Cuentos Del Siglo XX. Antología 4 ESO.
Cuentos Del Siglo XX. Antología 4 ESO.
Cuentos Del Siglo XX. Antología 4 ESO.
JOSÉ DE ESPRONCEDA
ÍNDICE INTRODUCCIÓN
LA PATA DE PALO 3
La siguiente selección incluye cuentos de diversos
EL MONTE DE LAS ÁNIMAS 7 autores españoles en cuya fecha de nacimiento nos
hemos basado para establecer un orden cronológico.
LOS OJOS VERDES 13
El primer relato de Espronceda, junto con las tres
EL RAYO DE LUNA 19 leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, corresponden
EL DON JUAN 27
al movimiento romántico en sus dos manifestaciones
en España, Romanticismo pleno y tardío. De entre
LAS MEDIAS ROJAS 31
los autores realistas hemos elegido cuentos de Benito
EL INDULTO 33 Pérez Galdós, Leopoldo Alas “Clarín” y Emilia Pardo
Bazán.
¡ADIÓS, CORDERA! 40
hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las –Conque ya está usted enterado.
mismas con que nació.
–De aquí a dos días —respondió el pernero tendrá usted la
–En eso hay mucho que hablar; pero al grano: usted necesita pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido.
una pierna de palo, ¿no es eso?
Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a
–Cabalmente —replicó el acaudalado comerciante; pero no mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres
vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en
que es menester que sea una obra maestra, un milagro del todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro
arte. ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su
máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días,
–Un milagro del arte, ¡eh! repitió míster Wood. como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho
sobremanera de su adelantado ingenio.
–Sí, señor, una pierna maravillosa y cueste lo que costare.
Era una mañana de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que
–Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted
habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado
ha perdido.
comerciante, que yacía en su cama muy ajeno de la desventura
que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada
–No, señor; es preciso que sea mejor todavía.
pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa
–Muy bien. retumbaba en su corazón. «Ese será», se decía a sí mismo; pero
en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el
–Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes
ella, sino que ella me lleve a mí. insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y
ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac
–Será usted servido. nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por
embustero. Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y
–En una palabra, quiero una pierna, vamos, ya que estoy en el ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin, a
caso de elegirla, una pierna que ande sola. la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un
oficial de su tienda con una pierna de palo en la mano, que no
–Como usted guste.
parecía sino que se le iba a escapar. corría peligro de dejarse allí el brazo, y cuando las gentes
acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había
–Gracias a Dios exclamó el banquero, veamos esa maravilla del desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro.
mundo. Y era lo mejor, que se encontraba algunos amigos que le
llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo
–Aquí la tiene usted —replicó el oficial,—y crea usted que
mismo que tocar con la mano al cielo.
mejor pierna no la ha hecho mi amo en su vida.
–Un hombre tan formal como usted -le gritaba uno- en
–Ahora veremos.
calzoncillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh!
Y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se Y el hombre, maldiciendo y jurando y haciendo señas con la
mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le mano de que no podía absolutamente pararse.
acercase la suya de palo para probársela. No tardó mucho
tiempo en calzársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. Cuál le tomaba por loco, otro intentaba detenerle poniéndose
No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al
humanas fuesen bastantes a detenerla, echó a andar la pierna desdichado andarín mil injurias y picardías. El pobre lloraba; en
de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a casa del
su despecho, hubo de seguirla el obeso cuerpo del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto.
comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando
a sus criados para que le detuvieran. Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había transpuesto la
calle cuando el maestro se asomó a ver quién era. Sólo pudo
Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán que
llegaron, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el
vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, apresurado varón notó que la pierna, lejos de aflojar, aumentaba
volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y
impelido de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta
cuanto podía, tratar de asirse a una reja, dar voces que le de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable
socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra señora, con más de setenta años encima, tomando un té junto a
alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan chusco
alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte,
IES EUROPA --Departamento de Lengua Castellana y Literatura Página 5
OCHO CUENTOS DEL SIGLO XIX. Autores del Romanticismo y del Realismo.
las Ánimas.
Gustavo Adolfo Bécquer (1836- 1870) -A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de
lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la
las campanas; su tañido oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos
monótono y eterno me trajo a las comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
mientes esta tradición que oí hace
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
poco en Soria.
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país,
Intenté dormir de nuevo;
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy
¡imposible! Una vez aguijoneada,
lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y
la imaginación es un caballo que
mientras dure el camino te contaré esa historia.
se desboca y al que no sirve
tirarle de la rienda. Por pasar el Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los
rato me decidí a escribirla, como condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos
en efecto lo hice. caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso,
que precedían la comitiva a bastante distancia.
Yo la oí en el mismo lugar en que
acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, prometida historia:
estremecidos por el aire frío de la noche.
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas. Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
I Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada
Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran
se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de
solos sabido defenderla como solos la conquistaron. dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en
la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los
Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso
hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al
he querido salir de él antes que cierre la noche.
fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte,
donde reservaban caza abundante para satisfacer sus La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos
necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual,
las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre
llamaban a sus enemigos. las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos
en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía
ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y
arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una caballeros que alrededor de la lumbre conversaban
cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de
de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron las ojivas del salón.
un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey:
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general:
el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró
Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un
abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo
vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el
monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos,
reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
comenzó a arruinarse.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se
oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos,
los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos
en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. representaban el principal papel; y las campanas de las
Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y
divisa de tu alma? Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar
sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus
-Sí.
fosas… ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la
-Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
como un recuerdo. arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una
hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose
de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó
esperanza. en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó
con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar,
-No sé… en el monte acaso. donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil
colores:
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y
dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas! -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos,
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda: y cuajado el camino de lobos!
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial,
toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga
aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la
ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba
todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó,
raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el
que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie
-Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto.
y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir
del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa -¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero
banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había
noche… esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? desaparecido.
Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las
cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se
ligero, nervioso. pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada,
silencio.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre
sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis
tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y
ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad,
voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la las sombras impenetrables.
busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa apartaba un punto los espantados ojos… Éste, después de
tan largas horas lejos de los que más os quieren? coordinar sus ideas, prosiguió así:
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, -Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones,
sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas,
cuchillo de monte. recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir,
se llenó mi alma del deseo de soledad.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido
de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el
exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre
escuchado una sola de sus palabras: las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde
de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del
puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se
Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las
reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un
fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más
ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las
de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso,
flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y
una mujer que vive entre sus rocas?
luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas
hito en hito. veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En
el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras,
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor
extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos
no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse
Voy, pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el
misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para viento de la tarde.
mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame
razón de ella. Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores
desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los
hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua,
Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero -Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros
no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para
ti ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre
su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus -¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué
cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la
de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de
que yo había visto…, sí, porque los ojos de aquella mujer eran la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos…
los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una
que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa joya de oro.
por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo! como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un
suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda
III
que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su
vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a
esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han
estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe
dicho? ¡Oh, no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo
de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una
quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…
noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo
siempre… -O un demonio… ¿Y si lo fuese?
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus
bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más
álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo
superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
margen.
-Si lo fueses..., te amaría…, te amaría como te amo ahora,
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se algo más de ella.
retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a
pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el
una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que
secreto de su existencia.
desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer
alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en
deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y
que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus
pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación
antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y
supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
comprender mi caso extraño y misterioso.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose,
de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza ensanchándose hasta expirar en las orillas.
desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La
mujer de los ojos verdes prosiguió así:
gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré
amarlas!… ¿Cómo será su hermosura?… ¿Cómo será su
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de amor?…
la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres
misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen
lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a
rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando solas, que es por donde se empieza.
traducirlo.
II
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las
grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras
sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce
ininteligibles que no podía comprender. de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas
posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. río.
Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden
rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque
habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún
se cimbreaba al andar como un junco.
quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de
una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su
entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de
lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando
aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: las altas hierbas.
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban
posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación,
en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor
gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos
troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la
copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que
de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el
medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, mismo instante en que el loco soñador de quimeras o
próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como imposibles penetraba en los jardines.
el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules,
balanceándose como en un columpio sobre sus largos y III
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la
ruina. Llegó al punto en que había
visto perderse entre la
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de espesura de las ramas a la
perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y mujer misteriosa. Había
serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. desaparecido. ¿Por dónde?
Allá lejos, muy lejos, creyó
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, divisar por entre los cruzados
después de atravesar el puente, desde donde contempló un troncos de los árboles como
momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre una claridad o una forma
el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en blanca que se movía.
el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los
Templarios. -¡Es ella, es ella, que lleva alas
en los pies y huye como una
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido
sombra! -dijo, y se precipitó
remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo,
en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que
cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde
se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó
el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló
rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta
un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor
una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo…
y de júbilo.
¡Nadie!
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una
-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando
arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría de peña en peña con la ayuda de su daga.
como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen
sonando sus pisadas -murmuró otra vez;-creo que ha hablado; Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en
no hay duda, ha hablado… El viento que suspira entre las lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus
ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre
impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha las corvas márgenes que lo encarcelan.
hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una
lengua extranjera… Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su
alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, pudo contener una blasfemia.
otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las
cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en
distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla
firmemente persuadido de que un perfume especial que opuesta.
aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella
mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y
entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los
Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de
para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma
sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho
capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que puente.
bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas
sobre que se eleva la ermita de San Saturio. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca
tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían
atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una
Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo indescriptible expresión de alegría. En una de las altas
llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se
sus pardas almenas. veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de
unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en
IV
el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera
instante. causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
V
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde
es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde,
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro,
responde, animal
estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?… Eso es
lo que no podré decir… pero he de conocerla. El eco de sus
Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo
pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo
violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de
de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán
mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y
para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de
estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima;
noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de
cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus
Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que
ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?… ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo
herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad
pudiera saber lo que dijo, acaso… pero aún sin saberlo la
reponiéndose de sus fatigas.
encontraré… la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón
no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija,
inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y
o su hermana; o su esposa, o lo que sea?
noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado
más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y
-No tiene ninguna mujer consigo.
escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una
vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se
-¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel
me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de
aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano,
creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla
mi desconocida; pero no importa… yo la he de encontrar, y la
enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto -¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus
desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis
en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos
nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada -¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.
sonora, estridente, horrible.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más
que un instante. -¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su
sitial-; no quiero nada… es decir, sí quiero… quiero que me
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a dejéis solo… Cantigas… mujeres… glorias… felicidad…
intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
viento movía sus ramas. imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y
corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial rayo de luna.
junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y
con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía
prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había
consuelos de sus servidores. hecho era recuperar el juicio.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la Acerqueme, mire a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para
inscripción, y era favorable para mí. hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae sobre
mí un diluvio!… ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si
-Victoria -dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
mi catálogo. Era el número 1.003.
Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una
cólera, entro y subo rápidamente la escalera. columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver
su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla
marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima,
objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro;
quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su
me remató: caí al suelo sin sentido. esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura. Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas
que en un restaurante cercano se veían expuestos al público.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón,
a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, alargaba la mano, me hacía señas… Cercioreme de que no
vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito
saludo que me llenó de ira. bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como
una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso
derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí
excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.
osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de
la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la primera Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las
ocasión. La fortuna no tardó en presentármela. ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y
marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba
los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.
Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus
Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si
a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una
sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y
la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me
y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan
dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y
cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío. siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en
los carros que recogen por las mañanas la inmundicia
Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio,
así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La
fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera
un seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera
postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella… cuando de destruido.
pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí;
abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que
empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de
demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi,
¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una
arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio
secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al
gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su
boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin
mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía
como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera
hecho el amor.
Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que –¡Ey! ¡Ildara!
acababa de merodear en el monte del –¡Señor padre!
señor amo, el tío Clodio no levantó la
–¿Qué novidá es ésa?
cabeza, entregado a la ocupación de picar
un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, –¿Cuál novidá?
de uña córnea color de ámbar oscuro,
–¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?
porque la había tostado el fuego de las
apuradas colillas. Incorpórase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse,
dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara
Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de
moda “de las señoritas” y revuelto por los enganchones de las pupilas claras, golosas de vivir.
ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las
–Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las
faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las
gasto, no se las debo a ninguén.
berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas
mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha –Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con
anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío amenazadora sorna.
Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente,
haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, –¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos
entre lo azuloso de la descuidada barba. él… Y con eso merqué las medias.
Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en
entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del
labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho banco donde estaba escarranchado, y agarrando a su hija por
los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes
pared, mientras barbotaba: con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes…
su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que
desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del
de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería
niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer
creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral,
madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y
trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de
palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus
silenciosa actividad, su aire apacible. ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada
sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba
¡Veinte años de cadena! En veinte años -pensaba ella para sus para cumplirse la condena.
adentros-, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí
allá, falta mucho todavía. ¡Singular enlace el de los acontecimientos!
La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general
espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante
las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba
remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se amarguras sin cuenta a una pobre asistenta, en lejana capital
enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto
Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas
sombríamente: sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la
cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara
-¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…
-Mi madre… ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de
Antonia. El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia.
Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras
En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la animaban a la madre del mejor modo que sabían. ¡Era bien
tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que llaman divorcio.
aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había
Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y serenos; se podía -¿Y qué es divorcio, mujer?
acudir a los celadores, al alcalde…
-Un pleito muy largo.
-¡Qué alcalde! -decía ella con hosca mirada y apagado acento. Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se
acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde
-O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había
siempre el inocente y el pobre.
que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…
-Y para eso -añadió la asistenta- tenía yo que probar antes que
Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a
mi marido me daba mal trato.
su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra,
resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a -¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la
dormir en casa de la asistenta. En suma, tales y tantas fueron madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los
las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió gatos que la tenía amenazada con matarla también?
a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordose consultar a
un jurisperito, a ver qué recetaba. -Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren
pruebas claras…
Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de
costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a
mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey,
exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la
a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño.
maritalmente con el asesino! Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto
era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de
-¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la
hacen las aguantaran! -clamaba indignado el coro-. ¿Y no primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos
habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio? desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
-A mí, mi marido.
Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la
-¿Y a tu marido? puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar
de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía
-El asistente del capitán.
de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo
-¿Y al asistente? encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el
grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la
-Su amo…
garganta.
Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de El hombre se interpuso.
costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de
párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas -¡Eh…, chst! ¿Adónde vamos, patrona? -silabeó con su ironía
que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las de presidiario-. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto
calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin aquí todo el mundo!
-¿Ese es el chiquillo? -murmuró el presidiario, y descolgando -No tengo voluntad… -balbució Antonia: y el vino, al reflejo del
el candil llegolo al rostro del chico. candil, se le figuraba un coágulo de sangre.
Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato
de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los
cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le
universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su
apretaba también, con el rostro más blanco que la cera. espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella,
después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla
-¡Qué chiquillo tan feo! -gruñó el padre, colgando de nuevo el entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos.
candil-. Parece que lo chuparon las brujas. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y
carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio
Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues
saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la
desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía
uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
lucecitas azules en el aire.
-A ver: ¿No hay nada de comer aquí? -pronunció el marido. -¡Chst!… ¿Adónde vamos? -gritó viendo que su mujer hacía un
movimiento disimulado hacia la puerta-. Tengamos la fiesta en
Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la paz.
criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre
comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con -A acostar al pequeño -contestó ella sin saber lo que decía. Y
todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe
Horacio. que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en
pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin
como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al
Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril
Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al
ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo
¡Qué se había de meter! supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas,
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero
después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al
con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por
día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados,
la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran
y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a
culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas
rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse
castas de gentes desconocidas, extrañas.
existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás
aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un
la mosca. accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que
rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda
“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante…,
humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar
¡todo eso estaba tan lejos!”
el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el
zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes
inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta
pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del
venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de
días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la
los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se
máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue
acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas
acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a
en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños
gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa
dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la
callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena
estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas
augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de
praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de
perezosa esquila.
pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos
amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están
verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento
que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban en los azares de un camino.
Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta,
cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno
poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la
escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca
amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus
faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil
pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo
industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de
destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con
los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la
ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es
lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el
posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería
interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la
a los gemelos encargados de apacentarla.
pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente
indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba
tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en
cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de
cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que,
escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la
ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el
fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del
amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre,
animal pacífico y pensativo.
volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera manera:
los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre
no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo,
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. y allá, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca manera, confusamente. De la venta necesaria no había que
sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de
con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la
voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila.
inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a
pie mientras la pareja dormía en tierra. azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se
encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá la había llevado
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que
cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más
suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber
Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y cómo ni cuándo.
purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera,
y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada
obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio
llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había
muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio
la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un
pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se
Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar
muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel
tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba
insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba.
“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta
pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá,
trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el “¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el
capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a huraño.
tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera,
“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre
interrumpiendo el paso… Por fin, la codicia pudo más; el pico
ni otra abuela.”
de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las
manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el
que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en
silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte,
flor, le condujo hasta su casa.
descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis,
como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no
porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían
sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el
desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante.
corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de
Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del
malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no
telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por
admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de
un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
desahucio.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago.
los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un
coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los
las picardías del mundo: campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban
para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al
-La llevan al Matadero… Carne de vaca, para comer los
servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,
señores, los curas… los indianos.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el
estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los
distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como
símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les
inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas
ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en -¡Adiós, Rosa!… ¡Adiós, Cordera!
manjares de ricos glotones…
-¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!…
-¡Adiós, Cordera!…
“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el
-¡Adiós, Cordera!…
mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos;
*** carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo,
para las ambiciones ajenas.”
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey.
Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre
cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con
inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble. silbido que repercutían los castaños, las vegas y los
peñascos…
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola,
esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el
únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, prao Somonte.