Operacion Pantera Victoria Lacaci
Operacion Pantera Victoria Lacaci
Operacion Pantera Victoria Lacaci
VICTORIA LACACI
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VERÓNICA.
VERÓNICA.
Revisé detenidamente mi armario buscando algo apropiado para ponerme,
aunque lo cierto es que tampoco es que tuviese demasiado donde elegir.
Tras pensarlo durante un buen rato, opté por unos pantalones pitillos color
beige y una camisa blanca que me remangué a la altura de los codos.
Completé el atuendo con unas Converse color hueso y contemplé mi
imagen en el espejo de cuerpo entero situado en un extremo de la
habitación. ¡No estaba mal! Aun así, decidí mejorar el conjunto
aplicándome un poco de maquillaje y algo de rímel en las pestañas.
Después fui en busca de Paula, aunque no la encontré en su habitación.
Deduje que estaría con su madre y me dirigí al piso de abajo comprobando
de reojo la hora de mi reloj. Eran las ocho y media en punto.
– ¡Ya noz íbamoz zin ti, que eztabamoz canzadaz de ezperarte! – se quejó
la niña en cuanto me vio aparecer. La paciencia no era una de sus virtudes.
– No le hagas caso, aún es pronto – intervino Diana propinando un
pequeño tirón de orejas a la niña a modo de recriminación.
– Vámonos entonces, señorita impaciente – dije dirigiéndome a Paula y
tratando de no mirar demasiado a su madre, que lucía un aspecto impecable
con un mono gris perla de pantalón ancho y sandalias planas a juego. Lujo
silencioso en estado puro.
Me introduje en el ancho Mercedes que nos esperaba en el jardín ocupando
con Paula la parte de atrás mientras Diana se acomodaba en el asiento del
copiloto. Después, Raúl condujo hasta el centro de Palma y nos dejó a las
puertas de un restaurante italiano con pinta de caro. Un maître de sonrisa
cálida y rostro amable nos dio la bienvenida al restaurante antes de
acompañarnos hasta una mesa engalanada con manteles blancos y cubiertos
brillantes. El ambiente era tranquilo y acogedor, y los camareros se movían
con gracia a nuestro alrededor atendiendo a los demás comensales.
– ¡Yo quiero ezo, lo que eztá comiendo el zeñor gordo! – indicó de pronto
Paula señalando con el dedo a un hombre de mediana edad que comía unos
espaguetis en una mesa cercana a la nuestra.
– ¡Paula, por Dios! – exclamó Diana en tono apurado. – ¡No señales con el
dedo!
– No se debe decir si alguien está gordo o no, es de mala educación –
intervine yo, apurada también, tras percatarme de las miradas furibundas
que nos devolvió el comensal.
– ¡Ah bueno!, que no me acordaba que no ze puede decir lo de gordo… –
repuso la niña en tono desenfadado y sin pizca de arrepentimiento – ¡puez
quiero lo que eztá comiendo el zeñor eze!
– Además, está muy feo referirse a los demás por cuestiones físicas,
¿entendido? – susurró Diana sujetando a su hija por el brazo – ¿No te lo
enseñan en el colegio, o qué?
– ¡Qué va!, zolo noz enzeñan cozaz de letraz y númeroz, todo muy
aburrido.
– Pues con lo que cuesta, ya os podrían enseñar más cosas, la verdad… –
farfulló la colombiana mientras nos sentábamos en la mesa que nos había
adjudicado el maître. Acto seguido abrió la carta buscando el menú infantil
y yo la observé con disimulo mientras fingía estudiar también mi carta,
preguntándome, una vez más, por qué una mujer así no tenía marido, novio
o pareja conocida. Tenía un ligero parecido a esa actriz que hacía de
Wonder Woman, ¿cómo se llamaba?; no lo recordaba, aunque, en cualquier
caso, se trataba de una versión bastante más sexi y perversa.
– ¿Ya sabes lo que quieres? – preguntó, de pronto, clavando su mirada en
la mía y sonriendo con condescendencia, como si de alguna manera supiese
que estaba escrutando su rostro.
– Creo que me voy a pedir la lasaña – respondí, avergonzándome de sentir
que un ligero rubor ascendía por mis mejillas. ¿Por qué la presencia de
Diana Salazar me perturbaba tanto?
Hicimos nuestros pedidos al camarero y lo que se inició como un
intercambio de palabras algo torpe entre las dos únicas adultas de la mesa se
convirtió en una intensa conversación sobre todo tipo de temas a pesar de
las interrupciones de Paula, que reclamaba constantemente nuestra atención
hasta que se me ocurrió sintonizarle unos dibujos en mi teléfono móvil.
Charlamos sobre viajes, sobre las diferentes costumbres de nuestros
respectivos países y sobre las Islas Baleares, pero cuando empezamos a
hablar de política, una vez que el solícito camarero nos trajo los postres,
saltaron chispas.
– Así que… ¿de verdad eres contraria a la recaudación de impuestos? –
pregunté utilizando deliberadamente el tuteo por primera vez desde que la
conociera. Ella me observó con gesto divertido, como si llevara tiempo
esperando a que lo hiciera.
– Yo no he dicho exactamente eso – replicó cortando cuidadosamente un
trozo de su tarta de queso con el tenedor. Se habría criado en la calle, pero
sus modales en la mesa, al igual que fuera de ella, eran exquisitos. – Solo
digo que, por lo general, el dinero está mejor en manos del ciudadano que
del gobierno de turno.
– ¿Y qué hay del estado del bienestar? – planteé en tono un tanto
beligerante – ¿y de un reparto más equitativo de la riqueza?
Me empezaba a dar la sensación de que aquella cretina llevaba un rato
llevándome la contraria más por afición que por convicción.
– ¿El estado del bienestar? – repitió con indolencia tras dedicarme una
sonrisa de blanquísima dentadura que, por algún motivo, me irritó – Eso no
es más que una excusa para mantener un sistema burocrático y costoso que
desalienta la eficiencia económica. Es un hecho que los impuestos elevados
limitan la inversión privada y el crecimiento económico, lo que lleva a un
estancamiento y a una menor creación de empleo.
– Eso no es cierto. Hay numerosos ejemplos en la actualidad en donde se
puede comprobar que el crecimiento económico no está reñido con un
reparto más justo de la riqueza – repliqué, combativa, negándome a dar mi
brazo a torcer frente a unos argumentos esgrimidos osadamente por quien
había hecho fortuna a base de pisotear todas las leyes habidas y por haber.
– ¿Por qué habláiz de ezo tan aburrido? – intervino de pronto Paula
levantando la vista de la pequeña pantalla del teléfono móvil. – ¿Eztáiz
dizcutiendo? – agregó mirándonos alternativamente a su madre y a mí con
gesto intrigado.
– No; simplemente intercambiamos opiniones sobre ciertos temas –
respondió Diana aprovechando el momento para pedir la cuenta al camarero
con un gesto y dando, quizá, por zanjada la conversación.
– ¡Zí que dizcutíaiz! – insistió la niña esbozando una sonrisa traviesa. –
¿Quién ha ganado?
– No sabría decirte – rio Diana mirándome fijamente a los ojos, como si
quisiera enviarme un mensaje no del todo velado, aunque… ¿cuál?
Confieso que me estremecí, y por un instante me pregunté si no sospecharía
algo de mí. ¡Más me valía que no! – Aunque creo que a ninguna de las dos
nos gusta perder…
De vuelta a casa, me ocupé de sacar en brazos a Paula del coche; se había
quedado completamente dormida a mi lado en el asiento trasero.
– Espera, ya la subo yo – dijo Diana extendiendo los brazos hacia mí y
cargando a la niña con delicadeza tras besarla con suavidad en la frente. Yo
la acompañé hasta el dormitorio infantil y la ayudé a ponerle el pijama a
Paula mientras pensaba que aquella escena desprendía un aire entrañable.
En seguida me reprendí. No debía ablandarme; Diana Salazar era una
delincuente y yo tenía una misión que cumplir. Punto.
Ya en mi dormitorio, me desvestí con el ánimo inquieto. Me veía incapaz
de meterme en la cama y más aún de conciliar el sueño. Valoré salir a la
terraza a tomar un poco el aire fresco, pero preferí bajar al jardín y darme
una vuelta. Quizá así conseguiría tranquilizarme.
La brisa nocturna, húmeda y fresca, me golpeó el rostro provocándome
una sensación revitalizante. Tardé unos segundos a que mis ojos se
acostumbraran a la oscuridad de la noche, pues la luna, en cuarto
menguante, apenas iluminaba. Avancé unos pasos con la intención de
iniciar mi paseo, pero en seguida constaté que no estaba sola. La luz de un
cigarrillo encendido brillaba en mitad de la oscuridad, delatando la
presencia de otra persona en el jardín. Probablemente sería Héctor, aquel
siniestro esbirro que aparecía y desaparecía cuando una menos se lo
esperaba, aunque también podría ser Raúl. Pensé en dar media vuelta y
alejarme de allí, pero un extraño impulso me obligó a hacer justo lo
contrario y acercarme aún más para descubrir la identidad del fumador
nocturno. No tardé en vislumbrar a la mismísima dueña de la casa, quien
me dirigió una mirada curiosa mientras se llevaba el pitillo a la boca para
dar una calada.
– ¿Tú tampoco puedes dormir? – preguntó tras exhalar lentamente el humo
hasta liberarlo por completo en el aire.
– La verdad es que no… – admití agradeciendo la oscuridad que nos
rodeaba. Me sentía casi desnuda vestida solo con un fino pijama de seda. –
No sabía que fumabas – añadí sin saber muy bien qué más decir.
– Lo dejé hace años. Ahora solo me permito fumar uno al mes – explicó
dejando caer un poco de ceniza sobre el césped.
– ¿Y por qué justo hoy? – pregunté, intrigada. Ella me lanzó una mirada
misteriosa que, por alguna razón, consiguió erizarme los vellos de la nuca.
No me contestó. Se limitó a acercarme el cigarrillo a la cara antes de
preguntar:
– ¿Quieres una calada?
Yo abrí la boca para rechazar su ofrecimiento. Nunca he fumado y, de
hecho, es un vicio que me provoca bastante rechazo, pero me sorprendí a mí
misma extendiendo la mano para sujetar con firmeza el cigarro entre mis
dedos índice y corazón. De pronto me identifiqué con Eva a las puertas del
paraíso mientras era tentada por el demonio, aunque en esta ocasión éste
último no estaba representado por una serpiente, sino por una bellísima
mujer que encarnaba todo aquello contra lo que yo estaba obligada a luchar.
Ella me sonrió divertida, como si de alguna manera supiese la peculiar
asociación de ideas que acababa de imaginar. Después, me llevé el pitillo a
la boca y aspiré una calada. La boquilla estaba ligeramente húmeda, pero
aquel detalle que, por lo general, me hubiese dado bastante repelús, me
provocó, por el contrario, una morbosa satisfacción. Expulsé el humo
atrapado en mi garganta hacia el exterior y le devolví el cigarro tratando de
controlar los latidos de un corazón que, de pronto, latía desbocado.
– Hacía mucho que no daba una calada a un cigarro – dije esforzándome
en mantener la compostura. ¿Se puede saber qué me ocurría?
– ¿Desde tu época adolescente, quizá?
– ¿Cómo lo sabes…?
– Ni te has tragado el humo, ni sabes coger el cigarro. Es obvio que nunca
has fumado salvo unas cuantas caladas compartidas a la salida del colegio.
– ¡Cierto! – admití admirando su poder de deducción. – Y tú, ¿lo echas de
menos?
– ¡Cada día! – exclamó arqueando las cejas en un gesto que, si era posible,
resaltaba aún más la armonía de sus rasgos. – Aunque me alegro de haberlo
dejado. No me gusta tener que depender de nada, y mucho menos de una
sustancia que poco a poco te va matando.
– Bueno, hay cosas peores…
– ¿Cómo cuáles?
Su voz, de pronto, parecía algo cautelosa.
– No sé, otras sustancias bastante más peligrosas – respondí en tono
ambiguo. Estaba entrando en un terreno pantanoso y mi sentido común
clamaba por que volviera al dormitorio cuanto antes, pero la curiosidad me
hizo ignorarlo.
– ¿Te refieres a las drogas…?
– Por ejemplo.
– A estas alturas de la película, solo los idiotas caen en ese tipo de vicios.
– Es una manera algo simplista de ver el asunto – repliqué con un deje de
acritud, sorprendida de que aquella mujer tuviese la caradura de opinar así
sobre aquellos gracias a quienes, precisamente, se había hecho rica. De
inmediato me arrepentí de mis palabras, no solo porque no fuese adecuado
dirigirme de esa forma a quien supuestamente era mi jefa, sino porque la
gélida mirada que me dirigió ésta me hizo recordar, una vez más, que
aquella mujer podía llegar a ser peligrosa.
– ¿Simplista? – repitió arrastrando cada sílaba, visiblemente molesta.
Comprendí que no le había sentado del todo bien mi apreciación.
– Quiero decir que hay gente bastante débil que no es consciente del
peligro que corre al jugar con ciertas cosas.
– Yo diría más bien que hay gente lo suficientemente estúpida como para
jugar con esas cosas a pesar de todas las advertencias que, seguro, han
recibido. ¡Así de simple! – sentenció en tono despectivo recalcando la
última palabra. Después se agachó para apagar el cigarrillo contra el suelo
en un ademán desganado.
– Bien, será mejor que me retire a mi dormitorio. Es muy tarde ya… – me
excusé sensatamente sin querer alargar más aquella perturbadora
conversación.
– Buenas noches – se despidió ella entrecerrando ligeramente los ojos con
ese gesto que solía hacer de tanto en cuanto, como si quisiera penetrar en lo
más profundo de mi mente y examinar cada uno de mis pensamientos.
– Buenas noches – contesté antes de dar media vuelta y dirigirme hacia el
interior de la vivienda reflexionando sobre el extraño intercambio de
palabras que acabábamos de mantener.
Tardé un buen rato en dormirme, pero cuando por fin lo conseguí,
continuaba sintiendo en la boca la humedad de la boquilla de aquel cigarro.
Reconozco que ese pensamiento fue el que más me inquietó.
CAPÍTULO 7
DIANA.
– ¡Buen golpe! – exclamé con genuina admiración tras constatar que la
pelota de golf golpeada por Diego se quedaba a apenas un par de metros de
distancia del hoyo número 9.
– Admito que ha sido más suerte que otra cosa – confesó mi amigo con
una sonrisa de satisfacción en el rostro. Con su polo Lacoste perfectamente
planchado, sus pantalones blancos de golf y su cara recién afeitada, podría
pasar por uno de aquellos hombres de negocios o padres de familia de
aspecto respetable que abundaban en aquel exclusivo club. – Aunque he de
reconocer que las clases que damos con ese pinche profesor de aspecto
relamido empiezan a dar sus frutos.
– ¡Continuemos! – propuse cargando los palos sobre mi hombro antes de
dirigirme hacia el siguiente hoyo. Aquel deporte me había parecido siempre
un tanto aburrido, pero debía reconocer que, una vez empiezas a practicarlo,
era lo más relajante sobre la faz de la tierra. Además, a Diego le encantaba,
razón por la que solíamos reservar plaza un par de tardes por semana y
jugar unos hoyos mientras charlábamos tranquilamente de nuestras cosas.
– Bien, y ahora, cuéntame por qué quieres que investigue de nuevo a la
niñera – dijo él en cuanto se colocó de nuevo a mi altura, retomando la
conversación que manteníamos minutos atrás.
– No te sabría decir con exactitud – reconocí a la vez que saludaba con un
gesto de cabeza a una pareja de aspecto distinguido que nos observaba con
curiosidad. – Pero hay algo en ella que no me encaja del todo…– me
interrumpí sin saber muy bien cómo explicar con palabras el extraño, pero
firme presentimiento que tenía con relación a Verónica.
– ¿El qué…?
– Para empezar, es inteligente e intuyo que bastante ambiciosa. Te aseguro
que éste no es, ni mucho menos, el trabajo de su vida.
– Bueno, ¡es joven!; puede que para ella no sea más que algo temporal.
Además, no pagas precisamente mal.
– No se trata solo de eso; hay algo en ella que me llama la atención…
quizá sea su manera de moverse, como si estuviese permanentemente en
guardia.
– ¿La manera de moverse? – repitió Diego arrugando el ceño.
– Lo mejor es salir de dudas. Quiero que contrates a alguien en Madrid
para que haga las comprobaciones en persona. ¡Que la investiguen a fondo!
– De acuerdo; mañana mismo me ocuparé del asunto, aunque llevará unos
días...
– Ya imagino, pero que no sean muchos.
– No serán muchos.
– Gracias, Diego – dije tocando afectuosamente su hombro derecho. –Y
ahora, prepárate a perder…
– No cantes victoria antes de tiempo.
Hicimos unos cuantos hoyos más antes de abandonar el club e irnos a
nuestras respectivas casas. Yo me dirigí al cuarto de juegos para pasar un
rato con Paula, aunque, siendo sincera, no era ella la única a la que deseaba
ver.
– ¡Mamá! – exclamó la niña en cuanto me vio aparecer. Le había costado
lo suyo llamarme de aquella manera, aunque de vez en cuando siguiese
utilizando mi nombre de pila. – He acabado la lectura y eztamos probando
el juego ezte de loz bailez – añadió mostrándome la carátula del SingStar de
la Play Station 5 que le había comprado, días atrás, por sus progresos en la
lectura.
– ¿Y es divertido? – pregunté dirigiéndole una mirada cómplice a
Verónica, que había paralizado la canción que debían de estar bailando con
el mando de la videoconsola.
– ¡Zúper divertido!, ¿verdad Vero?
– Claro que sí – contestó la aludida recolocándose un mechón de pelo que
le caía sobre la cara con gesto nervioso. Vestía una camiseta bajo la que se
adivinaba un pecho firme y unos shorts azul marino que le quedaban
escandalosamente bien. ¿Qué tipo de deporte haría para mantener ese
físico?
– ¡Vamoz a hacer un baile para que lo vea mamá!
– Lo mismo prefieres bailar con ella… – señaló Verónica ofreciéndome el
mando ¿con cierto toque de rubor en el rostro, quizá?
– No, no. Mejor hacedlo vosotras y yo os miro – repuse declinando su
propuesta. Sentía una morbosa curiosidad por ver a aquella chica moviendo
el cuerpo al compás de la música. ¿Sería cierto aquel famoso dicho que
vinculaba la forma de bailar con la de moverse en la cama…?
Paula eligió una canción al azar mientras Verónica me miraba de reojo con
gesto de indecisión. Era obvio que aquello le daba vergüenza, lo que me
hizo sonreír, divertida.
– Vamoz, Vero, ¡empezamoz! – dijo Paula sujetando el mando y
comenzando a imitar los movimientos de los bailarines virtuales que se
movían al ritmo de la cantante Tini con su “Emilia”. – ¡Pero azí no, hazlo
como antez, que eztáz perdiendo puntoz – agregó en tono indignado
dirigiéndose a su compañera de baile, quien decidió resignarse y dejarse
llevar por la pegadiza canción! Me sorprendí al comprobar que se movía
bastante bien pues, por lo general, las españolas no tienen ni puñetera idea
de bailar.
Cuando terminó la canción, Paula depositó su mando en mi mano antes de
aseverar:
– ¡Y ahora oz toca a vozotraz!
Estuve a punto de rechazar la propuesta, pero la cara de apuro de Verónica
me hizo cambiar de idea.
– Elegiré una canción para ganar, entonces – dije repasando la lista de
canciones hasta decantarme por el “Señorita” de Shawn Mendes y Camila
Cabello.
– ¿No prefieres bailar tú con tu madre, Paula? – escuché decir a Verónica
en tono esperanzado, tratando, obviamente, de evitar compartir baile
conmigo.
– No, ¡oz toca a vozotraz! – insistió la niña palmeando, divertida, con las
manos.
La canción comenzó a sonar y, tras colocarnos en posición frente a
nuestros respectivos bailarines, Verónica y yo empezamos a ejecutar la
coreografía con bastante precisión. Ella evitaba mi mirada moviéndose con
aparente despreocupación, pero algo me decía que también sentía la
química que, de pronto, parecía flotar en completa libertad dentro de
aquella habitación. En un momento dado, el baile requirió que nos
cruzáramos uniendo por un instante las manos. El contacto echó auténticas
chispas. Era la primera vez que nos tocábamos de forma deliberada y su
piel, cálida y suave, me pareció puro terciopelo.
La canción, con su ritmo acariciante, se extendió durante un tiempo que
me pareció entre infinito y efímero, pues los segundos dejaron de tener
significado y los minutos, sencillamente, desaparecieron. Cuando terminó,
Paula comenzó a dar a voz en grito las puntuaciones coronándome como la
ganadora de la tarde, mientras Verónica y yo nos miramos de reojo con la
respiración acelerada. Por un momento me asaltó la duda de si sería yo la
única de las dos que experimentaba aquella extraña tensión que parecía
conectarnos con un invisible hilo de oro. ¿Se trataban, acaso, de ilusiones
mías? Empezaba a inquietarme semejante posibilidad.
Jugamos hasta la hora de la cena, momento en el que, como cada noche,
Verónica se llevó a Paula a la cocina para tomar la última comida del día
junto a María.
Yo me sentía con un exceso de energía que necesitaba quemar y decidí
cambiarme e ir a la piscina a nadar un rato. Aprovecharía para analizar las
dos ideas que, de pronto, danzaban alocadamente por mi cabeza. La
primera, que aquella intrigante profesora que hacía de niñera de mi hija me
gustaba bastante más de lo que, hasta el momento, había estado dispuesta a
admitir.
La segunda, que algún día sería mía.
Solo tenía que despojarla de esa molesta armadura que parecía lucir a
todas horas y averiguar lo que escondía detrás.
CAPÍTULO 8.
VERÓNICA.
– Mamá dice que no hace falta que me dez máz clazez, que el cole ha
terminado y ya zé leer mejor que nadie – anunció Paula tratando de soltarse
de mi mano mientras caminábamos hacia el cuarto de estudios. Cada vez le
era más difícil escapar de mí. Me había llevado un tiempo descubrir todos y
cada uno de sus escondites, pero ya me los conocía al dedillo.
– Sabes que eso no es cierto, y aunque el colegio ha terminado, tenemos
que dar una clase por la mañana y otra por la tarde.
– Vale, pero no pienzo hacer máz zumaz y reztaz, que eztoy de vacacionez
y tengo que dezcanzar.
– Bueno, ya veremos…
– ¡Puez entoncez no leo!
– Oye rica, leerás cuando yo te diga, ¿entendido? – respondí con una
acritud que, de inmediato, me pareció un tanto excesiva por mucho que la
niña llevase un día inaguantable.
Admito que mi mal humor no se debía a la actitud rebelde de mi pupila,
sino al hecho de que, tras mes y medio viviendo en aquella casa, no había
conseguido averiguar nada de nada. Hasta el mismo comisario se
impacientaba a la espera de unas noticias por mi parte que nunca llegaban,
aunque ¿yo qué culpa tenía? Diana Salazar se comportaba como una de las
tantas extranjeras ricas y despreocupadas que abundaban en la isla, y su
rutina diaria no tenía nada que ver con actividades que pudieran parecer
mínimamente sospechosas. Cuando no estaba jugando al tenis o al golf en
el club deportivo salía de compras o se iba con Paula a hacer algún que otro
recado.
Todo era aparentemente inofensivo. ¿Se me estaría escapando algo por
alto? Quizá debería tratar de acceder a su despacho y hacer una copia del
disco duro de su ordenador, pero aquella habitación era la única en toda la
casa que estaba permanentemente cerrada con llave. ¿Qué escondería allí?
¿Sus cuentas en el extranjero? Con ese tipo de información se la podría
procesar, al menos, por blanqueo de capitales y evasión fiscal.
Sabía que, tarde o temprano, debía averiguarlo. Solo necesitaba abrir la
cerradura sin romperla teniendo buen cuidado de esquivar las siempre
inquietantes y vigilantes presencias de Héctor y Raúl.
– Venga, Paula, ¿qué te parece si leemos un rato y luego jugamos al ping
pong? – propuse en tono conciliador tras tomarla de la mano en un gesto
afectuoso. Ella asintió con la cabeza sin decir palabra y se dejó conducir al
cuarto de estudios todavía enfurruñada.
En el fondo, aquella niña desafiante y descarada me empezaba a caer bien,
y por primera vez me planteé qué sería de ella si su madre finalmente
acabara siendo juzgada y encarcelada. De inmediato sentí que un sabor
amargo invadía mi boca, como si hubiese pegado un sorbo de un licor
pasado y en mal estado. Tragué saliva e inspiré con fuerza tratando de
librarme de tan desagradable sensación, reprendiéndome por aquel
momento de debilidad. ¿Acaso me estaba ablandando? No, claro que no,
aunque últimamente me empezaba a desesperar que el magnetismo que
desprendía Diana Salazar me hiciera olvidar, a veces, el objeto de mi
misión. Una vez más deseé que la colombiana fuese la persona brutal y de
aspecto cerril que en un principio imaginé y no la bellísima mujer de
modales refinados y aguda inteligencia que tanto me desconcertaba.
De pronto recordé el baile que había compartido con ella días atrás, y un
violento escalofrío recorrió la base de mi espalda hasta hacerme encoger el
cuerpo de forma involuntaria. Puede que estuviese empezando a imaginar
cosas como, por ejemplo, que durante aquel inocente juego Diana había
rozado sus manos con las mías un segundo más de lo necesario, o que esas
medias sonrisas que de tanto en cuanto me dirigía, entre indolentes y
burlonas, encerraban un significado oculto.
Más me valía dejar de pensar en tamañas absurdeces y concentrarme en
conseguir información útil para el comisario.
Una voz a mis espaldas, ligeramente ronca y demasiado familiar ya,
consiguió interrumpir de golpe mis elucubraciones.
– Chicas, ¿qué tal si os saltáis la clase por hoy y preparamos un picnic para
bajar a la playa y celebrar la noche de San Juan?
– ¡Ezo, ezo! – gritó de inmediato Paula soltándose de mi mano en busca de
la recién llegada, que la recibió en sus brazos con una sonrisa divertida. Era
obvio que la niña idolatraba a Diana a pesar de que ésta no era, ni de lejos,
una madre al uso. – ¡Vamoz a la playa, que eztoy canzadízima de eztudiaz
– ¡Pero si te has pasado el día jugando y nadando en la piscina! – no pude
dejar de objetar, riendo ante la caradura que se gastaba mi joven pupila y
dudando sobre si la inesperada invitación me incluía también a mí.
– Pero eztoy canzada de leer tanto ayer, ¡ezo! ¿Y qué vamoz a hacer,
bañarnoz en el mar de noche?
– No. Hay que encender una hoguera y saltar encima de ella, o algo así –
aclaró su madre con gesto dubitativo, como si no tuviese del todo claro cuál
era el ritual por seguir según la tradición.
– ¿Van a quemar a alguien en el fuego?, ¿ez ezo?
– ¡Paula, no digas barbaridades!
– Hay que escribir tres deseos en un papel, quemarlos en la hoguera y
saltar tres veces por encima – intervine tras optar por informar de la versión
corta.
– Yo enciendo el fuego, ¿a que zí, mamá?
– ¿Quedamos para salir en una hora? – propuso Diana ignorando la
pregunta de su hija y dirigiéndose a mí con tono de quien no admite un no
por respuesta. Era obvio que me incluía en la invitación.
– De acuerdo, en una hora…
¿Una noche de San Juan con Diana Salazar? Odiaba reconocerlo, pero por
algún motivo que solo el mismísimo diablo podría saber, el plan me
seducía.
Los siguientes sesenta minutos los viví intranquila, como si aquella mágica
noche, la más corta del año, me estuviese previniendo de algo. Últimamente
tenía pensamientos un tanto raros.
A la hora acordada me fui en busca de Paula para bajar con ella al jardín.
Allí nos esperaba Diana, que parecía darle instrucciones a Héctor sobre algo
concreto. Vestía con unos shorts color caqui que resaltaban la curva de sus
piernas y una camisa a rayas que parecía hecha a medida. Yo aparté la vista
de ella obligándome a fijarla en el cielo, de un color anaranjado. Después
cogí la bolsa cargada de pequeños maderos que estaba cuidadosamente
preparada en la puerta de entrada, aunque, para mi sorpresa, Diana me la
quitó de las manos en un gesto que me pareció extrañamente galante y me
dejó la cesta de picnic, bastante menos pesada que lo otro.
Quince minutos después llegamos a la playa con Paula dando grititos de
alegría a nuestro alrededor, contenta de tenernos a las dos a su entera
disposición. Yo miré disimuladamente a mis espaldas hasta localizar la
sombría presencia de Héctor. Era obvio que Diana era una persona muy
precavida. Me pregunté si también nos seguiría algún miembro del equipo
de vigilancia de la policía; en teoría sí, aunque esa posibilidad, de pronto,
me incomodó.
Oteamos a nuestro alrededor en busca de un buen lugar donde situarnos;
había ya algunos grupos de personas encendiendo hogueras a lo largo y
ancho de la playa, aunque en aquella exclusiva zona de la isla imaginé que
no habría tanta gente como en otros sitios. Una vez instaladas, comenzamos
a preparar la hoguera. Nos llevó un buen rato prender el fuego. La ligera
brisa procedente del mar nos dificultaba extraordinariamente la tarea, por
no hablar de las constantes interferencias de Paula, que trataba de intervenir
en la operación hasta que su madre la amenazó con llevarla de vuelta a casa.
Cenamos los deliciosos sándwiches de jamón y queso que nos había
preparado María y esperamos tranquilamente disfrutando de la espectacular
panorámica de la puesta del sol sobre el mar. Cuando la oscuridad hizo acto
de presencia junto a una media luna en fase creciente, escribimos tres
deseos sobre unos papelitos que, previsoramente, había depositado Diana en
el fondo de la cesta de picnic (un momento, ¿desde cuándo me refería a ella
mentalmente solo por su nombre de pila?)
– ¿Cómo ze ezcribe perro?, ¿con una r o doz?
– Con dos – contesté, distraída, mientras observaba con disimulo a Diana
escribir en sus papelitos con expresión concentrada a la luz de la hoguera.
¿Cuáles serían sus deseos?, ¿expandir su negocio por Europa?, ¿vengarse
de algún enemigo de su pasado?, ¿descuartizar a alguien lentamente? Me
hubiese encantado saberlo.
– ¿Y puñetazo?, ¿ze ezcribe con c o con z?
– ¡Paula!, ¿se puede saber qué demonios estás escribiendo? – la regañó su
madre frunciendo el ceño tras doblar cuidadosamente sus notas. – Solo se
pueden pedir cosas buenas. Si no, San Juan no te las concede.
– ¡Puez habérmelo dicho! – se lamentó la niña con gesto de fastidio. –
Ahora tengo que ezcribir otra coza – refunfuñó tachando algo y volviendo a
escribir con su letra gorda y algo emborronada. Yo contuve la risa
considerando que, definitivamente, aquella chiquilla tenía su gracia.
Después me dediqué a pensar en mis deseos, aunque me sentí incapaz de
concretarlos demasiado. La cercana presencia de Diana me distraía tanto
como me tensaba. Finalmente me decanté por todo un clásico: salud, dinero
y amor. Era la mejor manera de no equivocarse.
Saltamos sobre la hoguera tres veces cada una mientras quemábamos los
papelitos y estuvimos un buen rato localizando estrellas con una aplicación
de mi teléfono móvil. Cualquiera que observara la inofensiva escena
pensaría que no éramos más que un par de amigas de toda la vida en
apacible charla junto a una niña; nada más lejos de la realidad.
– Y ahora, ¡cuéntanoz un cuento, Vero! – pidió Paula recién pasada la
medianoche.
– Hoy no, que a tu madre seguro que le aburriría…– contesté tratando de
escaquearme. Últimamente la niña le había cogido el gustillo a mis historias
y me veía obligada a devanarme los sesos pensando en algo que le
interesara escuchar, que no eran precisamente los cuentos de Disney.
– Para nada, al contrario. Me encantaría escucharte – intervino la
susodicha con una mueca en el rostro entre burlona e interesada.
– Está bien – claudiqué, resignada. – ¿Quieres el de la sirenita? – pregunté
esperanzada de que, por una vez, prefiriera algo acorde a su edad.
– Eze ya me lo zé. Ademáz, ez un rollo; prefiero el que me contazte ayer,
el del Drácula eze…
– ¿Drácula? – repitió Diana con expresión de sorpresa.
– Versión edulcorada, tranquila – aclaré de inmediato. Yo no tenía culpa de
que a aquel pequeño monstruo le gustaran tanto las historias truculentas.
– O mejor, el de Darth Vader. Prefiero eze, zí – declaró la niña apoyando la
cabeza sobre el regazo de su madre.
– ¿La guerra de las Galaxias? – inquirió esta última con expresión
divertida. – Adelante, te escuchamos…
Yo tampoco me sabía del todo bien la historia aquella, la verdad, pues a
veces confundía las dos trilogías y alguna de las películas ni siquiera la
había llegado a ver, pero lo que no sabía, o no recordaba, me lo inventaba
tirando de imaginación.
– Bien, pues había un niño llamado Anakin Skywalker…
– Vete a la parte en que ze quema la cara y ze hace malo – rogó Paula
recordando su parte favorita.
– De acuerdo – accedí antes de comenzar a relatar mi particular versión de
aquella saga que tanto fascinaba a la niña. Admito que aquella noche tuve
un público de lo más entregado. Paula me escuchaba, absorta, intentando
vencer al sueño mientras yo trataba de obviar la penetrante mirada de
Diana, que parecía examinar atentamente las facciones de mi rostro al
tiempo que permanecía atenta a mis palabras, riendo de tanto en cuanto de
las licencias que me tomaba respecto al desarrollo de la historia.
Creo que fue entonces la primera vez en la que me planteé que quizá, y
solo quizá, Diana Salazar se sentía atraída por mí, lo que me provocó una
mezcla de euforia y espanto que me hizo enmudecer, incapaz de continuar
con el relato. La colombiana me observó intrigada, sin comprender el
motivo de mi repentino mutismo.
– Creo que se ha dormido ya… – balbuceé aliviada tras comprobar que
Paula yacía apoyada sobre las piernas de su madre con los ojos cerrados.
– Me voy a quedar con las ganas de saber cómo termina esa versión tuya
tan original – murmuró ella sin apartar la vista de mi cara. Sus ojos,
iluminados con la suave luz que irradiaba la luna, poseían una expresión
pensativa, y su boca, curvada ligeramente hacia arriba, transmitía cierta
hilaridad. Una vez más reconocí el atractivo de aquella mujer y maldije a
todos los dioses por no ser capaz de permanecer del todo inmune a sus
encantos. – Aunque no tengo claro lo que opinaría George Lucas al respecto
– añadió retirando, por fin, la mirada para fijarla en las oscuras aguas del
Mediterráneo.
– No creo que le gustase demasiado, me temo – contesté jugueteando con
un puñado de arena y sintiéndome repentinamente incómoda. Deseé con
todas mis fuerzas que Paula se despertara y comenzara a parlotear con aquel
ceceo insoportable, o que alguno de los escasos bañistas que quedaban por
allí se acercara a nosotras para iniciar una conversación. Lo que fuese con
tal de interrumpir aquel silencioso momento con Diana en mitad de una
playa casi desierta durante la noche más romántica del año.
Ella pareció intuir mi inquietud y, tras esbozar una sonrisa socarrona y
echar un puñado de arena sobre los rescoldos de la hoguera, dijo:
– Creo que la noche de San Juan ha llegado a su fin. Será mejor que
volvamos a casa y acostemos a la pequeña durmiente…
Recogimos en riguroso silencio, como si de pronto tuviésemos el tácito
acuerdo de no intercambiar palabra. Después, ella se encargó de llevar en
brazos a Paula mientras yo cargaba con las bolsas, ahora bastante menos
pesadas sin el lastre de la madera ya quemada.
– Me gusta como tratas a Paula – dijo tras recorrer unos cuantos metros
sobre la finísima arena. – Has conseguido su respeto y aprecio, lo cual no es
del todo fácil.
– Ehhh… gracias – contesté algo desconcertada – Lo cierto es que me
gusta estar con ella – añadí comprendiendo, para mi absoluta sorpresa, que
mis palabras no eran del todo falsas.
– Me gustaría contar contigo durante el resto del verano. Quiero reforzar a
Paula la lectura y las matemáticas de cara al curso que viene.
– En principio podría quedarme hasta mediados de agosto – contesté a
sabiendas de que ese era el plazo fijado por el comisario para dar por
finalizada mi intervención en la operación si seguía sin obtener información
valiosa sobre aquella mujer.
– ¿Y en septiembre?, ¿te interesaría continuar?
– Claro, me interesaría – mentí como una auténtica bellaca. En septiembre
estrenaría el cargo de subinspectora y puede que, si conseguía tener éxito en
mi misión, Diana Salazar estuviese inmersa en serios problemas legales.
Algo parecido al remordimiento me llevó a pensar que era una absoluta
estúpida. No me podía permitir el lujo de empatizar con esa mujer. Era una
delincuente, una traficante de drogas. No me convenía olvidarlo.
– Perfecto – dijo ella antes de comenzar a ascender la ligera cuesta que
terminaba en la misma entrada de la urbanización Mon Port.
No hablamos más durante el resto del trayecto, pero cuando nos
despedimos en la entrada de la casa, minutos después, Diana me dedicó un
“buenas noches” con esa voz increíblemente sexi que poseía y que me dejó
con el corazón palpitante y el ánimo revolucionado.
CAPÍTULO 9
DIANA.
– ¿Policía?
– Policía – confirmó Diego encendiendo su acostumbrado Marlboro con
mano firme, aunque sin ocultar un gesto de desagrado en el rostro. – O más
concretamente – matizó – oficial de policía pendiente de ascenso a
subinspectora, lo que por lo visto le han prometido después de esta misión.
– ¿Estáis seguros? – pregunté reclinándome en mi ancho sillón de cuero
mientras jugueteaba inconscientemente con el pisapapeles de plata con la
figura de una pantera que siempre tenía sobre mi escritorio.
– Estamos seguros, patrona. Se llama Verónica Ortiz, no Martín. Y su
padre es magistrado en la Audiencia Nacional de Madrid – intervino Héctor
cruzando los hercúleos brazos hasta tensar la tela de su polera. – Nuestro
contacto en la policía nos ha confirmado y ampliado la información
obtenida por los detectives. Lo tiene todo en el informe… – añadió
señalando la carpeta que, previamente, había depositado sobre la mesa de
mi despacho.
– Veo que no te sorprende del todo – apuntó Diego tocándose la incipiente
barba de la cara con la boquilla de su cigarrillo, en un ademán que delataba
cierto nerviosismo por su parte.
– No del todo – admití con un suspiro de resignación. – Aunque esperaba
equivocarme, por supuesto. Eso sí, lo del padre no me lo esperaba.
– Una pinche policía en casa…– murmuró Héctor en tono desdeñoso –
¡menuda vaina!
Si había algo que compartía con mis hombres era, precisamente, el
desprecio a todo lo que tuviera que ver con agentes de la ley. Habíamos sido
acosados, perseguidos, tiroteados e incluso extorsionados por ellos, por no
hablar de aquellos a los que habíamos sobornado para que, finalmente,
terminaran por traicionarnos.
– ¿Qué vamos a hacer con ella? – inquirió Diego mirando fijamente la
punta de sus zapatos, como si allí pudiese encontrar la respuesta a su
pregunta.
– No lo sé – musité pensativa. ¡Policía! Eso complicaba, y mucho, las
cosas. Independientemente del hecho de tener al enemigo en casa, no era lo
mismo fantasear con una inocente empleada que con una oficial de policía
cuyo único objetivo era, con toda seguridad, vigilarme de cerca en busca de
pruebas que pudiesen llevarme a la cárcel.
No, no era lo mismo.
– Deberíamos darle un buen susto antes de despedirla – propuso Héctor
con una sonrisa un tanto sádica – Un par de dedos rotos, quizá. Algo sin
importancia. Me puedo encargar de ello con Raúl, a ver si así se les quitan
las ganas de venir a tocarnos los cojones.
– ¡No seas bruto, Héctor! – lo reprendí al instante. Recuerda que hemos
dejado todo eso atrás. Debemos actuar con más sutileza…
– ¡Sutileza! – repitió Diego con gesto de desaprobación. – ¿Qué sugieres
que hagamos con ella entonces?, ¿una fiesta de despedida?
– Bueno, la chica será todo lo policía que quieras, pero hace muy bien su
trabajo con Paula.
– ¿Y…?
– Dejémosla que continúe haciéndolo.
– ¿Cómo? – preguntaron al unísono los dos hombres contemplándome
ceñudos.
– Que continúe con su labor. En este tiempo no solo ha conseguido que
Paula avance en sus estudios, sino que se comporte más civilizadamente.
Además, la niña está a gusto con ella – expuse siendo consciente de que
aquella no era, ni mucho menos, la única razón por la que deseaba que
Verónica continuara viviendo bajo el mismo techo que yo.
– No me gusta tener a la poli en casa – replicó Diego apagando el cigarro
contra el cenicero como si estuviera aplastando un insecto venenoso.
– Tú ya no vives aquí…– repuse con una sonrisa conciliadora.
– Ya sabes a lo que me refiero. Bastante tenemos con que nos pinchen los
teléfonos y nos vigilen día y noche.
– Lo sé – admití – pero el caso es que ya no tenemos nada que ocultar.
Tarde o temprano se cansarán.
– Aun así – terció Héctor – nada bueno puede acarrearnos el tener a la
policía aquí. No son más que unos gafes desgraciados que no traen más que
la mala suerte – añadió pasando supersticiosamente la mano sobre la
madera del reposabrazos de su silla.
– Además, a saber qué cosas le estará metiendo en la cabeza a la pobre
niña… – apuntilló Diego moviendo su enorme manaza con un gesto que
podría significar casi cualquier cosa.
– A la “pobre niña” no le viene mal que alguien le inculque ciertos valores
de los que, quizá, todos los que estamos aquí carecemos – repliqué antes de
que se hiciera un silencio un tanto incómodo durante unos instantes.
– ¡Está bien, patrona, como usted quiera!, pero la vigilaremos de cerca. No
me fio de ella – dijo finalmente Héctor con una mueca de disgusto.
– Vigiladla todo lo que queráis, pero ni se os ocurra tocarle un pelo,
¿entendido?
– ¡Entendido! – repitió el hombre levantando las palmas de las manos
hacia arriba en señal de rendición. – ¡Usted manda!
– Espero que sepas lo que haces – declaró Diego levantándose de su
asiento antes de abandonar la estancia con gesto malhumorado. Lo entendía
perfectamente, pero no podía permitir que Verónica desapareciera de mi
vida tan pronto.
Las siguientes dos horas me encerré en el pequeño gimnasio que había
mandado instalar en el piso de debajo de la casa. Tras correr un buen rato en
la cinta y hacer unas cuantas series de dominadas conseguí aclarar un poco
mis ideas. No me iba a resultar fácil intimar con quien habían enviado para
conseguir mi perdición, más aún cuando ni siquiera tenía la certeza de que
le gustaran las mujeres, aunque ¿a quién le gustaban las cosas fáciles?
Al terminar, me encaminé hacia el jardín en busca de aquella idiota y sexi
policía que había tenido la desfachatez de intentar engañarme en mi propia
casa. Independientemente de cómo acabara la cosa, tenía toda la intención
de divertirme a su costa. Sabía que a aquella hora se encontraría dando
clases de natación a Paula aprovechando las calurosas tardes del recién
estrenado verano. Se trataba de una clase que la propia Verónica había
sugerido incluir entre las actividades diarias de la niña tras comprobar que
apenas era capaz de mantenerse a flote.
– ¡Mamá! – exclamó Paula desde el agua en cuanto me vio aparecer. –
¡Mira cómo nado a crol! – dijo antes de iniciar una demostración bastante
aceptable del mencionado estilo acuático. Verónica, que estaba de pie en el
bordillo de la piscina vestida con un colorido bikini rojo y blanco, me
saludó con un gesto de cabeza acompañado de una sonrisa de cortesía. Yo le
devolví el saludo y aproveché la cobertura que me proporcionaban las Ray–
ban que llevaba para analizar su figura y detenerme, reconozco, en unas
zonas más que en otras. Tenía un cuerpo esbelto y flexible, con unos
músculos que parecían finamente cincelados por la delicada mano de un
escultor amante de su trabajo, aunque probablemente serían fruto de las
exigencias físicas que, imaginaba, requería su profesión.
Me hubiese encantado saber lo que aquella chica pensaba de mí; ¿estaría
deseando provocar mi caída o, por el contrario, habría llegado a sentir algo
de simpatía hacia mí? Esperaba que fuese lo segundo, aunque lo que en
realidad anhelaba con todas mis fuerzas era que aquella extraña atracción
que creía existir entre ambas fuese algo tangible y real, y no solo producto
de mi turbia imaginación. De nuevo consideré la posibilidad de que no le
gustasen las mujeres, pero mi sexto sentido, ese del que tanto me fiaba y
que rara vez se equivocaba, me hizo desechar una vez más tan nefasta
posibilidad.
– ¿Haz visto, mamá?, ¿cómo lo hago?
– ¡Fenomenal! – exclamé con entusiasmo dando un par de palmadas a
modo de felicitación.
– Lo has hecho bastante bien, pero acuérdate de no dejar de mover las
piernas – intervino Verónica ofreciéndole una mano a Paula para ayudarla a
salir de la piscina de un tirón. Me pregunté si la empatía que demostraba
hacia la niña era auténtica o si, por el contrario, no se trataba más que una
pose necesaria para desempeñar su misión. Otra incógnita por resolver.
– Ez que a vecez ze me olvida… – se excusó Paula recogiendo su toalla de
la hamaca para envolverse en ella antes de dirigirse de nuevo a mí: – Vero
me eztá enzeñando también a tirarme de cabeza al agua y dice que me va a
llevar un día a hacer zurf en el mar…
– Está claro que Verónica tiene un montón de habilidades ocultas que aún
desconocemos – declaré sin poder ocultar del todo cierto retintín en mi tono
de voz. – ¿Surf? – añadí a continuación dirigiendo mi atención a la policía,
que se acercó a mí mientras se cubría pudorosamente con una camiseta.
Lástima, las vistas eran excelentes.
– Bueno, había pensado en llevarla un día que no haya muchas olas, si te
parece bien, claro.
– Me parece bien – respondí haciendo uso de la mejor de mis sonrisas y
deseando que surtiera el mismo efecto que solía causar en las mujeres a las
que deseaba conquistar. – Aunque me encantaría que me enseñaras a mí
también, ¿te importa?
– Pues…claro, ¡sin problema! – aceptó toqueteándose nerviosamente el
pelo. Era obvio que mi presencia le hacía ponerse en guardia casi de forma
automática. ¿Acaso temía por su seguridad personal? Probablemente sí,
aunque algo me decía que no era eso lo único que la perturbaba. –
Podríamos ir a la playa de Muro; el oleaje no siempre es perfecto, pero es
ideal para principiantes. Además, allí mismo se pueden alquilar tablas.
– ¿Qué tal si vamos mañana por la tarde? – sugerí pensando en suspender
el partido de tenis que tenía programado para las seis. Compartir un día de
playa con aquella osada policía me parecía bastante más interesante, sin
duda.
– ¡Ezo, ezo!, vamoz mañana – gritó Paula tirando su toalla al suelo y
correteando a nuestro alrededor. – ¿Podemoz invitar a Quiang?
– Mejor lo invitas a que venga a bañarse un día a casa, ¿de acuerdo?
– ¿Y por qué no puede venir mañana? – preguntó la niña cruzando los
brazos con gesto enfurruñado.
– Porque el mar es peligroso y no podría enseñar a dos niños a la vez –
intervino Verónica en tono conciliador tras lanzarme una mirada cómplice.
– Otro día lo invitas a casa y os doy la clase de natación a los dos juntos,
¿de acuerdo?
– De acuerdo – aceptó la pequeña, resignada, antes de acercarse al bordillo
de la piscina con la intención de entrar de nuevo en el agua.
Cuando, tiempo después, me fui de un paseo hasta la playa en lo que se
había convertido en una rutina casi diaria, no pude evitar imaginarme a
Verónica ataviada con el uniforme de policía.
Reconozco que era una imagen profundamente perturbadora, pero me
encantaba.
CAPÍTULO 10.
VERÓNICA.
La Playa de Muro, situada en el Noreste de la isla de Mallorca, estaba
ubicada entre las localidades de Port d'Alcudia y Can Picafort, y constituía
la puerta de acceso a la maravillosa Albufera, un espacio natural húmedo,
ideal para la observación de aves y la práctica del senderismo. Sus cinco
kilómetros de arena dorada y un agua turquesa y cristalina invitaban al baño
y a las actividades acuáticas.
Diana, siguiendo mis indicaciones, salió de la carretera con el potente Jeep
que había sacado del fondo del garaje hasta tomar un estrecho camino de
tierra que llevaba a un pequeño aparcamiento. Allí dejamos el coche para
recorrer a pie un amplio trozo de playa hasta llegar a una caseta algo
desvencijada donde alquilaban tablas de surf en bastante buen estado.
– ¿Por qué ezoz zeñorez eztán deznudoz?, ¿no tienen bañador?
– Paula, ya te he dicho que no señales nunca con el dedo cuando hables de
los demás, y menos aún, gritando – la reprendió Diana de inmediato, algo
apurada tras ver que el pequeño grupo de nudistas se giraba hacia nosotras
riendo del comentario de la niña.
– Vale, pero ¿por qué eztan deznudoz? – insistió Paula, bajando la voz a un
susurro apenas audible con el ruido de las olas.
– Son nudistas y les gusta estar así en la playa – intervine yo saludando de
lejos con la mano al chico que alquilaba las tablas.
– Puez al zeñor eze de la barriga colgante cazi no ze le ve el…
– ¡Paula! – haz el favor de mirar a otro lado – la interrumpió su madre
agarrando a la niña de la mano y tirando de ella hasta hacerla caminar más
deprisa. Yo las seguí riendo por lo bajo, pero cuando comprendí que no
dejaba de fijar inconscientemente la mirada en el trasero de Diana, cubierto
tan solo por un ajustado short, retiré la vista, incómoda, y avancé un par de
pasos hasta colocarme a su altura.
Tardamos un buen rato en alquilar dos tablas grandes, una pequeña y un
chaleco salvavidas infantil. Después buscamos un sitio apartado para
desvestirnos y quedarnos en bikini dejando apiladas nuestras pertenencias
dentro de un par de mochilas. Era la primera vez que veía a Diana Salazar
con tan escaso atuendo pues, por lo general, solo utilizaba la piscina a
últimas horas del día para nadar. Reconozco que no pude evitar observarla
con disimulo mientras trasladábamos las tablas hasta la orilla. Se
desplazaba con movimientos gráciles y controlados, y su cuerpo, de
proporciones armoniosas, destilaba tanta potencia como elegancia. Odiaba
admitirlo, pero era impresionante.
Los siguientes minutos los dediqué a explicar a mis dos atentas alumnas la
manera de tomar las olas tumbadas sobre el abdomen para después
levantarse en equilibrio cuando la ola alzase la tabla. Al entrar en el agua mi
atención se centró casi exclusivamente en Paula, a quien le daba
instrucciones antes de coger alguna que otra ola de escasas dimensiones.
Enseguida me percaté de que la niña tenía madera para aquel deporte, pues
no tardó demasiado en manejarse con cierta desenvoltura para su edad. Fue
entonces cuando me dediqué a observar con más atención a Diana. Tras
algunos intentos fallidos, se alzaba sobre la tabla en un más que aceptable
equilibrio hasta conseguir llegar a la orilla sin demasiados contratiempos.
No me sorprendió. Comprendí que me costaba pensar en algo que aquella
mujer pudiese hacer mal.
– ¿Qué tal lo hago? – me preguntó con expresión autocomplaciente,
tiempo después, tras acercarse remando con las manos y sentada a
horcajadas sobre su tabla. Parecía una chiquilla en un campamento de
verano en busca de la aprobación de su monitora y, una vez más, tuve que
recordarme que no me encontraba allí pasando alegremente el día con una
amiga de toda la vida, sino intentando ganarme la confianza de quien
esperaba cometiera un error que, tarde o temprano, me permitiera salir
airosa de una misión cada vez más compleja.
– ¡No está mal! – respondí con aire despreocupado, como si no me
asombrara su evidente pericia sobre la tabla.
– ¿No está mal? – repitió con una sonrisa socarrona antes de salpicarme en
toda la cara y alejarse de nuevo en busca de la siguiente ola.
Tuve el impulso de ir tras ella, pero la voz chillona y ceceante de Paula me
recordó que no debía perder de vista a la niña ni un segundo. Me contenté
con observar cómo su madre se alejaba hasta tomar la siguiente ola y
levantarse sobre su tabla de un rápido movimiento que resaltó la trabajada
musculatura de la espalda. Parecía la mismísima reencarnación de Anfítrite,
la diosa griega del mar, alzándose sobre las aguas y exhibiendo todo su
poder. De nuevo me preocupó que mi mente concibiera reflexiones tan
sumamente delirantes y poco profesionales. Aparté la vista con disgusto,
maldiciendo el día en el que el comisario había tenido la nefasta idea de
pensar en mí para aquella operación.
Un par de horas después nos sentamos en el único chiringuito que había en
la zona. Nos encontrábamos exhaustas, hambrientas, y teníamos la piel
enrojecida por el sol. Pedimos un delicioso pescado a la plancha y una
ensalada de tomates, lo único que había en el menú, y, sorprendentemente,
Paula se lo comió todo sin rechistar antes de quedarse dormida con la
cabeza apoyada sobre la mesa.
– Parece que la fiera ha caído… – comentó Diana retirando con cuidado el
plato de delante de la niña.
– No me extraña, yo también estoy fundida – admití echando los brazos
hacia atrás para estirar la espalda – ¡Es una monada! – agregué
espontáneamente sin dejar de mirar a mi pequeña pupila – ¿siempre quisiste
tener hijos…?
Tenía una infinidad de preguntas que me apetecía formular a Diana
Salazar, y esa era una de tantas.
Ella meditó su respuesta jugueteando durante unos segundos con su
tenedor hasta que, por fin, contestó en tono reflexivo.
– En realidad no, pero a veces el destino te muestra un camino al que no te
puedes negar.
– Siempre es posible elegir – objeté.
– Te aseguro que, a veces, no – replicó mirándome a los ojos con fijeza. –
Hay ocasiones en las que ocurre algo imprevisto, algo que, por mucho que
te empeñes, no puedes ignorar.
Sentí el corazón funcionar a un ritmo bastante más rápido de lo normal
mientras trataba de aguantar su mirada, desafiante, sin retirar la vista. Era
obvio que no se refería solo a la adopción de la niña. ¿Aludía, quizá, a su
pasado delictivo o se refería a alguna cuestión que tuviese que ver
conmigo? Me estremecí, pero me obligué a señalar con voz calmada.
– Insisto, siempre se puede elegir.
Ella me dirigió una sonrisa perversa antes de retirar, por fin, la vista con
cierta condescendencia, como si yo no fuera más que una niña ingenua con
mucho que aprender.
Su gesto me irritó.
Después, efectuó una seña al camarero con la mano para pedir la cuenta.
– Creo que es hora de irnos…
El viaje de vuelta lo hicimos prácticamente en silencio, escuchando el hilo
musical de una cadena de radio local especializada en la música de los
noventa mientras Paula dormía a pierna suelta en la parte trasera del
vehículo. Diana conducía atenta a la carretera, pero algo en la expresión de
su rostro indicaba que se encontraba absorta en sus pensamientos. Yo me
distraje observando con disimulo el relieve de aquel perfil de proporciones
casi perfectas.
Empezaba a odiarla con todas mis fuerzas. La odiaba como se odia todo
aquello que se desea aun sabiendo que jamás se podrá obtener, pues ambas
pertenecíamos a bandos opuestos en aquella perversa partida de ajedrez en
la que yo no era más que un simple peón blanco mientras ella encarnaba,
indiscutiblemente, a la mismísima reina negra.
Sí, decididamente, la odiaba. La odiaba por su carisma y por su
indiscutible belleza, por lo que era y por lo que representaba, pero, sobre
todo, la odiaba porque me hacía sentir vulnerable por primera vez en mi
vida ante unas emociones que ni la mejor academia de policía del mundo
podría enseñarme a gestionar.
Durante unos segundos apreté con fuerza los puños deseando con
intensidad que Diana Salazar fuese detenida cuanto antes y condenada tras
pasar por un procedimiento judicial largo y ominoso. Después fijé la vista
en la carretera sin dejar de preguntarme, una y otra vez, si era eso lo que en
verdad deseaba. ¡Dios!, ¿desde cuándo daba tantas vueltas a todo?, y, sobre
todo, ¿en qué momento se había convertido aquella estúpida misión en un
maldito conflicto de intereses?
El monótono paisaje de la autopista, junto con el suave rugir del motor del
Jeep, me hizo abandonarme y sucumbir al placer de cerrar por un momento
los ojos. Cuando los volví a abrir, media hora después, nos encontrábamos
ya a las mismas puertas de la urbanización Mon Port.
DIANA.
Conduje el camino de vuelta en silencio, inmersa en mis propios
pensamientos, aunque plenamente consciente de la proximidad de Verónica
en el asiento del copiloto. Ella también tenía la vista fija en la carretera con
aire distraído, como si tuviese muchas cosas sobre las que reflexionar.
El día había ido todo lo bien que podía esperar. La playa de Muro era
espectacular, Paula se había divertido de lo lindo y yo había tenido la
oportunidad de pasar el rato intimando con aquella bella policía de actitud
recelosa. Había momentos en los que la camaradería con la que me trataba
era más que evidente, pero en otras ocasiones permanecía fría, distante y
optaba por dirigirse casi exclusivamente a Paula. Sabía que no podríamos
permanecer así mucho más tiempo; en algún momento habría que poner las
cartas boca arriba, pero algo me decía que aún era pronto para eso. Si ella
averiguaba que yo conocía su misión y su identidad, corría el riesgo de que
desapareciera de mi vida para siempre, y no era ese, ni muchísimo menos,
mi objetivo. Necesitaba tiempo. Tiempo para estar con ella, tiempo para
intentar derribar sus reservas y, sobre todo, tiempo para averiguar de una
vez por todas qué había detrás de aquellos increíbles ojos verdosos que a
ratos me miraban con rencor y otras tantas con algo muy parecido a la
admiración.
La deseaba. La deseaba como nunca había deseado a ninguna otra mujer a
lo largo de mis treinta y tres años de vida y no estaba dispuesta a dejarla
marchar sin plantar batalla. A priori no lo tenía fácil, desde luego. Se
trataba de una policía infiltrada cuya obligación era perseguir a gente como
yo, por mucho que las actividades por las que me conocía formasen parte de
mi pasado.
No lo iba a tener fácil, pero yo no era de las que se dejaba amilanar ante el
primer obstáculo independientemente de que ese obstáculo tuviese las
proporciones de un rascacielos de la ciudad de Nueva York.
A medio camino giré la cabeza hacia ella y comprobé que se había
dormido. Su expresión era de abandono, con los labios ligeramente
entreabiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Tuve el impulso de alargar
el brazo para acariciarle el rostro, pero de inmediato deseché la idea y
retorné mi atención a la carretera. No debía precipitarme. Intuía que un
movimiento equivocado por mi parte podría dar al traste con todas mis
pretensiones. Tendría que buscar la manera de acercarme más a ella, pero
¿cómo hacerlo sin revelar del todo mis intenciones? Aquello empezaba a
asemejarse a un problema matemático de especial complejidad. Necesitaba
armarme de paciencia a pesar de que nunca me había caracterizado por
poseer demasiada.
Apagué la radio y conduje el resto del camino reflexionando sobre cómo
proceder a continuación. Ya se me ocurriría algo.
¿Un viaje quizá…?
Podría ser.
CAPÍTULO 11.
VERÓNICA.
– Que sí, mamá, ¡que estoy bien! Ya te he dicho que estoy haciendo
méritos para ascender a subinspectora y últimamente no tengo mucho
tiempo para devolver las llamadas – traté de excusarme, una vez más,
intentando aplacar la justa ira de mi madre. Melania, sentada frente a mí en
aquella terraza del puerto marítimo de Mallorca, esperaba pacientemente a
que terminara la llamada mientras daba buena cuenta de su refresco.
– Pues hija, ya nos contarás qué es eso tan importante que estás haciendo
como para olvidarte así de tus padres… – replicó mi madre en tono airado a
través de la línea telefónica. En el fondo me sentía un poco culpable.
Últimamente los tenía algo relegados de mi vida.
– ¡Pero si no me he olvidado de nadie, mamá! No dramatices, por favor.
– Que sepas que tu padre está muy disgustado contigo. Primero, dejas las
oposiciones, después te metes a policía, luego te vas de Madrid y ahora,
hablar contigo por teléfono es casi una odisea.
– Te prometo que estaré más atenta al móvil y que os iré a visitar en breve
– ofrecí haciendo caso omiso a todas las recriminaciones que,
increíblemente, había sido capaz de juntar mi progenitora en una sola frase.
– De todas formas, creo que vamos a ir a verte en agosto. Tu padre ya está
mirando hoteles por la costa de Palma.
– ¿En agosto? – repetí alarmada. – No es buena idea, mamá. Es mejor que
vaya yo a Madrid en septiembre, tal y como habíamos quedado – dije
rápidamente. Solo me faltaba seguir infiltrada en casa de Diana Salazar con
mis padres sueltos por la isla. – Además, en agosto no voy a tener
vacaciones. Estaré ocupadísima.
– Bueno, hija, pero tendrás los fines de semana libres, ¡digo yo!
Al final me iba a hacer confesar que estaba trabajando en una misión de
incógnito, lo que prefería evitar a toda costa; no me apetecía preocupar a
mis queridos y cargantes padres.
– Mamá, hablamos mejor más tarde, que he quedado y me están
esperando, ¿de acuerdo?
– ¿Y con quién has quedado? – escuché que preguntaba tratando de abrir
otra línea de conversación.
– Mamá, no puedo seguir hablando ahora. Dale un beso a papá y dile que
os llamo esta noche.
– ¡No me has contestado…!
– Adiós mamá. Hablamos luego – me despedí antes de colgar el aparato
como si de pronto me estuviese quemando la mano. Sabía que mi madre era
capaz de alargar la conversación hasta el infinito y que la única forma de
finalizar la llamada era a la fuerza.
– Deberías explicarles que estás en una misión especial – dijo Mel
acercándome el platito repleto de frutos secos que nos había traído minutos
antes el camarero.
– No quiero preocuparles. Además, mi padre sería capaz de tirar de
contactos para averiguar en qué estoy metida, y no creo que eso le gustase
demasiado al comisario.
– ¡En eso llevas razón! – admitió mi amiga llevándose una almendra a la
boca antes de proseguir hablando – Y ahora, cuéntame qué es eso del viaje
a París, ¿es en serio? – agregó echando un vistazo mal disimulado a un
rubio espectacular que estaba sentado en la mesa de al lado mirando su
móvil con aire distraído.
– ¡Claro que es en serio! Ayer me informó de que tiene una reunión en
París y quiere aprovechar para llevar a Paula a Euro Disney. Me ha pedido
que vaya para que la ayude con la niña – expliqué removiendo la bebida
antes de dar un sorbo – Total: que nos vamos pasado mañana por la
mañana.
– Así que… ¡una reunión de negocios! – repitió Mel con gesto interesado
– ¿qué instrucciones te ha dado el jefe?
– Simplemente que vaya y haga mi papel. Un equipo de vigilancia la
seguirá en todo momento para comprobar con quién se reúne. El comisario
quiere descartar que lo haga con alguna de las organizaciones de tráfico que
operan ahora mismo en el sur de Europa. Puede que aspire a meter la
cabeza en ese mercado, ¡quién sabe!
– ¿Y para qué querría meterse en ese jardín? – preguntó Mel, de forma un
tanto retórica, acariciándose el mentón con aire pensativo – Ha conseguido
hacerse inmensamente rica sin que la justicia le haya podido tocar un solo
pelo, al menos hasta ahora, ¿por qué arriesgarse de nuevo?
– Esta gente no funciona como tú o como yo – repliqué encogiéndome de
hombros. – Son adictos a la adrenalina y la codicia los consume. Además,
Diana Salazar tiene los suficientes contactos como para crear de la nada una
nueva red de distribución en el continente – agregué con cierto tono de
rencor en la voz. En el fondo, había tenido la esperanza de que la
colombiana hubiese dejado definitivamente atrás su turbio pasado, pero
algo me decía que no viajaba a París para comprar un hotel o ver a Mickey
Mouse. Tramaba algo, y no necesariamente bueno.
– ¿Y cuánto tiempo va a durar el viajecito?
– Tres días.
– Bueno, al menos te vas a dar una vueltecilla por París… Te lo cambiaba
por todo el papeleo que me toca hacer la semana que viene.
– Pues mira, ¡te lo cambiaba sin dudarlo! – admití frunciendo el ceño de
forma inconsciente – esta misión empieza a ponerme nerviosa.
– ¿Y eso por qué? – inquirió Mel con expresión de preocupación – Creía
que lo estabas llevando bien, ¿temes por tu seguridad?
– No – negué meneando con énfasis la cabeza hacia los lados. – Además,
no creo que, llegado el caso, Diana Salazar me hiciese daño…
– ¿Y por qué crees eso?
– Pura intuición.
– ¿Piensas que sospecha algo?
– No, no lo creo.
– Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
– No es nada concreto, es solo que… – me interrumpí sin saber muy bien
cómo explicar lo que me ocurría.
– ¡Oh, no! – exclamó mi amiga y compañera poniendo los ojos en blanco.
– ¡No me digas que sientes empatía hacia ella! – acabó por decir,
adivinando en parte el problema.
– Supongo que sería una forma de llamarlo, sí – admití algo incómoda –
pero no se te ocurra comentarle nada al jefe, por favor.
– ¡Pues claro que no!, ¿por quién me tomas?
– Perdona, ya sabes que confío plenamente en ti.
– ¡Gracias! Y ahora, ¿me cuentas hasta dónde llega esa “empatía”? –
inquirió Mel en tono suspicaz. – ¿Tiene algo que ver con el hecho de que la
protagonista de esta operación parezca una puñetera actriz de Hollywood?
– ¡No! – exclamé negando enérgicamente la velada insinuación. – No
pienses cosas raras. Es solo que Diana Salazar no me cae del todo mal…
Además, he llegado a tomar cierto afecto a la niña – expliqué lo que
constituía una versión, un tanto descafeinada, de la realidad. No estaba
preparada para compartir con nadie, ni siquiera con Mel, algunas de las
singulares ideas que últimamente se me pasaban por la cabeza y que tenían
que ver con la colombiana.
– Lo de la niña lo puedo entender, pero ¿ella?, ¿una traficante de altos
vuelos conocida, además, por todo tipo de chantajes y sobornos?
– Lo sé, lo sé – reconocí levantando las manos en señal de rendición. –
¡No hace falta que me lo recuerdes!
– Pues entonces, ¿qué empatía ni qué demonios...?
– ¿Qué quieres que te diga? – dije abriendo y cerrando las manos en un
gesto de pura impotencia – ¡solo intento ser sincera contigo!
– ¡Y haces bien! – exclamó ella bajando automáticamente el tono y
palmeando mi mano de forma afectuosa antes de continuar hablando. –
Pero si crees que no vas a poder llevar a cabo tu misión, debes hablar con el
comisario o con Arribas cuanto antes.
– Sí que voy a poder, ¡tranquila! Una cosa es que a veces, y solo a veces,
sienta cierta empatía por esa mujer, y otra, muy distinta, que no pueda llevar
a cabo mi trabajo – señalé con convicción.
Me conocía lo suficiente como para saber que siempre antepondría mi
deber a todo lo demás. Porque eso era así, ¿verdad?
– De todas formas, el jefe ha dicho que, como mucho, en cuatro semanas
estás fuera.
– Ya lo sé… – suspiré todavía asimilando la noticia. El propio Arribas me
lo había comunicado aquella misma mañana durante una larga conversación
telefónica.
– Pues no parece que te alegres.
– Te equivocas. Estoy deseando terminar con todo esto y recuperar mi vida
– repliqué experimentando de nuevo esa extraña sensación agridulce que
me acompañaba desde mi conversación con el jefe.
– Los chicos te van a preparar una buena fiesta de bienvenida cuando
vuelvas. Se piensan que te han asignado durante unos meses a algo
relacionado con un pez gordo de la política.
– Tengo ganas de verlos – admití fijando distraídamente la vista en el
horizonte marino. En breve me ascenderían y empezaría a dirigir a mi
propio equipo. Es lo que quería ¿no? Entonces, ¿por qué me empezaba a
sentir como una especie de traidora? – Creo que me vendría bien hablar un
rato de otra cosa, Mel. ¿Qué tal si me pones al día de los cotilleos de la
comisaría?
Necesitaba con urgencia expulsar de mi mente todo lo que tuviese que ver
con Diana Salazar, al menos por unos minutos.
– ¡Claro!, ¿por dónde quieres que empiece, por los nuevos romances o por
las rupturas?
– Empecemos por las rupturas, ¡pero quiero todos los detalles!
Ella sonrió antes de acceder a mi petición e iniciar un largo relato que me
hizo reír por momentos e incluso llegar a olvidar parte de mis
preocupaciones. Tiempo después nos despedimos, ya entrada la noche, y
me abrazó susurrándome al oído:
– Ten mucho cuidado, por favor.
– Tranquila, lo tendré.
No sé por qué, pero su advertencia me provocó un escalofrío.
CAPÍTULO 12.
DIANA.
– Deberías llevarte a Héctor o a Raúl – insistió Diego mientras introducía
las maletas en el portaequipaje del Mercedes.
– No me imagino a ninguno de los dos paseando por el Louvre o
fotografiándose con el pato Donald, la verdad – repliqué en tono socarrón
sin dejar de mirar con impaciencia a la entrada de la casa ¿por qué tardaba
tanto Verónica en salir?
– ¡No te hagas la graciosa conmigo! – replicó mi antiguo guardaespaldas
cerrando el maletero de un agrio portazo. – Si querías ir unos días a París, te
podía haber acompañado yo, y no esa pinche policía más falsa que Judas.
– Diego, ya hemos hablado de ese tema.
– Sí, pero me preocupa que se te haya nublado el buen juicio – admitió él
apoyando la espalda contra el coche y cruzando los fornidos brazos en
actitud disconforme. – Además, no me gusta que andes por ahí sin
protección por mucho que estemos en Europa.
– ¡Protección es justo lo que no me va a faltar! Estaré escoltada en todo
momento gracias a la siempre espléndida policía española.
– ¡Pues eso es lo que más me preocupa! No me fío de ellos.
– ¿Y qué podrían hacerme? – inquirí encogiéndome de hombros – Nada,
absolutamente nada. Es cuestión de tiempo que se den por vencidos y nos
dejen en paz.
– ¡Tú sabrás!, aunque espero que no te explote en toda la cara el flirteo que
te llevas con esa víbora traidora.
– ¡Eso mismo espero yo! – admití guiñándole burlonamente un ojo y sin
molestarme en negar lo del flirteo. Diego me conocía demasiado bien como
para no intuir los verdaderos motivos por los que me había negado a
despedir a Verónica con viento fresco tras tener conocimiento de su
auténtica identidad.
– Eso, tú tómatelo todo a broma. No habrá mujeres en el mundo, ¡por los
clavos de Cristo!
– Chsssss, ¡calla, que ya viene! – susurré visualizando a Verónica salir de
la casa con una feliz y nerviosísima Paula de la mano. Llevaba un pantalón
suelto color caqui, una camisa blanca de manga larga y unas Converse de
bota color hueso. No pude evitar imaginar cómo sería doblegar aquel
cuerpo firme y esbelto en unas circunstancias más íntimas. ¿Lo averiguaría
algún día? Siempre me había gustado conquistar a las que van de
inaccesibles, pero empezaba a tener serias dudas de que en aquella ocasión
lo fuese a conseguir.
– ¡Diego! – gritó Paula acercándose de una carrera para lanzarse a los
brazos del hombre, que la elevó soltándola por el aire y recogiéndola de
nuevo en una especie de pirueta de infarto. – ¡Otra vez, otra vez!
– Tenemos que irnos ya – interrumpí la escena dirigiendo un leve gesto de
cabeza a Raúl, quien se acercó de inmediato para tomar los mandos del
vehículo no sin antes lanzar una mirada recelosa a Verónica. Esos dos
idiotas iban a conseguir que terminara por sospechar.
– ¡Buen viaje! Pasadlo muy bien – se despidió Diego abriendo
galantemente la puerta trasera del vehículo para dejar pasar a Verónica y a
Paula, que se acomodaron de inmediato abrochándose el cinturón de
seguridad. Yo ocupé el asiento del copiloto mientras Diego me dirigía una
mirada socarrona diciendo por lo bajo:
– Recuerdos a Mickey…
VERÓNICA.
El aeropuerto Charles de Gaulle, principal aeropuerto internacional de
Francia y ubicado a 25 km al noreste de París, cuenta con una arquitectura
contemporánea y un enfoque en la eficiencia que lo convierten en uno de
los centros aeroportuarios europeos por antonomasia.
Un chófer de mediana edad vestido de uniforme nos esperaba en la zona
de desembarque con un letrero de cuidada caligrafía en el que se leía:
Madame Salazar. En cuanto Diana se identificó, el hombre se apresuró a
ayudarnos con las maletas antes de acompañarnos al parking del aeropuerto
donde tenía aparcado un gigantesco Citroën negro.
Paula y yo entramos en el espacioso asiento trasero del vehículo mientras
el ceremonioso hombre mantenía una breve conversación con Diana en
francés, que parecía desenvolverse a la perfección con ese idioma ¿Dónde
demonios había aprendido a hablarlo tan bien? Aquella mujer me
sorprendía cada día más.
Tardamos poco más de cuarenta minutos en llegar al hotel Ritz de París,
situado en la Place Vendôme. Yo trataba de actuar con frialdad,
recordándome de tanto en cuanto que no me encontraba, ni mucho menos,
en un viaje de placer, pero la alegría desbordante de Paula, el encanto de
una ciudad que destilaba monumentalidad por los cuatro costados y, sobre
todo, la actitud distendida y sonriente de Diana me lo ponían bastante
difícil.
El hotel, todo un testimonio de la elegancia parisina, poseía una
arquitectura imponente de estilo neoclásico. El vestíbulo desprendía una
opulencia atemporal mientras que el suave resplandor de lámparas de araña
iluminaba la rica alfombra roja que se desplegaba desde la misma entrada
hasta los márgenes del mármol blanco de la magnífica escalera principal.
Los impolutos muebles antiguos y las obras de arte, cuidadosamente
seleccionadas, creaban un ambiente de refinamiento que te transportaba a
épocas pasadas. Los altos ventanales ofrecían vistas a los jardines
interiores, añadiendo una pincelada de serenidad al bullicio parisino.
La señorita de la recepción que nos atendió apenas tardó cinco minutos en
comprobar nuestros datos y efectuar una discreta seña al botones para que
trasladara nuestras maletas hasta la suite asignada. Utilizamos el ascensor
para subir al piso dieciséis mientras Diana trataba de impedir que Paula
apretara todos los botones del panel de mando, incluido el de emergencia.
Yo me acariciaba el pelo con nerviosismo sin dejar de hacer ciertas cábalas.
¿Tendría que compartir habitación y baño con Diana? Aquella imprevista
posibilidad me parecía, de pronto, bastante indecorosa.
Mi inquietud se disipó en el mismo momento en el que entramos en
aquella suntuosa suite de mobiliario exquisito y con impresionantes vistas a
la Place Vendôme y sus alrededores. La estancia, de unos ochenta metros
cuadrados, contaba con dos amplios dormitorios, cada uno con su propio
cuarto de baño incorporado, y un pequeño saloncito fastuosamente
amueblado. Diana escogió el dormitorio de la derecha para compartirlo con
Paula y yo me instalé en el de la izquierda, de idénticas proporciones.
Deshicimos las maletas y bajamos al restaurante del hotel para comer algo
antes de lanzarnos a la calle e iniciar el recorrido que Diana había marcado
rápidamente sobre el mapa de la ciudad facilitado por una de las
recepcionistas. Yo no dejaba de preguntarme cuándo tendría lugar la cita
objeto de su visita a París y, sobre todo, con quién o quiénes se reuniría.
Pronto lo sabría, aunque no parecía que fuese a ocurrir ese mismo día.
Tardamos poco más de una hora en recorrer la distancia existente entre el
Hotel Ritz y la Torre Eiffel. El día era luminoso y la temperatura, rondando
los 25 grados, idónea para hacer turismo. Paula no dejaba de preguntar
sobre todo lo que le llamaba la atención.
– ¿Por qué eza zeñora vizte tan de negro?
– Porque es musulmana – susurró su madre bajando de inmediato la mano
de la niña, que señalaba a la mujer con gesto descarado.
– ¿Y ezo qué ez…?
– Una religión, pero mejor te lo explico luego.
– ¿Ez lo de rezar?
– Sí…
– ¿Y cuándo vamoz a ir a lo de Dizney?
– Ya te he dicho varias veces que mañana, Paula, no lo preguntes más, ¡por
Dios! – contestó Diana en tono impaciente dirigiéndome una mirada de
desesperación que me hizo sonreír. Estaba increíblemente guapa, con un
polo de color azul marino y unos pantalones beige de pernera ancha
planchados con raya. Nada en ella delataba sus orígenes humildes. – ¿Hace
cuánto que estuviste aquí, Verónica?
– Unos doce años – respondí tras hacer un rápido cálculo mental. – Creo
que fue en el viaje de fin de curso de segundo de bachillerato – concreté
sujetando de la otra mano a Paula para ayudar a su madre a manejarla
mejor, pues la niña intentaba soltarse cada vez que nos cruzábamos con un
perro para ir a acariciarlo. De pronto pensé que, a ojos de los demás,
podríamos pasar por una pareja con su hija y aquel pensamiento, por algún
motivo, me asustó. Tuve el impulso de soltar la pequeña mano, pero me
reprimí al comprender que el gesto resultaría algo extraño.
– Entonces, es casi como si vieras la ciudad por primera vez.
– Un poco sí – admití recordando aquel lejano viaje con las compañeras de
clase en el que nuestra principal obsesión era escapar por las noches de la
vigilancia de las profesoras para recorrer el París nocturno y entrar en
alguna que otra discoteca. – ¿Y tú?, ¿cuándo has estado aquí?
No sé por qué, pero no me imaginaba a Diana Salazar viajando desde
Colombia, entre entrega y entrega, para recorrer los Campos Elíseos.
– La última vez, hace un par de años – respondió de forma un tanto vaga y
sin hacer amago de entrar en detalles. ¿Con quién habría realizado ese
viaje?, ¿con algún amante ocasional, o, quizá, se habría tratado de una
escapada en solitario, un breve oasis de relajación dentro del mundo
violento y cruel del que provenía? De nuevo me pregunté por la misteriosa
vida sentimental de aquella mujer. Traté de imaginarla paseando por París
de la mano de un hombre, pero la visión me repelió. Después sustituí al
hombre por una mujer, una rubia despampanante de nívea sonrisa, pero, por
algún motivo, la idea me provocó un rechazo aún mayor. ¡Dios santo!,
debía dejar de pensar en tales absurdeces. Además, ¿a mí qué demonios me
importaba con quién había estado, o no, Diana Salazar?
Recorrimos los campos de Marte mientras la torre Eiffel se agrandaba a
medida que nos acercábamos a ella. Paula, que llevaba un buen rato
quejándose de lo cansada que estaba, revivió como por arte de magia en
cuanto Diana le compró un helado de doble bola.
– ¿Podemoz zubir arriba del todo?
– Podemos… – confirmó Diana sacando su móvil del bolso para localizar
las entradas electrónicas que, previsoramente, había comprado días antes.
Aun así, nos llevó un buen rato hacer la cola para acceder a uno de los
majestuosos ascensores que ascendía hasta el tercer nivel de la celebérrima
torre.
– No ze caerá, ¿verdad?
– ¡Paula!, no llames al mal tiempo, por favor – intervine cruzando
disimuladamente los dedos mientras el elevador iniciaba el ascenso a
moderada velocidad.
– ¿Miedo a las alturas? – preguntó Diana observándome con gesto
divertido.
– Un poco – reconocí algo avergonzada. Las alturas siempre me imponían
cierto respeto, aunque reconozco que observar el atardecer de París desde el
piso más alto de la torre Eiffel compensaba, con creces, cualquier
inconveniencia.
La visita fue una experiencia única, aunque no sabría decir si debido a la
impresionante panorámica que desde allí se vislumbraba o al hecho de que
Diana, situada junto a mí en uno de los miradores, rozase ligeramente su
hombro con el mío al explicar a Paula la historia de la celebérrima torre y
su construcción. Yo no podía evitar escucharla embelesada, no solo por la
forma amena en la que se expresaba, sino porque esa voz atrapante y con
aquel levísimo acento tan difícil de identificar, me cautivaba. Ella parecía
percibirlo, pues, aunque a priori dirigía sus explicaciones a Paula, de tanto
en cuanto me lanzaba una mirada enigmática de lo más perturbadora.
Terminamos la visita de la torre y caminamos a lo largo del río Sena hasta
llegar al Puente de Alejandro III. Después nos dirigimos a Trocadero y
cenamos en un pequeño restaurante de ambiente íntimo y acogedor donde
nos sirvieron una ratatouille de verduras con una tabla de quesos y pan
recién horneado. A mí me hubiese encantado terminar el día con un paseo
por el París nocturno, pero Paula se negaba a dar un paso más y terminamos
por coger un taxi de vuelta al Ritz.
Ya en la soledad de mi dormitorio, me puse el pijama pensando en buscar
una película entre el variado catálogo digital que ofrecía el hotel para ver
antes de dormir, pero Paula irrumpió en mi habitación para arrastrarme,
literalmente, hasta la suya reclamando un cuento. Yo la seguí bastante
apurada al verme empujada a invadir la más privada intimidad de Diana,
que estaba cómodamente tendida sobre las sábanas de la gigantesca cama
vestida con un pijama de seda blanco que marcaba sutilmente el contorno
de sus pechos. ¡Señor!, ¿por qué tenía que fijarme precisamente en eso?
– Vero, cuéntame la peli eza del otro día, la de la chica que tenía un arco…
– pidió Paula en tono exigente mientras se tumbaba en mitad de la cama
dejándome hueco para que me colocara a su lado.
– Se pide por favor, ¿no? – intervino Diana propinando un cariñoso
capirote a su hija en la cabeza.
– Por favor.
– ¿La de “Los juegos del hambre”? – pregunté haciendo memoria. La niña
se había aficionado a mis historias, inventadas o reproducidas, y no había
día en el que no me pidiera una para conciliar el sueño.
– ¡Zí, eza!
– Está bien… – accedí cruzando las piernas a lo indio y tratando de obviar
la intimidante presencia de Diana al otro extremo de la cama. La
colombiana se acomodaba colocando una segunda almohada bajo la espalda
mientras esbozaba una sonrisa divertida a la espera de mi historia. No sé
por qué, pero no se me quitaba la idea de la cabeza de que aquella mujer,
por algún motivo, se burlaba de mí.
Media hora después, y una vez terminé de relatar mi particular versión de
la película, Paula seguía más despierta que nunca, pero a mí se me
empezaban a cerrar los ojos. La noche anterior la había pasado en una
especie de duermevela, sin poder alcanzar el sueño profundo, y el día había
sido agotador.
– Bueno, ahora te dejo con tu madre que es hora de dormir – dije tras
consultar mi reloj de pulsera reprimiendo un bostezo. Me sentía exhausta y
la imagen de la espectacular cama de mi dormitorio con sus sábanas de
algodón egipcio me atraía como un imán.
– ¡No! Ezpera. ¡Quédate un rato máz, que zi no, no me duermo! – exigió la
niña agarrándome de la mano y tirando de mí hasta hacerme acostar a su
lado. Yo cedí a regañadientes, incómoda por la extraña situación; compartir
cama con Diana me resultaba indecoroso por mucho que Paula estuviese de
por medio. – Mamá, te toca a ti ahora contarnoz una peli.
Ella accedió a la petición de su hija dirigiéndome una mirada enigmática e
imaginando, quizá, el motivo de mi zozobra.
Escuchar por boca de Diana la primera película de Indiana Jones fue una
experiencia fascinante, pues, al contrario de mí, ella narraba fielmente la
historia consiguiendo que evocara con detalle cada fotograma de la mítica
película. En algún momento debí de cerrar los ojos y me dormí, hasta que
desperté al sentir que alguien me alzaba de la cama en volandas para
llevarme a mi dormitorio. De inmediato comprendí de quién se trataba,
pero, aún no sé por qué, resistí la tentación de abrir los ojos y fingí
continuar dormida mientras Diana me trasladaba por la suite hasta
depositarme de un movimiento suave sobre mi cama. Me sorprendió su
fuerza, pues no debía de ser fácil levantar a peso muerto mis 62 kilos.
Pasaron unos segundos antes de arriesgarme a entreabrir los ojos,
amparándome en la penumbra que nos envolvía. Diana estaba todavía junto
a la cama, observándome completamente inmóvil. Me hubiese gustado
poder vislumbrar la expresión de su rostro, pero me contenté con
imaginarlo. Mi corazón latía al borde del infarto y me preocupó que ella
fuese capaz escuchar los latidos. ¿Podría ser? Esperaba que no.
Después ocurrió algo inesperado. Ella se inclinó lentamente hacia mí hasta
detenerse a pocos centímetros de mi cara. Yo permanecí con los ojos
cerrados sin mover un solo músculo. ¿Diana me iba a besar?, ¿se sentía
atraída por mí? La idea inundó cada rincón de mi mente en una explosión
de pánico y euforia a partes iguales. ¡Cristo bendito!, y ahora, ¿qué?, ¿qué
ocurriría si abriese los ojos? No lo quise averiguar o, mejor dicho, no podía,
ni debía hacerlo. Me forcé a permanecer inmóvil y esperé acontecimientos,
pero nada ocurrió. Percibí que ella se alejaba de mí hasta salir de la
habitación y cerrar la puerta tras de sí.
Me incorporé de inmediato, con la garganta seca y el estómago encogido,
dedicando los siguientes minutos a analizar lo que acababa de acontecer.
Porque había ocurrido, ¿verdad?, ¿no habrían sido imaginaciones mías?
Diana había estado a punto de besarme.
Por segunda noche consecutiva, no pude pegar ojo.
DIANA.
Creo que, si en tiempos de Dante hubiese existido Euro Disney, el infierno
descrito por el famoso autor sería algo parecido a aquel espantoso parque
temático lleno de niños gritones, cemento armado, actores vestidos de
muñecos que debían de estar asados bajo sus pesados disfraces y colas
interminables para acceder a las atracciones. Tan solo la felicidad de Paula,
que corría alocada queriendo montarse en todo, compensaba el esfuerzo de
vivir aquel calvario. Bueno, la felicidad de Paula y la siempre estimulante
presencia de mi poli favorita, por supuesto.
– ¿Por qué la Blancanievez eza ez bizca? – preguntó Paula en ese
momento, a voz en grito, sin dejar de mirar a la chica que desfilaba
montada en una carroza rodeada de unos cuantos enanitos.
– Porque cada uno tiene los ojos con los que ha nacido y ya está –
respondió con paciencia Verónica antes de mirarme encogiéndose
cómicamente de hombros. – ¿Qué tal si vamos ahora al Space Mountain? –
propuso, a continuación, tras echar una breve ojeada a los horarios de los
FastPass que yo había comprado para evitar la cola en algunas atracciones
y que venían apuntados en un ilustrativo folleto que consultaba de tanto en
cuanto.
– ¡Ziiii!
–Tú mandas… – acepté con resignación. Hacía ya un buen rato que le
había cedido el dudoso honor de decidir las atracciones a las que ir. A mí
me empezaban a dar igual unas que otras. Total, todas me mareaban.
– Pues venga, ¡vamos! – exclamó animosamente tras agarrar de la mano a
Paula. Al contrario que yo, Verónica parecía estar disfrutando de aquello
casi tanto como la niña. Debía reconocer que interpretaba muy bien su
papel; lo último que parecía era una agente de la ley de incógnito en plena
misión.
Caminé junto a ellas con gesto de sufrimiento mientras recordaba la
cantidad de veces en las que, siendo niña, soñé con poder ir a un sitio así.
¡Hay sueños que es preferible no cumplir jamás! Otros, por el contrario, son
casi de obligado cumplimiento, como, por ejemplo y sin ir más lejos, ese
que últimamente tanto me obsesionaba y que tenía que ver con aquella
bellísima oficial de policía de indómita mirada. La noche anterior había
estado a punto de besarla después de trasladarla hasta su cama. ¿Cómo
habría reaccionado de haberse despertado? Las dudas me consumían.
– Chicas, os espero aquí; estoy un poco mareada de tanta atracción –
anuncié al llegar a los pies de la montaña rusa tras observar la cola que
había incluso para los que teníamos el FastPass. Además, ni loca me iba a
montar en aquella especie de horror.
– ¡Como quieras! – repuso Verónica dirigiéndome una mirada que parecía
decir “serás caradura”.
Yo me limité a alzar las cejas con gesto de disculpa antes de tomar asiento
en uno de los numerosos bancos de piedra que se distribuían a lo largo de
todo el parque y sacar mi móvil del bolso. Después marqué el número de
Diego y charlé con él durante el tiempo que tardó la atracción en finalizar.
Le describí con todo lujo de detalles el espanto que me parecía aquel parque
y me despedí sin olvidarme de mencionar la reunión que tenía programada
para el día siguiente y a la que, imaginaba, iría discretamente escoltada por
miembros de la policía española. ¡Idiotas!; esbocé una sonrisa malévola
imaginando cual sería su sorpresa tras comprobar que tan solo tenía cita en
Zadig & Voltaire para encargar trajes a medida. ¿Qué pensaría mi querida
niñera–policía cuando se enterara de ello?
Me levanté riendo por lo bajo para recibir a una Paula que corrió hacia mí,
eufórica, contando barbaridades sobre su excitante y reciente experiencia.
– ¡Te lo haz perdido!, había unoz pirataz que luchaban con ezpadaz y ze
zacaban laz tripaz por la boca…
– ¡No había nada de tripas! – la interrumpió al instante Verónica, divertida,
tras observar mi gesto de extrañeza.
– Bueno, pero cazi... – replicó la niña antes de continuar relatando su
particular visión del asunto. Yo fingí escucharla mientras posaba
disimuladamente la vista en el trasero de Verónica, quien caminaba delante
de nosotras en busca de la siguiente atracción. Por un instante me imaginé
arrebatándole aquellos pantalones de algodón blanco y acariciando con los
labios la piel, apostaría a que aterciopelada, de sus glúteos. ¡Jesús! Me
estaba empezando a comportar como una auténtica pervertida, aunque no
pude evitar preguntarme si algún día conseguiría hacer realidad mi fantasía.
Esperaba que sí.
Aquella noche llegamos al hotel hambrientas y cansadas. El día había sido
agotador y nos limitamos a pedir unos sándwiches al servicio de
habitaciones para cenar en la mesa del saloncito que separaba los dos
dormitorios. Después, Verónica me ayudó a acostar a Paula, que se había
quedado completamente dormida sobre el sofá, antes de despedirse con
gesto circunspecto. ¿Estaría pensando, quizá, en que al día siguiente me
iban a atrapar, por fin, en algún tipo de renuncio? Probablemente.
Me dormí enseguida.
Soñé con ella.
CAPÍTULO 13.
VERÓNICA.
Empezaba a sospechar que aquella idiota se burlaba de nosotros. ¿De
verdad había ido a París a encargarse unos trajes a medida de no sé qué
firma?, ¿esa era su famosa reunión? Algo no cuadraba.
Habíamos regresado a Madrid la tarde anterior tras dedicar el último día
del viaje a visitar el Louvre sin que Diana hubiese realizado ningún tipo de
movimiento mínimamente sospechoso. El comisario estaba furioso por la
falta de resultados de una operación tan costosa en medios y esfuerzo,
aunque yo estaba decidida a ir esa misma noche a aquel despacho que tan
celosamente permanecía cerrado bajo llave y hacer una copia del disco duro
del ordenador. Con suerte habría pistas sobre la fortuna que Diana debía de
tener oculta en paraísos fiscales, el único motivo por el que, quizás,
pudiesen inculparla.
Pasé el día en compañía, casi exclusivamente, de una Paula que se negaba
a quitarse el disfraz de Darth Vader traído de París mientras perseguía a
enemigos imaginarios con su espada láser. Diana se había ido a comer a
casa de Diego, y no había dado señales de vida en toda la tarde. ¿Qué
estarían tramando esos dos? Cuando por fin regresó, horas después, se
encargó ella misma de preparar la cena a la niña y de acostarla tras contarle
un larguísimo cuento. Debía reconocer que, sorprendentemente, era buena
madre. De nuevo sentí cierto remordimiento por lo que tenía planeado
hacer, pero de inmediato recordé cual era mi deber. No era asunto mío lo
que pudiese ocurrir después.
Me acosté en la cama sin desvestirme, esperando nerviosa a que pasaran
las horas hasta que la vivienda estuviese en silencio y Diana durmiera. Las
primeras horas del sueño suelen ser las más profundas, por lo que había
decidido ejecutar el plan entre las dos y las tres de la madrugada. Sabía que
Héctor y Raúl pasaban la noche en el bungalow de invitados ubicado en la
parte trasera del jardín, lo que era de lo más tranquilizador. No sé si me
hubiese atrevido a hacer algo con esos dos sueltos por la casa.
El reloj parecía inmóvil. Cada segundo se prolongaba como si fuera un
minuto y cada minuto se hacía eterno. El tiempo se convirtió en un enemigo
que se burlaba de mi impaciencia. Me sentí atrapada en un bucle infinito
hasta que, por fin, dieron las dos y media de la madrugada. Había llegado el
momento. Salí de mi habitación en absoluto silencio y me encaminé hacia
las escaleras con paso sigiloso. La oscuridad de la noche se cernía sobre
cada rincón de la casa mientras la tenue luz de la luna se filtraba
tímidamente por las ventanas proyectando sombras fantasmales en las
paredes.
Avancé despacio, sin hacer más ruido que el leve y casi imperceptible
crujir de la tarima de madera bajo mis pies descalzos. Mis ojos se
acostumbraron gradualmente a la penumbra, lo que me permitió ver la casa
de una manera diferente, como si estuviera sumergida en un mundo secreto
y desconocido. Respiré con alivio cuando conseguí llegar a mi destino. De
momento todo iba bien, aunque ahora vendría lo más complicado. Un
pequeño ruido proveniente del piso de arriba me puso en alerta de forma
instantánea. Me quedé inmóvil casi sin respirar, a la espera de
acontecimientos, pero transcurridos unos minutos todo seguía en calma.
Falsa alarma.
Abrí la puerta del despacho tras forcejear con ella durante unos minutos
gracias al pequeño juego de ganzúas que tenía escondido en un
compartimento oculto de la maleta y entré cerrando silenciosamente tras de
mí. Después me senté tras el escritorio y encendí el ordenador. En seguida
comprobé que tenía clave de acceso, por supuesto, por lo que extraje de mi
mochila el programa preparado expresamente para la misión por el
departamento informático de la policía y seguí las instrucciones facilitadas
por el ingeniero jefe al respecto. Tardé unos minutos en descifrar la
contraseña y acceder a los datos del ordenador. Había infinidad de archivos
y me llevaría un rato copiarlos todos. ¿Serviría alguno para el fin que
buscaba el comisario? Imposible saberlo en ese momento. Además, esa no
era mi labor.
Tardé una media hora en dar por finalizada mi tarea y apagué el ordenador
tras guardar la copia del disco duro en un bolsillo de mi mochila. Coloqué
el sillón en la misma posición en el que lo había encontrado y me dirigí a la
puerta con paso silencioso. Un sonido, casi imperceptible y proveniente de
fuera de la habitación, me hizo detenerme de inmediato. Mi frecuencia
cardíaca se disparó mientras rezaba a todos los santos para que el mal
presentimiento que, de pronto, me invadía fuese injustificado. Nadie debió
de escuchar mis plegarias ya que, segundos después, la puerta se abrió
dando paso a una Diana Salazar vestida con un pijama de algodón negro y
empuñando un revólver Smith & Wesson de cañón corto con el que me
apuntó directamente a la cabeza. Una angustiosa sensación de espanto
inundó con fuerza cada célula de mi cuerpo cuando mi cerebro, por
completo colapsado, comprendió la gravedad de la situación. Comencé a
sudar y los segundos pasaron mientras ambas permanecíamos en la misma
postura, inmóviles y escrutándonos con la mirada.
– Y bien, tonta policía, ¿has encontrado ya lo que buscabas? – dijo ella,
por fin, quebrando de una vez aquel opresivo silencio que nos rodeaba y
que atenazaba mi garganta impidiéndome, hasta el momento, articular
palabra. Reconozco que me tranquilizó un poco escuchar su voz. Si hubiese
querido disparar, lo hubiese hecho ya… ¿o no?
– ¿Desde cuándo lo sabes? – inquirí yo, a mi vez, ignorando su pregunta y
buscando instintivamente la manera de escapar de allí.
– Eso ya no importa – respondió sin dejar de encañonarme con gesto
amenazador. – El caso es que has entrado en mi casa con turbias mentiras y
odio que me mientan… – agregó estirando el brazo en posición de disparar
y bajando un poco el cañón del revólver hasta apuntarme al corazón.
Yo traté de moverme, de tirarme al suelo, de hacer todo aquello que se
suponía que me habían enseñado en la academia de policía ante una
situación como aquella, pero fui incapaz de reaccionar. El terror que
experimentaba me lo impedía. Sentía las piernas de cemento y los músculos
agarrotados, y mi mente, repleta de pensamientos confusos, no parecía
capaz de tomar una decisión.
Se supone que cuando alguien piensa que va a morir ve pasar toda su vida
por delante en forma de vívidos recuerdos. En mi caso no fue así. No me
acordé de mis padres, ni de mis amigos, ni de mis compañeros de la policía.
Tan solo pensé en lo triste que era morir a manos de aquella bellísima mujer
que me miraba con una sonrisa un tanto sádica. Curiosamente, creo que
nunca me había parecido más guapa que en aquellos precisos momentos en
los que acariciaba el gatillo de aquel amenazador revólver sin dejar de
encañonarme con él. Reconozco que estaba aterrorizada. ¿De verdad había
sido tan estúpida como para llegar a sentir cierta empatía, e incluso
atracción, hacia ella?
En cualquier caso, era tarde para arrepentirme.
Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como si fuera una película a
cámara lenta, aunque en realidad debió de ocurrir bastante deprisa. Diana
amartilló el arma hacia atrás preparándola para disparar y yo me limité a
esperar el final tratando de evitar que las lágrimas asomaran a mis ojos. No
quería morir llorando. ¡Absurdo!, ¿no? Puede ser, pero en aquel momento
me pareció importante ese detalle. Abrí la boca para suplicar por mi vida,
pero fui incapaz de articular palabra. Mi boca estaba seca y la garganta, de
nuevo, cerrada.
Cuando Diana apretó el gatillo con un gesto deliberadamente lento, tardé
un par de segundos en comprender que no había sonado explosión alguna.
Me revisé, incrédula, el cuerpo en busca de un orificio de bala, pero no lo
encontré. Inspiré con fuerza, presa de un alivio infinito. Seguía viva. Ella
me observó con una mueca burlona antes de acercarse a la mesa y depositar
el revólver sobre esta.
– ¡Vaya por Dios, no tenía balas! – exclamó con toda su caradura, como si
lo que me acababa de hacer pasar no fuese más que una travesura sin
importancia. Después se situó de nuevo enfrente de mí, aunque en esta
ocasión con los brazos cruzados. Fue entonces cuando la adrenalina
liberada por mi torrente sanguíneo durante los últimos cinco minutos me
hizo saltar hacia ella de un movimiento rápido y vigoroso que le hizo caer
al suelo bajo el peso de mi cuerpo, completamente desprevenida. De
inmediato traté de reducirla para asestarle un par de buenos puñetazos en
toda la cara, pero, sorprendentemente, consiguió zafarse de mí con relativa
facilidad hasta que ambas acabamos rondando por el suelo en una lucha sin
cuartel.
Enseguida comprendí que las fuerzas estaban equilibradas. En la academia
de policía siempre había resaltado en el entrenamiento de artes marciales,
pero Diana parecía anticiparse a todos mis intentos por someterla
escurriéndose hábilmente de entre mis brazos. Todo acabó antes de lo
esperado cuando ella, tras un veloz desplazamiento, consiguió ganar mi
espalda y doblar mi brazo derecho hacia atrás hasta obligarme a pegar la
cara contra la carísima alfombra persa sobre la que estábamos luchando.
– ¡Tranquilízate! – ordenó con un tono autoritario propio de quien está
acostumbrada a hacerse obedecer, lo que me enfureció aún más. Yo traté de
liberarme de su rodilla, apoyada contra la parte baja de mi espalda, pero
cuando sentí que me retorcía aún más el brazo hasta hacer crujir el hueso
me detuve de inmediato. – No quiero rompértelo, pero si me obligas… –
susurró entonces acercando la boca a mi oído. Su pelo me hizo cosquillas
en la mejilla, y a pesar de la violenta escena que estábamos viviendo, el aire
pareció cargase de una sensualidad inquietante.
– ¡Suéltame! – exigí, roja de rabia, rebelándome contra tan inoportunas
sensaciones. ¡Menuda policía estaba yo hecha! Primero, aquella idiota se
reía de mí a costa de provocarme casi un infarto y después, por poco me
rompe el brazo mientras yo pensaba en su pelo. Me había convertido en la
vergüenza de la brigada.
– ¿Me das tu palabra de honor de que, si te suelto, te vas a comportar
como una persona civilizada? – preguntó ella en tono socarrón,
probablemente divertida por la situación y doblando aún más mi brazo hasta
hacerme aullar de dolor. Notaba el hueso a punto de quebrar.
– ¡Está bien, lo juro! – no tuve más remedio que ceder con voz
estrangulada. Puede que aquella especie de sádica no fuese capaz de
matarme, pero por lo demás, no daría nada por seguro.
Respiré aliviada cuando, por fin, me liberó. Me ofreció la mano para
ayudar a levantarme, pero yo rechacé despectivamente su ofrecimiento y
me incorporé con gesto ceñudo. Después me masajeé el dolorido brazo
mientras ella revolvía en mi mochila hasta sacar la copia del disco duro de
su ordenador.
– Creo que esto es mío… – señaló guiñándome un ojo con expresión
pícara, recreándose en la situación. Juro que la odié con toda la fuerza de mi
ser. – Y ahora, vamos a la cocina a tomar algo y hablamos – agregó
cogiéndome de la mano con naturalidad y tirando de mí hacia la puerta en
un gesto íntimo que me pareció fuera de lugar. Admito que me quedé más
sorprendida de lo que ya estaba. Era la primera vez que me tocaba de forma
deliberada y no estaba preparada para el calambre de pura electricidad que
entró en mi cuerpo a través de su mano para extenderse hacia el resto de
mis extremidades. Me solté de inmediato con ademán airado y resistí el
impulso de masajearme la mano. ¿Qué diablos estaba ocurriendo? Ella me
observó divertida antes de efectuar un gesto ceremonioso con el brazo y
decir: – Por favor, ¿me acompaña a la cocina, señorita Ortiz?
Así que también sabía mi verdadero apellido, por supuesto. ¿Durante
cuánto tiempo había estado tomándome el pelo?, y, sobre todo, ¿con qué
finalidad?
Llegamos a la cocina en riguroso silencio tras atravesar la casa
prácticamente en penumbra. Diana encendió las luces y ambas
parpadeamos molestas por la repentina iluminación hasta que
acostumbramos la vista. Después, abrió la nevera, sacó una botella de agua
de Vichy Catalán que sirvió en dos vasos y me invitó con un gesto de
cabeza a que tomara asiento frente a ella en la mesa del desayuno. Yo
obedecí y bebí hasta apurar mi vaso; no me había dado cuenta hasta ese
momento de la sed que tenía. Por el contrario, ella apenas se mojó los
labios. Se la veía fresca, nada afectada por la situación.
– ¿Sabes que me podías haber matado de un infarto? – inquirí furiosa,
incapaz de reprimir por más tiempo mi enfado.
– ¡Oh, vamos! No tienes ninguna dolencia cardíaca – replicó jugueteando
con uno de los botones de la camisa de su pijama – o al menos eso dice tu
informe médico de la policía – puntualizó en tono burlón.
– ¿Y se puede saber cómo has podido acceder a ese informe?
Así que tenía un informante en la propia policía, pero ¿quién? No estaría
de más averiguarlo.
– Eres muy curiosa, ¿sabías?
– Y tú sabes que en este país es un delito grave sobornar a funcionarios
públicos, ¿verdad?
– Te agradezco que me informes sobre el contenido del código penal
español, pero no me interesa demasiado, la verdad.
– ¡No sé cómo puedes tener semejante desfachatez!
– ¿Desfachatez? – repitió ella arqueando las cejas con sorpresa –
Desfachatez la de la policía española que, no contenta con seguirme a todos
lados y pincharme el teléfono, me infiltra a una de sus agentes en mi casa
para cuidar de mi hija.
– ¿Y qué esperabas que hiciésemos, con tu historial? – pregunté, de forma
retórica, antes de continuar hablando – Además, ¿se puede saber a qué
demonios has venido a España?
Dudaba de que me fuera a decir la verdad, pero no me podía ir de allí sin,
al menos, preguntarle al respecto.
– No te mentí cuando dije que deseaba empezar de cero en otro sitio y
educar a mi hija aquí. Tan sencillo como eso – contestó ella en tono firme y
sin desviar la mirada de mi rostro. O decía la verdad o era una estupenda
mentirosa. Todo podía ser.
– ¡Ya!
– ¿No me crees?
– No lo sé – admití meneando ligeramente la cabeza hacia ambos lados en
actitud reflexiva. Empezaba a comprender que, muy a mi pesar, no podía
ser del todo imparcial al valorar aquella situación.
– Yo creo que lo mejor sería que siguieras vigilándome de cerca para
averiguarlo.
– ¿A qué te refieres…?
Ella no respondió de inmediato; se limitó a observarme con expresión
condescendiente, como si yo fuese corta de entendederas. Reconozco que
su actitud me irritó. Después apoyó los codos sobre la mesa sujetándose la
barbilla y dijo:
– Creo que deberíamos hablar de una vez por todas de lo nuestro.
– ¿Lo nuestro? – repetí tratando de ganar tiempo. Mi pulso era un susurro
frenético que resonaba en el interior de mi pecho, como si el corazón
hubiera decidido bailar una melodía apresurada en respuesta a un misterioso
compás.
– Sí, lo nuestro – insistió ella soltando un suspiro de impaciencia y
removiéndose inquieta en su asiento como si, de pronto, tuviese urticaria
por todo el cuerpo. ¿Diana Salazar sufriendo, quizá, de cierta inseguridad?
La idea era tan chocante que casi me hizo sonreír.
– No sé a qué te refieres… – repuse mintiendo como una bellaca y
considerando la conveniencia de seguir adelante con la conversación. ¿Por
qué no lograba desprenderme de aquella mezcla de emociones tan
irritantemente contradictorias? Debía abandonar aquella casa cuanto antes,
informar a mis superiores de lo ocurrido y olvidarme de todo lo que tuviese
que ver con esa enigmática mujer.
– ¿En serio?
– En serio. Y, en cualquier caso, creo que ha llegado el momento de que
me vaya de aquí.
Un silencio incómodo se apoderó de nosotras mientras nos mirábamos por
unos segundos con gesto desafiante, como dos púgiles que se preparan
antes de entrar en combate.
– Muy bien, ¡como quieras! – exclamó finalmente Diana tras levantarse de
forma abrupta de su asiento con gesto sombrío. – ¿Quieres esperar a que
Paula se despierte para despedirte de ella?
– No, prefiero recoger mis cosas e irme ahora – musité con el corazón
repentinamente encogido al pensar en la niña. – Despídeme tú por mí, si no
te importa.
– Por supuesto – concedió lanzándome una última mirada, entre gélida y
decepcionada, antes de abandonar la estancia dejándome con una
inesperada, pero intensa, sensación de vacío.
Permanecí unos instantes tratando de recomponerme mientras repasaba lo
ocurrido durante aquella extrañísima noche en la que, por un momento,
había llegado a asumir mi muerte para después recibir una especie de…
¿insinuación amorosa? por parte de quien constituía el objeto fundamental
de mi misión ¡Dios!, ¿cómo calificar toda aquella locura?
Quince minutos después salía de mi dormitorio arrastrando la maleta con
premura. Había guardado mis cosas de cualquier manera, sin molestarme en
doblar la ropa, como si fuese una delincuente abandonando la escena del
crimen; no dejaba de ser bastante paradójico, la verdad.
Bajé las escaleras, y me dirigí hacia la puerta de entrada de la casa, pero
una voz a mis espaldas, firme e imperativa me hizo detener en seco.
– ¡Espera!
Era Diana, por supuesto, que bajaba los escalones de dos en dos. Aún
vestía en pijama y su pelo, algo despeinado, le otorgaba un aspecto sexi y
salvaje. Me avergoncé al pensar en ella de semejante manera. ¿En qué clase
de idiota me había convertido?
– No quería que te fueras sin despedirme de ti – declaró acercándose a mí
con decisión hasta detenerse a menos de medio metro de distancia. La luz
plateada y etérea de la luna que penetraba por los anchos ventanales de la
casa se posaba con delicadeza sobre sus rasgos otorgándoles un brillo
sobrenatural. Por un breve instante me planteé si aquella mujer era en
verdad una simple mortal y no una enviada a la tierra del mismísimo
Belcebú con el objeto de arruinarme la vida.
Respiré con fuerza mientras sus ojos, grandes y expresivos, recorrían el
contorno de mi cara con voracidad, como si buscase allí la respuesta a un
interrogante aún por resolver. Sus labios, ligeramente entreabiertos,
parecían invitarme a descubrir los secretos ocultos de la noche. Me
estremecí.
– No pensaba que quisieras hacerlo… – logré a duras penas balbucear. Una
vocecita me susurraba al oído advirtiéndome sobre un peligro inminente y
animándome a abrir la puerta para huir de allí, pero confieso que no le
presté demasiada atención.
– Claro que quiero – aseveró Diana aproximándose todavía un poco más e
invadiendo con descaro mi espacio personal – aunque dudo mucho que esto
sea una despedida definitiva… – añadió con una sonrisa conquistadora.
– Por supuesto que es definitiva – repliqué manteniéndole la mirada con
gesto desafiante, pero sin hacer caso, de nuevo, a esa vocecita que se
desgañitaba en mi interior ordenándome dar un paso hacia atrás.
Fue entonces cuando ella bajó lentamente la vista hasta detenerse en mi
boca en un lento recorrido que disparó el ritmo de mi corazón hasta límites
casi incompatibles con la vida. Comprendí lo que estaba a punto de suceder,
pero lo cierto es que no pude, ni quise, resistirme a ello. Necesitaba besarla,
sentir su aliento contra mi boca y descubrir su sabor, aunque solo fuese una
vez. Después, olvidaría lo ocurrido y nunca más la volvería a ver.
Unimos nuestros labios en un contacto suave y pausado, sin prisa, como si
ambas quisiéramos memorizar cada detalle, cada sensación. Acercamos los
cuerpos más y entrelazamos las manos en una unión electrificante, casi
irreal. Cuando sentí su lengua tantear la apertura de mi boca, pidiendo
permiso para entrar, me temblaron las piernas.
No sé muy bien cuanto tiempo estuvimos así, besándonos con aquella
entrega. Pudo ser un minuto o quizá diez, jamás lo sabré con seguridad,
pero por un momento olvidé quien era yo, dónde me encontraba, qué hacía
allí e incluso quién era aquella impresionante mujer que exploraba el
interior de mi boca con dedicación, como el que come una fruta prohibida
largamente anhelada.
El problema fue que, en un momento dado, recordé quién era yo, qué hacía
allí y, sobre todo, quién era Diana Salazar, lo que me hizo recuperar la
cordura, o parte de ella, y separarme de un brusco movimiento que me hizo
trastabillar hacia atrás. Diana me miró con gesto sorprendido; era obvio que
no se esperaba una interrupción tan abrupta. Después esbozó una sonrisa
entre complaciente y burlona.
– Así que, según tú, no existe “lo nuestro” – comentó arqueando una ceja
en ademán interrogativo.
– Efectivamente, no existe – corroboré tratando de recomponerme. Me
había besado con ella satisfaciendo, en parte, mi morbosa curiosidad, pero
debía conformarme con eso sin esperar, ni desear, nada más.
– ¡Ah!, ¿no? – inquirió la colombiana en tono divertido. – No me digas
que te sueles besar con todas las sospechosas a las que vigilas…
– Me tengo que ir – anuncié ignorando su pregunta y haciendo amago de
abrir la puerta. Ella me lo impidió apoyando firmemente la mano contra el
marco de ésta.
– ¿De verdad te vas a ir así? – su expresión, de pronto, parecía sombría.
Comprendí que no estaba acostumbrada a las negativas. Reconozco que me
provocó un placer algo sádico observar la inquietud de su rostro, más aún al
recordar el reciente incidente en su despacho con aquel maldito revólver.
– Así, ¿cómo?
– Huyendo.
– No te equivoques conmigo, Diana. Simplemente he tenido un momento
de curiosidad, nada más.
– ¿Un momento de curiosidad? – repitió ella en tono socarrón – permíteme
que lo dude…
– Duda lo que quieras, pero me tengo que ir.
Por un instante pareció dudar sobre lo que debía hacer a continuación
hasta que pareció adoptar una decisión y me abrió galantemente la puerta
antes de decir:
– Como quieras, pero volverás.
– No te creas tan irresistible…
Ella rio, divertida, antes de contestar con descaro:
– Yo no lo creo, te lo aseguro, pero algo me dice que tú sí.
– Te equivocas – repliqué, irritada por sus palabras.
– El tiempo dirá si llevo razón…
– No, el tiempo no va a decir nada – aseguré negando enfáticamente con la
cabeza. –Tú eres una criminal y yo una policía cuyo trabajo es perseguir a
gente como tú. Fin de la presente cuestión.
– ¿Una criminal…? – repitió con cierta sorna – Me parece muy osado
calificar así a alguien que ni siquiera tiene antecedentes penales.
– Eso no quiere decir que no lo seas – contesté con rencor, ofendida por su
tono de burla. Aquella idiota pretendía seguir riéndose de mí.
– Veo que no nos ponemos de acuerdo; quizá podríamos debatir sobre ello
en una cena.
– ¿Una cena? – repetí escandalizada. ¡Solo me faltaba eso, irme de cena
con ella! – Tú y yo no vamos a ir a cenar juntas a ningún sitio. Ni a cenar ni
a nada…
– ¿Ni siquiera si invito yo? – insistió soltando una risita y acercándose de
nuevo peligrosamente a mí.
– ¿De verdad te hace gracia todo esto? – pregunté apartándome hacia atrás
con sensatez.
– Lo cierto es que sí… – admitió con toda su caradura. – Es la primera vez
que tengo tratos tan cercanos con un miembro de la policía española y, de
momento, me estoy divirtiendo bastante.
– No deberías tomártelo a risa. Si has venido aquí a hacer de las tuyas,
acabarás entre rejas.
– ¡Me muero de miedo, en serio…! – exclamó apoyándose una mano en el
pecho con gesto dramático y usando un tono de voz que indicaba todo lo
contrario – Aunque deberías decirle a esa especie de pescado frío con pinta
de enterrador que tienes por jefe que no desperdicie los recursos del
contribuyente conmigo.
– ¿A quién te refieres exactamente? – pregunté cautelosa.
– A Alfredo Montes, por supuesto, el comisario jefe de tu brigada.
– ¿Y tú cómo demonios sabes quién es él?
Aquello empezaba a ser alarmante. Diana no solo tenía a alguien que le
facilitaba expedientes de miembros de la policía, sino que estaba
perfectamente informada de la operación que se había montado en torno a
ella.
– «Conoce a tu adversario, conócete a ti mismo y no pondrás en peligro tu
victoria» – citó antes de continuar hablando. – Es una frase de uno de los
tratados de estrategia militar más importantes de todos los tiempos: El arte
de la guerra, ¿te suena?
– No, no me suena, pero tampoco me interesa.
– Pues deberías leerlo, es muy ilustrativo para según qué cosas.
– No tengo tiempo de leer chorradas – respondí con acritud. – Y ahora, si
me permites, debo irme – añadí agarrando con decisión mi maleta antes de
traspasar el umbral de la puerta.
– Te lo permito. Por ahora…
No contesté. Atravesé el jardín en la oscuridad de la noche con el corazón
palpitante y la respiración acelerada. El cielo comenzaba a cambiar de color
mostrando una gama de tonalidades que iban desde el azul oscuro hasta el
rosa, anunciando el nacimiento de un nuevo día. Un movimiento dentro de
mi campo visual, apenas perceptible, me hizo dar un respingo. Se trataba de
Héctor, que abría el portón principal para dejarme pasar dirigiéndome una
mirada torva que me encogió el estómago. ¿Es que aquel hombre nunca
dormía?
Ni siquiera le di las gracias. Salí a la calle y entré en mi coche respirando
con alivio antes de arrancarlo de un brusco acelerón.
Rápidamente dejé atrás la urbanización y me incorporé a la carretera
marcando en el móvil el número de teléfono personal del inspector jefe Luis
Arribas. No eran horas aún de llamar, pero debía informarle cuanto antes de
lo ocurrido.
Aunque no de todo, por supuesto.
CAPÍTULO 14.
DIANA.
– ¡No quiero otra profezora!, quiero a Vero, ¡ezo!
– Bueno, ya te he dicho que Verónica ha encontrado otro trabajo y no va a
poder venir más – repetí otra vez a Paula con infinita paciencia. – Al menos
de momento… – añadí incapaz de aceptar la posibilidad de no volver a
saber más de aquella idiota policía que había abandonado mi casa días atrás
en plena madrugada.
Puede que me hubiese pasado un poco al simular disparar contra ella.
¡Quizá!, aunque aquel increíble beso que habíamos intercambiado después
me indicaba que Verónica estaba más interesada en mí de lo que fingía.
Ni siquiera sabía que un beso podía llegar a ser así. Aún recordaba, con
total nitidez, la poderosa carga de deseo y atracción que me había dominado
en esos momentos. ¿Lo habría sentido Verónica también así, o, por el
contrario, para ella no había sido más que una experiencia a la que se había
entregado por pura curiosidad? La duda, incómoda y desquiciante, me
molestaba.
– ¡Puez no pienzo leer zi no viene ella!
– ¡Está bien! – claudiqué cerrando el cuento que tenía entre manos y
abandonando toda intención de seguir con aquello. – Se acabó la lectura por
hoy. ¿Quieres que vayamos a la piscina a nadar un rato?
– ¡Ziiii! – contestó la niña levantándose de su silla como si de pronto le
quemase el trasero. – Voy a ponerme el bañador a mi cuarto.
Podría contratar a una sustituta, aunque sabía que Paula le haría la vida
imposible. No. Se acabaron las profesoras y las niñeras. Lo que tenía que
pensar era en una estrategia para hacer volver a Verónica Ortiz a mi vida, y
no precisamente para vigilarme.
Sabía que me encontraba ante un desafío emocional al que nunca me había
enfrentado con anterioridad. ¿De qué manera debería enfocarlo?, ¿cómo
acercarme a alguien que parecía unida en santo matrimonio al Código Penal
español? No sabía ni por dónde empezar y, una vez más, maldije mi suerte.
Que la primera mujer que había conseguido robarme el sueño fuese una
maldita policía parecía la broma de una mente maquiavélica. ¿No podía
haber sido de verdad profesora, ingeniera o, incluso, una de esas
endemoniadas abogadas capaces de sacar el hígado a sus clientes? No,
¡tenía que ser policía! Una policía que creía firmemente en la ley y el orden,
conceptos ambos un tanto difusos, en el mejor de los casos, para mí.
La cosa no pintaba, a priori, bien, y aunque lo sensato hubiese sido hacer
caso del siempre juicioso Diego y olvidarme de aquella estúpida para
siempre, una fuerza invisible, tan poderosa como irresistible, parecía
empeñada en empujarme a hacer justo lo contrario.
Tenía que ser mía. Así de claro. Sin condiciones ni medias tintas, aunque,
¿qué sabía yo de relaciones amorosas y de romances? Mis relaciones
pasadas no eran más que recuerdos difusos con mujeres que habían sido
incapaces de dejar en mí la más mínima huella, y, por un momento, me
pregunté qué tendría de especial Verónica como para conseguir invadir mis
pensamientos de una manera tan intensa. Era guapa, sí, y lista, pero como
tantas, ¡tantísimas otras! Entonces, ¿de qué se trataba?, ¿por qué tenía que
ser precisamente ella y no otra cualquiera? Aquello era un misterio dentro
de un enigma, un factor desconocido de la ecuación que me sentía incapaz
de descifrar.
Necesitaba respuestas, y era obvio que no las iba a obtener permaneciendo
con los brazos cruzados. Era el momento de mover ficha.
Cogí el móvil y marqué el teléfono de Diego, quien contestó casi de
inmediato.
– ¿Diana?
– ¿Podrías quedarte con Paula un rato? – pregunté sin rodeos. Sabía que la
policía nos había retirado la vigilancia y ya no nos seguía, pero al continuar
nuestros teléfonos intervenidos reducíamos al mínimo imprescindible las
conversaciones.
– ¿Pasa algo?
– Nada, es solo que tengo que salir a hacer un recado.
– Claro, en un rato estoy ahí.
Fiel a su palabra, Diego apareció veinte minutos después con un regalo
para Paula, quien lo recibió encantada antes de acompañarlo a la piscina
parloteando por los codos. Yo me dirigí al dormitorio y estuve un buen rato
examinando con aire indeciso el contenido del vestidor. ¿Cómo se supone
que debe una ir vestida a una comisaría de policía? Nunca había tenido que
pisar una, afortunadamente.
Tras varias pruebas fallidas terminé por escoger un fino pantalón de lino
color caramelo y una camisa de algodón blanca y corte ceñido de las que
había comprado en París. Después me apliqué un poco de rímel tras
cepillarme el pelo hasta dejarlo brillante y en perfecto orden. La imagen que
me devolvió el espejo me proporcionó la dosis de seguridad que, quizá,
necesitaba en esos instantes. Nunca me he vanagloriado de mi aspecto, pero
admito que agradecí con toda el alma a mis ancestros la carga genética
heredada de ellos. ¿Hasta qué punto mi bella y testaruda policía sería
inmune a ella? Pronto lo averiguaría.
Media hora después, Raúl me dejaba enfrente de aquel edificio de diseño
robusto y funcional donde se ubicaba la comisaría de policía más grande de
toda la isla. La entrada principal, flanqueada por dos columnas altas e
imponentes, estaba señalizada por una bandera de España de dimensiones
considerables. Dos puertas de vidrio transparente y resistente se abrieron
ante mí al cruzar el umbral y accedí a un vestíbulo amplio y bien iluminado
donde se ubicaba un arco de detección de metales.
Un joven oficial de policía, perfectamente uniformado, me observó con
gesto intrigado tras el mostrador de recepción. Yo me acerqué con paso
decidido esbozando la mejor de mis sonrisas.
– Buenas tardes, agente…
– Buenas tardes – respondió él devolviéndome la sonrisa. – ¿En qué le
puedo ayudar? –agregó, en tono solícito.
– Quería ver a Verónica Ortiz. Es en relación con una cuestión profesional.
– ¿Me facilitas un documento de identificación, por favor? – solicitó el
chico tuteándome con expresión confianzuda ¿Cómo reaccionaría si supiese
quién era yo? Sonreí, divertida, antes de meter la mano en el bolso y sacar
mi pasaporte.
– Claro, aquí tienes.
Él anotó mi nombre en un manoseado cuaderno antes de descolgar el
teléfono y marcar una extensión. Era obvio que el nombre de Diana Salazar
no le decía nada de nada. Mejor.
– Llamo de recepción, ¿quién eres? – dijo tras marcar una segunda
extensión. – ¿Está la agente Verónica Ortiz por ahí…?, ¿sí?, pues dile que
se ponga… Sí, espero… – agregó lanzándome una mirada valorativa.
¿Todos los policías españoles serían tan ligones? – ¿Y sobre qué asunto
quieres tratar con Verónica? – preguntó dirigiéndose de nuevo a mí y
tapando con la palma de la mano el auricular del teléfono.
– Es un tema confidencial – respondí con expresión de inocencia echando
un vistazo a mi alrededor. Aquello era tal y como lo había imaginado.
Suelos de baldosas bien pulidos, techos altos que otorgaban sensación de
amplitud, luces brillantes iluminando cada rincón y paredes cubiertas de
carteles informativos sobre derechos y procedimientos legales. El espacio,
en conjunto, emanaba autoridad, seguridad y eficiencia.
– ¿Verónica? – preguntó al cabo de unos segundos el joven agente con el
teléfono pegado a la oreja. – Soy Miguel sí. Aquí hay alguien que pregunta
por ti. Se llama Diana Salazar. ¿Verónica? ¿estás ahí…? ¡Ah, creí que se
había cortado! ¿Bajas entonces? De acuerdo, aquí te espera – dijo antes de
colgar el aparato. – Ahora viene – aclaró dedicándome de nuevo toda su
atención e iniciando una conversación de lo más insustancial.
A partir de ese momento los segundos se deslizaron con exasperante
lentitud mientras yo me preguntaba cómo reaccionaría Verónica al verme.
Pronto lo sabría.
VERÓNICA.
– Vero, ¿qué pasa? – preguntó Mel con gesto intrigado en cuanto colgué el
teléfono de la sala común donde los miembros de la brigada nos reuníamos
de vez en cuando para hacer un pequeño descanso y tomar un café.
– Tengo una visita en la recepción. Se trata de uno de mis informantes –
logré decir con voz estrangulada. ¡Dios santo!, ¿se puede saber qué hacía
ella allí? – Luego nos vemos, chicos – agregué sin intención de dar más
explicaciones y saliendo rápidamente de la sala para internarme en el
tortuoso y oscuro pasillo que daba acceso a las escaleras.
Aquella mujer buscaba mi perdición, sin duda alguna. ¿Qué podría
parecer, a ojos del comisario, esa inesperada e inoportuna visita si llegase a
tener conocimiento de ella?, y, sobre todo, ¿qué demonios quería Diana
Salazar de mí? Nada bueno, eso seguro. Desde aquella noche aciaga en la
que había abandonado su casa de forma apresurada, no había vuelto a saber
de ella. Admito que una parte de mí, algo rebelde y bastante oscura, había
esperado inútilmente recibir noticias suyas. Desconocía qué era lo que más
me irritaba, si la falta de interés que esa cretina había demostrado en
contactar conmigo desde entonces o las inoportunas expectativas que aún
albergaba de volver a verla.
Bajé los tres pisos que me separaban de la entrada del edificio saltando los
escalones de dos en dos. Sentía el corazón desbocado y los pensamientos
revolucionados. Solo en el último tramo de escalera me detuve durante un
par de minutos con el fin de recomponerme un poco. Aproveché para estirar
la camisa azul de mi uniforme, algo arrugada a esas horas de la tarde, y
arreglarme el pelo con las manos en un gesto inconsciente de pura
coquetería. Después salí al vestíbulo aparentando toda la calma que pude
simular.
En seguida localicé a Diana. Hablaba tranquilamente con Miguel, el
agente que estaba aquel día en la recepción, mientras esperaba mi llegada.
Me acerqué a ella evaluándola con la mirada. Parecía fuera de lugar, con su
ropa informal pero hecha a medida en un claro ejemplo de lujo silencioso y
un aire de artista de cine que trata de pasar desapercibida. Estaba guapa,
increíblemente guapa; no me extrañaba que aquel idiota de Miguel la
observara embelesado.
– ¡Hablando del rey de Roma! – exclamó ella en cuanto me vio aparecer. –
Ya empezábamos a pensar que te había ocurrido algo por el camino… –
agregó guiñándole un ojo a mi compañero, que rio como si hubiese dicho
algo graciosísimo.
– No esperaba tu visita, Diana. No recuerdo que tuviésemos una cita –
saludé en tono gélido dirigiéndome a ella y obviando a Miguel, que nos
observaba a ambas con curiosidad.
– Es que no la teníamos – admitió Diana con descaro antes de dedicarme
una sonrisa conquistadora que me obligó a inspirar con más fuerza de lo
normal. ¿Por qué diablos causaba aquel efecto en mí? Parecía cosa de
brujería. – El caso es que pasaba cerca de aquí y he pensado en venir a
saludarte y, de paso, comentarte algo… – agregó en tono inocente, como si
fuese lo más normal del mundo que una conocida delincuente y sospechosa
de actividades ilegales en España visitase la sede de la brigada central de
estupefacientes que la mantenía bajo estrecha vigilancia.
Por un momento pensé en acompañarla hasta la puerta y despedirla con
viento fresco, pero algo me decía que no se iría así como así. No, lo mejor
sería escuchar lo que tenía que decir antes de hacerla salir del edificio de la
forma más rápida y discreta posible. Rezaría para no tener la mala suerte de
cruzarnos con el comisario, con Arribas o con alguno de los agentes que
habían intervenido en la operación y que podían identificarla porque… ¿qué
explicación podría dar de aquella visita? Ninguna que no me
comprometiera. Al final, aquel demonio de mujer iba a conseguir arruinar
mi inminente ascenso.
– De acuerdo, vamos a mi despacho – claudiqué fulminándola con la
mirada – Sígueme, por favor – añadí dirigiéndome de nuevo a las escaleras
sin molestarme en comprobar si me seguía o no, aunque el ruido de sus
pisadas a mis espaldas no dejaba dudas al respecto.
Caminamos en silencio hasta llegar a mi recién estrenado despacho,
cortesía del comisario por mi próximo nombramiento como subinspectora.
Cerré apresuradamente la puerta en cuanto accedimos a su interior y me
acomodé detrás de mi escritorio invitando a Diana, con un gesto de cabeza,
a sentarse en la única silla de confidente que había en la habitación. Sentía
la boca seca y el corazón palpitante, pero me obligué a permanecer
impertérrita mientras ella tomaba asiento sin prisas y observaba con
curiosidad a su alrededor, desde el cuadro de un paisaje nevado que había
colgado la semana anterior hasta el casi obligatorio retrato del rey.
– Es exactamente tal y como pensaba – declaró tras cruzar las piernas con
expresión satisfecha, como quien acaba de ganar una apuesta consigo
misma.
Ella me miró con atención, escuchando en silencio cada una de mis palabras
con gesto solemne. Sus ojos reflejaban, por primera vez en aquella
conversación, una expresión dubitativa.
– Bien… – dijo tras emitir un leve carraspeo, como si de pronto se sintiese
terriblemente incómoda en mi presencia – pero todo eso no justifica tus
acciones…
– ¿Y eso quién lo dice?, ¿tú…? Lo siento, pero no voy a pedir perdón ante
nada y ante nadie, y mucho menos ante ti – afirmé negando con la cabeza
hacia ambos lados, en un movimiento lento pero cargado de determinación.
– Y si no eres capaz de abrir mínimamente tu mente, es una lástima –
agregué acercándome a ella hasta tocar con la mano su mentón, en una
caricia efímera que abrasó mis dedos y que ella no rechazó – una auténtica
lástima.
Verónica abrió la boca para decir algo, pero tras un momento de vacilación
continuó en silencio cambiando nerviosamente el peso del cuerpo de una
pierna a otra.
– Está bien, daré orden para que te lleven a puerto de inmediato. Allí te
esperará Raúl para trasladarte a tu casa – anuncié alejándome de forma
inconsciente de ella un par de pasos hacia atrás. Era la primera vez que me
rechazaban en el ámbito amoroso, aunque algo me decía que no debía
insistir más. Tendría que dejarla ir y confiar en que la irresistible fuerza de
atracción existente entre nosotras obrase el milagro.
– Con que me lleven a puerto me vale. Después prefiero coger un taxi.
– Como quieras.
Me dirigí hacia la zona reservada a la escasa tripulación del barco sin
añadir palabra y ordené a uno de los marineros de guardia que llevara a
puerto a mi ingrata invitada. Yo preferí quedarme a dormir allí y estrenar la
mullida cama de sábanas de seda que había en el camarote principal. El
ligero vaivén de la embarcación me ayudaría a conciliar un sueño que,
seguro, tardaría en llegar. Desde luego, no era así como esperaba terminar la
noche. Maldita fuese aquella condenada policía, y maldito fuese también
aquel insensato y estúpido sentimiento que tanto incauto llamaba amor y
que, para mí, empezaba a ser un auténtico calvario más que cualquier otra
cosa.
CAPÍTULO 16
VERÓNICA.
– Entonces, ¿salimos está noche? – insistió Melania, por segunda vez en
los últimos quince minutos, sin dejar de juguetear con la fila de expedientes
ordenados alfabéticamente que descansaban sobre mi escritorio.
– No sé, Mel, ya te he dicho que llevo una semana horrible. Solo quiero
llegar a casa, ducharme y tumbarme en el sofá con un buen libro – me
excusé de nuevo haciéndome cruces solo de pensar en pasar otra velada de
viernes en compañía de mi amiga a la caza de cualquier infeliz que le
entrara por el ojo.
– ¿Un buen libro? – repitió en tono desdeñoso antes de lanzarme una
pequeña bola de papel a la cara que esquivé de un movimiento reflejo. –
Últimamente estás un poco rara, ¿se puede saber qué te pasa? – inquirió
clavando sus ojos en mí con suspicacia.
– ¡Nada! – me apresuré a contestar con gesto de inocencia. No me
apetecía hablar de eso con nadie, ni siquiera con ella – Simplemente tengo
mucho trabajo y estoy cansada – agregué considerando que tampoco faltaba
del todo a la verdad. Mis tareas se habían multiplicado desde mi ascenso a
subinspectora, aunque no era eso, en el fondo, lo que me tenía sumida en
aquella especie de apatía que parecía dominarme en los últimos tiempos.
¿Qué era lo que me ocurría? La imagen de Diana se materializó en mi
mente de forma instantánea, dando sobrada respuesta a mi pregunta. ¿Por
qué no conseguía olvidarme de ella?, ¿cómo era posible que, en cuanto me
descuidaba un poco, acabara pensando en el sensual aleteo de sus pestañas
o en aquella manera tan sexi con la que a veces me sonreía?
VERÓNICA:
VERÓNICA.
Contemplé a Diana lanzarse de cabeza a la piscina de un movimiento ágil
y rápido. Sabía que la había ofendido, aunque no imaginaba que alguien
como ella pudiera ofenderse por escuchar una verdad como un templo.
Admito que llevábamos dos semanas viéndonos prácticamente todos los
días, pero de ahí a plantearnos algo más… ¡un abismo!
Quizá debería ir pensando en dar por finalizado algo que, tarde o
temprano, podría explotarme en plena cara, aunque ¿cómo terminar con
aquellos combates apasionados hasta altas horas de la madrugada durante
esas noches tan sensacionales? No podía hacerlo, al menos por el momento.
De nuevo me pregunté cuánto demonios me duraría aquella poderosa
fascinación por quien, por razones obvias, tan poco me convenía; ¿un mes
más? ¿dos? ¿seis? Imposible saberlo con seguridad, pues nunca me había
encontrado en una situación semejante. Me sentía como un barco a la deriva
tratando de escapar con desesperación de un huracán que, tarde o temprano,
acabaría por alcanzarme en altamar.
El sonido de mi teléfono móvil me hizo dar un respingo y dejar a un lado
mis elucubraciones. Se trataba de mi madre, quien me llamaba por segunda
vez en lo que llevaba de día. Decidí responder, pues no me pareció
razonable posponer la conversación por mucho que me incomodase hablar
con mi familia desde casa de Diana.
– ¿Mamá?
– ¿Se puede saber por qué no me has cogido el teléfono antes?
– Estaba jugando al tenis y no lo he oído – expliqué en tono casino. Mi
madre empezaba a tener la mala costumbre de pensar que una de mis
obligaciones como hija era estar constantemente pendiente del móvil para
atender sus llamadas.
– ¿Y con quién jugabas?
– Con una amiga que es socia del club de tenis – contesté vagamente a
sabiendas de que mi querida progenitora no era de las que se conforma con
una respuesta tan escueta. Desde que me había ido a vivir a Mallorca, mis
padres no dejaban de interrogarme sobre cualquier aspecto de mi vida,
incluyendo el amoroso. Por un instante añoré esa época, tan lejana ya en el
tiempo, en la que jamás me preguntaban por nada tras enterarse de que su
única hija prefería a las Barbies antes que a los Ken. Aquello tenía sus
ventajas, desde luego.
– ¿Y qué amiga es esa?, ¿cómo se llama?
– Se llama... Diana – dije en tono dubitativo.
– ¿Diana? ¡Menudo nombre tan raro!, ¿es policía también?
– ¡No! – negué escandalizada. – Se dedica a las inversiones inmobiliarias –
aclaré considerando que, al menos en parte, aquella información era cierta.
– Eso está bien, que salgas con gente que no sea de tu trabajo, que deben
de ser todos más raros que un perro verde…
Nunca he sabido si el rechazo que mostraban mis padres hacia todo lo que
tuviese que ver con el cuerpo policial se debía a mi decisión de abandonar
las oposiciones a judicatura para hacerme policía o si ya venía de antes.
Todo un misterio.
– ¿Y quién te dice que sean raros?
– Bueno, eso da igual ahora. En realidad, te llamaba para decirte que tu
padre y yo vamos a ir a verte la semana que viene – anunció provocándome
al instante una taquicardia. No imaginaba un momento más inoportuno para
que aparecieran aquellos dos por la isla.
– ¿La semana que viene? – repetí en tono ahogado. – Pero… ¿no os ibais
de crucero?
– Lo hemos dejado para hacerlo al inicio del otoño, que ahora hace un
calor infernal para hacer turismo por Europa. Además, tu padre dice que
prefiere ir a verte y yo estoy de acuerdo con él. Te notamos muy despegada
últimamente.
– ¿Despegada? ¡Por Dios mamá, que tengo casi 30 años! Aparte, no os voy
a poder hacer demasiado caso; desde el ascenso, tengo más
responsabilidades. Ya os dije que lo mejor era vernos en septiembre, aquí o
en Madrid – insistí a sabiendas de que era una tarea inútil. Cuando mis
padres decidían algo, constituía una misión imposible convencerles de lo
contrario.
– No te preocupes, que haremos nuestra vida mientras trabajas. Hemos
reservado en el hotel Meliá, que está cerca de tu casa...
– Está bien, ¡como queráis! – claudiqué resignándome a la inesperada
visita. Desde luego, tenían el don de la oportunidad. Como si no fuese
suficiente con el jaleo mental que tenía por mi aventura con Diana.
– Así nos presentas a tus amigos y amigas – dijo mi madre haciendo
especial hincapié en la palabra “amigas”. – Por cierto ¿tienes alguna en
especial?
– ¡Mamá, no seas plasta! – exclamé un tanto incómoda. ¿Qué dirían mis
padres, con toda su rectitud, si supiesen con quién se acostaba su “niña”?
Probablemente les diese un infarto y con razón. No era aquel el mejor
momento para ponerles al día sobre mi vida amorosa.
– ¡Eso es que sí! – escuché reír a mi madre a través de la línea telefónica. –
¿De quién se trata?
– ¡De nadie! – bramé con ímpetu mientras observaba de reojo a Diana salir
de la piscina tras haber nadado unos cuantos largos. La imagen era una
mezcla de elegancia y frescura. El suave bronceado de su piel resaltaba sus
rasgos faciales, y el cabello, oscuro y empapado, le caía en cascada por la
espalda goteando perlas líquidas que caían en una trayectoria sinuosa hacia
sus caderas. Un repentino calambre en mi entrepierna me recordó lo
sensible que me había vuelto ante la mera presencia de aquella
impresionante mujer. No pude evitar contemplar, idiotizada, cómo
caminaba por el borde de la piscina con expresión serena y segura.
– Hija, ¡no hace falta contestar así! – me reprendió mi madre en tono agrio
antes de continuar hablando. – Ya nos contarás cuando nos veamos…
– Mamá, te tengo que dejar; hablamos más tarde, ¿de acuerdo? – me
despedí alejándome un par de pasos de una Diana que se aproximaba en
busca de su toalla.
– De acuerdo, un beso, cariño.
– Un beso – respondí antes de colgar el aparato de forma apresurada,
consciente de que hablar con mi progenitora en presencia de Diana me
ponía nerviosa. – Era mi madre; quería saber qué tal estaba… – expliqué
dando respuesta a la muda pregunta de la colombiana, que me miraba con
gesto inquisitivo mientras se secaba.
– ¡Estupendo! – exclamó en tono neutro sin hacer amago de dedicarme
una de esas sonrisas, tan frecuentes, que me dejaban un tanto desarmada.
Era obvio que estaba molesta por la conversación anterior. – Me voy a
cambiar – añadió a continuación antes de alejarse camino al interior de la
casa sin añadir palabra.
Reconozco que me quedé bastante cortada. Era la primera vez, desde que
la conocía, que se comportaba sin hacer gala de esa desconcertante y
extremada cortesía que tanto la caracterizaba. Tardé unos segundos en
decidir seguirla hasta el dormitorio. Allí la encontré seleccionando una
camiseta en uno de los innumerables cajones del vestidor, todavía con el
bikini puesto.
– ¿Estás enfadada? – pregunté en cuanto cerré la puerta de la habitación
tras de mí.
– ¿Por qué habría de estarlo? – preguntó en tono burlón, acercándose con
lentitud a mí hasta quedar a un par de metros de distancia – ¿Porque no
quieras ser mi novia? Tranquila, creo que podré sobrevivir a semejante idea.
– No lo dudo ni por un momento – repliqué algo picada por su actitud.
– Aunque he de admitir que es la primera vez que me llaman ingenua –
dijo entonces clavando en mí sus ojos, profundos y enigmáticos, en un
gesto de muda advertencia. Su expresión facial era fría y determinada, y sus
labios, enmarcados por un matiz de desafío, se curvaban en una sonrisa
perversa que, extrañamente, aumentaba su atractivo.
– Siempre hay una primera vez para todo – repliqué tragando saliva y
sosteniéndole la mirada a base de voluntad. Me negaba a dejarme intimidar,
aunque creo que fue en aquel mismo momento cuando comprendí que una
de las cosas que me atraía de ella era, precisamente, la constante aura de
peligro que emanaba de su persona.
– ¿Sabes? – dijo avanzando hacia mí hasta quedarse a apenas medio metro.
Tenía las pupilas dilatadas y me pareció que respiraba de forma un poco
entrecortada. – Algún día te comerás tus palabras y te arrodillarás ante mí.
– No cuentes con ello – respondí bajando significativamente el tono de
voz. La tensión que nos envolvía parecía el umbral de un conflicto
inminente y mi cuerpo ardía de pura excitación. La deseaba, por supuesto, y
ni siquiera la inquietud que me provocaba el hecho de desearla con
semejante intensidad consiguió rebajar mi anhelo por ella.
– El tiempo lo dirá.
Nuestros labios se unieron en un beso furioso, invasivo, violento incluso.
Sentí la musculatura de su espalda tensa bajo mis dedos mientras sus manos
desabrochaban la parte de arriba de mi bikini hasta dejarlo caer al suelo y
apartarlo con el pie desnudo. Después posó su boca contra mi cuello antes
de iniciar un recorrido descendiente, increíblemente excitante, hasta llegar a
mi pecho izquierdo para besarlo con una delicadeza que contrastaba con el
salvaje momento que estábamos viviendo.
La humedad de mi bajo vientre se convirtió en una llamada silenciosa que
no podía ignorar por más tiempo, por lo que agarré su mano hasta
introducirla en las braguitas de mi bikini. Ella ascendió de nuevo hasta
situar su rostro frente al mío y besarme en la boca con una sonrisa traviesa
mientras exploraba con los dedos la zona de mi entrepierna. Yo hice lo
propio con ella después de deshacerme de su bikini de un par de certeras
maniobras. Después me levantó a pulso y colocó mis piernas alrededor de
su cintura para llevarme cargada hasta la cama y tumbarse conmigo encima.
– Ven, ponte aquí – ordenó tirando de mí y situándome a horcajadas sobre
su boca para iniciar una exploración enloquecedora con la lengua que me
dejó entre infartada y catatónica. Yo me sujeté en el cabezal de la cama
mientras luchaba con la necesidad de dejarme ir de forma prematura.
¡Dios!, era la primera vez que hacíamos aquella práctica de esa manera,
pero reconozco que las sensaciones que experimenté me acercaron a un
placer impropio de este planeta. Cuando noté que introducía un dedo en mi
interior sin dejar de acariciarme con la lengua, aceleré el movimiento de
mis caderas hasta dejarme llevar por un clímax profundo e intenso que me
hizo convulsionar contra el cabecero. Conservé unos segundos esa postura
antes de moverme y tenderme a su lado. Ella me observó expectante con
una mirada divertida no exenta de deseo.
– Me gusta tu sabor – susurró contra mi oído acariciándome con suavidad
el trasero.
– A mí me gusta el tuyo – respondí en el mismo tono mientras la besaba en
la parte inferior de la mandíbula. ¿Cómo era posible experimentar
emociones tan intensas con quien, precisamente, no me debía plantear
acostarme siquiera? Los designios del destino eran, a veces, muy retorcidos.
No hablamos más. Nos fundimos de nuevo en un beso apasionado al
tiempo que me colocaba encima de ella introduciendo la pierna derecha
entre las suyas e iniciando un lento vaivén que tuvo la virtud de elevar de
nuevo mis pulsaciones a ritmos infinitos. Sus ojos, fijos en mí cada vez que
nos separábamos para recuperar el aliento, transmitían un magnetismo
innegable y su boca, curvada en una sonrisa cómplice, parecía enviarme
mensajes secretos sin necesidad de emitir una sola palabra.
Por un instante traté de continuar el encuentro centrándome solo en lo
físico y expulsar de mi mente el resto de incómodas sensaciones que me
hacían pensar en un vínculo con Diana de cierta profundidad, pero fracasé
de forma estrepitosa, por supuesto. Su presencia era demasiado poderosa
como para abstraerme de algo así.
Cuando, tiempo después, recosté mi cabeza sobre su vientre para
sobreponerme de la ardorosa batalla campal que acabábamos de
protagonizar, el silencio reinaba entre nosotras hasta que la escuché
murmurar en voz apenas audible, como si estuviese hablando más consigo
misma que conmigo:
– Sí, te arrodillarás…
No contesté. Me limité a hacer circulitos con el dedo sobre sus piernas
mientras mi mente daba vueltas a sus palabras una y otra vez, como un
carrusel perdido en una especie de bucle infinito.
CAPÍTULO 21
DIANA.
– Así que, ¿quién dices que va a venir? – preguntó Diego tras dar una
intensa calada de su cigarrillo electrónico con gesto de hastío. Desde que
había dejado de fumar sus apestosos Marlboro por consejo médico, mi
amigo estaba más irritable que de costumbre.
– Me encanta cuando me escuchas… – contesté en tono irónico
espantando de un manotazo a un entrometido mosquito, empeñado en
probar el dulzor de mi sangre. Los numerosos insectos voladores
constituían el inconveniente de permanecer a la caída de la tarde en el
porche exterior de la casa, aunque el frescor proveniente del mar y el
silencio relajante que nos rodeaba compensaba con creces el ocasional
ataque de aquellos inmundos bichejos.
– ¡Prefiero no atender demasiado a todo lo que digas y tenga que ver con
esa pendeja de policía con la que estás enredada! Por muy guapa que sea,
desconfío de ella...
– Ya te he dicho mil veces que no la llames así – lo reprendí tamborileando
los dedos contra el impoluto reposabrazos de mi asiento de mimbre. –
Puede que sea una pendeja, pero de momento es mí pendeja, ¿entendido?
Además, estoy llevando una vida ejemplar. No veo que exista un conflicto
de intereses por ningún sitio, ni siquiera para ella.
– Como quieras – refunfuñó Diego aspirando otra calada de aquel apestoso
aparato como si le fuera la vida en ello – pero anda que no hay mujeres en
el mundo como para que te fijes, precisamente, en una policía – agregó
escupiendo la última palabra con cierto rencor. Era obvio que le costaba
admitir que las cosas hubiesen cambiado tanto y que su otrora jefa se
dedicase a flirtear con quien le recordaba de forma constante una parte de
su vida que, quizá, deseaba olvidar.
– En eso llevas razón – admití encogiendo los hombros con resignación. –
Pero ¿qué quieres?, ¿acaso podemos elegir de quién nos…? – me
interrumpí, pues de pronto me pareció excesivo utilizar la palabra
“enamorarnos” con el siempre receloso Diego. Preferí terminar la frase de
otra manera: – ¿podemos elegir por quién nos sentimos atraídos?
– Solo digo que esa chica no te va a traer más que dolores de cabeza –
sentenció en tono agorero mientras toqueteaba la cabezota de Óscar,
siempre anhelante de caricias ajenas.
– Bien, ya me compraré un buen bote de aspirinas, pero mientras tanto sé
amable con ella, ¡haz el favor! Que no parezca que quieres meterla en el
maletero de tu coche cada vez que la ves…
– Está bien, ¡lo intentaré! – concedió removiéndose en su asiento de mala
gana. – Y ahora dime, ¿quién es esa chica con la que va a venir?
– Es su mejor amiga. Por lo visto, me quiere conocer – respondí
considerando que, en el fondo, me halagaba que Verónica quisiera
presentarme a alguien de su entorno más cercano por mucho que se
esforzase en recalcar, a la menor ocasión, que lo nuestro no era más que
algo muy superficial.
– Tendrá curiosidad por ver a la fiera de cerca, supongo.
– Supongo – admití con una sonrisa divertida. – ¡Espero no decepcionarla!
– ¿Y yo que pinto exactamente aquí, se puede saber…?
– Es una buena ocasión para que Verónica y tú os conozcáis un poco
mejor, ¿no crees?
– ¡Si tú lo dices…!
– Lo digo. Y, por cierto, su amiga es también policía – confesé guiñándole
cómicamente un ojo para suavizar el impacto de la noticia.
– ¿Policía también? – bramó él pasándose la mano por el pelo con gesto
nervioso. – Pero ¿a ti qué te ha dado?, ¿de verdad te parece buena idea
relacionarnos con esa gente? Deberíamos recibirlas con un palo, ¡eso como
poco!
– ¡No seas bruto, Diego!, y cambia la cara que ya vienen por ahí – dije
bajando la voz y observando con detenimiento a las dos figuras femeninas
que atravesaban el jardín aproximándose hacia nosotros. A Verónica la
identifiqué de inmediato, por supuesto; caminaba con aquellos andares
gráciles y seguros que tan bien conocía ya. La otra, por el contrario, se
trataba de una absoluta desconocida que se acercaba mirando a su alrededor
con curiosidad. Era más menuda que Verónica, con el cabello rubio y corto
peinado con raya al lado y un vestido de tirantes que se ajustaba a la
perfección a un cuerpo esbelto y voluptuoso. Diego y yo nos levantamos
educadamente para recibirlas y la chica me saludó con un firme apretón de
manos.
– Hola, soy Melania – se presentó esbozando una sonrisa traviesa que me
recordó a la que solía poner Paula cuando hacía alguna diablura. Admito
que me cayó bien de inmediato. – Tenía ganas de conocerte, Diana. He oído
muchas cosas de ti…
– ¡Espero que no todas sean malas! – repliqué devolviéndole la sonrisa y
efectuando un gesto con la mano instándola a tomar asiento.
– Oh, no, ¡para nada! – negó ella lanzando una mirada de reojo a una
cohibida Verónica, que permanecía de pie con una expresión tensa en el
rostro, como si no estuviera del todo segura de la idoneidad de aquella
pequeña reunión. – Todo lo contrario – agregó antes de posar sus ojos en
Diego con gesto valorativo – Y tú eres el famoso Diego…
– El mismo – respondió mi amigo extendiendo la diestra para devolver el
apretón de manos que le ofrecía Melania. Conociéndole, le habría hecho
picadillo la mano, pero la chica apenas se dio por enterada. – ¿Queréis
tomar algo? – preguntó a continuación clavando su oscura mirada en la
recién llegada.
– Una Coca Cola Light estaría bien.
– Otra para mí – dijo Verónica sentándose a mi lado mientras trataba de
quitarse un poco de encima a Óscar, empeñado en plantarle el morro sobre
las piernas.
Diego preparó las bebidas sirviéndolas en vasos altos con mucho hielo y
las ofreció a las invitadas con galantería sin dejar de mirar de reojo a una
Melania que se acomodaba en su asiento cruzando las piernas con
coquetería, consciente, quizá, del intenso escrutinio al que estaba siendo
sometida. Sonreí de forma inconsciente; conocía a mi amigo lo suficiente
como para saber que la recién llegada le atraía. ¡Vaya, aquello iba a ser
interesante!
La conversación fluyó desde un primer momento de forma natural a pesar
del gesto ceñudo de Diego, quien se fue relajando con el transcurso del
tiempo. Melania hablaba por los codos mientras el resto reíamos de sus
ocurrencias hasta que, viendo que se alargaba la velada, Verónica y yo
preparamos una cena improvisada tras acostar a una somnolienta Paula
junto a su inseparable Pipa.
Después, ya anocheciendo, continuamos con la charla sin entrar en temas
que, por obvias razones, resultarían peliagudos teniendo en cuenta la
profesión de unas invitadas que hasta hacía no mucho nos habían vigilado
con siniestras intenciones. Nadie adivinaría el motivo por el que los cuatro
que estábamos allí nos conocíamos, desde luego.
Las horas transcurrían mientras compartíamos anécdotas y disfrutábamos
de un excelente vino blanco semi dulce que Diego había encontrado,
felizmente, en la pequeña bodega del sótano de la casa. La oscuridad de la
noche, dueña absoluta del jardín que nos rodeaba, creaba una atmósfera
íntima y acogedora. Verónica, que compartía conmigo sofá, me observaba
de vez en cuando con disimulo dando pequeños sorbos de su bebida. En un
momento dado, incapaz de esperar más tiempo para tocarla, quise agarrar su
mano y enlazar mis dedos con los suyos. Ella se resistió con gesto de apuro,
pero desistió tras escuchar a una achispada Melania comentar la jugada:
– No te reprimas, Vero, ¡si lo estás deseando!
– ¡Qué chistosa! No deberías beber más, que te va a sentar mal – replicó la
aludida en tono furioso. – Además, luego tienes que conducir.
– ¿Eso significa que no vas a volver conmigo? – inquirió entonces Melania
arqueando una ceja cómicamente y provocando de inmediato una risotada
por parte de Diego, fiel seguidor desde hacía ya un buen rato de todo lo que
soltase la rubia por la boca. Yo aproveché para mirar a Verónica con gesto
inquisitivo, pues, aunque la mayoría de las noches se quedaba a dormir
conmigo, en ocasiones volvía a su casa esgrimiendo todo tipo de excusas
que olían a dilema interno.
– Eso significa que se acabó el vino – contestó Verónica agarrando la copa
de su amiga hasta depositarla lejos de su alcance.
– ¡Aguafiestas!
Más tarde, cuando dimos por finalizada la velada pasada ya la media
noche, sonreí secretamente al constatar que Verónica no hacía amago de
marcharse. Acompañamos a Melania y a Diego hasta la puerta y los
despedimos con la sospecha de que aquellos dos habían congeniado más de
la cuenta. Ya interrogaría a Diego al día siguiente, pues en aquel momento
lo único que tenía en mente era llevarme a la cama a aquella escurridiza
subinspectora que me miraba con una sonrisa seductora provocándome un
hormigueo en el estómago de pura expectación.
La besé allí mismo, sin más testigos que una luna casi llena y unas
estrellas que parpadeaban con timidez. La brisa nos acariciaba el rostro al
tiempo que nuestros labios se encontraban en una danza íntima y sensual. El
universo parecía conspirar para unirnos en aquel instante único.
– Te quedas… – murmuré contra su boca, deslizando las manos por su
espalda hasta introducirlas por debajo del fino vestido que llevaba y
posarlas sobre aquellos glúteos increíbles.
– Me quedo – confirmó ella de forma casi ininteligible, sin separar apenas
los labios de los míos e introduciendo a continuación la lengua en mi
interior en un gesto posesivo que me encantó.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero cuando noté su mano bajando la
cremallera de mi falda e iniciar una lenta exploración sobre mi monte de
Venus comprendí que no podía esperar más. Abrí ligeramente las piernas
para facilitar su labor y aparté el elástico de sus braguitas buscando con
ansia el punto más sensible de su anatomía. Creo que Verónica se
encontraba en el mismo punto de excitación que yo, pues su cuerpo se
amoldó al mío abrazando mi cadera con su pierna derecha en una postura
incómoda pero efectiva.
¡Jesús!, ¿qué era aquel torrente desbordante que parecía nacer de lo más
profundo del cerebro para expandirse por cada una de las células que
componían mi cuerpo? ¿Sentiría Verónica algo parecido o solo era cosa
mía? Aquella duda me mortificaba. Las veces que había intentado hablar
con mi bella acompañante sobre ello me había encontrado con un
hermetismo por su parte prácticamente infranqueable.
Decidí dejarme llevar por el momento y desechar cualquier pensamiento
no relacionado con lo que estaba ocurriendo en la oscuridad de aquel
inmenso jardín. Poco después, cuando sentí que Verónica convulsionaba
contra mí, la abracé con fuerza antes de dejarme llevar por un orgasmo que
tuvo la virtud de nublarme la vista y liberar mis músculos. Después,
recompuse mi ropa con rapidez y la levanté en volandas con la intención de
llevarla cargada entre mis brazos hasta el interior de la casa.
– ¿Quieres hacer el favor de bajarme? – pidió ella, entre risas, besando mi
cara con gesto amoroso.
– ¡Ni hablar! – negué sujetándola con fuerza para evitar que se escurriera
de entre mis brazos. – Siempre he querido hacer esto con alguien.
– ¿Y me ha tocado a mí hacer de conejillo de indias? – se quejó en tono
jocoso. – Quiero terminar la noche de una pieza…
– Tranquila que no tengo intención de dañar tu preciada anatomía.
Más tarde, ya desnudas y tumbadas sobre la cama, escuché que Verónica
decía con voz queda:
– Me encantas…
– ¿Cómo has dicho?
Lo había escuchado perfectamente, pero quería volverlo a oír. Era la
primera vez que me decía algo semejante.
– Nada.
– ¿Cómo que nada?, ¡repítelo!
– No he dicho nada – reiteró ella besándome en la comisura de los labios
con gesto travieso.
Preferí no insistir y perderme en sus brazos hasta quedarme
profundamente dormida con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello.
VERÓNICA.
El agua de la ducha caía sobre ella en forma de delicadas gotas que fluían
sobre su rostro para luego deslizarse por el resto del cuerpo abrazando
suavemente cada curva y cada recoveco. Los brazos, alzados para
masajearse el cuello cabelludo con champú, mostraban la firmeza y
tonicidad de sus músculos mientras su pecho reaccionaba con sutileza al
estímulo del agua. Yo llevaba un buen rato admirando en silencio aquella
fascinante escena desde el quicio de la puerta. Sabía que estaba invadiendo
la intimidad de mi anfitriona, pero me sentía incapaz de alejarme de allí.
Una vez más, me pregunté cuánto duraría aquel estado de profunda
contradicción en el que me encontraba inmersa y del que me sentía incapaz
de escapar. Anhelaba liberarme de su influjo con la misma intensidad con la
que deseaba sus besos. Toda una locura.
– ¿Qué?, ¿te gusta el espectáculo? – preguntó de improviso Diana con una
sonrisa socarrona, todavía con los ojos cerrados.
– Ehhh… ¡perdona!, estaba buscando un cepillo para el pelo – me excusé
con torpeza soltando lo primero que se me ocurrió. – ¿Tienes alguno por
aquí? – añadí reprendiéndome por haberme dejado pillar infraganti en un
momento de debilidad. ¡Maldita mujer!
– Tienes en el primer cajón, aunque puedes quedarte un rato más, si
quieres. Aún queda enjuagarme… – dijo ella en tono de guasa girando con
descaro el cuerpo hacía mí. Odiaba reconocerlo, pero su belleza no se
limitaba a una mera apariencia física, sino que de alguna manera conseguía
extenderse a su esencia, a su espíritu.
– ¡Idiota! – farfullé antes de dar media vuelta y alejarme de allí como alma
que lleva el diablo.
¡Pedazo de engreída!
Detestaba que pensara que para mí ella podría llegar a ser algo más que un
simple divertimento.
Me tumbé en la cama a revisar los mensajes del móvil y comprobé que
tenía una llamada perdida de Melania. Decidí devolverle la llamada de
inmediato, pues no era del todo habitual que mi amiga estuviese despierta
antes de las doce un sábado por la mañana. Lo más seguro es que quisiera
comentar la velada de la noche anterior. Rápidamente me calcé unas
zapatillas de deporte y, todavía en pijama, me dirigí al piso de abajo para
salir al jardín; allí podría hablar con total privacidad.
– ¿Por qué no me lo has cogido antes? – inquirió mi amiga en tono
acusatorio en cuanto descolgó el aparato. ¡Otra como mi madre!
– ¡Será porque no vivo pendiente del móvil! – contesté con sorna
encaminándome a la zona de la piscina mientras esquivaba a los perros,
empeñados en pasar entre mis piernas y hacerme tropezar – Bueno, ¿qué te
pareció Diana? – pregunté sin ganas de andarme por las ramas. Sentía
curiosidad por conocer la opinión de Mel sobre la que se había convertido,
muy a mi pesar, en la principal causa de mis desvelos.
– ¿Qué me va a parecer? – inquirió a su vez ella de forma retórica. – Es…
– se interrumpió durante un par de segundos, buscando quizá la palabra
adecuada, hasta que terminó por decir: – es imponente. No me extraña que
estés colada por ella.
– Yo no estoy colada por ella – repliqué de inmediato, pronunciando las
tres últimas palabras como si me diesen alergia.
– ¡Si tú lo dices!
– Pues claro que lo digo, ¡so boba! Si me hubiese colado por todas las
personas con las que me he acostado, sería la mujer más enamoradiza a este
lado del hemisferio.
– Vale, vale, ¡entendido! Queda claro que tu interés por Diana es
únicamente carnal y superficial – dijo ella con voz de falsete, como si no
creyera en absoluto en mis palabras. – Hablemos ahora de Diego – agregó a
continuación cambiando de tono. Me había percatado del ligero coqueteo
que había tenido lugar la noche anterior entre aquellos dos, pero confiaba en
que mi amiga tuviese el suficiente criterio como para no enredarse con
alguien así.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Cómo que qué pasa con él?, ¡pues que es el tío más atractivo que he
conocido en los días de mi vida!
– ¡Mel! – exclamé escandalizada. – ¡Ese hombre es un sicario!, ¿acaso se
te ha olvidado?
– Bueno, que yo sepa está retirado, ¿no? Además, eso ocurrió hace mucho
tiempo. Según su ficha policial, en esa etapa era casi un crío.
– Un crío con las manos manchadas de sangre, ¡recuérdalo!
– Y que ha trabajado hasta hace nada para la mujer con la que te estás
acostando, ¡recuérdalo tú también!
– ¡Está bien!, ¿y qué me quieres decir con todo esto? – pregunté con
impaciencia, empezando a arrepentirme de haberle devuelto la llamada.
– Que anoche me besé con él…
– ¿Con Diego? – pregunté estúpidamente, pues era obvio a quién se
refería.
– ¡Pues claro!, ¿con quién va a ser?
– Dios mío, Mel. ¿Tú estás loca? Ese tipo es un bruto…
– Es un bruto guapo y encantador. Además, besa muy bien.
– ¿Solo os habéis besado o algo más?
– Nos besamos cuando ayer me acompañó al coche, pero hemos quedado
para otro día.
– ¡Señor! – exclamé respirando con profundidad en un intento de
tomármelo con calma. – Nos estamos buscando la ruina. Deberíamos dejar
de relacionarnos con esta gente antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué?
– ¡Y yo que sé!, prefiero ni pensarlo…
– Tú eres libre de dejar lo que quieras, pero ya te digo que ese tío va a
acabar entre mis sábanas más pronto que tarde – fue la descarada respuesta
de mi amiga antes de soltar una risotada.
– Mira, ¡allá tú!, ya hablaremos más tarde de esto; ahora tengo que dejarte
– me despedí clavando la vista en Diana, quien se dirigía hacia mí
esbozando una sonrisa cálida y acogedora que provocó un latigazo en
alguna zona indeterminada del pecho.
– De acuerdo, ya hablaremos – escuché decir a Mel antes de colgar la
llamada. Aquella idiota se estaba metiendo, al igual que yo, en camisa de
once varas, aunque ¿quién era yo para decirle nada?
– ¿Algo importante? – preguntó Diana señalando mi móvil con un ligero
gesto de cabeza mientras se retiraba un mechón de pelo rebelde del rostro.
– En realidad no. Era Mel.
– ¿Lo pasó bien ayer?
– Sí, claro; estuvo a gusto.
– ¿Te ha dicho algo de mí…?
– Nada en particular… – mentí considerando que, por algún motivo, no me
apetecía inflar más su ya formidable ego.
– ¡Ya! – exclamó alzando una ceja con expresión escéptica. – ¿Y de Diego
tampoco ha dicho nada? Yo creo que hicieron buenas migas.
– Pues tampoco me ha dicho nada – volví a mentir encogiéndome de
hombros con indiferencia. – De todas formas, no creo que tenga demasiadas
cosas en común con él, ¿no crees?
– Detecto cierto tonillo receloso – señaló ella cruzando los brazos en
actitud inquisitiva. – ¿Qué pasa?, ¿mi amigo no es bueno para tu amiga?
– Pues ahora que lo dices, no lo creo. No me fio de ese esbirro tuyo tan
tétrico.
Ella me observó en silencio durante unos segundos antes de contestar con
voz helada:
– Ten cuidado con lo que dices. Diego no es solo un amigo, es familia,
¿entendido?
– Entendido – respondí en el mismo tono de voz. De pronto me sentí como
si de nuevo tuviese once años y mi madre me abroncara por decir algo
inconveniente. ¿Me lo merecía? No lo sé.
Fuimos a desayunar sin añadir palabra, y agradecí que Paula apareciera en
seguida aliviando en parte la tensión que, de pronto, se había establecido en
el ambiente. La niña había normalizado por completo que yo me quedase a
dormir con frecuencia en el cuarto de su madre y, afortunadamente, ya no
preguntaba más al respecto.
– Vero, ¿cuándo me vaz a llevar otra vez a hacer zurf?
– Pues un día de estos – respondí vagamente sabiendo que, con la próxima
llegada de mis padres, no iba a tener tiempo para hacer demasiadas cosas.
– ¿Mañana?
– Mañana no puedo, que trabajo, cariño.
– ¿Y el zábado que viene?
– El sábado que viene tampoco voy a poder, que vienen mis padres de
visita a pasar unos días a la isla y tendré que estar con ellos.
– ¡No zabía que tuviezez padrez
– Y yo no sabía que venían de visita – intervino Diana con gesto de
extrañeza.
– Bien, pues ahora ya lo sabes – repliqué sin dejar de dar vueltas con la
cucharita a mi recién preparado Nespresso para deshacer el azúcar.
– ¿Cuánto tiempo se van a quedar?
– Diez días. Han reservado en el Meliá, aunque me tocará ejercer de hija
modelo y hacer vida con ellos para que se queden contentos.
– ¿Loz voy a conocer? – preguntó Paula levantándose de la mesa y
llevando torpemente su plato al fregadero.
– No lo creo… Te aburrirías con ellos, Paula
No entraba en mis planes que mis padres conocieran a Diana, por
supuesto. ¿Qué pensarían si supiesen quién era en realidad? Mejor no
comprobarlo.
Terminamos el desayuno sin volver a tocar el tema, pero cuando más tarde
me quedé de nuevo a solas con Diana en la intimidad de su dormitorio,
comentó:
– Así que vienen tus padres…
– Sí, vienen.
– ¿Seguiremos viéndonos mientras estén aquí? – inquirió tumbándose
perezosamente sobre la cama sin quitarme de encima la mirada. Su tono de
voz, más seco de lo habitual, indicaba que se avecinaba tormenta.
– No lo creo – admití cambiándome con rapidez y sustituyendo el pijama
por unos pantalones cortos y una camiseta.
– No lo crees… – repitió chasqueando los dedos en un gesto repleto de
hastío que me irritó.
– A ver, entre el trabajo y ellos, no voy a tener demasiado tiempo – aclaré,
incómoda por tener que dar explicaciones a alguien con quien ni siquiera
tenía una relación mínimamente formal.
– Entiendo – musitó con voz de querer decir todo lo contrario. – Así que te
acuestas conmigo, pero ni te planteas la idea de presentarme a tus padres,
aunque solo fuese como una simple amiga.
– En el fondo te hago un favor. ¡No sabes tú lo pesados que son! – dije
tratando de quitar hierro al asunto.
Ella permaneció unos segundos en silencio fijando la mirada en el techo en
actitud meditabunda, como si de pronto hubiese allí algo interesantísimo
que observar. Después, dirigió de nuevo su atención hacia mí antes de decir:
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Claro…
– Dime entonces: ¿qué soy yo para ti?
– ¿Cómo que qué eres para mí? – repetí tratando de ganar algo de tiempo.
No estaba preparada para tener una conversación de ese tipo.
– Ya sabes a lo que me refiero. Llevas dos semanas haciendo el amor
prácticamente todas las noches conmigo, pero eres incapaz de admitir algún
tipo de sentimiento hacia mí – dijo levantándose de la cama de un ágil
movimiento para acercarse a mí con gesto reflexivo. – Me desconciertas –
agregó encogiéndose de hombros con frustración.
– ¿Y quién dice que hacemos el amor? – pregunté rebelándome de
inmediato contra aquella expresión. Hacer el amor con Diana Salazar no
entraba, ni muchísimo menos, en la idea que yo tenía de aquella relación.
– ¿Cómo lo llamarías tú?
– Sexo entre adultos – repliqué sin estar del todo convencida de la
veracidad de mis palabras. El aroma de su cuerpo, una mezcla entre gel y
champú, inundaba mis fosas nasales empujándome a acercarme más a ella,
pero resistí el impulso manteniéndome en el sitio. Empezaba a preocuparme
aquella estúpida tendencia de dejarme llevar por mis más básicos instintos
sin escuchar las advertencias proferidas por mi relegado sentido común.
– Así que, según tú, esto no es más que sexo entre adultos – murmuró
estirando la mano hasta tocarme con suavidad la barbilla en un gesto
electrizante que me recordó a aquel primer beso que intercambiamos en el
vestíbulo de la casa. – ¿Eso es todo?
Quise decir que sí, que eso era todo lo que había entre nosotras, pero el
contacto de sus dedos me confundía y me hicieron vacilar. Ella debió de
leer la duda en mi cara y esbozó una sonrisa de autocomplacencia que me
enfureció. Detestaba la facilidad con la que ejercía su poder de seducción
sobre mí. De pronto recordé aquellas palabras que me había dirigido con
gran convicción: “te arrodillarás ante mí”, y sentí el impulso de sublevarme
contra semejante idea.
– Sí, eso es todo – afirmé en un tono de voz un tanto seco que,
extrañamente, no provocó reacción alguna en mi interlocutora. Al contrario,
me observó con atención durante unos segundos sin dejar de acariciarme el
rostro, como si quisiera grabarse a fuego cada una de mis facciones. Mi piel
reaccionó al contacto de inmediato y un escalofrío me recorrió la espalda
antes de propagarse por el resto del cuerpo liberando miles de diminutos
destellos de placer. Mis sentidos se agudizaron a medida que sus dedos
recorrían los rasgos de mi cara hasta detenerse en la comisura de la boca.
Fue entonces cuando me acerqué a ella cediendo al deseo de besarla, pero,
para mi sorpresa, se retiró de un sutil movimiento que me dejó de lo más
desconcertada. Tardé un par de segundos en comprender que me estaba
rechazando. Era la primera vez que me hacían una cobra en toda mi vida y
admito que no me sentó especialmente bien.
– Bien, pues si eso es todo, esto es todo – declaró ella alejándose de mí
hasta quedar ligeramente apoyada contra el borde de la cama.
– ¿Cómo que esto es todo? – inquirí todavía confundida por aquel cambio
de actitud tan repentino.
– Pues que creo que este sexo entre adultos me empieza a dejar de gustar –
explicó con una sorna que me pareció fuera de lugar.
– ¿Cómo que te ha dejado de gustar? – repetí con una sensación de
incomodidad, o quizá de alarma, procedente de algún rincón recóndito de
mi mente.
– Que no me apetece acostarme con alguien que describe esta relación con
semejante frialdad.
– ¿Estás cortando conmigo…? – pregunté con incredulidad. Siendo
honesta, ni siquiera había barajado la posibilidad de que Diana pudiese
cortar conmigo en algún momento, y menos aún después de un encuentro
tan apasionado como el de la noche anterior.
– Veo que lo has entendido – admitió suspirando con resignación y
adoptando una expresión de indiferencia algo desconcertante. – Puedes
venir a ver a Paula cuando quieras, aunque llama siempre a Héctor antes de
venir, por favor.
– ¿Y todo esto es porque no te quiero presentar a mis padres?
– Eres demasiado inteligente como para hacer una visión tan simplista del
asunto – replicó con un desdén que, debo reconocer, me escoció bastante.
Me sentí como una alumna corta de entendederas con dificultades para
comprender las lecciones del profesor – Me gustas, pero no me apetece
seguir acostándome con quien parece calcular de forma constante el tiempo
de vida que le queda a esta especie de relación, o como lo quieras llamar.
– No se trata de eso…
– ¿Pues de qué se trata entonces?, ¡ilumíname, por favor!, y no me vengas
otra vez con el cuento ese de mi pasado, por favor.
– Es que, precisamente, se trata de eso Diana. De tu pasado, de quién
eres…
– ¿Y qué demonios se supone que puedo hacer al respecto?, ¿acaso tengo
la posibilidad de volver atrás y cambiar las cosas?
– ¿Lo harías acaso?, ¿cambiarías las cosas si pudieses volver atrás?
Ella meditó por unos segundos la cuestión antes de responder con voz
pausada:
– No, no cambiaría nada de mi pasado, al menos en lo que tú te refieres.
– ¿Lo ves? Ahí está el problema. ¡Ni siquiera te arrepientes de lo que has
hecho!
– Exacto. No me arrepiento en absoluto.
– Tienes una desfachatez infinita, ¿lo sabías?
– Puede, aunque a mí me preocuparía más la hipocresía de la que haces
gala.
– ¿Hipocresía?, ¿yo?
– Sí, tú. Te acuestas conmigo cada noche para luego pasarte el día
recordándome que esto no es más que una especie de aberración. ¿Quién se
gasta aquí mayor desfachatez?
– ¡Yo jamás te he dicho tal cosa! – traté de defenderme sin demasiada
convicción.
– No lo has dicho, pero lo insinúas con tus silencios y tus actos.
– ¡Venga ya, Diana! No creo que esperases poemas de amor por mi
parte… – repliqué pasándome la mano por el pelo con inquietud. Aquella
conversación me empezaba a irritar. ¿De verdad estaba cortando conmigo?
– Y desde luego, no esperes que nunca, jamás, me arrodille ante ti, ni física
ni figuradamente. Deberías hacerte mirar ese ego tan desmesurado que
tienes – añadí incapaz de contener mi frustración y recordando, una vez
más, sus palabras de la noche anterior. Jamás me sometería a ella ni
admitiría ningún tipo de sentimiento amoroso.
– Ah, ¿no? – inquirió ella en tono escéptico y acercándose de nuevo a mí
hasta cogerme del mentón de un movimiento brusco que me confundió.
Después me dedicó una sonrisa perversa antes de decir: – Veo que quieres
hacer difícil lo fácil. Muy bien, ¡como tú quieras!
Por un momento pensé que me iba a besar, pero, muy al contrario, me
empujó ligeramente la cabeza hacia atrás en un gesto despectivo antes de
dirigirse hacia la puerta sin añadir palabra.
– ¿A dónde vas? – pregunté tratando de salir del profundo desconcierto en
el que me encontraba. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Me había despertado
sintiendo sus besos sobre mi rostro y ahora cortaba conmigo sin
contemplaciones…?
– Eso, querida, no es de tu incumbencia. Héctor te acompañará a la salida
– respondió, cortante, antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras
de sí. Yo tardé unos segundos en reaccionar y empezar a soltar todo tipo de
improperios por la boca. ¿Qué pretendía aquella imbécil de mí?, ¿que me
comportara como una corderilla enamorada rendida a sus pies? ¡Iba lista!
Tardé unos minutos en recoger mis pertenencias y bajar con paso ágil las
escaleras en dirección a la salida. Por un instante pensé en buscar a Paula
para despedirme de ella; sabía que la iba a echar de menos, pero el extraño
nudo que de pronto sentía en la base del estómago me convenció de que lo
mejor era salir de aquella casa sin mirar atrás. Más adelante ya decidiría si
visitar a la niña de tanto en cuanto o si, por el contrario, y con todo el dolor
de mi corazón, pasar página definitivamente.
En el jardín me esperaba Héctor, que me escoltó a la salida con una
expresión intrigada en las toscas facciones de su rostro. Imagino que se
estaría preguntando por qué diablos su jefa le había ordenado asegurarse de
que abandonase la casa. Confieso que el detalle me dolió.
Arranqué furiosa el coche, apretando con fuerza el pedal del acelerador
hasta dejar atrás aquella urbanización a la que dudaba mucho regresar
jamás. Aquel día rebasé todos los límites de velocidad habidos y por haber,
y al llegar a casa me pareció un auténtico milagro que la Guardia Civil no
me hubiese detenido por el camino para endosarme una más que merecida
multa de circulación.
CAPÍTULO 22.
DIANA.
– Diego, creo que deberías irte ya a casa y dejarme sola. Parecemos una
pareja hetero en busca de morbo. Además, mientras estés conmigo, no se
me va a acercar nadie...
– ¡Tonterías!, eres la sensación de la noche – afirmó mi amigo en tono
burlón propinándome un ligero codazo en las costillas que le devolví de
inmediato. – Por cierto, ¿qué te parece esa de allí? – preguntó señalando sin
demasiado disimulo a una morena exuberante de pelo rizado que llevaba
una camiseta de tirantes a punto de reventar, un maquillaje de dos
centímetros de profundidad y unas uñas rojas tamaño xl que daban miedo
solo de mirarlas.
– ¡Por Dios! Está claro que no tenemos el mismo gusto en mujeres… –
repliqué tras echar un rápido vistazo a la morena, quien me observaba a su
vez con gesto interesado. Jamás discutiría con Diego por una mujer.
– ¡Afortunadamente no! – exclamó él con aire ligeramente ofendido antes
de acabarse de un trago su ron con cola y dejar el vaso vacío sobre el trozo
de barra del que nos habíamos adueñado; desde allí controlábamos a la
mayoría de chicas que iban y venían en aquella sofisticada discoteca para
mujeres donde habíamos acabado tras efectuar una rápida búsqueda por
internet – Yo nunca me enredaría con una policía tan arrogante y estirada
como esa idiota con la que has estado – agregó de forma un tanto maliciosa.
– No, tu prefieres enredarte con otra policía que te maneja con el dedo
meñique – contraataqué con el ceño fruncido. Llevaba un buen rato sin
acordarme de ella, ¿por qué demonios había tenido que mencionarla?
– Todavía no ha nacido la mujer que me pueda manejar… – contestó en
tono algo beligerante. – Ni siquiera Mel – agregó segundos después sin
demasiada convicción. Desde que había tenido un par de citas con la amiga
de Verónica, Diego se pasaba el día distraído esperando que Melania
contestara sus mensajes o devolviera sus llamadas. ¡Dios santo!, ¿desde
cuándo nos habíamos ablandado tanto? ¿dónde quedaban los orgullosos y
amenazadores Diego y Diana de antaño, esos cuya mera presencia
provocaba un temor reverencial a todo el que nos conocía?
– Si tú lo dices…
– Lo digo.
Yo respondí con un mudo gesto de incredulidad antes de señalar mi vacío
botellín de Coca Cola Light a una de las solícitas barwoman que atendían la
barra con gran eficacia. Necesitaba espabilarme. No era aún ni la una de la
madrugada, pero tenía sueño y me apetecía volver a casa por mucho que
estuviese de acuerdo con Diego en que había demasiadas mujeres en el
mundo como para obcecarme con una sola de ellas. Además, en aquel sitio
había donde elegir: numerosas representantes del sexo femenino se
encontraban diseminadas a lo largo y ancho de aquella inmensa y ruidosa
sala. Muchas estaban en grupos, otras solas, pero la mayoría parecía tener
un objetivo en mente: escanear discretamente con la mirada a su alrededor
en busca de posibles intereses amorosos.
– Lo que no entiendo es cómo demonios has acabado tú también enredado
con una oficial del policía después de reprenderme tanto por ese mismo
motivo… – comenté extendiendo un billete de 20 euros a la camarera en
cuanto me acercó el refresco. Ella pretendió darme el cambio, pero yo lo
rechacé con un gesto despreocupado. De inmediato me gané una sonrisa de
agradecimiento por su parte, ¿o me sonreía por algo más…?
– En eso llevas razón – admitió Diego pasándose la mano por el flequillo y
marcando, de paso, unos escandalosos bíceps que con otro tipo de público
hubiese causado auténticos estragos. – Parece una broma de mal gusto, la
verdad.
– ¡Y tanto! – corroboré tratando de eliminar de mis pensamientos a una
Verónica que, muy a mi pesar, parecía estar instalada en ellos de forma
permanente. Todavía estaba asimilando que aquella estúpida hubiese dejado
pasar casi dos semanas sin intentar contactar conmigo de alguna manera. Ni
una llamada, ni un mensaje, ¿habría calibrado mal la situación? Hubiese
jurado que la terca policía daría su brazo a torcer de alguna manera, pero
empezaba a temer haberme equivocado. Quizá debería haberla tratado con
más delicadeza, pero lo cierto es que me había sacado de mis casillas con su
definición, tan irritante y simplista, de lo que supuestamente había entre
nosotras. – Por cierto, ¿qué sabes de Verónica? – inquirí incapaz de reprimir
por más tiempo aquella pregunta que llevaba bailando en mis labios durante
parte de la noche.
– En realidad nada – respondió Diego en tono cauteloso – aunque si
quieres puedo preguntar a Mel al respecto; he quedado mañana con ella.
– ¡No! – exclamé moviendo con énfasis la cabeza hacia ambos lados –
déjalo, no preguntes nada. En el fondo, casi prefiero no saber nada de ella –
añadí observando a mi alrededor en busca de alguien que me distrajera la
noche y devolviendo, de paso, algunas de las miradas que sentía fijas en mí.
Nadie me interesó demasiado en un primer momento, aunque había una
rubia de sonrisa burlona que acabó por llamar mi atención. La chica era la
única de un grupo de cinco amigas que no se había dignado a mirarme en
todo el tiempo que llevaba allí, lo cual me empezaba a parecer una osadía
imperdonable.
– Como quieras – dijo Diego siguiendo la dirección de mi mirada. – ¿La
rubia? – preguntó a continuación con gesto valorativo.
– Sí, la rubia – admití sorprendida – ¿Cómo lo has sabido?
– Bien vestida, esbelta y pinta de seductora – enumeró mi amigo sin
apartar los ojos de la chica, que parecía muy divertida en plena
conversación con una de sus acompañantes. – Es tu tipo.
– ¿Tú crees que alguna de las otras será su novia?
– Ni idea, ¿por qué no vas y se lo preguntas?
– No pienso hacer eso.
– ¿Miedo escénico?
– ¡No seas bobo, claro que no!, pero no pienso ir a preguntarle si tiene
novia.
– ¿Cómo lo vas a hacer entonces?
– Ummm... Lo estoy pensando.
– Apuesto a que no eres capaz de ligártela en los próximos quince minutos
– dijo Diego entonces, en tono retador, sabiendo a la perfección que soy
incapaz de resistirme a una buena apuesta.
– ¡Ah!, ¿no?, ¿qué apostamos?
– Simplemente el saber que eres capaz de hacerlo.
– ¡Está bien! Quince minutos a partir de ahora – acepté mirando el reloj
antes de dar un sorbo a mi Coca Cola para dejarla de nuevo sobre la barra.
En ocasiones como esa me hubiese encantado tolerar mejor el alcohol,
aunque sabía que aquella era una batalla perdida. Tendría que ir a pecho
descubierto y utilizar la mejor de mis sonrisas.
Me acerqué con decisión al grupo de chicas hasta que éstas interrumpieron
por completo su conversación para fijar su atención en mí.
– ¡Hola! – saludé en tono alegre.
– ¡Hola! – contestaron las cinco casi al unísono, observándome de arriba a
abajo con expresión valorativa. Decidí no andarme por las ramas y
dirigirme directamente a la rubia. El tiempo corría y, además, no estaba para
cortejos largos.
– Tienes pinta de jugar bien al billar… – dije señalando con un leve gesto
de cabeza la mesa de billar que se vislumbraba al otro extremo de la sala.
– La verdad es que no tengo ni idea – contestó ella clavando los ojos en mí
y colocándose el pelo con coquetería. De cerca era aún más guapa de lo que
parecía y su lenguaje corporal indicaba bandera verde.
– Estás de suerte, soy una excelente profesora – declaré con todo mi
descaro tras echar un leve vistazo a Diego, que contemplaba la escena de
lejos con atención.
– ¿Y a tu novio le parece bien que des clases particulares de billar…? –
inquirió ella en tono dubitativo mientras sus amigas seguían la conversación
sin perder detalle. Así que la chica sí que se había fijado antes en mí y sabía
perfectamente por quién iba acompañada ¡Interesante!
– No es mi novio, es solo un amigo – aclaré encogiéndome de hombros
con aire despreocupado. – Además, es gay – añadí divertida solo de pensar
en lo que diría Diego si supiera que le acababa de cambiar de orientación
sexual.
– Bueno, en ese caso, vamos si quieres – aceptó ella acercándose un poco
más a mí con gesto confianzudo. La chica me gustaba, pero me hubiese
gustado muchísimo más sin la inoportuna imagen de Verónica irrumpiendo
en mis pensamientos. De nuevo maldije a aquella estúpida subinspectora
que había tenido la audacia de no volver a mí con las orejas gachas. ¿Acaso
no añoraba aquellas noches, hasta altas horas de la madrugada, plagadas de
besos y confidencias? ¿Se trataba de una cuestión de orgullo o,
simplemente, no sentía hacía mí ni una décima parte de lo que yo sentía por
ella? Eran preguntas para las que no tenía respuesta y que, honestamente,
me exasperaban. Lo mejor sería pasar página por mucho que mi lado más
rebelde se opusiese a ello con inusitada resistencia.
Agarré a la chica de la mano y tiré de ella con desenvoltura para guiarla a
través de la masa de gente que se interponía en el camino hasta la mesa de
billar. Ella no se resistió al contacto, al contrario, apretó sus dedos contra
los míos provocándome una sensación un tanto extraña.
– Me llamo Alejandra, por cierto – dijo aproximando su boca a mi oído
para hacerse oír por encima de la música – Pero me puedes llamar Ale…
– Yo soy Diana – me presenté a mi vez soltándole la mano con suavidad
antes de rodear el billar y seleccionar un par de tacos. Después le ofrecí uno
con gesto cortés.
– Diana – repitió ella en tono algo burlón, aceptando el taco y acariciando
la pulida madera de su superficie –. Tienes nombre de diosa…
– Sí, pero a mí no me gusta perseguir animales – repuse en el mismo tono
tras recordar que Diana era la diosa romana de la caza.
– ¡Ya tenemos algo en común, entonces! – exclamó ella ayudándome a
colocar las bolas en su sitio y rozando su hombro con el mío en un
movimiento casual, ¿o quizá no tanto?
Durante la siguiente hora traté, un tanto infructuosamente, de enseñar a mi
sexi alumna a golpear con el taco la bola blanca mientras hablábamos de
todo un poco y flirteábamos con descaro.
– Me temo que no estoy hecha para este juego – admitió la rubia, en un
momento dado, tras depositar el taco sobre el fieltro verde que cubría la
mesa y acercarse peligrosamente hacia mí.
– Creo que llevas razón – reí sin moverme un ápice del sitio. La chica era
tan simpática como atractiva, pero había algo en todo aquello que no me
terminaba de convencer y me impedía disfrutar del momento en toda su
plenitud. Apenas me llevó un par de segundos comprender el motivo: ella
no era Verónica.
– Están a punto de cerrar, ¿te apetece que vayamos a otro sitio?
La pregunta quedó en el aire durante unos preciosos segundos que yo
utilicé para sopesar rápidamente mis opciones. La propuesta era tentadora,
y en otro momento ni siquiera hubiese dudado, pero aquella noche no me
veía compartiendo cama con nadie, la verdad. Quizá había llegado el
momento de dar por finalizada la velada y retirarme a casa.
– Estoy un poco cansada y mañana he quedado para jugar al tenis bastante
pronto – me excusé sin faltar del todo a la verdad. – Aunque podemos
quedar otro día si quieres – añadí enseguida tras ver su cara de desilusión.
– Quiero – contestó ella enfocando la mirada hacia mi boca sin demasiado
disimulo. La atmósfera, de pronto, estaba llena de tensión y anticipación, y
cuando su rostro se aproximó al mío, mis labios se humedecieron a la
espera del contacto. Fue entonces cuando la mente me jugó una mala
pasada, arruinando por completo el momento ¿Se puede saber qué diablos
pintaba, otra vez, la imagen de Verónica ahí en medio?
Quizá fuese culpa de aquella maldita canción de Alicia Keys que sonaba
en esos instantes, “No one”, y que me recordaba poderosamente a la
subinspectora, pero el caso es que pocas veces en mi vida me había dado un
beso tan descafeinado como aquel. Cuando, segundos después, me separé
con suavidad dándolo por terminado, vislumbré la duda en el rostro de Ale.
– ¿Algún problema? – inquirió ella con gesto de extrañeza.
– ¡Ninguno! Es simplemente que… digamos que hace poco que lo he
dejado con alguien y me ha resultado raro besar a otra persona – expliqué
sintiéndome rematadamente idiota y tratando de abstraerme de la letra de
aquella odiosa canción que, machacona, se obstinaba en recordarme
momentos que deseaba olvidar. ¿Por qué me seguía sintiendo tan vinculada
a alguien que ni siquiera había llegado a considerarse mi novia?
– Entiendo – murmuró mi rubia acompañante observándome con
suspicacia. – Y eso significa que… – agregó dejando la frase en el aire con
la clara intención de que la terminara yo.
– Significa que, con ciertas cosas, prefiero ir despacio.
– ¡Conste que no te estaba pidiendo en matrimonio! – aclaró ella
mostrando las palmas de las manos en un ademán burlón.
– ¡Mejor! – contesté riendo –. Soy poco amiga del matrimonio.
– ¿Y de las cenas en buena compañía?, ¿eres amiga...?
– De eso sí, por supuesto.
– Entonces quizá te invite a cenar un día de estos… Si me das tu número
de teléfono, claro está.
– Te lo doy sin problemas.
– ¿Qué tal te vendría mañana…?, ¿estás libre?
– Estoy libre – admití pensando que, en cualquier caso, me vendría bien
estar distraída y aquella chica era de lo más agradable.
La música cesó y los camareros empezaron a recoger las copas con la clara
intención de desalojar a los clientes del local. Yo me despedí de Ale con un
simple beso en la mejilla antes de pedir un taxi para volver a casa, pues
Diego hacía tiempo que había abandonado la discoteca tras comprobar que
me dejaba en buena compañía.
Aquella noche, ya en casa y una vez acostada en mi solitaria cama, traté de
conciliar el sueño hasta que me cansé de contar ovejas y dar vueltas entre
las sábanas. Decidí bajar a la piscina, huyendo del calor sofocante de la
noche, y me arrojé desnuda al agua para nadar con brío en un intento de
soltar la tensión acumulada.
Odiaba sentirme vulnerable. Hubiese pagado millones por librarme de
aquel espantoso sentimiento llamado amor que parecía nacer del mismísimo
averno. ¿Cuánto tiempo me duraría aquello? Empezaba a detestar a
Verónica con la misma intensidad con la que la amaba. Un completo
despropósito.
Me dormí tumbada en una hamaca y envuelta en una toalla mientras
escudriñaba, somnolienta, las centelleantes estrellas que parecían
observarme desde la infinidad del firmamento. Cuando desperté, horas
después, el sol comenzaba a asomar en el horizonte tiñendo el cielo de
tonalidades doradas.
VERÓNICA.
– Entonces, ¿habéis roto definitivamente?
– No se puede romper lo que nunca existió – contesté a Mel observando
reflexivamente mi vaso sin decidirme a dar otro sorbo de aquel brebaje que
servían en la cantina de la comisaria y que, supuestamente, era café. – En el
fondo no ha sido más que una historia algo morbosa, unas cuantas noches
de sexo, nada más. Además, me alegro de que se haya terminado. No me
convenía.
– ¡No me vengas con chorradas! – exclamó mi amiga y compañera
reclinándose en su asiento con gesto de impaciencia. – Independientemente
de que te conviniera o no, sabes que ha sido algo más que eso, ¿por qué te
empeñas en negarlo?
– Yo no me empeño en nada – repliqué encogiéndome de hombros. – Tan
solo estoy pasando página de algo que tampoco ha significado gran cosa
para mí – agregué tratando de dar convicción a unas palabras que, por algún
motivo, me sonaron ficticias.
– ¡Está bien!, si tú lo dices…
Seguía sin tener noticias de Diana, aunque tampoco las esperaba. La
colombiana era orgullosa e intuía que no movería un dedo por contactar
conmigo. En el fondo entendía su postura e imaginaba que se sentiría
desairada por mi actitud, aunque, ¿qué esperaba de mí?, ¿que gritara a los
cuatro vientos mi relación con una ex – narcotraficante?
No, era mejor así, por mucho que tuviese que lidiar cada día con aquel
desconcertante deseo de volver a verla, de sentir el tacto sedoso de su piel o
de escucharla suspirar contra mi oído mientras mi cuerpo se estremecía de
puro placer. ¡Dios santo!, tenía que dejar de pensar en esas cosas. Es más,
tendría que dejar de pensar en cualquier cosa relacionada ella. El problema
estribaba en que era más fácil decirlo que hacerlo.
– ¿Qué planes tienes para este sábado? – pregunté entonces tratando de dar
un giro a la conversación y alejar de mi mente aquel tema que solo me
causaba un nudo molesto en el fondo del estómago.
– Más vale que no preguntes lo que no quieras saber – contestó Mel con
una sonrisa pícara que me hizo comprender al instante cuáles iban a ser sus
planes para ese día.
– ¿Otra vez Diego…? – inquirí algo sorprendida. Sabía que aquellos dos
habían tenido alguna que otra cita, pero tenía la esperanza de que el idilio
no se alargarse mucho más. En el fondo me sentía un poco culpable de que
se hubiesen conocido por mi causa.
– Sí, otra vez él – admitió ella dando vueltas a su botella de agua mineral
con gas hasta hacerla tambalear peligrosamente sobre la mesa. – ¡Y no me
vengas con sermones de que no me conviene, por favor, que ya soy
mayorcita!
– ¡Tú verás lo que haces!, yo no te voy a decir nada más. Como bien dices,
eres mayorcita.
– ¡Mejor así! Por cierto, hoy estoy libre... Podríamos salir juntas y quemar
la noche. Han abierto un sitio nuevo en el centro que me gustaría conocer.
– ¡Uf!, justo hoy he prometido a mis padres que cenaría con ellos –
contesté frunciendo el ceño en un ademán involuntario. Desde que mis
queridos y pesadísimos progenitores habían puesto un pie en la isla, mi vida
social se había convertido en una quimera. – Tendré que llevarlos a algún
sitio que no esté mal…
– ¿Cómo llevas la visita?
– Digamos que se me está haciendo un poco interminable, ¡no me dejan un
minuto libre!
– Oh, vamos, ¡si tus padres son encantadores! – exclamó Mel en tono
recriminatorio. – Conmigo fueron simpatiquísimos el otro día.
– Para un ratito serán simpáticos, pero luego…, ¡aguántalos todo el día! –
me lamenté antes de dar un sorbo a lo que quedaba de mi café, ya frío, y
arrepintiéndome en el acto de mi gesto. – Mi madre está pesadísima con
todo lo que tenga que ver con mi vida personal y mi padre no deja de
recordarme que estoy a tiempo de volverme a Madrid y ejercer como
abogada.
– ¡Joder con tu padre!, ¿todavía sigue con eso?
– Todavía…
– A los padres no hay quien los entienda. Si por los míos fuera, todavía
estaría viviendo en el pueblo repartiendo barras de pan en el negocio
familiar y aburriéndome como una ostra.
– ¡No te veo yo de panadera! Eres demasiado movida – comenté en tono
de burla tras echar un rápido vistazo a mi reloj de pulsera. Era hora de
volver al trabajo si pretendía irme a casa a mi hora.
– ¡Ni yo a ti de abogada! Eres demasiado íntegra – replicó ella, riendo,
mientras se levantaba dando por finalizado el café del medio día.
El resto del día transcurrió sin pena ni gloria, aunque una extensa reunión
con Arribas a última hora de la tarde terminó por provocarme dolor de
cabeza. El comisario había cumplido su palabra nombrándome
subinspectora tras cerrar la operación Pantera, pero el nivel de exigencia al
que me tenían sometida aquellos dos empezaba a desesperarme. Esperaba
que se relajasen de una vez y me dejasen trabajar en paz.
Rondaban ya las ocho de la tarde cuando llegué a casa. Me duché y me
cambié con rapidez antes de recoger a mis padres en el hotel y poner rumbo
al restaurante que había elegido para la cena. Aquel pequeño ritual que
repetíamos prácticamente todas las noches me empezaba a resultar
agotador. Si se llegan a quedar un par de semanas más, acaban conmigo.
CAPÍTULO 23.
DIANA.
– Entonces, ¿a qué te dedicas exactamente? – preguntó Alejandra con
gesto interesado sin dejar de juguetear con la carta que nos había entregado,
minutos antes, el ceremonioso maître de aquel restaurante tan chic al que
había insistido la rubia en invitarme.
– A las inversiones inmobiliarias – respondí sonriendo, sin faltar un ápice
a la verdad, aunque sin intención de entrar en detalles. No me sentía del
todo cómoda hablando de mis ocupaciones laborales por mucho que de un
tiempo a esta parte me hubiese convertido en una respetable ciudadana y
fiel cumplidora de la ley. – ¿Y tú? – pregunté a mi vez, más por cortesía que
porque de verdad me interesara a lo que se dedicara mi bella compañera de
mesa.
– Soy profesora de infantil – aclaró dedicándome una sonrisa amable que
me hizo sentir un poco mal. Era consciente de estar allí tratando de olvidar
a quien se había convertido en la causa oficial de todos mis males y quizá
no fuese del todo justo dar alas a aquella chica tan simpática a la que
dudaba mucho que pudiera corresponder.
– Tiene que ser un trabajo de lo más interesante – comenté
identificándome en el acto con Pinocho, pues no había nada que me
pareciese más aterrador que dedicarse a dar clase a un grupo de pequeños
monstruos de la edad de Paula.
– No sé por qué, pero algo me dice que no envidias mi trabajo – replicó mi
acompañante antes de soltar una risita divertida y desplazar la mirada por
mi rostro, de los ojos a los labios, en un movimiento triangular. La chica era
atractiva y no tenía un pelo de tonta, y por primera vez pensé que de haberla
conocido en otro momento la cosa podría haber sido bien diferente. ¿En qué
momento se me había ocurrido enamorarme de nadie?
– Digamos que prefiero tratar con adultos, aunque tienes toda mi
admiración, desde luego.
– ¿Saben ya lo que van a querer? – interrumpió el maître, que apareció
casi de la nada y me provocó un micro infarto que me hizo dar un respingo
sobre el asiento mientras me llevaba inconscientemente la mano al costado
derecho en busca de un revólver inexistente. ¿Cuándo conseguiría quitarme
ese gesto?
– Sí, lo sabemos – contestó Ale tras dirigirme una mirada interrogativa a la
que yo respondí asintiendo levemente con la cabeza.
Hicimos nuestros pedidos e iniciamos una conversación animada que,
contrariamente a lo que podría esperarse para una primera cita, no decayó
en momento alguno. El local, iluminado por velas dispuestas de forma
estratégica por las mesas y ambientado con una música suave, destilaba una
atmósfera tranquila y romántica que inducía a relajarse y a beber el vino
blanco que habíamos pedido por recomendación del atento maître.
Al llegar a los postres me sentía a gusto y relajada, y una parte de mi
mente barajaba seriamente la posibilidad de acabar la noche acompañada de
aquella simpática y divertida mujer con la que compartía mesa. Fue
entonces cuando escuché una voz familiar que me hizo mirar a mi alrededor
con gesto de sorpresa en busca de su procedencia. Mi corazón se disparó al
localizar a Verónica sentada a un par de mesas de distancia y acompañada
de una pareja de mediana edad y aspecto elegante que tenían toda la pinta
de ser sus padres. Estaba impresionantemente guapa, con un vestido blanco
de verano que realzaba su bronceado y el pelo recogido en una frondosa
coleta que le caía, ondulante, hasta mitad de la espalda.
– ¿Pasa algo? – preguntó Ale girando un poco la cabeza y siguiendo la
dirección de mi mirada.
– No – negué, dubitativa – es solo que acabo de ver a una… conocida.
– ¿Esa del vestido blanco?
– Esa.
– ¿Y cómo de conocida es…?
– Digamos que bastante, aunque…– me interrumpí sin saber muy bien
cómo continuar – ahora forma parte de mi pasado – agregué obligándome a
retirar la mirada de una Verónica todavía desconocedora de mi presencia
allí.
– ¡Entiendo! – exclamó mi acompañante con expresión comprensiva. – No
tienes del todo mal gusto…
– Lo que no tengo es el don de la oportunidad.
– ¿Por qué lo dices?
– Es una larga historia; quizá te la cuente otro día.
– ¡Como quieras!, pero te aviso de que tu conocida nos acaba de ver y por
poco se queda bizca, aunque ahora trate de disimular.
– ¡Ignorémosla!
– Me parece una idea magnífica…
VERÓNICA.
– Vero, ¡que te estoy hablando!, ¿quieres que compartamos un entrante?
La voz de mi madre llegó hasta mí como un ruido tremendamente molesto
mientras yo fingía leer la carta del menú con atención.
– ¿Cómo dices?
– ¡Niña!, es la tercera vez que tu madre te pregunta lo mismo, ¿estás tonta
o qué te pasa? – intervino mi padre con su habitual sutileza. No era de
extrañar que su apodo en el mundo judicial fuese “el Ogro”. Aquel mote le
iba como anillo al dedo.
– Perdona mamá, estaba distraída mirando la carta – me excusé –. Pide lo
que quieras y compartimos, sí. ¡Y tú, papá, deja de llamarme “niña”, que
tengo casi treinta años!
– Creo que voy a pedir el entrecot de la casa – anunció mi padre ignorando
mi comentario y haciendo una seña al camarero para que se acercara a
nosotros. Yo había perdido el apetito por completo y pedí lo primero que se
me ocurrió tratando con todas mis fuerzas de no mirar hacia la mesa de la
esquina, esa en la que estaba sentada Diana con una rubia bastante guapa
que no dejaba de observarla con gesto embelesado. No me extrañaba. Diana
estaba deslumbrante, he de admitirlo, con su densa melena perfectamente
peinada y esa expresión de confianza en el rostro de quien sabe que su
belleza atrae las miradas ajenas.
Creo que jamás había sentido con anterioridad esa mezcla de tristeza,
enojo y frustración que experimenté en aquellos precisos momentos, ni
tampoco el espantoso nudo en el estómago que amenazaba con hacerme
vomitar todo lo que me entrara por la boca. ¡Dios!, ¿por qué se le había
ocurrido a aquella idiota ir a cenar precisamente allí?, ¿y quién era esa
especie de Barbie de aspecto sexi a la que, por alguna siniestra razón, me
apetecía estrangular con mis propias manos?
La cena se convirtió en una especie de pesadilla en la que mis padres no
dejaban de hablar tratando de integrarme en una conversación que ni me
importaba ni era capaz de seguir. Toda mi atención se centraba, muy a mi
pesar, en lo que ocurría a un par de mesas de distancia.
Me sorprendió la indiferencia que Diana demostraba hacia mí, pues no se
dignó a mirar ni una sola vez hacia donde yo me encontraba. ¿Podría ser
que no me hubiese visto? No, imposible. Aquella estúpida sabía de sobra
que yo estaba allí, por supuesto. Admito que su actitud me afligía, aunque
más me dolía cada vez que la veía reír divertida por los comentarios de la
rubia. ¡Condenada Barbie!, ¡ojalá se la llevaran los demonios!
– ¡Vero!, ¿no te gusta la ensalada? – inquirió mi madre interrumpiendo por
un momento el hilo de mis envenenados pensamientos. ¿Qué me estaba
pasando? – ¡Te has dejado la mitad!
– No tengo mucha hambre esta noche.
– ¡Tonterías! – exclamó mi padre señalando con el tenedor mi plato con
gesto autoritario – ¡Haz el favor de comer, que estás delgadísima! No sé qué
os pasa a las mujeres hoy en día con la comida. ¡Tanta obsesión con el
pollo, la ensalada y el gimnasio no puede ser buena!
– Claro, es mejor hacer como tú y echar barriga, papá, ¡di que sí! –
contraataqué volcando mi ira sobre él, que me observó con gesto
contrariado antes de replicar:
– ¿Se puede saber qué te pasa esta noche? No abres la boca salvo para
decir sandeces.
– No me pasa nada, solo estoy un poco cansada. Esta semana he tenido
mucho trabajo.
– No me extraña, ¡con ese trabajo de infierno que tienes!
– ¡Fernando!, no empieces otra vez con eso, por Dios, ¡mira que eres
pesado! – le recriminó mi madre con una mirada asesina. – ¡Tengamos la
fiesta en paz!
– Es verdad, papá, tienes una manía persecutoria con ese tema de hacértelo
mirar – apuntalé yo colocando el cuchillo y el tenedor en paralelo sobre mi
plato y apartándolo ligeramente de mí. Apenas había probado bocado, pero
mi estómago, en clara rebeldía, me impedía comer más.
– ¡Está bien, está bien! – cedió mi padre levantando las palmas de la mano
en señal de rendición antes de concentrarse nuevamente en terminar su
espléndido entrecot a la pimienta – No diré nada más sobre ese tema. Si te
empeñas en trabajar en algo mal pagado y que, encima, es para hombres,
¡allá tú!
– ¡Fernando!
– ¡Menos mal que lo ibas a dejar ya, papá!
– Como quieras, ¡cambiemos de tema entonces! – dijo fijando su mirada
en mí con expresión pensativa durante unos instantes – Tu madre y yo nos
preguntamos si estás saliendo con alguien aquí…
¡Jesús!, casi prefería volver al tema de mi carrera profesional. ¿Qué
diablos estaba pasando aquella noche?, ¿por qué el universo parecía
confabularse contra mí?
– Pero si ya le dije el otro día a mamá que no – aclaré con voz cansina sin
poder evitar que mis ojos se desviaran, de nuevo, a la mesa del rincón.
– Ya, pero conmigo no lo has hablado, ¿no estás con nadie, entonces? –
insistió él con gesto intrigado antes de llevarse el último trozo de su bistec a
la boca.
– ¿Otra vez?, ¡que no!
– Pero si estuvieses con alguien, ¿sería con un hombre o una mujer? –
continuó mi padre con aquel improvisado interrogatorio, incapaz de
abandonar la esperanza, quizá, de que en algún momento pudiera volver al
redil de la siempre ortodoxa heterosexualidad.
– Fernando, ¿quieres dejar de preguntar tonterías? – intervino mi madre en
tono agrio acudiendo a mi rescate. – Ya sabes que a Vero le gustan las
chicas.
– Bueno, yo solo preguntaba. ¡Lo mismo había cambiado de opinión!
– Es cierto, papá, ¿quién sabe? ¡Lo mismo tú también cambias de opinión
y te empiezan a gustar los hombres! – dije con bastante mala idea y
consiguiendo que a mi padre se le fuera el trago de agua por el lado malo y
comenzara a toser, atragantado, sin dejar de lanzarme miradas furibundas.
Deseé que aquella especie de tortura culinaria terminase cuanto antes para
poder irme a casa, encerrarme en mi habitación y rumiar la rabia que se
había adueñado de mi persona desde el mismo momento en el que había
divisado a Diana acompañada por esa rubia peligrosamente atractiva.
Siempre he detestado los celos, tanto los propios como los ajenos, pero he
de admitir que aquella presión que sentía en mitad del pecho impidiendo al
oxígeno llegar con normalidad a mis pulmones era nueva para mí.
Estuve a punto de fingir un repentino dolor de cabeza para evitar los
postres y acelerar la cena, pero cuando vi que Diana se levantaba de su
mesa y se disculpaba con su acompañante para dirigirse a los lavabos, me
faltó tiempo para excusarme a mi vez con mis padres y seguirla hasta el
fondo del restaurante.
La encontré apoyada contra uno de los lavabos en actitud relajada, como si
estuviera esperando tranquilamente mi llegada. Aquello me enfureció aún
más. Odiaba ser tan previsible, sobre todo ante ella.
– ¡Hola! – saludó con una sonrisa burlona en cuanto cerré la puerta de los
aseos a mis espaldas.
– Hola – le devolví el saludo en un tono de voz algo fúnebre y
agradeciendo internamente que no hubiese nadie más en los lavabos en esos
momentos.
– No sabía que te gustara este restaurante.
– En realidad es la primera vez que vengo, pero mis padres habían oído
hablar del sitio y les apetecía venir – aclaré acercándome a ella un par de
pasos, pero sin dejar de mantener una prudente distancia.
– Te pareces a ellos… Tienes un aire a ambos.
– No sé si eso es bueno o malo.
– ¿Cómo estás? – inquirió entonces ignorando mi comentario y sin dejar
de mantener un contacto visual conmigo, intenso y directo, bastante
incómodo.
– Bastante bien – contesté obligándome a mantenerle la mirada sin apenas
pestañear. – ¿Y tú?, te veo bien acompañada – agregué tratando de indagar
sobre lo que me llevaba martirizando durante toda la cena.
– Estoy bien también… – respondió ella ladeando ligeramente la cabeza
sin dejar de examinarme, como si quisiera valorar con atención mi reacción
a sus palabras.
Yo permanecí inmóvil unos segundos a la espera de que ella dijera algo
más, pero no lo hizo. Su actitud fría y burlona me inducía a pensar que
estaba disfrutando del momento, aunque, en el fondo, ¿quién era yo para
reprocharle que me hubiese sustituido tan exitosamente en tan corto espacio
de tiempo? Ni era su novia ni lo pretendía ser, por lo que nada que decir.
Aun así, la odié con toda mi alma mientras sentía que la adrenalina se
desplazaba con fuerza por mi corriente sanguínea.
Me lavé las manos tratando de aparentar indiferencia y abandoné los baños
no sin antes despedirme con un seco “buenas noches”. Después regresé a mi
mesa y terminé la cena obligándome a no mirar más allá del metro cuadrado
que me rodeaba. Cuando nos trajeron la cuenta, una vez acabados los
postres, no quedaba rastro de Diana ni de la rubia en todo el restaurante.
Volví a casa acompañada de una desesperante sensación de impotencia.
Me dolía la mandíbula de tanto apretarla y tenía ganas de matar a alguien
solo de imaginar a Diana besándose con otra mujer. Tuve el absurdo
impulso de llamarla e interrumpir su cita, pero mi orgullo me lo impidió.
Además, probablemente se encontraría ya en brazos de aquella Barbie de
larga melena, y en lo último en lo que pensaría sería en mí. Debía olvidarme
de ella de una vez por todas.
Me acosté sabiendo a ciencia cierta que aquella noche no pegaría ojo.
DIANA.
– Entonces, ¿seguro que no quieres subir a casa a tomar algo?
La pregunta de Alejandra quedó suspendida en el aire durante unos
segundos mientras yo acariciaba inconscientemente el suave volante del
coche sopesando, por segunda vez, la tentadora proposición.
– Lo siento, no puedo. En otra ocasión, quizá – rechacé de nuevo la oferta,
incapaz de seguir adelante con la cita sin eliminar previamente de la mente
la imagen de una Verónica grabada a fuego en mi retina.
– ¿Tiene algo que ver con la conocida del restaurante?
– Puede ser – admití con voz queda sin querer entrar en detalles.
– Entendido… – musitó ella suspirando con resignación. – Si alguna vez
cambias de idea, ¿me llamarás?
– Por supuesto.
– Pero no tardes mucho, ¿vale? – dijo entonces tomándome de la barbilla
para depositar un suave beso sobre mis labios que me pareció más fraternal
que otra cosa. Después salió del coche cerrando la portezuela del copiloto
con exquisito cuidado y entró en el portal de su casa sin mirar atrás. Yo la
seguí distraídamente con la mirada hasta que desapareció de mi campo
visual y permanecí unos minutos reflexionando antes de decidirme a
materializar la idea que llevaba un buen rato rondando por la cabeza.
Escribí la dirección de Verónica en el sofisticado navegador del vehículo y
arranqué el motor para incorporarme al escaso tráfico nocturno. Nunca
había estado en su casa y dudaba mucho de que fuese buena idea aparecer
así, sin avisar y a esas horas de la noche, pero comprendí que ya nada ni
nadie podría hacerme cambiar de idea. Necesitaba hablar con ella y
averiguar si la actitud distante y apática con la que me había tratado durante
el breve diálogo mantenido en los lavabos del restaurante era real o, por el
contrario, no era más que una pose con la que esconder sus verdaderos
sentimientos hacia mí. ¿Le había molestado verme en compañía de
Alejandra? Intuía que sí, aunque ¿se trataba de pura vanidad o había algo
más? Una incógnita más que resolver.
Tardé menos de quince minutos en llegar al edificio de piedra blanca
donde vivía la subinspectora y aparcar el coche en la acera de enfrente. El
aire estaba impregnado de una temperatura suave y agradable, y los escasos
peatones que paseaban por la calle eran, en su mayoría, veinteañeros
ruidosos en busca de fiesta. Un hombre con gesto somnoliento salió en ese
momento del portal y yo aproveché para colarme dentro tras saludar con un
formal y correcto “buenas noches”.
Subí las escaleras hasta la tercera planta y me tomé un tiempo antes de
decidirme a llamar al timbre del piso de la izquierda tras recordar aquel dato
del expediente que en su momento leí sobre Verónica. Esperaba que mi
memoria no me fallase, pues equivocarme de casa a aquellas horas de la
noche no parecía del todo buena idea, desde luego.
Esperé unos segundos en medio de un silencio sepulcral. El aire parecía
llenarse de pura expectativa mientras mis pulsaciones se aceleraban. ¿Cómo
reaccionaría Verónica ante aquella inesperada visita? Las dudas me
carcomían. Por un instante consideré que la vida atesoraba grandes
paradojas, pues ahí estaba yo, con el corazón en un puño por una cuestión
puramente emocional que en otro tiempo hubiese considerado del todo
banal. ¿Dónde estaba la Diana de sangre fría y nervios de acero que se
había enfrentado a peligros tan reales como la cárcel, la traición, la tortura o
incluso la muerte? Admito que en esos momentos la eché de menos.
Unos pasos acercándose al otro lado de la puerta interrumpieron el hilo de
mis pensamientos. De inmediato recoloqué la postura al tiempo que me
forzaba a esbozar una sonrisa cautivadora.
Esperaba no tener que irme de allí con el orgullo dañado y el corazón roto.
VERÓNICA.
¿Se puede saber quién diablos llamaba al timbre de mi casa a la una y
media de la madrugada?, ¿sería otra vez la vecina del cuarto, requiriendo mi
ayuda para controlar al descarado adolescente que tenía por hijo? El hecho
de que los vecinos supiesen que era subinspectora de policía tenía sus
inconvenientes, desde luego.
Avancé descalza por el estrecho pasillo del piso agradeciendo, en el fondo,
la aparición del inesperado visitante. Me empezaba a cansar de dar vueltas
por la cama intentando conciliar un sueño que, rebelde, se resistía a llegar.
Aproximé el rostro cautelosamente contra la mirilla de la puerta principal y
mi sorpresa fue monumental. Abrí la puerta, todavía perpleja, para
encontrarme cara a cara con una Diana que me miraba con una sonrisa
perversa, como si no tuviese la más mínima duda de que el insomnio que
me dominaba fuese por su causa.
– ¿Qué haces aquí…? – pregunté tras obligarme a reaccionar y
apartándome un poco para permitirle la entrada.
– Bueno, conducía de regreso a casa y he pensado en hacerte una visita –
respondió con aplomo, como si el hecho de venir a verme a esas horas
intempestivas, después de haber estado haciendo vete tú a saber qué con la
Barbie aquella, fuese lo más normal del mundo.
– ¿A estas horas?
– Tampoco es tan tarde…
– ¿Y tu amiguita?, ¿te ha dado calabazas o qué? – inquirí tratando de que
la ira que comenzaba a bullir en mi interior no se reflejara en mis palabras.
Jamás había protagonizado una escena de celos y no quería, bajo ningún
concepto, que aquella fuese la primera vez.
– ¡En absoluto! – negó alzando las cejas en un gesto bastante chulesco que
consiguió irritarme todavía más. – Pero no es ella quien en verdad me
interesa… – matizó a continuación, consiguiendo que mi corazón empezase
a bombear sangre a un ritmo frenético.
– Ah, ¿no?
– Sabes que no.
¿Cómo se suponía que debía actuar? Pensé en algo ocurrente que decir,
pero mi cerebro parecía por completo paralizado, ocupado tan solo en
apreciar, una vez más, la extraordinaria armonía del rostro de la colombiana
y el pestañeo grácil y lento con el que parecía ocultar al resto de los
mortales un secreto conocido solo por ella.
– ¿A qué has venido exactamente, Diana? – pregunté entonces tras
recolocarme la camisa del pijama con calma, como si su presencia no me
afectara lo más mínimo.
Ella se aproximó peligrosamente hacia mí antes de decir:
– ¿Tú qué crees…?
Estábamos tan cerca que podía aspirar el olor de su cuerpo,
seductoramente familiar, lo que me provocó una violenta sacudida interior
que traté por todos los medios de ignorar. Ella debió de percibirlo de alguna
manera, pues me dedicó una sonrisa cautivadora que amenazó con derretir
el poco autocontrol que aún conservaba. Deseaba besarla como el que
anhela beber de una jarra de agua fresca tras un largo periodo de tiempo
atormentado por la sed, pero la imagen de la rubia, todavía fresca en mi
memoria, consiguió detener mis impulsos durante unos segundos más.
– No creo que esto sea buena idea…– susurré. Notaba el calor de su
aliento sobre mi cara como una caricia suave y enloquecedora.
– Pues a mí me parece una idea increíblemente buena – respondió ella,
susurrando también, tras fijar la vista en mis labios con expresión de deseo.
Por un instante maldije mi incapacidad para resistirme a los innegables
encantos de aquella discípula de Belcebú, pero después, incapaz ya de
silenciar por más tiempo mi propio anhelo, la agarré con fuerza de las
muñecas y la atraje hacia mí cegada, a partes iguales, por la rabia y el
deseo. Ella no opuso resistencia; sencillamente se dejó llevar, apretándose
contra mí hasta fundirnos en un beso intenso que pronto se convirtió en una
danza armoniosa con vida propia.
Minutos después la guie hacia el dormitorio sin separar mi boca de la suya
mientras nos quitábamos la ropa con urgencia desesperada; cuando la
empujé contra la cama de un movimiento brusco, ya estábamos desnudas de
cintura para arriba. La habitación destilaba puro fuego y el aire que
respirábamos se impregnaba de una sensualidad apabullante.
Por un momento nos detuvimos a miramos a los ojos con complicidad,
como si de alguna manera quisiéramos ralentizar la experiencia. Su mirada
brillaba bajo la suave penumbra de la noche y sus labios se entreabrían en
un gesto lleno de voluptuosidad. Era la imagen más sexi que había visto en
toda mi vida.
Terminamos de desvestirnos sin dejar de acariciarnos, explorando
mutuamente cada rincón y cada curva de nuestros cuerpos. Presionábamos
los labios con fuerza, liberando una pasión apenas contenida y sin intención
de disimular el sentimiento de posesión que nos invadía. Al tenderme sobre
ella, apreté las caderas contra su cuerpo enredando mis piernas entre las
suyas. Enseguida sentí la humedad de su sexo bajo mi muslo y comenzamos
a movernos a un ritmo inicialmente lento que se fue intensificando a
medida que pasaban los segundos. Cuando me aparté lo justo para posar la
mano en su entrepierna y alcanzar a tocarla, ella aprovechó para imitar mi
gesto.
– Veo que tenías ganas de verme… – comenté en tono socarrón con una
sonrisa.
– Te podría decir lo mismo – respondió sosteniéndome la mirada tras
soltar una breve carcajada que se me antojó lo más seductor que podría
escuchar a este lado del hemisferio.
La acaricié con suavidad, primero por fuera, con movimientos circulares y
lentos, hasta que hice resbalar mis dedos dentro de ella. Notaba su
respiración cada vez más agitada, lo que me transmitía una extraña
impresión de dominio y de íntima posesión que me hizo querer más.
Comprendí que, de alguna forma, necesitaba sentir que era mía.
– Necesito más… – susurró ella con voz ronca en una muda súplica que
contribuyó a humedecer más, si eso era posible, la zona de mi entrepierna.
Yo obedecí sin detener el movimiento de mi mano, descendiendo por su
cuerpo y dejando un reguero de besos hasta llegar a su pubis. Ella se
retorció de placer al notar la calidez de mi lengua en su zona íntima,
atrayéndome con delicadeza hacia sí con las manos enredadas en mi pelo.
Las sutiles indicaciones que me daba presionando con sus dedos finalizaron
con una serie de largos espasmos tras alcanzar el clímax.
Todavía con la respiración agitada, y sin haberme dado casi tiempo a
reubicarme a su lado, Diana buscó mi boca con la suya mientras colaba la
mano entre mis muslos. Después introdujo el dedo corazón en mi interior de
un movimiento firme y delicado que me hizo liberar un gemido
involuntario. La excitación acumulada me jugó una mala pasada y, casi sin
poder evitarlo, me abandoné a un orgasmo intenso y descontrolado al
tiempo que ella presionaba su mano contra mi sexo en un intento de
prolongar el momento.
– ¿Ya...? – preguntó Diana arqueando una ceja en ademán burlón.
– Sí, ¡ya! – admití – pero que no se te suba demasiado a la cabeza, ¡me has
pillado desprevenida! – bromeé acariciándole el puente de la nariz.
– ¡Ya! La culpa es de la logística… Intentaré llamar antes la próxima vez –
ironizó atrapando mi mano para besar una por una las yemas de los dedos.
Podía vislumbrar su sonrisa, franca y deslumbrante, a pesar de la penumbra
que inundaba la habitación y, por un instante, deseé detener el tiempo y
congelar ese momento en el que nos mirábamos con fijeza compartiendo un
silencio solemne, ajenas al mundo exterior. Fue entonces cuando, quizá por
primera vez, me planteé con franqueza la cuestión que tantas veces había
eludido en los últimos tiempos: ¿estaba enamorada de Diana Salazar?
Puede que fuese hora de dejar de negar lo evidente y admitir que la
respuesta a mi pregunta era un rotundo sí.
Aquella innegable y reciente certeza me llevó a considerar una nueva
cuestión: ¿estaría Diana también enamorada de mí?
Quizá solo me viese como un capricho curioso, una anécdota que recordar
dentro de su devenir amoroso. Reconozco que semejante posibilidad me
provocó una incómoda presión en el pecho que me hizo remover inquieta
en el sitio hasta que ella me abrazó amoldando su cuerpo al mío. ¡Dios,
mío!, ¿dónde me estaba metiendo? Además ¿qué tipo de pareja
formaríamos?, ¿la recién nombrada subinspectora de policía del
departamento de narcóticos y la extraficante retirada, o eso quería hacerme
creer, pero nunca arrepentida de su pasado? Parecía el argumento de una
telenovela de bajo coste.
Permanecimos unos minutos en silencio mientras yo analizaba la espinosa
cuestión desde distintas perspectivas y exploraba sus posibles
implicaciones. Dudaba mucho de que en un futuro pudiese llegar a sentir
algo de semejante intensidad, sin mencionar que no me veía capaz de
librarme de la ambivalencia emocional en la que me había instalado, con
aquellos sentimientos tan contradictorios y descontrolados.
– ¿En qué piensas? – inquirió Diana con expresión intrigada.
– En nada – mentí – no pienso nada – reiteré, incapaz de compartir unos
pensamientos que me costaba asimilar.
Ella fijó la vista en el techo con el ceño ligeramente fruncido, como si
también estuviese lidiando con una idea especialmente inquietante. Por un
momento cogió aire como si fuese a decir algo, pero no llegó a pronunciar
ni una sola palabra. En su lugar, se acurrucó en mi pecho y yo la rodeé con
mis brazos para luego quedarnos profundamente dormidas.
DIANA.
Las persianas a medio cerrar del dormitorio permitían que la luz del sol se
filtrase con sutileza al interior, creando un juego de sombras y destellos
dorados que danzaban sobre las paredes convirtiendo la estancia en un
refugio tranquilo del que no me apetecía, ni muchísimo menos, escapar.
Llevaba un rato sentada a los pies de la cama observando dormir a
Verónica y sin pensar en otra cosa más que en la increíble firmeza de la
línea de su mandíbula, la expresión de abandono de su rostro o el contorno
de su cuerpo desnudo bajo las sábanas. Cuando me sentí incapaz de resistir
más tiempo sin tocarla, me acerqué a ella gateando sobre la cama hasta
besar su cuello con toda la delicadeza de la que fui capaz. Ella tardó unos
segundos en abrir los ojos y enfocarlos hacia mí con expresión somnolienta.
– Buenos días… – susurró esbozando una sonrisa perezosa.
– Buenos días.
– Soñaba que una mujer perversa llamaba a la puerta de mi casa en plena
noche para colarse en el interior y arrastrarme hasta la cama a hacerme todo
tipo de actos licenciosos.
– ¿Actos licenciosos? – repetí soltando una carcajada y apartándole un
mechón de pelo rebelde del rostro.
– Sí, muy licenciosos.
– ¿Y tú no colaborabas en ellos?
– ¡En absoluto! Yo no era más que una víctima inocente – aclaró ella
acariciando mi barbilla con gesto cariñoso.
¡Que todos los días del resto de mi vida comenzaran así, por favor!
Abrí la boca para realizar una contrarréplica ingeniosa, pero el sonido del
timbre proveniente de la entrada del apartamento me lo impidió.
– ¡Dios, debe de ser mi padre! – exclamó Verónica con voz alarmada antes
de levantarse de un salto de la cama y rebuscar entre su ropa para ponerse lo
primero que encontró a mano. – ¿Qué hora es?
– Las diez y media pasadas – respondí comenzando a vestirme también de
forma apresurada y sintiéndome como una adolescente a la que han pillado
en falta. – ¿Se puede saber qué demonios hace tu padre aquí a estas
horas…?
– A veces viene para hacer running conmigo por la playa. ¡No me
acordaba de que habíamos quedado hoy! – explicó cogiendo nerviosamente
un cepillo de la cómoda y pasándoselo por el pelo en un vano intento de
poner en orden su desordenada cabellera, muy perjudicada por el encuentro
de la noche anterior. – ¡Esto me pasa por meterme con su barriga!
– No me preguntes por qué, pero no me imaginaba a un juez haciendo
deporte… – bromeé tratando de relajar el ambiente y maldiciendo por lo
bajo al inoportuno papaíto. Aún no lo conocía, pero ya le estaba empezando
a coger manía.
– Ahora me arrepiento de haberle animado a hacerlo – se lamentó ella
calzándose unas zapatillas de running. – Lo mejor es que intente librarme
de él. Tú espera aquí, que ahora vuelvo – agregó antes de salir de la
habitación cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.
Cuando regresó, minutos después, se encontró el cuarto algo más recogido
y la cama hecha. Yo había aprovechado también para terminar de vestirme
y, de paso, curiosear un poco por la habitación tratando de conocer un poco
más a fondo a mi anfitriona.
– Le he dicho que se vaya adelantando, que iré en un rato – me informó en
tono de disculpa tras introducir las manos en los bolsillos traseros del
pantalón con ademán inquieto. Su lenguaje corporal revelaba una distancia
emocional que no estaba minutos antes. ¿Qué demonios había pasado? De
nuevo renegué para mis adentros de aquel condenado juez y de su nefasta
idea de aparecer por allí para arruinarme la mañana.
– No te preocupes, yo también tengo cosas que hacer– mentí adoptando un
tono despreocupado y esperando que fuese ella quien plantease la
posibilidad de vernos más tarde.
– ¿Quieres desayunar algo antes de irte? – ofreció sin mucho
convencimiento. La conexión afectiva de la noche anterior había
desaparecido por completo, como si una barrera invisible hubiese surgido
de la nada dividiendo en dos mitades el espacio de aquella habitación. ¿Por
qué se comportaba con tan repentina frialdad?
– No, no tengo hambre – contesté sin faltar un ápice a la verdad. De pronto
sentía el estómago un poco revuelto. – Mejor me voy a casa…
– Espera, te acompaño.
Me dirigí a la puerta principal sin añadir palabra, preguntándome si lo
ocurrido la noche anterior no habría sido más que un espejismo absurdo.
Aquella estúpida pretendía dejarme ir sin intentar aclarar antes la situación
en la que nos encontrábamos.
– ¿De verdad vas a dejar que me vaya así…? – no pude evitar inquirir
finalmente tras girar el cuerpo para encararla con gesto de sorpresa.
– ¿Así cómo? – preguntó ella removiendo los hombros con nerviosismo,
como si de pronto no tuviese ni idea de cómo manejar la situación.
– ¡Señor, dame paciencia! – exclamé fijando por un instante la vista en el
techo con desesperación. – Vamos a ver, guapita, ¿a ti qué demonios te
ocurre? – agregué, furiosa – ¿te despiertas acariciándome la cara para
después invitarme, sutilmente, a que me vaya de tu casa?
– No te estoy invitando a que te vayas – respondió ella desviando la
mirada.
– ¡Ya! – exclamé con cierto retintín –. Y lo de anoche, ¿significa algo para
ti?
– Yo no te pedí que vinieras…
– No te he preguntado eso – insistí. Necesitaba respuestas, y las necesitaba
ya. La noche anterior había estado a punto de sincerarme y revelar mis
sentimientos hacia ella, pero mi instinto, o quizá el miedo al rechazo, me lo
impidieron. Debería haber sacado el tema entonces, en la complicidad de la
cama, y no en mitad de aquel recibidor repleto de tensión.
Ella meditó por un momento su respuesta antes de admitir con un suspiro
de resignación:
– Sí, significa algo, por supuesto. Como comprenderás, no me voy
acostando con cualquiera.
– Bien – respiré con alivio. – Entonces, ¿qué te parece si me explicas, de
una vez por todas, lo que sientes hacia mí? – inquirí incapaz ya de
guardarme durante más tiempo aquella dichosa pregunta que tanto me
atormentaba.
– No se trata de lo que sienta o deje de sentir hacia ti, se trata de lo que
puedo, o no, permitirme tener contigo.
– ¿Siempre has tenido esa manía de no contestar a lo que se te pregunta?
– Solo cuando la pregunta es inconveniente – replicó cruzando los brazos
con un aire desafiante que, admito, me irritó. Me recordaba a un hermoso
felino que, acorralado, se prepara para atacar. Sus ojos, por lo general
expresivos y radiantes, poseían un matiz más oscuro, con las pupilas
ligeramente contraídas. Su mandíbula, tensa, revelaba un enfado que quizá
fuese más contra sí misma que contra mí. A pesar de ello, su atractivo era
innegable; era como si la intensidad de sus emociones añadiera una capa
adicional de complejidad a su belleza, creando un contraste intrigante entre
la furia y la elegancia.
– ¿Y se puede saber por qué es inconveniente esa pregunta?
– Oh, vamos, ¡Diana!, lo sabes perfectamente. Tú y yo jamás
podríamos…– se interrumpió por un instante, como si no supiese muy bien
qué palabras utilizar con exactitud – tú y yo jamás podríamos tener algo
serio, y lo sabes – concluyó frunciendo el ceño con expresión de
determinación.
– Nunca te he pedido matrimonio, que yo sepa – repliqué en un tono
burlón que incluso a mí me sonó ofensivo – ¡No te hagas ilusiones!
– Tranquila, ¡nunca he esperado eso! – contestó ella con una chispita de
furia en los ojos. ¿Le había molestado mi comentario? Apostaría a que sí. –
¿Qué es lo que quieres de mí, Diana?
– De momento me valdría con un poco de sinceridad por tu parte… –
respondí suavizando el tono y relajando los hombros – Olvídate por un
momento de mi apellido y mi pasado. Soy Diana, simplemente Diana. Con
honestidad, ¿qué sientes por mí?
Ella no contestó de inmediato. Fijó la vista en el suelo con gesto pensativo
durante unos segundos antes de decir:
– ¿Sabes?, nunca me has parecido una mujer a la que le preocupen
demasiado los sentimientos, ni los propios ni los ajenos.
– Las apariencias, a veces, engañan.
– Sí, pero otras veces no, y lo que se ve, es lo que hay.
– ¿Qué me quieres decir con esto…?
– No es tan difícil de entender. Has mencionado la palabra honestidad,
¿acaso sabes lo que significa?
– Quizá tú podrías enseñarme su significado, ¿quién mejor para hacerlo
que toda una agente de la ley? – repliqué enarcando las cejas con gesto
socarrón. Aquella estúpida me estaba empezando a poner nerviosa. Intuía
que sus sentimientos hacia mí eran más profundos de lo que dejaba
entrever, ¿tan importante era aquel rancio código moral por el que se regía y
que le impedía relacionarse conmigo con un poco de normalidad?
– No deberías burlarte de según qué cosas…
– Es que me empiezo a cansar de según qué cosas.
– Ese no es mi problema, aunque, ¿sabes lo que en verdad me gustaría?
– ¡Ilumíname, por favor!
– Me encantaría poder retroceder en el tiempo y que te convirtieses en otra
persona – dijo en tono reflexivo, como si no fuese la primera vez que
tuviese aquel extraño pensamiento – pero sé que eso es imposible – añadió
con un gesto de derrota que me exasperó.
– Creo que fue Homero quien dijo aquello de “dejemos que el pasado sea
solo eso: pasado”
– Me temo que no es tan fácil en este caso.
– A veces nos empeñamos en ver difícil lo que, en el fondo, no lo es tanto.
Ella apartó la vista de mi rostro para fijarla con atención en el anillo que
siempre llevaba en el dedo anular de la mano derecha, como si de pronto
hubiese algo fascinante que observar allí. Después, propuso con cierta
timidez:
– Quizá podríamos seguir viéndonos de vez en cuando, sin compromisos
ni complicaciones, y sin esperar nada más...
Admito que la oferta me resultó tentadora. La posibilidad de tener a
Verónica entre mis brazos, aunque fuese de aquella manera ocasional que
me proponía, me parecía infinitamente mejor que olvidarme de quien, para
mi desgracia, se había convertido en el objeto de mis anhelos más secretos.
Valoré la propuesta a toda velocidad mientras ella esperaba mi respuesta
con expresión intrigada, aunque la repentina sensación agridulce que se
apoderó de mí hasta impregnar cada partícula de mi cuerpo me empujó a
rechazarla con firmeza.
– Me conoces lo suficiente como para saber que soy una persona de todo o
nada.
– ¡Como quieras! – exclamó ella removiéndose inquieta en el sitio y
cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. Sus labios, que normalmente
se curvaban con gracia, se fruncían en un gesto que revelaba cierto
desconcierto. – Que sea nada, entonces.
– Muy bien, que sea nada – acepté con un sabor amargo en la boca – Lo
mejor es que me vaya – anuncié a continuación con contundencia. Mis
palabras resonaron con fuerza en el aire, rellenando el espacio existente
entre ambas. Aquello tenía toda la pinta de ser una despedida definitiva y,
por un efímero instante, me arrepentí de no haber aceptado sus condiciones,
pero mi orgullo, o quizá mi instinto, me contuvieron. Siempre he pensado
que para ganar al ajedrez es necesario sacrificar algunas piezas, aunque en
aquella ocasión tenía serias dudas de salir airosa de tan extraña partida.
– De acuerdo – asintió abriéndome educadamente la puerta y retirándose
un paso hacia atrás para permitirme el paso. – Dile a Paula que…– se
interrumpió con expresión dubitativa – ¡déjalo!, mejor no le digas nada.
Yo comprendí que no tenía intención de ver a la niña de nuevo, y creo que
fue aquel detalle lo que me desmoronó. El nudo formado en la base de mi
estómago amenazó con salir por la garganta, razón por la que me fui de allí
con toda la entereza de la que me vi capaz, bajando las escaleras de dos en
dos hasta llegar a la calle.
El fresco aire matutino me ofreció un alivio inmediato mientras que el
cielo, iluminado por un sol radiante, me recordó la amplitud de un mundo
que iba mucho más allá de todo lo que se pudiese relacionar con aquella
imbécil integral y su odioso sentido del honor.
Me dirigí al coche con la cabeza en plena ebullición. Cada uno de mis
pasos resonaba con fuerza en mis oídos enfatizando la introspección del
momento. Necesitaba tiempo. Tiempo para pensar y, sobre todo, tiempo
para olvidar. Siempre me había gustado ser la autora de mi propia historia y
así debía volver a ser.
Conduje con los ecos del rechazo resonando en mi mente como un mantra
caprichoso y molesto. Cada recuerdo compartido y cada palabra
pronunciada se volvieron una dualidad dolorosa de lo que podría haber sido
y lo que nunca llegaría a ser. ¿Cuándo diablos se me había ocurrido la
absurda idea de enamorarme?, aunque ¿acaso una puede negarse a caer en
esa especie de abismo emocional llamado amor? Me temía que no.
Recorrí los últimos kilómetros que quedaban hasta llegar a mi casa
escuchando a todo volumen “Unstoppable” de Sia.
Una canción muy adecuada para aquel momento, sin duda.
CAPÍTULO 24.
Mes y medio después.
VERÓNICA.
– ¡Vero!, ¿quieres otra copa? – la voz de Adrián, un tipo alto y de sonrisa
contagiosa recién incorporado a la brigada, llegó a mis oídos a pesar del
volumen de aquella música atroz capaz de destrozar los tímpanos de todo
ser viviente con un mínimo de sensibilidad. De nuevo me pregunté qué
pintaba yo en aquel garito de mala muerte al que mis compañeros iban cada
viernes por la noche a revivir, una y otra vez, aquella especie de
competición para ver quién era capaz de beber más cerveza, contar los
peores chistes o trasnochar más.
– Claro, ¿por qué no? – contesté jugueteando con el vaso en el que apenas
quedaba ya algo del líquido ambarino que alguien, no recordaba quien, me
había traído hacía ya un buen rato. Sabía que al día siguiente tendría una
resaca de caballo, pero aquella noche, por algún motivo del todo
desconocido, me apetecía beber hasta perder el control.
– ¡No puedo creer que el nuevo también esté colado por ti! – exclamó Mel
en tono rencoroso sin dejar de observar con descaro el trasero del chico, que
se alejaba hacia la barra tras dedicarme una mirada conquistadora a la que
apenas presté atención.
– Te lo regalo… – concedí, magnánima, tratando de acomodarme lo mejor
posible en aquella especie de sofá destartalado al que me había arrastrado
mi amiga para conversar a solas sin la constante intromisión del resto de
compañeros, algo subidos de alcohol a aquellas horas de la madrugada.
– ¿Vas a estar mucho más tiempo así?
– Así, ¿cómo?
– ¡Así de insoportable! – aclaró propinándome un pequeño empujón en el
hombro – Llevas toda la noche soltando impertinencias. Menos mal que la
mayoría está como una cuba y mañana apenas se acordarán de nada. ¿Se
puede saber que mosca te ha picado?
– No me ha picado nada – negué sin demasiada convicción.
– Oh, ¡venga ya, Vero! No es solo hoy. Llevas todo el verano muy
irritable… ¿tiene Diana algo que ver en ello?
– ¡Por supuesto que no tiene nada que ver! – repliqué de inmediato sin
poder evitar una chispita de furia en mi tono de voz. – Además, te he dicho
varias veces que no quiero hablar de ella.
– No veo yo que te funcione mucho esta técnica de obviar su existencia.
Sigues pensando en ella, ¡reconócelo!
– Te equivocas – mentí apartando la mirada de los ojos de mi amiga que,
inquisitivos, parecían taladrarme la cabeza en busca de la verdad.
– Entonces, ¿por qué no puedo ni mencionar su nombre sin que te
moleste?
– Porque no me interesa su vida para nada.
– ¡No te lo crees ni tú! – exclamó Mel soltando una risita burlona de lo
más irritante.
– Además, prefiero no tener nada que ver con delincuentes profesionales,
por muy ricos y atractivos que sean – aclaré con cierta malicia. Sabía de
sobra que, contra todo pronóstico, Mel continuaba su idilio con Diego, lo
que hacía que mi amiga tuviese un contacto directo con Diana que, por
alguna razón, me molestaba.
– Eres muy cansina con ese asunto, ¿lo sabías?
– ¡Lo que tú digas!
La llegada de Adrián portando una copa, que me ofreció con gesto solícito,
interrumpió nuestra conversación. Casi mejor.
– Te debo una – dije dedicándole al chico una sonrisa de agradecimiento
antes de dar un breve sorbo a la bebida, que descendió por mi garganta
despertando un calorcillo en el estómago confortable. No me importaba que
estuviese fuerte, pues el alcohol actuaba como un bálsamo temporal que
adormecía aquella sensación de vacío de la que no conseguía liberarme.
– Mejor me debes un baile… – contestó él tomándome de la mano y
tratando de arrastrarme a la pista de baile. Quizá hubiese llegado el
momento de hablar abiertamente en el trabajo de mi orientación sexual. Así
evitaría ciertas situaciones que empezaban a parecerme un tanto incómodas.
– ¡Espera, Adrián!, mejor dentro de un rato – me disculpé zafándome
hábilmente de su mano y sentándome de nuevo en el sofá. – Luego te
busco, cuando me termine la copa, ¡te lo prometo! – mentí con descaro.
El chico me miró con gesto decepcionado antes de recuperar de nuevo la
sonrisa y alejarse de allí sin dejar de observarme de reojo para unirse al
ruidoso grupo de compañeros que charlaban próximos a la barra.
– ¡Dios le da pan al que no tiene dientes! – musitó Mel con gesto de
resignación y haciéndome reír por primera vez en lo que llevaba de noche.
– Confieso que últimamente no me apetece ir a ninguna panadería…
– ¿Por qué no admites de una vez por todas que la echas de menos?
Abrí la boca para negar, una vez más, la mayor, pero algo en la expresión
de mi amiga me hizo cambiar de idea.
– ¿Y de qué me serviría reconocer algo así? – pregunté a regañadientes,
removiendo los hombros con inquietud.
– De entrada, para ser honesta contigo misma.
Yo permanecí unos instantes en silencio mientras mis pensamientos
volaban hacia un lugar distante, lejos de la realidad que me rodeaba, hasta
que la imagen de Diana Salazar emergió en mi conciencia como un
vendaval que todo lo arrasa. Cada detalle de su rostro se presentó con una
claridad apabullante, desde sus ojos de mirada profunda hasta las líneas
suaves de una sonrisa siempre misteriosa. Reconozco que me estremecí.
Hacía tiempo que no me permitía el lujo de pensar abiertamente en ella,
pues cada vez que caía en la tentación me invadía una sensación dolorosa
que tardaba en desaparecer.
– ¡Está bien!, ¿qué sabes de ella? – cedí, por fin, dejando escapar la
pregunta que llevaba tiempo quemando en mi garganta. Desde que Diana
había abandonado mi apartamento, mes y medio atrás, no había vuelto a
tener noticias de ella. Admito que las primeras semanas no dejaba de revisar
el móvil buscando alguna señal de vida por su parte, pero cuando
comprendí que no la iba a recibir, decidí pasar página y olvidarme de una
historia que traía bajo el brazo un sinfín de problemas con los que no me
apetecía lidiar. Otra cosa es que fuese más fácil decirlo que hacerlo, pues el
recuerdo de la colombiana solía transitar libremente por mi mente hasta
aparecer en el momento menos oportuno, consiguiendo mantenerme en un
estado de permanente desazón de lo más fastidioso.
– ¿Qué prefieres, la versión corta o la larga? – inquirió a su vez Mel en
tono socarrón sin dejar de mirar con ojo crítico a un morenazo de anchas
espaldas que bailaba espantosamente mal.
– Empieza por la corta y sigue por la larga – sugerí acomodando con
inquietud la espalda en el respaldo del viejo sofá. ¿Y si Diana estuviese
saliendo con otra persona, como, por ejemplo, con la rubia aquella del
restaurante? Comprendí que una noticia de ese calibre me caería como un
tiro en pleno estómago.
– Bien, para empezar, ha estado un mes de crucero por las islas griegas
muy bien acompañada.
– Acompañada, ¿por quién...? – pregunté con la boca repentinamente seca.
Quizá sería mejor no saberlo, pero la curiosidad era demasiado fuerte como
para resistirme a ella.
– ¡Veo que te interesa la información!
– ¡Solo en su justa medida! – repliqué tratando de adoptar un tono casual
mientras el alcohol ingerido a lo largo de la noche empezaba a rebelarse en
el fondo de mi estómago.
– ¡Claro!, solo en su justa medida – repitió con voz de falsete antes de dar
un trago a su bebida.
– ¡¡Mel!!, ¿me lo vas a decir de una vez?
– ¡Está bien! – exclamó riendo. – Ha estado acompañada por Paula y
Diego, ¿por quién te pensabas? – explicó elevando maliciosamente una ceja
antes de añadir en tono resignado: – A mí también me invitó a ir, pero ya
sabes que no tengo vacaciones hasta dentro de unos días, igual que tú.
Yo inspiré con alivio antes de preguntar:
– Y ahora, ¿está en Mallorca?
Ya me imaginaba que habría estado parte del verano fuera de la isla, pero
pensar que en ese momento podría estar a media hora de distancia en coche
me revolucionó la sangre muy a mi pesar.
– Sí, está aquí – asintió – aunque puede que no por mucho tiempo –
agregó con expresión pensativa.
– ¿Por qué dices eso?
Una punzada de inquietud se deslizó con sigilo en mi conciencia.
– Porque está considerando seriamente la idea de abandonar Mallorca e
irse a vivir a Panamá.
– ¿Panamá… el país?
De pronto sentía dificultad para tragar, como si mi cuerpo respondiera a la
noticia antes de que la mente la procesase por completo.
– ¿Conoces otro Panamá? – inquirió Mel con aire de suficiencia antes de
añadir con fastidio: – Y encima Diego está pensando seriamente en ir con
ella.
Me quedé en silencio, limitándome a observar con gesto distraído las
payasadas que hacían mis compañeros en mitad de la pista de baile mientras
obligaba a mi cerebro a funcionar a toda velocidad. La idea de que Diana
abandonara la isla para no regresar jamás me parecía, de pronto,
deprimente.
– ¿Y bien?, ¿no vas a decir nada al respecto?
– ¿Y qué quieres que diga? No es asunto mío donde vaya o no a vivir
Diana Salazar – repliqué todavía conmocionada por la noticia.
– Quizá podrías hacerle cambiar de idea y evitar que se vaya.
– ¿Y a santo de qué querría yo impedir tal cosa?
– No lo sé, ¡tú sabrás!
De nuevo se hizo el silencio entre nosotras mientras la música, en una
mezcla vibrante y envolvente, se filtraba en el espacio que anteriormente
llenaban las palabras.
– ¿Y tú por qué crees que podría hacerle cambiar de idea? – pregunté, por
fin, encogiendo los hombros en señal de rendición.
– Pura intuición – respondió mi amiga con expresión de seguridad, como
si no tuviese la más mínima duda de la veracidad de su conjetura.
– ¿No tienes algo más fiable que tu intuición?
– Diego es hermético en todo lo relacionado con Diana, si es a lo que te
refieres. No suelta palabra al respecto por mucho que he intentado tirarle de
la lengua varias veces – explicó agitando su copa y fijando la mirada en el
contenido de ésta, como si buscara respuestas o inspiración en el suave
movimiento del licor.
– ¡Juro que no entiendo por qué soy incapaz de olvidarme de ella! –
admití, incapaz ya de seguir negando por más tiempo ante Mel aquella
encarnizada batalla interna existente entre mi mente y mi corazón.
– ¡Veo que por fin lo reconoces! – exclamó ella soltando una risita antes de
mirar al techo juntando las manos en posición de rezo – ¡Aleluya!
– A veces pienso que es una especie de aberración – musité dando otro
sorbo a mi bebida de forma un tanto mecánica y pensando que quizá el
alcohol me estaba empujando a decir tonterías.
– ¿El qué?
– ¿Qué va a ser?, el hecho de que me guste, precisamente, quien representa
todo aquello contra lo que juré luchar: la codicia, la inmoralidad, la
ilegalidad…
– ¡Bienvenida al mundo real, Blanca Nieves! – contestó en tono burlón,
levantando su copa en un brindis imaginario antes de llevársela a los labios.
– Pero te voy a decir algo – dijo a continuación tras acercarse a mí como si
fuera a desvelarme uno de los grandes secretos de la vida. Comprendí que
ella también estaba un poco afectada por el alcohol – ¡Es imposible elegir
de quién nos enamoramos!
– Lo sé – admití a regañadientes, confesando de forma indirecta aquella
idea que tanto tiempo llevaba rechazando pero que se había convertido ya
en una verdad absoluta: estaba completa e irremediablemente enamorada de
Diana.
– Así que… ¡por fin admites que la quieres!
– Creo que es hora de irme a casa – dije ignorando su comentario y
llevándome las manos a la cabeza para masajear las sienes en un gesto
inconsciente. Necesitaba pensar con claridad, y para ello necesitaba
eliminar cuanto antes el alcohol de mi organismo. Una noche de sueño y un
ibuprofeno por la mañana para mitigar la resaca serían suficientes. Después,
ya decidiría qué hacer.
– Antes vas a tener que librarte de Adrián… Ahí viene otra vez a la carga –
anunció Melania observando con una sonrisa divertida al moreno, que se
acercaba con vete tú a saber qué intenciones.
– Chicas, me envían a por vosotras… – anunció en cuanto se acercó lo
suficiente como para hacerse oír por encima de la música.
– Pues vais a tener que arreglaros sin mí, me voy a casa – respondí
levantándome de mi asiento y cogiendo el bolso de un solo movimiento.
– Yo también me voy, estoy cansada y mañana tengo un partido de pádel
por la mañana – intervino Mel levantándose a su vez.
– ¡Un momento! – exclamó Adrián cogiéndome del brazo y acercándome
a él hasta que pude oler su aliento a cerveza. Admito que el gesto me irritó.
– ¿Y mi baile?
– Otro día será – contesté forzando una sonrisa y tratando de librarme de
sus zarpas.
– ¡Mejor hoy! – insistió enseñándome su nívea dentadura con aire
seductor.
– Adrián, cariño – dije acercándome a él hasta casi rozar mis labios contra
su oreja – ¡me gustan las chicas!
– ¿Cómo dices…? – preguntó adoptando una expresión de sorpresa tan
genuina que me hizo sonreír, divertida. Parecía un niño descubriendo el
secreto que envuelve a Santa Claus.
– Que me gustan las chicas… – repetí antes de besar su mejilla y alejarme
de él con gesto decidido. Después agarré a Mel del brazo para arrastrarla
camino a la salida.
– ¿Se puede saber qué le has dicho…? – inquirió mi amiga, intrigada, en
cuanto salimos al aire fresco de la calle. – ¡Menuda cara de bobo se le ha
quedado!
– Que me van las tías – expliqué riendo al tiempo que esquivaba a un
peatón que andaba por la acera con aire despistado. Sabía que el lunes por
la mañana la noticia se habría corrido como la pólvora por todo el
departamento, pero, para mi sorpresa, me daba exactamente igual.
Mel soltó una carcajada apretándome el brazo afectuosamente antes de
proponer:
– ¡Compartamos un taxi! Ninguna de las dos estamos para conducir y, ya
de paso, hablamos de cómo lo vas a hacer.
– ¿Hacer el qué…?
– ¿Qué va a ser? – dijo mirándome como si de pronto me faltase un hervor
– ¡Reconquistar a Diana!
CAPÍTULO 25.
DIANA.
– ¿Juegaz conmigo al Dance?
– Ahora no, cariño, que estoy ocupada. Pregúntaselo a María mejor –
respondí en tono desganado sin apartar la vista de la pantalla de mi portátil.
Buscar una casa apropiada en Ciudad de Panamá no era tan fácil como a
priori había imaginado. De todas las propuestas enviadas por la agencia
inmobiliaria, tan solo una me gustaba, aunque tampoco me terminaba de
convencer del todo. Al final, me iba a ver obligada a ir en persona para
elegir sobre el terreno.
– ¡Ella no zabe bailar! – replicó Paula torciendo el gesto y cruzando los
brazos en ademán disconforme. Desde que le había informado de lo del
traslado y, sobre todo, de que tendría que hacer el curso en un nuevo
colegio, la niña estaba de lo más irritable. Solo la promesa de ir al Disney
World de Orlando un par de veces al año había conseguido mitigar su
enfado lo suficiente como para no hacerme del todo la vida imposible.
– Bueno, pues díselo a Diego, que está en la piscina.
– Ya ze lo he dicho y no quiere...
– Espérate a que termine, y juego contigo.
– ¿Por qué ya nunca viene Vero?
La pregunta me hizo dar un pequeño respingo sobre mi asiento; hacía
semanas que no escuchaba a nadie pronunciar su nombre.
– Ya te expliqué que trabaja mucho y no tiene tiempo… – respondí
tratando de infundir a mi voz una seguridad que, incluso a mí, me sonó a
falsa. Todavía me escocía el tema, y aunque el sentido común me empujaba
a seguir adelante y olvidarme de ella, algunos recuerdos se aferraban a mi
conciencia desafiando todos los intentos de desvincularme emocionalmente
de quien tan claro tenía que no deseaba formar parte de mi vida.
– ¡Puez yo quiero que venga! – replicó Paula con esa cadencia que usan
los niños cuando piden algo que consideran poco probable que consigan. –
Ella ez la que mejor juega...
– Ya hemos hablado de eso varias veces, Paula. Y ahora, déjame un rato
sola, por favor. – dije en tono autoritario dando por zanjada la conversación.
La niña me contempló durante unos segundos con expresión enfurruñada
antes de dar media vuelta y abandonar mi despacho con su fiel Pipa
pisándole los talones.
Yo fijé la vista con aire pensativo en el esplendoroso sauce que se veía a
través de la ventana mientras volteaba con mis dedos el pisapapeles de la
pantera. ¿De verdad era buena idea abandonar España y empezar de nuevo
en otro sitio? Panamá era un país con un clima envidiable, gente amable,
buenos colegios para Paula y, sobre todo, unas autoridades poco dispuestas
a hacer preguntas a quien llegaba allí con el dinero por delante. Todo
encajaba, aunque, ¿por qué entonces tenía la sensación de que no era una
decisión acertada? Quizá debería pensarlo mejor y postponer la idea por un
tiempo.
El sonido del teléfono móvil interceptó el hilo de mis pensamientos
devolviéndome de golpe a la realidad que me rodeaba. Me bastó una rápida
ojeada a la pantalla del aparato para comprobar la identidad de la persona
que llamaba. ¡Santo Dios, era Verónica! Durante semanas había esperado
una llamada por su parte hasta que me di por vencida tratando de
convencerme a mí misma de que el agua y el aceite no eran buena
combinación.
¿Qué querría ahora? Tomé el teléfono entre mis manos, pero mi orgullo
me impidió descolgarlo y permití que la llamada se desvaneciera en el aire
sin respuesta. Si quería algo de mí, fuese lo que fuese, tendría que
trabajárselo más.
El resto de la tarde transcurrió con espantosa lentitud mientras esperaba
recibir otra llamada suya o, incluso, un mensaje escrito. Nada de eso ocurrió
y mi sorpresa inicial se convirtió en decepción. ¿Debería, quizá, devolverle
la llamada?
No, era preferible esperar acontecimientos. Algo me decía que, tarde o
temprano, tendría noticias de la bella policía.
Lo mejor sería que me fuese a dar un paseo por la playa acompañada por
Óscar, siempre dispuesto a salir a cualquier hora del día o de la noche.
El mar siempre conseguía sosegar mi espíritu y desvanecer mis
preocupaciones, cosa que empezaba a necesitar con urgencia.
VERÓNICA.
– La Doña no está en casa – me informó escuetamente Héctor asomando
su corpachón tras aquel ancho portón de madera que me resultaba tan
familiar.
– ¿Y se puede saber dónde está…? – pregunté colocando los brazos en
jarra y sin dejarme amilanar por la sequedad de su tono de voz. Comenzaba
a anochecer y temía que Diana hubiese salido a cenar con alguien. Si fuese
así, ya no podría hablar con ella hasta el día siguiente. ¿Por qué demonios
no me habría devuelto la llamada?
– No estoy autorizado a dar esa información.
– ¿Y Diego?, ¿está en casa?
– No.
– De acuerdo. ¿Me puedes decir, al menos, sobre qué hora volverá tu
Doña? – inquirí pronunciando la última palabra con cierta sorna.
– Tampoco estoy autorizado a dar esa información – contestó el
colombiano con voz cansina mientras comenzaba a inspeccionarse las uñas
con ademán despreocupado, como si mi presencia allí le estuviese
aburriendo. ¡Idiota! Aquel hombre me sacaba de quicio.
Un movimiento a sus espaldas llamó de inmediato mi atención. Se trataba
de Paula, que asomaba la cabeza por el hueco de la puerta con gesto de
curiosidad.
– ¡Vero! – exclamó esquivando con decisión a Héctor para salir a la calle
en cuanto me reconoció – ¿Por qué no haz venido antez? – preguntó
acercándose a mí con aire receloso.
– He tenido mucho trabajo – me excusé sin demasiada convicción y
sintiéndome al instante un poco culpable. ¿Cómo hacer entender a una niña
de siete años cuestiones que ni yo misma entendía del todo? – Pero te
prometo que a partir de ahora nos veremos mucho más – añadí sin estar del
todo segura de poder cumplir algo que, contrariamente a lo que sucedía
antes, ya no dependía de mí.
– Paula, entra, por favor – intervino Héctor agarrándola del brazo y
tironeando de ella con suavidad hacia atrás. La niña se rebeló
contorsionando el cuerpo hasta liberarse del firme agarre del colombiano.
– ¡Déjame en paz, Héctor! – exigió en un tono autoritario sorprendente
para alguien de su edad. Yo sonreí considerando, una vez más, que era
digna aprendiz de su madre.
– ¡Está bien! – resopló el hombre torciendo el gesto y dando un par de
pasos hacia atrás con aire de resignación.
– Paula, ¿sabes dónde está tu madre? – aproveché para preguntar mientras
me agachaba hasta colocarme a la altura de la niña.
– ¿Para qué lo quierez zaber?
– Tengo que hablar con ella.
– ¿De qué? – insistió la niña con expresión desconfiada. Era obvio que
tendría que volver a ganarme su confianza. El tiempo transcurrido sin tener
contacto con ella no había pasado en balde.
– De cosas de mayores – respondí sintiéndome de inmediato un poco
estúpida por utilizar aquella respuesta tan manida.
– ¿Cómo cuález? – continuó indagando tras cruzar los brazos en ademán
inquisitivo. ¡Solo me faltaba eso, tener que responder al interrogatorio de
una niña de siete años! – Ademáz, creo mi madre eztá enfadada contigo…
– Ah… ¿sí?
– Tú eres, eres…
– ¿Yo soooooy qué?
– ¿Vas a volver con eso de nuevo? – inquirió ella, molesta, apoyando las
manos en las caderas en actitud desafiante. – Si has venido a decirme solo
que…
– ¿Y…?
– Sé que estás pensando en irte a vivir fuera, pero creo que es un tremendo
error.