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Norma Etcheverry - País Niño

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Tapa

País niño
Norma Etcheverry
País niño
Norma
Etcheverry
Proyecto Hybris ediciones
Preciosa infancia
Radio Colonia A César Cantoni

Cada día invariablemente

a las 7 am cuando abría los ojos

venía a mí

esa voz familiar y pegadiza

del locutor de Radio Colonia

que a cada rato repetía

“Hay más informaciones

para este boletín….”

No entendía por qué mi madre

cada mañana

escuchaba las noticias de nuestro país

en una radio uruguaya.


Lo sencillo

Las casas del barrio

se dividían entre sí con cercos

de alambrado.

Por sobre los tapiales

flameaban sábanas

y un sinfín de prendas que se agitaban

sin pudor.

Un carnaval de colores desplegado

sobre los techos sencillos

de esas casas

era la vida.

Fluía

sin que nosotros nos percatáramos

de su extrañeza.
Patios

Siempre había higueras

en esos patios

donde trepar en la aventura de la tarde

era escaparse

a la hora de la siesta.

No coman higos calientes, se van a empachar

tan extraña y familiar me llega ahora

la indiscutible advertencia,

pero ningún empacho, y todos los higos.

Ninguna cosa más que subir,

subir y rasparse las piernas,

y ese grosor y esa aspereza

de las hojas,

y esa redondez

lechosa,
intensa,

de las brevas.

Preciosa infancia

Y eran las moras

las que nos detenían

a la vuelta de la escuela.

Pequeños frutos frágiles,

oscuros,

dulces,

breves,

que nos atrasaban

en el camino de regreso.

Era la oscuridad sabrosa de las moras

lo que nos demoraba,

eran los guardapolvos lo que nos delataba

siempre

manchados por las moras


que nos demoraban

a esa hora preciosa de la infancia.

Pincharse el alma

Mi madre era modista.

en el centro la Singer,

y en la cocina todo el tiempo

ese revuelo

de telas e hilos de colores.

Había que tener cuidado

con las alfileres…

¡Dios libre

se nos quede alguna perdida

y nos pinche el alma!, decía mi madre

afligida

y yo que me preguntaba

cómo haría un alfiler

para llegarnos hasta el alma.


Leyendas de Bohemia

Si la casa está en silencio

puedo escuchar

los cuentos y leyendas de Bohemia

que la abuela de ojos transparentes

nos contaba para hacernos sonreír.

Decía que las brujas son capaces

de todo tipo de males,

como chupar las hojas de las plantas

hasta secarlas

o hacer que las vacas dejen de pronto

de dar leche.

Por eso los hombres de mi aldea

se reunían en la plaza,

disparaban al cielo con sus escopetas

y daban latigazos al aire para espantarlas,

colocaban guirnaldas verdes en las fachadas


o plantaban abedules en los jardines.

A la abuela le gustaba recordar

que si un muchacho

se enamoraba de una muchacha

debía plantar abedules,

como promesa de matrimonio

y para alejar los males de la casa.


Una película muda

Pasaban como imágenes

fugaces e inalcanzables

de una película muda.

Pasaban y mientras pasaban

se nos iba pegando en la retina

una mezcla efímera y escasa

de colores

de muecas y de ojos,

un vértigo de luces y de sombras

detrás de las ventanillas.

El eco de los vagones

anidaba en nuestros oídos

largo rato,

un repiqueteo suspendido en el aire

que insistía
cuando ya la formación había desaparecido

más allá de la curva.

El tren carguero

De vez en cuando nos topábamos

con algún carguero

y nos quedábamos largo rato

contando los vagones.

La cabeza se extraviaba imaginando

por qué lugares andarían

antes y después,

bajo qué soles,

por cuáles lluvias, con qué personas,

que tendrían qué historias

vaya a saber dónde.

Finalmente

perdíamos la cuenta de los vagones

y nos íbamos por ahí, pateando piedras,


hasta achicarse el horizonte.

Camino de la escuela

Caminábamos casi diez cuadras

por inciertas veredas,

muy temprano, a la mañana.

El agua se escarchaba sobre la superficie

de las zanjas y nosotros nos asomábamos

peligrosamente al borde

para quebrarlo

con la punta del pie.

El viento helado en los ojos nos hacía llorar,

la nariz y las orejas se nos congelaban,

pero nos divertía sentir el frío y nos gustaban

las sensaciones del invierno.

Como el mate cocido con leche

del primer recreo,


junto a los chicos de un barrio

donde todas las casas se parecían entre sí.

El río

A Horacio Castillo (h)

Entre todos rodeábamos la cámara

y nos manteníamos a flote.

El agua que corría por entonces,

limpia y clara,

nos recibía como un oasis.

Tocábamos el fondo de barro y piedras

con las alpargatas, y buceábamos oscuro.

Espiábamos el límite, propio y ajeno,

para arriba y para abajo,

figuras a la sombra de los escasos clubes

de la ribera, con sus techos de paja.

Una puntada de luz nos revelaba el paisaje

del camping con sus carpas,

los turistas y sus radios con parlantes,


los asadores y el humo que subía,

feliz.

Los pescadores, en cambio, preferían la otra orilla

donde el bullicio no llegaba,

y por las noches, bajo el puente,

brillaban los faroles encendidos

como bichitos de luz en el medio de nada.


El día que se murió Perón

¿Estábamos en cuarto o en quinto

cuando se murió Perón?

Fue uno de esos días que caía una lluvia

vertical y sistemática

como un registro de cifras indeseables.

En aquéllos tiempos, casi todas las calles del pueblo

eran de tierra,

nadie quería salir cuando el agua

borraba los detalles de la acera.

Camino al almacén podíamos ver,

por las ventanas abiertas de los vecinos,

brotar de las pantallas multitud de paraguas.

Al otro día, en la escuela,

bajaron la bandera a media asta,

hicimos un minuto de silencio y sobre el pupitre,

cantamos a capella.
Un sola vez canté la marcha peronista,

el día que se murió Perón.

Alfonsina y nosotras

Ella de piedra miraba al mar,

y nosotras alrededor de ella.

Ella de carne entró en el mar,

como quien hace un camino con sus pasos

y simplemente se va.

Desmesurada loba la que talló en el aire

y se envolvió profunda,

en la voluptuosa seda del Atlántico.

Tomadas de la mano cantábamos “Estación”

y dibujábamos figuras en la arena.

Mis primas y yo

dejábamos caer poemas que todavía

no habíamos leído,

versos que la espuma se encargaba de asignarle

a nuestros cuerpos,

vacíos,
del verano.

Láska

A Sandra Cornejo

Él todavía bebe un último trago

y de su boca

el licor con sabor a bosques pasa a mis labios.

Puedo nombrar sin decir palabra

todos los árboles

que rodean a los montes Sumava:

las hayas y los pinos y los abetos rojos

y también

todas las especies de hierbas que crecen

en las lagunas pantanosas de Lednické

Rybniky, allá en el borde,

cerca de la frontera con Austria.

Tomadas de la mano cantábamos

y dejábamos
caer promesas.

Nunca imaginamos que el amor podría decirse

alguna vez

en una lengua extranjera.


Ella

Imaginaba a esa mujer fantástica

que emergía de la historia:

su larga cabellera rubia

y los brazos repletos de paquetes dorados.

Toda ella,

esa mujer,

era dorada

y ascendía como un diosa hacia la luz,

en medio de las sombras.


Una estrella de cinco puntas

Entre las cosas de mi hermano

vi un símbolo que es así y así,

y dibujó una estrella de cinco puntas

como las que aparecían misteriosa

y regularmente pintadas en las paredes

de la única avenida importante

de ese pueblo que después

se llamó

del conurbano.
EL FIN DE LA NIÑEZ
El cementerio de Josefov

Ahora mi casa está cerca

del embarcadero,

al norte del Puente Palacky.

Desde allí las embarcaciones de turismo

cruzan el Vtlava.

Los veranos me recuerdan la felicidad

pero en otoño

los paseos se suspenden

y el paisaje cambia.

Subimos hasta Josefov:

el antiguo cementerio es imponente

y sobrecogedor.

En el invierno, un bello manto blanco

se tiende sobre las tumbas,

y las piedras que los judíos dejan a sus muertos


en lugar de flores,

quedan tapadas por la nieve.

Las pisadas se funden en el hielo y predomina

ese rastro palpable sobre la superficie.

Pareciera

que la vida camina sobre la muerte.


El fin de la niñez

Una Estanciera que fue hasta el puente de hierro,

ahí doblaron.

Por el camino pasaron al matadero viejo,

las luces largas abrían un agujero

en el fondo del campo.

Que corran dijo,

que si corrían por ahí podían salvarse.

Diablos desnudos,

con las manos atadas en la espalda,

corrieron.

Escuchamos los disparos,

vimos

cómo caían los tres,

los vimos,
uno por uno al otro día,

en las páginas del diario.

Amigo de al lado

Tenía un Winco y escuchaba Léon Gieco,

le gustaban los Beatles,

adorábamos la banda de caballos cansados

y a su padre campesino.

Nos robábamos besos entre los alambrados

sin saber.

En la puerta de su casa,

sentados sobre el tronco que hacía las veces

de banquito,

esperábamos

a que volviera a sonar el tocadiscos.

Todos se habían ido

con la música a otra parte.


Recuerdos de mi padre

A Marcelo Ortale

Una caja de madera finamente tallada

que era de mi padre,

allí guardaba viejas fotografías.

En algunas aparecía joven y trajeado

con una mujer hermosa

y blanquísima, que era mi madre.

Luna de miel en Tandil,

con detalle

en la piedra movediza.

Un par de gemelos de oro,

varios pañuelos de seda,

un encendedor carusita,

un reloj de plata que había sido del abuelo.


En el fondo de la caja,

atrapado, y oscurecido por el tiempo,

un periódico de otras épocas.

Abierto entero en la primera página

se podía leer:

DERROCARON A YRIGOYEN.

Cuando murió mi padre la infancia

todavía era de escarcha,

la historia se leía en los manuales

y nuestras vidas se apretaban

todas juntas

en una caja de madera.


.

Miedo no

Miedo no a la represión policial

miedo no a los gases lacrimógenos

miedo no a la saña con machete

sobre los cuerpos que corrían

buscando dónde refugiarse

miedo no a los caballos que se abalanzaban

sobre la gente

miedo no a desparramarse

como una luz de bengala bajo el cielo

miedo no a los golpes

al griterío

una puerta solidaria por donde entrar

y desaparecer

de los escudos y los perros.

Al final,

sólo quedaba la plaza vacía,

el rumor latente, vidrios rotos.

Un silencio pesadamente

desgraciado,
pero miedo no.

Informe Rattembach

A Gustavo Liss

Era invierno y la ventana dejaba ver un cielo azul,

pero abrimos los ojos y vimos el infierno:

cucharas avasallantes

como descargas de un rayo

relatos aterradores de niños

en la guerra,

ovejas atravesadas por el frío austral.

Nos dolían los miembros entumecidos

y nos quemaba la piel,

fregábamos en el piso nuestros propios restos.

Sentimos el miedo cuando vimos de un golpe

la sombra de ese país.

Era invierno y la ventana dejaba ver un cielo azul,

en la cocina económica crepitaba la leña.

Nada, sin embargo, parecía real o suficiente


para volver de esa terrible noche

a nuestra tarde de junio.

La Jota Pé

A José Ramón Viñuela

Impertinente multitud maciza,

sanguínea,

palpitante al son de los bombos.

Ensimismado y pensativo se quedaba

el mundo

viéndolos pasar.

Siempre eran montones y compactos

y oscuros

y terminantes.

La historia entera parecía

pertenecerles por completo,

tanto,

que tomaba cuerpo y se la podía sentir

y hasta tocar.

En cada pausa renovaban el tono,

repetían “compañeros”,

se encendían,
y parecía descender sobre ellos un aura

poderoso y sagrado.

Primavera

Setiembre se tendía liviano y tibio,

las plazas numerosas desbordaban

de flores,

los ciudad se desparramaba bajo los tilos,

la temperatura promedio era de 20 grados,

esa sumatoria de factores

daba por resultado

una estación espléndida.

De pronto estábamos entre pañuelos blancos

como en una cita.


Divino Tesoro

Noches calientes

las de la primavera del ochenta y tres,

noches apuradas,

desesperadamente breves

no vaya a ser que sólo quede

una entelequia,

una promesa.

Firmábamos

pequeños armisticios en la lucha diaria,

peronistas y radicales como si fuera

una cuestión de vida o muerte.

Veinte años y el amor

y la política,

iban tejiendo una red inexplicable

de sensaciones encontradas
Futuro imperfecto

El amanecer nos encontró

andando por las calles,

imprudentes sonámbulos

repasábamos los números

paladeábamos los diarios

recién

salidos de la imprenta.

Nos esperaba un sol

que prometía

acontecer como Icaro.

.
Río de la Plata

En esta orilla uno puede comer lotos para no olvidar

Gustavo Caso Rosendi

El sol checo es apenas tibio

pero persistente

y se derrama en infinitos reflejos

sobre el caudal que viene de Sumava,

para ir a unirse con el Elba,

allá en Mélnik.

Si yo fuera de esta tierra habría crecido

escuchando a Smetana,

habría aprendido que uno de los seis poemas

de Mi patria

se llama justamente Moldava

y evoca musicalmente el curso de este río.

Pero la verdad es que mi patria no queda aquí

sino en el sur,
en una orilla de plata donde la leyenda

dice

que uno puede comer lotos

para no olvidar.
Gigantes amapolas

Una revolución por la palabra

¿se imaginan?- dijo y comenzó a cantar

“Milicos muy mal paridos/qué es lo que han hecho

con los desaparecidos/

La deuda externa/la corrupción/son la peor mierda

que ha tenido la Nación/

Qué pasó con las Malvinas/esos chicos ya no están/

no debemos olvidarlos

Y por eso hay que luchar….”

Vuelve intacta la voz

el gentío, las banderas,

los rostros y los bombos que persisten

en la ciudad masónica y geométrica

Tener veinte años y una revolución entre las manos,

un preámbulo con hombres de todos los pueblos


que habitarían nuestro suelo

y fomentarían el bien común.

Tener una revolución de terciopelo,

un enjambre de nada,

gigantes amapolas,

esperanzas en marcha hacia el futuro,

un cielo que estaría

siempre

habitado por las nubes.


Navidad

Sándia calada y colorada

como la sangre

vendían en verano.

Dicen que acá la sangre

se vuelve vino caliente.

Svárak, le llaman

en esta ciudad que parece de cuento

cuando los árboles resplandecen.

El brillo de la nieve

y las luces de colores adornan

las ramas y los techos.

Las plazas se convierten en mercados,

los puestos humean un sabor impecable

de salchichas a las brasas.

Las temperaturas de diciembre

descienden tanto
que las familias se refugian

a celebrar la navidad cerca del fuego.

En el pueblo de mi infancia

no había chimeneas,

Papá Noel se sentaba bajo la parra

con un vaso de vino

y solamente

esperaba un milagro.
Congreso de la Nación

Sentada

sobre la escalinata del Congreso

lloraba.

Dejé que me abrace,

que una vez más

saque su pañuelo del bolsillo de atrás

para secarme las lágrimas.

La cúpula de ochenta metros de alto

se elevaba al cielo,

los muros de piedra caliza gris

albergaban

la primera derrota parlamentaria.

En las paredes y en las puertas

se podían leer pintadas con aerosol negro:

“ahora, a destruir la clase trabajadora”.

Adentro

los excesos del nogal de Italia


y el roble de Eslavonia o el mármol de Carrara

nada decían de algo parecido a la tristeza.

País niño

El símbolo del austral

nos recordaba las casitas

que armábamos con los naipes.

Casitas en el aire,

que se caían al menor movimiento en falso.

No era sólo barajar y dar de nuevo

la herida que sangraba,

era volver y volver a empezar.

Volver a tocarte, cantaba el Flaco

en las madrugadas blancas

de ese país niño.

Tantos cabos sueltos en mi vida

y alrededores,

como cuando en el pueblo

que después se llamó del conurbano,

mi madre escuchaba las noticias


en la radio de otro país.

Elecciones

A los palcos del recinto

subían por las escaleras

laterales

hombres y mujeres con ropa dominguera

que cantaban, felices y fanáticos,

como otros de sí mismos

y a la vez distintos

de los que antes colmaban otras plazas.

Hubo un momento de emoción

al escuchar el estribillo.

Una vez canté la marcha peronista,

allá en la escuela del conurbano,

el día

que se murió Perón.


Una canción para los “Trenes porque sí” (*)

Por las noches veíamos pasar

el rápido a Mar del Plata

en la vieja estación.

“Trenes porque sí” titulaba la nota

de contratapa.

Solamente trenes porque sí,

porque eran nuestros,

porque la gente los amaba,

yo los amaba

desde la primera vez que vi alguno

cuando el ferrocarril del Sud tocaba los andenes

y mantenía al pueblo en vilo

hasta que se movía,

político y pesado,

y se internaba

en el mapa de la región pampeana.


Trenes porque si,

porque traían

rostros

y se los llevaban,

porque su repiquetear

desgranaba historias

de los lugares donde andaba

y nos hacía soñar.

Trenes porque si,

porque viajábamos

imaginando cómo serían los pueblos

de los cuatro puntos cardinales.

Era una hermosa y triste nota

la de Gruss

en esas páginas del diario “Sur”

adonde recalamos, como en un puerto breve,

los navegantes solitarios de un final

abierto y sin amparo.

(*) “Trenes porque sí” era el título de una nota de contratapa del periódico “Sur”,
firmada por el periodista argentino Luis Gruss.
Tener dos corazones y uno que cante

Amanece y el día recoge mansamente

los primeros rayos de luz sobre el Vltava.

Aprendí el nombre del río en su idioma original.

Aprendí muchas cosas de esta vida

pero en otra

me gustaría volver a ser la niña que fui,

decir el nombre de los presidentes,

tener dos corazones y uno que cante

la marcha peronista.

Me gustaría ver a mi madre en la cocina

con sus moldes y la Singer,

aunque me pinche el alma uniendo los retazos.

Me gustaría
repetir sobre la arena los versos de Alfonsina,

escuchar a Alfonsin recitando el preámbulo,

amar a hombres que se irán por el mundo.

Pero las horas preciosas de la infancia escurren

en el mapa

como agua entre los dedos.


Tvarohová Zemlovka (*)

Tvarohová Zemlovka

decía la abuela

y me daba ese postre de nombre tan raro

como premio.

Extrañas palabras que, como un sortilegio,

abrían el mundo.

Aprendíamos a leer,

deletreábamos

el nombre de próceres y presidentes,

nos quemábamos los pies sobre las brasas

las noches de San Juan.

Buscaremos, abuela, al hombre que hace falta,

y diremos las palabras mágicas:

Tvarohová Zemlovka.

Verás
un hechizo misterioso en el futuro

nos devolverá la forma del estuario.

(*) en lengua checa, un postre típico de ese país.

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