Mitos x2
Mitos x2
Mitos x2
Cuando Júpiter llegaba a las montañas, las ninfas del bosque corrían a abrazar al festivo dios, y jugaban y reían
con él en heladas cascadas y en frescos y verdes pozos.
Juno, la esposa de Júpiter, que era muy celosa, con frecuencia espiaba por las faldas de la montaña, tratando de
sorprender a su esposo con las ninfas. Pero cada vez que la diosa estaba a punto de descubrirlo, una ninfa
encantadora llamada Eco le salía al paso y, entablando una animada conversación, hacía todo cuanto estaba a su
alcance para entretener a la diosa mientras Júpiter y las otras ninfas escapaban. Finalmente, en una ocasión Juno
descubrió que la ninfa había estado engañándola, y llena de ira estalló:
-¡Tu lengua ha estado poniéndome en ridículo! -vociferó contra Eco-. ¡De ahora en adelante tu voz será más
breve, querida mía! ¡Siempre podrás decir la última palabra, pero nunca la primera!
Desde ese día, la pobre Eco sólo puede repetir la última palabra de lo que los otros dicen.
Un día Eco descubrió a un muchacho de cabellos dorados que estaba cazando ciervos en el bosque. Se llamaba
Narciso y era el joven más hermoso de la floresta. Cualquiera que lo mirara, quedaba inmediatamente enamorado de
él, pero éste nunca quería saber nada de nadie, tal era su engreimiento.
Cuando Eco vio por primera vez a Narciso, su corazón ardió como una antorcha. Lo siguió en secreto por los
bosques y a cada paso lo amaba más. Poco a poco se fue acercando, hasta que aquél pudo oír el crujir de las ramas,
y dándose vuelta, gritó:
-¿Quién está aquí?
Desde detrás de un árbol, Eco repitió la última palabra:
-¡Aquí!
Narciso miró extrañado.
-¿Quién eres tú? ¡Ven acá! -dijo.
Narciso escudriñó el bosque, pero no pudo encontrar a la ninfa.
-¡Deja de esconderte! ¡Encontrémonos! -gritó.
-¡Encontrémonos! -exclamó Eco, y luego, saliendo de entre los árboles, corrió a besar a Narciso.
Cuando el joven sintió que la ninfa se abrazaba a su cuello, entró en pánico, y la rechazaba gritando:
-¡Déjame tranquilo! ¡Mejor morir que permitirte que me ames!
-¡Me ames! -fue lo único que la pobre Eco pudo decir mientras veía cómo Narciso huía de ella a través de la
floresta.
-¡Me ames! ¡Me ames! ¡Me ames!
Entre tanto, Narciso cazaba en el bosque, cuidando sólo de sí mismo, hasta que un día descubrió un estanque
escondido, cuya superficie relucía como la plata. Ni pastor, ni jabalí, ni ganados habían enturbiado sus aguas; ni
pájaros, ni hojas. Sólo el sol se permitía danzar sobre ese espejo.
Fatigado de la caza y ansiando calmar la sed, Narciso se tendió boca abajo y se inclinó sobre el agua; pero
cuando miró la lisa superficie, vio a alguien que lo observaba.
Narciso quedó hechizado. Unos ojos como estrellas gemelas, y enmarcados por cabellos tan dorados como los de
Apolo y por mejillas tan tersas como el marfil, lo miraban desde el fondo del agua; pero cuando se agachó para besar
esos labios perfectos, lo único que tocó fue el agua de la fuente. Y, cuando buscó y quiso abrazar esa visión de tal
belleza, no encontró a nadie.
"¿Qué amor podrá ser más cruel que éste?", se lamentó. "Cuando mis labios besan al amado, ¡sólo encuentran el
agua! Cuando busco a mi amado, ¡sólo toco el agua!
Narciso comenzó a sollozar. Y, mientras se enjugaba las lágrimas, la persona del agua también se enjugaba las
suyas.
"¡Oh, no!", se lamentó el doncel. "Ahora adivino la verdad: estoy llorando por mí mismo! ¡Estoy suspirando por mi
propio reflejo!"
A medida que lloraba con más fuerza, sus lágrimas enturbiaban la cristalina superficie del estanque y hacían
desaparecer el reflejo.
-¡Regresa! ¿A dónde has ido? -gritaba el joven-. ¡Te amo tanto! ¡Al menos quédate y déjame mirarte!
Día tras día, enamorado, estuvo Narciso buscando en el agua su propio reflejo. Lleno de pesadumbre empezó a
enfermar, hasta que una triste mañana se dio cuenta de que estaba muriendo.
-¡Adiós, amor mío! -le gritó a su reflejo.
-¡Adiós, amor mío! -le gritó Eco a Narciso desde su caverna del fondo del bosque.
Luego, Narciso exhaló su último suspiro.
Después de su muerte, las ninfas del agua y las ninfas del bosque buscaron su cuerpo, pero todo lo que pudieron
hallar fue una magnífica y bella flor escondida al pie del estanque en donde el joven había estado suspirando por su
propia imagen. La flor tenía pétalos blancos y centro amarillo, y desde entonces, se le llamó Narciso.
Entretanto, ¡ay!, la pobre Eco, desolada después de la muerte de su amado, no quiso volver a comer o a dormir.
Mientras permanecía abandonada en la caverna, su belleza se fue esfumando; y se volvió tan delgada, que al fin lo
único que quedó de ella fue la voz. Desde entonces, la voz solitaria de Eco se oye en las montañas cuando repite las
últimas palabras que alguien dice.
El concurso de tejido. La historia de Minerva y Aracne
de Ovidio (versión)
Aracne era una campesina orgullosa y, a la vez, una admirable hilandera y tejedora. Las ninfas del agua dejaban
sus ríos, y las ninfas del bosque sus florestas para venir a ver cómo Aracne remojaba la lana en tinturas de color
carmesí, tomaba luego los largos hilos y, con sus hábiles dedos, tejía exquisitos tapices.
-¡Ah! ¡Minerva debió de ser quien te dio semejante don! –dijo un día una de las ninfas del bosque, refiriéndose a la
diosa del tejido y de las artes manuales.
Aracne echó atrás la cabeza y exclamó:
-¡Oh, no! ¡Minerva no me ha enseñado nada! ¡Todo lo que sé, lo he aprendido yo sola! – y enseguida, decidió
retar a la diosa a competir con ella:
-¡Veamos quién de las dos merece llamarse la diosa del telar!
Las ninfas, ante tal cúmulo de propósitos desdeñosos lanzados contra una diosa del Olimpo llena de poder, se
cubrieron la boca horrorizadas.
Y tenían razón, porque cuando Minerva se enteró de semejantes pretensiones, se enfureció. Inmediatamente
adoptó la apariencia de una anciana de pelo gris, y cojeando, ayudada de un bastón, se dirigió hacia la cabaña de
Aracne.
Cuando ésta abrió la puerta, Minerva, amenazándola con su dedo nudoso, le dijo:
-Si yo estuviera en tu lugar, no andaría comparándome de manera tan engreída con la gran diosa Minerva, y
humildemente le pediría perdón por tus palabras arrogantes.
-¡Ridícula, tonta! –repuso Aracne-. ¿Quién eres tú para venir ante mi puerta a decirme lo que debo hacer? ¡Si esa
diosa tiene al menos la mitad del poder que la gente le atribuye, que se presente aquí y lo demuestre!
-¡Aquí está ella! –anunció una potente voz y, ante los ojos de la joven, la anciana se convirtió al instante en la
diosa Minerva.
Aracne enrojeció de vergüenza. Sin embargo, se mantuvo desafiante, y en forma temeraria caminó hacia su
destino.
-¡Hola, Minerva! –dijo-. ¿Al fin vas a decidirte a competir conmigo?
Minerva se limitó a lanzarle una mirada de fuego a la joven, mientras las ninfas, acobardadas al oír tanta
insolencia, atisbaban desde detrás de los árboles.
-Entra si quieres –dijo Aracne dejándole libre el paso a la diosa.
Sin hablar, entró Minerva en la cabaña, mientras algunas servidoras se apresuraban a preparar dos telares.
Luego, Minerva y Aracne se recogieron las largas túnicas y se dispusieron a trabajar. Sus veloces dedos se movían
de arriba abajo, dejando a su paso arco iris de todos los colores: morados oscuros, rosados, dorados y carmesíes.
Minerva tejió un tapiz en el que se veían los doce dioses y diosas más grandes del Olimpo; pero el de Aracne
mostraba no sólo los dioses y las diosas, sino también sus aventuras. Luego, la joven rebordeó su magnífica obra
con una franja de flores y de yedra.
Las ninfas del río y del bosque miraban con pavor el tapiz de Aracne. Sin duda su trabajo era superior al de
Minerva, y hasta la diosa Envidia, inspeccionándolo con altivez, dijo:
-No hay en él ningún defecto.
Al oír las palabras de Envidia, estalló Minerva. Rasgó el tapiz de Aracne y la golpeó sin compasión, hasta que
Aracne, cubierta de oprobio y de humillación, salió arrastrándose y trató de ahorcarse.
Finalmente, movida por un poco de piedad, Minerva dijo:
-Podrás vivir, Aracne, pero permanecerás colgada para siempre, ¡y tejerás en el aire!
Luego, la vengativa diosa la roció con vedegambre, de tal manera que el cabello de la joven, lo mismo que la nariz
y las orejas, fueron desapareciendo. Con la cabeza reducida a un tamaño mínimo, toda ella quedó convertida en un
vientre gigantesco. Sin embargo, sus dedos pudieron seguir tejiendo, y en pocos minutos Aracne, la primera araña de
la tierra, tejió su primera y magnífica tela.