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NOTAS

Logos. Anales del Seminario de Metafísica


ISSN: 1575-6866

https://dx.doi.org/10.5209/asem.74714

Nietzsche, nuestro campo de batalla


Germán Cano1

Polo, Jorge, Anti-Nietzsche. La crueldad de lo político, Madrid, Taugenit, 2020, 320


págs.

Hoy, en camino de salir de la segunda década del nuevo siglo, la atracción por
Nietzsche no parece agotarse, si bien su recepción se modula desde otras claves
epocales. Por una parte, su peligrosa figura es esgrimida como la constatación de
los peligrosos excesos del siglo xx –¿no fue en el fondo un peligroso militante de
una concepción demasiado intervencionista sobre la cultura, como se manifestó
en el escándalo sloterdijkeano sobre el “parque humano” a principios del siglo?
¿Una tentación funesta para el pensamiento de izquierdas?–. Por otra, desde una
urbanización o domesticación liberal de su “filosofía artista”, ¿no queda su oscuro
pensamiento neutralizado en un plano académico no pocas veces políticamente
inocuo? Demasiada hybris para el pensamiento liberal y escaso compromiso
social para una tradición marxista alineada con las abstracciones emancipatorias
procedentes de la Revolución Francesa y sus categorías de totalización de la realidad
capitalista.
Sin embargo, como ha destacado Alain Badiou, llama la atención que, en los
noventa, consolidado el giro hegemónico del neoliberalismo, la mayoría de los
“filósofos” reactivos de Francia se unieran para declarar la guerra abierta a Nietzsche
y a su influencia2. Esa venganza contra Mayo del 68 cristalizó en un libro-manifiesto,
Por qué no somos nietzscheanos3, recibido favorablemente en un claro contexto
de restauración política conservadora o de contraataque de las elites políticas y
económicas. No poca veces constatamos –y el caso de la lectura de Habermas en
Francia por parte de liberalismo conservador así lo muestra, cómo lo que se concebía
como una supuesta crítica de izquierdas del nietzscheanismo se recupera en el marco
de una crítica de derechas contra pensadores heterodoxos o críticos. Sin duda, aquí
tampoco podemos soslayar en qué sentido la disputa política acerca del sentido del 68
y los supuestos abusos de su “crítica artista”, por decirlo con Boltanski y Chiapello,

1
Universidad Complutense de Madrid.
2
Bosteels, B. “Nietzsche, Badiou, and Grand Politics: An Antiphilosophical Reading”, en K. Ansell-Pearson
(ed), Nietzsche and Political Thought, London, Bloomsbury, 2013.
3
Boyer, A., Comte Sponville A, Porquoi nous ne sommes pas nietzschéens, Le Livre de Poche, Paris, 2002.

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sigue asediando a nuestro presente. Y no deja de ser llamativo que, en relación con
Nietzsche, sean tanto la tradición liberal como la marxista las que hoy renueven
vínculos de complicidad conservadora frente a su supuesta amenaza filosófica.
Bajo este punto de vista, el debate con Nietzsche es hoy, entre otras cosas, también
la confrontación del marxismo con la herencia de lo que se ha llamado, muchas veces
con trazos de brocha gorda, “pensamiento del 68”, “pensamiento posestructuralista”
o “pensamiento posmoderno”. Este interés político en última instancia no está tan
interesado en preguntarse si Nietzsche puede educar aún en el siglo XXI; si su “buena
nueva” está demasiado próxima a un tipo de confianza literaria “humanista” cuyo
marco pedagógico está en trance de desaparecer; o si dice algo interesante a nuestro
futuro o, más bien, a nuestra imposibilidad de pensar el futuro. No, el propósito es
otro: sostener, contradiciendo su funesta seducción, como dice el autor del libro
que aquí comentamos, que “resulta imposible conjugar ‘Nietzsche y emancipación
política’” (p. 319). [la cursiva es mía]. Si la importancia de este debate transciende la
discusión académica es porque, bajo este nuevo clima, la consigna “Anti-Nietzsche”
aparece como un símbolo de un “desorden” a identificar y depurar dentro de las filas
del pensamiento de izquierdas. Es como si tuviera que combatirse una excesiva, pero
peligrosa vitalidad que amenaza con desplazar la sólida disciplina emancipatoria
hacia un escenario demasiado cultural o, en el peor de los casos, como un gran
malentendido que divide, ofusca y bloquea las fuerzas políticas necesarias para el
cambio social. Quizá sería tentador rastrear este impulso de normalización en la
historia de la tradición marxista, desde la polémica de Marx y Engels con Stirner a
la actualidad, como la eterna disputa entre el principio de placer y el principio de
realidad dentro de la izquierda4.
Más allá de disputas internas al texto del pensador alemán entre “nietzscheólogos”,
entiendo que por ello es importante, más allá de discutir la cuestión como un
problema filológico entre “nietzscheanos” (¿alguien puede presentarse así sin
rubor?), ampliar el foco y entrar al debate con lecturas críticas o decididamente
impugnatorias. Porque estamos de acuerdo en algo con Polo: en la lectura de
Nietzsche nos seguimos jugamos mucho para comprender el sentido del tránsito
del siglo XX al XXI. Como ha señalado, por ejemplo Slavoj Zizek, “análisis
históricos convincentes pueden mostrar con facilidad cómo la teoría de Nietzsche
encajaba con su propia experiencia política. Su virulento ataque a la ‘rebelión de
los esclavos’ fue una reacción a la Comuna de París. Pero esto no contradice en
modo alguno el hecho de que haya más verdad en el ‘descontextualizado’ Nietzsche
francés de Deleuze y Foucault que en este Nietzsche preciso en términos históricos.
El argumento no es tan sólo pragmático ya que no es que esa lectura de Nietzsche
por Deleuze, aunque históricamente desacertada, sea más productiva. Es más bien
que la tensión entre el marco básico universal del pensamiento de Nietzsche y su
particular contextualización histórica está inscrita dentro de la misma estructura del

4
Como ha señalado Judith Butler en otro contexto diferente, los rentistas de la Izquierda, ¿no se observa a
veces en el excesivo anti de cierto antiposmodernismo, que hace del enemigo una caricatura o espantajo, un
gesto paródico orientado a mimetizarse con lo criticado, de ocupar el campo presuntamente denostado, de
rendir homenaje al poder del oponente, de apropiarse de esa misma iconicidad? Evidentemente, no se trata de
inmunizarse a la crítica, sino de entender en qué sentido hay un tipo de agresividad crítica sintomática de cierto
marxismo que provoca justo lo que busca combatir políticamente: la desintegración en facciones. Cfr- Butler,
J.: “El marxismo y lo meramente cultural”, en ¿Reconocimiento o distribución? Un debate entre marxismo y
feminismo, New Left Review-Traficantes de Sueños, Madrid, 2000, pp. 70-71.
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pensamiento nietzscheano, forma parte de su verdadera identidad, del mismo modo


que la tensión entre la forma universal de los derechos humanos y su ‘auténtico
sentido’ en el momento histórico de su enunciación forma parte de su identidad”5.
Frente a esta posible opción descontextualizada, que puede conducir también a
consecuencias históricamente discutibles, el título del libro de Jorge Polo no puede
ser más explícito: Anti-Nietzsche. La crueldad de lo político. Con una propuesta clara
y atrevida: demostrar “la imposibilidad de localizar en el pensamiento nietzscheano
elementos teóricos capaces de sustentar un pensamiento político de signo
emancipador” (p. 9). Ciertamente, no se trata de una posición novedosa: mostrar al
contrarrevolucionario Nietzsche en el Hotel Abismo del siglo veinte, algo que, como
trato de mostrar en mi Transición Nietzsche, debe a su vez contextualizarse en su
recepción durante Weimar y los debates entre el marxismo y el modernismo estético
de vanguardia. Podríamos decir que el libro de Polo, bien escrito, apasionado,
beligerante, con voluntad de intervención en la arena pública, se enmarca en una
tradición crítica que inaugurada por Lukács en la posguerra y continuada, si bien con
matices importantes, por Habermas en su debate con el “giro posmoderno”, llega al
siglo XXI con escasas novedades interpretativas. Entre estas últimas destacan, desde
luego, la imponente monografía de Domenico Losurdo, pero también trabajos como
el de Jan Rehmann6. Así, Losurdo, por ejemplo, llega a afirmar que Colli y Montinari,
en su estrategia “blanqueadora” orientada a desnazificar la imagen del filósofo,
terminan por desequilibrar excesivamente la báscula oscureciendo la genuina pulsión
política nietzscheana, significativamente nunca escondida por el autor, duro y cruel
sin ambages, pero sí por muchos de sus benevolentes comentaristas. Anti-Nietzsche
pretende, siguiendo esta estela, pensar “con y contra” el autor de Zaratustra, pero
básicamente “digámoslo con sinceridad y honradez más […] contra el filósofo del
martillo” (p. 21). Más allá de nuestras desavenencias interpretativas, como mostraré
en esta nota, me parece importante agradecer a Jorge Polo su voluntad de diálogo
con mi trabajo y su invitación a debatir públicamente sobre nuestras posiciones,
algo desgraciadamente poco usual en nuestro entorno académico7. Por otro lado, mal
haríamos en usar a Nietzsche como un santo y entregarnos al juego intelectual en
torno al intercambio de narcisismos académicos.
Bien, como habríamos pasado supuestamente del magisterio de la sospecha
al de la “inocencia”, de lo que se trataría sería de volver a levantar para el siglo
XXI ese olvidado tribunal filosófico-político –alguien maliciosamente podría
decir inquisitorial– y subrayar hasta qué punto Nietzsche fue, como no se cansa de
plantear Polo en estas páginas, no solo un pensador “profundamente reaccionario,
antidemócrata y antisocialista”, sino una figura políticamente funesta. En este
empeño, su principio de caridad hermenéutico ni siquiera sigue, aunque diga
apoyarse en ella (p. 47), la interesante premisa gramsciana de Losurdo: una lectura

5
Zizek, S.: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Paidós, p. 184.
6
Losurdo, D.: Nietzsche, il ribelle aristocratico. Biografia intellettuale e bilancio critico, Turin, Bollati
Boringhieri, 2002, 1167 pp.; Rehmann, J.: Postmoderner Links-Nietzscheanismus: Deleuze und Foucault eine
Dekonstruktion, Hamburgo, Argumen Verlag, 2004, 267 pp.
7
Un antecedente muy sugerente por la altura del intercambio y su tono, dentro de la problemática nietzscheana,
lo constituye el recomendable debate entre Mariano Rodríguez y José Manuel Romero en estas mismas páginas
de la Revista Logos (vol. 52, 2019, pp. 161-174). Entiendo que, aunque diferente en su temática, de cuño más
epistemológico, ese diálogo puede leerse de forma complementaria con el que mantenemos aquí Jorge Polo y
yo mismo.
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que no busca tanto impugnar o recusar por principio las bases teóricas de su filosofía,
sino entender concretamente, desde el despliegue inmanente de sus categorías y en
su proceso mismo de gestación, el significado político de su filosofía y el significado
filosófico de su política. Es esta reconstrucción histórico-comparativa la que lleva a
Losurdo a deshacer, pero desde otras claves más complejas, el funesto malentendido
de la compatibilidad entre Marx y Nietzsche, la gran cuestión política, en definitiva,
que estaría en juego hoy para la auténtica delimitación del sentido de la crítica para
un pensamiento emancipador necesitado, al parecer, urgentemente de la depuración
de falsos lastres. Cierto que Losurdo, como dice muy bien Polo, no convierte a
Nietzsche en un “nazi decimonónico”, pero hace algo más: seguir el proceso del
devenir Nietzsche y sus matices, algo que no aparece tan claramente aquí. Es más,
diluir estas diferencias, como la existente entre el Nietzsche, digámoslo groseramente,
“wagneriano” y el “espíritu libre” afrancesado solo porque ambas figuras se volcaron
en “una permanente réplica a las ideas político-culturales revolucionarias” (p. 47)
nos conduce, creo, a subestimar lecciones importantes para la tradición emancipatoria
ligadas a otras críticas de la Revolución (desde Kant a Hegel pasando por Schiller).
Volveré sobre ello por entender que este es aún el meollo central de la discusión
política con Nietzsche.
Este hilo rojo es el que también atraviesa el Anti-Nietzsche de un Polo tan
incómodo como perplejo por la capacidad de seducción de una obra tan, según sus
palabras, “rabiosamente reaccionaria”. Polo es claro: de lo que se trata es de trazar un
cordón inmunitario, sanitario, para un pensamiento emancipador, y de no mezclar lo
que de suyo es diferente, no susceptible de mezcla. Sobre todo, cuando la recurrente
fascinación por su figura, habiendo cumplido ya su infame capítulo histórico fascista,
estaría en los últimos tiempos siendo coaptada por el pensamiento neoliberal. “Hay
mucha voluntad de poder –escribe Polo– en un sistema económico organizado bajo
la égida de los mercados libres, desde luego; y Nietzsche estaría muy de acuerdo
con Hayek a la hora de desechar cualquier ‘intervención correctora’ – auspiciada
por ideales políticos igualitarios– en la esfera de la libre competencia mercantil.
¡Falsas ilusiones, vanas esperanzas! Los socialistas aparecen en ambas filosofías,
en la nietzscheana y en la hayekiana, como una caterva de estúpidos y decadentes
resentidos, criaturas que desconocen las leyes fundamentales de la vida” (p. 228).
Empecemos con esta acusación. ¿Realmente puede sostenerse una lectura
neoliberal nietzscheana? Creo que aquí la lectura de Polo, por interesante que sea,
yerra en el tiro por varias razones, aunque subrayaremos solo una, la que, a mi modo
de ver, muestra en qué sentido la figura de Nietzsche, por depender demasiado
del horizonte del siglo XX, es incompatible con el dispositivo ideológico liberal,
anti-intervencionista y antitotalitario configurado tras la posguerra occidental. Es
precisamente un marxista como Fredric Jameson el que nos ha brindado claves
para comprender por qué la reacción antimoderna de posguerra a lo que se entiende
como “la funesta hybris del modernismo estético vanguardista” también privó a
Nietzsche de todo interés para un pensamiento utópico o limó aquellos molestos
aspectos supuestamente “radicales” que aún mantenían tensión crítica con el
horizonte de lo que este denominaba “el último humano”. Esta critica, común tanto
a la deconstrucción como al neoliberalismo, a lo que se entiende como la “excesiva
voluntad de poder del modernismo”, según Jameson, se revela como un movimiento
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de resentimiento político hacia toda visión, digamos, “prometeica”8.


En la medida en que el horizonte posmoderno-neoliberal desconfía de todo
intervencionismo sociocultural en el mundo-de-vida comercial y de toda pulsión
utópica dada su reivindicación de los límites y la finitud antropológica –¿otra
vision de la pecaminosidad humana?–, no puede ver este programa más que como
totalitario o desmesurado. Desde luego, puede ser interesante en qué sentido figuras
como Ayn Rand simpatizaban con la vulgata nietzscheana del emprendedor que
vive peligrosamente en los abismos competitivos9, pero no hay que olvidar que,
ideológicamente, para bien o para mal, el neoliberalismo paulatinamente hegemónico
tras la posguerra se autodefine, por su modestia metodológica y su alergia a todo
intervencionismo cultural, en el fondo como un programa antinietzscheano y
antimarxista.
Por eso es desde aquí, en la crisis actual de nuestro horizonte neoliberal, desde
donde cabe señalar hoy la necesidad de entablar un nuevo diálogo entre Marx y
Nietzsche y el sentido del asedio de un cierto espectro prometeico. ¿No podríamos
hablar de una tendencia “resentida” contra el poder de este diagnóstico? ¿Un
resentimiento temeroso contra la fuerza utópica del “nuevo humano” que ambos
proyectaron a lo largo del “excesivo” siglo XX? No quiero decir con ello que
estas apuestas neoheroicas posnietzscheanas, como, por ejemplo, la de autores
“vanguardistas” como Badiou o Zizek, sean hoy sin más defendibles, sino más
bien cuestionar, sin entrar en más profundidades, esa simple complicidad entre
nietzscheanismo y neoliberalismo y clarificar ese apresurado terreno de discusión.

Sin duda, como los “espectros” de Marx y Freud, cada vez más invocados por nuestro
presente desnortado, el fantasma no enterrado de Nietzsche es interesante tanto por lo
que abordó en contaminación con los problemas políticamente tóxicos de su época,
como por su rica recepción, que atraviesa por completo el llamado “corto siglo
xx” en tradiciones espectacularmente diversas, desde el anarquismo de una Emma
Goldmann a la Teoría Crítica frankfurtiana pasando por la visión nacional-popular
de José Carlos Mariátegui. ¿Tiene sentido reducir todo su complejo diagnóstico
al marco de una política “emancipatoria” que, por otra parte, en el texto de Polo,
parece solo blindarse en términos defensivos? ¿No es políticamente útil dialogar
con la crítica antidemocrática para reforzar la democracia? ¿Podemos a través de
Nietzsche, un pensador antipolítico y no democrático consumado, reflexionar sobre
el valor de la teoría para la política en cuanto fuente de diagnóstico y crítica, más
que como fuente de modelos o posiciones normativas? ¿En qué medida, como crítico
tanto de la tradición liberal como de la marxista, nos brinda la oportunidad de pensar
las recurrentes limitaciones de ambas para comprender nuestro presente? Digámoslo
de otro modo, con las precisas palabras de Wendy Brown:

8
Jameson, F.: Las semillas del tiempo, Madrid, Trotta, 2000. Para las alusiones a Nietzsche y el antinietzscheanismo,
véanse especialmente las pp 54-57.
9
Cfr. el interesante libro de Corey Robin: La mente reaccionaria. El conservadurismo desde Edmund Burke
hasta Donald Trump, Madrid, Capitán Swing, 2017.
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La mayoría de los tratamientos políticamente favorables de Nietzsche tratan de extraer


una política de su pensamiento, incluso aunque reconocen que poco en Nietzsche se puede
recuperar para una práctica democrática. ¿Pero y si en lugar de eso concibiéramos su
pensamiento como un cuchillo aplicado a lo que cubre los ideales y prácticas constitutivas
de la vida política? ¿Y si el pensamiento de Nietzsche no sirviera para guiar, sino para
provocar, revelar y desafiar, reforzando de esta manera una cultura democrática? Quizás
las críticas y genealogías nietzscheanas pueden seccionar la política, interrumpiendo
productivamente, violando o perturbando las formaciones políticas en lugar de aplicarse,
fusionarse o identificarse con ellas. Este trabajo parece ser especialmente importante para
la política democrática, dada mi sugerencia de que la democracia inevitablemente se
puede vincular a elementos antidemocráticos y no es también hospitalaria para la teoría,
incluyendo la autoconciencia teórica necesaria para comprender y reavivar el punto
spinoziano sobre el centro hueco de la democracia10.

Creo, por ejemplo, que el análisis nietzscheano del malestar contemporáneo


resuena con nuevos ecos en nuestra era pospandémica. Fenómenos incomprensibles
desde la teoría política más ortodoxa como el resentimiento trumpiano pueden
entenderse muy bien a la luz de su diagnóstico del “último humano”, un tema que ha
ocupado recientemente a la citada Wendy Brown en una de sus obras más recientes11.
Nunca se destacará lo suficiente en qué sentido para Nietzsche el acontecimiento
de “la muerte de Dios” aboca a lo que podríamos denominar, haciendo un guiño
al Marcuse de El hombre unidimensional, la “desublimación de la voluntad”. Es
decir, cómo la desaparición de las mediaciones tradicionales –la moral, la religión,
la metafísica, pero también la autonomía de las ideologías, el progreso, los marcos
tradicionales de sentido– genera, en un proceso endógeno de racionalización, una
situación de cinismo pseudocultural generalizado desde arriba y desde abajo, un
momento histórico que identifica como una suerte de desnudamiento desinhibido y
agresivo de la voluntad de poder, del “sentimiento de poder”, para ser más exactos.
En este aspecto, el análisis de Polo, por ejemplo, a mi modo de ver, no percibe
en qué medida en la obra nietzscheana el intérprete debe distinguir entre el plano
descriptivo o genético y el normativo o valorativo. En Nietzsche el reconocimiento
impúdico del “origen” aristocrático o irracional de la cultura sirve más para cuestionar
y problematizar la lectura idealizada de la cultura, ingenuamente humanitaria, que
renuncia a comprender la dinámica trágica de las fuerzas en liza, que como un
horizonte normativo. De ahí que, como vieran Adorno y Horkheimer –y reconoce
Polo, pero sin seguir esta línea también freudiana (p. 159)–, la revelación de la
crueldad cultural, exija dar un paso cultural más autoconsciente para no retornar a la
barbarie. Ignorar esto lleva a una mala comprensión de la obra nietzscheana como
un simple naturalismo: “Y es que el vitalismo nietzscheano bascula, por momentos,
hacia una indisimulada animalización de la existencia humana” (p. 176). No podemos
estar más en desacuerdo con este juicio y esta interpretación que da sentido a toda la
argumentación de la obra.

10
Brown, W.: Politics Out of History, University Princeton, New Jersey, 2000, p. 127.
11
In the Ruins of Neoliberalism. The Rise of Antidemocratic Politics in the West, Columbia University Press, New
York, 2019.
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Es cierto que en Nietzsche, como he tratado de mostrar en Transición Nietzsche,


el descubrimiento revelador de la “base terrenal” que sirve para desnaturalizar
la infraestructura ideológica y cultural del idealismo burgués, mostrando su
contingencias y tensiones sociales, le conduce, a diferencia de Marx, a enrocarse,
digámoslo así, en un supuesto fondo trágico continuamente disimulado por la
tradición emancipatoria, principalmente rousseauniana o jacobina. Este “fondo”
no solo le permite desestimar todo discurso de justicia social, sino “contenerlo”
ideológicamente (Jameson), cuestionando a priori toda intervención política
transformadora en un sentido directamente colectivo. Esto podría entenderse como
una suerte de naturalización de segundo grado (ontologización metafísica del poder,
“todo es poder”, señala Polo), orientada a desestimar todo cuestionamiento de
órdenes sociales supuestamente estancos.
Sin embargo, por un lado, Nietzsche –y aquí encontramos una gran diferencia con
el análisis de Polo y su desinterés por el proceso inmanente de la obra nietzscheana–
no entiende este punto de llegada a la problemática del poder como un simple
reconocimiento cínico, cruel o naturalista de las fuerzas en liza. No es desde este
supuesto horizonte normativo último –la vida– desde donde se plantea la crítica de
los valores emancipatorios rousseaunianos. Por otro, Nietzsche tampoco descarta la
posibilidad del cambio social y una intervención cultural de signo médico-cultural
(p. 126). La Revolución Francesa (léase su libro Aurora desde este hilo rojo) no es
nociva por su voluntad de intervención o de cambio –ese “desgarro del velo” del
que habla Edmund Burke–, sino por no ser un cambio efectivo, por ser, por tanto, un
mal cambio, un cambio impaciente, abstracto, formal, ajeno a toda reflexión médica
acerca de los cuerpos, sus inercias históricas y pulsiones en juego, esto es, por ser
una repetición del escenario moral. Nietzsche no cuestiona, como reaccionario, la
Revolución Francesa por ser una intrusión moderna en el marco de la continuidad
histórica y sus jerarquías sociales. Su crítica no es historicista en este sentido. Plantea
una crítica moderna entendiendo que la modernidad revolucionaria, apegada todavía
a un marco moral e idealista, más que curar las heridas del cuerpo social, lo somete a
una suerte de “curanderismo” precipitado (ver Aurora § 534). Aquí no están tan lejos
Hegel y Nietzsche, aunque el primero fuera, desde luego, mucho más empático con
el desarrollo teleológico histórico. Es esta visión materialista “molecular” que busca
acceder a un estrato pre-político la que desaparece del campo de visión del libro de
Polo, lo que no es extraño porque, desde sus premisas hermenéuticas, solo defiende
una idea de “lo político” –así en su crítica a Miguel Morey, por ejemplo (p. 46)– que
Nietzsche desborda y amplía con nuevos problemas. ¿No es preciso aquí, por tanto,
distinguir entre lo que Polo llama “despolitización” de la recepción nietzscheana y
una nueva interrogación acerca de “lo político”?
Ha de entenderse bien que Nietzsche, como moderno, no es un simple crítico
reaccionario de “los críticos de la continuidad histórica”; es un crítico moderno
que denuncia las limitaciones de esa crítica moderna que aún sigue siendo moral,
demasiado moral. De ahí la necesidad de comprender la confrontación ambivalente de
Nietzsche con Rousseau y Lutero, “modernos” –tras ellos no podemos volver atrás–,
pero aún demasiado morales –con ellos volvemos atrás, son “espíritus rezagados”
que no comprenden la necesidad de una nueva escala cultural terapéutica. No es el
fanático Nietzsche, en su odio, el que se enfrenta a la Ilustración y la Revolución
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Francesa; es justo al revés: es el “neogriego” Nietzsche el que se enfrenta a la


Ilustración y la Revolución justo por su fanatismo moral. Me parece importante
plantear este importante matiz en relación al capítulo seis del libro, donde ese
“Rousseau al revés” (Löwith) que es Nietzsche también puede enseñarnos algo más
que un grosero elitismo: las limitaciones pedagógicas de cierto jacobinismo para la
autonomía individual.
La visita al “taller subterráneo” donde se han forjado hasta ahora los tipos e
ideales humanos requiere, para Nietzsche, de una ampliación de la mirada. En el
parágrafo de Humano, demasiado humano, “Posesión y justicia”apreciamos el sesgo
antisocialista desde la crítica del gesto rousseauniano. Rousseau y sus seguidores
cavan hondo y desentierran lo que permanecía soterrado tras la naturalización idealista
de las relaciones de poder, pero “desgraciadamente, por experiencia histórica se sabe
que toda subversión de tal índole lleva de nuevo a la resurrección de las energías más
salvajes, así como de los enterrados horrores y excesos de épocas remotísimas; es
decir, que la subversión puede ser sin duda una fuente de energía en una humanidad
fatigada, pero jamás ordenadora, arquitecto, artista, perfeccionadora de la naturaleza
humana” (Humano, demasiado humano § 463). Cuando los socialistas, según
Nietzsche, buscan desvelar históricamente que el reparto de la propiedad en la
humanidad actual es la consecuencia de innumerables injusticias y violentaciones,
cuestionando la legitimidad de sus usos, solo ven una parte del problema, pues “todo
el pasado de la cultura antigua está construido sobre la violencia, la esclavitud, el
engaño, el error” (Humano, demasiado humano § 452).
El reconocimiento de las cadenas culturales, por tanto, conduce a Nietzsche,
en efecto, no a una reflexión sobre la desigualdad, sino a una autocrítica que pone
ilustradamente “entre hielo”lo que ilusoriamente se expresa como fanatismo de la
“naturaleza” reprimida. Apreciamos aquí cómo su crítica aparentemente entronca
con las usuales críticas contrarevolucionarias al jacobinismo, cuyo voluntarismo
moralista percibe la inercia histórica como simple obstáculo de una naturaleza
humana a redimir. Sin embargo, su posición no aparece aquí como un simple
defensor reaccionario de la prudencia o de los “velos culturales” al modo de un
conservador como Edmund Burke, quien, defendiendo el plano cultural como una
suerte de inconsciente social, aboga por defender las ilusiones benefactoras de la
tradición y sus jerarquías para la vida social en común.
Aunque parezca a veces defender la paciencia geológica y orgánica de lo histórico
frente a la transparencia y la aceleración revolucionaria, Nietzsche no desestima
la posibilidad de seguir hablando de “progreso”: el más “trágico”, ciertamente, de
Voltaire frente al, a su parecer, excesivo optimismo rouseauniano. Por otro lado,
justo por esta condena de la impaciencia revolucionaria para el problema de la
libertad, Nietzsche no puede reclamar el título de mero destructor o “dinamita”sin
que contextualicemos su posición. Si usa, fundamentalmente a partir de 1887 esta
imagen, como recuerda Polo tras el “terremoto de Niza” (p. 140), es tanto para
subrayar la oportunidad pedagógica de intervenir tácticamente en un momento
concreto de deslegitimación y crisis cultural de valores a tenor de las resistencias
morales aún existentes, como para identificar su posición como médico cultural. Es
decir, el momento negativo debe verse siempre como un momento táctico dentro de
la tarea pedagógica de preparar lo nuevo, no como un fin en sí mismo. Si a veces
es “mejor lo bueno nuevo que lo bueno viejo”, como diría ese singular marxista
nietzscheano que fue Bertolt Brecht, es porque, en determinados momentos para
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Nietzsche es pedagógicamente mejor acelerar los procesos de decadencia que


defenderlos o simplemente criticarlos.
Esta necesidad de diferenciar fases, estrategias de intervención cultural y
modalidades retóricas desparece por completo en la visión monolítica de Polo del
“Nietzsche extremista”(p. 144). En Nietzsche, en efecto, la pregunta por la salud
cultural se antepone, en virtud de una defensa supuesta de un mayor realismo
terapéutico, a la de la justicia social. ¿En qué medida ese “fondo trágico” revelado a
la mirada de ese “espíritu libre” que va desnudando el traje del filosofo tradicional y
el historiador ortodoxo para convertirse en “medico de la cultura” y sus patologías
moralizantes no es sino una estrategia defensiva de ese mismo mundo burgués ya
irreversiblemente declinante en sus posibilidades liberales? ¿Es la tragedia la coartada
del “liberal imposible” para bloquear las potencialidades del futuro? Estas preguntas
son muy legítimas, es más, necesarias, pero creo que no pueden ser contestadas
simplemente aludiendo, como hace Polo, siguiendo a Heidegger, a una explicación
ontológica de la voluntad de poder. Más que cerrar la conversación desde un supuesto
antinietzscheanismo, debemos ampliarla, a no ser que prefiramos ignorar el interés
que, para el pensamiento de izquierda, puede entrañar la crítica nietzscheana de la
moral. ¿Debe la tradición emancipatoria hacerse cargo de la crítica de la moral y
hasta qué punto? Entiendo que hacer esta pregunta nos lleva más allá de un Marx
Anti-Nietzsche y a plantear un diálogo incómodo, pero más fructífero entre ambos.
Por otro lado, sin ánimo de ser prolijo, hay muchos ejemplos donde la lectura
realizada por Polo permite otras interpretaciones alternativas, algo que es excluido
sin ningún tipo de benevolencia. Por dar un simple, pero sintomático botón de
muestra por el tipo de esquematismo hermenéutico usado, uno de los textos es
el parágrafo 473 de Humano, demasiado humano. Allí donde el texto, según el
autor, se interpreta solo como “un pasaje que haría las delicias de cualquier teórico
neoliberal o anarcocapitalista”, puede apreciarse, en cambio, una reflexión más
sutil, incluso gramsciana, sobre las insuficiencias hegemónicas del “despotismo
socialista”. Nietzsche en este parágrafo reflexiona sobre cómo el lema socialista
“tanto Estado como sea posible” puede generar, justo por su incomprensión del
carácter no solo coactivo sino consensual del poder, la tendencia contraria, tener
“tan poco Estado como sea posible”. Que para Polo esta reflexión nietzscheana sobre
el despotismo socialista solo sirva para entender la cercanía del pensador alemán
con el neoliberalismo de un Ludwig von Mises, ¿no apunta también a los puntos
ciegos de cierta ortodoxia marxista a la hora de comprender la problemática del
poder neoliberal?

Comparto con Polo la necesidad de acercarnos políticamente a Nietzsche de algún


modo, pero entiendo, dado lo dicho más arriba, que este problema debe conducirnos
además a preguntarnos por los funestos abusos y “recortes” hermenéuticos que le
convirtieron en una suerte de “viagra” para sectores sociales impotentes y resentidos
con los desafíos de la Modernidad. ¿Por qué el preferido del pueblo en la Alemania
nazi “dejó de ser Chaplin para convertirse en Superman”?, se llegó a preguntar
perspicazmente Hannah Arendt, discípula del Mago de Messkirch, Heidegger, quien
también pasó por ser un representante de lo que ella llamaba “la alianza entre las
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élites y la chusma”. ¿Qué había pasado para que Nietzsche se convirtiera en el gran
estimulante teórico del primitivismo político del xx? En la situación de crisis en
Weimar, como señala Arendt, el repliegue histórico empezaba a recelar del pequeño
clown de origen judío y su inclasificable vagabundeo. Aunque Nietzsche no se cansó
de hablar con desprecio del lector egocéntrico perezoso, ¿su retórica eufórica no
terminó siendo también seductoramente halagadora del peor señor que vivía en cada
humillado por el cambio de época? Enfatizando que hablaba “para pocos y para
nadie”, ¿no sedujo a ser escuchado por muchos, incluso demasiados? No podemos
olvidar tampoco cómo dos laboratorios privilegiados de su recepción, Weimar y el
68 francés, son todavía para nosotros dos espejos históricos desde cuyas analogías
nos miramos para comprender nuestras perplejidades.
Sin embargo, Nietzsche no fue un fascista, ni un Incel nostálgico, tampoco un
“posmoderno” aligerado de herencias históricas: fue alguien que, como Marx, se
tomó en serio la dialéctica de la modernidad y sus tensiones. Marshall Berman, otro
marxista, lo vio bien en un libro espléndido: Todo lo sólido se disuelve en el aire.
Hay algo que no se ha enfatizado lo suficiente: Nietzsche no es solo –y no tanto–
un destructor, un martillo, un killer del cristianismo, sino alguien que por tomarse
muy en serio su herencia histórica entendía que había que inventar algo a su altura
para volver a apasionarse y confiar en el mundo. Su particular “Proyecto Hombre”
–Übermensch– parte de una premisa: más que de ideologías combatidas por una
racionalidad pura depurada de afectos, hay que desintoxicar al “último humano”, de
adicciones tóxicas que debilitan nuestros cuerpos. Ecos del materialismo de Spinoza,
que valoraba en gran medida por su lúcido cuestionamiento de toda “pasión triste”,
un asunto, la relación entre Nietzsche y Spinoza, que no merece significativamente
la atención política de Polo. La búsqueda materialista de la “salud” en Nietzsche
pasa por cuestionar aquellas doctrinas “pastorales”, también de izquierda, que
seducen a los individuos identificando carencias en el deseo y tratando de colmarlas
ficticiamente. La clave del cuidado del alma sana reside en tomarse a sí misma
como una potencia virtuosa que, sobre todo, es desviada por ilusiones, las cuales,
descuidándonos, amenazan con debilitarnos. En realidad, solo un enfermo obligado
a cuidar de sí como Nietzsche podía entender la “enfermedad moral” introducida
artificialmente por poderes ajenos de separar a la fuerza virtuosa de lo que ella puede,
de adiestrarla en la derrota. Nietzsche también fue un neorrenacentista obligado a
luchar con la poderosa y ambivalente modernización protestante. Hay algo que hoy
se nos olvida: Nietzsche nunca dejó de amar al titán Prometeo y su relación con
el dolor como modelo de su programa cultural de futuro, como hiciera Marx en
otras claves políticas. Cierto: se ha insistido mucho en los usos y abusos cometidos
hacia su pensamiento desde la derecha, pero no tanto en cómo su reflexión también
ayuda a desactivar las psicopatologías de cierta izquierda tradicional, un asunto que,
desde luego, no aparece en el texto de Polo, más interesado en depurar los elementos
contaminantes del pensamiento nietzscheano para la tradición emancipatoria.

Una forma clásica de acercarse a Nietzsche es la de percibir su posición como un


simple crítico ilustrado de ese prejuicio de la moral que plantea la dicotomía entre la
tutela ideológica y el llamado espíritu libre. El problema de esta lectura es que pierde
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algo importante: la ambivalencia de la moral. En efecto, para Nietzsche hay una


flagrante incompatibilidad entre esta y el nuevo hombre libre, ilustrado, pues este no
ya no puede actuar movido por la obediencia a la tradición, sino por otros motivos,
entre los que se puede incluirse el cuidado de sí. Solo bajo este nuevo punto de vista
histórico, la moral empieza a ser una amenaza para el futuro y un obstáculo para
que el ser humano pueda alcanzar su máxima dignidad. Ahora bien, la revelación
históricamente tardía de este carácter parasitario de la moral –también posibilitada
por el progreso tecnológico y el aligeramiento de la coacción moral–, su aparición
como “problema”, en virtud de su creciente e irreversible falta de legitimidad y poder,
ha de ir acompañada, en sus inevitables herederos, también de una comprensión
agradecida como “escalera” cultural, un “error” o “cadena” (en su doble sentido
de continuidad y opresión) que sirvió para salir de las exigencias groseras de una
naturaleza quizá feliz pero ya afortunadamente e irreversiblemente perdida.
Este punto es decisivo, porque apunta a que Nietzsche no entiende simple e
ingenuamente que exista una oposición entre el “espíritu libre” ilustrado y la moral,
como si el primero pudiese fácilmente desligarse, emanciparse, liberarse de la
segunda o usarla cínicamente para sus voluntad de poder. Esto es importante: no
hay liberación “de” la moral, como no hay liberación “del” poder que no sea, para
Nietzsche, una recaída en la impotencia. Puede valorarse una sugerente aportación
nietzscheana de Judith Butler desde este giro crítico con la “moral” social hegemónica:
“uno/a persiste siempre, hasta cierto punto, gracias a categorías, nombres, términos y
clasificaciones que implican una alienación primaria e inaugural en la sociabilidad.
Si estas condiciones instituyen una subordinación primaria o, en efecto, una violencia
primaria, entonces el sujeto emerge contra sí mismo a fin de, paradójicamente, ser
para sí”12.
Nietzsche entiende bajo su crítica de la moral, como moderno, su posición histórica
dentro de un proceso de “desnaturalización” de la tradición, lo que Marx llamaba
el velo desgarrado, Benjamin la pérdida del aura o Weber el desencantamiento
del mundo. El lugar del velo religioso que desplazaba la realidad existente hacia
“otro mundo” se ha desnudado irreversiblemente por un proceso de racionalización
científico que destruye las ilusiones sin aportar ya ningún encantamiento como
compensación. La única forma de superar este dilema entre los trabajos del amor
perdido y una renovada inversión libidinal confiada en el futuro es afrontar estos
“dolores de parto” como una embarazada de un mundo nuevo. Allí donde Marx,
en lugar de centrarse exclusivamente en la destrucción de antiguos modos de vida
precapitalistas, quería encontrar qué había de progresista en los nuevos síntomas
del capitalismo tardío que estaba describiendo, Nietzsche se sentía, como él mismo
se definió, como “una funesta simultaneidad de primavera y otoño”. Creo que es el
interés por esta ambivalencia lo que genera la diferencia entre la lectura del Anti-
Nietzsche de Polo y la de otros intérpretes políticos actuales.
Es esta “maduración” la que le llevará a entender que el nuevo gesto ilustrado no
puede limitarse a ser una repetición de la tradición; tiene que superar tanto la posición
culturalmente conservadora contrarrevolucionaria como la revolucionaria jacobina
inspirada en Rousseau. Esta encrucijada trágica es la que normalmente se pierde
de vista en las lecturas aceleradas de Nietzsche como “liberador” o “conservador”.
¿Ha ocurrido algún cambio hermenéutico decisivo en las últimas décadas para

12
Butler, J.: Mecanismos psíquicos del poder: teorías sobre la sujeción, Madrid, Cátedra, 2001, pp. 39-40.
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que el regreso a Nietzsche pueda retomar el testigo de la acusación de Lukács,


una confrontación, por cierto, no privada de duras tensiones personales? ¿Acaso
un militante comunista del PCI italiano tan interesante como Mazzino Montinari,
seducido incomprensiblemente por el estudio pormenorizado de Nietzsche durante
décadas, no tuvo en cuenta sus ambivalencias políticas y flaqueó políticamente ante
su fascinante figura? ¿Por qué, entonces, este regreso impugnatorio que, además,
ignora sus variadas y concretas recepciones históricas, como no dejó de señalar
Pierre Bourdieu ante Habermas frente a la acusación de este a Foucault como
“neoconservador”? No deja de ser irónico que Domenico Losurdo, dialogando con
Gramsci, haya recordado en los últimos tiempos esta advertencia del sardo: “En el
planteamiento de los problemas histórico-críticos, la discusión científica no debe
concebirse como un proceso judicial, en el que hay un acusado y hay un fiscal que,
por obligación de oficio, debe demostrar que el acusado es culpable y merece ser
retirado de la circulación. En la discusión científica, como se supone que el interés
es la búsqueda de la verdad y el progreso de la ciencia, es más ‘avanzado’ quien
se plantea, desde el punto de vista que puede expresar el adversario, una exigencia
que debe ser incorporada, aunque sea como un momento subordinado, a su propia
construcción”13.
Desde este punto, ¿no es el regreso del Anti-Nietzsche en el siglo XXI más bien
el síntoma melancólico de una crisis en la tradición más ortodoxa de la izquierda que
necesita volver a un cerrado diagnóstico de la modernidad y una visión materialista
ciertamente importantes, pero dignos de ser confrontados con otros paradigmas?
¿No es esta reciente complicidad anti-nietzscheana entre la tradición liberal y
marxista síntoma de ciertas limitaciones a la hora de comprender otro sentido de la
modernidad? Reconozco no tener una respuesta definitiva, pero justo por eso entiendo
que debe abrirse y no clausurarse el terreno del diálogo hasta el punto de renunciar
a las aportaciones críticas y la compleja herencia nietzscheana. ¿Hasta qué punto
ese “Anti” del libro que estamos comentando indica un punto ciego analítico, un
compromiso legítimo, que también defiendo, con una “Democracia”, un “Progreso”,
una “Política” y una “Libertad” que, para dejar de ser abstractas, necesitan algo más
que cordones innmunitarios? Entiendo que este diálogo entre Jorge Polo y yo es una
prueba de que estos problemas no están resueltos.
Vuelvo, para terminar, a Montinari. Como el editor de Nietzsche señala, desde su
comprensión prometeica del dispositivo cultural, a Nietzsche no le pasó inadvertido el
pudoroso taller social, políti­co en sentido amplio, de los valores morales del idealismo
burgués. Su gran limitación fue creer, sin embargo, que el socialismo moderno no
era más que la continuación del cristianismo. Lo que Nietzsche, desconocedor de las
polémicas dentro de la tradición socialista, ataca básicamente del socialismo es la
tartufferie moral que proclama la igualdad de todos los hombres como objetivo y su,
a su modo de ver, fanático e ingenuo hiperpoliticismo. Ahora bien,

[...] por supuesto, no es cuestión de in­tentar ‘recuperar a Nietzsche para la democracia y


el so­cialismo’, como se ha dicho recientemente, sino de hacer constar que en una sociedad
socialista y democrática (o en el movimiento hacia ella) no puede faltar una ‘dimensión
Nietzsche’, es decir, la dimensión de la libertad de espíri­tu que nace de la carga crítica,

13
Losurdo, D.: Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico, Ediciones del Oriente y Mediterráneo,
Madrid, p. 262.
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racional y liberadora de su pensamiento y que nunca se cansa de cuestionarlo todo, que


incluso se permite reclamar que el individuo (aun en una sociedad de presuntos iguales)
encuentre su defensa y el campo de su propia actividad espontánea en la cultura (como la
entendía también Burckhardt) y, en definitiva, contra el Estado: suponiendo que de verdad
se crea en la necesidad de la extinción del Estado en el ‘reino de la li­bertad’, es decir, que
se desee realmente la superación de la ‘política’ como represión14.

14
Montinari, M.: Lo que dijo verdaderamente Nietzsche, Barcelona, Salamandra, 2003, p. 169.

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