerveza negra y ojos de gato, pasó a su lado
exhalando un inconfundible olor a vino barato. «Oye, mola tu cicatriz», le escuchó
decir. Esquivó al barril de cebada que se le venía encima. Se giró hacia atrás, justo
para ver al borracho tambalearse como una peonza y entrar en un pequeño local
rebosante de humo de tabaco y malas mujeres, donde el placer se pintaba los labios y
se acicalaba en sábanas limpias cada hora.
Caminaba.
Descansó sobre un palmo de terreno verde al que los jardineros del Ayuntamiento
lavaban y cortaban el pelo a diario. Se quitó la camisa.
Los niños, alborotados, deslizaban sus cuerpos menudos por un tobogán. Las
chachas, sentadas en los bancos de piedra, exhibían esas carnes frescas que, con algo
de suerte, venderían en el mercado militar del amor. Una chica joven, con gafas de
bibliotecaria y perfume a rosas recién cortadas, sonrió al escuchar el claxon de una
motocicleta que la llevaría al Lago de los Cisnes, ese lugar donde las parejas dejaban
volar su imaginación y sus prendas. Decenas de neumáticos dañaban impunemente el
asfalto con falsas caricias. Un tipo con bigote canoso que portaba una cartera
esposada a su muñeca se dirigía con paso veloz hacia La Avenida Mercantil. Don
Dinero, fumando un cigarro puro, le esperaba vanidoso en la oficina de un
monstruoso edificio.
Todo el mundo iba hacia alguna parte. Las esposas corrían hacia los brazos de sus

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amantes, los ejecutivos huían al bar, los ciudadanos con el disfraz de turistas se
fugaban de la ciudad para vivir «excitantes aventuras» que habrían de pagar en
cómodos plazos, los aparcacoches se emboscaban en buenos modales que sugerían
propinas, los perros perseguían gatos que a su vez perseguían ratas que a su vez
perseguían insectos…
El hombre que caminaba pensó que aquél no era un mal sitio para vivir.
Pero, por desgracia, tenía una cita con nadie en ninguna parte quién sabe cuándo
y no había tiempo que perder.
Se puso su camisa a rayas y se echó a caminar.

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EL AVIÓN DE BUKOWSKI

¿Os habéis enamorado alguna vez? No me refiero a conocer a alguien que os atraiga
y con quien os encontréis a gusto. No. Estoy hablando de verdadero amor, de querer
con pasión, locamente, de perder la cabeza sin que os importe, que veinticuatro horas
sin él o sin ella sea un día malogrado; de despertar cada mañana pensando en la otra
persona, de pasear por las calles y detenerte ante el escaparate de una tienda
imaginando qué tal le sentaría ese vestido o esa corbata. A eso me refiero. Os repito
la pregunta por si se os ha olvidado: «¿Os habéis enamorado alguna vez?». ¿No? Yo
tampoco. Me di cuenta hace no mucho. Yo llevaba cinco años saliendo con Bea, con
la que convivía desde hacía pocos meses. Aquel miércoles yo acababa de llegar del
Hospital. A Bea la operarían al día siguiente. Algo sin importancia. Llegué a mi casa,
saqué un par de cervezas del frigorífico y me tumbé en el sofá frente al televisor.
Jugaban el Real Madrid y el Borussia Dortmund. ¿Recordáis el partido aquel en el
que los ultra sur derribaron una portería? Justo cuando Karembeu marcaba el segundo
gol (yo estaba celebrando el tanto con un grito de alegría) sonó el teléfono. Era mi
madre. Preguntó por Bea. Estaba preocupada. Hablamos durante diez minutos sin
decirnos nada importante. Recuerdo que estaba deseando que colgara para seguir
viendo el partido. Pero nada más colgar me quedé pensativo. Y llegué a una
conclusión: ya no quería a Bea. Quedaba el cariño, la ternura, sólo eso. Si hubiese
estado realmente enamorado no me hubiera sentado con los pies sobre la mesa
esperando a que Suker despertase del letargo en que estaba sumido. Si hubiese estado
enamorado no me habría movido de la habitación 203 aunque me hubieran enviado el
Séptimo Regimiento de Caballería. No hay que darle más vueltas al asunto. Al mes lo
dejamos. Sin entrar en detalles, os diré que fue una situación muy dolorosa. Para los
dos. Me encontraba mal. Llamé a Chema, un amigo que trabajaba en París en un
restaurante mejicano. Trató de consolarme: «Vente a París. Es una ciudad fantástica.
Es la ciudad del amor. Aquí se enamora hasta una batidora». No lo pensé demasiado.
A los tres días me despedí del trabajo.
Madrugada fría de abril en la sala de embarque. Seis menos cuarto. Esperaba
nervioso el vuelo 6904 de Iberia, con salida a las ocho desde Barcelona, destino París.
Presentía que ese día mi vida cambiaría. No mucho tiempo atrás, apenas unos días, a
la misma hora, estaba al lado de Bea en nuestra cama agotando las últimas horas de
sueño antes de levantarme para ir a trabajar.
Nunca había subido a un avión. No pude dormir en toda la noche, temiendo no
despertarme a tiempo.
Entonces decidí acercarme a una de esas tiendas 24 horas y escarbar entre los
libros de bolsillo, buscando alguno que me entretuviera. Me gusta leer, de hecho
escribo relatos desde hace años. Cogí en mis manos uno de Charles Bukowski. Se
titulaba Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones. Había oído hablar de él, pero nunca

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había leído ninguno de sus libros. Goyo, otro de mis amigos, era un verdadero
admirador de este escritor, incluso había publicado algún artículo sobre él en un
periódico de provincias. Comencé a hojear el libro, pero al poco tiempo dejé de
prestarle atención. No podía concentrarme. Finalmente decidí desayunar algo en la
cafetería. Pedí café y un cruasán.
Las seis media. Vuelvo a Bukowski. Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones…
No estaba tan mal como había pensado. Y me sorprendió, porque yo había visto
alguna foto suya y pensé que era un escritor serio, y no digo que no lo sea, pero no en
el sentido que esperaba. Un tipo interesante, francamente. Diría que de no ser porque
él bebía como un cosaco, fumaba, echaba tres o cuatro polvos por relato y había
nacido unos cincuenta años antes que yo, seríamos almas gemelas. Su primera
historia la leí de un tirón, y la segunda, y la tercera. De vez en cuando levantaba la
vista y miraba mi reloj esperando que llegara la hora de subir al avión. Al parecer, los
demás pasajeros no tenían pensado madrugar tanto como yo. Es curioso, me sentía
nostálgico y sentimental y, aunque acababa de cortar con mi chica, no había perdido
el deseo de conocer a otra mujer que me hiciera sentir algo especial. Soñaba con la
mujer de mi vida, hermosa, sensible, con clase. Esos eran mis pensamientos, mientras
que mi amigo Bukowski sólo hablaba de «chochos, putas, vómitos, cárcel o
manicomio». No tenía problemas para encontrar a su mujer ideal, aunque sólo fuese
para una hora. Tan sólo debería reunir un requisito: abrirse de piernas mientras él le
penetraba su cosa. ¡Menudo tipo! Todos mis relatos estaban impregnados de grandes
dosis de ternura (supongo que por eso no gustaban a nadie), y él, sin embargo,
cuantas más obscenidades escribía, más éxito obtenía. En la contraportada del libro le
comparaban con autores como Hemingway. Esto me sorprendió, pero aún más que
fuese norteamericano. Había supuesto que sería polaco, tal vez húngaro, pero jamás
americano (en verdad nació en Alemania, pero sus padres habían emigrado a América
cuando él tenía sólo tres años). ¿Tendría algún significado en su lengua materna aquel
nombre, Bukowski? Quizás «taxi», o «barra de pan», o «casa de citas». Ahora me
viene una imagen a la mente… Una mujer y un hombre, en una cafetería. Él se
levanta y pide dos bukowskis. A los cinco minutos la camarera les sirve dos
hamburguesas, con su carne, su beicon, sus pepinillos, su jamón york. ¡Toda una
auténtica bukowski especial! Una de ésas a las que cuando metes el cuchillo y el
tenedor se desparraman por todos los lados, y si lleva un huevo a la plancha no te
quiero ni contar. ¡Marchando una Bukowski especial sin queso! ¿No os cuadra la
idea? (No me extraña que gente con tan poca imaginación no se enamore nunca).
Aquellas eran mis divagaciones antes de subir al avión. Noté frío. Cuando me
desperté, miré el reloj: 8,35. Evidentemente, se había marchado ya. ¡Y sin mí! ¡Qué
falta de educación! Así soy yo: no duermo en toda la noche para no perder el avión,
llego más de dos horas antes al aeropuerto, y luego me quedo en tierra. Lo que sentí
cuando vi la hora fue algo irrepetible (espero). El mundo se me vino encima. Pero no
me moví; ni corrí pidiendo información a ningún empleado del aeropuerto. Triste,

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pensé en Bea, mi madre, Chema, mi infancia, Goyo (¡en su madre, también!). Le
hinqué el diente a una manzana que llevaba en el bolso, retomé el libro por donde lo
había dejado y continué leyendo hasta el final. Cuando recogí mis maletas para
abandonar el aeropuerto, la sala de espera estaba llena y faltaban tan sólo unos
minutos para el siguiente avión hacia Londres.
Allí estaba yo, o lo que quedaba de mí, un tipo que no estaba enamorado y que no
valía ni para tomar un avión.
En mi defensa he de alegar que Bukowski me engañó. Se aprovechó de mi
debilidad, de mi fragilidad espiritual. Me atrapó con la red de sus palabras y luego me
empujó hacia el sueño, tal como lo hubiera hecho un gran prestidigitador. Iberia me
vendió el billete para París, la ciudad del amor, donde se enamora hasta una batidora
y los niños vienen volando del pico de una cigüeña envueltos en aroma a Coco
Chanel. Pero la Aduana de Bukowski lo rechazó.
He leído que es un genio, que está a la altura de Céline y Charlie Parker, que
influyó en numerosas películas, que creó un estilo… Pero para mí Bukowski es y será
el malnacido que me hizo perder aquel dichoso avión con destino a la felicidad.

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PAREDES VERDES

A primera hora de la mañana bajó al bar y pidió una taza de café con leche y un par
de magdalenas. Le costó trabajo comerse la segunda. Últimamente tenía poco apetito.
Después del desayuno, regresó a casa. Su amigo le estaba esperando en el portal.
Le había prometido pintar las paredes del salón. Su amigo tenía barba y siempre
vestía de negro. Excepto aquel día, que llevaba un mono azul de trabajo.
—Todo un profesional —dijo sonriendo. Su amigo, cargado con los utensilios
necesarios para la ocasión (una escalera, un rodillo, un par de botes de pintura y un
juego de brochas para los remates), sonrió también.
No tardaron mucho en poner manos a la obra. En verdad fue su amigo quien puso
manos a la obra, él tan sólo se plantó a su lado, estático como un jefe circunspecto
que controla la labor de sus subordinados.
Hablaban sosegadamente. Sus temas: los viajes, el cine, la literatura; los de su
amigo: la caza, su suegra, las averías del coche. Dos mundos paralelos, dos mundos
unidos desde la distancia.
Su amigo, mientras pasaba el rodillo arriba y abajo, preguntó:
—¿Duermes aquí?
Cada noche dormía en el salón (todavía sin muebles), en el suelo, encima de una
colchoneta, arropado con una manta. Prefería hacerlo allí a pesar de que en una de las
habitaciones había una cama en buenas condiciones, cortesía de los antiguos
propietarios.
Se limitó a asentir con la cabeza.
—Es un buen piso —dijo—. Y las vistas son espléndidas. Oye, ¿no crees que
algunas zonas están más oscuras que otras?
—Tranquilo —sonrió el amigo—, hay que esperar a que se seque la pared. Luego
le doy otra mano —resopló.
—De acuerdo.
Sonó el timbre. Fue a abrir la puerta. Al poco regresó con una carta. Del banco,
dijo. Una carta del banco no es una carta.
Su amigo continuaba pintando. Ahora callado. Tenía ganas de acabar.
—¿Quieres una cerveza? —preguntó.
—No, mejor luego, aún falta mucho por pintar.
Se fue a una de las habitaciones, a la que consideraba su estudio, la más pequeña
de las tres, donde había instalado un viejo ordenador y un teléfono. El ordenador y el
teléfono fueron las dos primeras cosas que se llevó a la nueva casa. El número de
teléfono era el mismo de siempre, tan sólo había tenido que reubicar la línea
telefónica. Llevaba una semana viviendo solo y aún no había llamado nadie. Él
tampoco había llamado a nadie, exceptuando al servicio de butano.
Todavía no había comprado los muebles. Eran tantas las cosas que faltaban por

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hacer.
Siguió durante unos minutos en la habitación, sin saber verdaderamente qué hacía
allí. Encendió el ordenador, y en un nuevo fichero de texto escribió varias frases:
Estamos pintando el piso.
Los ladridos del perro del vecino no me dejan dormir.
Una vieja manta.
Sin apagar el ordenador, regresó al salón. Se plantó en medio, mirando hacia
arriba, con los brazos en jarras. Su amigo daba los últimos retoques en las zonas
superiores de la pared.
Fue a la cocina y cogió dos cervezas del frigorífico. Le ofreció una a su amigo,
que bebió de un trago, a pesar de que «faltaba mucho por pintar».
—Hay un perro que no me deja dormir —dijo—. No sé qué voy a hacer con él.
—¿Es grande? —preguntó el amigo.
—No. Es más bien pequeño. Puedo verlo desde una de las habitaciones. Está
siempre en el patio, inquieto, ladrando sin cesar el condenado.
—Tendrás que hacer algo.
—Sí. Hablaré con los dueños.
Después la conversación se agilizó. Hablaron sobre todo de grifos, puertas,
lavabos, cocinas. Seguramente al cabo de un año, una vez asentado en esta nueva
vivienda, dejarían de interesarle estos temas. Le aburrían los trabajos manuales.
El amigo repasó las paredes. Primero con la mirada y después con el rodillo o con
una brocha. Las había pintado de color verde agua.
—Volveré dentro de unos días —sentenció—. Y les daré otra mano de pintura.
Parecía un médico en su consulta, atendiendo a un paciente.
Se fueron a comer.
Durante la comida charlaron pausadamente. Bebieron vino entre ración y ración.
De postre tomaron café.
Luego acompañó a su amigo al hospital (un familiar de éste había sido ingresado
un par de días antes). Pero una vez allí prefirió no entrar. Regresó a casa y se sentó en
una silla. La única que había, sin contar la del estudio. Cruzó las piernas y miró las
paredes. En esa postura estuvo unos minutos. Al rato fue por un bolígrafo y una hoja
de papel y volvió a sentarse. Echó sus cuentas. Amueblar el piso le iba a costar un ojo
de la cara.
El despertador interrumpió sus operaciones aritméticas. ¿Por qué sonaba? No
recordaba haberlo programado. Eran las cinco de la tarde. Decidió no apagarlo.
Otro sonido se sumó al del despertador: el del portero automático. Tampoco
atendió la llamada.
Al rato fue a su estudio y se sentó nuevamente para escribir. Sin ganas. Casi
nunca tenía ganas de escribir. No sabía por qué escribía. Tampoco sabía por qué había
decidido pintar de verde las paredes del salón. El perro del vecino, que no había
ladrado en todo el día, se hizo notar en ese instante.

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Se asomó a la ventana. Aunque escuchaba sus ladridos, más fuertes que nunca, no
conseguía verlo.
Bajó a la calle. Preguntó en el quiosco que estaba junto a su portal, un pequeño
quiosco donde vendían palomitas, refrescos y golosinas. La señora que lo atendía le
informó. «Se llama Petra», dijo. «Es una buena mujer», añadió.
—Sí, lo será. Pero su perro no me deja dormir.
Entonces preguntó cuál era exactamente la casa de Petra. La dueña del quiosco le
sacó de dudas. Le explicó dónde estaba la vivienda, una casa antigua a la vuelta de la
esquina que daba a otra calle, pegada a un ala del edificio en el que vivía él.
Dio las gracias a la mujer, se asomó para ver la fachada y regresó a su casa. Vivía
en el primer piso. Nueve escaleras.
Durante otra media hora siguió trabajando en su novela. Apenas pudo escribir tres
o cuatro párrafos.
El perro seguía ladrando. Le ganaba en constancia.
No podía aguantar más. Bajó de nuevo a la calle.
Abrió la puerta una chica joven, de unos veinte años. No era guapa. Apenas se
cuidaba. Tenía el pelo sucio y llevaba puesto un pijama de mujer mayor.
—Hola —dijo él.
Ella le miró sin responder. Los ladridos del perro resonaban en el interior de la
casa. Él pensó que para ser un perro tan pequeño tenía una voz muy grave.
—El perro… —dijo—. No para de ladrar.
Ella siguió mirándole. Como respuesta, se limitó a sonreír.
Se escuchó entonces la voz de una mujer.
—¿Quién es?
Será Petra, pensó él. La chica no respondió a la pregunta. Seguía sonriendo. No
era una sonrisa atractiva.
—¿Puedo pasar? —preguntó él. Y antes de obtener respuesta se coló en la
vivienda y dio unos pasos hasta el comedor. «Comedor» y «salón» son dos palabras
distintas.
La mujer, Petra, se acercaba en ese momento. Él estaba absorto, mirando a su
alrededor. La estancia era amplia y muy vieja, poco acogedora, con muebles que
tendrían cincuenta años al menos. Le pareció una estampa de posguerra. El tiempo no
había pasado para sus inquilinos.
Iba a decir algo cuando entró el perro. Ladrando, por supuesto, rodeando y
olisqueando al forastero.
La mujer dio una voz:
—¡Tobi!
Así que era Tobi. Siempre los mismos nombres. Tobi al perro. Chispa a la perra.
Amor al sexo.
La chica seguía mirándole absorta, como si nunca hubiese visto un ser humano.
Ahora se dirigió a la mujer y contó (una vez más) que por culpa de Tobi no podía

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dormir ni trabajar. Lo dijo con esas palabras, mencionando el nombre del perro como
si lo conociese de toda la vida. Éste seguía ladrando. La chica dejó de mirarle para
reñir al perro. Sin éxito.
La mujer empezó a excusarse.
—Son los gatos. Se suben al tejado, y él les ladra. Pero estos gatos no se
intimidan fácilmente. Antes tenía otro perro más grande, un perro de las nieves. Era
otra cosa. A éste no le respetan. Y por eso no deja de ladrar.
El ciclo se repitió. Los ladridos de Tobi. Las recriminaciones de la chica. Las
excusas. Su mirada en derredor.
Expuso sus quejas nuevamente, sin añadir nada. Creyó necesario hacerlo.
Quejarse. No añadir nada.
Al fin la mujer se comprometió a guardar a Tobi en el interior de la casa cada
noche; así evitaría que ladrase.
—Está bien —dijo.
Antes de volver a casa entró en la única cafetería que había en toda la calle y
pidió otra taza de café. Sin magdalenas. Se paró a pensar si habría telefoneado
alguien mientras estaba resolviendo el problema del perro.
Un rato después estaba frente al ordenador. Se puso a escribir, al margen de la
novela. Ni siquiera recordaba estar trabajando en una novela. Eran frases sueltas, más
frases que se agregaban a las que había escrito por la mañana mientras su amigo
pintaba las paredes.
Tobi y su familia viven en una casa vieja.
No creo que me alcance el dinero para amueblar toda la vivienda.
No ha llamado nadie.
Apartó las manos del teclado. Se recostó en la silla y estiró los brazos. En la calle
empezaba a levantarse una fuerte ventisca. El tendedero, visible desde la ventana del
estudio, se agitaba provocando un sonido perturbador. No era el único sonido que
podía captar: Tobi seguía ladrando.
Sin darse cuenta, se quedó dormido. Cuando despertó, no supo calcular cuánto
tiempo había pasado desde que le venciera el sueño. Un día de estos debería
comprarse un reloj.
Se levantó cansado, fue al salón y cerró las ventanas. La puerta de la calle, quizá
porque tenía un poco de holgura, emitía un molesto crujido. Entonces recordó lo
agradable que le había parecido el piso la primera vez que lo vio, cuando aún no era
suyo. Aún le seguía pareciendo agradable; sin embargo, eran muchos los pequeños
detalles que le irritaban. La convivencia siempre es difícil.
Era de noche. La luna proyectaba una estrecha banda de luz en el salón. Se tumbó
en el suelo, boca arriba, las manos bajo la nuca, y dijo en voz baja: «Luna». Se sintió
bien, como si hubiese llevado a cabo una misión difícil.
El salón tenía dos ventanas, de diferentes tamaños. A través de la más pequeña,
miró las estrellas. Le entretenía contarlas. Cuando iba por la número diecisiete, sonó

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el teléfono.
Alguien se ha equivocado, pensó con cruel ironía. Corrió hacia él y lo descolgó.
Una voz que no pudo disimular cierto nerviosismo dijo: «Soy yo».
Él calló. Luego se limitó a preguntar qué hora era.
—¿Te molesta que te haya llamado? —preguntó ella.
—Sí —mintió él.
Ella sabía que mentía. Mentir era su juego preferido. El juego preferido de los
dos. Habían jugado a mentirse durante años.
—Deberías ver esto —dijo él, y sonrió sin saber por qué—. Mi nuevo piso —dijo
orgulloso.
—¿Cómo es? —preguntó ella.
—Mejor que lo veas con tus propios ojos.
Y ella, para no apearse del juego, dijo:
—Sí. Iré.
—Te gustará el salón.
—¿Qué tiene de especial?
—Las paredes, supongo. Son de color verde.
Ella se rió. Con ganas. Sin medida. Sólo él podría tener la ocurrencia de pintar de
verde las paredes del salón. Y luego se puso a imaginar el resto del piso. Más que el
piso en sí, imaginaba el estilo que él impondría en «su territorio». Ella siempre lo
tuvo por loco. Un concepto que a él ya no le molestaba.
Él quiso preguntarle qué tal le iba. Dónde vivía. Si había mejorado en cuestiones
laborales. Cosas. No lo hizo. Se sentía un poco aturdido con aquel teléfono (nuevo y
viejo) entre sus manos. Ya tendría tiempo de acostumbrarse a él. Además, le daba
miedo que ella, a su vez, le hiciese sus preguntas. A qué se dedicaba ahora. Si salía
con alguien. Si la echaba de menos.
—¿Vas a venir? —quería que le mintiese de nuevo. Las mentiras, en ese instante,
era una forma de salvar el pasado. De salvarse a sí mismo. Salvar lo insalvable.
Ella dijo «sí». Y él supo que ella mentía. Aun así, aclaró:
—Ésta es la mejor hora: Tobi no molesta.
Ella iba a preguntar quién era Tobi cuando la operadora anunció el inminente fin
de la llamada telefónica.
—Se acaban las monedas —dijo ella—. Te llamaré… ¿vale?
Una frase digna, sin adverbios de tiempo.
—Sí. Llama. —Un imperativo que no era un imperativo.
Escuchó un clic definitivo y a continuación colgó el teléfono.
Respiró profundamente. Miró por la ventana. El viento parecía remitir poco a
poco. El tenderete apenas se agitaba ya. Ahora que la casa estaba en silencio, pensó
que era un buen momento para seguir montando andamios en su novela. Montar
andamios no es una metáfora, es una necesidad. Pero no lo hizo. Estaba muy cansado;
había sido un día intenso. No obstante, fue al estudio y se inclinó sobre el ordenador

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para escribir la última frase de la jornada, después de No ha llamado nadie. Escribió
Luna, y se alegró de no tener que escribir más.
LUNA. Tan sólo cuatro letras en el firmamento. Dos menos que HOMBRE.
Regresó al salón, se tumbó en el suelo y contempló las estrellas, que no contó en
esta ocasión. Era una noche hermosa. Calculó que con un poco de suerte sus escasos
ahorros le permitirían amueblar el resto de la casa.

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RADIOGRAFÍAS

Tenía dolores musculares. A todas horas. Por la mañana, por la tarde, al despertar…
—Lumbalgia —sentenció el doctor—. Cuestión de nervios. Relájese, olvide los
problemas y disfrute al máximo. Es usted joven y tiene toda una vida por delante.
Pero dónde estaba esa vida, se preguntó. Sí, la había tenido en el pasado. Pero,
¿ahora? Ahora lo que tenía era la hipoteca del piso, un coche que pasaba la mayor
parte del año en el taller y las radiografías de su columna vertebral.
—Olvide su columna vertebral, está perfecta. Y la lumbalgia no aparece en las
radiografías. Hágame caso: relájese. Tome baños de agua caliente, dé paseos suaves,
sonría. Y échese una novia, le vendrá bien —le aconsejó, guiñando un ojo.
¿Una novia? Lo intentó con Maite, su compañera de trabajo, una jovencita
delgada, con las piernas muy largas y unos pechos grandes perversamente escotados.
Maite tenía muchos pretendientes en el pub, los volvía locos con su quiero y no
quiero, con su aire estudiantil. No, Maite no era para él. O mejor dicho, él no era para
Maite. Antes, quizá; pero en los últimos años había engordado diez kilos y el pelo le
empezaba a ralear. (¿También por culpa de los nervios?).
Así que tendría que conformarse con Elisa, su esposa. Él siempre hablaba de ella
como «su esposa». Porque según su criterio no es lo mismo una mujer que una
esposa, algo que no podría explicar con argumentos sólidos.
Ya no se querían, eran como dos animales extraños, de razas diferentes,
compartiendo jaula. Y esa sensación, el extrañamiento en el matrimonio, bien que
podría explicarla. Podría escribir una tesina, incluso.
Todo fue a peor: aumentaron los dolores de lumbalgia, la caída del pelo, los
pretendientes de Maite… Y engordó otro par de kilos.
Se miraba en el espejo con desconsuelo, le hubiese gustado ser un hombre más
atractivo. ¿Dinero?, eso no era problema, quizá porque estaba acostumbrado a no
tenerlo. Pero aquel maldito espejo…
Después de afeitarse tomaba una ducha, se ponía el chándal y salía a dar un
paseo. Durante sus excursiones matutinas se enfrascaba en la poesía. Le gustaba
hacer versiones de poemas consagrados. Lo peor era medirlos, quería que todos
fuesen endecasílabos. Algunos conocidos reprochaban a Elisa: «Tu marido está raro
últimamente. Ni siquiera saluda cuando nos cruzamos con él». No es que fuera
descortés, era una cuestión de endecasílabos, de los malditos endecasílabos. Ella no
se tomaba la molestia de defenderle, era todo gestos de indiferencia cuando tenía que
hablar de él.
Ya de vuelta, hubiese sudado o no, tomaba otra ducha. «Dos duchas diarias son
muchas duchas», murmuraba ella. Él pensaba, inconscientemente, que la infelicidad,
a la fuerza, ha de oler. Maite, quizá por eso, olía estupendamente. Los clientes de
Flamingo se sentían irremediablemente atraídos por su agradable fragancia.

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Y no eran las dos duchas diarias lo que le molestaba a ella, sino tener un marido
que perdía el tiempo escribiendo «poemas horrorosos» (que realmente no eran tan
horrorosos). Pero a él no le afectaban sus reproches, a estas alturas Elisa era como un
viejo loro dispuesto a cantar la Marsellesa cuando menos se lo esperaba uno.
Tras la segunda ducha regresaba a la cama, se acostaba junto al hermoso cuerpo
desnudo de Elisa (si aún no se había levantado y vestido para ir al trabajo) y la
acariciaba con la mirada; entonces no podía evitar pensar… No la criticaba, Javier era
más alto, más guapo, más simpático. Un trabajo como cámara de televisión. Un
hombre afortunado. Él, sin embargo, no había tenido tanta suerte.
Nunca trataban el asunto; sólo en una ocasión, mientras miraban en silencio la
televisión, se atrevió a decir, sin apartar la mirada del monitor, con un tono neutro,
casi ausente:
—Somos dos tontos, tú eres una peluquera tonta que aspira a ser presentadora de
televisión y yo soy un camarero poeta. Somos dos tontos.
Ella le lanzó una mirada fugaz y siguió mirando la televisión. Ya no tenía fuerzas
ni para despreciarle. Y mucho menos para defenderse.
Se repartían las tareas de la casa (barrer, fregar, hacer las camas, preparar la
comida…). Era lo único que hacían a medias.
Esa era su historia, su biografía: la lumbalgia, la caída de pelo, el exceso de peso
y poco más.
Y Elisa, que estaba enamorada de un tipo alto y guapo.
¿Lo recibiría alguna vez en su propia casa? No, no la creía capaz. Pero, por si
acaso, siempre retrasaba su regreso al hogar, por la noche, al salir del trabajo. Lo que
hacía era subir al coche (si no estaba en el taller), conectar su emisora preferida y
patrullar la ciudad haciendo tiempo hasta las cuatro de la mañana. A veces ponía una
cinta de Moody Blues que le recordaba tiempos mejores. Elisa decía que en
cuestiones musicales era un hortera. En verdad pensaba que era un hortera en todo,
pero se lo callaba para no acomplejarlo aún más. O no se lo callaba. Todo dependía
del ánimo del loro que llevaba dentro.
Una noche regresó antes de tiempo: le dolía la cabeza y Nicolás, su jefe, le dio
permiso para que se marchara. «Descansa todo lo que puedas esta noche». En vez de
su habitual paseo en coche (no eran momentos para cortesía matrimonial), fue
directamente a casa. Estaba aparcando entre dos coches cuando se dio cuenta de que
el de atrás, verde metalizado, era un Porsche. Entonces, en vez de aparcar, salió del
vehículo y le desinfló las cuatro ruedas. Luego arrancó velozmente y se adentró en la
ciudad. Encontró un bar abierto. Un mesón castellano. Un mesón que olía a mesón:
quesos, chorizos, jamones. No había nadie en él. Tan sólo el camarero, un tipo sin
demasiadas luces, ávido de conversación. Se percató enseguida. De sus pocas luces.
De sus deseos vehementes de entablar conversación a cualquier precio. Hablaba por
los codos de cualquier cosa, de fútbol, de paisajes, de ciudades, de amigos. Despacio,
muy despacio, seguramente por falta de capacidad mental.

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—Yo tengo mi propia filosofía de la vida. No es sencillo tener una filosofía
propia en estos tiempos, se lo digo yo. Es cuestión de pensar y pensar, hablar con
unos y con otros, intercambiar ideas, ya sabe. Yo lo hago aquí en el bar, detrás de la
barra. Me gusta hablar con la gente.
Aquel párrafo duró una eternidad. Pero a él no le importó. Se apoyó en la barra
con el convencimiento de un borracho profesional y a la vez con la torpeza de quien,
como él, no estaba acostumbrado al alcohol. Antes sí lo hacía, beber. Y bastante. Pero
el doctor (siempre los malditos doctores) le hizo una recomendación. «Tiene
principio de cirrosis, allá usted». Ni siquiera lo alentó con lo de la juventud y esa vida
que tenía por delante, quizá porque entonces en verdad era joven y etcétera, etcétera.
El camarero, que resultó ser el dueño del negocio, le pidió permiso para tocar
alguna canción. Asintió con la cabeza y el otro, segundos después, salió del almacén
con un acordeón.
—Me entretiene por las noches, a estas horas apenas hay trabajo. Si le molesta la
música, lo dice y paro.
Pero aquello ni le gustaba ni le molestaba. ¡Non stop music! Era solamente
música, el baile de los pajaritos y canciones similares, algo sin sentido, música
mansa, estéril, que se escapaba por la puerta abierta del mesón de la misma forma en
que escapaba él de sus problemas matrimoniales.
Ah, ésta es su filosofía, pensó, captar audiencia cautiva. Así mata dos pájaros de
un tiro. Ego musical y rentabilidad empresarial. Pero fue justo y reconoció que el
mesón, apartado del centro urbano, no debía de ser muy rentable. Y qué más daba si
obligaba a sus clientes a escuchar aquellas canciones. Le cayó bien aquel tipo. Su
filosofía. Su acordeón. Sus melodías. Lo miraba detenidamente. Y sus manos,
aquellas manos… (¿Habrían tocado alguna vez el cuerpo desnudo de una mujer?).
Cuando salió del bar, estaba borracho. Muy borracho. Borracho como cuando era
joven. Escuchaba voces. Voces ininteligibles. Quizá ni siquiera eran voces y eran más
bien los ecos muertos del acordeón, perezosos, zumbando en su oído, torpes y
pausados como los mismos dedos que habían presionado calurosamente aquellas
teclas.
El Porsche ya no estaba allí. Subió en el ascensor, vivía en el séptimo piso. Abrió
la puerta a la primera, limpia y silenciosamente. Había estado abriendo y cerrando
puertas durante años: puertas de pensiones, de bares, de frigoríficos semivacíos… Les
había tomado la medida. Ni siquiera la ebriedad era un obstáculo. Pero a continuación
perdió la entereza y corrió hacia el baño. Vomitó en el retrete.
Algo recuperado, consiguió a duras penas levantarse y caminar hasta el sofá,
donde se dejó caer. La cabeza la daba vueltas.
Maldijo a Javier y después se masturbó pensando en la escena que habría
presenciando aquel sofá, Elisa cabalgando sobre Javier, la ventana abierta (para que
el aire fresco de la calle se mezclase con su aroma de mujer deseo), y ¿Samuel
Barber? en el compacto. A Elisa le gustaba mandar desde arriba, era una mujer muy

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activa en la cama. Y le gustaba Samuel Barber ahora que había adoptado el papel de
pseudointelectual. ¿Pero habrían hecho el amor o tan sólo habrían follado? Qué sabría
ella, pensó. Estaba tan embobada con su fascinador amante, tan embobada con el
coche de lujo y los buenos restaurantes donde cenaría mientras él estaba trabajando,
tan embobada abierta en cuerpo y alma para un extraño… ¿Amor o simplemente
evasión? Qué más daba ya…
Y entre unas cosas y otras, la erección se vino abajo. Mezclar sexo (un sexo
onanista) con ideas no funciona. Y entonces, quizá por lo de las ideas, recordó al
camarero que tocaba el acordeón, el filósofo. En busca de clientes a quienes entregar
una canción o regalar una homilía. Todo por ensanchar su hábitat. Empezó a reírse en
silencio. Una risa tonta y arrítmica, pero risa al fin y al cabo. No entendía tampoco lo
del Porsche, le negaba credibilidad al drama: ¿Cómo era posible eso, de dónde sacaba
el dinero si no era más que un simple empleado de la empresa pública?
Se sentía tan libre que si hubiera tenido a mano el número de teléfono de Javier le
hubiera llamado para explicarle algunos secretos. Podría contarle, por ejemplo, que al
poco de casarse, cuando aún eran más una pareja de novios que un matrimonio, él
llevaba revistas eróticas a la cama para que ella se acariciara al tiempo que se comía
con la mirada a aquellas mujeres semidesnudas. Luego ella dijo que era inmoral.
Hacer aquello. Que él mirara. Santidad a destiempo, pensó él.
Y después de las confidencias le preguntaría a Javier cómo se las había arreglado
para hinchar las ruedas del coche.
Dio vueltas y vueltas hasta dormirse. Hacía calor. Mucho calor.
Por la mañana no se dijeron ni hola. Aquel día no se puso el chándal. ¿Para qué?
A media tarde la resaca había cesado. O casi. Preparó una tortilla de atún que
devoró con falso apetito. Era mejor eso que golpear las paredes. ¿Un crimen
pasional? No, tampoco: le faltaba coraje. Y vocación. Habría que esperar. A ver qué
le deparaba el guión.
La noche siguiente fue por primera vez a un club de alterne. Aquello le gustó.
Prefería la falsa sinceridad de las prostitutas a la sincera falsedad del matrimonio. Un
poco impresionado por la nueva experiencia, no hizo gran cosa. Hablar, más que
nada. Comparar realidades ajenas con las propias. Mirarse en el espejo de los demás
y dejar que los demás se mirasen en el de uno. Si es que tenían ganas.
Luego, con el paso del tiempo, todo cambió: dejó a un lado su estado
contemplativo por otro mucho más participativo. Se apasionó como un niño con esa
nueva afición.
Iba tres días en semana, siempre al mismo lugar. Ya se había acostado con todas
las chicas: Sandra, Eva, Ana, Rocío, Elisa… Eran pequeños manjares, asequibles,
complacientes. Con Elisa sólo estuvo una vez, quizá porque se llamaba igual que su
esposa. O quizá porque realmente le había resultado sosa en la cama. La otra Elisa, la
suya (¿la suya?) era (pretérito imperfecto) insaciable. Luego se fustigó pensando que
tal vez aún (presente) lo era.

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Su preferida era Sandra; olía muy bien. Y no sabía si olía bien porque era feliz o
porque usaba perfumes caros para engatusar a los clientes.
A él le llamaban el chico de la tónica: era lo que tomaba siempre en el bar antes
de subir a las habitaciones. Nada de alcohol para no combinar pasiones.
Pasaban los días lentamente, como gotas rezagadas que caen de un canalón tras el
cese de la lluvia.
Una noche, a la hora del cierre, su jefe le preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—Sí, ¿por qué?
—Te noto muy contento últimamente —dijo y sonrió.
Él también sonrió. Y esa misma noche trasladaron sus sonrisas al club de alterne.
Pasó la noche con Ana (Sandra estaba ocupada); su jefe se enmadejó con una
nueva chica, una mulata que venía de Jamaica. Habría que corregir: no pasaron la
noche allí, tan sólo estuvieron un rato, dos horas escasas que repartieron entre la barra
del bar y el colchón de plumillas.
Al salir, Nicolás le contó que «después del amor» ella había abierto el cajón de la
mesilla de noche para coger una diminuta cámara fotográfica.
—Una mierda de cámara, te lo aseguro —aquello de «una mierda de cámara» le
sorprendió, contrastaba con la pedantería de «después del amor». Obsesionado por el
lenguaje, examinaba a los demás por sus expresiones verbales—. Y entonces me pide
que le haga una foto. Para enviársela a sus parientes. ¿Qué te parece? Tenías que
haberme visto, enmarcándola en el objetivo mientras se atusaba el pelo. Se había
puesto unos pantalones vaqueros y una camisa discreta, nada que ver con la ropa
provocativa con la que reciben abajo. ¿Qué te parece?
Pero lo que no contó es que había tenido problemas de erección. (Otro con miedo
escénico). Lo de las fotografías era más divertido.
Se rieron. Se rieron. Se rieron en el coche, de vuelta a casa, se rieron con
auténticas ganas. Ni siquiera se dieron cuenta de que aquella noche la ciudad estaba
mustia.
Nicolás no volvió por el club, «él estaba felizmente casado». La anécdota de las
fotografías no había sido estímulo suficiente para que se decidiese a repetir la jugada.
Ahora en el trabajo, más que nunca, jefe y empleado se trataban como auténticos
amigos. Al principio él evitaba ciertas conversaciones, no era cuestión de airear lo
que hacía cuando salía «de marcha». Pero después se dijo ¡y por qué no!, y empezó a
narrar, con pelos y señales, las peripecias vividas entre aquellas cuatro paredes.
Después de cerrar la puerta apagaban el equipo de música y el letrero de la fachada, y
dejaban el local en penumbra, aprovechando la luz que desprendía la máquina de
tabaco. Entonces se apoyaban en la barra para fumar un cigarrillo. Hora de las
confidencias. Nunca hacía confesiones sobre su vida privada (fregar los platos, hacer
la cama, dormir —en la cama o en el sofá—, los endecasílabos, la tiranía de los
olores), sólo le contaba lo que merecía ser contado. Quería parecer feliz. A veces no

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es complicado: la felicidad, como la lumbalgia, no aparece en las radiografías.
—Acostarse con estas mujeres no tiene mérito. El mérito está en escucharlas. No
todo el mundo sabe escucharlas. Yo lo hago, te lo aseguro. No, no me mires así, no
estoy enfermo. Ni soy un estúpido. El dinero está por medio, sí, el maldito dinero,
que es lo importante. Pero me cuentan cada cosa… Y yo sé escucharlas.
Nicolás reía siempre. Aquellas historias eran pura literatura. Y el sentimentalismo
de su empleado le hacía gracia. Y como él era un poco infantil… En fin, hacían
buenas migas.
—¿Una copa? —preguntaba a veces, mientras él se servía una.
—Bah, mejor ponme una tónica.
—El chico de la tónica.
No se atrevió a confesar que una de las nuevas prostitutas, María, le gustaba. Le
gustaba mucho. Tenía un niño de tres años y no sabía quién era su padre. Y como él
tenía una vida que tampoco sabía a quién pertenecía, simpatizaron más allá del
revoltijo de las sábanas y del humo del tabaco. Podría, con un poco de iniciativa,
haberse enamorado de ella. Pero no, no iba por ahí la novela, su telenovela. Decidió
ser libre por si el azar le tenía preparado un papel importante en alguna comedia de
éxito.
María le preguntó una noche qué era lo que más le gustaba y él respondió:
«Escribir poesía». Aquello le llamó la atención.
—Ya decía yo que tenías algo especial.
Pero él no quiso hablar más del asunto, la poesía no era para las prostitutas de la
misma forma que el amor no era para él. Cada cual a lo suyo.
¿Y qué pasaba con el Porsche? Últimamente se había olvidado de él. Llegaba
tarde a casa. Todas las noches. Unas veces porque iba a echar una canita al aire y
otras porque se le pasaban las horas muertas charlando con Nicolás.
—Me voy a comprar un coche.
—¿Por qué, se ha vuelto a estropear el tuyo?
—No, precisamente por eso —bromeó.
Pensó que le gustaba aquel lugar cuando estaba vacío.
—Me gusta este lugar cuando está vacío —dijo.
Sí, como tú no eres el propietario, te gusta cuando está vacío, pensó Nicolás.
—Sí, como tú no eres el propietario, te gusta cuando está vacío —dijo Nicolás
sonriendo.
Ojalá lo fuera, pensó él.
—Ojalá lo fuera —dijo él.
Y Nicolás pensó y dijo:
—Un negocio da muchos problemas.
Era todo tan cansado.
No sólo para él.
También para Elisa.

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Para Nicolás.
Para Javier, incluso.
Pensar y decir.
Pensar y no decir, a veces.
Decir sin pensar, también.
Había que estar siempre fumando y hablando, dando paseos o soñando con
buenos trabajos para que la vida no le hincara el diente a uno. «Las fauces de la
vida». Un heptasílabo. No estaba mal. (El poema era la única vía de escapatoria
cuando todo lo demás fallaba).
Y luego la ciudad.
La noche…
Con esas luces debilitadas que uno no sabe verdaderamente si están encendidas o
apagadas.
Y las calles, repletas de gente. De tiendas. De risas y autoindulgencia.
Y los mendigos.
Y las salas de fiestas.
Y los motoristas con sus máquinas ruidosas.
Y los hombres solitarios que pasean al perro cada noche, soñando con ligarse a
alguna jovencita también de paseo, también con su perro, también soñando.
Todos haciendo su jornada laboral, llueva, nieve o haga sol.
Jazmines.
Estiércol.
Jazmines y estiércol.
Todos mamando de una ciudad madre, expulsando una y otra vez cachorros
desvalidos al mundo.
Se iba a comprar una cámara fotográfica. Como la mulata que trabajaba en el
club. Para fotografiarlo todo todo todo y enviarse esas fotos a sí mismo por correo
certificado. A ver si de una vez por todas se enteraba de algo.
(De qué se iba a enterar… Le parecía todo tan extraño. Extraño lo que le gustaba
y extraño lo que no le gustaba).
Leía poemas de Whiltman en el pub cuando no había mucha tarea. Le gustaban,
sonaban bien, decían mucho, un verso igual a un pensamiento. Ni siquiera perdía el
tiempo midiéndolos. Una tarde se dio cuenta de ello, saboreando un poema que
acababa de leer poco antes de servir a un cliente: que sólo tiene sentido medir los
poemas propios, medirse a uno mismo.
Entonces las gotas que caían del canalón aceleraron el ritmo. Y cuando quiso
darse cuenta, Elisa y él ya estaban divorciados. Los preparativos del divorcio fueron
más rápidos que los de la boda. Sin problemas. Tenían tantas ganas de separarse que
no era cuestión de perder el tiempo con discusiones. Además, él era demasiado
orgulloso para enfadarse, y ella era demasiado feliz para (ahora) provocar su enfado.
Él se quedó con el piso. Pidió un préstamo al banco y le dio a ella su parte.

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Descubrió que la hipoteca no le daba miedo. Todo se andaría.
También se quedó con el coche.
—Tú ya tienes un Porsche —alegó con ironía.
Estaba lloviendo la mañana en que Elisa abandonó el hogar familiar. Ella le dio
un beso dulce en la boca y le dijo cuídate, le acarició el cabello como hacía cuando
estaba enamorada (de él y no de otro) y le sonrió sin malicia. Y sin malicia dijo adiós
a un hombre sin vida.
Aquella mentira era el último compás de la Marsellesa.
Dos días después conoció a una mujer en un pub y la invitó a su casa. Nunca se
había ligado a una mujer con tanta facilidad. Pero a las pocas horas ella se marchó tal
como había venido, entera, insulsa, morena, alta, sin sentido del humor, exhalando un
perfume neutro. Habían estado en la cocina, tomando café, charlando, sin besarse. Se
preguntó para qué demonios iba una mujer a casa de un desconocido, de madrugada,
si no quería sexo. Y acto seguido se dio cuenta que él ni siquiera lo había intentado.
La soledad de su piso no le inquietaba. Prefería el silencio a los cosméticos.
Compró un póster enmarcado de la ciudad de Nueva York en el que se veían las
Torres Gemelas y lo colgó en una de las paredes del salón. Después del atentado del
11 de septiembre lo descolgó y se lo regaló a un amigo. Cuando preguntaban por el
paradero del cuadro, respondía:
—Ah, ¿pero no os habéis enterado del atentado terrorista? Adiós a las Torres
Gemelas.
Nicolás abrió un nuevo pub y le propuso que fuera el encargado. Aceptó. Ahora
trabajaba menos y ganaba más.
Ya no estaba nervioso: los dolores de lumbalgia habían desaparecido por
completo. Además, había perdido seis kilos. El pelo, el pelo que se pierde no se
recupera, pero le da a uno otra imagen, otro sentido; ahora podría interpretar, a poco
que se lo propusiera, otro papel: el de un personaje más maduro y seguro de sí
mismo.
Seguía visitando el club, lo trataban como a un rey. Ni se le pasó por la
imaginación volver a casarse.
De Elisa no sabía nada. Pero una vez preguntó a una amiga común y ésta le dijo
que estaba muy bien. No se atrevió a indagar más.
En otra ocasión fue Nicolás, casualmente, quien se encontró con ella en unos
grandes almacenes. Cuando se lo contó, pidió detalles, detalles, detalles. Más que
nada para comprobar su propia reacción.
—¿Estaba guapa?
—Sí, más guapa que nunca.
—¿Te preguntó por mí?
—Sí, y le dije que tú también estabas bien.
—…
Quiso saber más, conocer cada palabra de aquella conversación. Pero Nicolás le

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explicó que después de preguntar por él se había despedido alegremente, con andares
juveniles, ya nos veremos qué tal tu mujer los niños el negocio cómo te va la vida
adiós adiós adiós besos besos. Tradujo para sí: más gestos de indiferencia.
Pero esta vez no se entristeció. De veras que no se entristeció. Sin embargo,
aquella misma noche fue a un bar de mala muerte donde no había estado jamás y
bebió y bebió hasta el amanecer, dudando si debía sentirse satisfecho o culpable del
olor de su piel.

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MI FAMILIA EN EL TIEMPO

Ocho años antes de que yo naciese, don Tomás, el director del colegio San Antonio
(donde yo cursaría mis estudios), telefoneó a mis padres para ponerles al corriente de
mi última travesura: me habían pillado in fraganti fumando un cigarrillo en uno de
los reservados del baño. Durante ocho años mis padres analizaron paso a paso cuáles
habían sido los errores cometidos en la educación que habrían de darme. Nací, sin
embargo, con las lecciones mal aprendidas. Por eso, cuando al cabo de esos ocho
años sonó el teléfono en casa, mis progenitores ya sabían. Ni siquiera descolgaron el
teléfono, se limitaron a subir al coche, que mi padre condujo en silencio, el gesto
ceñudo, mirándome de reojo a pesar de que yo no estaba allí. Ya en el despacho del
director, donde yo llevaba recluido más de una hora, mis padres, nada más entrar,
rogaron al director disculpase mi conducta, «ya se asegurarían ellos de meterme en
vereda y corregir en el futuro las faltas del pasado». Don Tomás, después de una leve
amonestación (y en contra de lo que cabría esperar), sonrió con benevolencia; me
alborotó incluso el flequillo con la mano, en un gesto amistoso. Y acto seguido,
dejando mi asunto a un lado, empezó a elogiar las excelentes condiciones
intelectuales de mi hermano Enrique, que nacería catorce meses después y del cual
puedo decir con orgullo que todavía ostenta el mejor expediente académico de los
anales del colegio. «Serán como el día y la noche, los dos hermanos», vaticinaron mis
abuelos maternos el día en que mis padres se casaron. (Lo dijeron en tono bajito, para
que yo no pudiera escucharles allá donde estuviera: no querían ofenderme). Una
previsión para nada equivocada, todo sea dicho.

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EL CASTIGO DIVINO

Tuvo que admitir los hechos en su justa medida: no había dormido un solo minuto en
los últimos siglos y era de suponer que Hipnos, dios del sueño, hijo de la noche y
hermano gemelo de la muerte, no iba nunca a levantarle el castigo. Empujado por su
debilidad humana, se postró ante Zeus y suplicó por una compañera de juegos que
suavizase con su calor la infinita soledad de sus noches venideras. Absorto en sus
reflexiones sobre los conflictos del Universo, Zeus lo miró y no supo qué responder.

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LUIS ALBERTO

Mi madre estaba convencida de que iba a tener gemelos pero luego sólo me tuvo a
mí. Parece ser que nadie esperaba el doble embarazo, en el pueblo estaban ya
acostumbrados a sus alocadas predicciones del futuro —predicciones que por
supuesto nunca se cumplían. Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, de un
cáncer dicen, aunque creo que más bien lo mató mi madre con sus brujerías y otros
desvaríos mentales.
Yo me llamo Luis Alberto, porque mi madre, incapaz de asumir los hechos, pensó
hasta el último de sus días que había dado a luz a dos hermosos niños: Luis, el mayor,
y Alberto, el pequeño. Cuando preguntaba por Alberto, que en su trastornada
imaginación era un muchacho débil y enfermizo, yo respondía con una voz febril; y
cuando llamaba a Luis («el hombretón de la casa») yo fingía una voz grave y
enérgica. Al principio me resultaba molesto dividirme en dos personas, era realmente
agotador ser mi propio hermano; después, con el paso de los años, aprendí a
sobrellevarlo.
No obstante, la relación con mi inexistente hermano ha sido siempre un tira y
afloja; si yo decía blanco, él decía negro, si yo quería ir a un sitio, él me obligaba ir a
otro; si me interesaba por una mujer, él se encargaba de importunarla hasta que,
atemorizada, salía huyendo. Se entienden, pues, todas las peleas —algunas muy
violentas— que hemos mantenido desde la infancia.
Por una reyerta me encuentro en este despreciable lugar. El juez no tuvo piedad al
dictar el veredicto: diez años de reclusión. Ahora sólo hay que esperar a que los
doctores averigüen quién fue el autor del crimen, si mi hermano gemelo o yo.

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SIETE MINUTOS

La relación con mi primera novia duró siete semanas, siete días con la segunda, y
siete horas con la tercera. La primera me dejó alegando que yo era un irresponsable,
la segunda por insensible, y la tercera porque ya eran las ocho y media de la mañana
y a las nueve empezaba su jornada laboral en el Banco (al menos, ésta tenía un
motivo realmente justificado). Mi vida sentimental se resumía en siete semanas, siete
días y siete horas. No estaba mal: el hombre de los tres sietes, el «hombre lejía», el
irresponsable e insensible abandonado por la caprichosa selección de las perfectas e
inmaculadas mujeres. Mi relación con el sexo femenino iba francamente mal (de siete
a peor). ¿Y si la siguiente duraba siete minutos? Entonces me dejaría por eyaculador
precoz, lujo que ningún hombre puede permitirse. Por aquella época yo asediaba a las
chicas con un «¿Te gustaría pasar conmigo siete minutos de pasión?». Ellas se reían
tontamente y me ignoraban. Yo me entregaba en cuerpo y alma y ellas respondían
«no». Un «no» doloroso, tajante, impúdico, agresivo, irrespetuoso; un «no» diferente
al que recibimos con tanta frecuencia en la vida cotidiana. Aquello me refrescaba los
tiempos en que mis padres me negaban algún capricho. Mi madre me respondía con
un «no» seco, cortante, mientras que mi padre lo adornaba con un «cuando seas
mayor». Ya era mayor (al menos en edad) y, mira por dónde, las mujeres también me
respondían con negativas.
Desalentado por mis fracasos como seductor, medio en broma, decidí poner un
anuncio en la sección Contactos del periódico:

HOMBRE JOVEN, CON BUENA PRESENCIA Y NIVEL CULTURAL ALTO, BUSCA MUJER PARA
COMPARTIR EXPERIENCIAS APASIONANTES. ABSTENERSE AQUÉLLAS QUE SEAN
TEMEROSAS, POCO IMAGINATIVAS O INSENSIBLES.

No llamó ninguna. (Eso me pasa por buscar mujeres que no existen).


Mi suerte tenía que cambiar. Lo sabía. Si te fías de tus posibilidades acabas por
triunfar. Seguro.
Sumergido en esos pensamientos entré en Atic, una discoteca a dos manzanas de
mi casa. Desde la planta de arriba contemplábamos mi amigo Antonio y yo a dos
hermosas chicas. Bueno, una era hermosa; la otra, eso y mucho más. (¡Menuda obra
de arte!). Me gusta el arte, sobre todo la pintura, y sé reconocer el talento. Aquélla
tenía dos: uno a la izquierda y otro a la derecha, del mismo tamaño, a la misma altura,
con idéntica intensidad, sin mirarse entre sí. (¿Habrían discutido?). Pero no eran sus
únicas bazas. Su pelo, negro azabache, contrastaba con el azul mar embravecido de
sus ojos, que, iluminados maliciosamente, resplandecían en la oscuridad. Después de
observarla detenidamente, llegué a la conclusión de que en ninguna de las paredes de
mi casa colgaba algo parecido. Lo que no me gustaba de ella eran aquellos moscones
que revoloteaban a su alrededor, esos tipos que dan la lata a las chicas para intentar

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llevárselas a la cama (gente como yo, vamos).
—¿Quieres que les diga algo?
—Sí. Dile a la morena que estoy enamorado de ella.
Mi amigo no dudó y en cuanto tuvo la oportunidad se lo hizo saber. Ella giró la
cabeza hacia mí. Durante dos segundos me miró fijamente. Dos segundos de gloria,
de inmortalidad, de divinidad… Dos segundos tratando de esconderme bajo tierra.
Antonio me hizo señas para que bajara. Yo, indeciso, sonreía; de la misma forma
que sonreía cuando, siendo un crío, veía a mis compañeros corretear delante de las
vaquillas. (Yo era el único del grupo que no saltaba). Quizá fuese un maldito cobarde,
pero era un cobarde vivo, al fin y al cabo.
Ahora, en la discoteca, salté al ruedo.
Mi celestina hizo su papel:
—Te voy a presentar a estas chicas.
Las saludé con un par de besos.
La rubia se llamaba Bea. Rocío era «la obra de arte». Lo primero que le dije fue:
—¿Te gustaría pasar conmigo siete minutos de auténtica pasión?
(Para qué perder el tiempo, ¿no?).
—¿Siete? ¿Por qué sólo siete minutos?
Mi cerebro se quedó en blanco. Acostumbrado a las negativas, no me había
preparado para imprevistos como éste.
—Porque estoy muy mal de tiempo —acerté a decir.
—¿Y eso?
—De lunes a viernes trabajo en Correos, por la tarde colaboro en una productora
de vídeo, y los sábados acudo a un cursillo intensivo de presentador de televisión.
Como verás, no me sobra el tiempo.
—Pues no sé que responder… —dijo sonriendo.
—Aprovecha. Es la oportunidad de tu vida.
—¿Seguro? —Ya era carcajada más que risa.
—¿Lo dudas?
—No. Lo que no entiendo es por qué, habiendo tantas chicas en este mundo, me
has elegido a mí para compartir tu glorioso tiempo.
—No te hagas falsas ideas. Todas las noches se lo pregunto a más de veinte.
—¿Y qué responden?
—Pues la verdad es que no colaboran lo más mínimo. Creo que todas las mujeres
de este mundo han maquinado un complot contra mí.
Ella continuaba riéndose. A saber si eso era bueno o malo. Después de unos
minutos, interrumpió mi monólogo:
—¿Me invitas a algo?
—De acuerdo. ¿Qué quieres? —A veces soy todo un caballero.
Me miró a los ojos y me dijo sensualmente:
—Siete minutos de pasión, por favor.

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Parálisis total durante unos segundos. Miré a la barra y escruté al camarero, un
tipo alto con pelo largo y rubio y unos brazos musculosos. «Como le pida a éste siete
minutos de pasión, se le pueden cruzar los cables y partirme la cara», pensé. Decidí
que lo mejor era jugar el papel de triunfador. Le cogí la mano para cruzar la pista en
dirección a la salida. Éramos Harrison Ford y Alison Doody en Indiana Jones,
atravesando la jungla, el mismo calor, las mismas moscas, las mismas fieras
acechando la codiciada presa. Ya en la calle, la besé; volví a cogerla de la mano y
aceleramos el paso. Yo estaba encantado. Rocío era una chica de película, con títulos
de créditos y banda sonora incorporados. Subimos apresurados a mi apartamento,
deseando llegar antes del FIN de la película. No encendí la luz del salón, ni le ofrecí
una copa, ni le enseñé los cuadros. Cuando aprieta, aprieta, no se puede perder el
tiempo con estupideces. El sexo, el verdadero sexo, ha de ser tan urgente y expeditivo
como las visitas al cuarto de baño cuando te bombardean los retortijones. En esos
momentos es lo más importante, lo único diría yo. Mirando hacia atrás, el mayor
problema con Siete Meses había sido su falta de pasión. Cuando comenzaba la acción
y yo empezaba a bajarle las bragas, me decía: «Espera un momento», y se levantaba
para ir a la cocina, de donde traía una vela encendida. Apagaba la luz. Volvíamos a la
acción y, cuando la cosa se volvía a poner caliente, se levantaba otra vez para
conectar el aire acondicionado, bajar o subir la música, correr las persianas o regar las
macetas, consiguiendo de esa manera apagarme a mí también. Así una y otra vez.
Creo que conmigo nunca llegó al orgasmo, y, pensándolo fríamente, me resulta
increíble haberlo conseguido yo. Con Siete Horas fue diferente: con ella todo fue una
diarrea sexual de principio a fin.
Rocío era auténtica pasión. Una vez en la habitación, no dijo nada sobre velas, ni
música, ni aire acondicionado. Sólo puso una condición, justo cuando acabábamos de
desnudarnos.
—¿No falta algo?
—¿Qué?
—El despertador.
—¿Te vas a quedar a dormir aquí?
—No. Me refiero a que deberías programarlo para que suene dentro de siete
minutos. ¿No recuerdas?
Sorprendido, le hice caso… y el amor.
Recorrí su cuerpo con mis manos temblorosas, de arriba abajo, saboreando ese
«sí» que durante tanto tiempo me fue negado, recreándome en mi nueva obra de arte:
caliente, frágil, tierna, humana. Puse todo mi corazón en ello; esa ternura que tenía
almacenada en mi interior fue brotando suavemente, sin prisas, sin agobios, sin
pausas. Durante más de media hora coqueteé con su divina perfección mientras el
impertinente pitido del despertador, partícipe del amoroso juego, no cesaba de sonar.
Cuando se cansó, prefirió quedarse callado, contemplándonos con envidia sana.
Minutos más tarde me abracé a ella como se aferra un náufrago a una tabla, tratando

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de sobrevivir. Me gustaba besar aquellos labios que no pronunciaron esa palabra de
dos letras que le hacen sentir a un hombre un ser diminuto.
Más tarde, en la bañera:
—¿Qué impresión te di en el primer instante?
—Que eras un estúpido.
—¿Y después?
—Que eras uno de los hombres más guapos que he visto nunca.
—¿Y ahora?
—Ahora pienso que eres el estúpido más guapo que he visto en mi vida.
Me dio un beso tierno, y pensé que Siete Minutos era la mujer de mi vida.
Horas más tarde, se marchó. La despedí con un beso. Ya en las escaleras, la llamé.
Corrí a mi habitación, de donde cogí un libro que se llamaba Cómo elegir al perfecto
marido, escrito por dos psicólogos norteamericanos.
—¿Y esto?
—Léelo. Te gustará.
Me guiñó un ojo y se fue.
¿Volveré a verla? ¿Habrá sido ésta la primera y última noche? No lo sabía. Lo que
sí sabía era que en la subasta del amor las obras de arte no se compran con dinero.
¡Ojalá! Durante una semana no hacía otra cosa que pensar en ella. La incertidumbre
de no saber si volvería a verla me agobiaba y me gustaba al mismo tiempo. Una
semana de incógnitas, de dudas, de esperanzas. Quizá fuese un estúpido y un
insensible, pero sabía que mi felicidad habría de estar ligada a una mujer: la soledad
puede aplastar la entereza de cualquier hombre.
Por suerte, días o siglos después, volvió a sonar el portero automático. Venía a
devolverme el libro.
—Sube.
—De acuerdo. Un momento tan sólo.
Subió. Me besó. Me devolvió el libro… y la vida. Aquella noche la volvió a pasar
en mi cama. Demasiado sencillo, ¿no? Una llamada al portero automático, abro la
puerta y ella sube. Hasta ahí, el procedimiento es el mismo que pedir una pizza (la
mejor pizza que he comido nunca).
—¿Te ha gustado el libro?
—Sí. Mucho.
—¿Qué es lo que más te ha atraído de él?
—El dueño.
Se deslizó bajo las sábanas, hasta que llegó a las yemas de mis dedos, que besó
uno a uno (inteligente y extendida conversación sobre literatura). Empezó a escalar
posiciones, jugueteando con el vello de mis piernas, mirándome con aquella cara de
cordero degollado. Apoyada su cabeza sobre mi estómago, le acaricié el pelo; ni una
palabra, ni una mirada, sólo sentimientos. Se quedó dormida entre mis brazos. Yo era
consciente de que, de no haber ido ella a mi casa, en aquellos instantes yo estaría en

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alguna discoteca, atrincherado por la multitud, aturdido por el volumen de la música,
desolado por el rechazo de mis veinte mujeres diarias (o nocturnas, más bien). Me
encontraba feliz de haber conseguido eludir mi condición de moscón. Por eso, y por
todo. Aquella noche, cuando se marchaba, le entregué So natural, de Lisa Stanfield.
Lo metió en su bolso y me lanzó una mirada cargada de dudas. La tercera noche fue
El perfume, de Patrick Suskind. Siempre le prestaba algo, que me devolvía en la
siguiente cita.
—¿Por qué haces eso?
—No lo sé…
—No mientas.
—De acuerdo, te diré la verdad. La primera vez que subiste a mi casa pensé que
sería la última; quería que tuvieras un recuerdo mío. Cada vez que te vas, me digo a
mí mismo: «Ya no la veré más».
No dijo nada. Supongo que en cierta manera corroboró la idea de que yo era débil
de espíritu. Durante mucho tiempo la seguí despidiendo con objetos que apreciaba,
esperando que tarde o temprano se quedara con alguno de ellos. Tanta felicidad no
puede durar toda la vida. Paulatinamente, sentí un cambio en mi interior. Nunca le
dije que estaba enamorado: no hacía falta. Le di lo mejor de mí. Sin proponérselo,
consiguió arrancarme sentimientos que ni siquiera yo sabía tener, y se los entregué
sin pedir nada a cambio. Me gustaba pasar horas y horas observándola: era mi
entretenimiento preferido. Y también me gustaba acariciarla, y tocar su sedoso pelo, y
cogerle la mano, y olerla, y oír su delicada voz, y sobre todo: sentir, sentir su calor.
Calor. Eso era ella: una chimenea de calor en un mundo frío, muy frío, helado.
¿Dónde había estado ella durante mis noches de soledad? ¿Por qué tardó tanto en
abrazarme, en darme esa dulzura que yo necesitaba? Ojalá pudiera prolongar esa
llama por mucho tiempo, por toda la vida. Por ello hubiera empeñado mis libros, mis
discos, mi casa, mi perro, mi trabajo. Siete Minutos me hizo ver lo hermosa que
puede ser la vida si la compartes con la persona que amas. Sentí pena de mí mismo
cuando descubrí lo vacía que había sido mi existencia antes de conocerla a ella.
Entonces comprendí el significado de palabras como «insensible», «estúpido»,
«irresponsable», y la trágica soledad que significa no estar enamorado. ¿Y ella? ¿Qué
sentía? ¿Qué aprendió? ¿Qué quería de mí? ¿Sería el destino tan poco ético como
para hacerme perder la cabeza por alguien que no me correspondía? Maldita sea la
irresponsable decisión de quien creó este mundo de convertir el amor en un
sentimiento tan bonito y necesario como efímero. Y maldita sea la difícil carrera de
obstáculos que tiene que saltar un hombre para hallar a la mujer de su vida, y que esta
misma mujer lo encuentre a él.
En este caso, su belleza era el mayor obstáculo. Al principio, solíamos ir al cine,
al teatro, a las discotecas. Asumido ya el hecho de que lo nuestro no iba a durar
mucho, disfrutaba de su belleza sin ningún tipo de expectativas. Me sentía orgulloso
cuando mis amigos ensalzaban sus encantos. Siempre he tenido fama de hombre

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atractivo, pero mi agradable físico quedó eclipsado por su espectacular fisonomía, tan
espectacular como las Cataratas del Niágara, como la Estatua de la Libertad, como el
gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de México; tan espectacular como para
hacerme sentir un monigote a su lado. Durante mucho tiempo había soñado con una
mujer así, y ahora que lo había conseguido no podía asimilarlo: me atormentaba no
ser capaz de mantenerlo. Sufría viendo los lascivos rostros de cientos, miles, millones
de hombres deseosos de arrebatarme a mi chica. Cada vez que les veía a ellos me veía
a mí mismo antes de conocerla. Después de varios meses saliendo juntos, consideré
que tenía el legítimo derecho a considerarla como algo de mi propiedad.
Gustosamente, hubiera firmado que Siete Minutos no fuese tan bella, tan observada,
tan deseada, a cambio de cierta sensación de estabilidad. Me había enamorado
locamente de su personalidad, de su frescura y calor al mismo tiempo. Empecé a
sentirme más a gusto cuando quedábamos directamente en mi casa. Durante un
tiempo, La Pizza de la Pasión llamaba al timbre de mi casa, caliente, tierna, apetitosa,
dispuesta a ser comida. Día a día. Allí encontré la felicidad horizontal en un paraíso
de 1,80 x 1,35.
Pero lo bueno no dura eternamente. Una noche me dio plantón en el pub donde
habíamos quedado. Al parecer, se había puesto enferma. Algo empezaba a fallar. No
sabía de qué se trataba, pues tampoco era una persona de muchas palabras. Su
segunda ausencia sobrevino quince días después: se había «equivocado de sitio». Y
dos días más tarde prefirió quedarse en casa preparando el examen del carné de
conducir. Con la mosca tras la oreja, llamé a su casa para comprobar si era verdad
que estaba allí. Llamé a las once, y no estaba. A las once y media, tampoco. Ni a las
doce. Ni a la una. No había nadie para coger el teléfono. Así que la esperé en la
puerta de su casa. Alrededor de las tres, un coche se detuvo frente a mí. En su interior
pude ver a Siete Minutos y a un tipo moreno. Se besaron apasionadamente durante
media hora. No supe cómo reaccionar, si montar el numerito o marcharme a casa. Al
final ella se bajó del coche y entró en el portal, no sin antes despedirse de él con una
sonrisa de colegiala enamorada. Decidí dar un lento paseo por la ciudad, saboreando
la amargura de un fin esperado, prometiéndome no volver a verla. Pero se presentó en
mi casa al día siguiente; «había pasado la noche estudiando». En más de una ocasión
me entraron ganas de desenmascararla; pero, por otra parte, no estaba preparado para
vivir sin sus caricias. En ciertos momentos es mejor estar mal acompañado que solo.
Durante un mes conviví con la mentira, la hipocresía, el egoísmo, y, lo que es peor,
durmiendo con ellos. Después de algunas indagaciones, personas allegadas me
chivaron que llevaba con aquel tipo más de dos meses. Supongo que él sería más
flexible que yo en cuanto a compartir su belleza. Quién sabe, quizás le gustaría
exhibirla. No lo sé, no hablé con ella. ¿Para qué perder el tiempo? No conozco a
ninguna mujer que no eche la culpa de sus infidelidades a su pareja. Me hubiera
dicho que era demasiado bueno o demasiado malo, demasiado alegre o demasiado
serio, demasiado esto o demasiado lo otro. Ese es el problema de los hombres: somos

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demasiados. La mejor forma de cortar fue enfriar la relación. Falta de interés por mi
parte, otro tanto por la suya… Durante tres meses pasé mañana y noche pensando qué
había hecho mal. Después caí en la cuenta de que el único error que había cometido
(que no es poco) fue enamorarme.
Pero la vida no se detiene, y a veces te trae sorpresas.
Encontré un trabajo en la televisión local, dando las noticias. No era gran cosa,
pero al menos me liberó de mi rutina en Correos. Conocí el significado de una
palabra hasta ese momento desconocida para mí: «fama». No era Robert de Niro, ni
Bill Cosby, pero mi rostro se fue haciendo popular y, con el transcurso del tiempo, fui
contratado para presentar programas de mayor duración. Mi estancia en la televisión
me sirvió para darme cuenta de lo falsa que es la sociedad. A partir de ese momento,
todos mis defectos se convirtieron en virtudes, salían amigos hasta debajo de las
piedras. ¡Y mujeres! Ya no tenía que preocuparme de conquistarlas. Eran ellas
quienes venían a mí, esperando compartir la fama, aspirar a ella, acostarse con ella.
Yo, por supuesto, no decía «no». ¿Por qué renunciar a ese tipo de placeres? Jamás
imaginé que podría ser un Casanova. Estuve con toda clase de mujeres: jóvenes,
maduras, rubias, morenas, pelirrojas, blancas, negras, de fresa, de limón, de
chocolate, con nicotina, sin nicotina, de contrabando, con envase retornable (esto
último, requisito imprescindible). Todas se iban contentas, felices de haber estado con
alguien medianamente popular. Seguro que no tardaban veinticuatro horas en
contárselo a sus amigas. (A los maridos e hijos, no creo, estaría feo). ¡Con qué
facilidad puede convertirse un hombre sencillo en todo un sex-simbol! Por eso me río
cuando sondean a las mujeres sobre su hombre perfecto. Al parecer, buscan
sinceridad, ternura, atención, fidelidad. No conozco ningún actor, deportista de elite o
millonario que no reúna esas condiciones. Pero la hipocresía de las mujeres me
encantaba, sobre todo si las conducía hasta mi cama. Muchas de ellas me preguntaban
si yo sentía algo. Claro que sentía algo: agujetas. En serio, quien no haya tenido
agujetas tras un desfogue en la cama no sabe qué es hacer el amor. Llegué incluso a
pedirle al médico de la compañía, un buen amigo mío, que me diera de baja por unos
días.
—¿Por qué, qué te ocurre?
—Agujetas… Me están matando.
—Eso no es motivo para darte de baja.
—Vale…
Él qué sabría… como estaba casado. Los matrimonios apuntan en su
subconsciente las labores de la casa: de lunes a viernes, llevar los niños al colegio,
sábado por la mañana, cortar el césped, por la noche, hacer el amor, domingo, fútbol.
Y me parece bien, son actividades demasiado importantes en la vida como para
olvidarlas. (Me refiero a cortar el césped e ir al fútbol).
Jamás había tenido un comportamiento tan pasota como en aquella época, una
época que recuerdo con nostalgia. Yo vivía con mi amigo Carlos en una casa de dos

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plantas. Luego llegó un italiano, Fabio, para pasar tres semanas con nosotros (al final
se quedó dos meses). Como la casa era pequeña y no había ninguna habitación vacía,
tenía que dormir en el sofá del comedor. Un tipo agradable y simpático. Me gustaba
oírle chapurrear en español. Lo que más gracia me hacía de él eran sus gestos de
asombro, cada noche, cuando abría la puerta del comedor (siempre acompañado de
una chica diferente) para dar las buenas noches antes de irme a la cama. Casi toda la
casa era de madera, por lo que, al parecer, el ajetreo de la cama se oía abajo. Cada
mañana me despedía de él antes de ir al trabajo. Apenas intercambiábamos palabra
alguna, pero su cara transparentaba sus dudas. Apostaría a que noche tras noche se
hacía siempre la misma pregunta: «¿Cómo lo hace para tener tanto éxito?». Él
también recordará esa época que pasó en España con mucho cariño (aunque me da la
sensación de que no hizo demasiado ruido en el comedor).
Las cosas se empezaron a torcer. La bebida, siempre la bebida. Al principio me
tomaba dos copas por noche, luego tres, y más tarde la dosis aumentó a cuatro.
Últimamente perdía la cuenta, y la cabeza. Trabajo, copas y mujeres… así era mi
vida, loca, desenfrenada, genuina. Ni siquiera me paraba a pensar que algún día todo
cambiaría. Fue el destino quien se encargó de recordármelo. Y no se le ocurrió mejor
fecha que la noche en que el Real Madrid le ganó la final de la Copa de Europa a la
Juventus. Había bebido más de la cuenta, lo que propició que cinco minutos después
del final del partido me enzarzase en una pelea con un individuo a las puertas de un
pub. Acabé en Urgencias, con una herida en un brazo y un diente menos. A la mañana
siguiente, antes de que diera tiempo a recuperarme, recibí una llamada telefónica de
mi madre. Colgué el teléfono. Me tumbé en la cama, sintiéndome vencido y, lo que es
peor, muerto. De nuevo desolado, aplastado, sin vida, con frío. Dos días más tarde,
una misa de media hora y un corto recorrido para estar en el momento del adiós me
bastó para saber que mi vida debería dar un giro radical. Se lo prometí a mi padre
antes de «su último viaje».
He pasado etapas mejores o peores, pero nunca he estado tan perdido como en ese
momento. No volví a trabajar en televisión, no me veía con la suficiente entereza. Me
encerré en mi habitación noche y día. Me dediqué a pintar, buscando una soledad que
siempre había intentado evitar. Cualquier contacto con otras personas me horrorizaba,
no imaginaba mejor compañía que la de mis propios cuadros. De no ser por ellos,
creo que nunca hubiera escapado de aquel pozo. Pero poco a poco empecé a salir de
casa. Tímidamente. Me permití el lujo de pasear. Observar. Oír. Desear. Como uno
más. Dispuesto y preparado para decir «presente» cuando la vida pasara lista cada
mañana, con todos los deberes hechos, esperando aprobar y ser readmitido, con
exámenes parciales día a día. Creo que alcancé cierta madurez que me ayudó mucho.
Ahora puedo asegurar que «madurez» es el estado al que llega el hombre cuando se
conforma con dormir, sin soñar.
He vuelto a mi antiguo trabajo en Correos, que nunca debí abandonar. Leo,
estudio, escribo, sigo pintando. E incluso he recobrado cierta cordura, la de los

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cobardes, la misma que me impedía corretear ante las vaquillas cuando era un crío.
Me basta con observar cómo lo hacen los demás, aquéllos que aún tienen fuerzas. Yo
prefiero reservar las pocas que me quedan para soportar mi vida rutinaria. No pido
mucho. Tan sólo conservar mi trabajo de lunes a viernes, salir el sábado con los
amigos a tomar una copa, e imaginar. Imaginar que aún hay una parte de mí que se
rebela, que quiere luchar, que no tiene miedo, que está dispuesta a levantarse una y
otra vez… que quiere reconvertirme en un estúpido irresponsable e insensible
esperando una mujer que me libere del frío que me aprisiona, que me engañe y me
haga creer durante siete minutos que aún estoy vivo.
¿Es mucho pedir?

Cork
1998

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LA MANO DE DIOS

Después de la cena, mamá nos leía un fragmento de la Biblia. Y digo «cena» por
decir algo, en verdad pasábamos hambre, mucha hambre, apenas daba la economía
para unos vasos de leche caliente y un par de galletas. La tía a veces nos traía pan y
mantequilla, y otras veces era el propio azar quien nos suministraba unas porciones
de falsas ilusiones que echarnos al estómago.
Un día Javier anunció que en la radio un escritor organizaba un concurso de
relatos breves. Diez líneas como máximo. El premio consistía en cinco libros y un
jamón de bellota. Nuestros rostros escuálidos centellearon de repente, más por el
jamón que por los libros. «Yo escribiré la primera línea —dijo papá—, y vosotros el
resto. Ya es hora de que hagáis algo de provecho». Pusimos manos a la obra. Mamá,
la segunda línea; Rosario, la tercera, Pepe, la cuarta; Isabel, Javier, Nacho y Augusto
escribieron la quinta, sexta, séptima y octava. ¿Y la siguiente? Miramos a la perra,
que encogió el rabo y huyó a otra habitación. Convencimos a un tipo que pasaba cada
semana por casa para que escribiera la siguiente línea. Mamá, entre dientes, le
llamaba «el acreedor», y yo daba por hecho que un acreedor era el devoto de una
religión diferente a la católica. El hombre tenía una letra firme y regular, se notaba
que comía de lo lindo. Después observamos embelesados el papel garabateado.
«Vamos a dormir —dijo papá—. Y así pensamos detenidamente la última línea».
Mamá, religiosa en la desesperación, dijo: «Ya está, sólo falta la mano de Dios y el
jamón es nuestro». He de decir que nadie durmió aquella noche, de pura
concentración intelectual.
A la mañana siguiente sucedió el milagro. Cuando mamá se levantó para mirar si
había algo en el frigorífico, encontró que alguien que firmaba como La Mano de Dios
había finalizado el relato (con cierto estilo celestial, dicho sea de paso). Botamos de
alegría.
El día del concurso escuchamos el programa, todos apiñados alrededor de la
radio. No ganamos. Ni siquiera se nos mencionó. Quizá nos faltaba talento literario…
Ahora seguimos pasando hambre. Pero al menos ya sabemos que Dios no existe.

ebookelo.com - Página 59
LA CONDESA Y EL HIPOPÓTAMO

La condesa se despierta abrazada a un cuerpo grande y tórrido que no es el de su


marido. Se gira hacia él.
—¡Tiene usted cara de hipopótamo! —exclama.
—¡Soy un hipopótamo! —responde éste, ofendido.
—Ah… ¿Es usted quien me hizo el amor anoche?
—No… —bajando la cabeza—. Fue el rinoceronte.
—Vaya… Es una pena —dice la condesa, desalentada.
—¿Quiere usted que me vaya?
—No sé… Es igual… ¿Ronca usted?
—Casi siempre —responde el hipopótamo.
—En ese caso, quédese —el hipopótamo apoya cariñosamente su cabeza sobre el
hombro de la condesa.
—Gracias, condesa.
—No hay de qué. Por cierto… ¿es amigo suyo el rinoceronte?
—¡Sí, somos íntimos! —responde con orgullo.
—Está bien, está bien… ¿Le importaría darme su número de teléfono? Hay un
par de… trabajitos que tal vez quisiera hacerme.
El hipopótamo saca papel y lápiz que tenía guardado en los repliegues de su piel y
apunta el número con pulso firme. A la condesa se le iluminan los ojos cuando él le
entrega la nota.
—¡Es un hombre muy trabajador! Arregla televisores, pinta las paredes, cocina,
plancha, sabe mucho de…
—¡Pchs, ahora cállese y ronque un rato!
—Muy bien, condesa, lo que usted mande… Pero… ahora que lo pienso, si viene
su marido… ¿quiere que me esconda en el armario?
—¡Nooooooo, mejor tírese por la ventana, pedazo de animal! —exclama
enfurecida—. ¡El armario! ¡Tendrá poca imaginación…!
La condesa le da la espalda al hipopótamo. A saber en qué estará pensando en
estos momentos.

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PISO AMUEBLADO

Desde hace dos semanas, Lola se ha convertido en un mueble más del salón de su
casa (un mueble con movimiento, no obstante), esperando la visita del polvo, de los
rayos del sol o del aire que se cuela por la ventana.
Lola no es un mueble de salón todas las horas del día: de ocho a tres es un mueble
gris de oficina.
Andrés telefoneó ayer. Cuatro palabras tras dos semanas de reflexiones y un
adiós, seguiremos siendo buenos amigos. Lola, al colgar, se echó a llorar hasta que,
extenuada por el dolor, se quedó dormida en el sofá.
Esta mañana, al despertar, intentando escapar de la tristeza, se ha animado a poner
un anuncio en el periódico:

SE BUSCA HOMBRE JOVEN PARA COMPARTIR PISO CON BUENAS VISTAS. TOTALMENTE
AMUEBLADO.

Por la tarde ha venido a ver el piso un chico joven, moreno, de mediana altura. Será,
sin duda, el nuevo inquilino. A Lola le ha causado buena impresión. Y se diría que a
él, cansado de tantos pisos que se salen de su presupuesto (y a juzgar por la dulzura
de la mirada y por el tono amable de voz de la casera), le han gustado todos,
absolutamente todos los muebles de la casa.

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UN LARGO VIAJE

Hay que reconocer que el tipo tenía buena planta: guapo, alto, elegante… Un hombre
distinguido, sin duda. Yo estaba conversando con un compañero cuando se acercó
para ofrecerme un trabajo. «Un viaje, un largo viaje. Conoceremos océanos,
montañas y desiertos», aseguró. «E inmensas carreteras que parecen no tener fin».
Me iba a dar un buen sueldo. Cuando pedí más detalles, se limitó a responder
lacónicamente: «Será un largo viaje». Comprendí que era como yo: no le gustaban
demasiado las preguntas. «Espere aquí, no tardo mucho», le rogué. Mientras él se
acomodaba en el interior del taxi, eché a andar hacia mi casa, a escasos metros de allí.
Conté lo sucedido a mi mujer al tiempo que hacía las maletas. Ella me miró queda,
pero no hizo preguntas. ¿Para qué sirven las preguntas? El tiempo, tarde o temprano,
es quien aclara todas nuestras dudas. Le di un beso. A ella y a la niña, que torpemente
trataba de dar sus primeros pasos sobre la alfombra del salón.
Cuando regresé, encontré al tipo fumándose un cigarrillo, con una mirada ausente
a través de la ventanilla.
Me senté al volante y encendí el motor.
Hablé ayer con mi mujer desde una cabina telefónica. Nos echamos de menos.
Diana, que «piensa mucho en mí», está feliz ante la proximidad de un acontecimiento
importante: el domingo es el día de su Primera Comunión. Yo les conté que había
visto océanos, montañas y desiertos. Luego regresé al coche; allí estaba él, con esa
mirada ausente a través de la ventanilla.
Sin mirarle, arranqué el vehículo y proseguimos nuestro viaje a través de una de
esas inmensas carreteras que parecen no tener fin.

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UNA TAL MONIQUE

Estaba evacuando apaciblemente cuando alguien se colocó a mi lado para entregarse


a idénticos menesteres. Y ese alguien dijo:
—Qué, amigo, ¿cómo va todo?
Los hombres, al contrario que las mujeres, no solemos charlar en los cuartos de
baño de los lugares públicos. Y mucho menos en un club de alterne, donde todos
pasamos de puntillas evitando ser reconocidos.
Ni siquiera le dirigí la mirada. Pero él insistió:
—No se está mal aquí, ¿verdad?
¿A qué se referiría, al cuarto de baño, a La Rosa del Cairo —el nombre del club
—, al mundo…?
Por cortesía, y por curiosidad, me giré hacia él mientras me subía la cremallera
del pantalón. «¡Caray, mi suegro!», me dije. Pero no era mi suegro, por suerte. Desde
luego que no era él; quien me había dirigido la palabra no era sino un tigre. Sí, un
descomunal tigre, diez o doce centímetros más alto que yo, erguido sobre sus patas
traseras, descargando furiosamente contra el orinal mientras barría el suelo con el
rabo en un gesto amistoso. Me abstuve de mirarle el aparato no fuera a sentir
complejos de tamaño.
—¡Qué susto me ha dado! —resoplé de alivio—. Lo había confundido con mi
suegro. Tiene usted el mismo bigote y la misma mirada torva que él.
La verdad es que hubiese sido un engorro explicar al padre de mi mujer qué hacía
yo en un sitio como aquél. Entre otras cosas, porque después él tendría que darme
idénticas explicaciones.
—Lo siento… No era mi intención asustar a nadie. Soy un tigre. Un tranquilo y
pacífico tigre pasando el rato.
—Ya, ya…
Mientras se la sacudía tratando de eliminar las últimas gotas de orina, di por
finalizado nuestro intercambio verbal. Pero, en el momento en que yo abría la puerta
para salir, volvió a abordarme, pasando su brazo por mi cuello con camaradería,
como si el breve diálogo anterior hubiese sido suficiente para sellar una férrea alianza
de amistad entre nosotros.
—Bueno, supongo que ya habrás probado a Monique.
Como él me tuteaba, decidí tutearle yo también.
—Pues no. ¿Amiga tuya, acaso?
—Ja, ja, amiga mía… ¿De veras no conoces a Monique? —dijo dándose aires.
Ni idea de quién era la tal Monique. Me sonaba a cantante o a actriz de cine. Pero
no tenía pinta aquel antro de albergar a gente de semejante alcurnia. Realmente no
sabía qué podría encontrarme en aquel club, era mi primera vez allí. No vayan a
pensar que soy uno de esos tipos que van día sí día no a La Rosa del Cairo. No, claro

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que no… Yo voy al Texas Club, al otro lado de la ciudad, donde las copas y las
mujeres son más baratas.
—¿Quieres conocerla? —preguntó desafiante.
—No… Ya me iba… He venido a tomar una copa… Sólo una copa —me
justifiqué.
Entonces el tigre dobló ligeramente la espalda para decirme al oído: «Es la mujer
con el coño más grande del mundo. Te lo aseguro. Se pierde uno en él».
«Coño», «grande» y «mundo» son tres palabras enjundiosas. Acepté. No sé bien
por qué. Por puro vicio. Porque quería parecer un tipo duro. O quizá por simple
morbo.
—¡Vayamos a ver a esa tal Monique! —exclamé.
El tigre, coquetón, se alisó las guías de su bigote y sonrió. Se puso a cuatro patas
y me invitó a subir a su grupa.
Me daba reparos encaramarme a aquel vehículo tan singular.
—¡Venga, no pierdas el tiempo, don Remilgado, Monique nos espera!
Monté.
El tigre ascendió a grandes zancadas las escaleras que llevaban a la habitación de
Monique. Aferrado a sus orejas, tuve que hacer grandes esfuerzos para no perder el
equilibrio.
Yo había imaginado una habitación pequeña, con una cama de matrimonio, una
mesita de noche, un armario y una televisión portátil anclada a la pared emitiendo sin
descanso películas porno. Pero no, qué va, era una habitación inmensa, casi un
pabellón de deportes, tenía incluso gradas a los lados, ahora vacías. Al fondo había
varias duchas, un jacuzzi y una pista de squash. Monique estaba tumbada en la cama,
una cama gigantesca, boca arriba, desnuda, sus inmensos y fofos pechos
derramándose libremente. Y en sus manos, una revista de moda que hojeaba mientras
un tipo desnudo hacía sus asuntos sobre ella. Alrededor del nidito de amor, otros dos
hombres, también desnudos, se acariciaban el miembro esperando su turno.
El tigre me guiñó un ojo. Yo le sonreí fugazmente, algo azorado por las
circunstancias. Monique, para mi sorpresa, no era una francesita glamurosa venida a
menos, sino una negra, una negra oscurísima como el chocolate, lo cual me resultó de
lo más chocante. Y no porque yo sea racista, sino porque me pareció un dato
importante que el tigre no debiera haber omitido. Yo, en su caso, hubiese dicho: «¿No
conoces a Monique? Pues es la negra con el coño más grande del mundo. Te lo
aseguro. Se pierde uno en él». Yo estaba absorto, pensando en algo, no recuerdo en
qué —nada bueno, seguro—, cuando de repente el tipo que estaba trabajándose
aquella negrura desapareció. Sí, desapareció en el sentido literal de la palabra. En el
momento en que le estaba comiendo el coño a Monique, su cabeza, succionada por
alguna fuerza desconocida, se hundió impetuosamente. Y tras la cabeza, los brazos, el
tronco… Cuando tan sólo las piernas restaban por ser engullidas, corrí hacia él y tiré
de ellas con todas mis fuerzas en un loable intento de devolver a su propietario al

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mundo. Pero no hubo suerte: para mi frustración, aquel cuerpo se escurrió entre mis
manos. Y por extraño que parezca, ni los otros dos tipos ni el tigre habían movido un
dedo por ayudarme en tan humanitaria misión de rescate. Sonreían. Simplemente eso,
una sonrisa de despreocupación. Yo les miré con un gesto recriminatorio que no llegó
a inquietarles lo más mínimo.
—¡Siguiente! —dijo Monique frívolamente mientras pasaba una hoja de la
revista.
El turno ahora era para el más alto de los dos. Un tipo escuálido con un pene a su
vez escuálido. Cinco minutos después, no quedaba ni rastro. Se habían esfumado los
dos. El pene y él. Diez mil pesetas costaba zambullirse en aquel submundo de
depravación.
—¿Verdad que es genial? —me preguntó el tigre, esperando una respuesta
apasionada que no acabó de salir por mis labios.
—¿Y tú, qué, moreno? —preguntó Monique apartando durante un segundo la
mirada de la revista—. ¿No te animas?
Temeroso, me acerqué a ella y miré por aquel inmenso agujero. No vi más que
una noche cerrada, sin farolas ni luces de neón ni semáforos ni cabinas telefónicas ni
nada que recordara a la civilización. ¡Menudo sitio! «¡¿Hay alguien ahí?!», grité.
Acerqué el oído y escuché en la lejanía: «¿Hay alguien ahí?». El eco es un fenómeno
interesante, simpático incluso. Pero confieso que me dio cierta vergüenza: uno ya no
es un crío para perder el tiempo en estas cosas.
Monique lanzó una carcajada. Se lo estaba pasando realmente bien.
—¡Vamos, anímate! —contraatacó el tigre—. Está para mojar pan.
¿Arriesgar la vida para mojar un poco de pan? No, gracias, los tiempos de la
hambruna habían pasado ya.
Saqué una moneda y la dejé caer en aquel afamado coño. No se escuchó nada.
Nada, nada, creedme. Ni un leve clic.
Tenía muy clara mi postura: no iba a permitir que mis huevos cósmicos
zozobraran en aquel agujero negro.
—Me niego, esto no es lo mío.
—Jajaja —rió Monique. Y el tigre y el otro tipo, que generosamente me había
cedido el turno, se rieron también.
—No hay nada que hacer —dijo el tigre—. Es un cobarde sin ambición.
Le miré a los ojos, pero sin agresividad, más bien asumiendo su invectiva, casi
rogando perdón.
Dejé un billete de dos mil pesetas sobre una mesita junto a la cama, como pago
por el espectáculo, y me marché cabizbajo. Ni siquiera me despedí del tigre, ahora
observando cómo el otro individuo y su pene —éste sí de un tamaño generoso—
tomaban posiciones.
Mi desazón se esfumó rápidamente. ¿Acaso no era un placer regresar a las calles,
donde la vida sigue su curso con normalidad, sin tigres ni negras ni abismos

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insondables? ¿Yo era un cobarde sin ambición? ¿Sólo porque no había aceptado
aquella aventura irracional? Pues bueno, era un cobarde… Pero al menos podía
pasear tranquilamente, de vuelta a casa, con mi cabeza y mis brazos y todo mi cuerpo
en su sitio. Podía sentarme en un banco de un parque, ponerme cómodo, respirar
profundamente, fumarme un cigarrillo. ¿Qué otra ambición puede tener un hombre
sensato que disfrutar de las pequeñas cosas?
Era una noche fantástica. Sentía como si hubiera vuelto a nacer.
Sin darme cuenta, ya me había entregado otra vez a la dinámica de contar
estrellas. Siempre que puedo lo hago, me relaja mucho. Iba por la estrella 536 cuando
decidí volver a casa.
Minutos después abría la puerta sigilosamente, tratando de no despertar a mi
mujer. Y con ese sigilo recorrí el pasillo hasta la cocina. Un zumo de naranja, unos
minutos hojeando el periódico y finalmente, tras unos instantes de meditación, la
cama.
Mi mujer me sorprendió en flagrante delito mientras me quitaba la ropa. Me lanzó
una mirada torva, marca de la casa, que había heredado de su padre, mi suegro, ese
tigre de dos patas.
—¿Dónde has estado? —preguntó soñolienta—. ¿Sabes la hora que es? A saber
qué habrás hecho…
¡Qué vitalidad, el sueño no le había impedido formular dos preguntas y lanzar una
solapada acusación en cuestión de segundos! Por cierto, aquella última frase me
molestó. ¿A qué venía esa manifiesta reticencia? Ni que fuese yo un marido
despreciable.
Para que se quedara tranquila, ya acostado en su regazo, le conté que había estado
en un club de alterne, donde había conocido a un tigre que se parecía mucho a su
padre, y que juntos habíamos ido a la habitación de una tal Monique, la negra con el
coño más grande del mundo.
Mi mujer no dijo nada. Se giró para darme la espalda, como si algún fragmento de
mi narración le hubiese molestado. Dejé pasar varios minutos de sepulcral silencio, al
cabo de los cuales acerqué mi mano a sus pechos. Si hay algo que me gusta de ella
son sus pechos. Y eso que últimamente ha colgado en ellos un cartel que dice NO
TOCAR.
—¡Si no sabes controlar tus manos, es mejor que te vayas al sofá! —dijo con tono
desabrido.
Tras esa declaración de intenciones, me levanté, no para ir al sofá sino para
tumbarme en un colchón que, días atrás, había instalado en la terraza, un buen sitio
para dormir en verano. En cierta manera, la noche aún no se había acabado. Al menos
para mí. (Mi mujer ya estaría roncando). Inconscientemente empecé a escarbar en los
recuerdos de mi infancia. Mi padre solía darme buenos consejos; quería que me
hiciera «un hombre de provecho». ¡Qué tiempos aquellos! Un iluso, mi padre.
Así estuve largo rato, contando estrellas, cientos de estrellas. Lleno de emoción

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me prometí que al día siguiente iría adonde Monique y me lanzaría de cabeza al
interior de aquel profundo abismo.
Y eso fue lo que hice, desde luego.
Algún día os contaré las aventuras y desventuras que viví en aquel agujero; una
agujero negro, negro, negrísimo… Espero que no se entere mi mujer, que, como ya
sabéis, ha heredado el mal genio de su padre.

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PRIMERA NOVELA

Tras escribir FIN no lo dudé dos veces: imprimí la novela, la introduje en un sobre y
me marché a la oficina de correos para enviarla a Xorpescu, una editorial del norte
que presta dedicación especial a los escritores noveles. «¿Urgente?». «No, correo
ordinario», respondí. Al fin y al cabo, no había que esperar demasiada fortuna de
aquel envío. Volví rápidamente a casa para reanudar actividades metafísicas que
últimamente tenía abandonadas (fregar los platos, planchar la ropa, cambiar las
sábanas); justo en el momento de abrir la puerta sonó el teléfono. Una voz varonil y
campanuda al otro lado de la línea me preguntó si yo era Francisco Rodríguez.
Contesté afirmativamente. Querían tratar el tema de mi novela.
—¿Qué novela? —pregunté.
—¿No nos ha enviado usted una novela para su posible edición?
—Sí… pero la he enviado hace cinco minutos. Es imposible que haya llegado ya.
El editor (supuse que era Juan Llanos en persona) no mostró el menor síntoma de
asombro. Según él, el tiempo es un concepto abstracto que aún no se ha estudiado a
fondo y es normal que de vez en cuando nos dé alguna sorpresa. No alegué nada al
respecto, de tan embobado como estaba. Dije sí. Sí a todo. Un «sí» esperanzador.
Sólo veía talones millonarios y viajes y guapas mujeres solicitándome autógrafos y
favores íntimos. Las condiciones me parecieron buenas, excelentes, quizá porque
cuando uno es un autor novel no sabe qué es, editorialmente hablando, bueno o malo.
—De acuerdo —concluyó—, pondremos ahora mismo en marcha la máquina de
las letras —metáfora con la que daba a entender que la novela, mi primera novela, iba
a pasar en breve a la imprenta.
Colgué el teléfono sin saber qué pensar. Todo parecía un sueño. Desconcertante
aunque hermoso.
Descolgué otra vez el auricular y llamé a mi madre para comunicarle la nueva.
Sus estallidos de alegría retumbaron en mis oídos.
—Voy ahora mismo a decírselo a la abuela.
—Mamá, la abuela vive en Boston. Te va a costar un riñón la conferencia.
—Es igual, un día es un día. Por cierto, ¿qué vas a comer hoy?
(¿Comer? Ni siquiera había desayunado).
Mi madre se despidió al poco con unas palabras llenas de afecto; respiré
profundamente, como si hubiese retenido el aliento durante siglos. Fui a la cocina con
la intención de preparar café y un par de tostadas. Pero, al encender la tostadora, sonó
otra vez el teléfono.
Aún recuerdo aquella última llamada. Era mamá, ahora embargada por un terrible
sentimiento de dolor. La abuela había muerto tras un infarto. Falleció antes de llegar
al hospital. Al parecer estaba leyendo tranquilamente cuando se desplomó al suelo.
Me quedé sin habla. Mi madre sacó fuerzas de donde no había y añadió con la voz

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entrecortada: «Estaba leyendo tu novela. Había comentado a las vecinas lo orgullosa
que estaba de ser la abuela de un famoso autor de best-sellers».
Mi madre no dijo nada más; yo tampoco. El tiempo posee sus propios
mecanismos, es un concepto abstracto y a veces da sorpresas. No hay que darles más
vueltas al asunto.
Regresé a la cocina y apagué la tostadora. Me senté en una silla, apoyé los codos
en la mesa y me eché a llorar desconsoladamente.
Durante los últimos días he repasado, quién sabe por qué, mis inicios como
escritor. Cosas del azar. Yo estaba sentado en el banco de un parque, esperando a una
amiga, y como ésta no llegaba me entretuve escribiendo unas frases en mi cuaderno
de inglés. Aquel fue mi primer cuento. Un par de folios, nada del otro mundo, pero
una obra literaria a fin de cuentas. Mi amiga llegó con una hora de retraso; al parecer
una de las ruedas de su coche había sufrido un pinchazo. Yo no le di la menor
importancia a su retraso (y menos aún a mi cuento), pero ahora sé, y lo sé para el
resto de mis días, que de no ser por aquel maldito pinchazo mi abuela aún seguiría
viva.

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AMANTES

Imposible ignorar la identidad de aquella mujer recostada sobre su pecho. Era su


esposa, la madre de sus hijos, quién si no. Pero había regresado del sueño con tantos
deseos de dar y recibir, que sucumbió a la fantasía más infame: pensó que era una
desconocida y la estrechó cariñosamente entre sus brazos. Ella, envuelta aún en la
resaca del sueño, no pudo sospechar que aquellos brazos dulces pertenecían a su
marido. Nunca antes, reflexionaron cuando todo hubo acabado, habían sido tan
infieles el uno al otro. El llanto de un niño, procedente de una de las habitaciones
contiguas, no hizo sino agravar ese sentimiento. Y no por amor sino para repartirse la
losa de la culpa, volvieron a abrazarse.

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UN HOMBRE AMBICIOSO

Aquel tipo descargó fatigosamente una cartera sobre la barra y acto seguido pidió
café con leche y dos pastelitos de crema. Nada más acabar su desayuno, se volvió
hacia mí para dirigirme la palabra, algo que me sorprendió teniendo en cuenta que era
la primera vez que yo veía su horrible cara.
—Bien, amigo, aquí está todo —se refería a la cartera—. No me mire así… Ya sé
que no nos conocemos. Pero usted tiene pinta de ser inteligente… quizá me
entienda… Déjeme que le cuente algo.
Me explicó que toda su vida había sido un completo fracaso. Tenía sesenta y
cinco años, viudo, jardinero de profesión desde los dieciocho; de su antiguo oficio
sólo le quedaba un pequeño huerto en las traseras de su casa, que cuidaba a diario
después de desayunar su café y sus dos pastelitos. De eso se quejaba, de no haber
hecho otra cosa en la vida que cumplir años, cuidar plantas y desayunar café y
pastelitos. Yo le escuchaba en silencio, tratando de no perder el hilo de su monólogo.
A continuación, como si se tratase de un espléndido invento o de una medicina que
curase el peor de los cánceres, abrió la cartera, orgulloso de mostrarme su contenido:
libros, cuadernos, bolígrafos, rotuladores, apuntes…
—Ya ve, voy a ser escritor. Nunca es tarde para ser escritor, ¿verdad?
Ya no pudo parar de hablar. ¡Y a qué velocidad! Quería ser un escritor genial,
contar grandes historias, vender millones de libros, ser conocido en todo el mundo
por su labor creativa. ¡Un hombre ambicioso, desde luego!
Media hora, o quizá tres cuartos de hora, duró su conferencia. Y yo, sin abrir la
boca. Por fin, para bien de mi timidez, esa que me impide explayarme con
desconocidos, decidió que era la hora de marcharse. Estuve a punto de limitarme, en
el momento de su partida, a pronunciar un retraído «hasta luego». Pero me parecía
descortés no hacer alusión a su nueva (¿y acaso fructífera?) actividad, aunque sólo
fuese porque, en un gesto de generosidad, había pedido al camarero que apuntase mi
desayuno a su cuenta. Así pues, le pregunté cómo sería su vida cuando fuese el gran
escritor en que deseaba convertirse.
Me lanzó una mirada de aturdimiento, bien porque pensaba que yo era mudo o
quizá porque en verdad no sabía qué responder. Segundos después, recuperado ya de
su ausencia mental, repuso con todo el aplomo del mundo:
—Bien, amigo, yo se lo diré: me levantaré temprano, vendré a esta cafetería para
desayunar café y dos pastelitos y luego me iré a cuidar mi huerto.
Y tras esa apasionada promesa saludó afectuosamente antes de echarse a la calle,
cartera en mano. Confieso que recé para que el hombre tuviese suerte: aquella cartera
tenía pinta de ser realmente pesada.

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SONIDOS EN LA NOCHE

Decidió hacerlo porque tenía cara de tonto.


Había pasado la noche entre amigos, tomando copas y charlando. La
conversación había girado en torno a él. Su obra. Su inteligencia. Los libros que iba a
publicar. Había estado tranquilo, empleando con sensatez y economía sus palabras.
Se sentía a la vez culpable y satisfecho. Iba camino de abandonar su estatus de
persona no importante para asentarse en el grupo de las personas importantes. Estaba
haciendo las paces consigo mismo.
Le habían ofrecido una suma cuantiosa por editar su siguiente libro, que era su
segundo libro pero él decía «el siguiente» porque sonaba mejor. Casi todas sus
deudas con el mundo estaban saldadas.
Tenía cuarenta años, una casa y un perro. Y la oferta de un editor que lo
encumbraría definitivamente. Tenía amigos y una moderada cuenta corriente en el
banco, había estado en mil y un países y había dirigido una empresa muy
prometedora que finalmente había ido a la quiebra.
Divorciado. Sin hijos.
Era un hombre que tenía y no tenía.
El perro se lanzó a recibirle en cuanto abrió la puerta. Mambo, pequeño y sumiso,
no se lanzó exactamente, sino que se limitó a husmear primero y a saludar con el rabo
después. A él no le gustaba Mambo: le parecía un perrito faldero. Hubiese preferido
un perro más grande y valiente. Pero ella se había empeñado en comprar
precisamente «aquel chucho plomazo». Y no sólo eso sino que, además, se lo llevaba
cada noche a la cama para que durmiera a sus pies, algo que a él le sacaba de quicio.
Discutieron el asunto, pero ella se salió con la suya, como siempre.
Esquivó las muestras de cariño del perro (quizá como venganza) y avanzó por el
pasillo hasta el salón. Miró por la ventana y observó la noche, oscura y silenciosa, al
otro lado de los cristales. Le gustaba aquel silencio «lleno de poesía». Abajo, en un
pequeño jardín que pertenecía a la comunidad de vecinos, el viento mecía las ramas
de los árboles.
Cogió un álbum de fotografías de una estantería y las miró con poco interés, las
veía lejanas en el tiempo y en el ánimo, como si no tuvieran nada que ver con su vida.
Al devolver el álbum a la repisa, ojeó los títulos de algunos de sus libros. Rulfo,
Hemingway, Chéjov… También había, por supuesto, libros de autores mediocres; se
preguntó qué lugar en la estantería (en la vida) debería ocupar él.
En la televisión pasaban una película de Humprhey Bogart, un actor que siempre
llevaba a cuestas una gabardina o una mujer (y en algunas ocasiones, ambas), y él
admiraba a Bogart porque le entusiasmaban las gabardinas y las mujeres. Pero
tampoco pudo centrarse en la película. Antes dormía mejor, cuando llegaba a casa
destrozado y deprimido tras nueve horas sirviendo copas a «borrachos incultos».

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Entonces, después de martirizarse durante un par de minutos por su mala suerte, caía
en un sueño profundo. Ella fingía estar dormida, precisamente para no tener que
escuchar sus quejas de hombre fracasado; odiaba su insatisfacción, quizá porque ella,
otra fracasada, aguantaba su destino sin quejarse nunca. Pero ahora todo había
cambiado para bien. Aquel insomnio era la mayor prueba de su felicidad.
Fue a la cocina, seguido por el perro (que se debatía entre el pánico a la soledad y
el desprecio de su dueño), y tomó un vaso de leche y un par de galletas. Y un par de
cápsulas multivitaminas que venían muy bien para sobrellevar el duro invierno. Y al
cerrar el frigorífico reparó en aquellas notas.

REGAR LAS PLANTAS


COMPRAR ZUMOS Y HUEVOS
FELICITAR A MAMÁ POR SU CUMPLEAÑOS EL PRÓXIMO DOMINGO
PAGAR LA FACTURA DE LA LUZ

De repente se dio cuenta de que estaba harto. Harto de aquel aparato que era tan alto
como él. Harto de sus notas, de sus monólogos, de sus advertencias, haz esto haz lo
otro, estaba harto de que el frigorífico le recordara lo que debía y no debía hacer. El
anterior, más pequeño y amigable, le caía mejor. Pero últimamente no enfriaba
mucho y tuvo que prescindir de su compañía. Cogió las notas y las tiró a la basura.
Regresó al salón y apagó las luces, las encendió y las volvió a apagar, y a
continuación fue al estudio y se sentó al ordenador. Era nuevo: su primera compra en
euros. Después vino el televisor, el equipo de música, la plancha (que no utilizaba
nunca), la tostadora (que tampoco utilizaba nunca), el lavaplatos (que utilizó en una
ocasión). Se dio cuenta, al separar mentalmente los artículos que había comprado en
euros y los que había comprado en pesetas, de que todo en esta vida tenía su propia
historia y afiliación, su momento: su moneda. Escribió una frase incompleta, tres
palabras exactamente. Miró la pantalla, aferrado a ella con estupor y dignidad. Y así
se quedó una hora, tratando de encontrar la inspiración.
Porque se sentía en paz consigo mismo, casi sin deudas con el mundo, y porque
un editor le iba a publicar su último libro, apagó el ordenador sin rencor. Era bueno
perder la inspiración de vez en cuando, «flaquear en el camino de la creación
dignifica al ser humano, y un escritor ha de ser, ante todo, un ser humano». No era la
primera vez que le ocurría. A veces, cuando no encontraba nada que escribir, se
limitaba a anotar en un papel los nombres de las mujeres de su vida. Dos listas: en
una de ellas, los nombres de las mujeres que se había llevado a la cama, y en la otra,
aquéllas que le habían rechazado. Existía una tercera lista no escrita en papel (sólo
tres nombres: Sandra, Eva, María) que le acompañaba inconscientemente en cada uno
de sus actos.
A continuación fue a la cocina y miró los muebles, se asomó por la terracita y
regresó al salón y encendió y apagó las luces, tal como había hecho poco antes.
Miraba con orgullo las dos lámparas colgadas del techo, muy modernas, con cuatro

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brazos metálicos cada una. En un principio puso tan sólo cuatro bombillas, dos en
cada lámpara. Pero como le parecía que el salón estaba oscuro, puso una más: aun
así, seguía estando oscuro. Cada día añadía otra. Ahora en el salón brillaban las ocho
bombillas, pero a él le seguía pareciendo que estaba excesivamente oscuro.
Sin saber por qué (últimamente casi todo lo hacía sin un porqué definido) empezó
a recorrer la casa, abriendo y cerrando puertas, como si fuese un agente inmobiliario
enseñando el piso a un posible comprador. Si no fuera porque estaba solo hubiese
ensalzado el color de las puertas (blancas), lo espacioso de las (tres) habitaciones, las
fabulosas vistas (orientadas al oeste), los muebles (de diseño sueco). La vivienda,
desde que vivía solo, tenía su marca, su estilo inconfundible de (solitario) hombre
libre. De ahí, quizá, ese aspecto tan frío.
Decidió bajar a la calle a tirar la basura y, ya de paso, dar un paseo a Mambo. Fue
un breve paseo porque la noche era fresca y tenía ganas de acostarse; además,
Mambo no era la compañía glamorosa con quien él hubiese deseado pasear.
Ya de regreso fue a una habitación y cogió el colchón de una de las camas y lo
arrastró hasta el salón. Dormía allí, en aquel colchón instalado sobre el suelo, entre el
sofá y la mesa de la televisión. Así aprovechaba las energías, sus energías, esparcidas
por todo el salón, donde pasaba la mayor parte del día. Sus amigos se reían de su
teoría: la palabra «energías» no aparecía en sus diccionarios vitales.
Sonó el teléfono. Lo descolgó, pero nadie dijo nada al otro lado de la línea. Sólo
escuchó una respiración entrecortada. Colgó rápidamente, asustado, incapaz de
discernir si aquella respiración irregular era la suya o la de un extraño.
Miró a su alrededor y se miró a sí mismo. Y entonces empezó a sonar el
despertador. El equipo de música. La radio. Los árboles del jardín. Las notas del
altivo frigorífico, los libros de la estantería, los pósters de Bettman en el estudio, el
álbum de fotos caducadas. Sonaba hasta el último átomo de aquella maldita casa.
Pasaba lo mismo cada noche. Y luego, el silencio. Un silencio lleno de poesía. De
paz. De ruido. Vivía en una casa donde ruido y silencio eran la misma cosa.
Cuando el ruido se escondió de nuevo entre las baldosas o detrás de los muebles o
en las cajas de las persianas o en las tuberías, se puso el pijama y fue al baño a orinar.
Mambo torció el gesto con ternura, le gustaba mirar a su dueño inmerso en su
inevitable cotidianidad, era como un cuadro para él: un cuadro semivivo de colores
grises.
Después de tirar de la cadena, decidió lavarse los dientes. Y justo en ese
momento, al mirarse casualmente en el espejo cuando se disponía a untar el dentífrico
en el cepillo, se dio cuenta de que tenía cara de tonto. Tiró el cepillo al lavabo, bajó la
cabeza para contemplar a su compañero, hecho un ovillo junto a la entrada del baño,
lo cogió con falso desdén y se lo llevó al colchón del oscuro salón para que durmiese
a sus pies.

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UNA MAÑANA DE DOMINGO

La luz de un nuevo día le ha despertado. Tras unos minutos de perezosa indecisión, se


levanta de la cama. Camina hacia el cuarto de baño. Se lava la cara, las manos, los
dientes. Se mira en el espejo. No le gusta lo que ve.
Vuelve a su habitación. Se asoma a la ventana. No es una hermosa vista, apenas
unos sucios y viejos tejados. Mira el reloj y piensa que debería darse prisa. Tiene
cosas que hacer. Pero la llamada del deber no consigue vencer a la apatía. Esa
indolencia es la que siempre le ha hecho llegar tarde a todos los sitios. Por ella llegó
tarde a su graduación. Le hizo llegar tarde a las entrevistas de trabajo, a sus citas
amorosas, a las reuniones familiares. Pero no sólo eso: llegó tarde al descubrimiento
del sexo, a la verdadera amistad, a ganarse la confianza de sus padres, de sus jefes, de
su casero…
Ya nada le importa. Es una triste y lluviosa mañana de domingo y sabe que
siempre llegará tarde. Piensa si algún día será feliz, si encontrará a la mujer de su
vida: alguien con quien pasear tranquilamente por un parque bajo un sol agradable,
alguien con quien concebir unos niños hermosos, alguien a quien dar caricias, a quien
decir te quiero; una mujer que le entienda, que le ame, que le enseñe a vivir. Pero no
tiene demasiadas esperanzas.
Se vuelve a mirar en el espejo, y se ve tan viejo y sucio como esos tejados. Se
pregunta si algún día esa mujer que no conoce y que ni siquiera sabe si existe le
rescatará de la soledad, de la desidia, de su indiferencia ante la vida. Pero ya no
espera nada del amor. Es más, ya no cree en el amor, porque ya no cree en nada.
Recibe una llamada telefónica y una voz al otro lado del teléfono le pregunta si
está preparado. Él dice «sí» aunque está sin vestir. Mira el reloj y empieza a ponerse
la ropa.
Y, mientras la lluvia encharca la ciudad esa triste mañana de domingo, se da prisa
para no llegar tarde a la boda, a su propia boda.

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LOS GRIFOS QUE MANAN

A primera vista el divorcio de mi amigo Josán no fue un suceso traumático. «Marta


ha conocido a otro». Así de sencillo, ni un ápice de amargura en su voz mientras me
lo contaba. Ignoro si se lo tomó con tanta calma por determinación o porque en
verdad deseaba estar solo, libre de las presiones de una mujer que pudiera coartar sus
expectativas. Pero ¿qué libertad?, ¿qué expectativas? Después de la separación se
limitó a seguir la rutina de siempre: ocho horas de jornada laboral como vigilante de
seguridad, su partida de mus cada jueves, la copa de whisky mientras miraba en el
televisor el partido de fútbol…
Josán y yo nos conocemos desde el colegio. Nunca tuvo una vida fácil; más bien
todo lo contrario. Quizá eso le enseñó a aceptar el destino en su justa dimensión, que
muchas veces es todo menos justa. Su pasividad en temas sentimentales me irritaba
(quizá porque en el fondo envidiaba esa paz interior que a mí siempre me faltó con
las mujeres).
Así que lo arreglaron todo en cuestión de semanas: ella le devolvió su escasa
aportación en el piso que habían comprado a medias, y él, «por ahora», alquiló un
pequeño apartamento en un barrio periférico. Reinaba la armonía. Valga como
ejemplo el hecho de que Marta le ayudase en la mudanza.
—Él también nos ha echado una mano…
—¡Él! Dirás más bien que tú les has echado una mano a ellos. ¿Es que no tienes
orgullo?
Josán se encogió de hombros. Nunca fue el prototipo de vigilante de seguridad: le
faltaba carácter.
En un acto de amistad al que me sentí ingenuamente obligado quise hacerle
compañía en aquellos sus primeros días de libertad recobrada. Le visitaba cada tarde,
a veces acompañado de algún amigo común. Aunque nadie lo mencionara, temíamos
que volviera a recaer en vicios antiguos.
Tal como había prometido la empleada de la agencia inmobiliaria, el apartamento
de Josán era pequeño pero confortable: una cocina americana, un salón, un baño
pequeño, una habitación grande y una terraza que daba a la iglesia del barrio.
Cincuenta metros bien aprovechados.
Respiró tranquilo: todo marchaba estupendamente.
Al parecer Marta le telefoneaba casi todos los días (cargo de conciencia,
supongo), aunque sospechosamente aquellas supuestas llamadas nunca coincidían
con mis visitas.
Josán, evitando caer en la melancolía, optó por disfrutar el lado positivo: ahora
tenía un espacio a su entera disposición del que podía entrar y salir cuando le viniera
en gana, sin dar explicaciones a nadie. Tampoco se jactaba de su autonomía, se
limitaba a vivirla. Una situación (confieso mi maldad) frustrante: hubiese preferido

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algún gimoteo por su parte, confesiones arrebatadas, algo. Pero no. Estaba dotado de
una envidiable capacidad para desvincularse de los lazos afectivos por muy
profundos que éstos pudieran haber sido en el pasado.
Como decía, todo le iba bien. Pero al cabo de un mes el grifo de la bañera empezó
a dar problemas.
—Lo he desmontado y lo he vuelto a montar. Pero nada, gotea sin parar…
Cuando vine a vivir aquí ya perdía agua, pero entonces era un goteo muy distanciado.
Yo miré el grifo, pero desde luego no me arremangué la camisa. Los trabajos
manuales nunca fueron mi especialidad.
—Te daré el teléfono de Eugenio. Es un fontanero muy bueno. Y no cobra caro.
Josán me explicó que aquella zona era conocida popularmente como El Calerizo:
recibían el agua de un pozo con un alto contenido en cal.
—Los vecinos ya me han puesto sobre aviso: aquí se estropea fácilmente
cualquier aparato que esté en contacto con el agua. El lavavajillas, el calentador, los
grifos…
—Vaya faena, ¿no?
—Hay una obra pendiente de aprobación a cargo del Ayuntamiento para traer
agua del pantano principal. Cuestión de tiempo —sonrió sin demasiada convicción—.
Tomemos algo. ¿Una cerveza?
Eugenio, después de un par de llamadas por parte de Josán y otras dos por la mía,
se dignó acudir. Según me contó mi amigo, tras un vistazo fugaz desmontó los grifos,
donde halló una gran acumulación de cal, tal como cabría esperar.
—Había piedras, incluso. Al calentarse el agua, la cal se solidifica —explicó.
Después de limpiarlos, Eugenio le recomendó que comprara grifos para toda la
casa, él se encargaría de instalarlos. Y se marchó casi sin despedirse.
Josán no tardó en comprar los grifos.
—Tu amigo Eugenio se hace rogar —me dijo mientras cenábamos en su casa—.
Hace cuatro días que tengo los grifos. Ya le he telefoneado en dos ocasiones…
—Le llamaré de nuevo. Ya sabes cómo son los fontaneros.
Descolgué el teléfono del salón y marqué un número. Eugenio prometió ir al día
siguiente.
Aquel teléfono sonaba a veces. Su madre, su hermano, amigos. Todos querían
saber qué tal se encontraba, preguntas lógicas teniendo en cuenta su reciente divorcio.
Nada, no había manera de sonsacarle un reproche, un insulto hacia su ex mujer. (Creo
que todos hubiésemos preferido un divorcio más escénico. Por morbo, por curiosidad,
qué sé yo: a ver cómo se desenvolvía ante esos desengaños que todos hemos vivido
alguna vez). Pero o no le interesaba el drama o lo evitaba sibilinamente.
Eugenio, como había prometido, se presentó al día siguiente. Montó los grifos. El
de la cocina, los dos del lavadero de la terraza colindante a la cocina, el del lavabo y
el del bidet. Trató de poner el de la bañera, pero se dio cuenta de que había una fuga
de agua. «Tengo que romper las baldosas», dijo. Josán asintió con resignación. Y fue

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en busca de un cincel y un martillo. Eugenio descubrió rápidamente la pared del
baño. La avería estaba en el codo, la pieza que une la tubería al grifo. «Está picado».
Bajó al coche y subió inmediatamente con las herramientas necesarias para soldar un
codo nuevo.
—Tendrá que llamar a un albañil para que ponga los azulejos —sentenció cuando
hubo terminado—. Después llámeme. Volveré para instalar el grifo.
Y una vez más se fue a toda velocidad.
—Como si le hubiesen puesto un petardo en el trasero —se quejaba Josán.
—Bueno, pues ya está, asunto solucionado.
—Sí, menos mal.
Pero sucedió que los azulejos del cuarto de baño, blancos con destellos rosas y
grises, ya no se fabricaban. En el almacén de materiales de construcción (estuvo en
todos los almacenes de la ciudad) miraban aquella muestra como si fuera una reliquia
mesopotámica.
—¡Uf… hace años que no vendemos esos azulejos! —silbaban.
Tuvo que comprar otros, completamente blancos. «Al fin y al cabo, al correr las
cortinas del baño no se notará el parche».
Encontré a un albañil que estaba disponible, un tipo grueso y alto que años atrás
había hecho una chapuza en casa de mis padres. Se llamaba Cicuta. Construcciones
Cicuta. Siempre pensé que un nombre tan agresivo espantaría a los posibles clientes.
Pero ya se sabe que un sector duro como el de la albañilería no está para lirismos.
Además, qué le iba a hacer si se apellidaba así… Cicuta no tardó mucho en hacer su
trabajo, ni siquiera tuvo que picar la pared, se limitó a poner una capa de silicona para
pegar las baldosas sobre el cemento seco. No fue una obra de arte, pero tampoco
cobró demasiado.
Aquella tarde estuve en casa de Josán, tomando una cerveza.
—Mañana vendrá Eugenio —dijo con una media sonrisa.
No volví a pasar por su casa hasta varias semanas después. Como Josán no tenía
ningún problema importante (aparte de los domésticos), mi labor pastoral podría
tomarse un descanso.
En aquellos tiempos había una mujer en mi vida. (Siempre hay una mujer). Yo
dormía en su casa al menos tres veces por semana. Sábanas de raso, besos ardientes y
zumo de naranja por las mañanas. Así pues, inmerso en mis propios asuntos, me
olvidé durante un tiempo de mi amigo. Algo que ella acabó por agradecer.
—Me alegro de que ya se haya solucionado el problema de los grifos. Confieso
que no echo de menos tus crónicas sobre codos, azulejos y cañerías —se mofaba.
¿De veras me habría obsesionado? Es posible. Lo cual no deja de ser una
contradicción, porque yo también pensaba lo mismo de Josán: sus angustias
domésticas, obsesivas como bien había insinuado Ana, nos impedían mantener
conversaciones, digamos, profundas, tal como hubiese sido mi deseo. Se había
envuelto en una coraza de banalidades difícil de traspasar. Pues al parecer todas

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aquellas digresiones sobre grifos que yo soportaba en casa de Josán las reproducía
fielmente ante la distraída atención de Ana.
—Siento haber sido tan pesado.
—No, está bien.
¿De veras estaba bien? ¿De veras sentía yo haber sido tan plomazo? No estaba
muy seguro de ello. Últimamente apenas hablábamos, si acaso alguna vez lo hicimos.
(Corrijo: no es que no habláramos; lo hacíamos, pero eran más bien monólogos. Dos
monólogos mal sincronizados). Me había acostumbrado a sus bostezos cada vez que
yo pronunciaba más de cuatro frases seguidas. Quizá ahora bostezaba con motivos.
Ana era propietaria de una joyería. No era un negocio envidiable pero le sacaba
cierta rentabilidad. La tienda, aunque pequeña, tenía una clientela distinguida, algo
que a ella le halagaba. Por casualidad o por error un día asistió con una amiga a la
presentación de un libro y le gustó el autor. Adivinó en él cierta falta de cariño. (Las
mujeres siempre adivinan). No le fue muy difícil conquistarlo. Pero al poco descubrió
que sus libros no se vendían, que no obtenía un céntimo de ellos. O sea que no era
más que otro aspirante a escritor. Y así fue como pasé de ser una conquista
falsamente glamurosa a ser otra joya de su propiedad. Una joya de escaso valor.
—Tal vez deberías cambiar de estilo…
—¿No te gusta?
—No es eso… —y ahí se callaba.
O sea que no le gustaba mi estilo. Mis relatos. Mis poemas. Todo demasiado
mundano. Demasiadas calles oscuras, graffiti y túneles que no llevan a ninguna parte.
—Son historias tristes. Algunas están bien pero…
Sí, algunas estaban bien. Aquéllas en las que había cierto humor (un humor que
he perdido con el paso de los años).
—Parece que siempre estás justificándote, pidiendo perdón. Me da rabia que no
seas más… optimista. Tengo ganas de verte sonreír por dentro.
«Optimista» era un eufemismo. Y «rabia», otro. Tenía cierto manejo con los
eufemismos. Lo de «sonreír por dentro» me despistaba: no sé de qué manual de
autoayuda lo habría sacado.
El pesimismo de mis narraciones era un pesimismo vital, autobiográfico. En ellas
describía mis malandanzas, los bares que durante mucho tiempo estuve cerrando
noche tras noche. Mujeres decadentes, alcohol, conflictos familiares, desencanto.
Como hombre cansado de la vida pensaba que podría parecerme, si me lo proponía, a
Francisco Umbral, padre de esa urbe literaria (que siempre era Madrid) donde el
personaje principal de la novela (que siempre era él) se encamaba con mujeres de
mala vida que escuchaban sus improvisadas peroratas sobre literatura: generación del
98, surrealismo, dadaísmo, Valle, Baroja… ¡Y ellas escuchaban! (Por eso leía yo sus
novelas, porque ellas escuchaban). Pero Ana, que no era una mujer de mala vida ni
cerraba los bares a altas horas de la madrugada, no escuchaba. Ese ambiente no le
interesaba, se alejaba demasiado de sus intereses: joyas, perfumes y cinco horas

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semanales de gimnasio. Mis experiencias le resultaban lejanas, dramáticas, falsas. Sin
embargo, cuando coincidíamos con sus amigos emperifollados no tenía inconveniente
en devolverme el papel de novio escritor. Pero yo no era su novio. Y tampoco era
escritor.
Así que en aquella pensión que era su casa yo a veces encontraba una caricia, un
beso, una reprimenda, un préstamo… Un menú variado que dependía del estado de
ánimo de la casera.
—Deberías dejar de escribir y buscar un trabajo estable. Escribir está bien… pero
de algo hay que vivir.
Para Ana, como para la mayoría, había que vivir de algo para poder vivir. A ella
no le había ido mal, quizá porque había sabido elegir el camino correcto, esa ruta que
seguir a toda costa. Yo era un ser disipado que caminaba en zigzag, sin rumbo
definido.
—Tu problema es que no sigues una línea recta.
(Si leyera estos folios que ahora emborrono, se quejaría de mi falta de definición.
Diría: «Empiezas escribiendo sobre los grifos de tu amigo y después abandonas el
argumento para hablar de ti. ¿Ves?, esto es lo que yo llamo “justificarse”: aprovechar
la historia de los demás para contar tu historia». Yo no respondería. Como no
respondía entonces. Para qué. Por aquella época ya había descubierto que sin un
editor —el que tenía empezaba a poner pegas a todos los trabajos que le enviaba—,
sin lectores, sin talento quizá, la cuestión no era escribir «para» sino escribir «por».
Me olvidé de Umbral, de sus bares y sus mujeres, de su blanca bufanda nihilista. Y en
cierta manera me olvidé de la literatura, tal como ella deseaba).
Josán llamó por teléfono para ponerme al corriente:
—Tu amigo Eugenio no volvió por aquí.
—¿En serio? Lo siento. Trataré de localizarlo.
—¿Sabes?, instalé el grifo. No resultó difícil. Pero unos días después descubrí una
mancha de humedad en el pasillo. Una mancha que aumentaba de tamaño conforme
pasaban los días… ¿Puedes venir?
—Está bien. Iré.
Nada más abrir la puerta me condujo hasta el cuarto de baño, como si yo fuese, en
vez de un amigo, el fontanero que habría de solucionar su problema.
—¿Qué te parece? Parece surrealista.
(Surrealista, kafkiano, goyesco… Adjetivar a toda costa. Aunque no se sepa muy
bien quién fue Kafka, Goya o el surrealismo).
Miré: un boquete abierto en un rincón del baño que había traspasado el tabique.
Visto desde ambos lados (el baño y el pasillo) tuve que reconocer que aquel dibujo
grotesco en la pared, símbolo de la rebelde avería, empezaba a ser algo surrealista.
—Un amigo de mi padre se ofreció a echarme una mano. Está jubilado pero
parece ser que había sido fontanero durante años… Pensó que ahí podría estar la fuga
—señalaba la mancha de humedad como si fuera un campesino indicando a la policía

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un cadáver descubierto por casualidad entre la maleza— y no se le ocurrió otra cosa
que descubrir —«descubrir», no lo dije antes, es el verbo que emplean los albañiles
en vez de «destruir», quizá porque descubrir y destruir son a menudo verbos
sinónimos. Lo decía Bakunin: hay que destruir el Estado antes de fundar otro—. Pero
ahí no hay ninguna tubería… Me estoy volviendo loco.
—No sé qué decirte. Tendrás que llamar a otro fontanero.
—Ya lo he hecho. Pero ninguno quiere venir. Un par de ellos prometieron hacerlo
la semana pasada. Esperé durante toda la mañana, pero no se presentaron. Estas obras
tan pequeñas no les interesan. ¡Son unos cerdos!
Arremetió vehementemente contra los fontaneros. Ahora que estaba haciendo
guardias de noche y llegaba a casa a las ocho de la mañana, tenía que hacer un
esfuerzo para no caer dormido mientras trataba de localizar o esperaba (cuando ya lo
había localizado) al fontanero de turno. Se le notaba realmente desesperado.
—Si la pérdida de agua se ha desplazado desde la bañera hasta la pared del
pasillo, no te extrañe que también haya inundado el techo del piso de abajo.
Su bufido de desesperación me llevó a la convicción de que debería haberme
ahorrado aquel comentario.
—Sería ya lo último —murmuró.
Yo me preguntaba por qué se agobiaba tanto, al fin y al cabo todo era cuestión de
encontrar a un profesional competente que rematase aquel trabajo; más tarde me
enteré de que le aterraba que fuese una avería grave, tras el divorcio su saldo bancario
se había resentido notablemente. Ya había pedido un préstamo a su madre. Y otro al
banco.
—Yo no sé mucho de estas cosas… pero es posible que el codo que montó
Eugenio se haya torcido. O el del otro grifo, quién sabe. Podemos descubrir los
azulejos, si quieres —yo hablaba ya como un pseudoespecialista. Un Bakunin
amateur de la albañilería.
—No, mejor no. Llamaré mañana a alguien.
—Está bien.
Aquella noche dormí con Ana. Y, como si presintiera algo, preguntó:
—¿Qué tal le va a Josán?
—No sé —respondí—. Hace tiempo que no lo veo.
Yo trabajaba en la recepción de un hotel de segunda, de doce de la noche a ocho
de la mañana, los domingos libres. Un trabajo que me permitía leer y escribir. Todo lo
que tenía que hacer era entregar las llaves de las habitaciones y despertar cada
mañana a los clientes que lo solicitaran. Por segunda vez en menos de quince días me
quedé dormido. Los dos empleados de RENFE, que ocupaban las habitaciones 203 y
204, se quejaron al jefe: por mi culpa ellos también se habían quedado dormidos. Me
despidieron. Volvía a estar en la calle.
A partir de aquel momento buscaba con la inseguridad de un bebé indefenso
aquellas sábanas de raso, necesitaba esconderme bajo ellas: del mundo, de los

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trabajos mal remunerados, de mi sobrio estilo narrativo. Pero aquellas sábanas se
escapaban de mis manos, cada vez me costaba más sujetarme a ellas. Tarde o
temprano, lo sabía bien, aquel raso dejaría de ser mío para pertenecer a otras manos
más firmes. A veces las imaginaba: pulcras, acicaladas, las uñas bien recortadas;
imaginaba incluso un anillo de matrimonio, algo que siempre da solera a una cama
que pretende ser moderna. Sin darme cuenta me sentí invasor de un territorio que
histórica y culturalmente no había sido nunca mío.
Por fin llegaron los fontaneros. Josán los trató como hijos pródigos. A uno de
ellos lo conocía: era el dueño de uno de los pisos en alquiler que había visto antes de
decantarse por el apartamento.
El hombre bromeaba mientras quitaba el grifo:
—Si hubiera alquilado el mío, no hubiera tenido problemas de este tipo.
Josán sonrió.
Al poner el grifo se dio cuenta de que la rosca que lo conectaba a la toma de agua
estaba mellada.
Josán le explicó que aquel grifo había sido montado una y otra vez.
—Me temo que ha de comprar otro.
—¿Otro? ¿Es que no venden esta pieza suelta?
—No. Y es una pena, porque el grifo está nuevo.
—Sí. Y me costó caro, es un grifo muy bueno.
—Estas cosas pasan. Cuando haya comprado otro, llámenos.
Aquella misma tarde fue a un par de ferreterías. No vendían la pieza. Decidió
pasar por la tienda donde lo había comprado. Tampoco allí vendían la tuerca. Josán
bufó. El hombre se apiadó y decidió darle otro grifo nuevo, idéntico, pese a que la
venta se había realizado hacía más de un mes. Josán se sintió en deuda con él.
A Carlos y Fernando, a quienes llamó al día siguiente, les sorprendió también la
generosidad del dependiente.
—Puedes darte con un canto en los dientes. Ni siquiera nos lo hubieran cambiado
a nosotros, que somos clientes habituales.
Diez minutos después habían acabado. Josán pagó satisfecho y les dio las gracias.
Como si se hubiera quitado un gran peso de encima, se tumbó en el sofá, donde se
quedó dormido. Cuando despertó fue al baño a orinar y vio que el grifo seguía
manando, ahora más que nunca. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar.
Alguien se estaba riendo de él.
—¿Y qué hiciste entonces? —pregunté.
—Les llamé de nuevo. Vinieron en seguida. Hay que reconocer que son gente
muy formal. ¿Sabes qué dijeron? Que tenían que descubrir nuevamente la pared.
—Increíble.
—Sí. Alguien me ha echado un maleficio.
Eso mismo estaba pensando yo cuando me escuché decir:
—Tonterías.

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—Menos mal que hallaron rápidamente la avería: la tubería de agua caliente
perdía agua por dos puntos.
—¿Y has tenido que cambiar la tubería?
—No. Ha sido suficiente con soldarla.
—Menos mal. Ya tienes entonces el grifo en funcionamiento, ¿no?
—Pues no, mañana va a venir un albañil, amigo de los fontaneros. En cuanto
ponga los azulejos, he de llamar a los fontaneros para que pongan el grifo otra vez.
Ni las obras de El Escorial, pensé. Entonces le conté cómo un pequeño asunto
puede traer de cabeza a una persona cabal. Le resumí el argumento de un cuento de
Maupassant: «El collar».
—Una mujer pierde un collar que le han prestado y tiene que comprar otro (muy
caro) para devolvérselo a la dueña sin que se entere de la pérdida. Todo el cuento gira
en torno al collar.
—Qué cosas —dijo—. ¿Cómo dices que se llama ese escritor francés?
—Mo-pa-sán.
—No sé… no me suena su nombre. ¿Sale en la tele?
Vivía con dos estudiantes de informática en un piso de alquiler. La primera vez
que entré en él me asusté: una abultada alfombra de polvo recorría todo el pasillo. Era
una casa grande y bien iluminada que en su momento tuvo que haber sido un buen
lugar. Ahora no era más que una covacha, vieja, sucia, hostil. Pero muy barata, todo
sea dicho.
Mi relación con mis compañeros de piso era casi inexistente, en parte porque
apenas nos veíamos. No compartía demasiado sus ideas, si es que tenían ideas. Pero
prefería llevarme bien con ellos: no ponían reparos en echarme una mano cuando mi
ordenador se estropeaba, algo muy habitual.
A mis padres tampoco les gustaron. Ni el piso ni ellos. Después de la última
discusión comprendí (si acaso no lo sabía ya) que yo tampoco les gustaba. Poco a
poco perdimos el contacto. No puedo criticarles, entiendo su decepción: hubiesen
deseado que yo fuese de otra manera. En eso coincido con ellos.
Cicuta envió a uno de sus empleados. Josán me contó que fue incapaz de reprimir
cierta turbación al abrir la puerta: el hombre era canijo, con poco pelo, contrahecho,
la cabeza ladeada hacia la izquierda.
—No por nada. Fue sólo un gesto de sorpresa —se excusaba—. Espero que él no
lo notara… Pero tenías que haberle visto, el pobre hombre tenía completamente
desviada la columna vertebral. Parecía como de película. No mediría más de metro y
medio y…
—¿Puso los azulejos? —le corté. No quería que se explayara con más detalles.
—Sí, pero déjame que te cuente: el tipo era un poco caradura. Trabajaba lento,
muy lento… Al final tomó confianza y me buscaba por la casa para pedirme algo.
Pero en verdad lo que quería era charlar. Y de qué manera… Me contó toda su vida.
Casado, un hijo, varios años trabajando en Ibiza… ¡Pero sabes cuánto me ha cobrado!

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60 euros. ¡60 euros por una hora y media de trabajo! Más tres cervezas que se tomó.
Estaba encantado. Y eso que no le puse pincho.
—Ya sabes cómo son estas cosas.
—Sí…
—Hablemos de lo importante —atajé, harto de enredar con el hilo telefónico
mientras escuchaba su perorata—. ¿Ya está…?
—Sí. Sí y no. Al día siguiente llamé a los fontaneros. Y mientras ponían el grifo
se cayó uno de los baldosines. Estoy gafado.
—No vamos a discutir lo que es obvio.
—Telefoneé al albañil. Mañana vendrá. Espero que no cobre nada.
—No creo, ya verás.
Yo tenía razón: el albañil le puso aquel baldosín en apenas un cuarto de hora. No
le cobró nada.
—Venía con su hijo, un niño pequeño —me contaría días después—. Sin ninguna
traba física. ¡Se comió dos donuts de chocolate, y su padre se bebió otras dos
cervezas! Y en eso en quince minutos —se reía Josán, ahora feliz—. Oye, te invito a
cenar. Para celebrarlo.
Quise negarme, pero no pude. ¡Cómo no celebrar que le habían arreglado una
pequeña avería doméstica! Sería toda una traición por mi parte.
Aquella noche se esmeró: preparó sopa de pescado y estofado de ternera. Y
después nos tumbamos en la terraza para fumar unos canutos.
—¿Te imaginas que el grifo esté perdiendo agua, ahora mismo, inundando gota a
gota la casa? Quizá tengamos que llamar a los bomberos —dije.
—¡Calla, no digas tonterías!
A continuación encendió un canuto y empezó a lanzar anillos de humo hacia las
estrellas.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, perfectamente. ¿Cómo dijiste que se llamaba ese escritor del collar?
—Maupassant.
—Mo-pa-sán —decía mi amigo una y otra vez, como si aquello fuera un chiste.
En cualquier caso acabó por contagiarme el buen humor. Mientras aprendiera a reír
por dentro, no estaba de más hacerlo por fuera.
—Mo-pa-sán, jajaja.
—Mo-pa-sán, jajaja.
Agotadas las fuerzas, caímos rendidos al sueño como dos niños pequeños.

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FRANCISCO RODRÍGUEZ CRIADO (Cáceres, 1967) es un escritor español, autor de
novelas, cuentos, microrrelatos y obras de teatro. Es columnista de El Periódico
Extremadura y ha impartido cursos de escritura creativa. Entre otras obras, ha
publicado las novelas Historias de Ciconia (2008) y Mi querido Dostoievski (2012),
las recopilaciones de cuentos Sopa de pescado (2001), Los Bustamante, una familia
del siglo XXI (2001), Siete minutos (2003), Textamentos (2005) y Un elefante en
Harrods (2006) y las obras de teatro Trenes para María (2012) y Una casa bien
iluminada (2012).

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