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https://dx.doi.org/10.5209/asem.74714
Hoy, en camino de salir de la segunda década del nuevo siglo, la atracción por
Nietzsche no parece agotarse, si bien su recepción se modula desde otras claves
epocales. Por una parte, su peligrosa figura es esgrimida como la constatación de
los peligrosos excesos del siglo xx –¿no fue en el fondo un peligroso militante de
una concepción demasiado intervencionista sobre la cultura, como se manifestó
en el escándalo sloterdijkeano sobre el “parque humano” a principios del siglo?
¿Una tentación funesta para el pensamiento de izquierdas?–. Por otra, desde una
urbanización o domesticación liberal de su “filosofía artista”, ¿no queda su oscuro
pensamiento neutralizado en un plano académico no pocas veces políticamente
inocuo? Demasiada hybris para el pensamiento liberal y escaso compromiso
social para una tradición marxista alineada con las abstracciones emancipatorias
procedentes de la Revolución Francesa y sus categorías de totalización de la realidad
capitalista.
Sin embargo, como ha destacado Alain Badiou, llama la atención que, en los
noventa, consolidado el giro hegemónico del neoliberalismo, la mayoría de los
“filósofos” reactivos de Francia se unieran para declarar la guerra abierta a Nietzsche
y a su influencia2. Esa venganza contra Mayo del 68 cristalizó en un libro-manifiesto,
Por qué no somos nietzscheanos3, recibido favorablemente en un claro contexto
de restauración política conservadora o de contraataque de las elites políticas y
económicas. No poca veces constatamos –y el caso de la lectura de Habermas en
Francia por parte de liberalismo conservador así lo muestra, cómo lo que se concebía
como una supuesta crítica de izquierdas del nietzscheanismo se recupera en el marco
de una crítica de derechas contra pensadores heterodoxos o críticos. Sin duda, aquí
tampoco podemos soslayar en qué sentido la disputa política acerca del sentido del 68
y los supuestos abusos de su “crítica artista”, por decirlo con Boltanski y Chiapello,
1
Universidad Complutense de Madrid.
2
Bosteels, B. “Nietzsche, Badiou, and Grand Politics: An Antiphilosophical Reading”, en K. Ansell-Pearson
(ed), Nietzsche and Political Thought, London, Bloomsbury, 2013.
3
Boyer, A., Comte Sponville A, Porquoi nous ne sommes pas nietzschéens, Le Livre de Poche, Paris, 2002.
sigue asediando a nuestro presente. Y no deja de ser llamativo que, en relación con
Nietzsche, sean tanto la tradición liberal como la marxista las que hoy renueven
vínculos de complicidad conservadora frente a su supuesta amenaza filosófica.
Bajo este punto de vista, el debate con Nietzsche es hoy, entre otras cosas, también
la confrontación del marxismo con la herencia de lo que se ha llamado, muchas veces
con trazos de brocha gorda, “pensamiento del 68”, “pensamiento posestructuralista”
o “pensamiento posmoderno”. Este interés político en última instancia no está tan
interesado en preguntarse si Nietzsche puede educar aún en el siglo XXI; si su “buena
nueva” está demasiado próxima a un tipo de confianza literaria “humanista” cuyo
marco pedagógico está en trance de desaparecer; o si dice algo interesante a nuestro
futuro o, más bien, a nuestra imposibilidad de pensar el futuro. No, el propósito es
otro: sostener, contradiciendo su funesta seducción, como dice el autor del libro
que aquí comentamos, que “resulta imposible conjugar ‘Nietzsche y emancipación
política’” (p. 319). [la cursiva es mía]. Si la importancia de este debate transciende la
discusión académica es porque, bajo este nuevo clima, la consigna “Anti-Nietzsche”
aparece como un símbolo de un “desorden” a identificar y depurar dentro de las filas
del pensamiento de izquierdas. Es como si tuviera que combatirse una excesiva, pero
peligrosa vitalidad que amenaza con desplazar la sólida disciplina emancipatoria
hacia un escenario demasiado cultural o, en el peor de los casos, como un gran
malentendido que divide, ofusca y bloquea las fuerzas políticas necesarias para el
cambio social. Quizá sería tentador rastrear este impulso de normalización en la
historia de la tradición marxista, desde la polémica de Marx y Engels con Stirner a
la actualidad, como la eterna disputa entre el principio de placer y el principio de
realidad dentro de la izquierda4.
Más allá de disputas internas al texto del pensador alemán entre “nietzscheólogos”,
entiendo que por ello es importante, más allá de discutir la cuestión como un
problema filológico entre “nietzscheanos” (¿alguien puede presentarse así sin
rubor?), ampliar el foco y entrar al debate con lecturas críticas o decididamente
impugnatorias. Porque estamos de acuerdo en algo con Polo: en la lectura de
Nietzsche nos seguimos jugamos mucho para comprender el sentido del tránsito
del siglo XX al XXI. Como ha señalado, por ejemplo Slavoj Zizek, “análisis
históricos convincentes pueden mostrar con facilidad cómo la teoría de Nietzsche
encajaba con su propia experiencia política. Su virulento ataque a la ‘rebelión de
los esclavos’ fue una reacción a la Comuna de París. Pero esto no contradice en
modo alguno el hecho de que haya más verdad en el ‘descontextualizado’ Nietzsche
francés de Deleuze y Foucault que en este Nietzsche preciso en términos históricos.
El argumento no es tan sólo pragmático ya que no es que esa lectura de Nietzsche
por Deleuze, aunque históricamente desacertada, sea más productiva. Es más bien
que la tensión entre el marco básico universal del pensamiento de Nietzsche y su
particular contextualización histórica está inscrita dentro de la misma estructura del
4
Como ha señalado Judith Butler en otro contexto diferente, los rentistas de la Izquierda, ¿no se observa a
veces en el excesivo anti de cierto antiposmodernismo, que hace del enemigo una caricatura o espantajo, un
gesto paródico orientado a mimetizarse con lo criticado, de ocupar el campo presuntamente denostado, de
rendir homenaje al poder del oponente, de apropiarse de esa misma iconicidad? Evidentemente, no se trata de
inmunizarse a la crítica, sino de entender en qué sentido hay un tipo de agresividad crítica sintomática de cierto
marxismo que provoca justo lo que busca combatir políticamente: la desintegración en facciones. Cfr- Butler,
J.: “El marxismo y lo meramente cultural”, en ¿Reconocimiento o distribución? Un debate entre marxismo y
feminismo, New Left Review-Traficantes de Sueños, Madrid, 2000, pp. 70-71.
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5
Zizek, S.: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Paidós, p. 184.
6
Losurdo, D.: Nietzsche, il ribelle aristocratico. Biografia intellettuale e bilancio critico, Turin, Bollati
Boringhieri, 2002, 1167 pp.; Rehmann, J.: Postmoderner Links-Nietzscheanismus: Deleuze und Foucault eine
Dekonstruktion, Hamburgo, Argumen Verlag, 2004, 267 pp.
7
Un antecedente muy sugerente por la altura del intercambio y su tono, dentro de la problemática nietzscheana,
lo constituye el recomendable debate entre Mariano Rodríguez y José Manuel Romero en estas mismas páginas
de la Revista Logos (vol. 52, 2019, pp. 161-174). Entiendo que, aunque diferente en su temática, de cuño más
epistemológico, ese diálogo puede leerse de forma complementaria con el que mantenemos aquí Jorge Polo y
yo mismo.
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que no busca tanto impugnar o recusar por principio las bases teóricas de su filosofía,
sino entender concretamente, desde el despliegue inmanente de sus categorías y en
su proceso mismo de gestación, el significado político de su filosofía y el significado
filosófico de su política. Es esta reconstrucción histórico-comparativa la que lleva a
Losurdo a deshacer, pero desde otras claves más complejas, el funesto malentendido
de la compatibilidad entre Marx y Nietzsche, la gran cuestión política, en definitiva,
que estaría en juego hoy para la auténtica delimitación del sentido de la crítica para
un pensamiento emancipador necesitado, al parecer, urgentemente de la depuración
de falsos lastres. Cierto que Losurdo, como dice muy bien Polo, no convierte a
Nietzsche en un “nazi decimonónico”, pero hace algo más: seguir el proceso del
devenir Nietzsche y sus matices, algo que no aparece tan claramente aquí. Es más,
diluir estas diferencias, como la existente entre el Nietzsche, digámoslo groseramente,
“wagneriano” y el “espíritu libre” afrancesado solo porque ambas figuras se volcaron
en “una permanente réplica a las ideas político-culturales revolucionarias” (p. 47)
nos conduce, creo, a subestimar lecciones importantes para la tradición emancipatoria
ligadas a otras críticas de la Revolución (desde Kant a Hegel pasando por Schiller).
Volveré sobre ello por entender que este es aún el meollo central de la discusión
política con Nietzsche.
Este hilo rojo es el que también atraviesa el Anti-Nietzsche de un Polo tan
incómodo como perplejo por la capacidad de seducción de una obra tan, según sus
palabras, “rabiosamente reaccionaria”. Polo es claro: de lo que se trata es de trazar un
cordón inmunitario, sanitario, para un pensamiento emancipador, y de no mezclar lo
que de suyo es diferente, no susceptible de mezcla. Sobre todo, cuando la recurrente
fascinación por su figura, habiendo cumplido ya su infame capítulo histórico fascista,
estaría en los últimos tiempos siendo coaptada por el pensamiento neoliberal. “Hay
mucha voluntad de poder –escribe Polo– en un sistema económico organizado bajo
la égida de los mercados libres, desde luego; y Nietzsche estaría muy de acuerdo
con Hayek a la hora de desechar cualquier ‘intervención correctora’ – auspiciada
por ideales políticos igualitarios– en la esfera de la libre competencia mercantil.
¡Falsas ilusiones, vanas esperanzas! Los socialistas aparecen en ambas filosofías,
en la nietzscheana y en la hayekiana, como una caterva de estúpidos y decadentes
resentidos, criaturas que desconocen las leyes fundamentales de la vida” (p. 228).
Empecemos con esta acusación. ¿Realmente puede sostenerse una lectura
neoliberal nietzscheana? Creo que aquí la lectura de Polo, por interesante que sea,
yerra en el tiro por varias razones, aunque subrayaremos solo una, la que, a mi modo
de ver, muestra en qué sentido la figura de Nietzsche, por depender demasiado
del horizonte del siglo XX, es incompatible con el dispositivo ideológico liberal,
anti-intervencionista y antitotalitario configurado tras la posguerra occidental. Es
precisamente un marxista como Fredric Jameson el que nos ha brindado claves
para comprender por qué la reacción antimoderna de posguerra a lo que se entiende
como “la funesta hybris del modernismo estético vanguardista” también privó a
Nietzsche de todo interés para un pensamiento utópico o limó aquellos molestos
aspectos supuestamente “radicales” que aún mantenían tensión crítica con el
horizonte de lo que este denominaba “el último humano”. Esta critica, común tanto
a la deconstrucción como al neoliberalismo, a lo que se entiende como la “excesiva
voluntad de poder del modernismo”, según Jameson, se revela como un movimiento
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Sin duda, como los “espectros” de Marx y Freud, cada vez más invocados por nuestro
presente desnortado, el fantasma no enterrado de Nietzsche es interesante tanto por lo
que abordó en contaminación con los problemas políticamente tóxicos de su época,
como por su rica recepción, que atraviesa por completo el llamado “corto siglo
xx” en tradiciones espectacularmente diversas, desde el anarquismo de una Emma
Goldmann a la Teoría Crítica frankfurtiana pasando por la visión nacional-popular
de José Carlos Mariátegui. ¿Tiene sentido reducir todo su complejo diagnóstico
al marco de una política “emancipatoria” que, por otra parte, en el texto de Polo,
parece solo blindarse en términos defensivos? ¿No es políticamente útil dialogar
con la crítica antidemocrática para reforzar la democracia? ¿Podemos a través de
Nietzsche, un pensador antipolítico y no democrático consumado, reflexionar sobre
el valor de la teoría para la política en cuanto fuente de diagnóstico y crítica, más
que como fuente de modelos o posiciones normativas? ¿En qué medida, como crítico
tanto de la tradición liberal como de la marxista, nos brinda la oportunidad de pensar
las recurrentes limitaciones de ambas para comprender nuestro presente? Digámoslo
de otro modo, con las precisas palabras de Wendy Brown:
8
Jameson, F.: Las semillas del tiempo, Madrid, Trotta, 2000. Para las alusiones a Nietzsche y el antinietzscheanismo,
véanse especialmente las pp 54-57.
9
Cfr. el interesante libro de Corey Robin: La mente reaccionaria. El conservadurismo desde Edmund Burke
hasta Donald Trump, Madrid, Capitán Swing, 2017.
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10
Brown, W.: Politics Out of History, University Princeton, New Jersey, 2000, p. 127.
11
In the Ruins of Neoliberalism. The Rise of Antidemocratic Politics in the West, Columbia University Press, New
York, 2019.
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élites y la chusma”. ¿Qué había pasado para que Nietzsche se convirtiera en el gran
estimulante teórico del primitivismo político del xx? En la situación de crisis en
Weimar, como señala Arendt, el repliegue histórico empezaba a recelar del pequeño
clown de origen judío y su inclasificable vagabundeo. Aunque Nietzsche no se cansó
de hablar con desprecio del lector egocéntrico perezoso, ¿su retórica eufórica no
terminó siendo también seductoramente halagadora del peor señor que vivía en cada
humillado por el cambio de época? Enfatizando que hablaba “para pocos y para
nadie”, ¿no sedujo a ser escuchado por muchos, incluso demasiados? No podemos
olvidar tampoco cómo dos laboratorios privilegiados de su recepción, Weimar y el
68 francés, son todavía para nosotros dos espejos históricos desde cuyas analogías
nos miramos para comprender nuestras perplejidades.
Sin embargo, Nietzsche no fue un fascista, ni un Incel nostálgico, tampoco un
“posmoderno” aligerado de herencias históricas: fue alguien que, como Marx, se
tomó en serio la dialéctica de la modernidad y sus tensiones. Marshall Berman, otro
marxista, lo vio bien en un libro espléndido: Todo lo sólido se disuelve en el aire.
Hay algo que no se ha enfatizado lo suficiente: Nietzsche no es solo –y no tanto–
un destructor, un martillo, un killer del cristianismo, sino alguien que por tomarse
muy en serio su herencia histórica entendía que había que inventar algo a su altura
para volver a apasionarse y confiar en el mundo. Su particular “Proyecto Hombre”
–Übermensch– parte de una premisa: más que de ideologías combatidas por una
racionalidad pura depurada de afectos, hay que desintoxicar al “último humano”, de
adicciones tóxicas que debilitan nuestros cuerpos. Ecos del materialismo de Spinoza,
que valoraba en gran medida por su lúcido cuestionamiento de toda “pasión triste”,
un asunto, la relación entre Nietzsche y Spinoza, que no merece significativamente
la atención política de Polo. La búsqueda materialista de la “salud” en Nietzsche
pasa por cuestionar aquellas doctrinas “pastorales”, también de izquierda, que
seducen a los individuos identificando carencias en el deseo y tratando de colmarlas
ficticiamente. La clave del cuidado del alma sana reside en tomarse a sí misma
como una potencia virtuosa que, sobre todo, es desviada por ilusiones, las cuales,
descuidándonos, amenazan con debilitarnos. En realidad, solo un enfermo obligado
a cuidar de sí como Nietzsche podía entender la “enfermedad moral” introducida
artificialmente por poderes ajenos de separar a la fuerza virtuosa de lo que ella puede,
de adiestrarla en la derrota. Nietzsche también fue un neorrenacentista obligado a
luchar con la poderosa y ambivalente modernización protestante. Hay algo que hoy
se nos olvida: Nietzsche nunca dejó de amar al titán Prometeo y su relación con
el dolor como modelo de su programa cultural de futuro, como hiciera Marx en
otras claves políticas. Cierto: se ha insistido mucho en los usos y abusos cometidos
hacia su pensamiento desde la derecha, pero no tanto en cómo su reflexión también
ayuda a desactivar las psicopatologías de cierta izquierda tradicional, un asunto que,
desde luego, no aparece en el texto de Polo, más interesado en depurar los elementos
contaminantes del pensamiento nietzscheano para la tradición emancipatoria.
12
Butler, J.: Mecanismos psíquicos del poder: teorías sobre la sujeción, Madrid, Cátedra, 2001, pp. 39-40.
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Losurdo, D.: Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico, Ediciones del Oriente y Mediterráneo,
Madrid, p. 262.
Cano, G. Logos An. Sem. Met. 54 (1) 2021: 233-245 245
14
Montinari, M.: Lo que dijo verdaderamente Nietzsche, Barcelona, Salamandra, 2003, p. 169.