Primo de Rivera y Su Plan de Desarrollo Estatal
Primo de Rivera y Su Plan de Desarrollo Estatal
Primo de Rivera y Su Plan de Desarrollo Estatal
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Al mismo tiempo, en los círculos revolucionarios se vivió un intenso conflicto sobre su
identidad y su estrategia. Desde el exilio, los ácratas puros alentaron distintas tácticas para
hacerse con el control de la Confederación y destilaron en 1927 la Federación Anarquista
Ibérica, preparada para trabarse con las sociedades obreras a partir de los comités mixtos CNT-
FAI. Por otra parte, los líderes sindicalistas más experimentados pensaban en una organización
neutra, sin obediencias explícitas, aunque apegada a la acción directa y a la utopía
revolucionaria. Incluso nació entre ellos, alrededor de Ángel Pestaña, un grupo proclive a abrir
un paréntesis ideológico para aceptar la legalidad dictatorial a fin de reconstruir los sindicatos.
Por el momento dominó la alternativa intermedia, la del sindicalismo revolucionario, y estas
querellas se dirimieron más tarde, ya bajo la segunda República.
Pero no todo era represión en los tratos del régimen autoritario con el movimiento
obrero. Al lado de las medidas de fuerza preconizadas por Martínez Anido se consolidó una
política social e integradora que representó mejor que nadie el subsecretario y luego ministro
de trabajo Eduardo Aunós, un joven abogado catalán y antiguo diputado de la Lliga. Al amparo
de esa política se construyeron casas baratas, se protegió a los emigrantes, y el Jalón más
ambicioso, se extendió el cobro de las jubilaciones, que se cuadriplicaron hasta alcanzar a
cuatro millones de trabajadores en 1930. Por otra parte, mejoraron los servicios de salud
estatales y en 1927 se unificaron en la nueva Sanidad Nacional. Respecto a las relaciones
laborales, los gobernantes primoriveristas y sus apoyos patronales pensaban que debía
regularlas un Estado fuerte, que golpeará a los sindicatos revolucionarios y atrajese a los
reformistas. Así se avanzaría hacia soluciones armónicas de los contenciosos sociales, se
rebajarían las horas consumidas por las huelgas y mejoraría la productividad. Empujaban en el
mismo sentido las experiencias de conciliación ya abordadas en ciertas industrias, la de los
técnicos en el viejo Instituto de Reformas Sociales -diluido en el Consejo Superior de Trabajo,
dentro del Ministerio correspondiente, en 1924- y el calado de las teorías corporativistas en las
derechas españolas, del tradicionalismo arcaizante al catolicismo social más o menos al día.
Aunós recogió todas estas influencias y les dio cuerpo doctrinal en torno al concepto del Estado
corporativo, diferente tanto del liberal como del socialista o del totalitario y favorable a “que el
individuo actúe concentrando su actividad dentro de los cuerpos especializados y
representativos de su categoría de trabajo y que estos cuerpos vayan a confluir en la
organización y ordenación del Estado”.
Así pues, la dictadura fomentó la aparición de comisiones mediadoras y fundó en 1926
la Organización Corporativa Nacional, integrada por corporaciones que respondían a los
distintos sectores profesionales. Cada una de ellas se articulaba en comités paritarios de
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patronos y obreros, pieza fundamental del entramado, a los que las asociaciones con mayoría
en cada oficio o especialidad mandaban a sus representantes para que actuasen bajo la
presidencia de un delegado del gobierno. Estos organismos reunían funciones bastante
complejas: arbitrales, para prevenir y solucionar conflictos; normativas, por las que se fijaban
bases para los contratos y otras condiciones laborales; ejecutivas, pues podían sancionar
infracciones; y jurisdiccionales, al encargarse de resolver los pleitos que surgieran. Solo se
implantaron en la industria y el comercio, apenas en la vasta agricultura, y funcionaron ante
todo en pequeñas y medianas explotaciones de ciudades con historial obrero y en los servicios
urbanos. La combinación de métodos represivos y arbitrajes estatales hizo caer en picado el
número de huelgas: 458, con 3 millones de jornadas perdidas, en 1923; 96, un poco más de
300.000 jornadas, en 1929. A menudo se comparó este sistema con el que implantó en Italia el
régimen fascista, aunque hubo entre ambos divergencias decisivas. En contra de lo decretado
por Mussolini, Primo de Rivera respetó el derecho a la huelga y no encuadró a los trabajadores
en sindicatos únicos y oficiales, sino que acogió en sus corporaciones obligatorias a sociedades
ya existentes, que llevaban una vida autónoma.
A la hora de levantar su edificio corporativo, era fácil suponer que el dictador obtendría
el apoyo de sindicatos obreros afines, como los libres y los católicos. El Sindicalismo libreño
de origen carlista se benefició del ocaso de la CNT en Cataluña y se coordinó con sus hermanos
de Navarra y el País Vasco, pero no se transformó en una verdadera fuerza nacional. Al margen
de ese avance catalán, las sociedades confesionales no progresaron y se quejaron sin cesar del
maltrato que recibían del régimen. Porque lo cierto es que Primo y Aunós cosecharon las ayudas
más relevantes en otros lugares: los de la Unión General de Trabajadores, el sindicato socialista,
que se implicó en la política social y participó de modo sorprendente en las corporaciones
estatales. ¿Cómo podía explicarse semejante comportamiento, tan distante de los compromisos
pasados con la causa republicana y de las campañas parlamentarias contra el rey que habían
seguido al desastre de Annual? En los años 20, dentro del socialismo español preponderaban
los cuadros sindicales, poco afectos a los principios liberal democráticos y preocupados, más
que nada, por la solidez y el crecimiento gradual de sus organizaciones. El longevo liderazgo
de Pablo Iglesias, que murió en 1925, había dado paso a una generación más joven en la cual
sobresalía Francisco Largo Caballero, un estuquista madrileño volcado en los asuntos laborales
y convencido de que el socialismo soñado sería realidad tras un largo período de desarrollo
orgánico, que solo se tornaría violento ante una provocación reaccionaria. En resumen, quienes
habían rehusado colaborar con la monarquía constitucional ahora veían con buenos ojos, por
razones organizativas, la dictadura monárquica.
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Y es que Primo de Rivera proporcionó a los socialistas la oportunidad de mantener y
esponjar sus órganos en ausencia de sus principales competidores, los perseguidos
anarcosindicalistas, expandiendo su influencia entre las clases trabajadoras gracias a una
privilegiada representación en el régimen corporativo. La UGT, favorecida por los
gobernadores y por el sistema mayoritario de elecciones a los diferentes cuerpos, acumuló más
del 60% de estos delegados y también envió representantes a los ayuntamientos, a las
diputaciones y a la emisión española en la Organización Internacional del Trabajo. Largo
Caballero fue nombrado vocal del Consejo de Estado en 1924. La dictadura podía presumir
pues de su buen entendimiento con el laborismo español, lo cual la dotaba de un aura progresiva
tanto dentro como fuera del país. La central obrera, núcleo de la acción socialista y con un
protagonismo político en alza, encerró al partido hermano en un papel masivo y marginal.
Ambos contaban casi con los mismos dirigentes – Largo fue secretario general de una y
vicepresidente del otro-, pero ya se perfilaba un enfrentamiento interno entre sindicalistas y
políticos. A finales de 1927, en plena colaboración con la dictadura, el PSOE apenas contaba
con 8.000 militantes, menos que en 1923. En cambio, la UGT superaba de nuevo los 220.000,
había crecido en afiliados y en secciones, recargaba energías en las zonas industriales y se
preparaba para penetrar otra vez en el campo.
La política económica siguió por criterios parecidos a los de la política social -
intervención pública y corporativismo- y se empapó, como la reforma administrativa, de valores
regeneracionistas. Al igual que en otros terrenos, cundió en éste un marcado nacionalismo
antiliberal, algo bastante común en la Europa de entonces. Así, la dictadura acentúo la
protección de la economía española, revitalizada ya al sentirse una mayor competencia externa
tras la Gran Guerra, y el alza de las barreras arancelarias se conjugó con otros favores a las
industrias nacionales. Como en el ámbito de las relaciones laborales, en el de las económicas
se levantó también una estructura corporativa, coronada en este caso por el Consejo de
Economía Nacional, que se convirtió después en Ministerio. Pero el sello más característico de
las iniciativas primoriveristas fue su afán de regularlo todo, que a veces resultó asfixiante. A
rebufo de las representaciones sectoriales se crearon juntas y comités que restringían el acceso
a los mercados de nuevas firmas, en provecho de las establecidas y en perjuicio de los
consumidores, obligados a pagar precios altos. Esta maraña burocrática, engrasada por miles
de expedientes y autorizaciones, multiplicó las ineficiencias y los casos de corrupción. Brotaron
por doquier los primistas, expertos en el logro de ventajas a cambio de dinero o acciones.
Surgieron también carteles y oligopolios, y lo más significativo, se concedieron numerosos
monopolios a empresas privadas, algunos tan cruciales y duraderos como el de teléfonos, cedido
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en 1924 a la Compañía Telefónica Nacional de España, la Telefónica, en manos de la
norteamericana ITT y de algunos capitalistas españoles; y el de importación, refinado y
suministro de productos petrolíferos, entregado en 1927 a un consorcio de bancos nacionales a
través de la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos, Sociedad Anónima, la
CAMPSA.
El regeneracionismo de Primo de Rivera, se explicó en un esfuerzo de inversión pública
sin precedentes, que asocio para siempre su nombre a riegos y calzadas. Porque las obras se
concentraron en las infraestructuras hidráulicas, obsesión de los costistas de varias
generaciones, y en las redes de transporte. Para abordar las primeras nacieron en 1926 las
Confederaciones Sindicales Hidrográficas, encargadas de planificar los aprovechamientos del
agua en las cuencas respectivas. No por azar, la única que marchó a pleno rendimiento fue la
del Ebro, que atravesaba la tierra aragonesa de Costa y puso en explotación o acondicionó
180.000 hectáreas de regadíos. Respecto a las comunicaciones, la dictadura mejoró de manera
notable las carreteras, pues el Patronato del Circuito Nacional de Turismo de Firmes Especiales,
creado en 1926, arregló en 5 años 2.800 km del trazado radial, con Madrid como centro de una
nación bien articulada desde la perspectiva centralista. Se cuadruplicó el parque automovilístico
y se promulgó el primer código de circulación. A la vez, las grandes compañías ferroviarias
recibieron ingentes fondos estatales para adecentar vías y trenes. Y todo ello se financió
recurriendo al endeudamiento. Desde el Ministerio de Hacienda, al que llegó en 1925, Calvo
Sotelo intentó que aflorara la riqueza oculta al fisco e implantar tributos directos que gravan la
renta personal, pero tan solo consiguió, ante resistencias que ya habían aguado proyectos
anteriores, una cierta moderación hacendística. Por lo que el déficit, disimulado en
contabilidades paralelas al presupuesto ordinario, se hizo crónico. Si en 1923 la deuda estatal
en circulación ascendía a unos 17.000 millones de pesetas, en 1930 se aproximaba a los 23.000
millones, un 35% más.
Sin embargo, las dificultades de la política económica y fiscal no impidieron que España
disfrutará de un período de bonanza, ya palpable antes del golpe, desde comienzos de la década.
Ocurría lo mismo que en otros países occidentales al correr de los felices años 20, y aunque el
sector estatal aún no era decisivo, su peso aumentó y benefició a algunas empresas. La industria
se recuperó del bache de la posguerra con gran celeridad, sobre todo en sus alas más
desarrolladas, de la siderometalúrgica a la eléctrica o la química, cuyo repunte contrastó con el
estancamiento del textil. En ellas recalaron los capitales extranjeros. Las fábricas de cemento
no daban abasto para cubrir la demanda de una construcción imparable, bombeada por el
ensanche de las ciudades y las Obras Públicas. Y la banca privada dio un salto importante, sobre
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todo la mixta y asentada a Madrid, que adelantó a la vasca y diseminó sucursales por todo el
país. Aparecieron Asimismo bancos del Estado, como el del Crédito Local y el Exterior, y la
Confederación Nacional de Cajas de Ahorro. Peor suerte tuvo la agricultura, ralentizada pese a
los avances técnicos y a la espectacular carrera de los productos agrícolas de exportación, como
la naranja, la almendra, el vino o el aceite, que dejaron muy atrás a los minerales en la balanza
comercial. La propiedad agraria quedó inalterada, aunque se dieron facilidades para que los
arrendatarios compraran a las tierras que cultivaban con el fin de alumbrar una clase media que
frenase al izquierdismo rural. La inflación no se desmandó, y según los registros oficiales, los
salarios nacionales medios, sobre una base de 100 en 1913, aumentaron del 136,7 en 1923 al
145,4 en 1930.
Ese crecimiento económico en los años 20 se acompasó con la aceleración de los
cambios sociales en marcha desde comienzos de siglo, que habían brincado durante la guerra
europea y ahora corrían más que nunca. La población aumentaba rápidamente (2,3 millones de
habitantes en solo una década) propulsada por la caída de la mortalidad. Pero la marca
inconfundible de la época se hallaba en el desarrollo de las ciudades, vivero de las clases medias
profesionales y a donde acudían más y más campesinos huidos de un entorno rural que, pese al
progreso, no lograban recortar distancias. La emigración seguía rutas ya consolidadas (de las
regiones orientales hacia Barcelona, de las centrales hacia Madrid, de las del norte hacia el País
Vasco) y llegaba asimismo a Zaragoza, Valencia, Sevilla o Córdoba. En las industrias urbanas
había trabajo, de manera muy visible en las empresas constructoras que levantaban barrios
residenciales y de oficios dedicados a oficinas, comercios, hoteles y espectáculos, también en
las obras faraónicas de las exposiciones de 1929 en Barcelona y Sevilla. Las ciudades
representaban el avance de la modernidad, por ellas entraban las modas procedentes de París o
de Nueva York, tan lejanas de las tradiciones que sobrevivían en el campo español. Por
ferrocarril o por carretera (pues proliferaban los turismos, los camiones y los coches de línea),
por teléfono o por radio, a través del cine, el teatro itinerante, las revistas ilustradas, los carteles
o las postales, las nuevas tendencias no se detenían ya al salir de las grandes conurbaciones,
sino que alcanzaban a las capitales provinciales y a los pueblos mejor conectados.
La vida moderna urbana afectó de un modo especial a las mujeres. Desde luego, la
mayor parte asumía los papeles domésticos de esposa y madre, de acuerdo con la moral católica
y las leyes, aunque su representación en los hogares obreros, hacinados y donde a menudo se
trabajaba para algún empleador externo, tenía poco que ver con el día a día de las casas
burguesas, en el que la señora gobernaba los criados y se valoraba cada vez más la privacidad,
con zonas separadas para las visitas, las familias y el servicio. Sin embargo, la progresiva
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incorporación femenina al mercado laboral, el descenso de las tasas de fecundidad y la
influencia de los ejemplos extranjeros entre los sectores liberales de los estratos medios y altos
acompañaron el surgimiento de un nuevo tipo de mujer, más autónoma y activa en la esfera
pública. Los niveles educativos se elevaban, y para 1930 las estudiantes significaban un 12%
del alumnado en la segunda enseñanza y un 4% del universitario. Mientras tanto se propagaba,
al menos como ideal, un modelo de pareja distinto, en el que la conveniencia social y la
subordinación de la esposa se sustituían por el amor-amistad y el compañerismo. Desaparecían
los corsés, se acortaba las faldas y los peinados y se alargaban los collares, la belleza devenía
un mercado en alza. Algunas mujeres fumaban, conducían y jugaban al tenis. Eran una minoría,
pero también un imán. Todo lo cual escandalizaba a los guardianes de las buenas costumbres,
que temían la confusión de géneros, alababan el comportamiento decoroso y promovían la
maternidad en bien del futuro de la patria.
Las transformaciones en los hábitos de los españoles se dejaron sentir en el disfrute del
ocio, pues diversas industrias democratizaron el consumo de los nuevos entretenimientos y
uniformizar los gustos. La radio comenzó a emitir bajo la dictadura, que la utilizó para sus fines
políticos -Primo de Rivera dio en abril de 1924 su primer mensaje radiado- y reguló el sector,
compuesto al principio por clubes de radioaficionados y absorbido más tarde por Unión Radio
y unas cuantas emisoras locales. La programación de música y conferencias pautó poco a poco
los horarios cotidianos.
Pero el espectáculo favorito del público era el cine, en el que dominaban las películas
estadounidenses. Ya antes de la guerra mundial se había multiplicado las salas de proyección,
que en algunas ciudades superaban en número a las teatrales. Se había unas 900 en 1914, en
1929 pasaban de las 2000. La popularidad de las estrellas de Hollywood contribuía a la tímida
americanización de las costumbres entre quienes podían tomar o comer en una cafetería. Incluso
se consolidó en la industria cinematográfica nacional.
Y junto a los toros, el deporte, signo de modernidad que tuvo un alcance inusitado. Hasta
bien entrado el siglo, las prácticas deportivas solo habían interesado a ciertas élites, como la
gimnasia o el excursionismo a las gentes de la Institución Libre de Enseñanza, y algunas
disciplinas -el polo o el tenis- padecían connotaciones aristocráticas. En realidad, solo el fútbol
tumbó por completo estas barreras. Introducido en España a finales del XIX por contagio inglés,
había originado enseguida numerosos clubes, pero su definitiva democratización se produjo en
los felices 20. El punto de no retorno lo marcó la Olimpiada de Amberes en 1920, cuando la
selección nacional ganó la medalla de plata y desató una oleada de patriotismo que exaltó
durante años la furia española. Los principales equipos se volvieron empresas y en 1928 nació
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la Liga. La dictadura, promotora de un españolismo deportivo banal pero eficaz, hubo de
afrontar también la animadversión del Fútbol Club Barcelona, vinculado al nacionalismo
catalán, que sufrió un cierre temporal de su campo después de una pitada a la Marcha Real en
1925.
El ocaso de la dictadura
Los rifirrafes autoritarios con el mundo intelectual, que acarrearon por ejemplo varios cierres
del Ateneo, coadyuvaron al renacimiento del republicanismo, casi difunto en 1923 y ahora
revitalizado por quienes identificaban ya de manera irreversible democracia con República.
Manuel Azaña se internó en esa senda con el grupo de Acción Republicana, dirigido a los
profesionales de las clases medias, y la firma de la clandestina Alianza Republicana en 1926
con radicales, catalanistas de izquierdas y federales, bendecidas por cientos decir a los
antimonárquicos.
El incipiente resurgir de los republicanos concluyó con la radicalización de los
nacionalistas catalanes, heridos por los embates represivos y cada vez más inclinados al
separatismo insurreccional. De hecho, Macià diversificó contactos internacionales en pro de
una Liga de Naciones Oprimidas y se embarcó en varias conspiraciones con la ayuda
intermitente de otros nacionalistas, de los comunistas y de la CNT, todo lo cual culminó a
finales de 1926, en una intentona fallida de sus milicianos en Prats de Molló. Mientras tanto se
produjo asimismo el giro político de los socialistas, que no llevaron su colaboracionismo hasta
sus últimas consecuencias, sino que rechazaron, tanto en 1927 como en 1929, la invitación a
entrar en la asamblea de Primo. El previsible ocaso de la dictadura hizo que todos los partidarios
tomarán posiciones.
No obstante, las movilizaciones más llamativas provinieron de la Universidad, agitada
por un movimiento estudiantil de resonancias nacionales. La enseñanza superior, receptora de
los hijos de las clases medias en ascenso, sufría un estirón acelerado desde 1910, pues sí
entonces había unos 15.000 alumnos en las facultades, una década más tarde se matricularon
más de 22.000 y en 1928 alcanzaron su volumen máximo con cerca de 40.000. En 1930, España
tenía unos 15 universitarios por cada 100.000 habitantes, casi los mismos que Francia y el doble
que Italia. Como en otros países, muchos jóvenes españoles rechazaban las convenciones
adultas y canalizaban su rebeldía a través de organizaciones de izquierdas como la Federación
Universitaria Escolar aparecida en 1927. Las tensiones en las aulas venían de atrás y estallaron
con motivo de la persecución de los profesores progresistas y de las medidas ministeriales en
favor de la Iglesia. En 1929, un reguero de huelgas y manifestaciones paralizó las universidades
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y el dictador, que las consideraba un nido de vagos, intervino y clausuró varias de ellas.
Dimitieron catedráticos muy conocidos y el conflicto amenazó el escaparate de las exposiciones
internacionales. pero ni la reapertura de los centros ni la retirada de las reformas detuvieron la
protesta, que persiguió a Primo de Rivera hasta el final.
Los problemas económicos también hicieron mella en el Gobierno, sorprendido por la
refrenable depreciación de la peseta que provocaron a partir de 1928 la huida de capitales, el
abultado déficit público y la incertidumbre. La intervención de cambios y los empréstitos no
dieron resultado, por lo que el ministro Calvo Sotelo tiró la toalla al comenzar 1930. Pilares tan
importantes para el dictador como la Iglesia o la patronal, molesta con la política
socioeconómica, ya no confiaban en él. Sin embargo, la puntilla se la dieron el Ejército y el rey.
Los favores dictatoriales reavivaron las querellas entre militares. No solo algunos espadones
liberales se ofrecían a los civiles que aspiraban a reponer la legalidad constitucional, sino que
Primo de Rivera se enemistó a sí mismo con cuerpos enteros por razones profesionales. Los
propósitos de establecer un sistema único de ascensos por méritos y de abrir una Academia
general militar donde se formarán conjuntamente hombres de las distintas armas irritaban a las
privilegiadas, sobre todo a la artillería. Pero eso no amilanó a Primo de Rivera, que en 1926 la
disolvió y castigó a sus miembros. Al año siguiente fundó la Academia en Zaragoza, bajo la
dirección del africanista Francisco Franco. Pese a arreglos parciales, la hostilidad de los
artilleros se plasmó en el pronunciamiento de 1929, al que siguió una segunda disolución. De
nada sirvieron los buenos oficios de Alfonso XIII, que vio extenderse el republicanismo en los
cuarteles, y hundidos los proyectos constitucionales, buscó sin éxito un recambio. Agotado y
enfermo en mitad de otra huelga universitaria y de nuevos rumores de golpe, el marqués de
Estella (Primo de Rivera) se volvió hacia sus iguales: el 26 de enero de 1930 pidió a los altos
mandos que le renovarán su apoyo. La tibia respuesta de los consultados -que se limitaron a
ponerse a las órdenes del monarca- precipitaron su dimisión el día 28. Mes y medio después
murió en París, donde tantos exiliados habían recalado por combatir su régimen.
El principal efecto político de la experiencia y dictatorial consistió en unir a su destino
el de la monarquía, que no podía volver atrás y tampoco osaba abrirse. Si antes de 1923 cabía
pensar en el tránsito hacia una monarquía parlamentaria o democrática, después fue mucho más
difícil imaginar tal cosa. En la década de los 20 se multiplicaron los enemigos de la corona, o
los de Alfonso XIII, mientras el republicanismo, único cauce hacia la democracia, se
ensanchaba sin descanso. Al parecer, el propio monarca lo reconoció más tarde con una de sus
irónicas frases: “la dictadura hizo dos cosas importantes: los firmes especiales y la República”.