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Operacion Pantera Victoria Lacaci

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OPERACIÓN PANTERA

VICTORIA LACACI
Copyright © 20234 Victoria Lacaci
victorialacaci@yahoo.com

Título original: OPERACIÓN PANTERA


Escrito por Victoria Lacaci
Portada: Francisco Palma González
No se permite la reproducción total o parcial de este libro por cualquier
medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento
informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión sin la autorización
previa y por escrito de los titulares del copyright.
Contenido
CAPÍTULO 1.
CAPÍTULO 2.
CAPÍTULO 3.
CAPÍTULO 4.
CAPÍTULO 5.
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8.
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10.
CAPÍTULO 11.
CAPÍTULO 12.
CAPÍTULO 13.
CAPÍTULO 14.
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22.
CAPÍTULO 23.
CAPÍTULO 24.
CAPÍTULO 25.
EPÍLOGO.
“Y de pronto llegará alguien que baile contigo, aunque no le guste bailar y
lo haga porque es contigo y nada más”.
José Luis Borges.
CAPÍTULO 1.

VERÓNICA.

– Venga, Vero, ¡que te pesa el trasero! – gritó Melania, jadeante por el


esfuerzo, antes de conseguir adelantarme por la derecha para cubrir los 400
metros que aún nos separaban del coloquialmente llamado muro del
infierno, el principal obstáculo de la prueba y motivo principal por el que la
mayoría de las otras chicas perdían unos minutos preciosos hasta conseguir
superarlo. Sabía que sería ahí donde la dejaría atrás; puede que Mel fuese
una auténtica máquina corriendo, pero ni siquiera ella podía compararse a
mí en agilidad y fuerza relativa, cualidades muy necesarias para superar
aquel endiablado obstáculo de cemento de cuatro metros de altura.
Habíamos hecho ya los ejercicios de tiro, la carrera de resistencia y solo
quedaba por hacer aquella última prueba para dar por terminada la
competición y conseguir alzarme con uno de los codiciados trofeos.
Reconozco que siempre he sido muy competitiva, pero en aquella ocasión
mi deseo de superar al resto de contrincantes parecía proporcionarme
auténticas alas en los pies.
– ¡Ya te pillaré en el muro! – repliqué casi sin resuello y acelerando un
poco el paso con los brazos extendidos y las manos abiertas para no
quedarme demasiado atrás. Era la primera vez que participaba en aquella
competición que organizaba anualmente el cuerpo de Policía Nacional de la
Isla de Mallorca en la que se enfrentaban diversos departamentos separados
por razón de sexo. Yo representaba, junto a Mel y otra compañera, a la
Brigada Especial de estupefacientes en la que trabajaba, es decir, lo que
comúnmente llamábamos la UDYCO.
Tras conseguir llegar a la imponente pared, las cinco chicas que iban por
delante de mí resoplaban, frenéticas, tratando de superar sus 4 m. de altura.
Yo aproveché mi 1,72 m. de estatura para agarrar de un salto una de las
ásperas cuerdas que quedaban libres y de un impulso ascender con rapidez
hasta alcanzar la cima y dejarme caer al otro lado deslizándome por la
rampa. Sentí desgarrarse la piel de las pantorrillas, pero no me importó el
dolor. Continué adelante hasta llegar al circuito de habilidades, un auténtico
desafío que consistía en arrastrar durante un buen tramo un saco de 25 kilos
y en gatear por un túnel de alambres que, a poco que te despistaras, te
arrancaba media cabellera.
Terminé exhausta el recorrido, a tan solo dos segundos de aquella rubia de
la policía científica – ¿cómo se llamaba?, ¿Nuria? – que atravesó la meta
dejándose caer al suelo para recuperar el aliento antes de recibir las
felicitaciones de sus compañeros, quienes se acercaron rápidamente a ella
para levantarla del suelo en volandas proclamando su victoria. Después me
saludó deportivamente agitando la mano con una sonrisa y se alejó de la
línea de meta en busca de algún refrigerio. Yo me sequé el sudor de la
frente con el dorso de la mano y acepté la botella de agua que me ofreció
Gonzalo, uno de mis compañeros de la UDYCO, que me felicitaba también
palmeándome confianzudamente la espalda.
– Enhorabuena, madrileña, medalla de plata, ¡casi ganas!
– ¡Es demasiado rápida la tal Nuria! No la he podido coger – admití, más
para mí misma que para él, tras dar un par de rápidos sorbos de la botella
con gesto malhumorado. Nunca me han gustado los segundos puestos. – Por
cierto, Gonzalo, ¿no crees que es hora de que me empieces a llamar por mi
nombre? Ya llevo casi un año aquí.
– ¡Es que los madrileños os lo tenéis muy creído y conviene que os
bajemos un poco los humos! – replicó el chico con una sonrisa simpática
antes de girarse para recibir a Mel, que atravesaba en ese momento la línea
de meta en quinta posición con cara de infartada.
– ¡Agua! – graznó mi amiga arrebatándome la botella de las manos y
llevándosela a la boca cual náufrago tras permanecer días sin catar el
preciado líquido. El sol brillaba en todo su esplendor y el calor apretaba con
fuerza a pesar de estar a mediados del mes de mayo.
– ¡No bebas tanto, que te va a dar algo! – le aconsejó Raúl antes de recibir
con un abrazo a Teresa, la tercera de las participantes perteneciente a la
Brigada, una chica seria e introvertida que apenas abría la boca salvo
cuando era estrictamente necesario.
– ¡Dios!, éste es el último año que me apunto a esta barbaridad, ¡lo juro! –
declaró Mel haciendo caso omiso del consejo de Raúl y bebiendo con ansia
hasta la última gota de la botella. – ¡Enhorabuena, Vero! – agregó a
continuación – casi lo consigues.
– Si no hubiese pinchado en la carrera del principio…
– ¡No seas boba!, lo has hecho genial para ser tu primera vez – me felicitó
pasándome el brazo por encima del hombro de forma reconfortante – Y
ahora, vamos a darnos una buena ducha y a cambiarnos de ropa, que
estamos empapadas de sudor.
– Ei, chicas, ¡esperad! – exclamó Álvaro, un miembro de la Brigada algo
mayor que nosotras y con rango de subinspector, que se acercaba trotando
desde el otro extremo del recinto – ¿Nos vemos después del trabajo y
tomamos unas cerves donde siempre? – añadió dirigiéndome una sonrisa de
nívea y cuidada dentadura y refiriéndose a ese inmundo bareto al que
habitualmente acudían algunos de mis compañeros después del turno de
tarde – ¡Habrá que celebrar tu medalla de plata, madrileña!
– ¡Claro que sí, allí nos veremos! – respondió de inmediato Mel por las
dos mientras tiraba de mí camino a los vestuarios. – Creo que ya es hora de
que aclares a toda esta panda de trogloditas que navegas más a vela que a
vapor, ¿no crees? – susurró con una sonrisa maliciosa en cuanto nos
alejamos unos cuantos metros de los demás.
– No veo la necesidad de informar a los demás sobre mi vida privada, la
verdad – repliqué entrecerrando inconscientemente los ojos para
protegerme de aquel sol de justicia.
– ¡En eso llevas razón! – reconoció encogiendo los hombros en un gesto
plagado de desidia – aunque sigo sin entender por qué demonios soy yo, de
las dos, la que tengo fama de que me gusten las tías – agregó en tono
reflexivo. – ¿Será porque llevo el pelo demasiado corto?
– ¿Qué tendrá eso que ver…? – pregunté a mi vez propinándole un
pellizco cariñoso en el brazo – Además, ¿qué te importa lo que piensen esos
de ti?, ¿no dices que no son más que una panda de brutos?
– ¡Pues también es verdad! – admitió con una sonrisa divertida – aunque
hay alguno que no está del todo mal. Gonzalo, por ejemplo. ¡No me
importaría que me invitara a cenar un día de estos!
– Invítale tú.
– Quizá me lo deje crecer, ¿qué opinas? – dijo obviando mi sugerencia y
pasándose la mano sobre su corta y rubia melena.
– Que estarías igual de guapa que con el pelo corto.
– ¿Me tirarías los trastos si nos conociéramos de nuevo y no fuésemos
amigas? – inquirió cediéndome galantemente el paso al edificio central de
lo que constituía el centro de entrenamiento de la policía nacional más
grande de toda la isla.
Yo fingí estudiar con gesto serio su rostro anguloso y ligeramente pecoso
antes de dictaminar en tono ceremonioso:
– Sin duda alguna, ¡perdería la cabeza por ti!
Ella rio antes de reprocharme:
– ¡Mientes fatal! ¿Por qué no lo hiciste, entonces, cuando nos conocimos
el año pasado?
– ¡Porque entonces ya intuía que seríamos grandes amigas! – repuse,
riendo también, mientras la seguía camino a los vestuarios reflexionando
sobre la increíble relación de amistad que había conseguido desarrollar con
mi compañera en apenas un año.
Melania también había pedido el traslado a Mallorca durante el último año
y medio, aunque mientras ella había abandonado Logroño, su ciudad natal,
huyendo de una relación tormentosa con un hombre dominante y celoso, yo
había sucumbido a la imperiosa necesidad de cambiar de aires y renunciar a
los numerosos encantos de Madrid para vivir rodeada del mar. No me había
arrepentido ni un solo segundo de mi decisión; desde que, años atrás, había
disfrutado de unas vacaciones de verano recorriendo cada rincón de la isla,
mi amor por aquel pedazo de tierra era incondicional. Me gustaba el clima
cálido y la belleza de sus paisajes tanto o más que una población amable y
acogedora, aunque lo que más me agradaba era vivir a orillas de un mar de
infinitas tonalidades al que solía acudir, cuando la temperatura del agua lo
permitía, para nadar o practicar el surf.
Por un instante me imaginé mi vida si no hubiese dejado colgadas las
oposiciones a judicatura para ingresar en el Cuerpo Nacional de Policía.
¿Me hubiese convertido en una persona autoritaria y amargada como mi
padre, que consiguió el ansiado estatus de juez después de años de estudio y
reclusión? No, definitivamente, aquello no iba conmigo por mucho que las
excelentes calificaciones obtenidas a lo largo de la carrera de Derecho me
hiciesen pensar que lo hubiese logrado sin demasiado esfuerzo. Tampoco
me planteé, para disgusto de mis padres, incorporarme a uno de los
prestigiosos bufetes de abogados a los que habría accedido con facilidad
gracias a mi expediente académico; no me veía pasando media vida entre
códigos, sentencias y libros rancios. Además, mi innato sentido del orden y
del deber me inducía a trabajar combatiendo, precisamente, a todos aquellos
que vivían y se lucraban incumpliendo la ley.
Sí, me gustaba mi trabajo, sobre todo desde que había ingresado en lo que
constituía una de las élites del cuerpo policial: la brigada antidrogas. La
UDYCO era una sección reservada, por normal general, a los agentes más
brillantes y comprometidos con los que yo me identificaba, razón por la que
aspiraba a obtener el rango de subinspectora más pronto que tarde. Sería
entonces cuando podría intervenir en asuntos verdaderamente importantes,
esos en los que el trabajo policial se asemejaba a largas partidas de ajedrez
en las que los escurridizos contrincantes movían las piezas del tablero sin
respetar regla alguna y en las que la única manera de vencerlos era actuar
con más astucia que ellos. Sabía que era excelente jugando a aquel
peligroso juego; buena muestra de ello era el respeto con el que me trataba
el inspector jefe de la brigada, Luis Arribas, alias el Sapo, a pesar de ser la
madrileña que llevaba poco menos de un año incorporada a su equipo.
– ¡Verónica!, ¿me estás escuchando?, que si has traído champú…
La voz de Mel me devolvió de inmediato al tiempo presente de aquel
espacioso vestuario en donde me despojaba de mi ropa sudada fingiendo
escuchar la conversación del resto de mis compañeras.
– Sí, toma… – respondí buscando en mi bolsa de deporte hasta localizar
un bote de champú para volver, de nuevo, a sumirme en mis pensamientos
recordando mi intervención en el incautamiento de aquel gigantesco alijo de
hachís descubierto en el puerto de Palma de Mallorca durante las navidades
pasadas. Sonreí disimuladamente con cierta autocomplacencia, pues yo
había sido la única de todo el equipo en intuir dónde estaba escondido tras
recibir un chivatazo algo confuso de uno de nuestros informantes.
Sí, tenía madera para aquel trabajo, y mi intención era llegar, tarde o
temprano, a lo más alto del escalafón policial. O al menos así lo esperaba.
Entré en la ducha sintiéndome satisfecha y vital, dejando que la suave
cascada de agua tibia se deslizara sobre mi piel hasta llevarse consigo
cualquier rastro de tensión acumulada.
***
A la mañana siguiente me desperté con el cuerpo dolorido y acalambrado
por el esfuerzo físico del día anterior. Apagué el despertador de un
impaciente manotazo con el impulso de reprogramarlo para dormir un rato
más, pero en seguida recordé que el Sapo me había citado a primera hora de
la mañana en el despacho del comisario para una reunión misteriosa de la
que se había negado a facilitarme detalle alguno. ¿Qué querrían de mí?,
¿pretendían, quizá, llamarme la atención por algo en particular?
Me duché repasando mentalmente mi intervención en todos los casos en
los que había colaborado durante las últimas semanas. Cuando llegué a la
conclusión de que, hasta donde yo sabía, no había nada que se me pudiera
reprochar, el vaho invadía las acristaladas paredes de la ducha y mi
epidermis mostraba un aspecto rojizo por el prolongado contacto con el
agua caliente.
Me sequé con rapidez mirando de reojo el reloj. Mi jefe detestaba la
impuntualidad y no me convenía llegar tarde a la cita. Me vestí con el
uniforme recién planchado del día anterior y dediqué unos minutos a
cepillar mi densa y ondulada cabellera castaña hasta dejarla impoluta y
ordenada. Después contemplé mi imagen en el espejo del dormitorio
analizando minuciosamente, y por primera vez en bastante tiempo, los
rasgos de mi rostro. Los ojos, grandes, expresivos y de un color gris
verdoso, me devolvían una mirada solemne. La boca, amplia y con el labio
inferior ligeramente más grueso que el superior, se curvaba hacia arriba en
una mueca de expectación, armonizando a la perfección con un mentón,
firme y definido. El conjunto era bastante equilibrado, aunque aquel día la
expresión que me devolvía el espejo era sombría, y las suaves ojeras que
rodeaban mis párpados delataban que no había dormido del todo bien.
Decidí aplicar un maquillaje ligero para intentar ocultarlas y, ya de paso,
cubrir las molestas e infantiles pecas que salpicaban mi nariz en cuanto
recibía un poco de sol.
Cuando dejé mi apartamento, minutos después, mi reloj de pulsera
marcaba las ocho en punto.
Arranqué el coche en el garaje, un Golf de segunda mano, pero en
excelente estado que había adquirido mediante subasta judicial, y conduje
hacia el extrarradio de la ciudad en dirección norte hasta llegar al macizo
edificio que se había convertido durante los últimos tiempos en una especie
de segunda residencia para mí.
Saludé al policía de la entrada, un chico bizco de gesto angelical, y ascendí
los tres pisos de rigor hasta llegar a mi zona de trabajo. Allí me recibió Mel
preguntando a bocajarro:
– ¿Se puede saber qué has hecho…?
– ¿Por qué lo dices? – inquirí a mi vez, desconcertada ante semejante
saludo.
– El Sapo ha preguntado por ti. Dice que te espera en el despacho del
comisario.
– Lo sé – admití encendiendo mecánicamente el ordenador de mi mesa y
comprobando de nuevo la hora en mi reloj. Aún no eran las nueve –. Me
citó ayer por la tarde, aunque no me quiso aclarar de qué se trataba.
– Tenía cara de enfadado…
– ¡Siempre tiene esa cara! – repliqué simulando indiferencia – Aunque
será mejor que vaya cuanto antes – agregué encaminándome de nuevo hacia
las escaleras –. Luego te cuento.
Los despachos de los mandos se ubicaban un par de pisos más arriba y
apenas tardé unos minutos en llegar frente a la puerta de madera maciza en
donde había una pequeña chapa dorada grabada con el nombre del
comisario. Me detuve un par de segundos e inspiré profundamente antes de
golpear en el marco de madera anunciando mi llegada. Una voz tronó desde
el interior:
– ¡Adelante!
Me adentré en el despacho tratando de controlar los nervios y forzando
una sonrisa para saludar a los dos hombres que, sentados en sendos sillones
de cuero, me recibieron observándome con gesto valorativo. Ambos debían
de tener una edad parecida, rondando los sesenta, aunque no podrían tener
un aspecto más diferente, pues mientras mi superior directo, el inspector
jefe Luis Arribas, era calvo, grueso y con una papada que le tapaba el cuello
asemejándolo a una especie de sapo gigante, el comisario Alfredo Montes
era menudo y delgado, con un rostro casi cadavérico y una mata de pelo
negro que me hacía sospechar de un tinte bien aplicado.
Pese a sus evidentes diferencias físicas, ambos poseían una viva
inteligencia y una más que probada capacidad para procesar información,
analizar situaciones y adoptar decisiones.
– Buenos días – saludé con formalidad manteniéndome de pie.
– Siéntate, Verónica – ordenó mi jefe efectuando un amplio gesto con la
mano que consiguió suavizar la brusquedad de su tono. Era la primera vez
que entraba en aquel despacho y aproveché para mirarlo de reojo con
curiosidad. Se trataba de una estancia más amplia que el despacho del Sapo,
aunque, a diferencia del de éste, todo estaba pulcramente ordenado y
clasificado.
– Luis me ha hablado muy bien de ti – señaló el comisario, sin más
preámbulos, mientras se aflojaba un poco el nudo de la corbata. Él era de
los pocos que usaba con asiduidad traje de chaqueta en todo el edificio.
– Me alegro, señor – respondí dirigiendo una mirada desconcertada a
Arribas. No sé por qué, pero me esperaba algo parecido a una reprimenda,
no un halago del siempre rudo y un tanto arisco de mi jefe.
– Te has integrado muy bien con el resto de los miembros del
departamento – siguió diciendo el comisario en tono despreocupado sin
dejar de toquetear la gruesa carpeta de documentos que descansaba sobre su
escritorio. Algo me decía que mi presencia allí tenía que ver con el
contenido de aquella carpeta.
– Es un equipo estupendo, señor – declaré a la espera de que aquel hombre
dejara de irse por las ramas y me explicara de una vez el motivo por el que
me había hecho acudir a su despacho a primera hora de la mañana.
– Creo que el año que viene te vas a presentar al concurso oposición para
ascender a subinspectora.
– Así es, señor.
– Sois unos cuantos candidatos y no todos lo conseguiréis a la primera –
intervino Arribas sacándose del bolsillo una cajita de caramelos y
metiéndose un par de ellos en la boca con gesto goloso.
– Lo sé, señor…
¡Vaya!, ¿qué demonios habría querido decir mi jefe con eso? Durante unos
instantes, el silencio se hizo dueño de aquel ordenado despacho mientras
mis dos superiores me seguían observando con fijeza, como si quisieran
entrar en mi mente y averiguar algo concreto. Finalmente fue el comisario
quien tomó de nuevo la palabra.
– Tenemos una operación entre manos y hemos pensado en ti para que
desempeñes un importante papel en ella.
– ¿Qué papel, exactamente? – pregunté de inmediato, interesada por la
oferta y halagada de que pensaran en mí, por fin, para intervenir en un caso
relevante.
– ¿Te suena de algo el nombre de Diana Salazar? – dijo entonces mi jefe
haciendo caso omiso de mi pregunta.
– No – negué intrigada – ¿quién es?
De nuevo se hizo un breve silencio antes de que el comisario se arrancara
a explicar:
– Sobre el papel, no es más que una pacífica ciudadana colombiana
recientemente instalada en Mallorca. Es propietaria de una considerable
fortuna…
– ¿Y en realidad? – inquirí inclinando inconscientemente el cuerpo hacia
delante con gesto intrigado.
– En realidad se trata de una escurridiza narcotraficante de la ciudad de
Medellín. Se calcula que en los últimos cinco años su organización ha sido
la responsable directa del traslado del 7% de la cocaína llegada a los
Estados Unidos desde Colombia.
– Tenemos orden del Ministerio del Interior de averiguar qué demonios
está haciendo en España y, sobre todo, cuáles son sus intenciones –
intervino el Sapo con su voz cavernosa –. Sospechamos que puede estar
preparando el terreno para operar en el sur de Europa.
– Entiendo… – musité en tono reflexivo mientras mi mente funcionaba a
toda velocidad. ¿Dónde encajaba yo en todo eso?
– Hemos pensado en ti para realizar las labores de vigilancia – aclaró
entonces el comisario jugueteando de nuevo con la tapa de la manoseada
carpeta que tenía frente a sí.
– ¿Vigilancia? – repetí yo maldiciendo por lo bajo. La vigilancia era una
labor monótona y tediosa que solía asignarse a los novatos, a excepción de
cuando la encomendaban como forma de castigo por algún que otro desliz
cometido en el trabajo. De nuevo me pregunté si no se debería a esto último
mi presencia allí.
– No se trata de una vigilancia al uso – matizó Arribas en tono conciliador,
leyéndome probablemente el pensamiento. – Tu misión sería infiltrarte en
su casa – explicó mostrando las palmas de las manos con gesto conciliador,
como si de esa manera todo quedase clarificado.
– ¿Infiltrarme? – inquirí sorprendida – ¿cómo?
– La individua en cuestión adoptó hace un año en su país a una niña que en
la actualidad cuenta con 7 años – expuso el comisario con su voz un tanto
meliflua – Ahora está buscando una cuidadora interna que se ocupe de ella,
una especie de niñera que tenga experiencia con críos y que, además, hable
inglés.
– ¿Una niñera? – repetí con incredulidad. ¡Dios santo!, casi prefería pasar
semanas enteras de vigilancia dentro de un coche que lo que me estaban
proponiendo.
– Sabes inglés, ¿no? En tu expediente pone que eres bilingüe…
– Sí, pero no sé si soy la persona más adecuada para este trabajo, señor;
para empezar, ¡no tengo ninguna experiencia con niños! – traté de
excusarme deseando volver cuanto antes al trabajo y olvidarme de aquella
extraña propuesta que, evidentemente, no pensaba aceptar.
– ¡Bobadas!, con que te sepas el cuento de caperucita roja, suficiente –
intervino Arribas recolocando su voluminoso cuerpo en el sillón hasta
hacerlo crujir debido al peso soportado.
– Insisto en que no soy el perfil más indicado para esta labor, señor.
Además, ahora mismo estoy colaborando en otros casos.
– Por eso no te preocupes, otros agentes asumirán tu tarea.
– ¿De cuánto tiempo estaríamos hablando? – inquirí en tono resignado
mientras empezaba a pensar que no me iba a resultar del todo fácil librarme
de aquella oferta.
– Dos meses; máximo tres. En ese tiempo ya tendrías que haber obtenido
la información que necesitamos.
– No sé si me veo de niñera, la verdad…
– No te equivoques, Verónica. Se trata de una misión delicada, y si te la
ofrecemos a ti es porque consideramos que eres nuestra mejor baza –
explicó el comisario en tono persuasivo. – Diana Salazar es una mujer
peligrosa y muy, muy lista. En apenas diez años ha logrado levantar un
auténtico imperio esquivando a la policía colombiana y a la DEA
estadounidense, y jamás han podido acusarla de nada. Ha sabido pactar con
otros cárteles colombianos y mejicanos para mover libremente su producto
hasta llevarlo a los Estados Unidos sin apenas mancharse las manos de
sangre y, si está tramando algo, necesitamos saberlo. Quizá entonces
consigamos capturarla y triunfar allí donde otros han fracasado.
– Puedes pensártelo si quieres, Verónica, pero necesitamos tu respuesta
hoy mismo – añadió el inspector jefe mirando de reojo su reloj de pulsera
como si aquella reunión le empezase a parecer más larga de la cuenta. – Si
aceptas, cobrarías el plus de peligrosidad y tu ascenso a subinspectora sería
prácticamente automático después del verano – añadió con una sonrisa
lobuna, sabedor de que esto último era lo que de verdad me interesaba.
Así que, si accedía, obtendría el rango de subinspectora antes de que
terminara el año. No estaba mal, nada mal.
– ¿Cómo me infiltrarían? – me interesé antes de comprometerme a nada.
Nunca he sido de las que se lanza a la piscina así como así.
– Tenemos intervenida la agencia de empleo con la que ha contactado
Diana Salazar. Llevamos unas semanas enviando a mujeres desastrosas
hasta que aparezca la candidata ideal, que, por supuesto, serías tú.
– ¿Y si no le gusto?, ¿y si no me contrata…?
– Te contratará – afirmó el comisario con convicción. Solo tienes que
parecer sensata y eficaz, cualidades que posees de manera natural. –
Modificaremos tus datos por internet, por descontado. Cambiaremos tu
expediente académico y laboral, y aparecerás en todos los buscadores como
licenciada en magisterio con experiencia en algún colegio de Madrid con el
que contactaremos por si alguien quisiese comprobar tus credenciales.
Además, el hecho de que no seas de aquí facilita las cosas, pues se reducen
las posibilidades de que alguien te pueda reconocer cuando vayas
acompañada por ella o por algún miembro de su personal.
– Veo que lo tienen todo pensado – comenté acariciándome el mentón en
actitud reflexiva – pero ¿y si la cosa se pone fea?, ¿y si, por el motivo que
sea, me descubren?
– Tendremos siempre una unidad móvil cerca de la casa y dispuesta a
intervenir al menor signo de peligro. Solo tendrás que enviar un mensaje
por el teléfono móvil. Ya imaginarás que, por tu propia seguridad, no
conviene que lleves un micro que pueda ser detectado.
Evité plantear la pregunta sobre lo que me podría ocurrir de no tener la
oportunidad de pedir ayuda; hubiese quedado un poco ridícula por la
obviedad de la respuesta. Al fin y al cabo, era policía, no hermanita de la
caridad. Debía asumir el riesgo o rechazar la oferta, así de simple.
– ¿Me dan unas horas para que lo pueda pensar…?
– Tienes hasta el mediodía – concedió el comisario. – Echa un vistazo al
expediente, pero no comentes nada con tus compañeros. Es una operación
que debe ser absolutamente confidencial; evitemos posibles filtraciones que
no conseguirían más que ponerte en peligro, ¿entendido?
– Entendido, señor.
De vuelta a mi despacho, no tuve más remedio que mentir a Mel para
evitar desvelar el verdadero motivo de mi reciente reunión con Arribas y el
comisario.
– ¿Entonces, solo querían darte la enhorabuena por lo de la prueba de ayer,
en serio? – insistió mi amiga con expresión de incredulidad.
– Sí – asentí sin mirarla a la cara – Bueno, y también querían preguntarme
sobre la detención del otro día, ya sabes, la de los tipos esos que llevaban
crack en el maletero.
– ¡Pues ya es raro…! – exclamó mi amiga con gesto desconfiado. – En
todo el tiempo que llevo aquí, jamás me ha citado el comisario a su
despacho.
– Lo mismo estaba aburrido, ¡yo que sé! – dije ya un poco desesperada de
tanto interrogatorio y deseando echar un vistazo a la misteriosa carpeta roja
que me había dejado el comisario y que, depositada sobre mi mesa, me
atraía como un imán. – Oye, tengo que terminar un informe, hablamos más
tarde, ¿te parece?
– ¡Está bien, está bien…! – cedió Mel en tono resignado – Yo también
tengo que hacer un montón de papeleo – añadió volviendo a su escritorio
con gesto cansino y fijando la vista en la pantalla de su ordenador.
¡Por fin tenía el campo libre! Abrí de inmediato la abultada carpeta y leí:
“Operación Pantera” ¿Por qué se llamaría así? Lo entendí en cuanto pasé
las primeras hojas hasta localizar la fotografía del pasaporte de Diana
Salazar; aquella mujer podría ser, perfectamente, la representación humana
de una hermosa pantera. Admito que me sorprendió, pues la delincuente de
aspecto maligno y embrutecido que había imaginado no tenía nada que ver
con la mujer bella y sofisticada que parecía mirarme con expresión burlona,
como si en el momento de sacarse aquella instantánea supiese que un gran
número de personas acabaría por analizarla con minuciosidad.
Parecía muy joven, demasiado quizá para haberse convertido en lo que
decían que era, por lo que interrumpí momentáneamente mi escrutinio hasta
verificar su edad en los datos del expediente. Tenía treinta y tres años, la
edad de Cristo. Después retorné de nuevo mi atención a la fotografía con la
intención de analizarla hasta el último detalle. El rostro de aquella mujer era
de proporciones equilibradas, con pómulo altos, nariz recta y boca de labios
llenos, aunque lo más llamativo eran sus ojos, grandes, oscuros y con una
expresión algo amenazadora. Completaba el retrato un cabello abundante,
liso y moreno, cortado a la altura de los hombros. Probablemente se trataba
de una de las mujeres más bellas que había visto en los días de mi vida. Me
pregunté si en persona causaría la misma impresión antes de repasar el resto
de las fotografías que contenía el expediente. La mayoría estaban sacadas
con teleobjetivo; en algunas aparecía paseando por la calle con una niña de
la mano y en otras sola, pero siempre escoltada por un guardaespaldas.
Las siguientes dos horas las pasé estudiando meticulosamente toda la
información contenida en el dossier. Cuando terminé de leer el último
documento, permanecí unos minutos con la mirada perdida en actitud
reflexiva. Diana Salazar era un auténtico misterio. Se había criado con un
tío suyo, borracho y jugador, en un barrio de mala muerte de Medellín hasta
que se fugó de casa según cumplió los dieciséis. No se sabía muy bien
dónde había estado o qué había hecho inmediatamente después, pero
cuando su nombre comenzó a salir en los informes de la policía
colombiana, ya era identificada como la cabecilla de una organización
criminal dedicada al transporte y venta de cocaína desde Colombia al sur de
los Estados Unidos. La policía colombiana y la DEA estadounidense le
habían seguido la pista durante los últimos años sin lograr reunir pruebas
suficientes para poder arrestarla, lo que indicaba que, además de inteligente,
debía de ser muy cauta.
La cuestión, ahora, estribaba en saber por qué había vendido todos sus
negocios legales, es decir, las cadenas de restaurantes, hoteles y gasolineras
con las que blanqueaba su dinero a lo largo y ancho de su país natal, para
establecerse en España. La experiencia adquirida durante mis cinco años de
policía me decía que la ambición de los traficantes de estupefacientes a gran
escala no tenía límites, por lo que imaginaba que el traslado de Diana
Salazar a Mallorca debía de obedecer, con toda probabilidad, a algo
relacionado con su próspero “negocio”, y no a los innumerables atractivos
que poseía la isla.
Había dos datos en su biografía que me llamaron poderosamente la
atención. El primero, se refería a sus estudios de literatura en la Universidad
Nacional Abierta y a Distancia de Colombia con una nota final de
sobresaliente cuando apenas había ido al colegio de niña. ¿Una
narcotraficante estudiando literatura?, ¿dónde diablos se había visto eso? El
segundo era aún más extraño, pues aquella mujer colaboraba
económicamente con diversas organizaciones relacionadas con la pobreza
infantil. Quizá esto último no debía sorprenderme del todo teniendo en
cuenta que el mismísimo Pablo Escobar llegó a construir viviendas para los
más desfavorecidos y acabó, entre otras lindezas, colocando una bomba en
un avión con 107 personas a bordo.
En cuanto a su vida personal, poco o nada se sabía salvo que había
adoptado a la niña un año atrás. Estaba soltera y no se le conocía pareja
alguna, aunque tal era el recelo con el que había protegido cada faceta de su
vida que no me extrañó la falta de información al respecto. Puede que, si
todo iba bien, pronto pudiese aportar algún que otro dato en relación a
aquello.
Cerré la carpeta cuidadosamente antes de dirigirme de nuevo al despacho
del comisario para aceptar de manera oficial la misión. Iba a constituir un
auténtico desafío, pues si conseguía que encerraran a la tal Diana Salazar
significaría no solo un triunfo personal, sino un importante impulso a mi
carrera profesional. Admito que ascendí las escaleras con una sonrisa
desafiante en el rostro.
Siempre me habían gustado los retos.
CAPÍTULO 2.
– ¿Preparada? – inquirió Arribas tras acompañarme en persona hasta el
subsótano de la comisaría y abrirme educadamente el asiento del conductor
de mi coche para que me acomodara en él.
– Preparada – confirmé ajustándome el cinturón de seguridad y tratando de
dar seguridad a mi voz. Apenas había dormido y los nervios me consumían,
pero la adrenalina y el café negro y espeso que me acababa de beber
conseguían mantenerme con la mente ágil y alerta.
– Recuerda que, a partir de ahora, debes comportarte como lo que
supuestamente eres: una chica solitaria de Madrid que se busca la vida en
Mallorca como profesora. Solo te podrás relacionar con Melania, tu enlace
con nosotros durante todo el tiempo que dure la operación, ¿entendido?
– Entendido, señor – contesté con impaciencia – Lo hemos repasado todo
miles de veces…
– Pues lo repasamos una vez más – replicó mi jefe con acritud. – La tal
Diana Salazar no debe de ser ningún angelito; ¡no conviene que te
descuides!
– No lo haré, señor – negué moviendo enfáticamente la cabeza a ambos
lados, como si de esa manera pudiera eliminar de mi mente semejante
posibilidad.
A pesar de que la operación se había preparado en apenas una semana, se
habían tenido en cuenta todos los detalles al dar por supuesto que si Diana
Salazar decidía contratarme indagaría sobre mí. El equipo informático de la
policía había efectuado un trabajo meticuloso limpiando todos los datos de
búsqueda relacionados conmigo y borrando mis cuentas y perfiles en redes
sociales para después crear unos falsos. También se había contactado con
unos padres “falsos” que responderían amablemente sobre cualquier
cuestión que planteara inocentemente cualquier desconocido que pudiese
aparecer por Madrid. Un pequeño colegio de la capital confirmaría mi
experiencia laboral en el caso de que alguien llamase o se presentarse
preguntando por mí.
Todo estaba preparado; solo faltaba pasar la entrevista que tenía
concertada con la propia Diana Salazar en la casa que había adquirido en
Port d‘Andratx, al este de la isla, una de las zonas más exclusivas de la isla
balear. La agencia de colocación llevaba unas semanas enviando candidatas
de lo menos apropiadas para el trabajo en cuestión, preparando el terreno
para mi aparición estelar. Solo esperaba cumplir adecuadamente con el
papel de chica ingenua y con ganas de trabajar para conseguir el trabajo.
– ¡Suerte entonces! – me deseó el jefe apretándome afectuosamente con su
manaza el hombro derecho hasta hacerlo crujir – Y ten cuidado, Verónica…
– Lo tendré.
Arranqué el vehículo sin añadir palabra y me dirigí a la salida repasando
mentalmente el itinerario que debía recorrer para llegar a la zona de Port
d’Andratx. Sabía que no tardaría más de media hora en llegar a mi destino,
pero ante una ocasión como aquella prefería llegar antes de tiempo y ser yo
quien, en todo caso, tuviese que esperar.
Tomé la autopista Ma–20 dirección este y conecté la radio tratando de
dejar la mente en blanco y así rebajar un poco la creciente tensión que
invadía mis músculos con cada kilómetro que recorría. Necesitaba estar
calmada si no quería echar al traste una operación meticulosamente
organizada, aunque la fotografía de aquella mujer de mirada felina y gesto
desdeñoso me perseguía en lo que parecía ser una muda advertencia
cargada de amenazas. En honor a la verdad, me sentía bastante intranquila.
Cambié de dial con gesto impaciente hasta sintonizar “Sympathy For The
Devil”. Nunca me había gustado demasiado aquel tema de los Rolling
Stones, pero aquel día lo escuché con atención hasta el final, posiblemente
porque estaba a punto de conocer en persona a una de las más fieles acólitas
del protagonista de la canción. Siempre he pensado que los narcotraficantes
a gran escala son unos de los criminales más perversos y peligrosos
existentes sobre la faz de la tierra, capaces de construir auténticas fortunas a
base de ejercer la violencia contra todo aquel que se le oponga, corromper
funcionarios públicos y, sobre todo, despreciar y degradar la vida de los
demás por mucho que Diana Salazar no fuese conocida por proceder de
forma violenta. Por lo que se sabía de ella, era una mujer más dada a utilizar
la plata que el plomo, es decir, de conseguir sus propósitos a base de pactos
y sobornos antes que recurrir al derramamiento de sangre. Aun así, no
dejaba de ser una digna representante de lo que constituía un crimen
deleznable. Apreté inconscientemente el volante prometiéndome hacer todo
lo posible por encerrarla entre rejas, el lugar en el que debería estar.
Al llegar a la zona de Andratx reduje la velocidad y seguí las indicaciones
del navegador contemplando el paisaje que me rodeaba. Se trataba de un
municipio ubicado al suroeste de la Serra de Tramuntana, en la parte
occidental de Mallorca, rodeado de valles y paisajes montañosos y con
acceso al mar a través de pequeñas calas y playas de arena fina y blanca.
Continué hasta entrar en la urbanización Mon Port, ubicada al pie de las
colinas y una de las más exclusivas de la zona. Sabía que aquella zona era
considerada como una de las más codiciadas para vivir, sobre todo entre la
comunidad alemana. Sus villas escalonadas en la cima de las colinas, obra
de arquitectos de renombre y provistas de garajes subterráneos, spas y
piscinas infinitas, se vendían por precios inalcanzables para el común de los
mortales.
El mundo estaba muy mal repartido, sin duda.
Recorrí los últimos 500 m. antes de llegar a mi destino con el coche casi al
ralentí mientras observaba a mi alrededor con especial atención. Mi
seguridad podría depender de captar detalles que en un principio podrían
parecer insignificantes. Aparqué cuidadosamente frente a la majestuosa
mansión con vistas panorámicas al mar Mediterráneo propiedad de Diana
Salazar. Ya la había visto en fotografías, por supuesto, pero en la realidad
me pareció aún más impresionante. Se trataba de una edificación cuya
arquitectura combinaba elementos tradicionales y modernos, con una
fachada revestida de piedra natural en tonos cálidos y un tejado recubierto
de placas solares de aspecto futurista. Estaba rodeada de una alta y gruesa
tapia de hormigón blanco y custodiada por unas sofisticadas cámaras de
vigilancia hábilmente camufladas por mano experta. Era obvio que a Diana
Salazar le preocupaba, y mucho, su seguridad.
Esperé cinco minutos antes de decidir salir del coche y llamar al portero
automático instalado junto a la imponente puerta de madera maciza que
permitía el acceso al jardín. Una voz varonil y con marcado acento
colombiano respondió a través del aparato:
– ¿Quién es?
– Soy Verónica Martín. Estoy citada para una entrevista a las once y media
– expliqué tragando saliva. Más me valía controlar los nervios.
– Pase, por favor.
La puerta se abrió y yo traspasé el umbral con paso dubitativo. Intuía que
me vigilaban a través de una de las cámaras de seguridad y esperé unos
segundos antes de comprender que nadie vendría a por mí. Me encaminé
hacia la entrada principal tomando un camino sinuoso con suelo de pizarra
sin dejar de observar con curiosidad a mi alrededor. El jardín estaba
cuidadosamente diseñado, con un exuberante césped verde cortado a la
perfección, coloridos parterres de flores, frondosas palmeras y una
espectacular piscina rectangular rodeada de una elegante zona de solárium
con tumbonas y sombrillas de aspecto sicodélico.
No vivía mal Diana Salazar, consideré con rencor buscando sin éxito el
timbre de la puerta blindada que daba acceso al interior de la mansión. No
me hizo falta encontrarlo. La puerta se abrió con suavidad y un hombre
moreno de unos treinta y cinco años, aspecto recio y mirada de halcón
apareció ante mí. En seguida lo reconocí gracias a las numerosas fotografías
del expediente que, a aquellas alturas, me sabía casi de memoria. Se trataba
de Diego Fuentes, mano derecha de Diana Salazar tras haber sido su
guardaespaldas personal. Sabía que en su adolescencia había pertenecido a
una de las peligrosísimas bandas que abundaban en la ciudad de Medellín,
lo que significaba que, con toda probabilidad, tendría a sus espaldas un
sinfín de delitos violentos. Más me valía andarme con mucho ojo con él.
– Pase por aquí, por favor – dijo el hombre apartándose del umbral para
dejarme entrar con un gesto cortés que contrastaba con la crudeza de su
voz; era la misma que había escuchado a través del portero automático. –
Sígame – agregó en un tono que podría calificarse como autoritario y
educado al mismo tiempo. Yo lo seguí, obediente, atravesando un vestíbulo
espacioso y lujoso con suelo de madera recién pulido y paredes pintadas de
blanco impoluto.
Después, el siniestro hombretón me invitó a entrar en un despacho de
aspecto imponente, con sillones tapizados de cuero negro, alfombras persas
y un escritorio de caoba sobre el que descansaba un moderno ordenador
Apple. Me pregunté si en algún momento tendría ocasión de echar un
vistazo al contenido de aquel ordenador. Esperaba que sí.
Me senté en el sillón ubicado frente al escritorio y esperé a que la dueña de
la casa se dignara a hacer acto de presencia, aunque, tras unos minutos de
espera, no pude resistir la tentación de levantarme e inspeccionar de cerca la
colección de libros cuidadosamente ordenados que había en una de las dos
librerías que poseía la habitación.
Había un poco de todo, desde literatura clásica hasta best seller, ensayos
filosóficos y libros de historia, aunque lo que más me llamó la atención es
que hubiese alguno de poemas. ¿Una narco interesada en la poesía? No me
imaginaba a mi ausente anfitriona leyendo ese tipo de libros por mucho que
tuviese un brillante título como licenciada en literatura. Lo mismo era de las
que leían un poema antes de ordenar partirte las piernas. De pronto
comprendí, quizá por primera vez desde que había puesto un pie en aquella
casa, que estaba atemorizada. Puede que me hubiese equivocado de pleno
aceptando aquella misión.
Traté de alejar el miedo de mi mente extrayendo de su sitio un libro
especialmente viejo y manoseado. Se trataba de una edición en español de
1902 de El Príncipe, de Maquiavelo. Lo abrí y pasé lentamente alguna de
sus páginas con gesto distraído. ¿Cuántas personas lo habrían leído a lo
largo del tiempo?
– El Príncipe, ¡excelente elección! – escuché que decía una voz a mis
espaldas. Me giré con el corazón sobrecogido por la sorpresa, pues no había
oído un solo ruido que delatara la presencia de otra persona en la
habitación.
Se trataba de ella, por supuesto. Me contemplaba cruzada de brazos con un
gesto inquisitivo en el rostro. Intuí que llevaba ya unos cuantos segundos
evaluándome en esa misma postura, lo que me provocó cierto pudor. En
persona no desmerecía de las fotografías que había visto de ella, aunque he
de reconocer que en vivo poseía un magnetismo que difícilmente podría
transmitir una simple imagen impresa en papel.
Era una de las mujeres más bellas que había visto en los días de mi vida, y
no pude por menos que preguntarme el motivo por el que el Todo Poderoso
se había mostrado tan generoso con alguien de semejante naturaleza. Los
segundos se alargaron y me vi obligada a presentarme con voz
estrangulada:
– Buenos días, soy Verónica Martín. Vengo para la entrevista por lo del
trabajo de profesora...
Ella se acercó a mí hasta coger el libro que todavía portaba en mis manos.
Se movía de forma fluida y elegante, casi felina, avalando el apodo que tan
acertadamente alguien le había adjudicado tiempo atrás: “la Pantera”.
Vestía de forma informal, aunque estudiada, con un pantalón ajustado,
camisa de seda con las mangas remangadas y unas zapatillas Hoff. Me
sorprendió que fuese más alta del 1,70 m. que indicaba su expediente;
probablemente estaría más cerca del 1,74 m. Su cuerpo, esbelto y delgado,
revelaba una forma física muy trabajada.
– ¿Lo has leído? – preguntó obviando mi saludo y mirándome fijamente a
los ojos sin apenas pestañear. Me estremecí. Aquella mujer irradiaba un
atractivo tan fascinante como peligroso, una cualidad que iba más allá de la
mera apariencia física.
– La verdad es que no – confesé algo desconcertada. No me había
imaginado que la conversación empezaría de esa manera.
– Habla de la forma en la que el ejercicio del poder contradice u obvia
determinados preceptos morales… – comentó ella en tono despreocupado
antes de colocar el libro en su sitio y dirigirse al sillón de cuero situado al
otro lado del escritorio. Por el tema, debía de ser su libro favorito. –
Siéntate, por favor – dijo a continuación señalándome el otro sillón en un
gesto tan imperativo como cortés.
– Gracias – contesté obedeciendo sus indicaciones y tomando asiento con
aire modoso en una fiel interpretación del papel que me tocaba desempeñar.
Toda la operación dependía de lo que ocurriera en los próximos minutos.
– ¿Has encontrado bien la casa? – preguntó a continuación sin dejar de
estudiarme con atención, como si hubiese algo en mí que le causase cierta
sorpresa. Hablaba en un tono melodioso, casi aterciopelado, y fue entonces
cuando caí en la cuenta de que su acento, bastante neutro y difícil de
identificar, nada tenía que ver con la llamativa forma de hablar de los
colombianos. Reconozco que aquel detalle me confundió, ¿cómo era
posible? ¿se trataría de una estrategia más para pasar desapercibida en un
país al que acababa de llegar? Probablemente.
–Sí, me ha traído a la perfección el navegador – admití tratando de
camuflar mi nerviosismo y forzando una sonrisa inocente.
– Según tu currículo, eres graduada en magisterio y tienes experiencia
como profesora de infantil – señaló ella tamborileando contra la madera del
escritorio los dedos de la mano derecha. Tenía las manos bonitas, con uñas
cortadas al ras y pintadas con una ligera capa de brillo. Su rostro reflejaba
una expresión entre arrogante y burlona que por algún motivo me irritó,
aunque lo disimulé como buenamente pude.
– Efectivamente – asentí en tono profesional – estuve trabajando cuatro
años en un colegio de Madrid con niños de cinco y seis años.
– ¿Y cómo es que te trasladaste a Mallorca…?
Aquella mirada profunda e insondable me perturbaba, aunque no tuve
problemas en responder lo que tantas veces había ensayado durante los
últimos días.
– Bueno eh… rompí con mi novio y… digamos que necesitaba cambiar de
aires – comencé a explicar con aire contrito – Me pareció buena idea venir
aquí durante una temporada; siempre me han encantado las islas Baleares –
añadí considerando que, en el fondo, tampoco estaba faltando del todo a la
verdad, aunque el recuerdo de Victoria, mi exnovia, se me antojaba un tanto
lejano ya en el tiempo.
– ¿No has buscado incorporarte en alguno de los colegios de por aquí? –
inquirió entornando los ojos en lo que me pareció un ademán un tanto
desconfiado. – Tienes un currículo completo y un buen nivel de inglés, no
te sería difícil encontrar trabajo…
– Está terminando el curso y solo me han propuesto trabajos de suplente,
lo que no me interesa demasiado – dije esperando que mi contestación
sonara sincera.
– ¿Y por qué te interesa este trabajo? No se parece demasiado a lo que has
hecho hasta ahora.
– Bueno, siempre me ha gustado probar cosas diferentes; además,
reconozco que la remuneración que ofrece es muy atractiva – respondí
forzándome de nuevo a adoptar la mejor de mis sonrisas. Ella se reclinó en
su asiento con gesto reflexivo, valorando mi contestación, antes de hablar
de nuevo.
– Te deben de gustar mucho los niños para dedicarte a la enseñanza
infantil…
– ¡Me encanta trabajar con niños! – afirmé entusiásticamente con la
sensación de que mi nariz crecía por segundos; los únicos niños con los que
había tratado eran los hijos de mi prima Sofía, unos críos llorones y
consentidos enganchados a los videojuegos a los que no soportaba ver ni en
pintura. – Siempre me sorprende lo maleables que son y la capacidad que
tienen para absorber información… – añadí recordando haber leído aquella
chorrada en algún sitio.
– ¿En serio? – preguntó arqueando las cejas en un gesto que me pareció
desdeñoso. Mejor, era preferible que me tomara un poco por tonta. – Bueno,
yo no calificaría a mi hija Paula de maleable – aclaró a continuación con
una ligera sonrisa, como si hubiese algo que le hiciese muchísima gracia.
Sus labios, ligeramente entreabiertos, dejaron ver una dentadura blanca y
pareja.
– No todos los niños son iguales, por supuesto – señalé tratando de parecer
saber lo que me decía. – Lo importante es reforzar el comportamiento
positivo y buscar la manera más adecuada para que se interesen por
aprender – agregué empezando a sudar un poco y esperando que le agradase
mi respuesta. ¿Y si no me contrataba? El comisario me asesinaba, eso
seguro.
– Mi hija está teniendo ciertos problemas de adaptación en el colegio –
explicó jugueteando distraídamente con un pisapapeles de plata con la
forma de una pantera en actitud amenazante. ¿Acaso sabía el apodo con el
que la llamaba la policía colombiana? Probablemente sí. – Necesito a
alguien que sepa entenderla, que le refuerce la lectura y, sobre todo, que le
inculque cierta disciplina.
– Entiendo…
La niña debía de ser inaguantable, aunque ese sería el menor de mis
problemas.
– ¿Te ves capaz de hacerlo?
– Por supuesto que sí – me apresuré a contestar – estoy segura de que
sabré ganarme su confianza y ayudarle en su adaptación al colegio.
– Tendrías que hablarle en inglés de vez en cuando, quiero que aprenda el
idioma.
– Lo haría sin problemas.
Ella permaneció en silencio durante unos segundos, quizá valorando mi
respuesta, hasta que pareció adoptar una decisión.
– ¿Te parece bien empezar el próximo lunes, por ejemplo?
– Me parece perfecto – respondí suspirando de puro alivio. Había pasado
la prueba.
– Entiendo que ya te comentaron en la agencia las condiciones del trabajo,
¿verdad?
– Sí, por supuesto.
– Ya sabes que dormirás aquí y acompañarás a la niña al colegio, aunque
os llevará el chófer. Te encargarás de ella hasta la hora de acostar y, como
tendrás las mañanas libres mientras está en el cole, solo librarás los
domingos por la tarde, ¿te parece bien?
– Me parece bien.
– ¿Te importa dejarme un momento tu carné de identidad para hacerle una
fotografía?
– Por supuesto, tenga – repuse sacando del bolso mi nuevo y
absolutamente falso documento de identidad.
– Te espero el lunes después de comer y así conoces a Paula – declaró ella,
segundos después, devolviéndome el documento de identidad y
levantándose de su asiento para dar por terminada la reunión.
– De acuerdo. Aquí estaré.
Me acompañó hasta el portón de entrada de la finca mientras aprovechaba
el pequeño paseo para hablarme de los gustos y aficiones de su hija, aunque
tuve la extraña impresión de que, simplemente, me estaba estudiando.
¿Sospecharía algo? No tenía motivo, aunque más me valía andarme con
pies de plomo. Un hombre bajito de anchas espaldas y mirada torva nos
siguió con la mirada al tiempo que se fumaba un cigarrillo apoyado en el
muro de hormigón. Era Héctor Prieto, otro de los esbirros de Diana Salazar
que la había acompañado hasta España y que, imaginaba, realizaría la labor
de guardaespaldas. Lo había visto en fotografías, pero en persona parecía
aún más peligroso. No debía cometer errores si quería acabar aquella
misión de una sola pieza.
Cuando llegó el momento de despedirme de mi anfitriona valoré la
posibilidad de extender la mano para estrechar la suya de forma
protocolaria, pero al ver que ella se limitaba a mirarme con aquella sonrisa
un tanto desdeñosa, desistí de la idea.
– Nos vemos el lunes entonces, Verónica.
– Puede llamarme Vero si quiere. Mi nombre completo es largo y, además,
me recuerda demasiado a mi abuela paterna, una señora de carácter
imposible – dije tratando de hacerme la simpática y esperando que ella
aprovechara la ocasión para pedirme que la llamara de tú. Me empezaba a
incomodar tener que llamar de usted a alguien que apenas tenía cuatro años
más que yo.
– Verónica… – musitó ella arrastrando la segunda sílaba de forma
acariciante y enarcando una ceja con gesto seductor – Prefiero el nombre
completo – añadió mientras sentía los vellos de mi nuca erizarse de forma
inesperada. De pronto comprendí que, a pesar de su apariencia fría y
controlada, poca gente podría resistirse al carisma y encanto que irradiaba
aquella mujer. Empezaba a entender cómo era posible que hubiese salido
indemne de sus tratos con otros peligrosísimos narcos.
– Como quiera.
Me estaba empezando a ruborizar, fenómeno que no experimentaba desde
que estudiaba Bachillerato. ¿Qué demonios me ocurría? Necesitaba irme de
allí cuanto antes y ordenar mis ideas, alejarme de la extraña energía
magnética que parecía despedir Diana Salazar con cada palabra o gesto. Era
una delincuente, una narcotraficante y, probablemente, una asesina. No me
convenía olvidarlo ni un solo instante.
Arranqué el coche y me alejé de allí a una velocidad algo superior a la que
solía conducir, aunque sin dejar de respetar los límites legales establecidos.
Me llevó un buen rato dominar el exceso de adrenalina con la que había
respondido mi cuerpo a mi encuentro con aquella mujer. Después marqué el
número personal de mi jefe para informarle de que la operación Pantera
había comenzado.
DIANA.
– ¿Todo bien? – preguntó Diego en cuanto entré de nuevo en la casa. Su
habitual gesto ceñudo había sido sustituido por uno de pura curiosidad.
Probablemente a él también le intrigaba la candidata a niñera. No se parecía
en nada a sus predecesoras.
– Sí, todo bien – confirmé asintiendo con un ligero movimiento cabeza y
guardando para mí aquella extraña sensación de alerta que se había
encendido en una remota parte de mi cerebro. Me llamaba la atención que
el aire modoso de la chica contrastara con la chispa de firmeza que
reflejaban sus ojos. Nunca me han gustado las cosas que no encajan del
todo – Empieza el lunes.
– Parece espabilada, no como todas esas lerdas que nos ha estado enviando
esa pinche mujer de la agencia de colocación…
– Pues ésta de tonta no tiene un pelo, por muy comedida que parezca –
reflexioné camino a la cocina para preparar el café que solía tomar a media
mañana.
– Lo importante es que se haga con la niña… ¡últimamente está algo
difícil!
– Sí, eso es lo más importante. De todas formas, quiero que compruebes
sus credenciales.
– ¿Por qué? – preguntó Diego cediéndome el paso para entrar en la cocina
y ladeando la cabeza con ademán inquisitivo – ¿hay algo que no te cuadre
sobre ella?
– No exactamente, aunque… ¡no podemos pasar del todo a la nada!
Hemos dejado el pasado atrás y este es un país seguro, pero no debemos
bajar demasiado la guardia – dije sacando las tazas de café e introduciendo
un par de cápsulas de Nespresso en la máquina. – Investígala por si acaso.
Es de Madrid; contrata a alguien allí también para que indague al respecto.
Quiero un informe completo sobre ella la semana que viene a lo más tardar.
– Lo tendrás.
– ¿Un poco de azúcar?
– Lo he dejado…
– ¡Pues ya era hora! Solo te falta dejar el tabaco de una vez.
– Eso me va a costar un poco más – admitió Diego con una sonrisa
afectuosa antes de tomar asiento alrededor de la mesa del desayuno y
repantingarse cómodamente a la espera de su café.
– Cambiando de tema, ¿cómo vas con tu contacto de la policía?, ¿te ha
contado últimamente algo de interés?
– Nada nuevo. Nos siguen vigilando y continuamos teniendo los teléfonos
pinchados. ¡Huevones…!
– Era de suponer – musité removiendo mi café con la cucharita antes de
dar un pequeño sorbo. – Ya se cansarán, aunque no poder tener
conversaciones privadas por teléfono es un auténtico fastidio – agregué en
tono resignado – ¿Y nuestras inversiones en España?, ¿cómo van?, ¿has
hablado con los abogados?
– Sí, todo va bien. Siguiendo tus instrucciones, han invertido el capital
depositado en fondos, acciones, bienes inmuebles y oro. El jueves que viene
tenemos una reunión con ellos para que nos informen más detenidamente
sobre las operaciones realizadas.
– ¡Perfecto! – exclamé con aire satisfecho antes de levantar ligeramente mi
taza en un pequeño brindis.
Hacía años que Diego había dejado de ser mi guardaespaldas personal para
convertirse en mi hombre de confianza, socio, amigo y, casi casi, hermano.
Sabía que podía confiarle mi vida, como así lo había hecho en numerosas
ocasiones, y aunque él hubiese podido labrarse su propio camino en
Colombia, había preferido venirse conmigo a España en busca de nuevos
horizontes. Era una decisión acertada, sin duda; mi sexto sentido, ese que
tantas veces me había salvado del desastre y en el que había aprendido a
confiar ciegamente a lo largo de los años, llevaba tiempo aconsejándome
dejarlo todo y abandonar el lucrativo negocio que tanto esfuerzo me había
costado levantar si no quería acabar entre rejas o, peor aún, con un trozo de
plomo insertado en la cabeza. Había jugado con fuego durante muchos
años, demasiados quizá, y el hecho de haber sido capaz de abandonar mi
país natal sin tener que mirar constantemente a las espaldas por si alguno de
los desaprensivos con los que me había visto obligada a tratar en el pasado
pretendiera ajustarme las cuentas, constituía en sí un auténtico triunfo por
mi parte. Tan solo los cuerpos de seguridad colombianos parecían resistirse
a darse por vencidos; eran ellos lo que habían advertido a la policía
española con el fin de que me sometieran a estricta vigilancia. ¡Estúpidos!,
¿de verdad tenían esperanzas de cazarme en algún renuncio?
– ¿Por qué sonríes? – preguntó Diego observándome con gesto intrigado.
– Por nada en particular – admití encogiéndome de hombros. – Es solo
que… – dudé sobre cómo proseguir la frase antes de continuar – Es solo
que, por primera vez en mi vida, tengo una sensación de bienestar de lo más
extraña.
– ¿A qué te refieres?
– A que, para empezar, he dejado de despertarme cada noche con el cuerpo
sudado y buscando inconscientemente en la oscuridad el frio cañón de un
revólver apuntándome a la cabeza.
– Bueno, admito que no está mal vivir sin preocupaciones de ese tipo –
respondió él con una carcajada cavernosa – ¡Hasta yo he conseguido
engordar un poco con tanta tranquilidad!
– ¿No te aburre tanta inactividad laboral?
– ¿Aburrirme? – preguntó a su vez en tono socarrón. – He tenido actividad
suficiente para cuatro vidas, te lo aseguro, y ahora no tengo más ambición
que pasar las horas muertas en el gimnasio y jugar al golf en ese club
deportivo tan pijo al que nos hemos apuntado – admitió antes de apurarse su
bebida de un último y largo trago.
– ¿Cómo va lo de tu nueva casa?
– Están terminado de reformar los baños y aún faltan unos cuantos
muebles, pero creo que la semana que viene podré trasladarme allí.
– Voy a echarte de menos… – reconocí en tono afligido. Llevábamos años
viviendo puerta con puerta, y aunque su nueva casa estaba a apenas diez
minutos andando de la mía, sentía su marcha como algo extraño y doloroso.
– Lo sé, y yo a ti, pero es hora de que empecemos a vivir como personas
normales – dijo con una sonrisa conciliadora que suavizó los rasgos de su
rostro, duro y marcado por las peleas callejeras de su época adolescente. –
O al menos intentarlo – matizó alzando cómicamente una ceja – Quizá
encuentre novia e incluso tenga hijos, ¡quién sabe!; antes me parecía
impensable, pero ahora…
– Estoy segura de que serías un gran padre; no hay más que ver cómo te
quiere Paula.
– ¿Sigue enfadada conmigo porque me voy?
– Sí, pero ya la conoces, se le pasará en cuanto compruebe que vienes
todos los días a jugar con ella un rato o a llevártela de paseo.
– ¿Y tú?, ¿tienes planes en relación con tu vida íntima que vayan más allá
de esa exclusiva agencia de contactos de la que tiras de vez en cuando? –
inquirió guiñando un ojo con gesto malicioso.
– ¿Cómo demonios sabes eso? – pregunté, a mi vez, intrigada, pues había
tenido especial discreción con mis citas en el lujoso hotel Sant Jaume con
Martina, una guapísima escort de piernas infinitas y sonrisa angelical que
parecía sacada directamente de las páginas centrales de una revista de
moda.
– Hace mucho que dejé de ser tu guardaespaldas, pero te recuerdo que sigo
velando por tu seguridad.
– Pues en estas cosas haz el favor de no vigilarme tanto, Diego – repliqué
algo abochornada. Entre nosotros no había secretos, pero había cuestiones
que todavía me ocasionaban cierto pudor.
– Supongo que utilizaste el número de móvil que te facilité; es el único
que no está pinchado.
– Por supuesto – asentí, incómoda – ¡No soy idiota!
– En cualquier caso, tarde o temprano deberás integrarte en la vida social
de la isla, hacer amigos e incluso echarte una novia, ¿por qué no?; por aquí
hay chicas muy guapas.
– ¿Amigos?, ¿novia? – repetí frunciendo el ceño con gesto escéptico. –
Nunca he tenido ni lo uno ni lo otro, y dudo mucho que pueda conseguirlos
ahora a base de mentir como una bellaca respecto a mi vida en Colombia.
– ¡Bobadas! – exclamó él en tono desdeñoso. – Lo único que tienes que
hacer es no facilitar demasiados detalles sobre ciertas cuestiones. No somos
los primeros ni los últimos con un pasado, te lo aseguro.
– ¡Si tú lo dices!
– ¡Lo digo! – aseveró con firmeza – y, por cierto, yo soy tu amigo, así que,
al menos, tienes uno.
– No, tú eres familia…
– Gracias por la parte que me toca, pero si quieres que Paula tenga la
infancia normal y corriente que deseas para ella, debes tener vida social con
otra gente.
– Lo sé, lo sé.
– Quizá deberías probar con las mamás de los otros niños de su colegio;
hay algunas que parecen simpáticas…
– ¿Con esa panda de marujas? No, gracias. Son unas cursis redomadas que
solo saben hablar de modelitos, recetas y cumpleaños infantiles.
– Pues tendrás que hacer un esfuerzo si quieres que empiecen a invitar a
Paula a todos esos cumpleaños que organizan. La pequeña tiene que
socializar con los demás niños.
– En eso llevas razón – reconocí con un suspiro de resignación. – Le está
costando hacer amigos. Han vuelto a llamar del colegio para quejarse de su
comportamiento.
– ¿Qué ha hecho esta vez?
– Le ha quitado las gafas a un niño y se las ha tirado por la ventana.
Diego rio con ganas antes de preguntar:
– ¿Y por qué ha hecho eso?
– Dice que el niño se burló de su forma de hablar.
– ¡Hizo bien entonces!
– Puede ser, pero no puede seguir comportándose como una salvaje. Al
final la van a expulsar.
– Eso pasa por inscribirla en ese colegio tan snob. Te dije que no era buena
idea.
– Se acabará adaptando – afirmé sin demasiado convencimiento. – Quizá
la nueva niñera nos ayude un poco con eso – agregué pensando en la chica
que acababa de contratar. Una vez más consideré que había algo en ella que
me inquietaba, pero no sabría decir exactamente el qué. Quizá fuese el aire
orgulloso que desprendía a pesar de la actitud contrita y extremadamente
respetuosa con la que se comportaba, aunque puede que fuese,
simplemente, porque era la chica más atractiva que había conocido en
bastante tiempo. En cualquier caso, me intrigaba, e intuía que algo escondía
tras esa máscara de complacencia. Sería divertido averiguar de qué se
trataba.
– ¿En qué piensas? – inquirió Diego interrumpiendo el curso de mis
pensamientos. – Te has quedado callada de pronto.
– En Paula – mentí. – Parece mentira que haya transcurrido un año ya. ¿Te
acuerdas de cuando la vimos deambulando por primera vez en las calles de
Medellín?
– ¿Cómo olvidar semejante cosa? – respondió Diego acariciándose el
mentón con gesto pensativo y fijando la mirada en el fondo de su ya vacía
taza de café.
Permanecimos unos segundos en silencio, inmersos en nuestros propios
pensamientos y rememorando el día en el que atravesamos en coche el
peligrosísimo barrio de la Candelaria, en la ciudad de Medellín, para
reunirnos con uno de mis transportistas. Una niña corría por la acera como
alma que escapa del diablo, aunque en esa ocasión el diablo no era más que
una panda de chiquillos desarrapados que la perseguían gritando todo tipo
de amenazas. Detuvimos el coche, espantamos a los abusones y ofrecimos a
la niña acercarla a su casa tras darle unos cuantos pesos colombianos. Me
sorprendió su mirada, pues no solo reflejaba agradecimiento, sino también
un profundo orgullo no exento de cierta desesperación. Me recordó a mí
misma a su edad y, tras consultarlo con la almohada, al día siguiente ordené
a Diego que indagara sobre ella.
Como imaginaba, la niña procedía de una familia desestructurada, con una
madre desaparecida tiempo atrás tras fugarse con un camionero y un padre
al que nunca llegó a conocer. Vivía en una casucha sucia y destartalada bajo
los cuidados de unos familiares que se mostraron encantados de la vida
cuando, días después, dos funcionarios estatales de los servicios sociales
aparecieron por su casa y les ofrecieron una adopción para la cría. Ni
siquiera se lo pensaron. Probablemente constituyó un alivio para ellos el
poder deshacerse de una boca más que alimentar, por lo que Paula se vino a
vivir conmigo sin otro equipaje más que lo puesto tras unos trámites de
adopción acelerados gracias a la generosa suma de dinero recibida por los
funcionarios implicados en un discreto maletín entregado en persona por el
mismo Diego.
Yo nunca había querido ser madre, pero es obvio que, a veces, el destino se
divierte planteando situaciones de lo más inesperadas. Los primeros días de
convivencia con la recién adoptada fueron un auténtico infierno. La niña era
rebelde y desafiaba todas las reglas habidas y por haber. Pateó, gritó e
intentó escapar en un par de ocasiones, pero cuando por fin comprendió que
aquel cambio podría ser a mejor, comenzó a relajarse y a mostrar interés por
mí.
Un año después intuía que aún quedaba camino por recorrer, pero sabía
que los lazos que me unían a aquella pequeña rebelde se consolidaban cada
vez más en una conexión emocional profunda y sólida.
Definitivamente, el destino guardaba jugarretas muy extrañas, y no sé por
qué, pero esa idea me llevó a pensar en aquellos increíbles e indómitos ojos
gris verdosos de la que iba a ser mi nueva empleada.
CAPÍTULO 3.
VERÓNICA.
Bajé mi equipaje del maletero del coche y me dirigí con decisión al amplio
portón de entrada de la que se iba a convertir durante las próximas semanas,
esperaba que no muchas, en mi nueva residencia. No me dio tiempo a
llamar al portero automático, pues la puerta se abrió por sorpresa y la cara
angulosa de Diego apareció en seguida para darme cortésmente la
bienvenida.
– Buenas tardes – saludó arrancándome la maleta de las manos con un
movimiento algo brusco. – Pasa, por favor. Paula acaba de llegar del
colegio y estoy seguro de que tiene muchas ganas de conocerte – agregó en
un tono de voz que me sonó a guasa.
– ¡Estupendo! Yo también tengo muchas ganas de conocerla – contesté con
fingido entusiasmo.
– Es una niña muy lista; un poco contestona pero muy lista – comentó
mirándome de reojo mientras atravesábamos el jardín en dirección a la casa.
– Bueno, todos los niños son ahora un poco contestones; no hay que darle
mayor importancia.
Él esbozó una sonrisa malévola pero no dijo más. Me acompañó hasta el
interior de la casa, dejó la maleta en el vestíbulo y me indicó el camino
hacia la cocina tras informarme de que me esperaban allí. Yo obedecí sus
instrucciones y atravesé un impresionante salón de techos altos y amplios
ventanales en el que cada detalle parecía haber sido estudiado con esmero
para crear un ambiente de lujo y refinamiento. Probablemente sería la obra
de un arquitecto de renombre, aunque intuía que reflejaba con fidelidad el
gusto personal de la dueña de la casa. La cocina también era espaciosa y
moderna, con una isla de un tamaño descomunal y una pequeña mesa de
desayuno en un extremo. Tres personas me observaron con fijeza en cuanto
accedí a la estancia: una mujer regordeta de unos sesenta años que removía
algo en el fuego de la vitrocerámica, una niña menuda y de aspecto vivaz y,
cómo no, la propia Diana Salazar, que se levantó de inmediato de su asiento
para recibirme. Sería una delincuente con todas las letras, pero debía
reconocer que sus modales eran impolutos.
– Verónica, te estábamos esperando, ¿qué tal el fin de semana?
– Bien, gracias – contesté exhibiendo una sonrisa pretendidamente
ingenua.
– Ven, te quiero presentar a María; es la persona que lleva la casa y la
cocina.
– Encantada de conocerte, Verónica – saludó la mujer ofreciéndome la
mano de forma amistosa – ¿Tienes alguna alergia alimentaria?
– Ninguna, gracias – contesté apretándole la diestra con suavidad. Después
dediqué toda mi atención a la niña, que me observaba desde su asiento con
gesto ceñudo. Sus ojos, grandes y expresivos, reflejaban curiosidad y su
boca, de labios sonrosados, se curvaba en un mohín de disgusto. El cabello,
largo y rizado, tenía mechones que parecían estar fuera de lugar, como si se
hubieran resistido a cualquier intento de ponerlos en orden.
– Y esta es Paula, claro está – anunció Diana Salazar señalando a la
susodicha, que seguía removiendo desganadamente con el tenedor lo que
parecía una manzana recién cortada. – Tiene muchas ganas de conocerte,
¿verdad Pau?
– ¿Ezta también ez medio tonta, como laz otraz? – preguntó entonces la
niña con un llamativo ceceo motivado, quizá, por la falta de los dos
incisivos superiores. Al contrario que su madre, ella sí hablaba con un
ligero acento colombiano.
– ¡Paula!, ¿por qué dices eso? Es de muy mala educación hablar así de los
demás ¿sabías? – la regañó Diana propinándole un suave capón en la
cabeza.
– ¡Puez zi ze lo dijizte tú a Diego el otro día! – se excusó la niña con una
sonrisa maligna. – Oz ezcuché hablar de ezo…
¡Dios!, empezaba a temer que aquel pequeño monstruo me hiciese la vida
imposible.
– Pues también es de mala educación escuchar las conversaciones de los
mayores, te lo he dicho muchas veces.
No pude evitar fijar la vista en mi anfitriona con afán valorativo y de
nuevo me sobrecogió su belleza. La luz natural le daba de lleno en el rostro,
creando sutiles sombras y luces que añadían dimensión a sus rasgos
equilibrados y armoniosos. Parecía la reencarnación en mujer del
mismísimo ángel caído antes de perder el favor del Todo Poderoso, aunque,
sinceramente, dudaba mucho de que aquella mujer pudiese perder el favor
de nadie, ni siquiera del mismo Dios.
– ¿Te guztan loz perroz? – preguntó entonces la niña dirigiéndose a mí y
haciendo caso omiso del comentario de su madre.
– Me gustan, sí.
– ¿Tú creez que podríaz convencer a mi madre para que tengamoz uno?
– Podría intentarlo… – respondí mirando de soslayo a Diana, quien me
dedicó una sonrisa burlona antes de proponer:
– Pau, ¿por qué no le enseñas a Verónica su cuarto y así os vais
conociendo?
– Por mí de acuerdo – dije guiñando un ojo a la niña de forma cómplice en
un intento de hacerme la simpática. Ella me observó con gesto intrigado,
como si quisiese saber a qué tipo de persona se enfrentaba. Después se
levantó de su silla en silencio y salió de la cocina a la espera de que yo la
siguiera.
– Zoy muy mayor para tener niñera, ¿zabíaz? – comentó en cuanto nos
alejamos un poco.
– Bueno, no voy a ser exactamente tu niñera – dije sin saber muy bien
cómo enfocar aquella primera conversación con quien se suponía que debía
ser mi pupila. – También te voy a llevar al colegio, te ayudaré con los
deberes y, si quieres, jugaré contigo.
– ¿A qué zabez jugar? – preguntó ella deteniéndose por un momento en
mitad del salón en ademán desafiante, como si alguien de mi edad fuese
incapaz de jugar a algo divertido.
– Pues no sé, ¿al escondite?, ¿al parchís…?
¿A qué jugaban las niñas de 7 años hoy en día? Empezaba a sospechar que
aquella descarada chicuela no era de las que jugaban con muñecas.
– ¿Al parchíz? – repitió ella riendo burlonamente. Definitivamente, aquella
niña me empezaba a dar cien patadas.
– ¿A qué te gusta jugar a ti?
No me contestó. Se limito a lanzarme una mirada despreciativa antes de
encaminarse hacia las escaleras murmurando algo por lo bajo que no
conseguí descifrar.
El piso de arriba se dividía en dos alas. Yo seguí a la niña a la de la
izquierda, donde había tres dormitorios y una sala de estar decorada con
motivos infantiles y repleta de juguetes de todo tipo. Imaginé que el ala
derecha estaba reservada a su madre, pero me abstuve de preguntar al
respecto.
– Ezte ez tu cuarto… – indicó Paula señalando una puerta. – Eztá al lado
del mío – agregó en tono fúnebre, como si semejante circunstancia le
molestara extraordinariamente. Me iba a costar lo mío hacerme con aquella
criatura, estaba claro.
Mi habitación constaba de una cama king–size, baño privado y un vestidor
espacioso, aunque lo mejor eran las maravillosas vistas al mar y a la
montaña que se divisaban desde la terraza. Si se tratase de otro tipo de
misión, hubiese saltado de pura alegría.
Deshice la maleta mientras Paula me observaba con gesto inquisitivo
formulando preguntas a cada cual más impertinente. La niña era inteligente
y curiosa, con una madurez mental superior a la correspondiente a alguien
de su edad. Debía tener cuidado con ella, no fuera a ser que por su culpa
echara a perder mi misión en esa casa.
Cuando terminé de colocar toda mi ropa en los armarios del vestidor,
propuse:
– ¿Qué tal si me enseñas ahora el resto de la casa y el jardín?
Me convenía hacerme una idea, cuanto antes, del sitio donde iba a pasar
las próximas semanas.
– Dicez que te guzta jugar al ezcondite, ¡cuenta veinte y a ver zi me
encuentraz! – respondió la niña con una sonrisa traviesa antes de abandonar
la habitación como una exhalación sin darme tiempo a reaccionar. Fui tras
ella de inmediato; no parecía buena idea perder de vista al objeto de mis
cuidados apenas media hora después de mi llegada. Bajé las escaleras de
dos en dos, pero ella me llevaba cierta ventaja y desapareció de mi vista en
cuanto atravesó la puerta de acceso al jardín.
La busqué, aprovechando la ocasión para recorrer el exterior de la casa,
localizar con disimulo todas las cámaras de seguridad y valorar las
posibilidades de escalar la ancha tapia que rodeaba la propiedad. Puede que
algún día tuviese que irme de allí y no precisamente por la puerta principal.
El jardín era más grande de lo que había supuesto en un primer momento,
pues en la parte de atrás se ocultaba un amplio terreno en el que había una
pista de tenis y media cancha de baloncesto con un suelo perfectamente
nivelado. El césped, verde y exuberante, estaba recién segado, y los árboles,
altos y frondosos, protegían de un sol que empezaba a apretar con fuerza en
las horas centrales del día. Terminé de recorrer la finca sin conseguir
encontrar a Paula. ¿Dónde demonios se habría escondido esa cría? De
pronto recordé la piscina. ¿Y si se había caído dentro y no sabía nadar?
¡Santo Dios! Corrí hasta detenerme en el mismo borde de aquel
espectacular rectángulo de agua cristalina, pero me tranquilicé al comprobar
que estaba vacío. Unos pasos sigilosos me advirtieron de la presencia de
alguien a mis espaldas, aunque no tuve tiempo de reaccionar. Un empujón a
la altura de las caderas me hizo perder el equilibrio y caer al agua como un
saco de cemento. ¡Endemoniada niña!
Salí a la superficie tosiendo y con la respiración entrecortada por la
temperatura del agua, algo baja todavía a aquellas alturas del año.
Enseguida localicé a Paula, que se reía con descaro de su diablura a unos
pasos de distancia. Trepé por el bordillo roja de ira antes de decir:
– ¡Muy graciosa, guapa!, creo que voy a tener que hablar con tu madre…
– ¡Puez habla!, yo zolo penzé que teníaz calor… – replicó la insolente
criatura mientras yo sacaba rápidamente mi iPhone del bolsillo tratando
inútilmente de salvarlo.
– ¿Sabes nadar? – pregunté tras constatar que el móvil no hacía amago de
encenderse. Era un teléfono facilitado por el departamento de informática
de la comisaría en el que, afortunadamente, no tenía fotos ni archivos
personales que pudiera perder.
– ¡Puez claro que zé! – respondió ella con gesto despreciativo sin parar de
reír – A ver zi te pienzaz que zoy tonta.
– Perfecto entonces – murmuré antes de dejarme llevar por el impulso de
alzarla entre mis brazos para lanzarla al centro de la piscina de un rápido
movimiento. Ella emergió a la superficie dando berridos como si la
estuviesen matando, y de inmediato comprendí que aquella reacción tan
impulsiva podría dar al traste con toda la operación. ¡Jesús!, el comisario
me mataría con sus propias manos, y si no lo hacía él, lo haría Arribas.
¿Cómo demonios se me había ocurrido actuar así?
En seguida acudí a auxiliar a la niña para salir de la piscina, pero ella
declinó la mano que le ofrecía y salió por sus propios medios antes de
dirigirse a grito pelado hacia la entrada de la casa, lugar en el que Diana
Salazar observaba la escena con gesto sorprendido.
¡Ya me podía dar por despedida!
– ¡Diana!, ezta no noz vale, ¡me ha tirado a la pizcina!
– Ya te he dicho mil veces que me llames mamá – replicó la aludida
mirándome con una chispita de burla en los ojos.
– Bueno, puez mamá, ¡dezpídela enzeguida! – exigió la niña roja de rabia.
– Lo siento – intervine acercándome a ellas. – Ha sido un acto reflejo –
traté de disculparme con aire apurado.
– Paula, vete a poner algo seco. Y luego pides disculpas a Verónica por lo
que has hecho – dijo entonces su madre dejándome bastante sorprendida.
– ¡No ez juzto!, ¿y a ella qué? ¿No le vaz a regañar?
– No tengo motivo – sentenció Diana Salazar con una sonrisa divertida. –
Además, ¡recuerda que cada acción tiene su reacción! Y ahora, obedece y
ve a cambiarte – agregó señalando el interior de la casa.
Paula me lanzó una última mirada rencorosa antes de obedecer a su madre
y alejarse con gesto cabizbajo. Yo me removí inquieta en el sitio tratando
inútilmente de separar la camisa empapada de mis pechos y pensando en
algo ingenioso que decir para quebrar el incómodo momento. Debía de
tener una pinta espantosa.
– No tendría que haber actuado así – me disculpé de nuevo. – No sé muy
bien cómo he podido…
– ¡No te preocupes! – me interrumpió Diana dirigiéndome una mirada
valorativa. Parecía divertida por la situación y reconozco que me hubiese
encantado saber lo que en aquel preciso momento opinaba de mí. – Es
importante que Paula te respete desde el primer día, de lo contrario te va a
hacer la vida imposible.
– Sí, claro… ehhhh gracias por… por la confianza – logré decir
torpemente antes de quitarme las zapatillas y entrar en la vivienda con toda
la dignidad de la que fui capaz a pesar del lamentable aspecto que debía
ofrecer. Subí las escaleras con la sensación de estar siendo observada desde
abajo por la dueña de la casa. Me costó lo mío resistir la tentación de girar
la cabeza para comprobarlo, aunque hubiese jurado oír una risa amortiguada
a mis espaldas.
Creo que empecé a odiar a Diana Salazar en aquel preciso momento.
CAPÍTULO 4.
DIANA.
– ¿Todo correcto, entonces? – pregunté a Diego contemplando cómo se
encendía uno de sus apestosos Marlboro mientras la suave brisa procedente
del Mediterráneo nos acariciaba el rostro. Se trataba de uno de aquellos
atardeceres mágicos de la isla de Mallorca en los que, cuando el tiempo lo
permitía, nos sentábamos en los cómodos sillones del jardín sin otro
objetivo que el de charlar observando las infinitas tonalidades que
iluminaban el cielo antes del anochecer. Lejos quedaba la vida tortuosa y
accidentada que habíamos dejado al otro lado del océano y que
empezábamos a recordar como una especie de pesadilla de tintes difusos.
– Todo correcto – confirmó él recostándose en su sillón de mimbre
trenzado antes de dar una intensa calada al cigarro y expulsar el humo en
espirales ascendentes. – Su expediente académico es real y en el colegio en
el que trabajó hablan maravillas de ella.
– ¡Perfecto! – musité en tono distraído al tiempo que mi mente se
obstinaba en recordar el momento en el que, días atrás, aquella niñera de
mirada inteligente y cuerpo escandalosamente sexi salió hecha una furia de
la piscina con la ropa empapada después de que Paula la empujara a
traición. La chica tenía carácter, desde luego. No puede evitar sonreír al
recordar el episodio.
– ¿Qué tal se lleva con Paula?, ¿ha conseguido hacerse con ella?
– Bueno… de momento se ha ganado su respeto. Ya es más de lo que
consiguieron las otras.
– Eso es bueno.
– A veces me pregunto si no hubiese sido mejor buscarle a la niña una
familia normal… – comenté acariciándome inconscientemente el mentón
con aire reflexivo.
– ¿Normal? – repitió Diego en tono inquisitivo.
– Sí, ya sabes, algo más convencional: un padre, una madre, hermanos… y
no alguien como yo.
– ¿Cómo tú?
– Sí, ya sabes. ¿Tú crees que soy un buen ejemplo para una niña?
– Por supuesto que sí. Además, es obvio que te empieza a querer.
– También me pregunto cómo sería mi vida si hubiese tomado otras
decisiones en ciertos momentos – admití meditabunda mientras estiraba
perezosamente la espalda – Aunque son pensamientos absurdos; no se
puede retroceder en el tiempo y menos aún reescribir la historia.
– ¿Eso es lo que querrías?, ¿reescribir tu historia? – preguntó mi antiguo
guardaespaldas en tono socarrón al tiempo que sacudía la ceniza del cigarro
sobre el césped.
Yo consideré la cuestión durante unos segundos antes de contestar.
– No me arrepiento de mi pasado, pero por primera vez me planteo qué
tipo de persona sería de haber crecido en otro ambiente.
– ¿Acaso importa, a estas alturas?
– Supongo que no – reconocí encogiéndome de hombros con gesto
desganado. ¿Por qué demonios me daba por pensar semejantes cuestiones
en los últimos tiempos?
Un ruido a mis espaldas me hizo girar la cabeza con brusquedad buscando
inconscientemente con la mano la pequeña Glock 26 que tiempo atrás solía
llevar oculta en mi cintura, pero detuve el movimiento en cuanto recordé
que el arma estaba convenientemente guardada en una de las dos cajas
fuertes de las que disponía la casa. Me relajé de inmediato tras vislumbrar a
Verónica caminando por el jardín con gesto de fastidio. Miraba a su
alrededor buscando algo, o a alguien, y no era muy difícil imaginar a quién.
Su cuerpo se tensó en cuanto cruzó su mirada con la mía, aunque en seguida
esbozó una sonrisa que me pareció algo estudiada. Después se acercó a
nosotros con paso contenido retirándose un mechón de pelo de la cara con
un gesto lleno de encanto. Yo aproveché para observarla con disimulo.
Aquella chica me intrigaba; apenas llevaba una semana en la casa, pero la
actitud solícita y mesurada con la que se comportaba en mi presencia
contrastaba vivamente con el fuego que, en ocasiones, desprendía su
mirada, como si hubiese algo que la mantuviese en constante alerta. Vestía
unos vaqueros ajustados que resaltaban sus piernas, largas y esbeltas, y la
camiseta de manga corta que llevaba dejaba al aire unos brazos definidos
que sugerían un cuerpo esculpido a golpe de gimnasio.
– Buenas tardes – saludó manteniendo la sonrisa. Admito que, por un
instante, deseé que aquella atractiva mujer no fuese una empleada mía, sino
una de aquellas sofisticadas escorts con las que de tanto en cuanto me
citaba cuando el cuerpo me pedía guerra. Quizás Diego tuviese razón y
había llegado el momento de intentar conocer a alguien, de mantener
relaciones en las que implicarme emocionalmente. ¿Sería capaz de hacerlo?
Lo dudaba. Además, ¿qué sabía yo de relaciones amorosas? Nada en
absoluto.
– ¿Has perdido de nuevo a Paula? – preguntó Diego con una risita, pues no
había cosa que más le divirtiera que las diabluras de la niña.
– Me temo que sí – admitió la chica con gesto de resignación. – En cuanto
me ha visto sacar el libro de lectura, se ha escondido y no consigo dar con
ella.
– ¿Cuál estáis leyendo? – intervine yo dejándome llevar por la curiosidad.
– “El principito” – respondió ella manteniéndome la mirada. Tenía unos
ojos de un color extraño, entre verdes y grises, aunque en ese preciso
momento, bajo la luz anaranjada del atardecer, se veían asombrosamente
verdes.
– ¿De Saint – Exupéry? – inquirí yo retóricamente, disimulando una
sonrisa divertida. – ¡No me extraña que la niña se esconda, es un auténtico
tostón! – agregué con la intención de pincharla un poco.
– Bueno, a mí me parece todo un clásico, aunque reconozco que no todo el
mundo logra apreciar las enseñanzas del autor – repuso ella en lo que me
pareció un reproche, no del todo sutil, hacia mis palabras.
– ¿Cómo cuales…?
– Pues… el ensalzamiento de la amistad y de la generosidad, por ejemplo.
– Amistad y generosidad – repetí con una sonrisa burlona. – Falta le hacen
a Paula, la verdad, pues en el colegio no hace más que pelearse con los
demás. Con todos menos con ese otro diablo de Quiang del que tanto habla
últimamente, que debe de ser también de la piel de Barrabás.
– No seas tan dura con ella, Diana. La niña tan solo se defiende – intervino
Diego, como siempre, excusándola de toda responsabilidad. – Si se pelea,
tendrá motivos para ello.
– Bueno, será mejor que te ayude a buscarla – ofrecí dirigiéndome de
nuevo a Verónica e incapaz de resistirme al súbito impulso de pasar un
tiempo a solas con ella.
– Claro… – aceptó ella con aire de desconcierto, como si le incomodara
quedarse a solas conmigo.
– Empecemos por la parte de atrás del jardín – propuse levantándome de
mi asiento y dedicando un gesto de despedida a Diego, que me lo devolvió
con una sonrisa torcida. – Y ahora, cuéntame, ¿cómo es su nivel de lectura?,
¿es tan atrasado para su edad como me dicen en el colegio? – pregunté en
cuanto nos alejamos unos pasos.
– Un poco – admitió ella lanzándome una ojeada de refilón. – Aunque es
muy lista; estoy segura de que en un par de meses leerá y escribirá como el
resto de los niños de su clase.
– Teniendo en cuenta que es el primer año al que acude a un colegio con
cierta regularidad, me doy por satisfecha.
– Por supuesto, estoy segura de que acabará siendo una gran estudiante.
– Esperemos que sí.
– Por cierto, gracias por el iPhone nuevo. No era necesario, de verdad.
– Por supuesto que sí. Además, este modelo se supone que se puede mojar,
aunque te sugiero que no te vuelvas a poner en el borde de la piscina con
Paula suelta por ahí…
La conversación fluyó durante un tiempo mientras recorríamos lentamente
el jardín llamando de tanto en cuanto a la desaparecida, que seguía sin hacer
acto de presencia. Admito que, por una vez, agradecí la terquedad de la
niña, pues ello me dio la oportunidad de charlar largo y tendido con aquella
chica de mente ágil y mirada inquisitiva. Hablamos de Paula, de los
innumerables atractivos de la isla de Mallorca y de los motivos que nos
habían llevado a trasladarnos allí. Los míos eran todos falsos, por supuesto,
aunque no dejaba de darle vueltas a lo que alguien tan aparentemente
formal pensaría de mí si supiera de mi pasado. Nada bueno, sin duda,
aunque ¿desde cuándo me importaba tanto la opinión de los demás?
– ¿Y no echa de menos Colombia? – me preguntó en un momento dado
tras sentarnos, a petición mía, en uno de los bancos de piedra de la parte
trasera del jardín. Me seguía llamando de usted, lo cual sonaba un poco
ridículo, pero dejé que continuara utilizando aquella fórmula protocolaria
precisamente porque intuía que le molestaba, cosa que me hacía cierta
gracia.
– No creo que se pueda echar nada en falta viviendo en esta isla, la verdad
– dije evasivamente arrancando una brizna de césped para deshacerla entre
mis dedos, una costumbre que repetía cada vez que tenía hierba al alcance
de mis manos.
– Bueno, es difícil no añorar ciertas cosas del sitio donde hemos nacido –
comentó ella en tono reflexivo. – ¿A qué se dedicaba en su país?
– A negocios varios, sobre todo de hostelería y restauración – respondí sin
faltar del todo a la verdad.
– No le ha ido nada mal, desde luego – comentó ella con una sonrisa, ¿algo
socarrona, quizá?, mientras realizaba un significativo gesto con las manos
señalando a nuestro alrededor.
– Cierto, no me ha ido mal.
– Y aquí, ¿también se dedica a la hostelería?
– Digamos que aún estoy estudiando el terreno.
¿Por qué empezaba a tener la impresión de que algunas de sus preguntas o
comentarios tenían un doble sentido? Quizá me había convertido en una
completa paranoica. Debía empezar a vivir sin considerar a todo el que se
me acercara como un posible enemigo, aunque había algo en aquella chica
que me perturbaba. Puede que fuera su belleza espontánea y arrolladora, o
la forma en la que, en ocasiones, me observaba disimuladamente, como si
yo fuera un objeto digno del más exhaustivo de los estudios. En cualquier
caso, era hora de admitir que me sentía atraída hacia ella, lo cual podría ser
un gran inconveniente. Nunca me había gustado enredarme con personas
que trabajasen para mí. Además, si mal no recordaba, en la entrevista inicial
se había referido a una ruptura con un novio.
Más me valía olvidarme del asunto.
– Bien, debo irme a hacer una llamada – anuncié levantándome de forma
algo brusca, molesta con mis propios pensamientos. – No te olvides de leer
un rato con Paula en cuanto la encuentres – agregué en un tono de voz algo
más serio del que me hubiese gustado emplear. Al fin y al cabo, ella no
tenía culpa alguna de mis desvaríos mentales.
– Por supuesto – le escuché decir a mis espaldas.
Me alejé sin contestar.
CAPÍTULO 5.
VERÓNICA.
– Entonces, ¿me vas a contar de una vez por todas cómo es ella en
persona? – preguntó Melania mientras se agachaba distraídamente a recoger
una piedra medio enterrada en la arena para lanzarla con fuerza mar
adentro. Yo no respondí en seguida. Me giré mirando hacia atrás con aire
inquieto; aunque improbable, no descartaba del todo que Diana Salazar
hubiese ordenado que me vigilaran durante un tiempo. Sentía escalofríos
solo de pensar en lo que aquella mujer podría hacer si averiguase mi
identidad. – Tranquila, he hablado personalmente con la patrulla de apoyo y
nadie te sigue – añadió mi amiga y compañera tras percatarse de mi gesto.
– Últimamente estoy un poco paranoica – respondí con un suspiro
resignado. Confiaba en mis compañeros, pero no dejaba de vivir con una
sensación de peligro que me tenía en constante alerta.
– Tranquila, no debe de ser fácil vivir en la casa del lobo.
– No mucho, la verdad.
– Ahora, háblame de ella – exigió Mel propinándome un ligero empujón
en el hombro mientras seguíamos caminando hacia el otro extremo de la
playa. Cualquiera que nos viera pensaría que no éramos más que un par de
chicas paseando descalzas sobre la arena e intercambiando confidencias
amorosas durante el ocaso de un domingo especialmente caluroso para la
época.
– ¿Qué quieres que te diga? – pregunté observando el mar infinito sin
saber muy bien cómo describir a la que se había convertido en los últimos
tiempos, por diversos motivos, en el centro de gran parte de mis
pensamientos. – Es inteligente, reservada y, por lo que sabemos de ella,
peligrosa…– terminé por decir pasados unos segundos.
– ¡Eso ya lo sabía! – exclamó Mel en tono de queja. – Me refiero a cómo
es en las distancias cortas. ¿Es tan guapa como en las fotos?, ¿es amable o
antipática?, ¿cómo se comporta contigo?
– Es guapa, sí – admití a regañadientes tras inspirar con fuerza una
bocanada de aire marino – Tiene una especie de…– me interrumpí por un
instante, buscando las palabras adecuadas – de encanto natural que a veces
te hace olvidar quién es en realidad.
– ¡Pues no te conviene olvidarlo ni por un segundo! – replicó Mel
lanzándome una mirada de advertencia. – Es una tía peligrosa.
– Lo sé, tranquila; era solo una forma de hablar – aclaré de inmediato un
poco abochornada. ¿Desde cuándo pensaba que aquella especie de
monstruo tenía algo parecido a encanto?
– ¿Y de qué habla cuando está contigo?
– Generalmente de la niña, aunque tampoco creas que coincido demasiado
con ella – respondí recordando aquella extraña conversación mantenida en
el jardín de la casa, días atrás, en donde por primera y única vez había
hablado con ella de cuestiones externas a la educación de Paula. Desde
entonces tenía la sensación de que me evitaba, aunque lo mismo eran
imaginaciones mías.
– ¿Y de verdad no has visto que haga algo sospechoso? Ya me ha dicho el
jefe que solo sale de la casa para ir de compras, hacer deporte en el club
deportivo o recorrer la isla con el coche.
– No he detectado nada que pueda considerarse como sospechoso, aunque
a veces se encierra en su despacho con el ordenador a hacer vete tú a saber
qué.
– ¿Tampoco tiene visitas que puedan considerarse extrañas?
– Tampoco.
– Estate alerta. Algo me dice que no se ha instalado aquí para hacer
turismo y deporte…
– Te aseguro que lo estoy. Si trama algo, lo averiguaré.
– Por cierto, ¿qué tal es la niña?
– Es una pequeña bestezuela, digna hija de su madre – respondí esbozando
una leve sonrisa. La pequeña Paula era insoportable y no dejaba de intentar
convertirme en el blanco de la mayoría de sus bromas, aunque debía admitir
que, a veces, me hacía cierta gracia.
– Te estás ganando el cielo, sin duda alguna.
– Con que me gane el rango de subinspectora cuando termine la misión,
me conformo – repuse deteniéndome un momento en deshacer con el pie
una pequeña montaña de arena que algún niño se habría entretenido en
construir. – Por cierto, ¿cómo van las cosas por la comisaría?
– Un poco lo de siempre, ya sabes, a pesar de que ahora estamos hasta
arriba con una banda que se dedica a vender éxtasis adulterado.
– ¿Y los compis?, ¿cómo están?
– Bien, aunque no hacen más que preguntar por ti. Saben que estás en una
misión de incógnito, pero desconocen cual.
– La verdad es que os echo de menos – admití con voz quejumbrosa
dejándome llevar por la nostalgia. Aunque hacía poco más de un año que
me había incorporado a aquel equipo, me sentía plenamente integrada en él.
– Cuando vuelvas, lo celebraremos por todo lo alto, pero invitas tú, ¿eh? –
propuso Mel en tono festivo, tratando, quizá, de quitar hierro a la
emotividad del momento.
– De acuerdo – respondí sonriendo – pero elegiré yo el sitio. No pienso ir a
uno de esos locales de mala muerte que tanto os gustan.
Continuamos el paseo hablando un poco de todo, aunque he de reconocer
que la imagen de Diana Salazar se filtraba de tanto en cuanto en mis
pensamientos como una invitada inoportuna.
Deseé, una vez más, averiguar cuanto antes algo que me permitiera dar por
finalizada la misión y recuperar mi vida.
CAPÍTULO 6
DIANA.
– Entonces… ¿me está usted invitando a que saque a la niña del colegio? –
pregunté en tono de fingida inocencia a la directora de aquel elitista colegio
considerado el mejor de toda la isla. La mujer, de aspecto estirado y dientes
de conejo, me observó ceñuda tras sus gafas de montura dorada. No sé por
qué, pero por teléfono me había imaginado a una señora gordita y con
moño, y no a aquella especie de escoba desvencijada de modales un tanto
impertinentes.
– Veo que, por fin, lo ha comprendido usted – replicó consultando
descaradamente la hora en el reloj de su móvil y removiéndose inquieta
sobre el acolchado sillón de terciopelo rojo detrás de su escritorio.
– Pero estamos casi a finales de curso – objeté tratando de razonar, una vez
más, con aquella pedazo de idiota antes de tener que utilizar la artillería
pesada. No tenía ninguna intención de sacar a Paula del colegio a aquellas
alturas del curso, sobre todo desde que parecía que la niña empezaba a
integrarse con el resto de los compañeros. – Además, es normal que mi hija
se defienda si se meten con ella.
– La violencia nunca es la solución, señora Salazar.
¡Bruja estúpida!; aquella mujer estaba agotando mi paciencia.
– Ya le he explicado a Paula que así no se deben hacer las cosas. Estoy
segura de que la próxima vez acudirá a la profesora en vez de tomarse la
justicia por su mano.
– Ya hemos hablado de eso. No es política de este colegio admitir alumnos
que se lían a puñetazos a la primera de cambio. Además, los padres del otro
niño están pensando en demandar al colegio, ¿lo sabía?
– ¿Y saben los padres del otro niño que su querido angelito llamó a mi hija
“inmigrante” y “niña sin padre”, entre otras lindezas? – pregunté en tono
cansino, aburrida ya de hablar con aquella vieja arpía.
– La decisión está tomada. Lo siento – sentenció la mujer con terquedad
antes de levantarse de su asiento y dar tácitamente por finalizada la reunión.
Yo valoré con rapidez mis opciones. Quizá debería enviar a Diego para que
susurrara unas cuantas lindezas al oído de aquella insoportable mujer, pero
en seguida deseché la idea al recordar mi firme propósito de evitar
comportamientos impropios de la nueva vida que había decidido abrazar.
Era mejor actuar con formas más diplomáticas.
– He escuchado que el colegio ha comprado el terreno de al lado para
ampliar las instalaciones deportivas – dejé caer como quien no quiere la
cosa. La mujer me observó con un renovado brillo de interés en los ojos. –
Yo podría sufragar los costes de construcción, quizá – añadí mostrando las
palmas de las manos en ademán amistoso.
– Bueno, admito que eso podría cambiar las cosas – declaró ella
sentándose de nuevo tras valorar mi propuesta durante unos segundos.
Después me dedicó una sonrisa lobuna que me provocó cierto repelús –
¿Sufragaría todos los gastos, dice usted? – preguntó a continuación con una
voz dulce como la miel y haciendo hincapié en la palabra “todos”. No era
de extrañar. Sabía de sobra que aquella vieja cacatúa no era solo la directora
del centro, sino que poseía también un buen puñado de acciones del mismo
que le hacían participar en el reparto de beneficios.
– Todos – repetí yo manteniéndole la mirada. – Aunque tendría usted que
garantizar que no se va a repetir lo de hoy, por supuesto. Quiero que vigilen
a mi hija más de cerca para evitar un episodio similar y, ya que estamos,
que alejen de ella a ese pequeño acosador.
– Por supuesto, podríamos cambiar al niño a otra clase y hablar con la
profesora de su hija para que esté más atenta, no se preocupe – contestó la
mujer en un tono de lo más complaciente.
Quizá debería de haber empezado por hablar de dinero desde un primer
momento. Me habría ahorrado media hora de tediosa conversación con
aquella momia.
– Y no se olvide de reservar la plaza de Paula para el año que viene.
– ¡Faltaría más! Estoy segura de que el próximo curso Paula conseguirá
alcanzar, sino superar, el nivel lectivo del resto de su clase. Se nota que
últimamente ha avanzado mucho en este aspecto.
– Bien, me alegra ver que finalmente nos hemos entendido – dije en tono
socarrón tras levantarme de mi asiento. Me estaba cansando de aquella
reunión. – Mañana recibirá la llamada de mi abogado para acordar mi
contribución a la ampliación de las instalaciones de deportivas.
– ¡Estupendo!; estamos en contacto entonces. Le acompaño a la salida –
ofreció, solícita.
– No se preocupe, conozco el camino.
Un impoluto Mercedes oscuro me esperaba aparcado en la calle con Raúl
al volante quien, atento, esperaba para llevarme de vuelta a casa. Raúl, al
igual que Héctor, también había querido cambiar de aires e instalarse en
España trabajando para mí como chófer, aunque, en el fondo, continuaba
siendo mi guardaespaldas.
– ¿Cómo ha ido, jefa? – preguntó el hombre en cuanto me instalé en el
asiento trasero del coche.
– Bien, aunque me ha costado llegar a un entendimiento con esa estúpida
directora.
– ¿Entendimiento de qué tipo? – preguntó el hombre, sonriendo, mientras
se incorporaba a la circulación acelerando con suavidad el pesado vehículo.
– ¿Con plata?
– ¡Qué remedio! – exclamé bajando la ventanilla para dejar entrar un poco
de aire fresco, siempre preferible al aire acondicionado. – La otra opción
era romperle las gafas en toda la cara…
– ¡Aún estamos a tiempo!
– Para en una farmacia en cuanto puedas – ordené obviando su sugerencia.
– Esta mujer me ha dado dolor de cabeza.
Veinte minutos más tarde atravesábamos las puertas de Mon Port. Cada
vez me gustaba más aquella urbanización de avenidas anchas, ambiente
sosegado y paisajismo impecable que constituía mi lugar de residencia.
Además, el hecho de estar habitada por políticos, aristócratas y adinerados
empresarios alemanes la convertían en un oasis de lujo y seguridad que me
proporcionaba suma tranquilidad.
Entré en la casa y me encaminé directamente al cuarto de estudios;
imaginaba que Paula se encontraría allí recibiendo su clase diaria de lectura.
Efectivamente, la niña estaba en su mesa de estudios afanándose en leer un
cuento de letra gruesa y grandes dibujos mientras Verónica, sentada frente a
ella, la corregía con paciencia cuando se equivocaba.
Yo permanecí unos segundos en silencio mientras observaba, inmóvil, la
escena. Aquella chica estaba resultando ser una profesora excelente. Desde
que había llegado, los avances de Paula en lectura, escritura y matemáticas
eran más que notables. Algo me decía que no todo se debía a sus
habilidades docentes, sino al hecho de haber sabido ganarse el respeto de la
niña.
Aproveché el momento para estudiar su rostro, recreándome en cada rasgo
con placentera fascinación, desde el ceño ligeramente fruncido a la boca
amplia y de labios generosos. De nuevo sentí aquella extraña sensación, ese
ligero aumento de las pulsaciones cardíacas que me tenía de lo más
desconcertada. ¿Por qué me pasaba eso? Quizá era hora de utilizar una de
esas aplicaciones de contactos e intentar relacionarme con alguien de una
manera más normal, como lo hacía la gente corriente. Quizá.
– Buenas tardes – saludé entrando en la habitación y apartando de mi
mente tan confusos pensamientos.
– Buenas tardes – contestó Verónica levantando la vista del cuento hasta
fijarla en mí. Su mirada se tornó de inmediato reservada, como si mi mera
presencia le provocara cierta prevención.
– ¡Diana!, digo, ¡mamá! – exclamó Paula levantándose de su asiento y
corriendo hacia mí, feliz de abandonar por un momento la lectura. – ¿Me
han echado del cole? – preguntó a continuación en tono expectante.
– ¡No digas bobadas! – la reprendí – Mañana irás como todos los días,
aunque es la última vez que pegas a otro niño, ¿entendido? Le has dejado el
ojo morado…
– Diego dice que zi alguien me inzulta, zi puedo – replicó ella con gesto
desafiante.
– Bueno, pues yo te digo que no puedes. A partir de ahora, le cuentas a tu
profesora cualquier problema, ¿de acuerdo?
– ¡Mi profezora ez tontízima! Ademáz, ez todo muy aburrido. Zolo me
guzta el recreo, que puedo jugar con Quiang.
– Por lo que sé, ese niño es bastante bruto. ¿No te puedes intentar hacer
amiga de otras niñas…?
– Quiang ez máz divertido. Ademáz, tiene loz ojoz azí – dijo estirándose
los ojos en un gesto que me hizo sonreír.
– Bueno, ya hablamos durante la cena de esto – zanjé la conversación
antes de dirigirme a Verónica, que se había levantado de su asiento y
presenciaba la escena desde un segundo plano. De pronto tuve la tentación
de relacionarme con ella en otro contexto, de derribar aquel extraño recelo
que mostraba hacia mí, aunque, ¿cómo hacerlo sin que pareciera raro?
– Os dejo que sigáis con la clase.
– ¡No!, mamá, por favor, ¡eztoy canzadízima de tanto leer!
– ¡Pero si no llevamos ni quince minutos! – intervino Verónica abriendo de
nuevo el cuento por la página que habían dejado a medias – Venga, leemos
un rato más y lo dejamos.
– Tengo una idea, ¿qué tal si termináis la lectura y nos vamos a cenar
fuera? – propuse dejándome llevar por un súbito impulso.
– ¡Zi!, ¿a dónde? – inquirió Paula entusiasmada, encantada de salir de la
rutina diaria.
– Ya veremos. ¿Te apetece venir, Verónica? – pregunté a continuación en
tono despreocupado, como si me fuera del todo indiferente que aceptara o
no mi propuesta.
– Eh… bueno…– pareció dudar por un momento, como si no supiese muy
bien qué contestar – Sí claro, gracias – aceptó, por fin, con una sonrisa
vacilante.
– ¡Estupendo!; salimos a las ocho y media entonces. Ahora os dejo que
continuéis la lección – dije encaminándome hacia la puerta y haciendo caso
omiso de las protestas de Paula, que me seguía tratando de liberarse del
resto de la clase.
¡Vaya!; aquello prometía ser una velada interesante. Lo mejor es que me
fuera a nadar un rato a la piscina antes de vestirme para la cena. Quizá así
conseguiría mitigar esa incómoda efervescencia que últimamente se
apoderaba de mí en los momentos más insospechados y que, intuía, estaba
relacionada con aquella niñera de mirada cauta y expresión sombría.

VERÓNICA.
Revisé detenidamente mi armario buscando algo apropiado para ponerme,
aunque lo cierto es que tampoco es que tuviese demasiado donde elegir.
Tras pensarlo durante un buen rato, opté por unos pantalones pitillos color
beige y una camisa blanca que me remangué a la altura de los codos.
Completé el atuendo con unas Converse color hueso y contemplé mi
imagen en el espejo de cuerpo entero situado en un extremo de la
habitación. ¡No estaba mal! Aun así, decidí mejorar el conjunto
aplicándome un poco de maquillaje y algo de rímel en las pestañas.
Después fui en busca de Paula, aunque no la encontré en su habitación.
Deduje que estaría con su madre y me dirigí al piso de abajo comprobando
de reojo la hora de mi reloj. Eran las ocho y media en punto.
– ¡Ya noz íbamoz zin ti, que eztabamoz canzadaz de ezperarte! – se quejó
la niña en cuanto me vio aparecer. La paciencia no era una de sus virtudes.
– No le hagas caso, aún es pronto – intervino Diana propinando un
pequeño tirón de orejas a la niña a modo de recriminación.
– Vámonos entonces, señorita impaciente – dije dirigiéndome a Paula y
tratando de no mirar demasiado a su madre, que lucía un aspecto impecable
con un mono gris perla de pantalón ancho y sandalias planas a juego. Lujo
silencioso en estado puro.
Me introduje en el ancho Mercedes que nos esperaba en el jardín ocupando
con Paula la parte de atrás mientras Diana se acomodaba en el asiento del
copiloto. Después, Raúl condujo hasta el centro de Palma y nos dejó a las
puertas de un restaurante italiano con pinta de caro. Un maître de sonrisa
cálida y rostro amable nos dio la bienvenida al restaurante antes de
acompañarnos hasta una mesa engalanada con manteles blancos y cubiertos
brillantes. El ambiente era tranquilo y acogedor, y los camareros se movían
con gracia a nuestro alrededor atendiendo a los demás comensales.
– ¡Yo quiero ezo, lo que eztá comiendo el zeñor gordo! – indicó de pronto
Paula señalando con el dedo a un hombre de mediana edad que comía unos
espaguetis en una mesa cercana a la nuestra.
– ¡Paula, por Dios! – exclamó Diana en tono apurado. – ¡No señales con el
dedo!
– No se debe decir si alguien está gordo o no, es de mala educación –
intervine yo, apurada también, tras percatarme de las miradas furibundas
que nos devolvió el comensal.
– ¡Ah bueno!, que no me acordaba que no ze puede decir lo de gordo… –
repuso la niña en tono desenfadado y sin pizca de arrepentimiento – ¡puez
quiero lo que eztá comiendo el zeñor eze!
– Además, está muy feo referirse a los demás por cuestiones físicas,
¿entendido? – susurró Diana sujetando a su hija por el brazo – ¿No te lo
enseñan en el colegio, o qué?
– ¡Qué va!, zolo noz enzeñan cozaz de letraz y númeroz, todo muy
aburrido.
– Pues con lo que cuesta, ya os podrían enseñar más cosas, la verdad… –
farfulló la colombiana mientras nos sentábamos en la mesa que nos había
adjudicado el maître. Acto seguido abrió la carta buscando el menú infantil
y yo la observé con disimulo mientras fingía estudiar también mi carta,
preguntándome, una vez más, por qué una mujer así no tenía marido, novio
o pareja conocida. Tenía un ligero parecido a esa actriz que hacía de
Wonder Woman, ¿cómo se llamaba?; no lo recordaba, aunque, en cualquier
caso, se trataba de una versión bastante más sexi y perversa.
– ¿Ya sabes lo que quieres? – preguntó, de pronto, clavando su mirada en
la mía y sonriendo con condescendencia, como si de alguna manera supiese
que estaba escrutando su rostro.
– Creo que me voy a pedir la lasaña – respondí, avergonzándome de sentir
que un ligero rubor ascendía por mis mejillas. ¿Por qué la presencia de
Diana Salazar me perturbaba tanto?
Hicimos nuestros pedidos al camarero y lo que se inició como un
intercambio de palabras algo torpe entre las dos únicas adultas de la mesa se
convirtió en una intensa conversación sobre todo tipo de temas a pesar de
las interrupciones de Paula, que reclamaba constantemente nuestra atención
hasta que se me ocurrió sintonizarle unos dibujos en mi teléfono móvil.
Charlamos sobre viajes, sobre las diferentes costumbres de nuestros
respectivos países y sobre las Islas Baleares, pero cuando empezamos a
hablar de política, una vez que el solícito camarero nos trajo los postres,
saltaron chispas.
– Así que… ¿de verdad eres contraria a la recaudación de impuestos? –
pregunté utilizando deliberadamente el tuteo por primera vez desde que la
conociera. Ella me observó con gesto divertido, como si llevara tiempo
esperando a que lo hiciera.
– Yo no he dicho exactamente eso – replicó cortando cuidadosamente un
trozo de su tarta de queso con el tenedor. Se habría criado en la calle, pero
sus modales en la mesa, al igual que fuera de ella, eran exquisitos. – Solo
digo que, por lo general, el dinero está mejor en manos del ciudadano que
del gobierno de turno.
– ¿Y qué hay del estado del bienestar? – planteé en tono un tanto
beligerante – ¿y de un reparto más equitativo de la riqueza?
Me empezaba a dar la sensación de que aquella cretina llevaba un rato
llevándome la contraria más por afición que por convicción.
– ¿El estado del bienestar? – repitió con indolencia tras dedicarme una
sonrisa de blanquísima dentadura que, por algún motivo, me irritó – Eso no
es más que una excusa para mantener un sistema burocrático y costoso que
desalienta la eficiencia económica. Es un hecho que los impuestos elevados
limitan la inversión privada y el crecimiento económico, lo que lleva a un
estancamiento y a una menor creación de empleo.
– Eso no es cierto. Hay numerosos ejemplos en la actualidad en donde se
puede comprobar que el crecimiento económico no está reñido con un
reparto más justo de la riqueza – repliqué, combativa, negándome a dar mi
brazo a torcer frente a unos argumentos esgrimidos osadamente por quien
había hecho fortuna a base de pisotear todas las leyes habidas y por haber.
– ¿Por qué habláiz de ezo tan aburrido? – intervino de pronto Paula
levantando la vista de la pequeña pantalla del teléfono móvil. – ¿Eztáiz
dizcutiendo? – agregó mirándonos alternativamente a su madre y a mí con
gesto intrigado.
– No; simplemente intercambiamos opiniones sobre ciertos temas –
respondió Diana aprovechando el momento para pedir la cuenta al camarero
con un gesto y dando, quizá, por zanjada la conversación.
– ¡Zí que dizcutíaiz! – insistió la niña esbozando una sonrisa traviesa. –
¿Quién ha ganado?
– No sabría decirte – rio Diana mirándome fijamente a los ojos, como si
quisiera enviarme un mensaje no del todo velado, aunque… ¿cuál?
Confieso que me estremecí, y por un instante me pregunté si no sospecharía
algo de mí. ¡Más me valía que no! – Aunque creo que a ninguna de las dos
nos gusta perder…
De vuelta a casa, me ocupé de sacar en brazos a Paula del coche; se había
quedado completamente dormida a mi lado en el asiento trasero.
– Espera, ya la subo yo – dijo Diana extendiendo los brazos hacia mí y
cargando a la niña con delicadeza tras besarla con suavidad en la frente. Yo
la acompañé hasta el dormitorio infantil y la ayudé a ponerle el pijama a
Paula mientras pensaba que aquella escena desprendía un aire entrañable.
En seguida me reprendí. No debía ablandarme; Diana Salazar era una
delincuente y yo tenía una misión que cumplir. Punto.
Ya en mi dormitorio, me desvestí con el ánimo inquieto. Me veía incapaz
de meterme en la cama y más aún de conciliar el sueño. Valoré salir a la
terraza a tomar un poco el aire fresco, pero preferí bajar al jardín y darme
una vuelta. Quizá así conseguiría tranquilizarme.
La brisa nocturna, húmeda y fresca, me golpeó el rostro provocándome
una sensación revitalizante. Tardé unos segundos a que mis ojos se
acostumbraran a la oscuridad de la noche, pues la luna, en cuarto
menguante, apenas iluminaba. Avancé unos pasos con la intención de
iniciar mi paseo, pero en seguida constaté que no estaba sola. La luz de un
cigarrillo encendido brillaba en mitad de la oscuridad, delatando la
presencia de otra persona en el jardín. Probablemente sería Héctor, aquel
siniestro esbirro que aparecía y desaparecía cuando una menos se lo
esperaba, aunque también podría ser Raúl. Pensé en dar media vuelta y
alejarme de allí, pero un extraño impulso me obligó a hacer justo lo
contrario y acercarme aún más para descubrir la identidad del fumador
nocturno. No tardé en vislumbrar a la mismísima dueña de la casa, quien
me dirigió una mirada curiosa mientras se llevaba el pitillo a la boca para
dar una calada.
– ¿Tú tampoco puedes dormir? – preguntó tras exhalar lentamente el humo
hasta liberarlo por completo en el aire.
– La verdad es que no… – admití agradeciendo la oscuridad que nos
rodeaba. Me sentía casi desnuda vestida solo con un fino pijama de seda. –
No sabía que fumabas – añadí sin saber muy bien qué más decir.
– Lo dejé hace años. Ahora solo me permito fumar uno al mes – explicó
dejando caer un poco de ceniza sobre el césped.
– ¿Y por qué justo hoy? – pregunté, intrigada. Ella me lanzó una mirada
misteriosa que, por alguna razón, consiguió erizarme los vellos de la nuca.
No me contestó. Se limitó a acercarme el cigarrillo a la cara antes de
preguntar:
– ¿Quieres una calada?
Yo abrí la boca para rechazar su ofrecimiento. Nunca he fumado y, de
hecho, es un vicio que me provoca bastante rechazo, pero me sorprendí a mí
misma extendiendo la mano para sujetar con firmeza el cigarro entre mis
dedos índice y corazón. De pronto me identifiqué con Eva a las puertas del
paraíso mientras era tentada por el demonio, aunque en esta ocasión éste
último no estaba representado por una serpiente, sino por una bellísima
mujer que encarnaba todo aquello contra lo que yo estaba obligada a luchar.
Ella me sonrió divertida, como si de alguna manera supiese la peculiar
asociación de ideas que acababa de imaginar. Después, me llevé el pitillo a
la boca y aspiré una calada. La boquilla estaba ligeramente húmeda, pero
aquel detalle que, por lo general, me hubiese dado bastante repelús, me
provocó, por el contrario, una morbosa satisfacción. Expulsé el humo
atrapado en mi garganta hacia el exterior y le devolví el cigarro tratando de
controlar los latidos de un corazón que, de pronto, latía desbocado.
– Hacía mucho que no daba una calada a un cigarro – dije esforzándome
en mantener la compostura. ¿Se puede saber qué me ocurría?
– ¿Desde tu época adolescente, quizá?
– ¿Cómo lo sabes…?
– Ni te has tragado el humo, ni sabes coger el cigarro. Es obvio que nunca
has fumado salvo unas cuantas caladas compartidas a la salida del colegio.
– ¡Cierto! – admití admirando su poder de deducción. – Y tú, ¿lo echas de
menos?
– ¡Cada día! – exclamó arqueando las cejas en un gesto que, si era posible,
resaltaba aún más la armonía de sus rasgos. – Aunque me alegro de haberlo
dejado. No me gusta tener que depender de nada, y mucho menos de una
sustancia que poco a poco te va matando.
– Bueno, hay cosas peores…
– ¿Cómo cuáles?
Su voz, de pronto, parecía algo cautelosa.
– No sé, otras sustancias bastante más peligrosas – respondí en tono
ambiguo. Estaba entrando en un terreno pantanoso y mi sentido común
clamaba por que volviera al dormitorio cuanto antes, pero la curiosidad me
hizo ignorarlo.
– ¿Te refieres a las drogas…?
– Por ejemplo.
– A estas alturas de la película, solo los idiotas caen en ese tipo de vicios.
– Es una manera algo simplista de ver el asunto – repliqué con un deje de
acritud, sorprendida de que aquella mujer tuviese la caradura de opinar así
sobre aquellos gracias a quienes, precisamente, se había hecho rica. De
inmediato me arrepentí de mis palabras, no solo porque no fuese adecuado
dirigirme de esa forma a quien supuestamente era mi jefa, sino porque la
gélida mirada que me dirigió ésta me hizo recordar, una vez más, que
aquella mujer podía llegar a ser peligrosa.
– ¿Simplista? – repitió arrastrando cada sílaba, visiblemente molesta.
Comprendí que no le había sentado del todo bien mi apreciación.
– Quiero decir que hay gente bastante débil que no es consciente del
peligro que corre al jugar con ciertas cosas.
– Yo diría más bien que hay gente lo suficientemente estúpida como para
jugar con esas cosas a pesar de todas las advertencias que, seguro, han
recibido. ¡Así de simple! – sentenció en tono despectivo recalcando la
última palabra. Después se agachó para apagar el cigarrillo contra el suelo
en un ademán desganado.
– Bien, será mejor que me retire a mi dormitorio. Es muy tarde ya… – me
excusé sensatamente sin querer alargar más aquella perturbadora
conversación.
– Buenas noches – se despidió ella entrecerrando ligeramente los ojos con
ese gesto que solía hacer de tanto en cuanto, como si quisiera penetrar en lo
más profundo de mi mente y examinar cada uno de mis pensamientos.
– Buenas noches – contesté antes de dar media vuelta y dirigirme hacia el
interior de la vivienda reflexionando sobre el extraño intercambio de
palabras que acabábamos de mantener.
Tardé un buen rato en dormirme, pero cuando por fin lo conseguí,
continuaba sintiendo en la boca la humedad de la boquilla de aquel cigarro.
Reconozco que ese pensamiento fue el que más me inquietó.
CAPÍTULO 7
DIANA.
– ¡Buen golpe! – exclamé con genuina admiración tras constatar que la
pelota de golf golpeada por Diego se quedaba a apenas un par de metros de
distancia del hoyo número 9.
– Admito que ha sido más suerte que otra cosa – confesó mi amigo con
una sonrisa de satisfacción en el rostro. Con su polo Lacoste perfectamente
planchado, sus pantalones blancos de golf y su cara recién afeitada, podría
pasar por uno de aquellos hombres de negocios o padres de familia de
aspecto respetable que abundaban en aquel exclusivo club. – Aunque he de
reconocer que las clases que damos con ese pinche profesor de aspecto
relamido empiezan a dar sus frutos.
– ¡Continuemos! – propuse cargando los palos sobre mi hombro antes de
dirigirme hacia el siguiente hoyo. Aquel deporte me había parecido siempre
un tanto aburrido, pero debía reconocer que, una vez empiezas a practicarlo,
era lo más relajante sobre la faz de la tierra. Además, a Diego le encantaba,
razón por la que solíamos reservar plaza un par de tardes por semana y
jugar unos hoyos mientras charlábamos tranquilamente de nuestras cosas.
– Bien, y ahora, cuéntame por qué quieres que investigue de nuevo a la
niñera – dijo él en cuanto se colocó de nuevo a mi altura, retomando la
conversación que manteníamos minutos atrás.
– No te sabría decir con exactitud – reconocí a la vez que saludaba con un
gesto de cabeza a una pareja de aspecto distinguido que nos observaba con
curiosidad. – Pero hay algo en ella que no me encaja del todo…– me
interrumpí sin saber muy bien cómo explicar con palabras el extraño, pero
firme presentimiento que tenía con relación a Verónica.
– ¿El qué…?
– Para empezar, es inteligente e intuyo que bastante ambiciosa. Te aseguro
que éste no es, ni mucho menos, el trabajo de su vida.
– Bueno, ¡es joven!; puede que para ella no sea más que algo temporal.
Además, no pagas precisamente mal.
– No se trata solo de eso; hay algo en ella que me llama la atención…
quizá sea su manera de moverse, como si estuviese permanentemente en
guardia.
– ¿La manera de moverse? – repitió Diego arrugando el ceño.
– Lo mejor es salir de dudas. Quiero que contrates a alguien en Madrid
para que haga las comprobaciones en persona. ¡Que la investiguen a fondo!
– De acuerdo; mañana mismo me ocuparé del asunto, aunque llevará unos
días...
– Ya imagino, pero que no sean muchos.
– No serán muchos.
– Gracias, Diego – dije tocando afectuosamente su hombro derecho. –Y
ahora, prepárate a perder…
– No cantes victoria antes de tiempo.
Hicimos unos cuantos hoyos más antes de abandonar el club e irnos a
nuestras respectivas casas. Yo me dirigí al cuarto de juegos para pasar un
rato con Paula, aunque, siendo sincera, no era ella la única a la que deseaba
ver.
– ¡Mamá! – exclamó la niña en cuanto me vio aparecer. Le había costado
lo suyo llamarme de aquella manera, aunque de vez en cuando siguiese
utilizando mi nombre de pila. – He acabado la lectura y eztamos probando
el juego ezte de loz bailez – añadió mostrándome la carátula del SingStar de
la Play Station 5 que le había comprado, días atrás, por sus progresos en la
lectura.
– ¿Y es divertido? – pregunté dirigiéndole una mirada cómplice a
Verónica, que había paralizado la canción que debían de estar bailando con
el mando de la videoconsola.
– ¡Zúper divertido!, ¿verdad Vero?
– Claro que sí – contestó la aludida recolocándose un mechón de pelo que
le caía sobre la cara con gesto nervioso. Vestía una camiseta bajo la que se
adivinaba un pecho firme y unos shorts azul marino que le quedaban
escandalosamente bien. ¿Qué tipo de deporte haría para mantener ese
físico?
– ¡Vamoz a hacer un baile para que lo vea mamá!
– Lo mismo prefieres bailar con ella… – señaló Verónica ofreciéndome el
mando ¿con cierto toque de rubor en el rostro, quizá?
– No, no. Mejor hacedlo vosotras y yo os miro – repuse declinando su
propuesta. Sentía una morbosa curiosidad por ver a aquella chica moviendo
el cuerpo al compás de la música. ¿Sería cierto aquel famoso dicho que
vinculaba la forma de bailar con la de moverse en la cama…?
Paula eligió una canción al azar mientras Verónica me miraba de reojo con
gesto de indecisión. Era obvio que aquello le daba vergüenza, lo que me
hizo sonreír, divertida.
– Vamoz, Vero, ¡empezamoz! – dijo Paula sujetando el mando y
comenzando a imitar los movimientos de los bailarines virtuales que se
movían al ritmo de la cantante Tini con su “Emilia”. – ¡Pero azí no, hazlo
como antez, que eztáz perdiendo puntoz – agregó en tono indignado
dirigiéndose a su compañera de baile, quien decidió resignarse y dejarse
llevar por la pegadiza canción! Me sorprendí al comprobar que se movía
bastante bien pues, por lo general, las españolas no tienen ni puñetera idea
de bailar.
Cuando terminó la canción, Paula depositó su mando en mi mano antes de
aseverar:
– ¡Y ahora oz toca a vozotraz!
Estuve a punto de rechazar la propuesta, pero la cara de apuro de Verónica
me hizo cambiar de idea.
– Elegiré una canción para ganar, entonces – dije repasando la lista de
canciones hasta decantarme por el “Señorita” de Shawn Mendes y Camila
Cabello.
– ¿No prefieres bailar tú con tu madre, Paula? – escuché decir a Verónica
en tono esperanzado, tratando, obviamente, de evitar compartir baile
conmigo.
– No, ¡oz toca a vozotraz! – insistió la niña palmeando, divertida, con las
manos.
La canción comenzó a sonar y, tras colocarnos en posición frente a
nuestros respectivos bailarines, Verónica y yo empezamos a ejecutar la
coreografía con bastante precisión. Ella evitaba mi mirada moviéndose con
aparente despreocupación, pero algo me decía que también sentía la
química que, de pronto, parecía flotar en completa libertad dentro de
aquella habitación. En un momento dado, el baile requirió que nos
cruzáramos uniendo por un instante las manos. El contacto echó auténticas
chispas. Era la primera vez que nos tocábamos de forma deliberada y su
piel, cálida y suave, me pareció puro terciopelo.
La canción, con su ritmo acariciante, se extendió durante un tiempo que
me pareció entre infinito y efímero, pues los segundos dejaron de tener
significado y los minutos, sencillamente, desaparecieron. Cuando terminó,
Paula comenzó a dar a voz en grito las puntuaciones coronándome como la
ganadora de la tarde, mientras Verónica y yo nos miramos de reojo con la
respiración acelerada. Por un momento me asaltó la duda de si sería yo la
única de las dos que experimentaba aquella extraña tensión que parecía
conectarnos con un invisible hilo de oro. ¿Se trataban, acaso, de ilusiones
mías? Empezaba a inquietarme semejante posibilidad.
Jugamos hasta la hora de la cena, momento en el que, como cada noche,
Verónica se llevó a Paula a la cocina para tomar la última comida del día
junto a María.
Yo me sentía con un exceso de energía que necesitaba quemar y decidí
cambiarme e ir a la piscina a nadar un rato. Aprovecharía para analizar las
dos ideas que, de pronto, danzaban alocadamente por mi cabeza. La
primera, que aquella intrigante profesora que hacía de niñera de mi hija me
gustaba bastante más de lo que, hasta el momento, había estado dispuesta a
admitir.
La segunda, que algún día sería mía.
Solo tenía que despojarla de esa molesta armadura que parecía lucir a
todas horas y averiguar lo que escondía detrás.
CAPÍTULO 8.
VERÓNICA.
– Mamá dice que no hace falta que me dez máz clazez, que el cole ha
terminado y ya zé leer mejor que nadie – anunció Paula tratando de soltarse
de mi mano mientras caminábamos hacia el cuarto de estudios. Cada vez le
era más difícil escapar de mí. Me había llevado un tiempo descubrir todos y
cada uno de sus escondites, pero ya me los conocía al dedillo.
– Sabes que eso no es cierto, y aunque el colegio ha terminado, tenemos
que dar una clase por la mañana y otra por la tarde.
– Vale, pero no pienzo hacer máz zumaz y reztaz, que eztoy de vacacionez
y tengo que dezcanzar.
– Bueno, ya veremos…
– ¡Puez entoncez no leo!
– Oye rica, leerás cuando yo te diga, ¿entendido? – respondí con una
acritud que, de inmediato, me pareció un tanto excesiva por mucho que la
niña llevase un día inaguantable.
Admito que mi mal humor no se debía a la actitud rebelde de mi pupila,
sino al hecho de que, tras mes y medio viviendo en aquella casa, no había
conseguido averiguar nada de nada. Hasta el mismo comisario se
impacientaba a la espera de unas noticias por mi parte que nunca llegaban,
aunque ¿yo qué culpa tenía? Diana Salazar se comportaba como una de las
tantas extranjeras ricas y despreocupadas que abundaban en la isla, y su
rutina diaria no tenía nada que ver con actividades que pudieran parecer
mínimamente sospechosas. Cuando no estaba jugando al tenis o al golf en
el club deportivo salía de compras o se iba con Paula a hacer algún que otro
recado.
Todo era aparentemente inofensivo. ¿Se me estaría escapando algo por
alto? Quizá debería tratar de acceder a su despacho y hacer una copia del
disco duro de su ordenador, pero aquella habitación era la única en toda la
casa que estaba permanentemente cerrada con llave. ¿Qué escondería allí?
¿Sus cuentas en el extranjero? Con ese tipo de información se la podría
procesar, al menos, por blanqueo de capitales y evasión fiscal.
Sabía que, tarde o temprano, debía averiguarlo. Solo necesitaba abrir la
cerradura sin romperla teniendo buen cuidado de esquivar las siempre
inquietantes y vigilantes presencias de Héctor y Raúl.
– Venga, Paula, ¿qué te parece si leemos un rato y luego jugamos al ping
pong? – propuse en tono conciliador tras tomarla de la mano en un gesto
afectuoso. Ella asintió con la cabeza sin decir palabra y se dejó conducir al
cuarto de estudios todavía enfurruñada.
En el fondo, aquella niña desafiante y descarada me empezaba a caer bien,
y por primera vez me planteé qué sería de ella si su madre finalmente
acabara siendo juzgada y encarcelada. De inmediato sentí que un sabor
amargo invadía mi boca, como si hubiese pegado un sorbo de un licor
pasado y en mal estado. Tragué saliva e inspiré con fuerza tratando de
librarme de tan desagradable sensación, reprendiéndome por aquel
momento de debilidad. ¿Acaso me estaba ablandando? No, claro que no,
aunque últimamente me empezaba a desesperar que el magnetismo que
desprendía Diana Salazar me hiciera olvidar, a veces, el objeto de mi
misión. Una vez más deseé que la colombiana fuese la persona brutal y de
aspecto cerril que en un principio imaginé y no la bellísima mujer de
modales refinados y aguda inteligencia que tanto me desconcertaba.
De pronto recordé el baile que había compartido con ella días atrás, y un
violento escalofrío recorrió la base de mi espalda hasta hacerme encoger el
cuerpo de forma involuntaria. Puede que estuviese empezando a imaginar
cosas como, por ejemplo, que durante aquel inocente juego Diana había
rozado sus manos con las mías un segundo más de lo necesario, o que esas
medias sonrisas que de tanto en cuanto me dirigía, entre indolentes y
burlonas, encerraban un significado oculto.
Más me valía dejar de pensar en tamañas absurdeces y concentrarme en
conseguir información útil para el comisario.
Una voz a mis espaldas, ligeramente ronca y demasiado familiar ya,
consiguió interrumpir de golpe mis elucubraciones.
– Chicas, ¿qué tal si os saltáis la clase por hoy y preparamos un picnic para
bajar a la playa y celebrar la noche de San Juan?
– ¡Ezo, ezo! – gritó de inmediato Paula soltándose de mi mano en busca de
la recién llegada, que la recibió en sus brazos con una sonrisa divertida. Era
obvio que la niña idolatraba a Diana a pesar de que ésta no era, ni de lejos,
una madre al uso. – ¡Vamoz a la playa, que eztoy canzadízima de eztudiaz
– ¡Pero si te has pasado el día jugando y nadando en la piscina! – no pude
dejar de objetar, riendo ante la caradura que se gastaba mi joven pupila y
dudando sobre si la inesperada invitación me incluía también a mí.
– Pero eztoy canzada de leer tanto ayer, ¡ezo! ¿Y qué vamoz a hacer,
bañarnoz en el mar de noche?
– No. Hay que encender una hoguera y saltar encima de ella, o algo así –
aclaró su madre con gesto dubitativo, como si no tuviese del todo claro cuál
era el ritual por seguir según la tradición.
– ¿Van a quemar a alguien en el fuego?, ¿ez ezo?
– ¡Paula, no digas barbaridades!
– Hay que escribir tres deseos en un papel, quemarlos en la hoguera y
saltar tres veces por encima – intervine tras optar por informar de la versión
corta.
– Yo enciendo el fuego, ¿a que zí, mamá?
– ¿Quedamos para salir en una hora? – propuso Diana ignorando la
pregunta de su hija y dirigiéndose a mí con tono de quien no admite un no
por respuesta. Era obvio que me incluía en la invitación.
– De acuerdo, en una hora…
¿Una noche de San Juan con Diana Salazar? Odiaba reconocerlo, pero por
algún motivo que solo el mismísimo diablo podría saber, el plan me
seducía.
Los siguientes sesenta minutos los viví intranquila, como si aquella mágica
noche, la más corta del año, me estuviese previniendo de algo. Últimamente
tenía pensamientos un tanto raros.
A la hora acordada me fui en busca de Paula para bajar con ella al jardín.
Allí nos esperaba Diana, que parecía darle instrucciones a Héctor sobre algo
concreto. Vestía con unos shorts color caqui que resaltaban la curva de sus
piernas y una camisa a rayas que parecía hecha a medida. Yo aparté la vista
de ella obligándome a fijarla en el cielo, de un color anaranjado. Después
cogí la bolsa cargada de pequeños maderos que estaba cuidadosamente
preparada en la puerta de entrada, aunque, para mi sorpresa, Diana me la
quitó de las manos en un gesto que me pareció extrañamente galante y me
dejó la cesta de picnic, bastante menos pesada que lo otro.
Quince minutos después llegamos a la playa con Paula dando grititos de
alegría a nuestro alrededor, contenta de tenernos a las dos a su entera
disposición. Yo miré disimuladamente a mis espaldas hasta localizar la
sombría presencia de Héctor. Era obvio que Diana era una persona muy
precavida. Me pregunté si también nos seguiría algún miembro del equipo
de vigilancia de la policía; en teoría sí, aunque esa posibilidad, de pronto,
me incomodó.
Oteamos a nuestro alrededor en busca de un buen lugar donde situarnos;
había ya algunos grupos de personas encendiendo hogueras a lo largo y
ancho de la playa, aunque en aquella exclusiva zona de la isla imaginé que
no habría tanta gente como en otros sitios. Una vez instaladas, comenzamos
a preparar la hoguera. Nos llevó un buen rato prender el fuego. La ligera
brisa procedente del mar nos dificultaba extraordinariamente la tarea, por
no hablar de las constantes interferencias de Paula, que trataba de intervenir
en la operación hasta que su madre la amenazó con llevarla de vuelta a casa.
Cenamos los deliciosos sándwiches de jamón y queso que nos había
preparado María y esperamos tranquilamente disfrutando de la espectacular
panorámica de la puesta del sol sobre el mar. Cuando la oscuridad hizo acto
de presencia junto a una media luna en fase creciente, escribimos tres
deseos sobre unos papelitos que, previsoramente, había depositado Diana en
el fondo de la cesta de picnic (un momento, ¿desde cuándo me refería a ella
mentalmente solo por su nombre de pila?)
– ¿Cómo ze ezcribe perro?, ¿con una r o doz?
– Con dos – contesté, distraída, mientras observaba con disimulo a Diana
escribir en sus papelitos con expresión concentrada a la luz de la hoguera.
¿Cuáles serían sus deseos?, ¿expandir su negocio por Europa?, ¿vengarse
de algún enemigo de su pasado?, ¿descuartizar a alguien lentamente? Me
hubiese encantado saberlo.
– ¿Y puñetazo?, ¿ze ezcribe con c o con z?
– ¡Paula!, ¿se puede saber qué demonios estás escribiendo? – la regañó su
madre frunciendo el ceño tras doblar cuidadosamente sus notas. – Solo se
pueden pedir cosas buenas. Si no, San Juan no te las concede.
– ¡Puez habérmelo dicho! – se lamentó la niña con gesto de fastidio. –
Ahora tengo que ezcribir otra coza – refunfuñó tachando algo y volviendo a
escribir con su letra gorda y algo emborronada. Yo contuve la risa
considerando que, definitivamente, aquella chiquilla tenía su gracia.
Después me dediqué a pensar en mis deseos, aunque me sentí incapaz de
concretarlos demasiado. La cercana presencia de Diana me distraía tanto
como me tensaba. Finalmente me decanté por todo un clásico: salud, dinero
y amor. Era la mejor manera de no equivocarse.
Saltamos sobre la hoguera tres veces cada una mientras quemábamos los
papelitos y estuvimos un buen rato localizando estrellas con una aplicación
de mi teléfono móvil. Cualquiera que observara la inofensiva escena
pensaría que no éramos más que un par de amigas de toda la vida en
apacible charla junto a una niña; nada más lejos de la realidad.
– Y ahora, ¡cuéntanoz un cuento, Vero! – pidió Paula recién pasada la
medianoche.
– Hoy no, que a tu madre seguro que le aburriría…– contesté tratando de
escaquearme. Últimamente la niña le había cogido el gustillo a mis historias
y me veía obligada a devanarme los sesos pensando en algo que le
interesara escuchar, que no eran precisamente los cuentos de Disney.
– Para nada, al contrario. Me encantaría escucharte – intervino la
susodicha con una mueca en el rostro entre burlona e interesada.
– Está bien – claudiqué, resignada. – ¿Quieres el de la sirenita? – pregunté
esperanzada de que, por una vez, prefiriera algo acorde a su edad.
– Eze ya me lo zé. Ademáz, ez un rollo; prefiero el que me contazte ayer,
el del Drácula eze…
– ¿Drácula? – repitió Diana con expresión de sorpresa.
– Versión edulcorada, tranquila – aclaré de inmediato. Yo no tenía culpa de
que a aquel pequeño monstruo le gustaran tanto las historias truculentas.
– O mejor, el de Darth Vader. Prefiero eze, zí – declaró la niña apoyando la
cabeza sobre el regazo de su madre.
– ¿La guerra de las Galaxias? – inquirió esta última con expresión
divertida. – Adelante, te escuchamos…
Yo tampoco me sabía del todo bien la historia aquella, la verdad, pues a
veces confundía las dos trilogías y alguna de las películas ni siquiera la
había llegado a ver, pero lo que no sabía, o no recordaba, me lo inventaba
tirando de imaginación.
– Bien, pues había un niño llamado Anakin Skywalker…
– Vete a la parte en que ze quema la cara y ze hace malo – rogó Paula
recordando su parte favorita.
– De acuerdo – accedí antes de comenzar a relatar mi particular versión de
aquella saga que tanto fascinaba a la niña. Admito que aquella noche tuve
un público de lo más entregado. Paula me escuchaba, absorta, intentando
vencer al sueño mientras yo trataba de obviar la penetrante mirada de
Diana, que parecía examinar atentamente las facciones de mi rostro al
tiempo que permanecía atenta a mis palabras, riendo de tanto en cuanto de
las licencias que me tomaba respecto al desarrollo de la historia.
Creo que fue entonces la primera vez en la que me planteé que quizá, y
solo quizá, Diana Salazar se sentía atraída por mí, lo que me provocó una
mezcla de euforia y espanto que me hizo enmudecer, incapaz de continuar
con el relato. La colombiana me observó intrigada, sin comprender el
motivo de mi repentino mutismo.
– Creo que se ha dormido ya… – balbuceé aliviada tras comprobar que
Paula yacía apoyada sobre las piernas de su madre con los ojos cerrados.
– Me voy a quedar con las ganas de saber cómo termina esa versión tuya
tan original – murmuró ella sin apartar la vista de mi cara. Sus ojos,
iluminados con la suave luz que irradiaba la luna, poseían una expresión
pensativa, y su boca, curvada ligeramente hacia arriba, transmitía cierta
hilaridad. Una vez más reconocí el atractivo de aquella mujer y maldije a
todos los dioses por no ser capaz de permanecer del todo inmune a sus
encantos. – Aunque no tengo claro lo que opinaría George Lucas al respecto
– añadió retirando, por fin, la mirada para fijarla en las oscuras aguas del
Mediterráneo.
– No creo que le gustase demasiado, me temo – contesté jugueteando con
un puñado de arena y sintiéndome repentinamente incómoda. Deseé con
todas mis fuerzas que Paula se despertara y comenzara a parlotear con aquel
ceceo insoportable, o que alguno de los escasos bañistas que quedaban por
allí se acercara a nosotras para iniciar una conversación. Lo que fuese con
tal de interrumpir aquel silencioso momento con Diana en mitad de una
playa casi desierta durante la noche más romántica del año.
Ella pareció intuir mi inquietud y, tras esbozar una sonrisa socarrona y
echar un puñado de arena sobre los rescoldos de la hoguera, dijo:
– Creo que la noche de San Juan ha llegado a su fin. Será mejor que
volvamos a casa y acostemos a la pequeña durmiente…
Recogimos en riguroso silencio, como si de pronto tuviésemos el tácito
acuerdo de no intercambiar palabra. Después, ella se encargó de llevar en
brazos a Paula mientras yo cargaba con las bolsas, ahora bastante menos
pesadas sin el lastre de la madera ya quemada.
– Me gusta como tratas a Paula – dijo tras recorrer unos cuantos metros
sobre la finísima arena. – Has conseguido su respeto y aprecio, lo cual no es
del todo fácil.
– Ehhh… gracias – contesté algo desconcertada – Lo cierto es que me
gusta estar con ella – añadí comprendiendo, para mi absoluta sorpresa, que
mis palabras no eran del todo falsas.
– Me gustaría contar contigo durante el resto del verano. Quiero reforzar a
Paula la lectura y las matemáticas de cara al curso que viene.
– En principio podría quedarme hasta mediados de agosto – contesté a
sabiendas de que ese era el plazo fijado por el comisario para dar por
finalizada mi intervención en la operación si seguía sin obtener información
valiosa sobre aquella mujer.
– ¿Y en septiembre?, ¿te interesaría continuar?
– Claro, me interesaría – mentí como una auténtica bellaca. En septiembre
estrenaría el cargo de subinspectora y puede que, si conseguía tener éxito en
mi misión, Diana Salazar estuviese inmersa en serios problemas legales.
Algo parecido al remordimiento me llevó a pensar que era una absoluta
estúpida. No me podía permitir el lujo de empatizar con esa mujer. Era una
delincuente, una traficante de drogas. No me convenía olvidarlo.
– Perfecto – dijo ella antes de comenzar a ascender la ligera cuesta que
terminaba en la misma entrada de la urbanización Mon Port.
No hablamos más durante el resto del trayecto, pero cuando nos
despedimos en la entrada de la casa, minutos después, Diana me dedicó un
“buenas noches” con esa voz increíblemente sexi que poseía y que me dejó
con el corazón palpitante y el ánimo revolucionado.
CAPÍTULO 9
DIANA.
– ¿Policía?
– Policía – confirmó Diego encendiendo su acostumbrado Marlboro con
mano firme, aunque sin ocultar un gesto de desagrado en el rostro. – O más
concretamente – matizó – oficial de policía pendiente de ascenso a
subinspectora, lo que por lo visto le han prometido después de esta misión.
– ¿Estáis seguros? – pregunté reclinándome en mi ancho sillón de cuero
mientras jugueteaba inconscientemente con el pisapapeles de plata con la
figura de una pantera que siempre tenía sobre mi escritorio.
– Estamos seguros, patrona. Se llama Verónica Ortiz, no Martín. Y su
padre es magistrado en la Audiencia Nacional de Madrid – intervino Héctor
cruzando los hercúleos brazos hasta tensar la tela de su polera. – Nuestro
contacto en la policía nos ha confirmado y ampliado la información
obtenida por los detectives. Lo tiene todo en el informe… – añadió
señalando la carpeta que, previamente, había depositado sobre la mesa de
mi despacho.
– Veo que no te sorprende del todo – apuntó Diego tocándose la incipiente
barba de la cara con la boquilla de su cigarrillo, en un ademán que delataba
cierto nerviosismo por su parte.
– No del todo – admití con un suspiro de resignación. – Aunque esperaba
equivocarme, por supuesto. Eso sí, lo del padre no me lo esperaba.
– Una pinche policía en casa…– murmuró Héctor en tono desdeñoso –
¡menuda vaina!
Si había algo que compartía con mis hombres era, precisamente, el
desprecio a todo lo que tuviera que ver con agentes de la ley. Habíamos sido
acosados, perseguidos, tiroteados e incluso extorsionados por ellos, por no
hablar de aquellos a los que habíamos sobornado para que, finalmente,
terminaran por traicionarnos.
– ¿Qué vamos a hacer con ella? – inquirió Diego mirando fijamente la
punta de sus zapatos, como si allí pudiese encontrar la respuesta a su
pregunta.
– No lo sé – musité pensativa. ¡Policía! Eso complicaba, y mucho, las
cosas. Independientemente del hecho de tener al enemigo en casa, no era lo
mismo fantasear con una inocente empleada que con una oficial de policía
cuyo único objetivo era, con toda seguridad, vigilarme de cerca en busca de
pruebas que pudiesen llevarme a la cárcel.
No, no era lo mismo.
– Deberíamos darle un buen susto antes de despedirla – propuso Héctor
con una sonrisa un tanto sádica – Un par de dedos rotos, quizá. Algo sin
importancia. Me puedo encargar de ello con Raúl, a ver si así se les quitan
las ganas de venir a tocarnos los cojones.
– ¡No seas bruto, Héctor! – lo reprendí al instante. Recuerda que hemos
dejado todo eso atrás. Debemos actuar con más sutileza…
– ¡Sutileza! – repitió Diego con gesto de desaprobación. – ¿Qué sugieres
que hagamos con ella entonces?, ¿una fiesta de despedida?
– Bueno, la chica será todo lo policía que quieras, pero hace muy bien su
trabajo con Paula.
– ¿Y…?
– Dejémosla que continúe haciéndolo.
– ¿Cómo? – preguntaron al unísono los dos hombres contemplándome
ceñudos.
– Que continúe con su labor. En este tiempo no solo ha conseguido que
Paula avance en sus estudios, sino que se comporte más civilizadamente.
Además, la niña está a gusto con ella – expuse siendo consciente de que
aquella no era, ni mucho menos, la única razón por la que deseaba que
Verónica continuara viviendo bajo el mismo techo que yo.
– No me gusta tener a la poli en casa – replicó Diego apagando el cigarro
contra el cenicero como si estuviera aplastando un insecto venenoso.
– Tú ya no vives aquí…– repuse con una sonrisa conciliadora.
– Ya sabes a lo que me refiero. Bastante tenemos con que nos pinchen los
teléfonos y nos vigilen día y noche.
– Lo sé – admití – pero el caso es que ya no tenemos nada que ocultar.
Tarde o temprano se cansarán.
– Aun así – terció Héctor – nada bueno puede acarrearnos el tener a la
policía aquí. No son más que unos gafes desgraciados que no traen más que
la mala suerte – añadió pasando supersticiosamente la mano sobre la
madera del reposabrazos de su silla.
– Además, a saber qué cosas le estará metiendo en la cabeza a la pobre
niña… – apuntilló Diego moviendo su enorme manaza con un gesto que
podría significar casi cualquier cosa.
– A la “pobre niña” no le viene mal que alguien le inculque ciertos valores
de los que, quizá, todos los que estamos aquí carecemos – repliqué antes de
que se hiciera un silencio un tanto incómodo durante unos instantes.
– ¡Está bien, patrona, como usted quiera!, pero la vigilaremos de cerca. No
me fio de ella – dijo finalmente Héctor con una mueca de disgusto.
– Vigiladla todo lo que queráis, pero ni se os ocurra tocarle un pelo,
¿entendido?
– ¡Entendido! – repitió el hombre levantando las palmas de las manos
hacia arriba en señal de rendición. – ¡Usted manda!
– Espero que sepas lo que haces – declaró Diego levantándose de su
asiento antes de abandonar la estancia con gesto malhumorado. Lo entendía
perfectamente, pero no podía permitir que Verónica desapareciera de mi
vida tan pronto.
Las siguientes dos horas me encerré en el pequeño gimnasio que había
mandado instalar en el piso de debajo de la casa. Tras correr un buen rato en
la cinta y hacer unas cuantas series de dominadas conseguí aclarar un poco
mis ideas. No me iba a resultar fácil intimar con quien habían enviado para
conseguir mi perdición, más aún cuando ni siquiera tenía la certeza de que
le gustaran las mujeres, aunque ¿a quién le gustaban las cosas fáciles?
Al terminar, me encaminé hacia el jardín en busca de aquella idiota y sexi
policía que había tenido la desfachatez de intentar engañarme en mi propia
casa. Independientemente de cómo acabara la cosa, tenía toda la intención
de divertirme a su costa. Sabía que a aquella hora se encontraría dando
clases de natación a Paula aprovechando las calurosas tardes del recién
estrenado verano. Se trataba de una clase que la propia Verónica había
sugerido incluir entre las actividades diarias de la niña tras comprobar que
apenas era capaz de mantenerse a flote.
– ¡Mamá! – exclamó Paula desde el agua en cuanto me vio aparecer. –
¡Mira cómo nado a crol! – dijo antes de iniciar una demostración bastante
aceptable del mencionado estilo acuático. Verónica, que estaba de pie en el
bordillo de la piscina vestida con un colorido bikini rojo y blanco, me
saludó con un gesto de cabeza acompañado de una sonrisa de cortesía. Yo le
devolví el saludo y aproveché la cobertura que me proporcionaban las Ray–
ban que llevaba para analizar su figura y detenerme, reconozco, en unas
zonas más que en otras. Tenía un cuerpo esbelto y flexible, con unos
músculos que parecían finamente cincelados por la delicada mano de un
escultor amante de su trabajo, aunque probablemente serían fruto de las
exigencias físicas que, imaginaba, requería su profesión.
Me hubiese encantado saber lo que aquella chica pensaba de mí; ¿estaría
deseando provocar mi caída o, por el contrario, habría llegado a sentir algo
de simpatía hacia mí? Esperaba que fuese lo segundo, aunque lo que en
realidad anhelaba con todas mis fuerzas era que aquella extraña atracción
que creía existir entre ambas fuese algo tangible y real, y no solo producto
de mi turbia imaginación. De nuevo consideré la posibilidad de que no le
gustasen las mujeres, pero mi sexto sentido, ese del que tanto me fiaba y
que rara vez se equivocaba, me hizo desechar una vez más tan nefasta
posibilidad.
– ¿Haz visto, mamá?, ¿cómo lo hago?
– ¡Fenomenal! – exclamé con entusiasmo dando un par de palmadas a
modo de felicitación.
– Lo has hecho bastante bien, pero acuérdate de no dejar de mover las
piernas – intervino Verónica ofreciéndole una mano a Paula para ayudarla a
salir de la piscina de un tirón. Me pregunté si la empatía que demostraba
hacia la niña era auténtica o si, por el contrario, no se trataba más que una
pose necesaria para desempeñar su misión. Otra incógnita por resolver.
– Ez que a vecez ze me olvida… – se excusó Paula recogiendo su toalla de
la hamaca para envolverse en ella antes de dirigirse de nuevo a mí: – Vero
me eztá enzeñando también a tirarme de cabeza al agua y dice que me va a
llevar un día a hacer zurf en el mar…
– Está claro que Verónica tiene un montón de habilidades ocultas que aún
desconocemos – declaré sin poder ocultar del todo cierto retintín en mi tono
de voz. – ¿Surf? – añadí a continuación dirigiendo mi atención a la policía,
que se acercó a mí mientras se cubría pudorosamente con una camiseta.
Lástima, las vistas eran excelentes.
– Bueno, había pensado en llevarla un día que no haya muchas olas, si te
parece bien, claro.
– Me parece bien – respondí haciendo uso de la mejor de mis sonrisas y
deseando que surtiera el mismo efecto que solía causar en las mujeres a las
que deseaba conquistar. – Aunque me encantaría que me enseñaras a mí
también, ¿te importa?
– Pues…claro, ¡sin problema! – aceptó toqueteándose nerviosamente el
pelo. Era obvio que mi presencia le hacía ponerse en guardia casi de forma
automática. ¿Acaso temía por su seguridad personal? Probablemente sí,
aunque algo me decía que no era eso lo único que la perturbaba. –
Podríamos ir a la playa de Muro; el oleaje no siempre es perfecto, pero es
ideal para principiantes. Además, allí mismo se pueden alquilar tablas.
– ¿Qué tal si vamos mañana por la tarde? – sugerí pensando en suspender
el partido de tenis que tenía programado para las seis. Compartir un día de
playa con aquella osada policía me parecía bastante más interesante, sin
duda.
– ¡Ezo, ezo!, vamoz mañana – gritó Paula tirando su toalla al suelo y
correteando a nuestro alrededor. – ¿Podemoz invitar a Quiang?
– Mejor lo invitas a que venga a bañarse un día a casa, ¿de acuerdo?
– ¿Y por qué no puede venir mañana? – preguntó la niña cruzando los
brazos con gesto enfurruñado.
– Porque el mar es peligroso y no podría enseñar a dos niños a la vez –
intervino Verónica en tono conciliador tras lanzarme una mirada cómplice.
– Otro día lo invitas a casa y os doy la clase de natación a los dos juntos,
¿de acuerdo?
– De acuerdo – aceptó la pequeña, resignada, antes de acercarse al bordillo
de la piscina con la intención de entrar de nuevo en el agua.
Cuando, tiempo después, me fui de un paseo hasta la playa en lo que se
había convertido en una rutina casi diaria, no pude evitar imaginarme a
Verónica ataviada con el uniforme de policía.
Reconozco que era una imagen profundamente perturbadora, pero me
encantaba.
CAPÍTULO 10.
VERÓNICA.
La Playa de Muro, situada en el Noreste de la isla de Mallorca, estaba
ubicada entre las localidades de Port d'Alcudia y Can Picafort, y constituía
la puerta de acceso a la maravillosa Albufera, un espacio natural húmedo,
ideal para la observación de aves y la práctica del senderismo. Sus cinco
kilómetros de arena dorada y un agua turquesa y cristalina invitaban al baño
y a las actividades acuáticas.
Diana, siguiendo mis indicaciones, salió de la carretera con el potente Jeep
que había sacado del fondo del garaje hasta tomar un estrecho camino de
tierra que llevaba a un pequeño aparcamiento. Allí dejamos el coche para
recorrer a pie un amplio trozo de playa hasta llegar a una caseta algo
desvencijada donde alquilaban tablas de surf en bastante buen estado.
– ¿Por qué ezoz zeñorez eztán deznudoz?, ¿no tienen bañador?
– Paula, ya te he dicho que no señales nunca con el dedo cuando hables de
los demás, y menos aún, gritando – la reprendió Diana de inmediato, algo
apurada tras ver que el pequeño grupo de nudistas se giraba hacia nosotras
riendo del comentario de la niña.
– Vale, pero ¿por qué eztan deznudoz? – insistió Paula, bajando la voz a un
susurro apenas audible con el ruido de las olas.
– Son nudistas y les gusta estar así en la playa – intervine yo saludando de
lejos con la mano al chico que alquilaba las tablas.
– Puez al zeñor eze de la barriga colgante cazi no ze le ve el…
– ¡Paula! – haz el favor de mirar a otro lado – la interrumpió su madre
agarrando a la niña de la mano y tirando de ella hasta hacerla caminar más
deprisa. Yo las seguí riendo por lo bajo, pero cuando comprendí que no
dejaba de fijar inconscientemente la mirada en el trasero de Diana, cubierto
tan solo por un ajustado short, retiré la vista, incómoda, y avancé un par de
pasos hasta colocarme a su altura.
Tardamos un buen rato en alquilar dos tablas grandes, una pequeña y un
chaleco salvavidas infantil. Después buscamos un sitio apartado para
desvestirnos y quedarnos en bikini dejando apiladas nuestras pertenencias
dentro de un par de mochilas. Era la primera vez que veía a Diana Salazar
con tan escaso atuendo pues, por lo general, solo utilizaba la piscina a
últimas horas del día para nadar. Reconozco que no pude evitar observarla
con disimulo mientras trasladábamos las tablas hasta la orilla. Se
desplazaba con movimientos gráciles y controlados, y su cuerpo, de
proporciones armoniosas, destilaba tanta potencia como elegancia. Odiaba
admitirlo, pero era impresionante.
Los siguientes minutos los dediqué a explicar a mis dos atentas alumnas la
manera de tomar las olas tumbadas sobre el abdomen para después
levantarse en equilibrio cuando la ola alzase la tabla. Al entrar en el agua mi
atención se centró casi exclusivamente en Paula, a quien le daba
instrucciones antes de coger alguna que otra ola de escasas dimensiones.
Enseguida me percaté de que la niña tenía madera para aquel deporte, pues
no tardó demasiado en manejarse con cierta desenvoltura para su edad. Fue
entonces cuando me dediqué a observar con más atención a Diana. Tras
algunos intentos fallidos, se alzaba sobre la tabla en un más que aceptable
equilibrio hasta conseguir llegar a la orilla sin demasiados contratiempos.
No me sorprendió. Comprendí que me costaba pensar en algo que aquella
mujer pudiese hacer mal.
– ¿Qué tal lo hago? – me preguntó con expresión autocomplaciente,
tiempo después, tras acercarse remando con las manos y sentada a
horcajadas sobre su tabla. Parecía una chiquilla en un campamento de
verano en busca de la aprobación de su monitora y, una vez más, tuve que
recordarme que no me encontraba allí pasando alegremente el día con una
amiga de toda la vida, sino intentando ganarme la confianza de quien
esperaba cometiera un error que, tarde o temprano, me permitiera salir
airosa de una misión cada vez más compleja.
– ¡No está mal! – respondí con aire despreocupado, como si no me
asombrara su evidente pericia sobre la tabla.
– ¿No está mal? – repitió con una sonrisa socarrona antes de salpicarme en
toda la cara y alejarse de nuevo en busca de la siguiente ola.
Tuve el impulso de ir tras ella, pero la voz chillona y ceceante de Paula me
recordó que no debía perder de vista a la niña ni un segundo. Me contenté
con observar cómo su madre se alejaba hasta tomar la siguiente ola y
levantarse sobre su tabla de un rápido movimiento que resaltó la trabajada
musculatura de la espalda. Parecía la mismísima reencarnación de Anfítrite,
la diosa griega del mar, alzándose sobre las aguas y exhibiendo todo su
poder. De nuevo me preocupó que mi mente concibiera reflexiones tan
sumamente delirantes y poco profesionales. Aparté la vista con disgusto,
maldiciendo el día en el que el comisario había tenido la nefasta idea de
pensar en mí para aquella operación.
Un par de horas después nos sentamos en el único chiringuito que había en
la zona. Nos encontrábamos exhaustas, hambrientas, y teníamos la piel
enrojecida por el sol. Pedimos un delicioso pescado a la plancha y una
ensalada de tomates, lo único que había en el menú, y, sorprendentemente,
Paula se lo comió todo sin rechistar antes de quedarse dormida con la
cabeza apoyada sobre la mesa.
– Parece que la fiera ha caído… – comentó Diana retirando con cuidado el
plato de delante de la niña.
– No me extraña, yo también estoy fundida – admití echando los brazos
hacia atrás para estirar la espalda – ¡Es una monada! – agregué
espontáneamente sin dejar de mirar a mi pequeña pupila – ¿siempre quisiste
tener hijos…?
Tenía una infinidad de preguntas que me apetecía formular a Diana
Salazar, y esa era una de tantas.
Ella meditó su respuesta jugueteando durante unos segundos con su
tenedor hasta que, por fin, contestó en tono reflexivo.
– En realidad no, pero a veces el destino te muestra un camino al que no te
puedes negar.
– Siempre es posible elegir – objeté.
– Te aseguro que, a veces, no – replicó mirándome a los ojos con fijeza. –
Hay ocasiones en las que ocurre algo imprevisto, algo que, por mucho que
te empeñes, no puedes ignorar.
Sentí el corazón funcionar a un ritmo bastante más rápido de lo normal
mientras trataba de aguantar su mirada, desafiante, sin retirar la vista. Era
obvio que no se refería solo a la adopción de la niña. ¿Aludía, quizá, a su
pasado delictivo o se refería a alguna cuestión que tuviese que ver
conmigo? Me estremecí, pero me obligué a señalar con voz calmada.
– Insisto, siempre se puede elegir.
Ella me dirigió una sonrisa perversa antes de retirar, por fin, la vista con
cierta condescendencia, como si yo no fuera más que una niña ingenua con
mucho que aprender.
Su gesto me irritó.
Después, efectuó una seña al camarero con la mano para pedir la cuenta.
– Creo que es hora de irnos…
El viaje de vuelta lo hicimos prácticamente en silencio, escuchando el hilo
musical de una cadena de radio local especializada en la música de los
noventa mientras Paula dormía a pierna suelta en la parte trasera del
vehículo. Diana conducía atenta a la carretera, pero algo en la expresión de
su rostro indicaba que se encontraba absorta en sus pensamientos. Yo me
distraje observando con disimulo el relieve de aquel perfil de proporciones
casi perfectas.
Empezaba a odiarla con todas mis fuerzas. La odiaba como se odia todo
aquello que se desea aun sabiendo que jamás se podrá obtener, pues ambas
pertenecíamos a bandos opuestos en aquella perversa partida de ajedrez en
la que yo no era más que un simple peón blanco mientras ella encarnaba,
indiscutiblemente, a la mismísima reina negra.
Sí, decididamente, la odiaba. La odiaba por su carisma y por su
indiscutible belleza, por lo que era y por lo que representaba, pero, sobre
todo, la odiaba porque me hacía sentir vulnerable por primera vez en mi
vida ante unas emociones que ni la mejor academia de policía del mundo
podría enseñarme a gestionar.
Durante unos segundos apreté con fuerza los puños deseando con
intensidad que Diana Salazar fuese detenida cuanto antes y condenada tras
pasar por un procedimiento judicial largo y ominoso. Después fijé la vista
en la carretera sin dejar de preguntarme, una y otra vez, si era eso lo que en
verdad deseaba. ¡Dios!, ¿desde cuándo daba tantas vueltas a todo?, y, sobre
todo, ¿en qué momento se había convertido aquella estúpida misión en un
maldito conflicto de intereses?
El monótono paisaje de la autopista, junto con el suave rugir del motor del
Jeep, me hizo abandonarme y sucumbir al placer de cerrar por un momento
los ojos. Cuando los volví a abrir, media hora después, nos encontrábamos
ya a las mismas puertas de la urbanización Mon Port.
DIANA.
Conduje el camino de vuelta en silencio, inmersa en mis propios
pensamientos, aunque plenamente consciente de la proximidad de Verónica
en el asiento del copiloto. Ella también tenía la vista fija en la carretera con
aire distraído, como si tuviese muchas cosas sobre las que reflexionar.
El día había ido todo lo bien que podía esperar. La playa de Muro era
espectacular, Paula se había divertido de lo lindo y yo había tenido la
oportunidad de pasar el rato intimando con aquella bella policía de actitud
recelosa. Había momentos en los que la camaradería con la que me trataba
era más que evidente, pero en otras ocasiones permanecía fría, distante y
optaba por dirigirse casi exclusivamente a Paula. Sabía que no podríamos
permanecer así mucho más tiempo; en algún momento habría que poner las
cartas boca arriba, pero algo me decía que aún era pronto para eso. Si ella
averiguaba que yo conocía su misión y su identidad, corría el riesgo de que
desapareciera de mi vida para siempre, y no era ese, ni muchísimo menos,
mi objetivo. Necesitaba tiempo. Tiempo para estar con ella, tiempo para
intentar derribar sus reservas y, sobre todo, tiempo para averiguar de una
vez por todas qué había detrás de aquellos increíbles ojos verdosos que a
ratos me miraban con rencor y otras tantas con algo muy parecido a la
admiración.
La deseaba. La deseaba como nunca había deseado a ninguna otra mujer a
lo largo de mis treinta y tres años de vida y no estaba dispuesta a dejarla
marchar sin plantar batalla. A priori no lo tenía fácil, desde luego. Se
trataba de una policía infiltrada cuya obligación era perseguir a gente como
yo, por mucho que las actividades por las que me conocía formasen parte de
mi pasado.
No lo iba a tener fácil, pero yo no era de las que se dejaba amilanar ante el
primer obstáculo independientemente de que ese obstáculo tuviese las
proporciones de un rascacielos de la ciudad de Nueva York.
A medio camino giré la cabeza hacia ella y comprobé que se había
dormido. Su expresión era de abandono, con los labios ligeramente
entreabiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Tuve el impulso de alargar
el brazo para acariciarle el rostro, pero de inmediato deseché la idea y
retorné mi atención a la carretera. No debía precipitarme. Intuía que un
movimiento equivocado por mi parte podría dar al traste con todas mis
pretensiones. Tendría que buscar la manera de acercarme más a ella, pero
¿cómo hacerlo sin revelar del todo mis intenciones? Aquello empezaba a
asemejarse a un problema matemático de especial complejidad. Necesitaba
armarme de paciencia a pesar de que nunca me había caracterizado por
poseer demasiada.
Apagué la radio y conduje el resto del camino reflexionando sobre cómo
proceder a continuación. Ya se me ocurriría algo.
¿Un viaje quizá…?
Podría ser.
CAPÍTULO 11.
VERÓNICA.
– Que sí, mamá, ¡que estoy bien! Ya te he dicho que estoy haciendo
méritos para ascender a subinspectora y últimamente no tengo mucho
tiempo para devolver las llamadas – traté de excusarme, una vez más,
intentando aplacar la justa ira de mi madre. Melania, sentada frente a mí en
aquella terraza del puerto marítimo de Mallorca, esperaba pacientemente a
que terminara la llamada mientras daba buena cuenta de su refresco.
– Pues hija, ya nos contarás qué es eso tan importante que estás haciendo
como para olvidarte así de tus padres… – replicó mi madre en tono airado a
través de la línea telefónica. En el fondo me sentía un poco culpable.
Últimamente los tenía algo relegados de mi vida.
– ¡Pero si no me he olvidado de nadie, mamá! No dramatices, por favor.
– Que sepas que tu padre está muy disgustado contigo. Primero, dejas las
oposiciones, después te metes a policía, luego te vas de Madrid y ahora,
hablar contigo por teléfono es casi una odisea.
– Te prometo que estaré más atenta al móvil y que os iré a visitar en breve
– ofrecí haciendo caso omiso a todas las recriminaciones que,
increíblemente, había sido capaz de juntar mi progenitora en una sola frase.
– De todas formas, creo que vamos a ir a verte en agosto. Tu padre ya está
mirando hoteles por la costa de Palma.
– ¿En agosto? – repetí alarmada. – No es buena idea, mamá. Es mejor que
vaya yo a Madrid en septiembre, tal y como habíamos quedado – dije
rápidamente. Solo me faltaba seguir infiltrada en casa de Diana Salazar con
mis padres sueltos por la isla. – Además, en agosto no voy a tener
vacaciones. Estaré ocupadísima.
– Bueno, hija, pero tendrás los fines de semana libres, ¡digo yo!
Al final me iba a hacer confesar que estaba trabajando en una misión de
incógnito, lo que prefería evitar a toda costa; no me apetecía preocupar a
mis queridos y cargantes padres.
– Mamá, hablamos mejor más tarde, que he quedado y me están
esperando, ¿de acuerdo?
– ¿Y con quién has quedado? – escuché que preguntaba tratando de abrir
otra línea de conversación.
– Mamá, no puedo seguir hablando ahora. Dale un beso a papá y dile que
os llamo esta noche.
– ¡No me has contestado…!
– Adiós mamá. Hablamos luego – me despedí antes de colgar el aparato
como si de pronto me estuviese quemando la mano. Sabía que mi madre era
capaz de alargar la conversación hasta el infinito y que la única forma de
finalizar la llamada era a la fuerza.
– Deberías explicarles que estás en una misión especial – dijo Mel
acercándome el platito repleto de frutos secos que nos había traído minutos
antes el camarero.
– No quiero preocuparles. Además, mi padre sería capaz de tirar de
contactos para averiguar en qué estoy metida, y no creo que eso le gustase
demasiado al comisario.
– ¡En eso llevas razón! – admitió mi amiga llevándose una almendra a la
boca antes de proseguir hablando – Y ahora, cuéntame qué es eso del viaje
a París, ¿es en serio? – agregó echando un vistazo mal disimulado a un
rubio espectacular que estaba sentado en la mesa de al lado mirando su
móvil con aire distraído.
– ¡Claro que es en serio! Ayer me informó de que tiene una reunión en
París y quiere aprovechar para llevar a Paula a Euro Disney. Me ha pedido
que vaya para que la ayude con la niña – expliqué removiendo la bebida
antes de dar un sorbo – Total: que nos vamos pasado mañana por la
mañana.
– Así que… ¡una reunión de negocios! – repitió Mel con gesto interesado
– ¿qué instrucciones te ha dado el jefe?
– Simplemente que vaya y haga mi papel. Un equipo de vigilancia la
seguirá en todo momento para comprobar con quién se reúne. El comisario
quiere descartar que lo haga con alguna de las organizaciones de tráfico que
operan ahora mismo en el sur de Europa. Puede que aspire a meter la
cabeza en ese mercado, ¡quién sabe!
– ¿Y para qué querría meterse en ese jardín? – preguntó Mel, de forma un
tanto retórica, acariciándose el mentón con aire pensativo – Ha conseguido
hacerse inmensamente rica sin que la justicia le haya podido tocar un solo
pelo, al menos hasta ahora, ¿por qué arriesgarse de nuevo?
– Esta gente no funciona como tú o como yo – repliqué encogiéndome de
hombros. – Son adictos a la adrenalina y la codicia los consume. Además,
Diana Salazar tiene los suficientes contactos como para crear de la nada una
nueva red de distribución en el continente – agregué con cierto tono de
rencor en la voz. En el fondo, había tenido la esperanza de que la
colombiana hubiese dejado definitivamente atrás su turbio pasado, pero
algo me decía que no viajaba a París para comprar un hotel o ver a Mickey
Mouse. Tramaba algo, y no necesariamente bueno.
– ¿Y cuánto tiempo va a durar el viajecito?
– Tres días.
– Bueno, al menos te vas a dar una vueltecilla por París… Te lo cambiaba
por todo el papeleo que me toca hacer la semana que viene.
– Pues mira, ¡te lo cambiaba sin dudarlo! – admití frunciendo el ceño de
forma inconsciente – esta misión empieza a ponerme nerviosa.
– ¿Y eso por qué? – inquirió Mel con expresión de preocupación – Creía
que lo estabas llevando bien, ¿temes por tu seguridad?
– No – negué meneando con énfasis la cabeza hacia los lados. – Además,
no creo que, llegado el caso, Diana Salazar me hiciese daño…
– ¿Y por qué crees eso?
– Pura intuición.
– ¿Piensas que sospecha algo?
– No, no lo creo.
– Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
– No es nada concreto, es solo que… – me interrumpí sin saber muy bien
cómo explicar lo que me ocurría.
– ¡Oh, no! – exclamó mi amiga y compañera poniendo los ojos en blanco.
– ¡No me digas que sientes empatía hacia ella! – acabó por decir,
adivinando en parte el problema.
– Supongo que sería una forma de llamarlo, sí – admití algo incómoda –
pero no se te ocurra comentarle nada al jefe, por favor.
– ¡Pues claro que no!, ¿por quién me tomas?
– Perdona, ya sabes que confío plenamente en ti.
– ¡Gracias! Y ahora, ¿me cuentas hasta dónde llega esa “empatía”? –
inquirió Mel en tono suspicaz. – ¿Tiene algo que ver con el hecho de que la
protagonista de esta operación parezca una puñetera actriz de Hollywood?
– ¡No! – exclamé negando enérgicamente la velada insinuación. – No
pienses cosas raras. Es solo que Diana Salazar no me cae del todo mal…
Además, he llegado a tomar cierto afecto a la niña – expliqué lo que
constituía una versión, un tanto descafeinada, de la realidad. No estaba
preparada para compartir con nadie, ni siquiera con Mel, algunas de las
singulares ideas que últimamente se me pasaban por la cabeza y que tenían
que ver con la colombiana.
– Lo de la niña lo puedo entender, pero ¿ella?, ¿una traficante de altos
vuelos conocida, además, por todo tipo de chantajes y sobornos?
– Lo sé, lo sé – reconocí levantando las manos en señal de rendición. –
¡No hace falta que me lo recuerdes!
– Pues entonces, ¿qué empatía ni qué demonios...?
– ¿Qué quieres que te diga? – dije abriendo y cerrando las manos en un
gesto de pura impotencia – ¡solo intento ser sincera contigo!
– ¡Y haces bien! – exclamó ella bajando automáticamente el tono y
palmeando mi mano de forma afectuosa antes de continuar hablando. –
Pero si crees que no vas a poder llevar a cabo tu misión, debes hablar con el
comisario o con Arribas cuanto antes.
– Sí que voy a poder, ¡tranquila! Una cosa es que a veces, y solo a veces,
sienta cierta empatía por esa mujer, y otra, muy distinta, que no pueda llevar
a cabo mi trabajo – señalé con convicción.
Me conocía lo suficiente como para saber que siempre antepondría mi
deber a todo lo demás. Porque eso era así, ¿verdad?
– De todas formas, el jefe ha dicho que, como mucho, en cuatro semanas
estás fuera.
– Ya lo sé… – suspiré todavía asimilando la noticia. El propio Arribas me
lo había comunicado aquella misma mañana durante una larga conversación
telefónica.
– Pues no parece que te alegres.
– Te equivocas. Estoy deseando terminar con todo esto y recuperar mi vida
– repliqué experimentando de nuevo esa extraña sensación agridulce que
me acompañaba desde mi conversación con el jefe.
– Los chicos te van a preparar una buena fiesta de bienvenida cuando
vuelvas. Se piensan que te han asignado durante unos meses a algo
relacionado con un pez gordo de la política.
– Tengo ganas de verlos – admití fijando distraídamente la vista en el
horizonte marino. En breve me ascenderían y empezaría a dirigir a mi
propio equipo. Es lo que quería ¿no? Entonces, ¿por qué me empezaba a
sentir como una especie de traidora? – Creo que me vendría bien hablar un
rato de otra cosa, Mel. ¿Qué tal si me pones al día de los cotilleos de la
comisaría?
Necesitaba con urgencia expulsar de mi mente todo lo que tuviese que ver
con Diana Salazar, al menos por unos minutos.
– ¡Claro!, ¿por dónde quieres que empiece, por los nuevos romances o por
las rupturas?
– Empecemos por las rupturas, ¡pero quiero todos los detalles!
Ella sonrió antes de acceder a mi petición e iniciar un largo relato que me
hizo reír por momentos e incluso llegar a olvidar parte de mis
preocupaciones. Tiempo después nos despedimos, ya entrada la noche, y
me abrazó susurrándome al oído:
– Ten mucho cuidado, por favor.
– Tranquila, lo tendré.
No sé por qué, pero su advertencia me provocó un escalofrío.
CAPÍTULO 12.
DIANA.
– Deberías llevarte a Héctor o a Raúl – insistió Diego mientras introducía
las maletas en el portaequipaje del Mercedes.
– No me imagino a ninguno de los dos paseando por el Louvre o
fotografiándose con el pato Donald, la verdad – repliqué en tono socarrón
sin dejar de mirar con impaciencia a la entrada de la casa ¿por qué tardaba
tanto Verónica en salir?
– ¡No te hagas la graciosa conmigo! – replicó mi antiguo guardaespaldas
cerrando el maletero de un agrio portazo. – Si querías ir unos días a París, te
podía haber acompañado yo, y no esa pinche policía más falsa que Judas.
– Diego, ya hemos hablado de ese tema.
– Sí, pero me preocupa que se te haya nublado el buen juicio – admitió él
apoyando la espalda contra el coche y cruzando los fornidos brazos en
actitud disconforme. – Además, no me gusta que andes por ahí sin
protección por mucho que estemos en Europa.
– ¡Protección es justo lo que no me va a faltar! Estaré escoltada en todo
momento gracias a la siempre espléndida policía española.
– ¡Pues eso es lo que más me preocupa! No me fío de ellos.
– ¿Y qué podrían hacerme? – inquirí encogiéndome de hombros – Nada,
absolutamente nada. Es cuestión de tiempo que se den por vencidos y nos
dejen en paz.
– ¡Tú sabrás!, aunque espero que no te explote en toda la cara el flirteo que
te llevas con esa víbora traidora.
– ¡Eso mismo espero yo! – admití guiñándole burlonamente un ojo y sin
molestarme en negar lo del flirteo. Diego me conocía demasiado bien como
para no intuir los verdaderos motivos por los que me había negado a
despedir a Verónica con viento fresco tras tener conocimiento de su
auténtica identidad.
– Eso, tú tómatelo todo a broma. No habrá mujeres en el mundo, ¡por los
clavos de Cristo!
– Chsssss, ¡calla, que ya viene! – susurré visualizando a Verónica salir de
la casa con una feliz y nerviosísima Paula de la mano. Llevaba un pantalón
suelto color caqui, una camisa blanca de manga larga y unas Converse de
bota color hueso. No pude evitar imaginar cómo sería doblegar aquel
cuerpo firme y esbelto en unas circunstancias más íntimas. ¿Lo averiguaría
algún día? Siempre me había gustado conquistar a las que van de
inaccesibles, pero empezaba a tener serias dudas de que en aquella ocasión
lo fuese a conseguir.
– ¡Diego! – gritó Paula acercándose de una carrera para lanzarse a los
brazos del hombre, que la elevó soltándola por el aire y recogiéndola de
nuevo en una especie de pirueta de infarto. – ¡Otra vez, otra vez!
– Tenemos que irnos ya – interrumpí la escena dirigiendo un leve gesto de
cabeza a Raúl, quien se acercó de inmediato para tomar los mandos del
vehículo no sin antes lanzar una mirada recelosa a Verónica. Esos dos
idiotas iban a conseguir que terminara por sospechar.
– ¡Buen viaje! Pasadlo muy bien – se despidió Diego abriendo
galantemente la puerta trasera del vehículo para dejar pasar a Verónica y a
Paula, que se acomodaron de inmediato abrochándose el cinturón de
seguridad. Yo ocupé el asiento del copiloto mientras Diego me dirigía una
mirada socarrona diciendo por lo bajo:
– Recuerdos a Mickey…
VERÓNICA.
El aeropuerto Charles de Gaulle, principal aeropuerto internacional de
Francia y ubicado a 25 km al noreste de París, cuenta con una arquitectura
contemporánea y un enfoque en la eficiencia que lo convierten en uno de
los centros aeroportuarios europeos por antonomasia.
Un chófer de mediana edad vestido de uniforme nos esperaba en la zona
de desembarque con un letrero de cuidada caligrafía en el que se leía:
Madame Salazar. En cuanto Diana se identificó, el hombre se apresuró a
ayudarnos con las maletas antes de acompañarnos al parking del aeropuerto
donde tenía aparcado un gigantesco Citroën negro.
Paula y yo entramos en el espacioso asiento trasero del vehículo mientras
el ceremonioso hombre mantenía una breve conversación con Diana en
francés, que parecía desenvolverse a la perfección con ese idioma ¿Dónde
demonios había aprendido a hablarlo tan bien? Aquella mujer me
sorprendía cada día más.
Tardamos poco más de cuarenta minutos en llegar al hotel Ritz de París,
situado en la Place Vendôme. Yo trataba de actuar con frialdad,
recordándome de tanto en cuanto que no me encontraba, ni mucho menos,
en un viaje de placer, pero la alegría desbordante de Paula, el encanto de
una ciudad que destilaba monumentalidad por los cuatro costados y, sobre
todo, la actitud distendida y sonriente de Diana me lo ponían bastante
difícil.
El hotel, todo un testimonio de la elegancia parisina, poseía una
arquitectura imponente de estilo neoclásico. El vestíbulo desprendía una
opulencia atemporal mientras que el suave resplandor de lámparas de araña
iluminaba la rica alfombra roja que se desplegaba desde la misma entrada
hasta los márgenes del mármol blanco de la magnífica escalera principal.
Los impolutos muebles antiguos y las obras de arte, cuidadosamente
seleccionadas, creaban un ambiente de refinamiento que te transportaba a
épocas pasadas. Los altos ventanales ofrecían vistas a los jardines
interiores, añadiendo una pincelada de serenidad al bullicio parisino.
La señorita de la recepción que nos atendió apenas tardó cinco minutos en
comprobar nuestros datos y efectuar una discreta seña al botones para que
trasladara nuestras maletas hasta la suite asignada. Utilizamos el ascensor
para subir al piso dieciséis mientras Diana trataba de impedir que Paula
apretara todos los botones del panel de mando, incluido el de emergencia.
Yo me acariciaba el pelo con nerviosismo sin dejar de hacer ciertas cábalas.
¿Tendría que compartir habitación y baño con Diana? Aquella imprevista
posibilidad me parecía, de pronto, bastante indecorosa.
Mi inquietud se disipó en el mismo momento en el que entramos en
aquella suntuosa suite de mobiliario exquisito y con impresionantes vistas a
la Place Vendôme y sus alrededores. La estancia, de unos ochenta metros
cuadrados, contaba con dos amplios dormitorios, cada uno con su propio
cuarto de baño incorporado, y un pequeño saloncito fastuosamente
amueblado. Diana escogió el dormitorio de la derecha para compartirlo con
Paula y yo me instalé en el de la izquierda, de idénticas proporciones.
Deshicimos las maletas y bajamos al restaurante del hotel para comer algo
antes de lanzarnos a la calle e iniciar el recorrido que Diana había marcado
rápidamente sobre el mapa de la ciudad facilitado por una de las
recepcionistas. Yo no dejaba de preguntarme cuándo tendría lugar la cita
objeto de su visita a París y, sobre todo, con quién o quiénes se reuniría.
Pronto lo sabría, aunque no parecía que fuese a ocurrir ese mismo día.
Tardamos poco más de una hora en recorrer la distancia existente entre el
Hotel Ritz y la Torre Eiffel. El día era luminoso y la temperatura, rondando
los 25 grados, idónea para hacer turismo. Paula no dejaba de preguntar
sobre todo lo que le llamaba la atención.
– ¿Por qué eza zeñora vizte tan de negro?
– Porque es musulmana – susurró su madre bajando de inmediato la mano
de la niña, que señalaba a la mujer con gesto descarado.
– ¿Y ezo qué ez…?
– Una religión, pero mejor te lo explico luego.
– ¿Ez lo de rezar?
– Sí…
– ¿Y cuándo vamoz a ir a lo de Dizney?
– Ya te he dicho varias veces que mañana, Paula, no lo preguntes más, ¡por
Dios! – contestó Diana en tono impaciente dirigiéndome una mirada de
desesperación que me hizo sonreír. Estaba increíblemente guapa, con un
polo de color azul marino y unos pantalones beige de pernera ancha
planchados con raya. Nada en ella delataba sus orígenes humildes. – ¿Hace
cuánto que estuviste aquí, Verónica?
– Unos doce años – respondí tras hacer un rápido cálculo mental. – Creo
que fue en el viaje de fin de curso de segundo de bachillerato – concreté
sujetando de la otra mano a Paula para ayudar a su madre a manejarla
mejor, pues la niña intentaba soltarse cada vez que nos cruzábamos con un
perro para ir a acariciarlo. De pronto pensé que, a ojos de los demás,
podríamos pasar por una pareja con su hija y aquel pensamiento, por algún
motivo, me asustó. Tuve el impulso de soltar la pequeña mano, pero me
reprimí al comprender que el gesto resultaría algo extraño.
– Entonces, es casi como si vieras la ciudad por primera vez.
– Un poco sí – admití recordando aquel lejano viaje con las compañeras de
clase en el que nuestra principal obsesión era escapar por las noches de la
vigilancia de las profesoras para recorrer el París nocturno y entrar en
alguna que otra discoteca. – ¿Y tú?, ¿cuándo has estado aquí?
No sé por qué, pero no me imaginaba a Diana Salazar viajando desde
Colombia, entre entrega y entrega, para recorrer los Campos Elíseos.
– La última vez, hace un par de años – respondió de forma un tanto vaga y
sin hacer amago de entrar en detalles. ¿Con quién habría realizado ese
viaje?, ¿con algún amante ocasional, o, quizá, se habría tratado de una
escapada en solitario, un breve oasis de relajación dentro del mundo
violento y cruel del que provenía? De nuevo me pregunté por la misteriosa
vida sentimental de aquella mujer. Traté de imaginarla paseando por París
de la mano de un hombre, pero la visión me repelió. Después sustituí al
hombre por una mujer, una rubia despampanante de nívea sonrisa, pero, por
algún motivo, la idea me provocó un rechazo aún mayor. ¡Dios santo!,
debía dejar de pensar en tales absurdeces. Además, ¿a mí qué demonios me
importaba con quién había estado, o no, Diana Salazar?
Recorrimos los campos de Marte mientras la torre Eiffel se agrandaba a
medida que nos acercábamos a ella. Paula, que llevaba un buen rato
quejándose de lo cansada que estaba, revivió como por arte de magia en
cuanto Diana le compró un helado de doble bola.
– ¿Podemoz zubir arriba del todo?
– Podemos… – confirmó Diana sacando su móvil del bolso para localizar
las entradas electrónicas que, previsoramente, había comprado días antes.
Aun así, nos llevó un buen rato hacer la cola para acceder a uno de los
majestuosos ascensores que ascendía hasta el tercer nivel de la celebérrima
torre.
– No ze caerá, ¿verdad?
– ¡Paula!, no llames al mal tiempo, por favor – intervine cruzando
disimuladamente los dedos mientras el elevador iniciaba el ascenso a
moderada velocidad.
– ¿Miedo a las alturas? – preguntó Diana observándome con gesto
divertido.
– Un poco – reconocí algo avergonzada. Las alturas siempre me imponían
cierto respeto, aunque reconozco que observar el atardecer de París desde el
piso más alto de la torre Eiffel compensaba, con creces, cualquier
inconveniencia.
La visita fue una experiencia única, aunque no sabría decir si debido a la
impresionante panorámica que desde allí se vislumbraba o al hecho de que
Diana, situada junto a mí en uno de los miradores, rozase ligeramente su
hombro con el mío al explicar a Paula la historia de la celebérrima torre y
su construcción. Yo no podía evitar escucharla embelesada, no solo por la
forma amena en la que se expresaba, sino porque esa voz atrapante y con
aquel levísimo acento tan difícil de identificar, me cautivaba. Ella parecía
percibirlo, pues, aunque a priori dirigía sus explicaciones a Paula, de tanto
en cuanto me lanzaba una mirada enigmática de lo más perturbadora.
Terminamos la visita de la torre y caminamos a lo largo del río Sena hasta
llegar al Puente de Alejandro III. Después nos dirigimos a Trocadero y
cenamos en un pequeño restaurante de ambiente íntimo y acogedor donde
nos sirvieron una ratatouille de verduras con una tabla de quesos y pan
recién horneado. A mí me hubiese encantado terminar el día con un paseo
por el París nocturno, pero Paula se negaba a dar un paso más y terminamos
por coger un taxi de vuelta al Ritz.
Ya en la soledad de mi dormitorio, me puse el pijama pensando en buscar
una película entre el variado catálogo digital que ofrecía el hotel para ver
antes de dormir, pero Paula irrumpió en mi habitación para arrastrarme,
literalmente, hasta la suya reclamando un cuento. Yo la seguí bastante
apurada al verme empujada a invadir la más privada intimidad de Diana,
que estaba cómodamente tendida sobre las sábanas de la gigantesca cama
vestida con un pijama de seda blanco que marcaba sutilmente el contorno
de sus pechos. ¡Señor!, ¿por qué tenía que fijarme precisamente en eso?
– Vero, cuéntame la peli eza del otro día, la de la chica que tenía un arco…
– pidió Paula en tono exigente mientras se tumbaba en mitad de la cama
dejándome hueco para que me colocara a su lado.
– Se pide por favor, ¿no? – intervino Diana propinando un cariñoso
capirote a su hija en la cabeza.
– Por favor.
– ¿La de “Los juegos del hambre”? – pregunté haciendo memoria. La niña
se había aficionado a mis historias, inventadas o reproducidas, y no había
día en el que no me pidiera una para conciliar el sueño.
– ¡Zí, eza!
– Está bien… – accedí cruzando las piernas a lo indio y tratando de obviar
la intimidante presencia de Diana al otro extremo de la cama. La
colombiana se acomodaba colocando una segunda almohada bajo la espalda
mientras esbozaba una sonrisa divertida a la espera de mi historia. No sé
por qué, pero no se me quitaba la idea de la cabeza de que aquella mujer,
por algún motivo, se burlaba de mí.
Media hora después, y una vez terminé de relatar mi particular versión de
la película, Paula seguía más despierta que nunca, pero a mí se me
empezaban a cerrar los ojos. La noche anterior la había pasado en una
especie de duermevela, sin poder alcanzar el sueño profundo, y el día había
sido agotador.
– Bueno, ahora te dejo con tu madre que es hora de dormir – dije tras
consultar mi reloj de pulsera reprimiendo un bostezo. Me sentía exhausta y
la imagen de la espectacular cama de mi dormitorio con sus sábanas de
algodón egipcio me atraía como un imán.
– ¡No! Ezpera. ¡Quédate un rato máz, que zi no, no me duermo! – exigió la
niña agarrándome de la mano y tirando de mí hasta hacerme acostar a su
lado. Yo cedí a regañadientes, incómoda por la extraña situación; compartir
cama con Diana me resultaba indecoroso por mucho que Paula estuviese de
por medio. – Mamá, te toca a ti ahora contarnoz una peli.
Ella accedió a la petición de su hija dirigiéndome una mirada enigmática e
imaginando, quizá, el motivo de mi zozobra.
Escuchar por boca de Diana la primera película de Indiana Jones fue una
experiencia fascinante, pues, al contrario de mí, ella narraba fielmente la
historia consiguiendo que evocara con detalle cada fotograma de la mítica
película. En algún momento debí de cerrar los ojos y me dormí, hasta que
desperté al sentir que alguien me alzaba de la cama en volandas para
llevarme a mi dormitorio. De inmediato comprendí de quién se trataba,
pero, aún no sé por qué, resistí la tentación de abrir los ojos y fingí
continuar dormida mientras Diana me trasladaba por la suite hasta
depositarme de un movimiento suave sobre mi cama. Me sorprendió su
fuerza, pues no debía de ser fácil levantar a peso muerto mis 62 kilos.
Pasaron unos segundos antes de arriesgarme a entreabrir los ojos,
amparándome en la penumbra que nos envolvía. Diana estaba todavía junto
a la cama, observándome completamente inmóvil. Me hubiese gustado
poder vislumbrar la expresión de su rostro, pero me contenté con
imaginarlo. Mi corazón latía al borde del infarto y me preocupó que ella
fuese capaz escuchar los latidos. ¿Podría ser? Esperaba que no.
Después ocurrió algo inesperado. Ella se inclinó lentamente hacia mí hasta
detenerse a pocos centímetros de mi cara. Yo permanecí con los ojos
cerrados sin mover un solo músculo. ¿Diana me iba a besar?, ¿se sentía
atraída por mí? La idea inundó cada rincón de mi mente en una explosión
de pánico y euforia a partes iguales. ¡Cristo bendito!, y ahora, ¿qué?, ¿qué
ocurriría si abriese los ojos? No lo quise averiguar o, mejor dicho, no podía,
ni debía hacerlo. Me forcé a permanecer inmóvil y esperé acontecimientos,
pero nada ocurrió. Percibí que ella se alejaba de mí hasta salir de la
habitación y cerrar la puerta tras de sí.
Me incorporé de inmediato, con la garganta seca y el estómago encogido,
dedicando los siguientes minutos a analizar lo que acababa de acontecer.
Porque había ocurrido, ¿verdad?, ¿no habrían sido imaginaciones mías?
Diana había estado a punto de besarme.
Por segunda noche consecutiva, no pude pegar ojo.
DIANA.
Creo que, si en tiempos de Dante hubiese existido Euro Disney, el infierno
descrito por el famoso autor sería algo parecido a aquel espantoso parque
temático lleno de niños gritones, cemento armado, actores vestidos de
muñecos que debían de estar asados bajo sus pesados disfraces y colas
interminables para acceder a las atracciones. Tan solo la felicidad de Paula,
que corría alocada queriendo montarse en todo, compensaba el esfuerzo de
vivir aquel calvario. Bueno, la felicidad de Paula y la siempre estimulante
presencia de mi poli favorita, por supuesto.
– ¿Por qué la Blancanievez eza ez bizca? – preguntó Paula en ese
momento, a voz en grito, sin dejar de mirar a la chica que desfilaba
montada en una carroza rodeada de unos cuantos enanitos.
– Porque cada uno tiene los ojos con los que ha nacido y ya está –
respondió con paciencia Verónica antes de mirarme encogiéndose
cómicamente de hombros. – ¿Qué tal si vamos ahora al Space Mountain? –
propuso, a continuación, tras echar una breve ojeada a los horarios de los
FastPass que yo había comprado para evitar la cola en algunas atracciones
y que venían apuntados en un ilustrativo folleto que consultaba de tanto en
cuanto.
– ¡Ziiii!
–Tú mandas… – acepté con resignación. Hacía ya un buen rato que le
había cedido el dudoso honor de decidir las atracciones a las que ir. A mí
me empezaban a dar igual unas que otras. Total, todas me mareaban.
– Pues venga, ¡vamos! – exclamó animosamente tras agarrar de la mano a
Paula. Al contrario que yo, Verónica parecía estar disfrutando de aquello
casi tanto como la niña. Debía reconocer que interpretaba muy bien su
papel; lo último que parecía era una agente de la ley de incógnito en plena
misión.
Caminé junto a ellas con gesto de sufrimiento mientras recordaba la
cantidad de veces en las que, siendo niña, soñé con poder ir a un sitio así.
¡Hay sueños que es preferible no cumplir jamás! Otros, por el contrario, son
casi de obligado cumplimiento, como, por ejemplo y sin ir más lejos, ese
que últimamente tanto me obsesionaba y que tenía que ver con aquella
bellísima oficial de policía de indómita mirada. La noche anterior había
estado a punto de besarla después de trasladarla hasta su cama. ¿Cómo
habría reaccionado de haberse despertado? Las dudas me consumían.
– Chicas, os espero aquí; estoy un poco mareada de tanta atracción –
anuncié al llegar a los pies de la montaña rusa tras observar la cola que
había incluso para los que teníamos el FastPass. Además, ni loca me iba a
montar en aquella especie de horror.
– ¡Como quieras! – repuso Verónica dirigiéndome una mirada que parecía
decir “serás caradura”.
Yo me limité a alzar las cejas con gesto de disculpa antes de tomar asiento
en uno de los numerosos bancos de piedra que se distribuían a lo largo de
todo el parque y sacar mi móvil del bolso. Después marqué el número de
Diego y charlé con él durante el tiempo que tardó la atracción en finalizar.
Le describí con todo lujo de detalles el espanto que me parecía aquel parque
y me despedí sin olvidarme de mencionar la reunión que tenía programada
para el día siguiente y a la que, imaginaba, iría discretamente escoltada por
miembros de la policía española. ¡Idiotas!; esbocé una sonrisa malévola
imaginando cual sería su sorpresa tras comprobar que tan solo tenía cita en
Zadig & Voltaire para encargar trajes a medida. ¿Qué pensaría mi querida
niñera–policía cuando se enterara de ello?
Me levanté riendo por lo bajo para recibir a una Paula que corrió hacia mí,
eufórica, contando barbaridades sobre su excitante y reciente experiencia.
– ¡Te lo haz perdido!, había unoz pirataz que luchaban con ezpadaz y ze
zacaban laz tripaz por la boca…
– ¡No había nada de tripas! – la interrumpió al instante Verónica, divertida,
tras observar mi gesto de extrañeza.
– Bueno, pero cazi... – replicó la niña antes de continuar relatando su
particular visión del asunto. Yo fingí escucharla mientras posaba
disimuladamente la vista en el trasero de Verónica, quien caminaba delante
de nosotras en busca de la siguiente atracción. Por un instante me imaginé
arrebatándole aquellos pantalones de algodón blanco y acariciando con los
labios la piel, apostaría a que aterciopelada, de sus glúteos. ¡Jesús! Me
estaba empezando a comportar como una auténtica pervertida, aunque no
pude evitar preguntarme si algún día conseguiría hacer realidad mi fantasía.
Esperaba que sí.
Aquella noche llegamos al hotel hambrientas y cansadas. El día había sido
agotador y nos limitamos a pedir unos sándwiches al servicio de
habitaciones para cenar en la mesa del saloncito que separaba los dos
dormitorios. Después, Verónica me ayudó a acostar a Paula, que se había
quedado completamente dormida sobre el sofá, antes de despedirse con
gesto circunspecto. ¿Estaría pensando, quizá, en que al día siguiente me
iban a atrapar, por fin, en algún tipo de renuncio? Probablemente.
Me dormí enseguida.
Soñé con ella.
CAPÍTULO 13.
VERÓNICA.
Empezaba a sospechar que aquella idiota se burlaba de nosotros. ¿De
verdad había ido a París a encargarse unos trajes a medida de no sé qué
firma?, ¿esa era su famosa reunión? Algo no cuadraba.
Habíamos regresado a Madrid la tarde anterior tras dedicar el último día
del viaje a visitar el Louvre sin que Diana hubiese realizado ningún tipo de
movimiento mínimamente sospechoso. El comisario estaba furioso por la
falta de resultados de una operación tan costosa en medios y esfuerzo,
aunque yo estaba decidida a ir esa misma noche a aquel despacho que tan
celosamente permanecía cerrado bajo llave y hacer una copia del disco duro
del ordenador. Con suerte habría pistas sobre la fortuna que Diana debía de
tener oculta en paraísos fiscales, el único motivo por el que, quizás,
pudiesen inculparla.
Pasé el día en compañía, casi exclusivamente, de una Paula que se negaba
a quitarse el disfraz de Darth Vader traído de París mientras perseguía a
enemigos imaginarios con su espada láser. Diana se había ido a comer a
casa de Diego, y no había dado señales de vida en toda la tarde. ¿Qué
estarían tramando esos dos? Cuando por fin regresó, horas después, se
encargó ella misma de preparar la cena a la niña y de acostarla tras contarle
un larguísimo cuento. Debía reconocer que, sorprendentemente, era buena
madre. De nuevo sentí cierto remordimiento por lo que tenía planeado
hacer, pero de inmediato recordé cual era mi deber. No era asunto mío lo
que pudiese ocurrir después.
Me acosté en la cama sin desvestirme, esperando nerviosa a que pasaran
las horas hasta que la vivienda estuviese en silencio y Diana durmiera. Las
primeras horas del sueño suelen ser las más profundas, por lo que había
decidido ejecutar el plan entre las dos y las tres de la madrugada. Sabía que
Héctor y Raúl pasaban la noche en el bungalow de invitados ubicado en la
parte trasera del jardín, lo que era de lo más tranquilizador. No sé si me
hubiese atrevido a hacer algo con esos dos sueltos por la casa.
El reloj parecía inmóvil. Cada segundo se prolongaba como si fuera un
minuto y cada minuto se hacía eterno. El tiempo se convirtió en un enemigo
que se burlaba de mi impaciencia. Me sentí atrapada en un bucle infinito
hasta que, por fin, dieron las dos y media de la madrugada. Había llegado el
momento. Salí de mi habitación en absoluto silencio y me encaminé hacia
las escaleras con paso sigiloso. La oscuridad de la noche se cernía sobre
cada rincón de la casa mientras la tenue luz de la luna se filtraba
tímidamente por las ventanas proyectando sombras fantasmales en las
paredes.
Avancé despacio, sin hacer más ruido que el leve y casi imperceptible
crujir de la tarima de madera bajo mis pies descalzos. Mis ojos se
acostumbraron gradualmente a la penumbra, lo que me permitió ver la casa
de una manera diferente, como si estuviera sumergida en un mundo secreto
y desconocido. Respiré con alivio cuando conseguí llegar a mi destino. De
momento todo iba bien, aunque ahora vendría lo más complicado. Un
pequeño ruido proveniente del piso de arriba me puso en alerta de forma
instantánea. Me quedé inmóvil casi sin respirar, a la espera de
acontecimientos, pero transcurridos unos minutos todo seguía en calma.
Falsa alarma.
Abrí la puerta del despacho tras forcejear con ella durante unos minutos
gracias al pequeño juego de ganzúas que tenía escondido en un
compartimento oculto de la maleta y entré cerrando silenciosamente tras de
mí. Después me senté tras el escritorio y encendí el ordenador. En seguida
comprobé que tenía clave de acceso, por supuesto, por lo que extraje de mi
mochila el programa preparado expresamente para la misión por el
departamento informático de la policía y seguí las instrucciones facilitadas
por el ingeniero jefe al respecto. Tardé unos minutos en descifrar la
contraseña y acceder a los datos del ordenador. Había infinidad de archivos
y me llevaría un rato copiarlos todos. ¿Serviría alguno para el fin que
buscaba el comisario? Imposible saberlo en ese momento. Además, esa no
era mi labor.
Tardé una media hora en dar por finalizada mi tarea y apagué el ordenador
tras guardar la copia del disco duro en un bolsillo de mi mochila. Coloqué
el sillón en la misma posición en el que lo había encontrado y me dirigí a la
puerta con paso silencioso. Un sonido, casi imperceptible y proveniente de
fuera de la habitación, me hizo detenerme de inmediato. Mi frecuencia
cardíaca se disparó mientras rezaba a todos los santos para que el mal
presentimiento que, de pronto, me invadía fuese injustificado. Nadie debió
de escuchar mis plegarias ya que, segundos después, la puerta se abrió
dando paso a una Diana Salazar vestida con un pijama de algodón negro y
empuñando un revólver Smith & Wesson de cañón corto con el que me
apuntó directamente a la cabeza. Una angustiosa sensación de espanto
inundó con fuerza cada célula de mi cuerpo cuando mi cerebro, por
completo colapsado, comprendió la gravedad de la situación. Comencé a
sudar y los segundos pasaron mientras ambas permanecíamos en la misma
postura, inmóviles y escrutándonos con la mirada.
– Y bien, tonta policía, ¿has encontrado ya lo que buscabas? – dijo ella,
por fin, quebrando de una vez aquel opresivo silencio que nos rodeaba y
que atenazaba mi garganta impidiéndome, hasta el momento, articular
palabra. Reconozco que me tranquilizó un poco escuchar su voz. Si hubiese
querido disparar, lo hubiese hecho ya… ¿o no?
– ¿Desde cuándo lo sabes? – inquirí yo, a mi vez, ignorando su pregunta y
buscando instintivamente la manera de escapar de allí.
– Eso ya no importa – respondió sin dejar de encañonarme con gesto
amenazador. – El caso es que has entrado en mi casa con turbias mentiras y
odio que me mientan… – agregó estirando el brazo en posición de disparar
y bajando un poco el cañón del revólver hasta apuntarme al corazón.
Yo traté de moverme, de tirarme al suelo, de hacer todo aquello que se
suponía que me habían enseñado en la academia de policía ante una
situación como aquella, pero fui incapaz de reaccionar. El terror que
experimentaba me lo impedía. Sentía las piernas de cemento y los músculos
agarrotados, y mi mente, repleta de pensamientos confusos, no parecía
capaz de tomar una decisión.
Se supone que cuando alguien piensa que va a morir ve pasar toda su vida
por delante en forma de vívidos recuerdos. En mi caso no fue así. No me
acordé de mis padres, ni de mis amigos, ni de mis compañeros de la policía.
Tan solo pensé en lo triste que era morir a manos de aquella bellísima mujer
que me miraba con una sonrisa un tanto sádica. Curiosamente, creo que
nunca me había parecido más guapa que en aquellos precisos momentos en
los que acariciaba el gatillo de aquel amenazador revólver sin dejar de
encañonarme con él. Reconozco que estaba aterrorizada. ¿De verdad había
sido tan estúpida como para llegar a sentir cierta empatía, e incluso
atracción, hacia ella?
En cualquier caso, era tarde para arrepentirme.
Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como si fuera una película a
cámara lenta, aunque en realidad debió de ocurrir bastante deprisa. Diana
amartilló el arma hacia atrás preparándola para disparar y yo me limité a
esperar el final tratando de evitar que las lágrimas asomaran a mis ojos. No
quería morir llorando. ¡Absurdo!, ¿no? Puede ser, pero en aquel momento
me pareció importante ese detalle. Abrí la boca para suplicar por mi vida,
pero fui incapaz de articular palabra. Mi boca estaba seca y la garganta, de
nuevo, cerrada.
Cuando Diana apretó el gatillo con un gesto deliberadamente lento, tardé
un par de segundos en comprender que no había sonado explosión alguna.
Me revisé, incrédula, el cuerpo en busca de un orificio de bala, pero no lo
encontré. Inspiré con fuerza, presa de un alivio infinito. Seguía viva. Ella
me observó con una mueca burlona antes de acercarse a la mesa y depositar
el revólver sobre esta.
– ¡Vaya por Dios, no tenía balas! – exclamó con toda su caradura, como si
lo que me acababa de hacer pasar no fuese más que una travesura sin
importancia. Después se situó de nuevo enfrente de mí, aunque en esta
ocasión con los brazos cruzados. Fue entonces cuando la adrenalina
liberada por mi torrente sanguíneo durante los últimos cinco minutos me
hizo saltar hacia ella de un movimiento rápido y vigoroso que le hizo caer
al suelo bajo el peso de mi cuerpo, completamente desprevenida. De
inmediato traté de reducirla para asestarle un par de buenos puñetazos en
toda la cara, pero, sorprendentemente, consiguió zafarse de mí con relativa
facilidad hasta que ambas acabamos rondando por el suelo en una lucha sin
cuartel.
Enseguida comprendí que las fuerzas estaban equilibradas. En la academia
de policía siempre había resaltado en el entrenamiento de artes marciales,
pero Diana parecía anticiparse a todos mis intentos por someterla
escurriéndose hábilmente de entre mis brazos. Todo acabó antes de lo
esperado cuando ella, tras un veloz desplazamiento, consiguió ganar mi
espalda y doblar mi brazo derecho hacia atrás hasta obligarme a pegar la
cara contra la carísima alfombra persa sobre la que estábamos luchando.
– ¡Tranquilízate! – ordenó con un tono autoritario propio de quien está
acostumbrada a hacerse obedecer, lo que me enfureció aún más. Yo traté de
liberarme de su rodilla, apoyada contra la parte baja de mi espalda, pero
cuando sentí que me retorcía aún más el brazo hasta hacer crujir el hueso
me detuve de inmediato. – No quiero rompértelo, pero si me obligas… –
susurró entonces acercando la boca a mi oído. Su pelo me hizo cosquillas
en la mejilla, y a pesar de la violenta escena que estábamos viviendo, el aire
pareció cargase de una sensualidad inquietante.
– ¡Suéltame! – exigí, roja de rabia, rebelándome contra tan inoportunas
sensaciones. ¡Menuda policía estaba yo hecha! Primero, aquella idiota se
reía de mí a costa de provocarme casi un infarto y después, por poco me
rompe el brazo mientras yo pensaba en su pelo. Me había convertido en la
vergüenza de la brigada.
– ¿Me das tu palabra de honor de que, si te suelto, te vas a comportar
como una persona civilizada? – preguntó ella en tono socarrón,
probablemente divertida por la situación y doblando aún más mi brazo hasta
hacerme aullar de dolor. Notaba el hueso a punto de quebrar.
– ¡Está bien, lo juro! – no tuve más remedio que ceder con voz
estrangulada. Puede que aquella especie de sádica no fuese capaz de
matarme, pero por lo demás, no daría nada por seguro.
Respiré aliviada cuando, por fin, me liberó. Me ofreció la mano para
ayudar a levantarme, pero yo rechacé despectivamente su ofrecimiento y
me incorporé con gesto ceñudo. Después me masajeé el dolorido brazo
mientras ella revolvía en mi mochila hasta sacar la copia del disco duro de
su ordenador.
– Creo que esto es mío… – señaló guiñándome un ojo con expresión
pícara, recreándose en la situación. Juro que la odié con toda la fuerza de mi
ser. – Y ahora, vamos a la cocina a tomar algo y hablamos – agregó
cogiéndome de la mano con naturalidad y tirando de mí hacia la puerta en
un gesto íntimo que me pareció fuera de lugar. Admito que me quedé más
sorprendida de lo que ya estaba. Era la primera vez que me tocaba de forma
deliberada y no estaba preparada para el calambre de pura electricidad que
entró en mi cuerpo a través de su mano para extenderse hacia el resto de
mis extremidades. Me solté de inmediato con ademán airado y resistí el
impulso de masajearme la mano. ¿Qué diablos estaba ocurriendo? Ella me
observó divertida antes de efectuar un gesto ceremonioso con el brazo y
decir: – Por favor, ¿me acompaña a la cocina, señorita Ortiz?
Así que también sabía mi verdadero apellido, por supuesto. ¿Durante
cuánto tiempo había estado tomándome el pelo?, y, sobre todo, ¿con qué
finalidad?
Llegamos a la cocina en riguroso silencio tras atravesar la casa
prácticamente en penumbra. Diana encendió las luces y ambas
parpadeamos molestas por la repentina iluminación hasta que
acostumbramos la vista. Después, abrió la nevera, sacó una botella de agua
de Vichy Catalán que sirvió en dos vasos y me invitó con un gesto de
cabeza a que tomara asiento frente a ella en la mesa del desayuno. Yo
obedecí y bebí hasta apurar mi vaso; no me había dado cuenta hasta ese
momento de la sed que tenía. Por el contrario, ella apenas se mojó los
labios. Se la veía fresca, nada afectada por la situación.
– ¿Sabes que me podías haber matado de un infarto? – inquirí furiosa,
incapaz de reprimir por más tiempo mi enfado.
– ¡Oh, vamos! No tienes ninguna dolencia cardíaca – replicó jugueteando
con uno de los botones de la camisa de su pijama – o al menos eso dice tu
informe médico de la policía – puntualizó en tono burlón.
– ¿Y se puede saber cómo has podido acceder a ese informe?
Así que tenía un informante en la propia policía, pero ¿quién? No estaría
de más averiguarlo.
– Eres muy curiosa, ¿sabías?
– Y tú sabes que en este país es un delito grave sobornar a funcionarios
públicos, ¿verdad?
– Te agradezco que me informes sobre el contenido del código penal
español, pero no me interesa demasiado, la verdad.
– ¡No sé cómo puedes tener semejante desfachatez!
– ¿Desfachatez? – repitió ella arqueando las cejas con sorpresa –
Desfachatez la de la policía española que, no contenta con seguirme a todos
lados y pincharme el teléfono, me infiltra a una de sus agentes en mi casa
para cuidar de mi hija.
– ¿Y qué esperabas que hiciésemos, con tu historial? – pregunté, de forma
retórica, antes de continuar hablando – Además, ¿se puede saber a qué
demonios has venido a España?
Dudaba de que me fuera a decir la verdad, pero no me podía ir de allí sin,
al menos, preguntarle al respecto.
– No te mentí cuando dije que deseaba empezar de cero en otro sitio y
educar a mi hija aquí. Tan sencillo como eso – contestó ella en tono firme y
sin desviar la mirada de mi rostro. O decía la verdad o era una estupenda
mentirosa. Todo podía ser.
– ¡Ya!
– ¿No me crees?
– No lo sé – admití meneando ligeramente la cabeza hacia ambos lados en
actitud reflexiva. Empezaba a comprender que, muy a mi pesar, no podía
ser del todo imparcial al valorar aquella situación.
– Yo creo que lo mejor sería que siguieras vigilándome de cerca para
averiguarlo.
– ¿A qué te refieres…?
Ella no respondió de inmediato; se limitó a observarme con expresión
condescendiente, como si yo fuese corta de entendederas. Reconozco que
su actitud me irritó. Después apoyó los codos sobre la mesa sujetándose la
barbilla y dijo:
– Creo que deberíamos hablar de una vez por todas de lo nuestro.
– ¿Lo nuestro? – repetí tratando de ganar tiempo. Mi pulso era un susurro
frenético que resonaba en el interior de mi pecho, como si el corazón
hubiera decidido bailar una melodía apresurada en respuesta a un misterioso
compás.
– Sí, lo nuestro – insistió ella soltando un suspiro de impaciencia y
removiéndose inquieta en su asiento como si, de pronto, tuviese urticaria
por todo el cuerpo. ¿Diana Salazar sufriendo, quizá, de cierta inseguridad?
La idea era tan chocante que casi me hizo sonreír.
– No sé a qué te refieres… – repuse mintiendo como una bellaca y
considerando la conveniencia de seguir adelante con la conversación. ¿Por
qué no lograba desprenderme de aquella mezcla de emociones tan
irritantemente contradictorias? Debía abandonar aquella casa cuanto antes,
informar a mis superiores de lo ocurrido y olvidarme de todo lo que tuviese
que ver con esa enigmática mujer.
– ¿En serio?
– En serio. Y, en cualquier caso, creo que ha llegado el momento de que
me vaya de aquí.
Un silencio incómodo se apoderó de nosotras mientras nos mirábamos por
unos segundos con gesto desafiante, como dos púgiles que se preparan
antes de entrar en combate.
– Muy bien, ¡como quieras! – exclamó finalmente Diana tras levantarse de
forma abrupta de su asiento con gesto sombrío. – ¿Quieres esperar a que
Paula se despierte para despedirte de ella?
– No, prefiero recoger mis cosas e irme ahora – musité con el corazón
repentinamente encogido al pensar en la niña. – Despídeme tú por mí, si no
te importa.
– Por supuesto – concedió lanzándome una última mirada, entre gélida y
decepcionada, antes de abandonar la estancia dejándome con una
inesperada, pero intensa, sensación de vacío.
Permanecí unos instantes tratando de recomponerme mientras repasaba lo
ocurrido durante aquella extrañísima noche en la que, por un momento,
había llegado a asumir mi muerte para después recibir una especie de…
¿insinuación amorosa? por parte de quien constituía el objeto fundamental
de mi misión ¡Dios!, ¿cómo calificar toda aquella locura?
Quince minutos después salía de mi dormitorio arrastrando la maleta con
premura. Había guardado mis cosas de cualquier manera, sin molestarme en
doblar la ropa, como si fuese una delincuente abandonando la escena del
crimen; no dejaba de ser bastante paradójico, la verdad.
Bajé las escaleras, y me dirigí hacia la puerta de entrada de la casa, pero
una voz a mis espaldas, firme e imperativa me hizo detener en seco.
– ¡Espera!
Era Diana, por supuesto, que bajaba los escalones de dos en dos. Aún
vestía en pijama y su pelo, algo despeinado, le otorgaba un aspecto sexi y
salvaje. Me avergoncé al pensar en ella de semejante manera. ¿En qué clase
de idiota me había convertido?
– No quería que te fueras sin despedirme de ti – declaró acercándose a mí
con decisión hasta detenerse a menos de medio metro de distancia. La luz
plateada y etérea de la luna que penetraba por los anchos ventanales de la
casa se posaba con delicadeza sobre sus rasgos otorgándoles un brillo
sobrenatural. Por un breve instante me planteé si aquella mujer era en
verdad una simple mortal y no una enviada a la tierra del mismísimo
Belcebú con el objeto de arruinarme la vida.
Respiré con fuerza mientras sus ojos, grandes y expresivos, recorrían el
contorno de mi cara con voracidad, como si buscase allí la respuesta a un
interrogante aún por resolver. Sus labios, ligeramente entreabiertos,
parecían invitarme a descubrir los secretos ocultos de la noche. Me
estremecí.
– No pensaba que quisieras hacerlo… – logré a duras penas balbucear. Una
vocecita me susurraba al oído advirtiéndome sobre un peligro inminente y
animándome a abrir la puerta para huir de allí, pero confieso que no le
presté demasiada atención.
– Claro que quiero – aseveró Diana aproximándose todavía un poco más e
invadiendo con descaro mi espacio personal – aunque dudo mucho que esto
sea una despedida definitiva… – añadió con una sonrisa conquistadora.
– Por supuesto que es definitiva – repliqué manteniéndole la mirada con
gesto desafiante, pero sin hacer caso, de nuevo, a esa vocecita que se
desgañitaba en mi interior ordenándome dar un paso hacia atrás.
Fue entonces cuando ella bajó lentamente la vista hasta detenerse en mi
boca en un lento recorrido que disparó el ritmo de mi corazón hasta límites
casi incompatibles con la vida. Comprendí lo que estaba a punto de suceder,
pero lo cierto es que no pude, ni quise, resistirme a ello. Necesitaba besarla,
sentir su aliento contra mi boca y descubrir su sabor, aunque solo fuese una
vez. Después, olvidaría lo ocurrido y nunca más la volvería a ver.
Unimos nuestros labios en un contacto suave y pausado, sin prisa, como si
ambas quisiéramos memorizar cada detalle, cada sensación. Acercamos los
cuerpos más y entrelazamos las manos en una unión electrificante, casi
irreal. Cuando sentí su lengua tantear la apertura de mi boca, pidiendo
permiso para entrar, me temblaron las piernas.
No sé muy bien cuanto tiempo estuvimos así, besándonos con aquella
entrega. Pudo ser un minuto o quizá diez, jamás lo sabré con seguridad,
pero por un momento olvidé quien era yo, dónde me encontraba, qué hacía
allí e incluso quién era aquella impresionante mujer que exploraba el
interior de mi boca con dedicación, como el que come una fruta prohibida
largamente anhelada.
El problema fue que, en un momento dado, recordé quién era yo, qué hacía
allí y, sobre todo, quién era Diana Salazar, lo que me hizo recuperar la
cordura, o parte de ella, y separarme de un brusco movimiento que me hizo
trastabillar hacia atrás. Diana me miró con gesto sorprendido; era obvio que
no se esperaba una interrupción tan abrupta. Después esbozó una sonrisa
entre complaciente y burlona.
– Así que, según tú, no existe “lo nuestro” – comentó arqueando una ceja
en ademán interrogativo.
– Efectivamente, no existe – corroboré tratando de recomponerme. Me
había besado con ella satisfaciendo, en parte, mi morbosa curiosidad, pero
debía conformarme con eso sin esperar, ni desear, nada más.
– ¡Ah!, ¿no? – inquirió la colombiana en tono divertido. – No me digas
que te sueles besar con todas las sospechosas a las que vigilas…
– Me tengo que ir – anuncié ignorando su pregunta y haciendo amago de
abrir la puerta. Ella me lo impidió apoyando firmemente la mano contra el
marco de ésta.
– ¿De verdad te vas a ir así? – su expresión, de pronto, parecía sombría.
Comprendí que no estaba acostumbrada a las negativas. Reconozco que me
provocó un placer algo sádico observar la inquietud de su rostro, más aún al
recordar el reciente incidente en su despacho con aquel maldito revólver.
– Así, ¿cómo?
– Huyendo.
– No te equivoques conmigo, Diana. Simplemente he tenido un momento
de curiosidad, nada más.
– ¿Un momento de curiosidad? – repitió ella en tono socarrón – permíteme
que lo dude…
– Duda lo que quieras, pero me tengo que ir.
Por un instante pareció dudar sobre lo que debía hacer a continuación
hasta que pareció adoptar una decisión y me abrió galantemente la puerta
antes de decir:
– Como quieras, pero volverás.
– No te creas tan irresistible…
Ella rio, divertida, antes de contestar con descaro:
– Yo no lo creo, te lo aseguro, pero algo me dice que tú sí.
– Te equivocas – repliqué, irritada por sus palabras.
– El tiempo dirá si llevo razón…
– No, el tiempo no va a decir nada – aseguré negando enfáticamente con la
cabeza. –Tú eres una criminal y yo una policía cuyo trabajo es perseguir a
gente como tú. Fin de la presente cuestión.
– ¿Una criminal…? – repitió con cierta sorna – Me parece muy osado
calificar así a alguien que ni siquiera tiene antecedentes penales.
– Eso no quiere decir que no lo seas – contesté con rencor, ofendida por su
tono de burla. Aquella idiota pretendía seguir riéndose de mí.
– Veo que no nos ponemos de acuerdo; quizá podríamos debatir sobre ello
en una cena.
– ¿Una cena? – repetí escandalizada. ¡Solo me faltaba eso, irme de cena
con ella! – Tú y yo no vamos a ir a cenar juntas a ningún sitio. Ni a cenar ni
a nada…
– ¿Ni siquiera si invito yo? – insistió soltando una risita y acercándose de
nuevo peligrosamente a mí.
– ¿De verdad te hace gracia todo esto? – pregunté apartándome hacia atrás
con sensatez.
– Lo cierto es que sí… – admitió con toda su caradura. – Es la primera vez
que tengo tratos tan cercanos con un miembro de la policía española y, de
momento, me estoy divirtiendo bastante.
– No deberías tomártelo a risa. Si has venido aquí a hacer de las tuyas,
acabarás entre rejas.
– ¡Me muero de miedo, en serio…! – exclamó apoyándose una mano en el
pecho con gesto dramático y usando un tono de voz que indicaba todo lo
contrario – Aunque deberías decirle a esa especie de pescado frío con pinta
de enterrador que tienes por jefe que no desperdicie los recursos del
contribuyente conmigo.
– ¿A quién te refieres exactamente? – pregunté cautelosa.
– A Alfredo Montes, por supuesto, el comisario jefe de tu brigada.
– ¿Y tú cómo demonios sabes quién es él?
Aquello empezaba a ser alarmante. Diana no solo tenía a alguien que le
facilitaba expedientes de miembros de la policía, sino que estaba
perfectamente informada de la operación que se había montado en torno a
ella.
– «Conoce a tu adversario, conócete a ti mismo y no pondrás en peligro tu
victoria» – citó antes de continuar hablando. – Es una frase de uno de los
tratados de estrategia militar más importantes de todos los tiempos: El arte
de la guerra, ¿te suena?
– No, no me suena, pero tampoco me interesa.
– Pues deberías leerlo, es muy ilustrativo para según qué cosas.
– No tengo tiempo de leer chorradas – respondí con acritud. – Y ahora, si
me permites, debo irme – añadí agarrando con decisión mi maleta antes de
traspasar el umbral de la puerta.
– Te lo permito. Por ahora…
No contesté. Atravesé el jardín en la oscuridad de la noche con el corazón
palpitante y la respiración acelerada. El cielo comenzaba a cambiar de color
mostrando una gama de tonalidades que iban desde el azul oscuro hasta el
rosa, anunciando el nacimiento de un nuevo día. Un movimiento dentro de
mi campo visual, apenas perceptible, me hizo dar un respingo. Se trataba de
Héctor, que abría el portón principal para dejarme pasar dirigiéndome una
mirada torva que me encogió el estómago. ¿Es que aquel hombre nunca
dormía?
Ni siquiera le di las gracias. Salí a la calle y entré en mi coche respirando
con alivio antes de arrancarlo de un brusco acelerón.
Rápidamente dejé atrás la urbanización y me incorporé a la carretera
marcando en el móvil el número de teléfono personal del inspector jefe Luis
Arribas. No eran horas aún de llamar, pero debía informarle cuanto antes de
lo ocurrido.
Aunque no de todo, por supuesto.
CAPÍTULO 14.
DIANA.
– ¡No quiero otra profezora!, quiero a Vero, ¡ezo!
– Bueno, ya te he dicho que Verónica ha encontrado otro trabajo y no va a
poder venir más – repetí otra vez a Paula con infinita paciencia. – Al menos
de momento… – añadí incapaz de aceptar la posibilidad de no volver a
saber más de aquella idiota policía que había abandonado mi casa días atrás
en plena madrugada.
Puede que me hubiese pasado un poco al simular disparar contra ella.
¡Quizá!, aunque aquel increíble beso que habíamos intercambiado después
me indicaba que Verónica estaba más interesada en mí de lo que fingía.
Ni siquiera sabía que un beso podía llegar a ser así. Aún recordaba, con
total nitidez, la poderosa carga de deseo y atracción que me había dominado
en esos momentos. ¿Lo habría sentido Verónica también así, o, por el
contrario, para ella no había sido más que una experiencia a la que se había
entregado por pura curiosidad? La duda, incómoda y desquiciante, me
molestaba.
– ¡Puez no pienzo leer zi no viene ella!
– ¡Está bien! – claudiqué cerrando el cuento que tenía entre manos y
abandonando toda intención de seguir con aquello. – Se acabó la lectura por
hoy. ¿Quieres que vayamos a la piscina a nadar un rato?
– ¡Ziiii! – contestó la niña levantándose de su silla como si de pronto le
quemase el trasero. – Voy a ponerme el bañador a mi cuarto.
Podría contratar a una sustituta, aunque sabía que Paula le haría la vida
imposible. No. Se acabaron las profesoras y las niñeras. Lo que tenía que
pensar era en una estrategia para hacer volver a Verónica Ortiz a mi vida, y
no precisamente para vigilarme.
Sabía que me encontraba ante un desafío emocional al que nunca me había
enfrentado con anterioridad. ¿De qué manera debería enfocarlo?, ¿cómo
acercarme a alguien que parecía unida en santo matrimonio al Código Penal
español? No sabía ni por dónde empezar y, una vez más, maldije mi suerte.
Que la primera mujer que había conseguido robarme el sueño fuese una
maldita policía parecía la broma de una mente maquiavélica. ¿No podía
haber sido de verdad profesora, ingeniera o, incluso, una de esas
endemoniadas abogadas capaces de sacar el hígado a sus clientes? No,
¡tenía que ser policía! Una policía que creía firmemente en la ley y el orden,
conceptos ambos un tanto difusos, en el mejor de los casos, para mí.
La cosa no pintaba, a priori, bien, y aunque lo sensato hubiese sido hacer
caso del siempre juicioso Diego y olvidarme de aquella estúpida para
siempre, una fuerza invisible, tan poderosa como irresistible, parecía
empeñada en empujarme a hacer justo lo contrario.
Tenía que ser mía. Así de claro. Sin condiciones ni medias tintas, aunque,
¿qué sabía yo de relaciones amorosas y de romances? Mis relaciones
pasadas no eran más que recuerdos difusos con mujeres que habían sido
incapaces de dejar en mí la más mínima huella, y, por un momento, me
pregunté qué tendría de especial Verónica como para conseguir invadir mis
pensamientos de una manera tan intensa. Era guapa, sí, y lista, pero como
tantas, ¡tantísimas otras! Entonces, ¿de qué se trataba?, ¿por qué tenía que
ser precisamente ella y no otra cualquiera? Aquello era un misterio dentro
de un enigma, un factor desconocido de la ecuación que me sentía incapaz
de descifrar.
Necesitaba respuestas, y era obvio que no las iba a obtener permaneciendo
con los brazos cruzados. Era el momento de mover ficha.
Cogí el móvil y marqué el teléfono de Diego, quien contestó casi de
inmediato.
– ¿Diana?
– ¿Podrías quedarte con Paula un rato? – pregunté sin rodeos. Sabía que la
policía nos había retirado la vigilancia y ya no nos seguía, pero al continuar
nuestros teléfonos intervenidos reducíamos al mínimo imprescindible las
conversaciones.
– ¿Pasa algo?
– Nada, es solo que tengo que salir a hacer un recado.
– Claro, en un rato estoy ahí.
Fiel a su palabra, Diego apareció veinte minutos después con un regalo
para Paula, quien lo recibió encantada antes de acompañarlo a la piscina
parloteando por los codos. Yo me dirigí al dormitorio y estuve un buen rato
examinando con aire indeciso el contenido del vestidor. ¿Cómo se supone
que debe una ir vestida a una comisaría de policía? Nunca había tenido que
pisar una, afortunadamente.
Tras varias pruebas fallidas terminé por escoger un fino pantalón de lino
color caramelo y una camisa de algodón blanca y corte ceñido de las que
había comprado en París. Después me apliqué un poco de rímel tras
cepillarme el pelo hasta dejarlo brillante y en perfecto orden. La imagen que
me devolvió el espejo me proporcionó la dosis de seguridad que, quizá,
necesitaba en esos instantes. Nunca me he vanagloriado de mi aspecto, pero
admito que agradecí con toda el alma a mis ancestros la carga genética
heredada de ellos. ¿Hasta qué punto mi bella y testaruda policía sería
inmune a ella? Pronto lo averiguaría.
Media hora después, Raúl me dejaba enfrente de aquel edificio de diseño
robusto y funcional donde se ubicaba la comisaría de policía más grande de
toda la isla. La entrada principal, flanqueada por dos columnas altas e
imponentes, estaba señalizada por una bandera de España de dimensiones
considerables. Dos puertas de vidrio transparente y resistente se abrieron
ante mí al cruzar el umbral y accedí a un vestíbulo amplio y bien iluminado
donde se ubicaba un arco de detección de metales.
Un joven oficial de policía, perfectamente uniformado, me observó con
gesto intrigado tras el mostrador de recepción. Yo me acerqué con paso
decidido esbozando la mejor de mis sonrisas.
– Buenas tardes, agente…
– Buenas tardes – respondió él devolviéndome la sonrisa. – ¿En qué le
puedo ayudar? –agregó, en tono solícito.
– Quería ver a Verónica Ortiz. Es en relación con una cuestión profesional.
– ¿Me facilitas un documento de identificación, por favor? – solicitó el
chico tuteándome con expresión confianzuda ¿Cómo reaccionaría si supiese
quién era yo? Sonreí, divertida, antes de meter la mano en el bolso y sacar
mi pasaporte.
– Claro, aquí tienes.
Él anotó mi nombre en un manoseado cuaderno antes de descolgar el
teléfono y marcar una extensión. Era obvio que el nombre de Diana Salazar
no le decía nada de nada. Mejor.
– Llamo de recepción, ¿quién eres? – dijo tras marcar una segunda
extensión. – ¿Está la agente Verónica Ortiz por ahí…?, ¿sí?, pues dile que
se ponga… Sí, espero… – agregó lanzándome una mirada valorativa.
¿Todos los policías españoles serían tan ligones? – ¿Y sobre qué asunto
quieres tratar con Verónica? – preguntó dirigiéndose de nuevo a mí y
tapando con la palma de la mano el auricular del teléfono.
– Es un tema confidencial – respondí con expresión de inocencia echando
un vistazo a mi alrededor. Aquello era tal y como lo había imaginado.
Suelos de baldosas bien pulidos, techos altos que otorgaban sensación de
amplitud, luces brillantes iluminando cada rincón y paredes cubiertas de
carteles informativos sobre derechos y procedimientos legales. El espacio,
en conjunto, emanaba autoridad, seguridad y eficiencia.
– ¿Verónica? – preguntó al cabo de unos segundos el joven agente con el
teléfono pegado a la oreja. – Soy Miguel sí. Aquí hay alguien que pregunta
por ti. Se llama Diana Salazar. ¿Verónica? ¿estás ahí…? ¡Ah, creí que se
había cortado! ¿Bajas entonces? De acuerdo, aquí te espera – dijo antes de
colgar el aparato. – Ahora viene – aclaró dedicándome de nuevo toda su
atención e iniciando una conversación de lo más insustancial.
A partir de ese momento los segundos se deslizaron con exasperante
lentitud mientras yo me preguntaba cómo reaccionaría Verónica al verme.
Pronto lo sabría.

VERÓNICA.
– Vero, ¿qué pasa? – preguntó Mel con gesto intrigado en cuanto colgué el
teléfono de la sala común donde los miembros de la brigada nos reuníamos
de vez en cuando para hacer un pequeño descanso y tomar un café.
– Tengo una visita en la recepción. Se trata de uno de mis informantes –
logré decir con voz estrangulada. ¡Dios santo!, ¿se puede saber qué hacía
ella allí? – Luego nos vemos, chicos – agregué sin intención de dar más
explicaciones y saliendo rápidamente de la sala para internarme en el
tortuoso y oscuro pasillo que daba acceso a las escaleras.
Aquella mujer buscaba mi perdición, sin duda alguna. ¿Qué podría
parecer, a ojos del comisario, esa inesperada e inoportuna visita si llegase a
tener conocimiento de ella?, y, sobre todo, ¿qué demonios quería Diana
Salazar de mí? Nada bueno, eso seguro. Desde aquella noche aciaga en la
que había abandonado su casa de forma apresurada, no había vuelto a saber
de ella. Admito que una parte de mí, algo rebelde y bastante oscura, había
esperado inútilmente recibir noticias suyas. Desconocía qué era lo que más
me irritaba, si la falta de interés que esa cretina había demostrado en
contactar conmigo desde entonces o las inoportunas expectativas que aún
albergaba de volver a verla.
Bajé los tres pisos que me separaban de la entrada del edificio saltando los
escalones de dos en dos. Sentía el corazón desbocado y los pensamientos
revolucionados. Solo en el último tramo de escalera me detuve durante un
par de minutos con el fin de recomponerme un poco. Aproveché para estirar
la camisa azul de mi uniforme, algo arrugada a esas horas de la tarde, y
arreglarme el pelo con las manos en un gesto inconsciente de pura
coquetería. Después salí al vestíbulo aparentando toda la calma que pude
simular.
En seguida localicé a Diana. Hablaba tranquilamente con Miguel, el
agente que estaba aquel día en la recepción, mientras esperaba mi llegada.
Me acerqué a ella evaluándola con la mirada. Parecía fuera de lugar, con su
ropa informal pero hecha a medida en un claro ejemplo de lujo silencioso y
un aire de artista de cine que trata de pasar desapercibida. Estaba guapa,
increíblemente guapa; no me extrañaba que aquel idiota de Miguel la
observara embelesado.
– ¡Hablando del rey de Roma! – exclamó ella en cuanto me vio aparecer. –
Ya empezábamos a pensar que te había ocurrido algo por el camino… –
agregó guiñándole un ojo a mi compañero, que rio como si hubiese dicho
algo graciosísimo.
– No esperaba tu visita, Diana. No recuerdo que tuviésemos una cita –
saludé en tono gélido dirigiéndome a ella y obviando a Miguel, que nos
observaba a ambas con curiosidad.
– Es que no la teníamos – admitió Diana con descaro antes de dedicarme
una sonrisa conquistadora que me obligó a inspirar con más fuerza de lo
normal. ¿Por qué diablos causaba aquel efecto en mí? Parecía cosa de
brujería. – El caso es que pasaba cerca de aquí y he pensado en venir a
saludarte y, de paso, comentarte algo… – agregó en tono inocente, como si
fuese lo más normal del mundo que una conocida delincuente y sospechosa
de actividades ilegales en España visitase la sede de la brigada central de
estupefacientes que la mantenía bajo estrecha vigilancia.
Por un momento pensé en acompañarla hasta la puerta y despedirla con
viento fresco, pero algo me decía que no se iría así como así. No, lo mejor
sería escuchar lo que tenía que decir antes de hacerla salir del edificio de la
forma más rápida y discreta posible. Rezaría para no tener la mala suerte de
cruzarnos con el comisario, con Arribas o con alguno de los agentes que
habían intervenido en la operación y que podían identificarla porque… ¿qué
explicación podría dar de aquella visita? Ninguna que no me
comprometiera. Al final, aquel demonio de mujer iba a conseguir arruinar
mi inminente ascenso.
– De acuerdo, vamos a mi despacho – claudiqué fulminándola con la
mirada – Sígueme, por favor – añadí dirigiéndome de nuevo a las escaleras
sin molestarme en comprobar si me seguía o no, aunque el ruido de sus
pisadas a mis espaldas no dejaba dudas al respecto.
Caminamos en silencio hasta llegar a mi recién estrenado despacho,
cortesía del comisario por mi próximo nombramiento como subinspectora.
Cerré apresuradamente la puerta en cuanto accedimos a su interior y me
acomodé detrás de mi escritorio invitando a Diana, con un gesto de cabeza,
a sentarse en la única silla de confidente que había en la habitación. Sentía
la boca seca y el corazón palpitante, pero me obligué a permanecer
impertérrita mientras ella tomaba asiento sin prisas y observaba con
curiosidad a su alrededor, desde el cuadro de un paisaje nevado que había
colgado la semana anterior hasta el casi obligatorio retrato del rey.

– Es exactamente tal y como pensaba – declaró tras cruzar las piernas con
expresión satisfecha, como quien acaba de ganar una apuesta consigo
misma.

– Me alegra que el despacho cumpla tus expectativas – repliqué con sorna


mientras tamborileaba los dedos, algo nerviosa, contra la pulida madera del
escritorio. – Y ahora, ¿qué tal si me cuentas a qué has venido?

– Me he enterado de tu próximo ascenso y quería darte la enhorabuena en


persona – contestó ella con una mueca burlona que me hizo pensar en una
niña a punto de cometer una travesura. El problema radicaba en que Diana
Salazar no era ninguna niña, sino una peligrosa mujer que tenía la
detestable habilidad de alterarme el pulso con su mera presencia.

– Gracias, pero dudo mucho de que hayas venido a eso.


Ella me observó con gesto pensativo, como si estuviese debatiendo
consigo misma sobre la mejor manera de proceder a continuación.
– Tienes razón – admitió – En realidad he venido a invitarte a cenar –
añadió mostrándome su extraordinaria y blanca dentadura.
– ¿A cenar? – repetí con incredulidad, como si no hubiese entendido del
todo bien sus palabras.
– Sí, a cenar – corroboró ella con una chispita de diversión en los ojos – Ya
sabes, eso que habitualmente hace la gente entre las 8 y las 11 de la noche.
– ¡Qué graciosa! – exclamé antes de decir con sequedad: – Te agradezco la
invitación, pero creo que está completamente fuera de lugar.
– ¿Eso es un no? – preguntó entonces en tono de burla, poco sorprendida
por mi respuesta.
– ¡Por supuesto que es un no!
– ¿Y se puede saber por qué?
– ¿Cómo que por qué?, ¿de verdad te lo tengo que explicar?
Aquello empezaba a ponerme nerviosa, y cada segundo que transcurría
con Diana dentro de mi despacho mi angustia se acrecentaba. ¿Qué
pensarían de mí si alguien la viese allí? Más me valía no averiguarlo.
– ¿Cuál es el problema? Es una simple invitación ente amigas – aclaró
encogiendo los hombros en ademán despreocupado.
– ¡Tú y yo no somos amigas!
– Pero podríamos llegar a serlo, ¿o acaso estabas pensando en otro tipo de
relación? – inquirió con gesto pícaro. ¡Idiota!
– ¡Escucha!, tienes que irte de aquí, en serio... – rogué levantándome de mi
asiento e invitándola tácitamente a hacer lo mismo. La acompañaría de
nuevo de forma discreta a las escaleras y la sacaría por la puerta de atrás.
– ¿Y eso por qué?
– ¡Pero bueno!, ¿tú qué es lo que quieres?, ¿acabar con mi carrera?
– ¡Dios me libre de cometer semejante sacrilegio! – repuso riendo por lo
bajo – Además, ¿por qué tendría que ocurrir eso? Soy una simple ciudadana
invitando a salir a una agente de la ley, ¿acaso no podéis salir a cenar con
quien os de la gana?
– Tú no eres, precisamente, una simple ciudadana.
– ¡Claro que sí! – exclamó ella en un tono ofendido que me pareció
impostado. – Es más, soy una ciudadana que empieza a cansarse del acoso
sufrido por parte de las autoridades españolas. Deberías decirles a tus
superiores que me dejen de pinchar los teléfonos si no quieren que los
demande… es muy incómodo saber que siempre hay alguien escuchando –
agregó apuntándome con el dedo índice en un gesto que podría ser
intimidatorio si no fuese por la guasa que reflejaba su mirada. Era obvio
que se estaba divirtiendo lo suyo con aquella visita.
– Déjate de tonterías, Diana, que tengo que trabajar. Te acompaño a la
salida…
– ¿A la salida? No te molestes, seguro que soy capaz de encontrarla yo
solita. Quizá incluso me pase a saludar a tu jefe; ¿tiene el despacho por aquí
cerca? – preguntó alzando una ceja – Aunque no sé qué diría del beso que
intercambiamos el otro día… – añadió con una expresión tan perversa que
me hizo desear estrangularla con mis propias manos.
– ¡Está bien! – cedí con resignación, enrojeciendo por la mención del beso.
– Si voy a cenar contigo, ¿prometes dejarme en paz después?
– ¡Palabrita del niño Jesús! – prometió llevándose cómicamente la mano
derecha al pecho. – ¿Te viene bien esta noche?
– De acuerdo, pero preferiría que no sea en un sitio muy concurrido. Solo
me falta que alguien me vea contigo y te reconozca.
– ¡Lo tendré en cuenta!; ¿te paso a buscar a tu casa sobre las nueve y
media?
– ¿Sabes dónde vivo? – inquirí a mi vez un tanto estúpidamente. Por
supuesto que sabía dónde vivía. Probablemente sabría hasta el saldo de mi
cuenta corriente.
– A las nueve y media entonces – confirmó ella dedicándome una amplia
sonrisa y sin molestarse siquiera en responder a mi pregunta.
Le conduje nuevamente hacia las escaleras para acompañarla hasta la
puerta trasera del edificio, bastante menos concurrida que la entrada
principal. En seguida apareció el siempre discreto Raúl conduciendo el
Mercedes negro para recoger a su jefa, que se despidió de mí con un
educado “hasta esta noche” antes de desaparecer en el interior del vehículo
y dejarme con un ligero mareo que tardó un buen rato en remitir.
CAPÍTULO 15
DIANA.
– ¿Con quién te vaz? – preguntó Paula revolviendo en mi maquillaje hasta
localizar otro rímel con la intención de imitarme y aplicárselo sobre las
pestañas.
– Con una amiga del club de tenis – mentí considerando que el tipo de cita
que tenía planeada aquella noche con Verónica no admitía la presencia de
una niña de siete años. Además, no quería que volviese a tener contacto con
la policía hasta que no se aclararan un poco más las cosas.
– ¿Y cómo ze llama eza amiga? – insistió Paula en tono desconfiado. A
veces me sorprendía la increíble intuición que podía llegar a tener aquella
niña.
– Se llama Lucía – volví a mentir mientras comprobaba que me hubiese
aplicado la misma cantidad de producto en ambos ojos.

– ¿Y por qué no puedo ir yo?


– Porque vamos a hablar de cosas de mayores y te aburrirías – expliqué
pacientemente antes de quitarle el rímel de las manos para evitar que
terminara pintada como un mapache. – Además, vas a dormir en casa de
Diego, ¿te acuerdas?
– ¿Y por qué te eztaz poniendo tan guapa?
– ¿Estoy guapa? – repetí riendo y acercándome un poco hasta besar su
frente. Ella recibió el beso con gesto de resignación, pero sin apartar el
rostro. Últimamente aceptaba de mejor grado las muestras de afecto. Por un
instante recordé aquellos primeros días en los que llegó a casa como un
animalillo salvaje y desconfiado. No tenía duda de que su adopción era de
las mejores decisiones que había tomado en toda mi vida.
El sonido de mi teléfono móvil interrumpió el hilo de mis pensamientos.
Era Diego, para informarme de que en un rato pasaría a recoger a Paula. Me
había parecido más prudente que la niña durmiera en su casa, pues nunca se
sabía cómo podría acabar la noche, pero algo me decía que la señorita Ortiz
no era de las que daban su brazo a torcer a la primera de cambio. Iba a
necesitar desplegar todos y cada uno de mis encantos para conseguir
derribar esos estúpidos tabúes que parecía tener grabados a sangre y fuego
en lo más profundo de su ser. Tendría que obligarla a que me viera como a
una mujer normal y corriente, y no como a Diana Salazar, la pantera de
Medellín. No obstante, ¿a quién quería engañar?, ni yo era una mujer
normal y corriente ni lo deseaba ser. No. Verónica debía quererme tal y
como yo era, y aceptar mi pasado como una parte de mi vida de la que no
quería, ni podía, renegar. Eso siempre que quisiese algo conmigo, por
supuesto, cosa que aún estaba por ver, aunque la electricidad desprendida
durante aquel increíble beso que intercambié con ella en la puerta de mi
casa podría cubrir por sí sola las necesidades de una ciudad en una noche de
fuerte demanda; además, algo me decía que no era yo la única que lo había
sentido de esa manera.
Media hora más tarde me encontraba al volante del Jaguar deportivo que
solía utilizar en mis desplazamientos en solitario por la isla. El edificio
donde habitaba Verónica, próximo al mar y ubicado en la zona sur de la
isla, reflejaba el clásico estilo de la arquitectura mediterránea, con
materiales de construcción a base de terracota y piedra local.
Detuve el coche justo enfrente y marqué el número de mi policía favorita
en el teléfono móvil para anunciarle mi llegada, pero, para mi sorpresa, ella
estaba esperando ya en el portal.
Estaba guapa, con su melena castaña y ondulada perfectamente cepillada y
un vestido de tirantes color crema que marcaba con sutileza las líneas de su
figura. ¡Dios mío!, ¿por qué sentía aquel tirón en la entrepierna cada vez
que la veía? Jamás me había pasado aquello en mis treinta y tres años de
vida, y empezaba a considerar si tuviese algún significado que fuese más
allá de la mera atracción sexual.
La examiné atentamente con la mirada mientras se aproximaba con el ceño
fruncido, como si estuviese lidiando con un pensamiento muy molesto. No
había que ser una lumbrera para imaginar de qué se trataba. El hecho de
tener contacto conmigo fuera de un marco puramente laboral debía de estar
generándole un conflicto interno de dimensiones estratosféricas.
Definitivamente, aquello constituía un desafío en toda regla.

– Hola – saludó en tono fúnebre tras abrir la puerta del vehículo y


acomodarse en el aerodinámico asiento de piel del copiloto.
– Veo que estás impaciente por comenzar la cita… – dije, a modo de
saludo, con cierta sorna.
– No te equivoques. Esto no es ninguna cita – replicó ella colocándose el
cinturón de seguridad como si le fuese la vida en ello.
– Ah, ¿no?, ¿y qué es entonces? – inquirí yo, divertida.
– ¿Un chantaje?
– ¿Chantaje? – repetí riendo por lo bajo y acelerando con suavidad el
vehículo hasta incorporarme a la circulación. – Si es así como lo quieres
llamar…
Verónica no contestó. Se limitó a soltar un bufido y cruzar los brazos en
señal de disconformidad, hasta que un buen rato después preguntó:
– ¿Se puede saber a dónde vamos?
– Al puerto, pero tranquila, iremos a un sitio de gran privacidad – aclaré
echándola un vistazo de reojo. Tenía un perfil de lo más armonioso. Ni
siquiera la expresión de su rostro, algo enfurruñada, restaba un ápice a su
indudable atractivo.
– Como quieras… – musitó recolocándose en su asiento con gesto de
indiferencia – ¡es tu fiesta!
Diez minutos más tarde dejamos el coche en el aparcamiento privado del
puerto de Palma de Mallorca y nos acercamos a pie al amarre preparado
para embarcaciones más pequeñas. Yo sentía sobre mí la mirada intrigada
de mi rebelde acompañante, que me observaba de refilón pidiendo
tácitamente explicaciones sobre nuestro destino final aferrada con
terquedad a un riguroso mutismo, razón por la que me abstuve de facilitarle
esa información.
Un chico joven de aspecto agradable nos esperaba al volante de una
Zodiac con un potente motor fueraborda.
– ¿Diana Salazar? – preguntó respetuosamente en cuanto nos acercamos a
él antes de ofrecer su mano derecha para ayudarme a subir a la
embarcación.
– Sí, soy yo – afirmé aceptando su ayuda y subiendo a bordo de la Zodiac
de un salto ágil.

– Yo soy Javier, encantado de conocerla – se presentó para, a continuación,


ofrecerle la mano a Verónica, que dudó durante unos segundos antes de
aceptarla y entrar en la lancha tomando asiento a mi lado. – Pónganse
cómodas. El viaje durará unos quince minutos – informó arrancando el
motor de la Zodiac y acelerando con suavidad en dirección a la salida hacia
el mar.
– ¿Dónde vamos? – preguntó Verónica acercándose a mi para hacerse oír
por encima del ruidoso motor e incapaz, seguramente, de continuar con
aquella duda durante más tiempo.
– A un barco – contesté sonriendo de forma enigmática.
– ¿Un barco?, ¿vamos a cenar en un barco?
– Así es.
– ¿Qué barco? – inquirió ella con gesto desconfiado.
– Uno que acabo de comprar – aclaré – Se puede decir que lo voy a
estrenar contigo...
Ella me miró con cara de sorpresa antes de apartar la vista para fijarla en
las azules aguas del mar mediterráneo. Empezaba a anochecer y el sol se
deslizaba con lentitud tras la línea del horizonte, dejando tras de sí una
estela de luz que se reflejaba en las aguas creando un camino de destellos
que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada.
Una vez más deseé con toda mi alma averiguar lo que estaba pensando
Verónica en aquel preciso momento, y, de nuevo, me quedé con las ganas de
saberlo.
Nos alejamos del puerto y en seguida divisamos en la distancia la forma,
una tanto difusa todavía, de lo que se había convertido en mi último
capricho. El yate, un impoluto Azimut Magellano de 25 m. de eslora, lo
había comprado a un empresario alemán con problemas financieros tras una
corta pero eficaz negociación llevada a cabo por Diego y, aunque era la
segunda vez que lo tenía frente a mí, me seguía sobrecogiendo la belleza de
sus líneas.
Verónica lo observó con atención pero con desapasionamiento, como si la
presencia del majestuoso barco no la impresionara en absoluto. Admito que
su reacción me decepcionó un poco, pero no me sorprendió. Empezaba a
entender que aquella chica no era de las que se dejaba seducir por todo
aquello que se pueda adquirir con dinero. No, ella era muy diferente al resto
de mujeres a las que había tratado, aunque, siendo honesta, tampoco es que
me hubiese esforzado demasiado en conocerlas, y mucho menos en
entenderlas.
La maniobra de aproximación a la popa de la embarcación fue rápida y
precisa, fruto de la pericia de Javier, quien nos aproximó a las escaleras de
acceso a cubierta con una suavidad exquisita. De inmediato apareció un
marinero vestido completamente de blanco que nos ayudó a subir el último
tramo de escalones. Se trataba de uno de los miembros de la tripulación que
había conocido en mi anterior y única visita al yate.
– Bienvenidas a bordo, señora Salazar – saludó el chico en tono formal –
mi nombre es Ricardo, no sé si se acordará de mí…
– Por supuesto que sí. Gracias, Ricardo.
– ¿Desean que les sirva algo de beber?
– No te preocupes, ya me encargo yo misma de eso – respondí antes de
hacer un leve gesto con la cabeza a Verónica para que me siguiera hasta la
cubierta superior, lugar donde había ordenado que sirvieran la cena. Ella me
acompañó sin decir palabra, empeñada en mantener un mutismo que
comenzaba a exasperarme. Al llegar, se apoyó en una de las barandillas
acristaladas con la mirada fija en las innumerables luces provenientes de la
costa.
– ¿Quieres algo de beber? – le ofrecí dirigiéndome al mueble bar.
– No – contestó ella con sequedad, dándome la espalda.
– ¿Siempre te comportas así cuando alguien te invita a cenar? – no pude
dejar de inquirir en tono socarrón.
– ¿Así cómo? – preguntó a su vez dando media vuelta y fijando aquellos
espectaculares ojos en mí. Con aquella luz se veían de un color grisáceo
salpicado de destellos dorados.
– Como si pensases que en algún momento te voy a lanzar al mar...
– El problema es que alguien como tú podría llegar a hacer algo así.
– ¡Tranquila! No tengo previsto hacer tal cosa, al menos esta noche –
bromeé llenando un vaso de agua mineral con hielos – Estamos demasiado
cerca de la costa.
– ¡Muy graciosa! – replicó entrecerrando los ojos en un gesto que reveló,
quizá, un puntito de inquietud. ¿De verdad pensaba la muy idiota que
podría llegar a hacerle daño?
El momento fue interrumpido por la aparición de otro de los miembros de la
tripulación que aquella noche haría las veces de camarero.
– Buenas noches – saludó el hombre en tono ceremonioso. ¿Desean que
comience a servir la cena?
Yo miré a Verónica con ademán interrogativo, pero al ver su expresión de
absoluta indiferencia, decidí responder por las dos.
– Perfecto; puedes comenzar cuando quieras.
A continuación, invité a Verónica a tomar asiento en la mesa que estaba
perfectamente montada y cubierta con un mantel de hilo blanco impoluto.
Ella me miró durante unos segundos con actitud desafiante antes de aceptar
mi ofrecimiento. ¡Jesús! Aquella cita no estaba transcurriendo tal y como la
había imaginado, desde luego. ¿Dónde estaba la Verónica con la que había
intercambiado aquel electrizante beso?

– Espero que aprecies el menú, lo he elegido yo por las dos – expliqué en


tono cauteloso mientras desenrollaba mi servilleta. Había contratado a uno
de los mejores chefs de la isla para que preparara un menú ligero y
elaborado, algo apropiado para lo que yo esperaba que fuese una cena
romántica.

– Sinceramente, me da un poco igual. No tengo mucha hambre.


Confieso que en ese momento tuve el impulso de, efectivamente, lanzarla
por la borda hasta que pidiese clemencia, pero la llegada del amable
marinero con dos cuencos de una vichyssoise de aspecto apetitoso me hizo
cambiar de idea.
– Espero que les guste – dijo el hombre antes de retirarse discretamente
hasta dejarnos de nuevo a solas.
Me bastó con probar una cucharada para comprender que el desorbitado
precio que cobraba el chef era más que justificado.
– Es de malísima educación hacia el cocinero no probar su comida, ¿no
crees? – dije tras comprobar que mi invitada no hacía amago de catar su
vichyssoise.
¿Qué demonios le ocurría a aquella idiota? ¿Tan grave era que, en un
pasado, hubiese proporcionado a una panda de yupis encorbatados y
pasados de rosca lo que tanto anhelaban?, ¿tanto importaba que me hubiese
visto obligada a ignorar unas cuantas estúpidas leyes redactadas por un
conjunto de chupatintas que no tenían ni idea de la vida?
Ella pareció reflexionar durante unos segundos antes de llevarse un par de
cucharadas a la boca con aire desganado.
– Ya está, ¿contenta?
– Contentísima – respondí con gesto de fastidio. Definitivamente, aquella
cita no se estaba desarrollando como yo había imaginado. – Te propongo un
trato – agregué dejándome llevar por una súbita inspiración. – Si te
comportas como una persona educada y tratas de disfrutar de la velada, te
prometo no volver a contactar contigo.
Ella me dedicó una mirada valorativa, como si tratara de introducirse en lo
más profundo de mi mente hasta que, por fin, asintió con la cabeza al
tiempo que decía:
– Está bien, ¿tengo tu palabra de que cumplirás tu promesa?
– La tienes – acepté a regañadientes. Nunca me ha gustado que me
impongan condiciones y menos aún de ese tipo, pero empezaba a
comprender que, si deseaba volver a besar aquellos voluptuosos labios,
debía gestionar el asunto con otra estrategia.
A partir de ese momento la actitud de Verónica cambió por completo,
aunque se siguió comportando de forma algo tímida. Disfrutó de la
deliciosa comida mientras entablaba conmigo una conversación en la que
hablábamos con cierta cautela, como si fuésemos dos adversarias
tomándose la medida en mitad de una especie de tregua. Admito que nunca
me había esforzado tanto en gustar a alguien. Elegía mis palabras con
cuidado, alternando comentarios agudos y de cierta profundad con otros
más sarcásticos que, para mí regocijo, hicieron sonreír a mi escurridiza
invitada en más de una ocasión. Charlamos de las diferencias entre nuestros
dos países, de las diabluras de Paula, de música y de literatura.
Cuando nos sirvieron el postre, sentí que el tiempo había pasado volando.
– Creo que no puedo más – dijo Verónica con aire satisfecho tras apartar
de sí el plato con los restos de una riquísima tarta de queso y limpiarse la
comisura de los labios con la servilleta.
– Creo que yo tampoco – admití imitando su gesto y dando por terminado
el postre, aunque en mi caso apenas quedaba una cucharada de la tarta.
– Estaba todo buenísimo – señaló ella acariciando nerviosamente con el
dedo índice el mantel. Aquello sonaba a dar por terminada la velada, lo que
no estaba, ni mucho menos, en mis planes. Al menos por el momento.
– Ven, quiero enseñarte una cosa… – propuse levantándome de mi asiento
no sin antes rellenar las dos copas de vino blanco que apenas habíamos
tocado ninguna de las dos.
Ella me siguió con gesto intrigado hasta la cubierta de popa con su copa en
la mano. La zona estaba iluminada por el suave resplandor de una luna
creciente que se reflejaba en el agua creando un efecto óptico casi
hipnotizante. Yo apoyé los codos en la barandilla exterior y fijé la vista en
las luces encendidas a lo largo de la costa. Sentí que ella hacía exactamente
lo mismo, pero situándose a un par de metros de distancia. El relajante
sonido del mar mitigaba un poco el silencio que, de pronto, se había
instaurado entre nosotras, como si la amena conversación mantenida
durante la cena se hubiese topado con un muro de repentina timidez.
Su proximidad me hacía estremecer. Deseaba su cuerpo frío y arrogante,
quería ver deseo en sus distantes ojos verdes, tomar las riendas de su
cabello entre mis manos e inclinar su esbelto cuerpo bajo el mío. De pronto
sentí miedo de que aquello no llegara a ocurrir jamás; era un miedo frío y
angustioso, muy diferente a cualquier otro que hubiese podido experimentar
con anterioridad. Fue entonces cuando comprendí lo que me ocurría.
Estaba enamorada.
Enamorada.
¡Enamorada!
¡Así que se trataba de eso! Siempre había dudado de que pudiera llegar a
experimentar semejante sentimiento o de que, incluso, pudiese llegar a
existir de verdad y no se tratase más que de una cursi exageración de
quienes creen en quimeras. Pero no, aquel sentimiento era real, auténtico.
Me sobrecogí.
– Siempre me ha gustado el ruido del mar – musité inspirando con fuerza
una bocanada de aire marino, todavía conmocionada por mi reciente
descubrimiento.
– A mí también – respondió ella observándome de medio lado. – ¿Hace
cuánto lo has comprado?
– ¿El barco? – pregunté un poco tontamente, pues era obvio a lo que se
refería. – Una semana.
– Y dime, ¿cómo se siente al poder comprar cosas a las que el común de los
mortales no podemos siquiera aspirar gracias al sufrimiento de los demás? –
inquirió entonces, dejándome del todo descolocada.
– ¿Sufrimiento...?
– Sí, sufrimiento. A lo que tú te dedicas, o te dedicabas, lo mismo da,
destruye personas y familias, ¿lo sabías?
– Hay muchas cosas en el mundo que destruyen personas y familias –
repliqué sintiendo que un ramalazo de furia me invadía con rapidez. No
estaba en mi ánimo entrar en ese tipo de debates. No aquella noche. – Y que
yo sepa, jamás he obligado a nadie a que me compre nada…
– ¡No me vengas con demagogias! – exclamó ella en tono impaciente. –
Además, habrá otras cosas muy destructivas, sí, pero ahora estamos
hablando de la que a ti te concierne – insistió tercamente, como si hubiese
llegado a la conclusión de que la cita debía llegar a su fin cuanto antes y la
mejor manera de conseguirlo era sacar a relucir aquello que más la alejaba
de mí.
– Muy bien, hablemos de mí entonces. Te escucho.
Ella permaneció pensativa durante unos segundos, como si en el fondo no
tuviese del todo claro lo que me quería decir, hasta que por fin suspiró con
gesto de derrota antes de hablar de nuevo.
– Eres lo que eres, y yo soy una policía que ha jurado luchar contra gente
como tú. Estamos en frentes contrarios, no hay más que hablar – sentenció
con firmeza, ¿y con cierto pesar también? – Y ahora, si pudieras ordenar
que me lleven al puerto, te lo agradecería. Creo que es hora de que me
marche.
– ¿Eso es todo lo que ves en mí?, ¿una… delincuente?
– Eso es todo lo que puedo y debo ver en ti, sí.
– ¡Entiendo! – musité entre dientes, sintiéndome un tanto impotente por
aquella visión tan simplista que tenía de mí – Y dime, ¿vas besando a todas
las delincuentes con las que tratas?
– Eso no fue más que un momento de confusión, no te lo creas tanto – se
excusó ella retirando nerviosamente la vista hacia su izquierda. ¿Mentía?
Esperaba que sí.
– ¡Confusión! – repetí en tono mordaz – ahora se llama así…
– Me da igual como lo quieras llamar, pero jamás se va a repetir algo así,
¿lo entiendes? – dijo en actitud beligerante tras señalarme con el dedo
índice en un gesto que me molestó. – Tú eres una traficante y yo he jurado
defender la ley.
– ¡La ley! – exclamé arrastrando aquellas dos palabras como si me
generaran urticaria. Sentía que un profundo y abrumador sentimiento de
enojo se apoderaba de mí como un indomable río de lava que avanza sin
control arrasando todo a su paso. ¿Qué sabía aquella estúpida, criada
seguramente entre algodones, de alguien como yo?, ¿con qué autoridad
moral podía juzgarme quien nunca tuvo que dormir en portales de mala
muerte con un ojo abierto para evitar que le robaran sus escasas
pertenencias o, peor aún, para no acabar convertida en el juguete sexual de
uno de aquellos desaprensivos que tanto abundaban en los bajos fondos de
la ciudad de Medellín?, ¿acaso alguien se habría preocupado por la
desaparición de una persona como yo? La observé durante unos instantes
con gesto gélido antes de continuar hablando en tono desafiante: – ¿Dónde
estaba tu querida ley cuando mi tío me echó de casa a los quince años por
no querer compartir su cama?, ¿dónde?, ¿y cuando nadie me dio cobijo y
tuve que mendigar y robar para sobrevivir?, dime, ¿dónde diablos estaba tu
ley entonces? – agregué recordando aquellas dolorosas vivencias que
siempre trataba de olvidar pero que, por algún motivo, en ese momento
sentí la necesidad de mencionar –. Y ahora vienes tú y te atreves a
juzgarme, tú que tuviste una familia de verdad, que fuiste al colegio y a las
fiestas de fin de curso, que pudiste ir a la universidad y, sobre todo, que no
creciste sintiendo miedo a casi todo lo que te rodeaba.

Ella me miró con atención, escuchando en silencio cada una de mis palabras
con gesto solemne. Sus ojos reflejaban, por primera vez en aquella
conversación, una expresión dubitativa.
– Bien… – dijo tras emitir un leve carraspeo, como si de pronto se sintiese
terriblemente incómoda en mi presencia – pero todo eso no justifica tus
acciones…
– ¿Y eso quién lo dice?, ¿tú…? Lo siento, pero no voy a pedir perdón ante
nada y ante nadie, y mucho menos ante ti – afirmé negando con la cabeza
hacia ambos lados, en un movimiento lento pero cargado de determinación.
– Y si no eres capaz de abrir mínimamente tu mente, es una lástima –
agregué acercándome a ella hasta tocar con la mano su mentón, en una
caricia efímera que abrasó mis dedos y que ella no rechazó – una auténtica
lástima.
Verónica abrió la boca para decir algo, pero tras un momento de vacilación
continuó en silencio cambiando nerviosamente el peso del cuerpo de una
pierna a otra.
– Está bien, daré orden para que te lleven a puerto de inmediato. Allí te
esperará Raúl para trasladarte a tu casa – anuncié alejándome de forma
inconsciente de ella un par de pasos hacia atrás. Era la primera vez que me
rechazaban en el ámbito amoroso, aunque algo me decía que no debía
insistir más. Tendría que dejarla ir y confiar en que la irresistible fuerza de
atracción existente entre nosotras obrase el milagro.
– Con que me lleven a puerto me vale. Después prefiero coger un taxi.
– Como quieras.
Me dirigí hacia la zona reservada a la escasa tripulación del barco sin
añadir palabra y ordené a uno de los marineros de guardia que llevara a
puerto a mi ingrata invitada. Yo preferí quedarme a dormir allí y estrenar la
mullida cama de sábanas de seda que había en el camarote principal. El
ligero vaivén de la embarcación me ayudaría a conciliar un sueño que,
seguro, tardaría en llegar. Desde luego, no era así como esperaba terminar la
noche. Maldita fuese aquella condenada policía, y maldito fuese también
aquel insensato y estúpido sentimiento que tanto incauto llamaba amor y
que, para mí, empezaba a ser un auténtico calvario más que cualquier otra
cosa.
CAPÍTULO 16
VERÓNICA.
– Entonces, ¿salimos está noche? – insistió Melania, por segunda vez en
los últimos quince minutos, sin dejar de juguetear con la fila de expedientes
ordenados alfabéticamente que descansaban sobre mi escritorio.
– No sé, Mel, ya te he dicho que llevo una semana horrible. Solo quiero
llegar a casa, ducharme y tumbarme en el sofá con un buen libro – me
excusé de nuevo haciéndome cruces solo de pensar en pasar otra velada de
viernes en compañía de mi amiga a la caza de cualquier infeliz que le
entrara por el ojo.
– ¿Un buen libro? – repitió en tono desdeñoso antes de lanzarme una
pequeña bola de papel a la cara que esquivé de un movimiento reflejo. –
Últimamente estás un poco rara, ¿se puede saber qué te pasa? – inquirió
clavando sus ojos en mí con suspicacia.
– ¡Nada! – me apresuré a contestar con gesto de inocencia. No me
apetecía hablar de eso con nadie, ni siquiera con ella – Simplemente tengo
mucho trabajo y estoy cansada – agregué considerando que tampoco faltaba
del todo a la verdad. Mis tareas se habían multiplicado desde mi ascenso a
subinspectora, aunque no era eso, en el fondo, lo que me tenía sumida en
aquella especie de apatía que parecía dominarme en los últimos tiempos.
¿Qué era lo que me ocurría? La imagen de Diana se materializó en mi
mente de forma instantánea, dando sobrada respuesta a mi pregunta. ¿Por
qué no conseguía olvidarme de ella?, ¿cómo era posible que, en cuanto me
descuidaba un poco, acabara pensando en el sensual aleteo de sus pestañas
o en aquella manera tan sexi con la que a veces me sonreía?

No lo entendía. Claro que tampoco me entendía a misma. Era como si, de


pronto, tuviese que lidiar con una absoluta desconocida, una Verónica
desubicada que no sabía ni por dónde le daba el aire.
Además, mi mente parecía empeñada en recrear, una y otra vez, la extraña
cena que había mantenido con la colombiana apenas diez días atrás. Al
principio la cita transcurrió tal y como lo había planeado, es decir,
manteniendo una actitud fría y distante por mi parte y a la espera de que
terminara la velada cuanto antes. Pero en algún momento de la noche la
cosa se torció y, por mucho que intenté resistirme al magnetismo que
destilaba aquel demonio de mujer, no pude evitar acabar riendo ante
algunos de sus ingeniosos comentarios o debatiendo apasionadamente sobre
ciertos temas en los que jamás estaríamos de acuerdo. Tuve que recordarme,
en un momento dado del encuentro, quién era ella y quién era yo, y actuar
en consecuencia.
De nuevo rememoré la mirada de despedida que me dirigió, entre dolida y
furiosa, antes de rozarme con la mano el mentón en una caricia
espeluznante. ¡Dios!, pensé que el corazón me salía por la boca. ¿Qué
extraño poder ejercía aquella mujer sobre mí?
– Está bien, ¡tú te lo pierdes! – la voz de Melania, impregnada de un ligero
tono de reproche, penetró en mi mente obligándome a regresar al planeta
tierra. – Pero el domingo, al menos, comemos juntas, ¿de acuerdo?
– ¡Claro que sí! – contesté aliviada. No me apetecía seguir dando largas. –
Invito yo.
– ¡Pienso tomarte la palabra! – aceptó levantándose de su asiento y
acercándose a mí para revolverme cariñosamente el pelo en un gesto que
solía hacer a modo de despedida. – Te dejo trabajar, luego nos vemos.
– Nos tomamos más tarde un café, si quieres.
– De acuerdo – asintió dirigiéndose a la puerta. – Por cierto, ¿te has
enterado de lo de los perros que han decomisado…?
– ¿Qué perros? – inquirí, intrigada, cerrando de forma inconsciente el
expediente que acababa de abrir.
– Los que han requisado a esos cabronazos que organizaban peleas –
explicó arrugando el ceño de forma inconsciente. Mel, al igual que yo,
también era sensible a los delitos sobre maltrato animal. – Los tienen en el
sótano a la espera de que vengan los de la protectora a hacerse cargo de
ellos.
– ¿En el sótano?, ¿los has visto?
– No, ya sabes que hay cosas que me dejan mal cuerpo – admitió
encogiéndose de hombros en un ademán de lo más significativo – Bueno,
hablamos luego.
Permanecí unos minutos con la mirada fija en la pared, pensando en todo
el papeleo que debía terminar antes de que finalizara el día, hasta que un
impulso me hizo levantarme y encaminarme hacia el ascensor para bajar al
sótano. Al llegar, enseguida escuché unos ladridos nerviosos que provenían
de la parte trasera, un lugar en el que se solían almacenar todo tipo de
objetos decomisados hasta ser subastados o destruidos por completo, desde
vehículos hasta artículos falsificados, todos debidamente catalogados
– ¡Verónica! – exclamó el agente Araujo en cuanto me vio aparecer. Se
trataba de un mallorquín cuarentón de aspecto bonachón y barriga
incipiente, con propensión a tirarle los trastos a toda fémina que se acercara
mínimamente a él. – ¿Vienes a ver a los perros?
– Sí – confirmé acercándome a las jaulas de acero inoxidable en las que
habían separado a los doce canes incautados de dos en dos. La mayoría eran
perros de presa, pero había uno de tamaño grande, de raza indefinida y
gesto asustadizo que de inmediato llamó mi atención. Compartía espacio
con una perra de raza pitbull que ladraba sin parar. – ¿Los tratarán bien en
la perrera? – pregunté.
– Sí, tranquila – contestó Araujo aproximándose a mí con gesto
conciliador. –Se trata de una buena protectora. Los rehabilitarán antes de
buscarles una familia, aunque hay algunos que parecen bastante mansos –
agregó señalando al perrazo blanco y negro en el que me había fijado y a su
histérica compañera de celda. Yo acerqué prudentemente la mano a la jaula
para ver su reacción. La perra movió la cola tratando de lamerme y el
macho acercó el hocico para olfatearme con gesto amistoso.
– ¿Qué opinas de estos dos? – inquirí observando a ambos canes con ojo
crítico. Se me había ocurrido una idea un tanto descabellada, pero cuanto
más la pensaba, más me gustaba. – ¿Tú crees que son peligrosos?
– ¿Estos?, ¡son dos benditos, no hay más que verlos! Al macho vete tú a
saber para qué lo tenían; para nada bueno, eso seguro. Debe de tener unos 4
años y no tiene chip. La hembra es jovencita, no tendrá ni un año. La
querrían para criar… – explicó en tono compasivo. Él también era amante
de los animales. – ¿Te interesa alguno?
– Puede, pero no para mí. Tengo una amiga que quizá los quiera –
expliqué pensando en la pequeña Paula. La niña quería un perro ¿no? Pues,
¿qué mejor que adoptar a una pareja rescatada del mismísimo infierno?
Sabía que era una decisión arriesgada, pero el impulso que sentía de llevarla
a cabo era demasiado fuerte como para ignorarlo.
– Tendría que darse prisa en venir a verlos; la protectora está de camino.
Yo valoré la situación unos segundos antes de adoptar una determinación.
– ¿Tú crees que me los podría llevar ahora y, en caso de que no fuesen
bien recibidos por mi amiga, transportarlos yo misma a la protectora?
– Bueno… sí. Aunque tendríamos que hacer antes algo de papeleo –
respondió con gesto dubitativo. – Los perros están catalogados como bienes
decomisados.
– Oh, venga, Araujo, seguro que eso lo puedes hacer tú por mí, ¿a que sí?
– propuse dedicándole una sonrisa angelical que me solía funcionar
increíblemente bien con el género masculino.
– Bien, supongo que sí – admitió el hombre devolviéndome una sonrisa de
dientes algo torcidos. – Pero me debes un café, ¿de acuerdo…?
– ¡Por supuesto! – acepté agachándome hasta meter con cautela la mano
por la jaula para acariciar a aquellos dos infelices, que reaccionaron al
contacto de forma muy diferente: el macho con reserva, la pitbull con
alocada alegría. – ¿Tienes un par de correas para dejarme?
Tardamos un buen rato en meter a los perros en mi coche y asegurarlos
con las correas en el asiento trasero con el fin de evitar movimientos
imprevistos durante el trayecto. Reconozco que después conduje con el
corazón en un puño. Tenía serias dudas sobre cómo me recibiría Diana
después de nuestro último encuentro. ¿Y Paula?, ¿cómo se comportaría la
niña tras haber desaparecido de su vida durante semanas? De pronto
comprendí que lo de los perros no era más que una excusa algo oportunista.
Echaba de menos a la niña, aunque lo que en verdad anhelaba era compartir
de nuevo tiempo y espacio con la que se había convertido, muy a mi pesar,
en la dueña y señora de gran parte de mis pensamientos.
¡Dios!, ¿en qué me estaba metiendo? Algo me decía que, de continuar
adelante, no habría marcha atrás. Entraría en un mundo al que no pertenecía
y pondría en peligro mi carrera profesional, aunque lo peor de todo es que
pasaría por alto parte de los principios éticos y morales por los que hasta el
momento me había regido en la vida.
Reduje la velocidad al mínimo permitido en carretera mientras efectuaba
todo tipo de elucubraciones. Estuve a punto de dar media vuelta dos veces,
pero cada vez que conectaba los intermitentes para tomar un desvío, mis
manos se negaban a girar el volante. Creo que fue el trayecto en coche más
extraño que he efectuado en los días de mi vida; las dudas me acosaban en
cada kilómetro del camino mientras los perros, jadeantes y ansiosos, se
removían inquietos desde el asiento trasero.
Llegué a las puertas de la urbanización Mon Port sudando y con el aliento
entrecortado. ¿Y si Diana no quería saber más de mí?, ¿y si ni siquiera me
abría las puertas de su casa? ¡Jesús!, ¿desde cuándo mi vida se había
convertido en aquella especie de extraña agonía? De nuevo renegué del día
en el que supe de la existencia de aquella odiosa y fascinante mujer.
Aparqué el coche frente a la casa algo nerviosa, con una maniobra más
propia de una anciana corta de vista y con el carné de conducir caducado
que de una agente de policía con mucha experiencia al volante. Después
saqué a los perros del vehículo, quienes, contentos, se dedicaron a olfatear
con curiosidad el suelo soltando algún que otro ladrido de excitación.
No me dio tiempo a pulsar el timbre. Héctor apareció tras la puerta con su
habitual gesto de pocos amigos, aunque juraría que, cuando me reconoció,
frunció aún más el entrecejo. Me pregunté desde cuándo sabría mi
verdadera identidad mientras caía en la cuenta de la temeridad que cometía
al presentarme en aquella casa sin ser previamente invitada.
– ¿Deseas algo…? – preguntó observando intrigado a los perros, que lo
olisquearon de lejos con desconfianza.
– ¿Está la… la señora Salazar? – pregunté sintiéndome un poco ridícula
por llamarla así, pero, por algún motivo, no me pareció del todo decoroso
referirme a ella como “Diana”.
– ¿Tienes concertada una cita con ella?
– Eh… ¡pues no! – admití pasando la mano por la cabeza del perrazo
blanco y negro, más para tranquilizarme yo que por otra cosa. – ¿Podrías
avisarla de que estoy aquí, por favor?
El hombre permaneció pensativo durante unos segundos que se me
antojaron eternos. Con su mirada torva y aquella siniestra cicatriz que le
cruzaba la mejilla y parte del labio, podría infundir miedo al mismísimo
diablo.
– ¡Está bien! – dijo de mala gana alejándose unos pasos para llamar por el
móvil. Después intercambió un par de frases con alguien antes de colgar el
aparato y dirigirse nuevamente a mí en tono recriminatorio, como si no
estuviese en absoluto conforme con las instrucciones recibidas – Pasa, te
esperan en la piscina.
Atravesé el amplio jardín al tiempo que los perros tiraban de las correas en
un vano intento de explorar a su alrededor. Una voz infantil gritó mi
nombre. Se trataba de Paula, que venía corriendo hacia mí empapada aún
por el agua de la piscina.
– ¡Vero!, ¿quienez zon eztoz perroz?, ¿zon tuyoz? – preguntó agachándose
a toquetear sin rastro de miedo a los canes que, encantados, respondían a
sus caricias con tímidos lametones.
– No son míos, pero les estoy buscando una familia que los quiera.
– ¿Y por qué haz tardado tanto en venir?
– He estado muy…ocupada – respondí sintiéndome de pronto un poco
culpable.
– ¿Cómo ze llaman?
– De momento no tienen nombre.
– ¡Yo loz quiero!, loz quiero para mí… – afirmó con una convicción que
me hizo sonreír. Era hora de admitir que la niña me encantaba; otra
cualquiera hubiera clamado por un cachorro, pero ella abría la mente a otras
posibilidades. – ¡Mamaaaaá! – gritó a continuación con tono de urgencia. –
¡Mira lo que ha traído Vero!
Yo levanté la vista y en seguida localicé a Diana caminado hacia mí con
confianza. Me quedé sin habla. Vestía, como toda indumentaria, un bikini
blanco que se ajustaba a la perfección a su piel bronceada y resaltaba sus
curvas con elegancia y sensualidad. Su cabello largo y moreno brillaba bajo
el cálido sol veraniego goteando perlas de agua con cada movimiento. La
expresión de su rostro, impertérrita e indescifrable, me recordó a la de una
diosa del Olimpo recién llegada al mundo de los mortales para impartir
justicia. Podría estar contenta de verme o, todo lo contrario; imposible
saberlo.
– Verónica… – dijo pronunciando sensualmente mi nombre con aquel
acento un tanto extraño que tenía, tan difícil de identificar.
– Diana – contesté sin saber muy bien cómo comportarme.
– ¡Mamá!, ¿noz loz podemoz quedar? – intervino Paula a voz en grito. –
Vero dice que necezitan una familia…
Diana no respondió. Se limitó a agacharse junto a su hija para acariciar a
los canes, que respondieron a sus caricias tranquilizándose en el acto. Hasta
ellos sentían la autoridad que emanaba de su persona.
– ¿Tienen nombre? – preguntó entonces dedicándome una sonrisa
deslumbrante. Confieso que respiré de puro alivio al comprender que no
estaba molesta, en absoluto, por mi presencia allí.
– Que yo sepa, no. Pero Paula puede buscarles unos bien bonitos, ¿verdad?
– contesté pasando afectuosamente la mano por la espalda de la niña, quien
me miró con gesto risueño.
– ¿Dónde haz eztado? Mamá y Diego dicen que ahora tienez un trabajo
aburridízimo poniendo multaz de tráfico…
– ¿Eso te han dicho? – inquirí sin evitar soltar una carcajada. Estaba claro
que mi profesión no era precisamente admirada en aquella casa. – No les
hagas ni caso, ¡ya te contaré!
– ¿Pero vienez a quedarte?
– Bueno, no… – dije sintiendo la mirada de Diana fija en mí. Notaba el
magnetismo de su presencia como algo vivo, palpable. – Pero puedo venir
de vez en cuando a verte, ¿te parece bien? – agregué tratando de mitigar la
evidente decepción que reflejó el rostro de la niña ante mi respuesta.
– Vale, pero tienez que venir todoz los díaz un rato… ademáz, ahora zé
jugar al ping pong mucho mejor – repuso volviendo de nuevo su atención a
los perros, que reaccionaban a sus mimos con aire zalamero.
– Será mejor que les demos agua y comida; luego mandaré a Héctor al
veterinario para que los desparasiten y los pongan al día con las vacunas –
intervino Diana soltando a los perros de sus correas para que corretearan a
gusto por el jardín. Yo pensé en la gracia que le iba a hacer al siniestro
esbirro un encargo tan peculiar y no pude evitar sonreír, divertida.
– Entoncez…noz los quedamoz, ¿verdad? – preguntó Paula saltando de
puro gozo.
– Como ha dicho Verónica, necesitan una familia – respondió la
colombiana fijando aquellos inmensos y asombrosos ojos oscuros en mí.
Bajo la luz del día, los iris parecían salpicados de unas pequeñas motas
grises de lo más curiosas. Unos ojos dignos de estudio, sin duda. – Aunque
sería bueno que Verónica nos ayudara de vez en cuando con su cuidado –
agregó en lo que me pareció una propuesta que no se refería,
exclusivamente, a aquellos dos ahora afortunados canes. Me estremecí.
Estaba a tiempo de huir, de alejarme de esa casa sin mirar atrás e intentar
olvidarme de aquella enigmática y bella mujer que continuaba
observándome con aplastante seguridad, como si estuviera en poder de una
valiosísima información desconocida por mí.
– Claro, vendré de vez en cuando para darles un paseo contigo, Paula,
¿quieres? – dije apartando con esfuerzo la mirada de Diana y fijándola en la
niña, que me sonreía encantada. Había tomado una decisión y, por un
instante, tuve la sensación de que acababa de vender mi alma al diablo.
Trataría de no quemarme con unas llamas que, imaginaba, provendrían del
mismísimo infierno.
– ¡Zíiiiiii!, ¡vamoz a la cocina a buzcarlez algo de comer! – propuso Paula
con entusiasmo antes de agarrarme de la mano y tirar de mí hacia la casa.
Yo me dejé llevar unos cuantos pasos antes de recordar la montaña de
trabajo que me esperaba sobre la mesa de mi despacho. Debía irme.
– Espera, Paula, tengo que volver al trabajo.
– ¿No te quedaz a comer? – preguntó la niña frunciendo el ceño. – Creo
que hoy hay ezpaguetiz…
– No puedo, lo siento.
– Quizá puedas venir a cenar esta noche – terció Diana arqueando
ligeramente las cejas en un gesto que me pareció sensual y burlón al mismo
tiempo.
– ¿A cenar? – repetí en tono de inocencia, como si no fuera consciente de
lo que podría significar aceptar una invitación de ese tipo por su parte, por
mucho que estuviese su hija presente.
– Cena informal, tranquila. No hace falta que vengas vestida de gala – dijo
entonces inclinándose ligeramente hacia mí y esbozando una sonrisa
perversa que me provocó un escalofrío de algo muy cercano al placer
absoluto.
– Muy graciosa…
Era la primera vez que flirteábamos a las claras y sin la excesiva tirantez
que, hasta entonces, había reinado en todas y cada una de nuestras
conversaciones.
– ¿A qué hora? – inquirí a continuación considerando que,
definitivamente, mi alma estaba ya más que perdida.
– Ya sabes nuestros horarios; cenamos a las nueve.
– A las nueve, de acuerdo.
– Te acompaño a la puerta… – se ofreció entonces rozando suavemente mi
brazo con la punta de los dedos, en un gesto electrizante que tuvo la virtud
de erizarme todos los vellos del cuerpo.
No recuerdo con exactitud de qué hablamos en el breve trayecto que
hicimos hasta llegar al macizo portón de entrada de la casa. Creo que fue
del tiempo caluroso del mes de julio, aunque ¿quién sabe?, apenas era capaz
de seguir el hilo de una conversación.
Me despidió con un ligero beso en la mejilla que me dejó entre mareada y
desconcertada; nunca me había besado anteriormente como gesto de
cortesía.
Sí, estaba más que perdida.
Volví a casa conduciendo distraída, sin ser apenas consciente del tráfico
que me rodeaba. A veces pienso que no sé cómo diablos llegué viva a
comisaría aquel día. Podría haberme cruzado con un elefante rosa corriendo
por la carretera y no percatarme de su presencia, puesto que mi cerebro tan
solo parecía funcionar para recordar, una y otra vez, la increíble anatomía
de Diana Salazar cubierta por aquel minúsculo bikini blanco.
CAPÍTULO 17
DIANA.
– ¿Cuándo llega Vero, mamá? Tengo hambre – dijo Paula cogiendo de la
mesa un par de lonchas de jamón para ofrecérselas a Óscar y Pipa, nuestros
recién bautizados perros, quienes aceptaron el pequeño manjar con saltos de
alegría. Ambos habían sido convenientemente bañados y desparasitados en
el veterinario, razón por la que tenían vía libre para moverse por el interior
de la casa. Debía admitir que nunca había visto a Paula tan feliz.
– Enseguida Paula, enseguida – contesté revisando de reojo mi reloj de
pulsera con cierta impaciencia. Pasaban diez minutos de las nueve y me
empezaba a preocupar que aquella idiota de policía se hubiese echado para
atrás. ¿Podría ser? Quizá yo había malinterpretado la situación; puede que
solo hubiese traído a los perros para proporcionarles un hogar y, de paso,
ver a Paula una vez más. O quizá, simplemente, se había arrepentido de
aceptar mi invitación.
– ¿Y por qué hoy va a cenar Vero con nozotraz en el comedor, mamá?
Antez ziempre lo hacía en la cocina.
– Bien, antes trabajaba aquí y ahora ya no – respondí comprobando de
nuevo el reloj en un gesto que empezaba a ser compulsivo. – ¡Y deja de dar
tanto jamón a los perros, no les vaya a sentar mal!
– ¡Zi ez que lez encanta! – replicó la niña haciendo caso omiso de mi
petición hasta dejar el plato de fiambre prácticamente vacío.
Yo resoplé con fuerza sin ganas de regañarla y comencé a pasear por el
comedor como un león enjaulado, jurando por lo bajo. El sonido del timbre
del portero automático me hizo suspirar de puro alivio y una amplia sonrisa
asomó a mi rostro de forma inconsciente. Acudí a la entrada principal con
Paula y los dos perros pisándome los talones. Allí me detuve observando a
Verónica atravesar el jardín. Caminaba con aire un tanto cohibido, como si
no estuviese del todo segura de acudir a aquella especie de cita. Su cabello
largo y sedoso se balanceaba suavemente con cada paso que daba,
capturando los últimos rayos de un sol en claro declive. Llevaba un vestido
veraniego color gris perla que se ajustaba a su figura y realzaba sus curvas
con elegancia y sutileza. Al llegar al umbral de la puerta aspiré con fuerza
su fragancia, fresca y ligera.
– Perdón, llego un poco tarde. Es que había un pequeño accidente en la
carretera – se excusó de inmediato mientras trataba de calmar a los perros,
que correteaban inquietos a su alrededor.
– No pasa nada, no hemos empezado – respondí en tono despreocupado,
como si ni siquiera me hubiese percatado de su retraso. – Venga Pipa, no
seas pesada – añadí tratando de sujetar a la perra, bastante más nerviosa que
su compañero de infortunios.
– Veo que ya tienen nombre…
– ¡Zí!, ze llaman Ózcar y Pipa; yo lez he puezto loz nombrez– intervino
Paula en tono alborozado. Si hubiese sabido que sería tan feliz con un par
de perros por casa me habría pasado por la perrera hacía ya tiempo. Quizá
debía estar un poco más atenta a los deseos de la niña.
– Son unos nombres preciosos – aseveró Verónica pasando la mano sobre
el lomo de Óscar antes de dirigirse de nuevo a mí: – ¿Qué tal se portan…?
– Bueno, quitando que Pipa ha destrozado una manguera y está
obsesionada con meter la cabeza en el cubo de la basura, bien – respondí
fijando la vista en su rostro con una sonrisa conciliadora. Llevaba un
maquillaje ligero y natural y se había alisado el frondoso pelo castaño hasta
convertirlo en una melena perfectamente cuadrada. Una sacudida en la base
del vientre me hizo comprender la magnitud de mi deseo hacia ella.
– Es una cachorra, se irá tranquilizando con el tiempo…
– Y Ózcar ez buenízimo, ¿verdad mamá?
– ¡Un santo bendito!; no sé cómo aguanta a esta otra loca – admití
realizando un gesto con la mano para invitar a la recién llegada a que
entrase al interior de la casa. Ella pareció dudar un par de segundos antes de
obedecer con expresión cautelosa, como si estuviera traspasando las puertas
del mismísimo infierno. Intuía que, para ella, el hecho de relacionarse
conmigo de forma voluntaria debía de ser algo así como un pecado capital
de los que no admiten redención. Reí por lo bajo; algo me decía que aquella
recta y honesta policía no iba a tener más remedio que adentrarse, aún más,
en las profundidades de lo que probablemente consideraba su particular
averno.
La cena comenzó en un ambiente un tanto tenso. Verónica y yo
intercambiábamos frases corteses mientras nos observábamos desde los
extremos de la alargada mesa del comedor con expresión pensativa.
Parecíamos dos jugadores de póker tratando de imaginar el devenir de los
próximos acontecimientos.
Al llegar a los postres, el clima se había distendido considerablemente
gracias, sobre todo, a una Paula que hablaba por los codos ignorante de lo
que significaba la presencia de Verónica entre nosotras, pero contenta de
que estuviese allí.
– ¿Puedo levantarme y zalir al jardín con loz perroz? – preguntó la niña en
cuanto se llevó a la boca el último bocado de la pieza de fruta que María, la
cocinera, le había preparado en cuadraditos primorosamente cortados.
– Puedes, pero en un rato te vas a la cama, ¿de acuerdo?
– ¡Vale! – aceptó la niña levantándose apresuradamente de la mesa antes
de dirigirse hacia nuestra invitada para preguntar: – ¿Te vaz a quedar a
dormir, Vero?
– Bueno, ehhh… – balbuceó Verónica, desconcertada, en tanto doblaba
con esmero su servilleta como si de pronto aquella tarea se hubiese
convertido en algo prioritario en su vida – No – acabó por decir tras
aclararse la voz con un ligero carraspeo. ¿Dónde estaba el aplomo del que
solía hacer gala la bella subinspectora? No pude evitar reír sin demasiado
disimulo.
– ¿Y por qué no? – insistió Paula con gesto de extrañeza mientras la
aludida me lanzaba una mirada furibunda como justa reacción a mi risa. –
Ziguez teniendo aquí tu cuarto…
– Paula, saca a los perros al jardín, por favor – dije en tono autoritario y
dando por terminado el peculiar interrogatorio. La niña obedeció a la
primera y llamó por su nombre a los perros, que la siguieron al exterior de
la casa meneando alegremente el rabo.
El silencio se hizo entonces el dueño absoluto de la estancia, como si la
ausencia de Paula hubiese eliminado toda posibilidad de comportarnos con
naturalidad. Parecíamos dos adolescentes superadas por las circunstancias,
y aquel pensamiento me hizo reír de nuevo.
– ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia…? – preguntó Verónica en tono
ligeramente irritado.
– Nada, nada …– negué tratando de recuperar la seriedad. No tenía ni idea
de lo que podría ocurrir a partir de entonces, pero la simple presencia de mi
inquieta invitada en la casa era suficiente como para considerarme
afortunada – ¿Recogemos la mesa?
Llevamos las cosas a la cocina y dejamos puesto el lavaplatos sin apenas
intercambiar palabra, pero envueltas en una especie de familiaridad
reconfortante. Al salir al jardín en busca de Paula, una esplendorosa luna
iluminaba cada rincón en un reino de sombras y destellos. El murmullo del
viento entre las hojas de los árboles se mezclaba con el canto de los grillos
en una noche embriagadora que parecía hecha para el amor. Yo observaba
con disimulo a Verónica, quien parecía absorta con la vista fija en la luna
creciente sin hacer amago de iniciar conversación alguna.
– ¡Vero! – exclamó Paula apareciendo de la nada. ¿Me acompañaz a la
cama y me cuentaz una peli?
– ¡Claro que sí! – asintió la aludida con una sonrisa que me pareció de
puro alivio, agradeciendo, seguramente, salir de aquel tenso silencio.
Después se dirigió a mí y dijo con timidez: – Vuelvo en un rato.
Yo permanecí unos minutos paseando en la semi oscuridad de la noche
hasta que decidí entrar en la casa y subir la ancha escalinata que daba
acceso al piso superior. Las dudas me asaltaban mientras la tensión recorría
mi cuerpo con ferocidad. ¿Y si Verónica tenía la intención de despedirse de
la niña y marcharse después?, ¿y si no contemplaba, ni de lejos, otra
posibilidad? Admito que sentí pánico. Un pánico desconocido hasta
entonces por mí, pues era un miedo al rechazo, a la decepción y, sobre todo,
a una impotencia que, intuía, no sabría cómo demonios manejar.
Al llegar al dormitorio de Paula, ésta dormía ya con placidez mientras
Verónica apagaba la luz con gesto silencioso. Óscar y Pipa, tumbados sobre
la alfombra, velaban el sueño de la niña con las orejas tiesas en actitud
alerta.
– ¡Ya está! – susurró la policía antes de entornar la puerta del dormitorio
tras de sí con extremada lentitud, como si no tuviese del todo claro cómo
comportarse a continuación. Su rostro revelaba una mezcla cautivadora de
timidez y encanto que me provocaron un calambre en pleno corazón. ¡Dios
santo, cuánto la deseaba!
– ¿Quieres dormir conmigo…?
Juro que la pregunta salió de mi boca sin ser consciente, siquiera, de
haberla formulado con anterioridad en la mente. El aire que respiraba se
hizo de pronto más denso y mi respiración se entrecortó. Sentí que el reloj
dejaba de moverse mientras el mundo que nos rodeaba desaparecía de
forma momentánea. Toda mi atención se centró en observar con
detenimiento la cara de Verónica, iluminada bajo la luz anaranjada de los
sofisticados focos del techo. Detalles que normalmente pasarían
desapercibidos se volvieron vívidos y claros, como la casi imperceptible
cicatriz que surcaba su ceja izquierda o el pequeño lunar que se dibujaba en
una de sus mejillas. Ella me devolvió la mirada con expresión valorativa sin
mover un solo músculo y yo comprendí que, pasase lo que pasase, no
podría olvidar jamás la emotividad del momento.
– ¿Dormir…? – musitó, por fin, en tono apenas audible, como si el mero
hecho de pronunciar aquel verbo le supusiera un conflicto interno de
especial envergadura. Yo me limité a asentir con la cabeza disfrutando de su
cercanía e intuyendo el calor de su cuerpo. No existe en el mundo nada tan
íntimo como sostener la mirada de la persona deseada, o al menos eso creía
yo hasta ese momento en el que ella levantó la mano para acariciar mi
barbilla sin añadir palabra. Fue entonces cuando supe que no había más que
decir.
Atravesé su espacio personal, pulverizándolo hasta ese punto del no
retorno. Me sentía expuesta y a la vez aliviada. El abismo que nos
distanciaba, ese tiempo en el que la había deseado sin poder rozarla
siquiera, se diluyó como un azucarillo en el café ante aquella sorprendente
caricia. Yo recorté los pocos centímetros que aún nos separaban y posé mis
labios sobre los suyos en un contacto excitante; sentía vértigo en el
estómago y una humedad más que evidente en la entrepierna. La besé con
hambre, con necesidad. La deseaba con esa ansia de las primeras veces
capaz de nublarte el juicio y de borrar tus miedos. Sabía que había
demasiadas cosas que nos alejaban y que quizá fuese demasiado tarde para
buscar un “nosotras”, sin embargo, aquel momento era jodidamente mío.

VERÓNICA:

¡Jesús!, ¿de verdad estaba ocurriendo aquello?


Sí, estaba ocurriendo. Me estaba besando apasionadamente con Diana en
lo que, intuía, no era más que el preludio de una noche plagada de
incógnitas y emociones. Sabía que aquello no era correcto; me estaba
adentrando en un terreno tortuoso, arriesgándome a dinamitar tanto mi ética
profesional como personal, pero me daba igual. Necesitaba sentir las manos
de Diana sobre mí, saborear el interior de su boca y acceder a las zonas más
recónditas de su cuerpo, aunque solo fuese una vez. Solo pedía eso. Una
noche. Después, quizá, podría recobrar la cordura y liberarme del extraño
embrujo que ejercía aquella mujer sobre mí.
– ¿Vamos? – susurró ella contra mi oído, interrumpiendo el sensacional
beso y tironeando con suavidad de mí hacia su dormitorio.
– Vamos… – asentí dejándome conducir hacia aquella parte de la casa
todavía desconocida para mí. Sentía curiosidad por ver de cerca el espacio
más íntimo y personal de mi bella anfitriona.
El dormitorio, presidido por una cama grande de líneas limpias y
geométricas, era tal y como lo había imaginado: amplio, minimalista y
funcional. La gama de colores elegidos, neutra y suave, reflejaba serenidad.
Un baño en suite y un moderno vestidor se separaban de la estancia
principal por medio de una puerta corredera de cristal.
Yo observé todo sin pronunciar palabra. El aire estaba impregnado de
anticipación y electricidad, y la tensión que se respiraba era un recordatorio
constante de lo que estaba por venir. Mi corazón latía desbocado y me
pregunté si sería capaz de cumplir las expectativas de la colombiana.
¿Estaríamos en la misma página?, ¿compartiríamos los mismos límites y
deseos?, y, sobre todo, ¿nos comunicaríamos de manera efectiva durante el
encuentro? Me sentía, por primera vez en mucho tiempo, completamente
desprotegida.
– Te deseo – susurró Diana con una solemnidad que me sonó a toda una
declaración de intenciones.
Yo abrí la boca para responder, pero por algún motivo fui incapaz de emitir
sonido alguno. Me limité a extender el brazo hasta tocar su cabello con la
punta de los dedos. Ella me agarró la mano y se la llevó a la boca para
besarla. Nos movíamos despacio, sin prisa, saboreando con intensidad cada
segundo, como quien degusta un plato exquisitamente preparado por un
chef de renombre y desea alargar la experiencia. Yo la besé en el cuello
aspirando con fuerza su perfume mientras ella me desabrochaba el vestido
con movimientos suaves pero certeros. Después, le acaricié la espalda hasta
introducir las manos por la cinturilla de su pantalón y entrar en contacto
directo con la suavidad de sus glúteos. Ella dio un pequeño respingo ante el
contacto y sentí su sonrisa contra mi mejilla antes de que buscara mi boca y
enredara su lengua con la mía. Notaba mis sentidos en alerta máxima,
presintiendo, quizá, que lo que iba a suceder quedaba fuera de cualquier
experiencia previa que hubiese podido vivir.
Tardamos un buen rato en desnudarnos, dejando un amasijo de prendas de
ropa entremezcladas a nuestros pies. Acto seguido, Diana se separó de mí
dando un paso atrás para observar mi anatomía con descaro. Aquello me
desconcertó y excitó a partes iguales. Nunca me habían mirado con
semejante atención, como quien analiza las proporciones de una escultura
recién cincelada a manos de un habilidoso artista.
Admito que me había quedado sin habla. La imagen de Diana desnuda
frente a mí mientras estudiaba mi cuerpo con atención me tenía algo
mareada. Su figura esbelta y atlética, de músculos largos y definidos,
transmitía tanta potencia como feminidad, y la expresión de su rostro, entre
sensual y perversa, me atraía como el imán al hierro.
Una vez se vio satisfecha con el pormenorizado examen, me tendió la
mano curvando los labios ligeramente hacia arriba en una sonrisa cómplice.
Yo me dejé llevar hasta la cama tratando de controlar el temblor de las
piernas mientras nuestros dedos se entrelazaron de manera natural,
encajando como piezas de unos rompecabezas destinadas a unirse. La
sensación de su piel contra la mía, suave y cálida, era reconfortante y
electrificante al mismo tiempo.
¿Por qué estaba tan nerviosa? Odiaba reconocerlo, pero aquella mujer me
imponía en exceso.
La cama, cubierta con sábanas de algodón blancas, nos envolvió en un
largo abrazo en el que nos limitamos a besarnos frente a frente durante lo
que me pareció un tiempo entre infinito y efímero; un auténtico
contrasentido. Cuando sentí las manos de Diana recorrer mi espalda hasta
detenerse en los glúteos, mi cuerpo reaccionó con una explosión de
humedad en la entrepierna que me dejó bastante desconcertada. No
recordaba haber deseado a otra mujer con semejante intensidad. Yo me
separé lo justo para poder acariciar sus pechos; los tenía firmes y erectos,
con la medida exacta para poder cubrirlos con la palma de la mano. Ella
suspiró contra mi oído y deslizó la mano derecha por mi costado hasta
depositarla sobre mi zona púbica y hacerme arquear el cuerpo de forma
inconsciente en una muda invitación a que continuara con la exploración.
Hay cosas de aquella noche que apenas puedo recordar, pero hay otras que
jamás olvidaré, como el momento exacto en el que los dedos de Diana
entraron en mí con increíble suavidad. Me quedé casi sin aliento. Ella debió
de notarlo, pues interrumpió el beso para preguntar con una sonrisa
perversa:
– ¿Todo bien…?
– Sssí, sí – logré articular antes de volver a juntar mis labios con los suyos
y de bajar mi mano hacia su vientre hasta acariciar con delicadeza el vello
de su entrepierna y llegar a su punto más sensible. Su cuerpo, colocado
sobre un costado frente al mío, se tensó separando ligeramente las piernas
para facilitarme el movimiento.
El mundo exterior desapareció mientras nos entregamos mutuamente con
una confianza y apertura que me pareció liberadora. La habitación se llenó
de susurros suaves y gemidos de placer compartido. Los movimientos eran
fluidos y naturales, como si estuviéramos bailando con un ritmo
perfectamente sincronizado. Cada sensación era intensa y exquisita,
superior incluso a la anterior. El calor del mes de julio, mitigado en parte
por un moderno ventilador de techo, nos envolvía en un sudor que en otro
momento me hubiese parecido incómodo, pero que en aquella ocasión se
me antojó de lo más sensual.
– ¿Te gusta así? – la voz de Diana llegó a mis oídos a través de la espesa
bruma que rodeaba mi mente. Me sentía incapaz de concentrarme en algo
más que no fuese aquel espectacular y cálido cuerpo que tenía entre las
manos.
– Sí, me gusta así…
– ¿Eres más de in o de out? – susurró entonces pegando de nuevo su boca
a la mía y sorbiendo mi labio inferior en un enloquecedor gesto que solía
repetir de tanto en cuanto.
– ¿Cómo dices…?
– Que si eres de in o de out – repitió ella, divertida ante mi evidente
desconcierto.
– In… – contesté algo azorada – digo out – corregí al instante, todavía más
cortada. ¡Dios!, ¿qué me pasaba? ¡Ni que fuese mi primer encuentro sexual
con una mujer!
– ¿En qué quedamos? – inquirió ella arqueando una ceja con aire burlón.
– Soy más out – aclaré atrayéndola hacia mí y pasando la lengua por sus
labios hasta encontrar la suya. – ¿Y tú? – aproveché para informarme
también al respecto.
– Lo mismo que tú – murmuró en un tono de voz apenas audible antes de
besarme la punta de la nariz con ternura.
Reconozco que estaba sorprendida. Me había esperado un encuentro
salvaje, pero me estaba encontrando con un tipo de sexo que no podría
calificarse de otra forma más que de romántico. Jamás hubiese llegado a
imaginar que Diana Salazar hiciese el amor de esa manera, aunque algo me
decía que no debía de ser, en absoluto, habitual en ella. En cualquier caso,
aquella inesperada conexión emocional me encantó. Cada beso y cada roce
despertaban en mí una ola de deseo estremecedor que transitaba desde el
interior de mis entrañas a la piel, e imaginé mi propio cuerpo como un
volcán a punto de erupcionar.
A medida que nos acercábamos al clímax, el ritmo de nuestro particular
baile se incrementó. El placer era tan profundo que nos entrecortaba la
respiración. Notaba su mano caliente contra mi pubis en un contacto de
pura electricidad que me dejaba al borde de un éxtasis desbordante, y
cuando ella se apretó más a mí mi sin dejar de explorar mi boca con la
lengua, comprendí que estaba llegando al clímax. Fue entonces cuando me
dejé ir liberando lo que estaba tratando de retrasar desde hacía ya un buen
rato. El orgasmo irrumpió intenso, potente, como un caballo desbocado que
se aleja de la manada a trepidante velocidad.
Me costó unos minutos recuperarme y a juzgar por la postura de Diana,
inmóvil y todavía agarrada a mi cuello, ella debía de estar igual que yo.
– ¿Todo bien? – preguntó pasando el brazo por debajo de mi cabeza para
estrechar el contacto. Yo me recoloqué hasta posar la pierna derecha sobre
su abdomen en un gesto lleno de confianza. Me sentía a gusto, cómoda y
relajada, es decir, justo lo contrario a lo que, por regla general, solía
experimentar tras acostarme con alguien por primera vez.
– Todo bien… – admití con un suspiro de resignación. Había tenido la
vana esperanza de que aquello no fuese más que un escarceo sexual sin
importancia, algo de lo que olvidarme al día siguiente con cierta facilidad.
Pero no, no había sido así. Para mi desgracia, me temía que, fuese lo que
fuese, no había hecho más que empezar.
– ¿Son imaginaciones mías o me lo dices con pesar? – inquirió ella riendo
por lo bajo y propinándome una suave palmada en el trasero.
Por un momento desconcertante consideré la posibilidad de que mi recién
estrenada amante tuviese el poder de leerme el pensamiento. Estaba segura
de que intuía lo que me pasaba por la cabeza. No contesté. Me limité a
acariciar su cara en un lento recorrido por aquellas increíbles facciones que
tanto me fascinaban mientras sentía su mano desplazarse sobre mis glúteos.
Mi deseo se despertó de nuevo con ferocidad. Busqué su boca y ella me
respondió con la misma intensidad. Me moví hasta colocarme justo encima
de su cuerpo e introduje una pierna entre el hueco de las suyas. Quería más,
mucho más. De pronto tenía el deseo irresistible de probar el sabor de sus
partes más privadas, de acariciar con la lengua el punto más sensible de su
anatomía.
– ¿Puedo…? – inquirí dejando la frase abierta y haciendo un gesto
inequívoco con la cabeza.
– Esas cosas no se preguntan, se hacen… – respondió ella con una mueca
tremendamente sexi que me aceleró de golpe el corazón. Creo que fue en
ese momento cuando comprendí que, probablemente, me estaba acostando
con la persona que más me había atraído en toda mi vida. Aquel
pensamiento me perturbó por las implicaciones que podría llevar
aparejadas. Quizá sería bueno recordarme de vez en cuando que aquello no
debía ser más que una aventura clandestina, un simple affaire que pasaría a
mi historial amoroso como una anécdota bastante curiosa.
Decidí dejar a un lado tan turbadoras consideraciones y me desplacé hasta
colocar el rostro sobre su zona púbica. Ya pensaría en ello más tarde.
Acerqué mi boca hasta la húmeda apertura sin dejar de observar el rostro
de Diana, que me devolvía la mirada con expresión divertida, como si no se
hubiese esperado aquel movimiento por mi parte. Admito que yo tampoco;
era la primera vez de todas mis “primeras veces” que realizaba aquella
práctica. Por un instante reflexioné sobre si tendría algún significado, pero
después me olvidé de todo para centrarme en lo que tenía entre manos o,
mejor dicho, en la boca.
Diana me sujetó la cabeza con las manos para darme indicaciones por
medio de sutiles presiones con los dedos. Tenía un sabor, entre dulzón y
salado, agradable, por supuesto, ¿acaso podría ser de otra manera? Yo sentí
que me humedecía con cada segundo que pasaba y supe que apenas
necesitaría un ligero roce en la entrepierna para dejarme ir por segunda vez.
No me reconocía. No es que me considerase fría en la cama, ni muchísimo
menos, pero jamás había sentido semejante nivel de excitación.
Cuando, en un momento dado, Diana apretó las piernas y convulsionó
contra mí, comprendí que había llegado al clímax, aunque continué hasta
que ella me apartó de un movimiento suave. Después tiró de mí para
colocarme de nuevo a su lado, cara con cara, y besarme en la boca
buscando mi lengua con la suya. Yo aproveché para buscar su mano y
llevarla a mi pubis, en una muda petición de lo que deseaba a continuación.
– No – negó ella sonriendo contra mis labios. – Quid pro quo, quiero
hacerte lo mismo.
– Eso no se anuncia, se hace…– contesté yo con sorna, parafraseando en
parte sus palabras de antes.
Ella rio antes de besarme la punta de la nariz, en un gesto que parecía casi
una seña de identidad, y rodó hasta colocarse encima de mí. Después paseó
sus labios por mi cuerpo en un lento recorrido que me dejó taquicárdica y al
borde del infarto. Yo la observaba fascinada. Su rostro, iluminado por el
suave resplandor de la luz de la mesita de noche, parecía esculpido en puro
mármol. Los ojos, oscuros y profundos, resaltaban enmarcados por las
tupidas pestañas y ocultaban, quizá, secretos inconfesables. Los labios,
ligeramente entreabiertos, revelaban una suave curva que incitaba a besarla.
El pelo, largo y moreno, le caía en cascada sobre los hombros atrapando la
escasa luz disponible y añadiendo un toque de misterio y sensualidad a la
escena.
Al tantear con la lengua sobre mi apertura, yo reaccioné con una sacudida
involuntaria. Ella me miró a la cara durante unos segundos, entre
sorprendida y divertida, antes de continuar. Yo desconecté del entorno
circundante mientras me sumergía en un universo de placer intenso y
abrumador. Me encontraba algo mareada, con una sensación de ingravidez
imposible de describir. Cuando, por fin, me dejé ir, tardé un rato en regresar
al mundo real.
– No te voy a preguntar si te ha gustado… – susurró Diana contra mi oído,
burlona, minutos después.
– ¿Siempre eres tan modesta? – repliqué sin evitar sonreír ante sus
palabras. Era obvio que, a todos los niveles, Diana Salazar tenía un más que
elevado concepto de sí misma.
– No, solo cuando consigo arrastrar hasta mi cama a bellas policías…
– ¿Y has conseguido arrastrar a muchas? – inquirí forzándome a mantener
la sonrisa; imaginar a Diana en la cama con otras mujeres me pareció, de
pronto, una idea irritante.
– ¿A muchas policías? – dijo curvando los labios en una sonrisa burlona. –
Espera que cuente…– agregó entrecerrando los ojos como si estuviera
efectuando complicados cálculos mentales. Sabía que estaba tomándome el
pelo pero, aun así, no me hacía demasiada gracia.
– Idiota.
– ¡Está bien! – exclamó ella, riendo. – Tienes el honor de ser la primera –
admitió rozando sus labios con los míos en un contacto breve pero íntimo a
más no poder.
– Ya que hablamos de esto, ¿alguna vez has tenido una relación seria? –
pregunté con curiosidad tras recordar que en los informes policiales no se
mencionaba nada al respecto.
– ¿Una relación seria? – repitió ella en tono socarrón, como si la pregunta
le hiciese muchísima gracia.
– Sí, ya sabes, ¿has tenido alguna vez novia o novio?
– No – contestó de forma categórica y sin hacer amago de extender su
respuesta. Estuve tentada de seguir preguntando al respecto. Quería saber
con cuantas mujeres, u hombres, había estado, cuándo y cómo fue su
primera experiencia sexual y si se había enamorado alguna vez, pero algo
me decía que ella no estaba por la labor de sincerarse con relación a
aquello. Puede que más adelante lo hiciese, aunque, ¿acaso existiría un
“más adelante”? ¿cuánto duraría aquel extraño affaire?, ¿un par de noches
más?, ¿unas semanas…? En cualquier caso, no debería prolongarse más que
el tiempo necesario para deshacerme de la atracción que esa endemoniada
mujer ejercía sobre mí. Después, con suerte, recobraría el sentido común y
sería libre de nuevo.
Fue aquella una noche larga llena de horas de pasión, mutua exploración y
alguna que otra confidencia íntima. Ya de madrugada, cuando el sueño nos
venció, caí en una duermevela de la que salía de tanto en cuanto al sentir el
cuerpo desnudo de Diana contra mi espalda. Hacía tiempo que no dormía
con alguien así: piel con piel, acurrucadas bajo las sábanas y sintiendo el
cálido aliento de la otra persona contra mi mejilla. La sensación era
increíblemente placentera, aunque no fuese esa la manera en la que había
imaginado finalizar la noche.
Debían de ser las siete y media de la mañana cuando lancé un último
vistazo al amanecer a través de la ventana. El cielo iluminado por el sol
naciente se convirtió en el último recuerdo consciente antes de caer en un
sueño profundo y reparador.
CAPÍTULO 18
DIANA.
– ¡Mamá! ¿por qué haz cerrado tu cuarto con llave?
La voz infantil de Paula llegó a mis oídos como procedente de un mundo
muy lejano; otra galaxia, casi. De inmediato abrí los ojos hasta encontrarme
con el delicado rostro de Verónica frente a mí. La policía dormía respirando
de forma rítmica y tranquila. Su cabello, largo y sedoso, se derramaba con
gracia sobre la almohada, y sus labios, ligeramente entreabiertos, le
otorgaban un aspecto algo infantil. Era la primera vez, en mis treinta y tres
años de vida, que compartía cama una noche entera después de un
encuentro sexual, aunque calificar lo ocurrido con Verónica como un mero
“encuentro sexual” me pareció, de pronto, un auténtico sacrilegio. ¡Dios!,
¿qué había sido aquello? No es que yo tuviese demasiada experiencia en
asuntos amorosos, más bien nula, pero algo me decía que la increíble
conexión que había tenido la noche anterior con mi invitada trascendía, con
mucho, la mera experiencia carnal.
– Verónica, ¡despierta! – susurré besándola en el puente de la nariz con
suavidad. Sus pestañas, largas y oscuras, se entreabrieron con lentitud hasta
mostrar el curioso tono gris verdoso de los ojos. La expresión de su rostro,
somnolienta, se tornó de inmediato en un gesto de sorpresa.
– ¡Diana! – exclamó pronunciando mi nombre con cierto desconcierto,
como si no se creyese del todo que acababa de despertar enredada entre las
sábanas de mi cama. Deseé acercarme a ella para besarla, pero los golpes
que comenzó a dar Paula en la puerta del dormitorio me hicieron cambiar
de idea. ¡Qué oportuna la niña! Ya podía haber dormido un rato más.
– Mamá, ¿me abrez la puerta?
– Será mejor que me encierre en el cuarto de baño – susurró Verónica
levantándose como un resorte de la cama y arrastrando parte de la sábana en
un inútil esfuerzo por cubrir su desnudez. – ¡Dios!, ¿dónde está mi
vestido…? – agregó buscando, nerviosa, entre la ropa desperdigada por el
suelo. Yo disfruté del espectáculo de observar a mi bella amante desnuda
por la habitación tratando de encontrar su ropa interior mientras me vestía
rápidamente con un pijama.
– ¡Mamáaaaa!
– ¡Ya voy, ya voy! – dije acercándome a la puerta y recogiendo de paso mi
ropa al tiempo que Verónica se encerraba en el cuarto de baño con gesto
apurado. Yo le guiñé un ojo antes de quitar el cerrojo y accionar el picaporte
– A ver, ¿se puede saber por qué te has despertado tan pronto? – pregunté
esquivando como pude a los perros, que entraron en tromba a la habitación
junto a la niña. Paula, como casi todas las mañanas, se dirigió rápidamente
a mi cama para lanzarse sobre ella de una voltereta.
– No tenía zueño. ¿Por qué te haz cerrado con cerrojo?
– Bueno, tuve una pesadilla y me dio miedo.
– ¿Pero tú tienez miedo de algo? – inquirió la niña en tono de sorpresa tras
tumbarse en el mismo sitio en el que, instantes antes, había estado Verónica.
– Todos tenemos miedo de algo – respondí de forma ambigua. No estaba
para charlas trascendentales a las ocho y media de la mañana, y menos aún
con una niña de siete años.
– ¿Qué hace el móvil de Vero aquí? – dijo entonces cogiendo de la mesita
de noche el teléfono de Verónica, inconfundible por la funda color rojo
brillante que lo envolvía.
– Se lo dejó anoche abajo, habrá que devolvérselo… – contesté rápida de
reflejos.
– ¿Y también ze dejó el reloj? – preguntó la niña, de nuevo, señalando el
Apple Watch color blanco que solía llevar la policía y que descansaba
también en la mesita de noche como mudo testigo de lo acontecido la noche
anterior. Por un momento me pregunté si Paula no sería la mismísima
reencarnación del detective Perry Mason.
– Pues sí, también se lo dejó, ¿no viste cómo se lo quitaba durante la
cena?
– No…
– Lo mejor es que saques a los perros al jardín y en un rato bajo a
desayunar contigo, ¿te parece? – propuse tratando de alejarla de la escena
del crimen lo antes posible. No tenía ni idea de cómo reaccionaría si se
enterase de que acababa de pasar la noche con una mujer, y menos aún, si
esa mujer era Verónica. ¿Qué sabría la niña sobre sexo o sobre las
relaciones de parejas del mismo sexo? ¿A qué edad se habla de eso con un
niño? Lo mejor sería informarme en internet al respecto.
– Vale… ¿hoy viene María?
– No, que es sábado. Ya te preparo yo el desayuno, pero ahora ve al jardín
con los perros mientras me visto.
– ¿Vaz a llamar a Vero para que venga a por zuz cozaz?
– Pues sí, será lo mejor.
– Podríaz invitarla a comer con nozotraz.
– ¡Me parece una gran idea! – exclamé pensando en que no había un plan
en toda la tierra que pudiera apetecerme más que pasar el día acompañada
de Verónica.
– Pero, ¿cómo la vaz a llamar zi está aquí zu móvil?
– La llamaré a su teléfono fijo. Y ahora déjame sola mientras me cambio.
La niña obedeció llevándose a los perros tras de sí y abandonó la
habitación no sin antes echar un vistazo a su alrededor con aire de sospecha,
como si hubiese algo allí que no le cuadrase del todo. Admito que sentí una
pizca de orgullo por ella; estaba claro que no tenía un pelo de tonta.
– ¡Verónica! – susurré acercándome al cuarto de baño y propinando un par
de suaves golpecitos en la puerta. – Puedes salir, que ya se ha ido.
Ella salió perfectamente vestida y recién peinada. Tenía un aspecto fresco,
con la piel del rostro luminosa y saludable. Nadie diría que apenas había
dormido.
– Lo mejor es que salga por la puerta de atrás…
– No, lo mejor es que te duches, rebusques en mi armario hasta encontrar
algo de tu gusto y te quedes aquí a pasar el día con Paula y conmigo –
propuse en tono resuelto tratando de disimular la inquietud que, de pronto,
sentía ante la posibilidad de que aquella testaruda desapareciera de mi vida
tras haber dado rienda suelta, quizá, a lo que para ella podría no ser más que
una estúpida fantasía. ¡Dios santo, odiaba albergar tanta inseguridad! ¿Sería
así como se sentían los enamorados? Si era así, estar enamorada tenía sus
inconvenientes, desde luego.
Ella pareció meditar mi propuesta por unos segundos antes de contestar.
– De acuerdo, pero habrá que hacer como que llego de la calle… lo digo
por Paula – dijo evitando mi mirada con aire inseguro, como si le estuviese
dando muchísima vergüenza encontrarse en mi habitación tras haber pasado
la noche conmigo. Yo solté un hondo suspiro de puro alivio. El hecho de
que no se plantease huir de allí implicaba que ella también había sentido, o
al menos eso esperaba, la increíble química de la noche anterior.
– Perfecto, lo haremos así – declaré dedicándole mi sonrisa más seductora,
esa que solía sacar a paseo cuando deseaba impresionar a alguien. Ella me
observó por un momento con expresión impenetrable, como si deseara
ocultar sus pensamientos a toda costa. ¿Por qué lo haría...?
Pasó un buen rato antes de que Verónica simulara llegar de la calle vestida
con unos shorts que reconocí en el acto, una camiseta blanca y unas
zapatillas gazelle rojas que habría sacado también de algún cajón de mi
vestidor. Me gustaba verla ataviada con mi ropa, y por un momento me
pregunté si también me habría cogido algo de ropa interior.
– Buenos días, Verónica – saludé en cuanto vi asomar su cara tímidamente
por la cocina. – ¿Te apetece desayunar? – pregunté efectuando un gesto con
la mano para invitarla a tomar asiento en la mesa junto a nosotras.
– ¿Haz venido a por el móvil y el reloj? – inquirió casi a la vez Paula con
gesto de sorpresa tras tragar parte de la tostada con mantequilla que se había
llevado a la boca. Era obvio que no esperaba una visita tan temprana.
– ¡Claro!, sobre todo por el móvil, que soy una despistada – contestó
Verónica, algo cortada, sentándose al lado de la niña.
– Puez te puedez quedar y bañarte en la pizcina con nosotraz, ¿verdad
mamá? ¡También podemoz jugar al ping pong!
– Claro, ¡quédate! – propuse levantándome a coger un plato para la recién
llegada. – Te puedo dejar un bikini – añadí en tono inocente, aunque por la
mirada de recriminación que me dirigió Verónica, no debió de ser tan
inocente.
– Bueno, ¡gracias! La verdad es que hace un día estupendo para estar en la
piscina.
– Te quedas, entonces – sentencié antes de servirle el vaso de leche fría, el
plátano y las dos tostadas de pan integral que tenía ya preparadas a la espera
de su llegada. Ella me mi miró extrañada, sorprendida de que yo supiera
con exactitud lo que solía desayunar cada día. En verdad sabía muchas
cosas de ella, aunque desconocía aquello que más me interesaba: ¿qué
significaba yo para ella? Me hubiese encantado poder conocer la respuesta,
aunque algo me decía que, si quería tener algo con aquella increíble mujer
que fuese más allá de unos cuantos escarceos sexuales, debía mostrarle mi
lado más humano y vulnerable. El problema es que nunca me había
comportado así con nadie más. ¿Estaba dispuesta a hacerlo ahora? Me
temía que no tenía otra opción.
Necesitaba que Verónica me viera como una persona llena de sueños,
valores, aspiraciones y miedos, y no solo como la extraficante que la había
conseguido seducir. Empezaba a sentir el peso de mi pasado como una
molesta losa que me impedía acceder con total libertad a aquello que tanto
deseaba y que en esos momentos desayunaba manteniendo una animada
conversación con Paula. Contemplé a ambas con una sonrisa inconsciente
mientras pensaba en cómo conseguir que la bella subinspectora formase
parte de mi vida de manera constante. No iba a ser una tarea fácil.
La mañana, con un cielo despejado y un sol radiante, transcurrió de forma
apacible. Yo había escrito a la madre de Quiang, el amiguito de Paula, para
invitarlo a pasar el día con nosotras, lo cual fue un acierto de categoría,
pues ello me permitió charlar tranquilamente con Verónica mientras
vigilábamos a los niños desde nuestras tumbonas. Me pareció que al
principio se encontraba un tanto incómoda, como si le costara asimilar el
hecho de haberse convertido en mi amante, pero cuando llegó la hora de
comer y dimos buena cuenta de las pizzas que encargué a petición de la
chiquillería, se la veía relajada y alegre intercambiando bromas con los
niños o discutiendo conmigo sobre cualquier tema que saliera a la palestra.
Empezaba a ser obvio que la señorita Ortiz adoraba llevarme la contraria y
que lo hacía más por deporte que por convicción. Me bastaba con defender
una postura sobre cualquier cuestión para que ella sostuviese justo lo
contrario. Imaginaba que era su forma de rebelarse, consciente o no, ante lo
que consideraba, quizá, una atracción propiciada por el mismísimo Satanás.
Yo me reía, divertida, y rebatía sus argumentos con contundencia sin dar mi
brazo a torcer hasta que Paula nos interrumpía con alguna de sus
ocurrencias.
– ¡Mamá!, ¿puedo meter a loz perroz en la pizcina?
– Ya te he dicho que no, Paula, ¿no ves que no les gusta el agua?
– A lo mejor ez porque no zaben nadar, zi lez enzeñamoz… – insistió la
niña observando con mirada valorativa a ambos canes, quienes permanecían
atentos a cualquier movimiento extraño de su joven dueña para salir
corriendo.
– Paula, cariño, deja a los perros tranquilos, que están tumbados tan a
gusto – intervino Verónica apiadándose probablemente de los pobres
bichos.
– ¡Puez zi ez por elloz, que tienen calor!
Todo iba bien hasta que se me ocurrió retar a Verónica a una carrera de
natación, pues en cuanto hicimos un par de largos quedó de manifiesto que
mi bella invitada jamás me podría superar en ese deporte. Siempre se me
había dado bien nadar y, por mucho que ella se esforzó en conquistar alguna
de las múltiples carreras que me obligó a repetir, no consiguió vencer en
ninguna.
– ¿Podemos parar ya, por favor? – imploré retirándome el pelo empapado
de la cara y agarrándome al bordillo para recuperar el resuello. – Se me está
arrugando la piel de las manos…
– ¡Una más! – replicó Verónica acercándose a mí con la respiración
entrecortada. – Pero esta vez no salgas antes, si no te importa.
– ¿Cómo dices? – inquirí indignada por la falsedad de su acusación. –
¡Pero si hemos salido a la vez!
– ¿Hacemos seis largos esta vez? – propuso ella salpicándome, aposta, en
la cara e ignorando mi queja. Sabía que era competitiva, pero desconocía
que lo fuese tanto. Parecía una cría enfurruñada en plena rabieta. Yo
aguanté la risa y sentí deseos de besarla, pero la mirada vigilante de Paula y
su amiguito, que reían y apostaban desde el bordillo sobre quién de las dos
ganaría, me hizo cambiar de idea. Además, algo me decía que un beso mío
no sería precisamente bien recibido en esos momentos.
– Si piensas ganarme por agotamiento, ¡lo llevas crudo! – sentencié antes
de salir del agua por el bordillo de un ágil movimiento y colocarme en
posición de salida.
– ¡Ya veremos! – replicó ella en tono desafiante y situándose a mi lado.
– ¿Apostamos algo? – propuse tratando de sacar algún tipo de rédito a la
desproporcionada competitividad de mi invitada.
– ¿El qué...?
– Si gano yo, te quedas a dormir hoy también y pasas el domingo con
nosotras – propuse tratando de acabar con aquella incertidumbre de una
vez. Hasta el momento, Verónica había contestado con evasivas a mis
sutiles indagaciones sobre sus planes para el resto del fin de semana. Una
vez más, lamenté no tener un poco más de experiencia en lides amorosas,
que no sexuales, aunque intuía que conseguir que aquella testadura policía
confiase en mí dejando a un lado el lastre de mi pasado no iba a ser, en
absoluto, tarea fácil.
– ¿Y si gano yo…? – inquirió ella observándome de forma reflexiva.
– Si ganas tú, te puedes quedar a dormir el domingo también – repliqué
guiñándole burlonamente un ojo.
– ¡Muy graciosa! Que sepas que no tengo intención de dormir contigo ni
un día más – dijo en tono ligeramente molesto, como si aquella idea le
atrajera e incomodara a partes iguales. Comprendí entonces que no era yo la
única que hacía cábalas mentales sobre nuestro futuro inmediato.
– No deberías decir de esta agua no beberé…
– Y tú no deberías creértelo tanto.
– ¿Empezáiz ya o no? – interrumpió Paula con voz impaciente desde el
otro extremo de la piscina.
– ¡Ya vamos! – exclamé recolocándome el bikini hasta dejarlo
perfectamente ajustado al cuerpo. – Bien, si ganas tú, ¿qué quieres? –
pregunté dirigiéndome de nuevo a Verónica.
– Si gano yo, me reservo el derecho a pedir lo que quiera después.
– Como quieras, señorita misteriosa; espero que no me pidas algo ilegal y
eches por tierra mis intenciones de reformarme...
– ¡Serás idiota!
Una vez más, esperamos a que Paula gritara el consabido: 3, 2, 1 antes de
lanzarnos de cabeza al agua de un chapuzón limpio y eficiente e iniciar una
loca carrera en la que ninguna de las dos deseábamos perder. Yo me movía
con un ritmo constante al tiempo que el sonido del agua que se agitaba a mi
alrededor se convertía en una melodía rítmica que me impulsaba hacia
adelante. La presencia de Verónica a mi lado era una amenaza constante y
me hacía esforzarme al máximo para mantener la pequeña ventaja que le
había sacado durante los 18 m. del primer largo.
A medida que nos acercábamos al último tramo, ambas aumentamos la
velocidad. Empezaba a notar los músculos tensos y fatigados, pero el deseo
de ganar era demasiado fuerte como para rebajar el ritmo de mis brazadas.
Cuando por fin extendí el brazo derecho para tocar la pared y sellar mi
victoria, saqué la cabeza del agua con una sonrisa triunfal. Verónica me
observó furibunda con la respiración jadeante. Parecíamos dos luchadoras
después de una ardua pelea en la que una de las dos había vencido por
puntos a una oponente que se negaba a aceptar el resultado. No pude evitar
reír, divertida, ante su cara de decepción.
– Bien, ¿podemos dejar de una vez este martirio?
Ella no se dignó a contestar. Se limitó a salir de la piscina todo lo
orgullosamente que pudo sin dejar de observarme de reojo con rencor. Era
evidente que no tenía demasiado buen perder.
El resto del día transcurrió más deprisa de lo que yo hubiese deseado. Era
la primera vez que dejaba pasar el tiempo junto a una mujer tan bella sin
otra pretensión que la de disfrutar de su compañía. La conversación, que
oscilaba de forma constante entre lo banal y lo profundo, fluía de manera
natural y divertida. Compartimos risas, anécdotas y experiencias mientras
vigilábamos a los niños para que no cometieran demasiadas barrabasadas.
Me encantaba ir descubriendo los gustos e intereses de una Verónica que
parecía tensarse ligeramente cada vez que, de manera voluntaria o
involuntaria, le rozaba una mano, una pierna, o cualquier otra parte de su
anatomía. Pensé que no me importaría vivir saboreando constantemente
aquella extraña sensación de familiaridad, aunque para ello necesitaba que
Verónica abordara nuestra recién estrenada relación desde un ángulo más
profundo y no como una simple aventura de futuro incierto.
Al llegar la noche y tras entregar a un agotado Quiang a su madre,
acostamos a Paula a pesar de sus protestas y nos quedamos un rato en los
sillones del jardín bajo el cielo estrellado escuchando la serenata rítmica y
relajante de las chicharras.
Conversábamos en voz baja, como si ninguna de las dos quisiera quebrar
con su voz el ambiente romántico que flotaba a nuestro alrededor.
Estábamos sentadas a una distancia cercana, pero sin llegar a tocarnos,
frente a frente y con los cuerpos ligeramente inclinados hacia delante.
Parecíamos dos imanes que se atraen pero que se resisten a juntarse. Sentía
el latido acelerado del corazón resonando en mis oídos, un eco constante de
la tensión que nos envolvía. Cada gesto, cada movimiento, parecía cargado
de un potencial significado y cuando, en un momento dado, nos quedamos
en silencio mirándonos con fijeza a los ojos, me acerqué a ella hasta sentir
la calidez de su aliento contra mis labios. Las palabras parecían innecesarias
y la anticipación de lo que estaba por venir se volvió abrumadora. El deseo
de cruzar esa última barrera se convirtió en algo incontrolable.
– ¿Cómo te gustan los besos? – inquirió Verónica en apenas un susurro que
me costó oír. Podía notar el calor que emanaba de su cuerpo incluso sin
tocarla.
– Lentos… – respondí en el mismo tono de voz. Nunca había sido muy de
besar, pero con ella me gustaban los besos lentos, esos capaces de
prolongarse hasta el infinito y que, aun así, parecen cortos – Y a ti, ¿cómo
te gustan?
– ¿A mí?, a mí me gustan los tuyos… – declaró juntando sus labios con los
míos en un momento digno de recordar por su especial emotividad. Me
estremecí de placer. Era la primera vez que me decía algo cariñoso, algo
que me encantó y me desconcertó a partes iguales.
Tiempo después, cuando entramos en la casa agarradas de la mano camino
a mi habitación, sentí que sus dedos temblaban bajo los míos.
CAPÍTULO 19
VERÓNICA.
– ¿Sabes que me ha invitado Ramírez a salir el sábado por la noche? –
preguntó Mel sin dejar de revolotear por mi despacho toqueteando todo en
busca de conversación. – Pero le he dicho que no… – se contestó a sí
misma antes de tomar asiento frente a mí con gesto de hastío – no me van
los que se hacen los graciosos a todas horas.
– ¡Ajá! – contesté en tono distraído sin dejar de dar vueltas con los dedos a
uno de los bolígrafos que solía tener sobre el escritorio.
Siempre había odiado los lunes; solía ser un día en el que me arrastraba de
la cama al trabajo como alma en pena y a base de un café bien cargado,
pero aquel lunes en particular no estaba siendo, ni muchísimo menos, así.
Un fin de semana en compañía de Diana me había dejado con la adrenalina
disparada y los nervios a flor de piel. ¡Dios mío!, ¿en qué momento me
había parecido buena idea acostarme con una persona fichada por la
mismísima Interpol?, y, sobre todo, ¿cómo era posible que me hubiese
gustado tanto?
Una vez más deseé que Diana Salazar no fuese más que una persona
normal y corriente, con su hipoteca a cuestas, un jefe insoportable y que las
únicas normas que hubiese infringido en su vida fueran las de tráfico. Pero
no era así, en absoluto. Y más me valía que se me pasase cuanto antes
aquella inoportuna atracción que sentía hacia ella y de la que, al menos por
el momento, no conseguía escapar.
– ¿Se puede saber qué demonios te pasa? – inquirió Mel tras permanecer
unos segundos en silencio observándome con expresión pensativa. – Llevo
quince minutos sin conseguir que articules una frase completa con sujeto,
verbo y predicado.
– Ummm, ¡nada, nada! – me apresuré a decir – es que estoy de lunes –
agregué tratando de excusar mi actitud distraída.
– ¡Qué lunes ni que ocho cuartos! Llevas todo el día rarísima. ¿Por qué no
me sueltas de una vez lo que te ocurre?
– No me ocurre nada, en serio – mentí, una vez más, luchando contra la
idea de sincerarme con Mel. Era mi amiga, pero no dejaba de ser una agente
de policía. ¿Qué pensaría si se enterase de que había iniciado un idilio con
la mismísima Diana Salazar?
– Escucha, Vero, sé que algo te pasa. ¡Cuéntamelo de una vez, por Dios
santo!
Yo fijé la vista en el techo emitiendo un hondo suspiro de resignación.
Después, la miré a los ojos antes de decir:
– Prométeme que lo que te cuente no saldrá de esta habitación…
– ¡Te lo prometo! – exclamó llevándose la mano al corazón en un gesto
que me pareció solemne y cómico a la vez. – Te juro que soy una tumba.
– ¡Está bien!; no sé ni cómo decirlo.
– ¿Tan grave es?
– No lo tengo claro…
– ¿Es algo ilegal?
– No exactamente.
– ¿No exactamente?; ¡me tienes en ascuas!
– ¡Me he acostado con Diana Salazar!
Aquellas seis palabras salieron de mi boca por sí solas, como si fuesen
obra de una fuerza liberadora y no de la correspondiente orden cerebral.
Mel no se pronunció en un primer momento. Se limitó a mirarme con
gesto de asombro durante lo que me pareció una eternidad hasta que, por
fin, se decidió a hablar.
– Te refieres a la Diana Salazar auténtica, no a una chica que hayas
conocido con ese mismo nombre, claro está…
– La auténtica, sí.
– ¡Guau! – exclamó antes de permanecer de nuevo unos instantes en
silencio y asimilando, quizá, la información que acababa de escuchar.
– Bien, ¡di algo!, no te quedes callada – rogué ansiosa por conocer su
reacción al respecto.
– Bueno, ahora sí que la podrías vigilar bien de cerca… – comentó
adoptando una expresión burlona que tuvo la virtud de tranquilizarme de
inmediato. – ¡Lástima que el comisario haya decidido dar por finalizada la
operación Pantera! – agregó soltando una breve carcajada.
– Mel, ¡nada de bromas!, por favor… si se enteran los jefes, podrían llegar
a degradarme.
– ¿Y basándose en qué podrían hacer tal cosa? Por lo que yo sé, hoy en día
no está formalmente acusada de nada.
– Pero podría estarlo.
– Si no han conseguido cazarla hasta el momento, dudo mucho que lo
hagan ahora si de verdad se ha retirado del negocio– señaló Mel en tono
reflexivo. – Además, que yo recuerde, no hay ningún artículo del Régimen
disciplinario de la Policía Nacional que nos impida relacionarnos con
simples sospechosos.
– Diana no es una “simple sospechosa” – la contradije deseando, en el
fondo, que mi amiga me convenciera de lo contrario –. Además, yo he
participado activamente en la estrecha vigilancia a la que ha sido sometida
en los últimos meses, ¿qué pensaría el jefe o el mismo comisario si se
llegan a enterar?
– Y a ti, ¿qué te importa lo que puedan llegar a pensar esos dos carcamales
que no han debido de echar un polvo en siglos? El caso es que no estás
haciendo nada ilegal.
– Ilegal, quizá no, pero inmoral, un rato.
– Prefiero moverme en el terreno de lo que es o no legal. La moralidad se
la dejo a los curas – sentenció Mel con una sonrisa pícara que me hizo reír
por lo bajo – Y ahora, hablando en serio, ¿no estarás corriendo peligro?
– En absoluto. Estoy de lo más tranquila en ese aspecto.
– ¡De acuerdo!, ¿se trata de un simple lío o hay algo más?
– Es un simple lío – me apresuré a contestar atragantándome con las
palabras –. Bueno, quizá no tan simple… – maticé bajando inconsciente la
voz.
– ¿En qué quedamos? – inquirió ella extendiendo las manos sobre mi
escritorio con gesto inquisitivo.
– Si te digo la verdad, no sabría ni cómo definirlo – respondí con
resignación – Solo sé que, si fuese sensata, debería cortar por lo sano con
esto hoy mismo.
– ¿Deberías...? Eso indica que no tienes la más mínima intención de
hacerlo, ¿verdad? – señaló mi amiga con cierta lógica.
– ¡No hay quien me entienda! – admití ignorando su pregunta. – Te juro
que la odio. Representa todo aquello que más detesto, pero me veo incapaz
de alejarme de ella – añadí en tono de derrota – al menos, por el momento.
– ¿Estás enamorada?
– Mel, ¡qué dices! – exclamé removiéndome inquieta en mi asiento – ¡pues
claro que no estoy enamorada! – negué moviendo la cabeza hacia ambos
lados, como si de esa manera pudiese eliminar de mi mente semejante idea.
Una cosa era tener un affaire con una delincuente de esa especie y otra, muy
distinta, enamorarme. – Tan solo me siento atraída por ella, pero dudo
mucho de que pase de ahí – expliqué con toda la convicción de la que fui
capaz.
– Así que solo te sientes atraída – dijo Mel recalcando con un deje de
ironía la última palabra, lo que, por algún motivo, me irritó. – ¿Y se puede
saber por qué no me habías contado nada de esto antes? Se supone que
somos amigas.
– Te lo cuento ahora. Además, hasta este fin de semana no habíamos…–
me interrumpí azorada sin saber muy bien qué palabra utilizar para lo
sucedido desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde,
momento en el que me despedí de Diana en el jardín de su casa con un
apasionado beso que me dejó con una sensación de júbilo e inquietud de la
que aún no me había conseguido deshacer. ¿Cómo era posible que existiese
alguien sobre la faz de la tierra capaz de hacerme experimentar sentimientos
tan encontrados?
– ¿Te refieres a que no habíais “intimado”? – intervino Mel arqueando las
cejas con una risita maliciosa. Era obvio que a mi amiga le gustaba tanto un
buen salseo como uno de esos culebrones turcos a los que era tan
aficionada. Tendría que haber imaginado que jamás se escandalizaría por
una noticia de ese calibre; su filosofía de vida se basaba en el “aquí” y el
“ahora” sin pensar demasiado en lo que pudiese venir después.
– Sí, me refiero a eso – admití ligeramente ruborizada al recordar alguna
de las tórridas escenas que había vivido en el dormitorio de Diana, todavía
frescas en mi memoria. – Pero no te rías, ¡tengo la sensación de que el
mismísimo Dios va a aparecer en cualquier momento para castigarme por
mis actos!
– Dios tiene demasiadas cosas que hacer como para preocuparse por tu
vida sexual; además, ¿desde cuándo crees en el Altísimo?
– Desde que he acabado en la cama con una secuaz del mismo Demonio –
respondí encogiéndome de hombros con gesto burlón, aunque sin poder
evitar un sesgo de desesperación en la voz.
Ella rio con ganas antes de observarme durante unos segundos con
expresión intrigada.
– ¿Cómo es? Quiero decir, ¿cómo se comporta en la intimidad alguien
como ella?
– ¿Alguien como ella? – repetí tontamente; era obvio el sentido de su
pregunta.
– Sí, ¡ya sabes a lo que me refiero…! Me genera curiosidad.
– Pues creo que, de momento, te vas a quedar con tu curiosidad. Tengo que
terminar un informe e imagino que tú también tendrás cosas que hacer.
– ¡Venga ya!, ¿me das la noticia del año y ahora esperas que me vaya de
aquí, así como así? – se quejó Mel cruzando los brazos en señal de
disconformidad, fastidiada por tener que dar por finalizada una
conversación tan suculenta y volver al trabajo.
– Si quieres tomamos algo a la salida y te sigo contando – transigí antes de
encender la pantalla de mi ordenador en un tácito gesto de despedida. Y
ahora, ¡vete y déjame trabajar!
– ¡Está bien! – dijo ella levantándose de mala gana y estirándose la
ajustada camisa del uniforme en dirección a la salida. – Pero me gustaría
conocerla en persona…
– ¿Cómo dices?
– Que quiero que me la presentes.
– Pero… ¿tú estás loca? ¿no te parece suficiente el lío en el que me he
metido como para involucrarte a ti también?
– ¡Tonterías! – replicó mi amiga moviendo las manos con gesto
despreocupado. – Una vez descartada la posibilidad de que acabemos
descuartizadas en el fondo de un pantano – continuó diciendo en tono de
broma – ¿qué hay de malo en querer conocer a la novia de mi amiga, por
muy delincuente que haya podido ser en un pasado?
– ¡Que no es mi novia! – contesté de inmediato, atragantándome con las
palabras – Te he dicho que no es más que una aventura sin importancia. ¡Ni
siquiera sé si voy a continuar!
– ¿Una aventura? Bien, bien, ¡si tú lo dices! – dijo Mel con una mueca de
incredulidad en el rostro – Aun así, la quiero conocer.
– Ya veremos – dije sin querer comprometerme. Para empezar, no sabía
cuándo sería mi próximo encuentro con Diana. Desde el día anterior no
había tenido noticias de ella, ni siquiera un mísero mensaje a través del
móvil. ¿Sería una de esas personas que, una vez conseguido su objetivo,
desaparecía del horizonte sin decir palabra? – Y ahora, volvamos al
trabajo…– agregué con un súbito e inesperado sentimiento de frustración.
– De acuerdo, luego nos vemos.
– Y, Mel… ¡por Dios!, no se te vaya a escapar nada de esto.
Ella respondió llevándose significativamente el dedo índice a los labios
antes de desaparecer de mi vista y cerrar la puerta tras de sí.
Yo permanecí unos instantes con la mirada absorta en la pantalla del
ordenador, incapaz de hacer otra cosa más que dejar volar mi imaginación
pensando en aquella maldita mujer. ¡Jesús!, ¿en qué momento mi vida se
había convertido en una especie de agónica incertidumbre? Comprobé de
nuevo la hora: las siete de la tarde. Era la primera vez que me acostaba con
alguien y no tenía noticias suyas en veinticuatro horas. ¿Tendría algún
significado?
Me levanté para respirar aire fresco a través de la ventana, abierta de par
en par, echando de menos un aire acondicionado que, por lo visto, no
funcionaba desde hacía un lustro. Las comodidades en aquel desvencijado
edificio constituían una auténtica utopía.
Una ligera vibración procedente de mi teléfono móvil me hizo
abalanzarme hacia él de un movimiento casi automático. Apenas tardé un
segundo en comprobar que se trataba de un mensaje de Diana. Lo leí con el
corazón desbocado, reprendiéndome por mi estúpida e infantil ansiedad.
El mensaje constaba tan solo de tres palabras y sonreí al releerlo por
tercera vez consecutiva.
Decía:
¿Cenamos esta noche?
CAPÍTULO 20
DIANA:
– ¡Set y partido! – grité con aire victorioso al observar que la pelota que
acababa de golpear con un fabuloso smash atravesaba el campo contrario
hasta votar sobre la línea de fondo. Llevábamos más de una hora jugando al
tenis bajo un sol de justicia, dejándonos la piel en un partido que de
amistoso había tenido poco o nada. Eso era lo malo de jugar a cualquier
cosa con Verónica, que jamás se daba por vencida. Si se comportaba así en
el ámbito profesional, le auguraba una carrera de lo más exitosa.
– ¡Quiero la revancha! – gritó ella, furiosa, recogiendo rápidamente un par
de bolas del suelo para introducirlas en los bolsillos de aquellos shorts
deportivos de color blanco que le quedaban escandalosamente bien.
– Hace casi treinta grados, ¿no podemos dejarlo para otro día? – propuse
pasándome el dorso de la mano por la cara en un vano intento de retirar el
sudor que caía a raudales por mi frente. – Mejor vamos a la piscina a darnos
un baño…
– ¡No!, ¡ahora! – replicó ella comenzando a votar una bola contra el suelo
con gesto de impaciencia.
Yo me acerqué a la red, sonriente, mientras ella hacía lo propio sin dejar de
mirarme con expresión desconfiada, como si a lo largo de aquel disputado
partido me hubiese dedicado a hacer todo tipo de imaginarias trampas.
Cuando traté de sujetarla de la camiseta para dale un beso, se retiró de un
ágil movimiento hacia atrás hasta ponerse fuera de mi alcance.
– ¿En serio me vas a obligar a seguir jugando? – pregunté riendo ante su
gesto. Jamás había conocido a nadie que tuviese tan mal perder como
aquella arrogante subinspectora de policía que se había convertido en mi
amante.
– En serio.
– Bien, pero eso tiene un precio – declaré arqueando las cejas con aire
misterioso.
– ¿A qué te refieres…? – inquirió ella, intrigada, acercándose de nuevo a
la red hasta detenerse a una distancia prudente de mí.
– Que, si quieres la revancha, aquí y ahora, a riesgo de que me dé un
vahído con este calor infernal, quiero algo a cambio – declaré acariciándola
con la mirada en un gesto poco disimulado. Habían pasado dos semanas
desde que me había acostado con ella por primera vez y seguía sin
acostumbrarme del todo a sus frecuentes visitas desde entonces. De nuevo
sentí aquel extraño cosquilleo en la base del estómago que me recordaba de
forma casi constante mi necesidad de ella. ¡Dios, ahora entendía por qué los
enamorados actuaban como auténticos idiotas! El mismísimo Cupido debía
de estar riéndose de mí después de años burlándome de todo lo que pudiese
sonar a romántico. ¡Bien merecido me lo tenía!
– ¿Y qué me costaría semejante sacrificio por tu parte…?
– Bueno, no sé… podrías traerte un día tu uniforme de policía y ponértelo
en mi dormitorio – propuse en tono casual, como si se me acabase de
ocurrir aquella perversa fantasía en ese momento y no en un tiempo muy
anterior. Siempre me habían gustado los uniformes.
– Tú eres una ... una…– se interrumpió buscando la palabra adecuada
antes de seguir hablando con cierto desconcierto – ¡una auténtica
degenerada!
– Un poco sí, la verdad – admití encogiéndome de hombros en un ademán
algo descarado.
– ¿No tienes respeto por nada o qué? – inquirió entonces ella sin poder
evitar que un esbozo de sonrisa asomara a su rostro.
– Por pocas cosas, lo reconozco… entonces, ¿traes un día el uniforme?
– ¡Claro que no! Jamás voy a hacer tal cosa, que lo sepas.
– Nunca digas nunca jamás.
– ¡Está bien!, creo que se acabó el tenis por hoy – sentenció Verónica
arrojando las pelotas al suelo con fastidio. Después saltó con agilidad por
encima de la red hasta acercarse a mí y propinarme un ligero empujón en un
gesto que podría calificarse de cariñoso y vengativo al mismo tiempo. Yo le
pasé el brazo por encima de los hombros mientras salíamos de la cancha y
la besé en la sien izquierda. Ella no rechazó el beso, pero tampoco lo
devolvió. Era obvio que se resistía con terquedad a cualquier gesto afectivo
fuera de las cuatro paredes del dormitorio, como si de esa manera quisiese
remarcar que lo nuestro no era más que una mera atracción sexual con fecha
de caducidad. Me prometí que algún día seria ella quien viniese a mí, pero
de momento no tenía más opción que armarme de paciencia para derribar el
muro que aquella idiota parecía haber construido cuidadosamente a su
alrededor.
Media hora más tarde estábamos tumbadas en las hamacas de la piscina
tras un largo y refrescante baño al que se había unido Paula mientras Óscar
y Pipa nos vigilaban, atentos, desde el bordillo.
– ¿Por qué ahora te quedaz a dormir cazi todos loz díaz zi ya no trabajaz
aquí? – preguntó repentinamente Paula, con toda la lógica del mundo, a una
desprevenida Verónica que me miró apurada en busca de ayuda. Yo sonreí,
divertida, ignorando la muda petición y esperé en silencio a escuchar su
respuesta.
– Bueno, es cierto que ya no trabajo aquí, pero somos amigas, ¿verdad?
– Zi…
– Pues las amigas se visitan y pasan tiempo juntas – continuó explicando
Verónica toqueteándose el pelo, visiblemente incómoda.
– ¡Ah, vale…! – exclamó la niña acariciando las orejas de Pipa con
expresión meditabunda. Era obvio que algo le rondaba la cabeza.
– ¿Os apetece merendar algo? – intervine yo tratando de cambiar de
conversación. Sabía que cuando Paula empezaba a preguntar sobre un tema,
el interrogatorio podía alargarse hasta el infinito y más allá.
– ¿Zabíaiz que doz chicaz pueden zer noviaz? – inquirió la niña haciendo
caso omiso de mi pregunta y desplazando la mirada de Verónica a mí con
expresión curiosa.
– Ehhh… bueno, sí claro – admití un tanto desconcertada. Nunca había
hablado de aquel tema con ella, aunque tampoco es que me hubiese
preguntado nada al respecto – ¿Quién te ha hablado de eso?
– Nadie, pero a lo mejor zoiz noviaz como las protaz de Riverdale – dijo,
con todo su desparpajo, tomando asiento frente a mí y cruzando los brazos
en ademán inquisitivo.
– ¿Y tú que haces viendo esa serie? – pregunté tratando de ganar un poco
de tiempo y mirando de reojo a Verónica, que de pronto se removía en su
silla como si tuviese un batallón de hormigas bajo el trasero. – No es para
niños de tu edad.
– ¡Puez me guzta! La eztoy viendo por laz tardez con María.
– Pues no es apropiada – insistí sin hacer amago de contestar a su
pregunta. – Es mejor que veas dibujos…
– Entoncez, ¿zoiz noviaz o no?
– ¿Qué te hace suponer eso? – inquirí intrigada. Tanto Verónica como yo
habíamos tenido especial cuidado en ocultar la verdadera naturaleza de
nuestra relación a ojos de la niña. Al menos por el momento.
– Ezta mañana he vizto a Vero zalir de tu habitación para ir a zu cuarto…
– ¿Esta mañana? – repetí tontamente sin saber muy bien qué demonios
responder. Paula tendría solo siete años, pero era condenadamente lista. –
Lo mejor es que te conteste la propia Verónica – agregué pasando la pelota
a la subinspectora con una sonrisa maliciosa.
– Yo…eh… ¿esta mañana dices?, ah sí, es que necesitaba un cargador de
móvil y fui a pedírselo a tu madre – dijo la aludida lanzándome una mirada
asesina. Yo reí divertida ante semejante trola mientras Paula nos miraba con
expresión de extrañeza. – Por cierto, ¿no tenéis hambre? Creo que voy a ir a
la cocina a por unos sándwiches – añadió levantándose de su asiento y
recolocándose el bikini con aire inquieto antes de alejarse hacia el interior
de la casa a paso ligero.
– ¿Azí que no zoiz noviaz? – insistió la niña, segundos después, tras clavar
sus oscuros ojos en mí con suspicacia.
– ¿Te importaría si lo fuésemos…? – tanteé con cuidado sin saber bien
cómo manejar aquella inesperada bombita de relojería que me acababa de
estallar en plena cara; bastante tenía con lidiar con una Verónica contraria a
definir de alguna manera nuestra relación como para dar explicaciones a
terceros al respecto, menos aún a una niña de siete años por muy inteligente
que fuese.
– Puez no.
– Bien, la verdad es que más o menos, sí, somos novias – dije deseando
que aquella aseveración se acabase convirtiendo, tarde o temprano, en una
verdad absoluta. – Aunque Verónica aún no lo sepa – añadí en un murmullo
apenas audible. Paula debió de escucharlo, pues a continuación preguntó:
– ¿Y por qué no lo zabe?
– Porque es una testaruda – respondí frunciendo el ceño de forma
inconsciente. – Pero ya entrará en razón.
La niña me observó con expresión comprensiva, como si entendiera a la
perfección el significado de mis palaras. Después, comentó con una sonrisa
cómplice:
– Toni y Cheryl tampoco querían zer noviaz al principio, pero luego zí.
– ¿Y esas quiénes son?
– Laz de Riverdale…
– Está bien, señorita, se acabó la conversación por hoy – dije levantándola
en volandas de su asiento para llevarla hasta el borde de la piscina. Ella se
resistió entre grititos de alegría y risas antes de que la lanzara al agua a
pesar de los ladridos de protesta de los perros, inquietos ante tanta
algarabía. Ya hablaría más tarde con María respecto a las series que veía
con la niña. Lo mejor es que no se salieran demasiado del canal Disney.
Verónica regresó con unos sándwiches de jamón y queso que devoramos
sin volver a tocar el tema que tan imprevistamente había sacado Paula a la
palestra. Más adelante, cuando la niña nos dejó a solas para dar un paseo a
los perros con Héctor, a mi bella invitada le faltó tiempo para preguntarme
al respecto:
– ¿Qué le has dicho a Paula al final?
– Pues la verdad…
– ¿Y cuál es la verdad, según tú? – indagó ella en un tono de voz
visiblemente alarmado que, admito, me ofendió un poco. Nunca había
imaginado que me darían tantas largas a la hora de hablar con franqueza de
una relación amorosa. Claro que tampoco se me había pasado por la cabeza
que podría llegar a enamorarme de una mujer policía.
– Pues que somos novias, pero que tú te resistes a la idea.
– ¿Qué somos qué…?
– ¡Ya lo has oído! – contesté tumbándome en una de las hamacas y
cruzando los brazos debajo de mi cabeza con gesto despreocupado. – ¿Te da
urticaria la palabra o qué?
– Pero… ¿cómo se te ocurre decirle eso a la niña? – inquirió ella
frunciendo el ceño con aire de desaprobación.
– ¿No es la verdad, acaso?
– ¡Pues no! – exclamó meneando la cabeza hacia ambos lados en un
movimiento que me pareció algo exagerado.
¡Dame paciencia, Señor!, pensé. La iba a necesitar.
– Entonces, ¿cómo defines lo que ocurre entre nosotras…? – pregunté
considerando que aquel podría ser un buen momento para aclarar de una
vez por todas tan espinosa cuestión.
– ¿Es que hay que definirlo de alguna manera?
– No necesariamente, pero cuando alguien pregunta al respecto,
incluyendo una niña de siete años, yo respondo lo que creo. No obstante, si
consideras que estoy en un error, ¡habla!
Ella invirtió unos segundos en clavar la vista reflexivamente en el agua
cristalina de la piscina antes de afirmar con contundencia:
– Sí, creo que estás en un error.
– ¿En serio? Explícate, por favor.
– Sabes perfectamente que tú y yo nunca podremos llegar a tener algo
serio – declaró observándome con repentina solemnidad.
– ¿Y por qué piensas eso?
– Oh, ¡vamos Diana! – replicó moviendo los brazos en un gesto que
revelaba impotencia. – Tú y yo nos atraemos, de acuerdo, pero
pertenecemos a planetas distintos. Eres una narcotraficante que ha estado,
hasta hace nada, bajo estrecha vigilancia de la policía española, ¡por Dios
bendito! Bastante reprobable es lo que hago contigo como para plantearme
algo más.
– ¿Reprobable? – repetí tratando de contener la indignación que
comenzaba a brotar desde el fondo de mis entrañas. No es que tuviese
demasiada experiencia al respecto, pero intuía que la conexión que tenía
con aquella idiota integral era de lo más excepcional y me empezaba a
molestar que, de las dos, yo fuese la única con intención de admitirlo.
Empezaba a tener la sensación de formar parte de un juego estratégico en el
que, quizá por primera vez en toda mi vida, tenía todas las de perder. –
¡Bonita manera de describirlo!; no sabía que tuvieses alma de poeta…
– Ni yo que fueses tan ingenua.
El orgullo me impidió cambiar la expresión del rostro a pesar del matiz
ofensivo de sus palabras. Preferí levantarme de la hamaca en actitud
despreocupada, como si sus declaraciones no me afectasen. Detestaba
profundamente verme a mí misma como alguien vulnerable.
– Voy a darme un baño; De pronto tengo calor – anuncié forzando una
sonrisa y acercándome al borde de la piscina antes de tirarme de cabeza con
la intención de aclarar mis ideas. Nunca he llevado bien el rechazo y mucho
menos en el terreno amoroso, por mucho que aquella fuese la primera vez
que lo experimentase.
Braceé con fuerza, controlando a duras penas la silenciosa furia que se iba
apoderando de mi a marchas forzadas.

VERÓNICA.
Contemplé a Diana lanzarse de cabeza a la piscina de un movimiento ágil
y rápido. Sabía que la había ofendido, aunque no imaginaba que alguien
como ella pudiera ofenderse por escuchar una verdad como un templo.
Admito que llevábamos dos semanas viéndonos prácticamente todos los
días, pero de ahí a plantearnos algo más… ¡un abismo!
Quizá debería ir pensando en dar por finalizado algo que, tarde o
temprano, podría explotarme en plena cara, aunque ¿cómo terminar con
aquellos combates apasionados hasta altas horas de la madrugada durante
esas noches tan sensacionales? No podía hacerlo, al menos por el momento.
De nuevo me pregunté cuánto demonios me duraría aquella poderosa
fascinación por quien, por razones obvias, tan poco me convenía; ¿un mes
más? ¿dos? ¿seis? Imposible saberlo con seguridad, pues nunca me había
encontrado en una situación semejante. Me sentía como un barco a la deriva
tratando de escapar con desesperación de un huracán que, tarde o temprano,
acabaría por alcanzarme en altamar.
El sonido de mi teléfono móvil me hizo dar un respingo y dejar a un lado
mis elucubraciones. Se trataba de mi madre, quien me llamaba por segunda
vez en lo que llevaba de día. Decidí responder, pues no me pareció
razonable posponer la conversación por mucho que me incomodase hablar
con mi familia desde casa de Diana.
– ¿Mamá?
– ¿Se puede saber por qué no me has cogido el teléfono antes?
– Estaba jugando al tenis y no lo he oído – expliqué en tono casino. Mi
madre empezaba a tener la mala costumbre de pensar que una de mis
obligaciones como hija era estar constantemente pendiente del móvil para
atender sus llamadas.
– ¿Y con quién jugabas?
– Con una amiga que es socia del club de tenis – contesté vagamente a
sabiendas de que mi querida progenitora no era de las que se conforma con
una respuesta tan escueta. Desde que me había ido a vivir a Mallorca, mis
padres no dejaban de interrogarme sobre cualquier aspecto de mi vida,
incluyendo el amoroso. Por un instante añoré esa época, tan lejana ya en el
tiempo, en la que jamás me preguntaban por nada tras enterarse de que su
única hija prefería a las Barbies antes que a los Ken. Aquello tenía sus
ventajas, desde luego.
– ¿Y qué amiga es esa?, ¿cómo se llama?
– Se llama... Diana – dije en tono dubitativo.
– ¿Diana? ¡Menudo nombre tan raro!, ¿es policía también?
– ¡No! – negué escandalizada. – Se dedica a las inversiones inmobiliarias –
aclaré considerando que, al menos en parte, aquella información era cierta.
– Eso está bien, que salgas con gente que no sea de tu trabajo, que deben
de ser todos más raros que un perro verde…
Nunca he sabido si el rechazo que mostraban mis padres hacia todo lo que
tuviese que ver con el cuerpo policial se debía a mi decisión de abandonar
las oposiciones a judicatura para hacerme policía o si ya venía de antes.
Todo un misterio.
– ¿Y quién te dice que sean raros?
– Bueno, eso da igual ahora. En realidad, te llamaba para decirte que tu
padre y yo vamos a ir a verte la semana que viene – anunció provocándome
al instante una taquicardia. No imaginaba un momento más inoportuno para
que aparecieran aquellos dos por la isla.
– ¿La semana que viene? – repetí en tono ahogado. – Pero… ¿no os ibais
de crucero?
– Lo hemos dejado para hacerlo al inicio del otoño, que ahora hace un
calor infernal para hacer turismo por Europa. Además, tu padre dice que
prefiere ir a verte y yo estoy de acuerdo con él. Te notamos muy despegada
últimamente.
– ¿Despegada? ¡Por Dios mamá, que tengo casi 30 años! Aparte, no os voy
a poder hacer demasiado caso; desde el ascenso, tengo más
responsabilidades. Ya os dije que lo mejor era vernos en septiembre, aquí o
en Madrid – insistí a sabiendas de que era una tarea inútil. Cuando mis
padres decidían algo, constituía una misión imposible convencerles de lo
contrario.
– No te preocupes, que haremos nuestra vida mientras trabajas. Hemos
reservado en el hotel Meliá, que está cerca de tu casa...
– Está bien, ¡como queráis! – claudiqué resignándome a la inesperada
visita. Desde luego, tenían el don de la oportunidad. Como si no fuese
suficiente con el jaleo mental que tenía por mi aventura con Diana.
– Así nos presentas a tus amigos y amigas – dijo mi madre haciendo
especial hincapié en la palabra “amigas”. – Por cierto ¿tienes alguna en
especial?
– ¡Mamá, no seas plasta! – exclamé un tanto incómoda. ¿Qué dirían mis
padres, con toda su rectitud, si supiesen con quién se acostaba su “niña”?
Probablemente les diese un infarto y con razón. No era aquel el mejor
momento para ponerles al día sobre mi vida amorosa.
– ¡Eso es que sí! – escuché reír a mi madre a través de la línea telefónica. –
¿De quién se trata?
– ¡De nadie! – bramé con ímpetu mientras observaba de reojo a Diana salir
de la piscina tras haber nadado unos cuantos largos. La imagen era una
mezcla de elegancia y frescura. El suave bronceado de su piel resaltaba sus
rasgos faciales, y el cabello, oscuro y empapado, le caía en cascada por la
espalda goteando perlas líquidas que caían en una trayectoria sinuosa hacia
sus caderas. Un repentino calambre en mi entrepierna me recordó lo
sensible que me había vuelto ante la mera presencia de aquella
impresionante mujer. No pude evitar contemplar, idiotizada, cómo
caminaba por el borde de la piscina con expresión serena y segura.
– Hija, ¡no hace falta contestar así! – me reprendió mi madre en tono agrio
antes de continuar hablando. – Ya nos contarás cuando nos veamos…
– Mamá, te tengo que dejar; hablamos más tarde, ¿de acuerdo? – me
despedí alejándome un par de pasos de una Diana que se aproximaba en
busca de su toalla.
– De acuerdo, un beso, cariño.
– Un beso – respondí antes de colgar el aparato de forma apresurada,
consciente de que hablar con mi progenitora en presencia de Diana me
ponía nerviosa. – Era mi madre; quería saber qué tal estaba… – expliqué
dando respuesta a la muda pregunta de la colombiana, que me miraba con
gesto inquisitivo mientras se secaba.
– ¡Estupendo! – exclamó en tono neutro sin hacer amago de dedicarme
una de esas sonrisas, tan frecuentes, que me dejaban un tanto desarmada.
Era obvio que estaba molesta por la conversación anterior. – Me voy a
cambiar – añadió a continuación antes de alejarse camino al interior de la
casa sin añadir palabra.
Reconozco que me quedé bastante cortada. Era la primera vez, desde que
la conocía, que se comportaba sin hacer gala de esa desconcertante y
extremada cortesía que tanto la caracterizaba. Tardé unos segundos en
decidir seguirla hasta el dormitorio. Allí la encontré seleccionando una
camiseta en uno de los innumerables cajones del vestidor, todavía con el
bikini puesto.
– ¿Estás enfadada? – pregunté en cuanto cerré la puerta de la habitación
tras de mí.
– ¿Por qué habría de estarlo? – preguntó en tono burlón, acercándose con
lentitud a mí hasta quedar a un par de metros de distancia – ¿Porque no
quieras ser mi novia? Tranquila, creo que podré sobrevivir a semejante idea.
– No lo dudo ni por un momento – repliqué algo picada por su actitud.
– Aunque he de admitir que es la primera vez que me llaman ingenua –
dijo entonces clavando en mí sus ojos, profundos y enigmáticos, en un
gesto de muda advertencia. Su expresión facial era fría y determinada, y sus
labios, enmarcados por un matiz de desafío, se curvaban en una sonrisa
perversa que, extrañamente, aumentaba su atractivo.
– Siempre hay una primera vez para todo – repliqué tragando saliva y
sosteniéndole la mirada a base de voluntad. Me negaba a dejarme intimidar,
aunque creo que fue en aquel mismo momento cuando comprendí que una
de las cosas que me atraía de ella era, precisamente, la constante aura de
peligro que emanaba de su persona.
– ¿Sabes? – dijo avanzando hacia mí hasta quedarse a apenas medio metro.
Tenía las pupilas dilatadas y me pareció que respiraba de forma un poco
entrecortada. – Algún día te comerás tus palabras y te arrodillarás ante mí.
– No cuentes con ello – respondí bajando significativamente el tono de
voz. La tensión que nos envolvía parecía el umbral de un conflicto
inminente y mi cuerpo ardía de pura excitación. La deseaba, por supuesto, y
ni siquiera la inquietud que me provocaba el hecho de desearla con
semejante intensidad consiguió rebajar mi anhelo por ella.
– El tiempo lo dirá.
Nuestros labios se unieron en un beso furioso, invasivo, violento incluso.
Sentí la musculatura de su espalda tensa bajo mis dedos mientras sus manos
desabrochaban la parte de arriba de mi bikini hasta dejarlo caer al suelo y
apartarlo con el pie desnudo. Después posó su boca contra mi cuello antes
de iniciar un recorrido descendiente, increíblemente excitante, hasta llegar a
mi pecho izquierdo para besarlo con una delicadeza que contrastaba con el
salvaje momento que estábamos viviendo.
La humedad de mi bajo vientre se convirtió en una llamada silenciosa que
no podía ignorar por más tiempo, por lo que agarré su mano hasta
introducirla en las braguitas de mi bikini. Ella ascendió de nuevo hasta
situar su rostro frente al mío y besarme en la boca con una sonrisa traviesa
mientras exploraba con los dedos la zona de mi entrepierna. Yo hice lo
propio con ella después de deshacerme de su bikini de un par de certeras
maniobras. Después me levantó a pulso y colocó mis piernas alrededor de
su cintura para llevarme cargada hasta la cama y tumbarse conmigo encima.
– Ven, ponte aquí – ordenó tirando de mí y situándome a horcajadas sobre
su boca para iniciar una exploración enloquecedora con la lengua que me
dejó entre infartada y catatónica. Yo me sujeté en el cabezal de la cama
mientras luchaba con la necesidad de dejarme ir de forma prematura.
¡Dios!, era la primera vez que hacíamos aquella práctica de esa manera,
pero reconozco que las sensaciones que experimenté me acercaron a un
placer impropio de este planeta. Cuando noté que introducía un dedo en mi
interior sin dejar de acariciarme con la lengua, aceleré el movimiento de
mis caderas hasta dejarme llevar por un clímax profundo e intenso que me
hizo convulsionar contra el cabecero. Conservé unos segundos esa postura
antes de moverme y tenderme a su lado. Ella me observó expectante con
una mirada divertida no exenta de deseo.
– Me gusta tu sabor – susurró contra mi oído acariciándome con suavidad
el trasero.
– A mí me gusta el tuyo – respondí en el mismo tono mientras la besaba en
la parte inferior de la mandíbula. ¿Cómo era posible experimentar
emociones tan intensas con quien, precisamente, no me debía plantear
acostarme siquiera? Los designios del destino eran, a veces, muy retorcidos.
No hablamos más. Nos fundimos de nuevo en un beso apasionado al
tiempo que me colocaba encima de ella introduciendo la pierna derecha
entre las suyas e iniciando un lento vaivén que tuvo la virtud de elevar de
nuevo mis pulsaciones a ritmos infinitos. Sus ojos, fijos en mí cada vez que
nos separábamos para recuperar el aliento, transmitían un magnetismo
innegable y su boca, curvada en una sonrisa cómplice, parecía enviarme
mensajes secretos sin necesidad de emitir una sola palabra.
Por un instante traté de continuar el encuentro centrándome solo en lo
físico y expulsar de mi mente el resto de incómodas sensaciones que me
hacían pensar en un vínculo con Diana de cierta profundidad, pero fracasé
de forma estrepitosa, por supuesto. Su presencia era demasiado poderosa
como para abstraerme de algo así.
Cuando, tiempo después, recosté mi cabeza sobre su vientre para
sobreponerme de la ardorosa batalla campal que acabábamos de
protagonizar, el silencio reinaba entre nosotras hasta que la escuché
murmurar en voz apenas audible, como si estuviese hablando más consigo
misma que conmigo:
– Sí, te arrodillarás…
No contesté. Me limité a hacer circulitos con el dedo sobre sus piernas
mientras mi mente daba vueltas a sus palabras una y otra vez, como un
carrusel perdido en una especie de bucle infinito.
CAPÍTULO 21
DIANA.
– Así que, ¿quién dices que va a venir? – preguntó Diego tras dar una
intensa calada de su cigarrillo electrónico con gesto de hastío. Desde que
había dejado de fumar sus apestosos Marlboro por consejo médico, mi
amigo estaba más irritable que de costumbre.
– Me encanta cuando me escuchas… – contesté en tono irónico
espantando de un manotazo a un entrometido mosquito, empeñado en
probar el dulzor de mi sangre. Los numerosos insectos voladores
constituían el inconveniente de permanecer a la caída de la tarde en el
porche exterior de la casa, aunque el frescor proveniente del mar y el
silencio relajante que nos rodeaba compensaba con creces el ocasional
ataque de aquellos inmundos bichejos.
– ¡Prefiero no atender demasiado a todo lo que digas y tenga que ver con
esa pendeja de policía con la que estás enredada! Por muy guapa que sea,
desconfío de ella...
– Ya te he dicho mil veces que no la llames así – lo reprendí tamborileando
los dedos contra el impoluto reposabrazos de mi asiento de mimbre. –
Puede que sea una pendeja, pero de momento es mí pendeja, ¿entendido?
Además, estoy llevando una vida ejemplar. No veo que exista un conflicto
de intereses por ningún sitio, ni siquiera para ella.
– Como quieras – refunfuñó Diego aspirando otra calada de aquel apestoso
aparato como si le fuera la vida en ello – pero anda que no hay mujeres en
el mundo como para que te fijes, precisamente, en una policía – agregó
escupiendo la última palabra con cierto rencor. Era obvio que le costaba
admitir que las cosas hubiesen cambiado tanto y que su otrora jefa se
dedicase a flirtear con quien le recordaba de forma constante una parte de
su vida que, quizá, deseaba olvidar.
– En eso llevas razón – admití encogiendo los hombros con resignación. –
Pero ¿qué quieres?, ¿acaso podemos elegir de quién nos…? – me
interrumpí, pues de pronto me pareció excesivo utilizar la palabra
“enamorarnos” con el siempre receloso Diego. Preferí terminar la frase de
otra manera: – ¿podemos elegir por quién nos sentimos atraídos?
– Solo digo que esa chica no te va a traer más que dolores de cabeza –
sentenció en tono agorero mientras toqueteaba la cabezota de Óscar,
siempre anhelante de caricias ajenas.
– Bien, ya me compraré un buen bote de aspirinas, pero mientras tanto sé
amable con ella, ¡haz el favor! Que no parezca que quieres meterla en el
maletero de tu coche cada vez que la ves…
– Está bien, ¡lo intentaré! – concedió removiéndose en su asiento de mala
gana. – Y ahora dime, ¿quién es esa chica con la que va a venir?
– Es su mejor amiga. Por lo visto, me quiere conocer – respondí
considerando que, en el fondo, me halagaba que Verónica quisiera
presentarme a alguien de su entorno más cercano por mucho que se
esforzase en recalcar, a la menor ocasión, que lo nuestro no era más que
algo muy superficial.
– Tendrá curiosidad por ver a la fiera de cerca, supongo.
– Supongo – admití con una sonrisa divertida. – ¡Espero no decepcionarla!
– ¿Y yo que pinto exactamente aquí, se puede saber…?
– Es una buena ocasión para que Verónica y tú os conozcáis un poco
mejor, ¿no crees?
– ¡Si tú lo dices…!
– Lo digo. Y, por cierto, su amiga es también policía – confesé guiñándole
cómicamente un ojo para suavizar el impacto de la noticia.
– ¿Policía también? – bramó él pasándose la mano por el pelo con gesto
nervioso. – Pero ¿a ti qué te ha dado?, ¿de verdad te parece buena idea
relacionarnos con esa gente? Deberíamos recibirlas con un palo, ¡eso como
poco!
– ¡No seas bruto, Diego!, y cambia la cara que ya vienen por ahí – dije
bajando la voz y observando con detenimiento a las dos figuras femeninas
que atravesaban el jardín aproximándose hacia nosotros. A Verónica la
identifiqué de inmediato, por supuesto; caminaba con aquellos andares
gráciles y seguros que tan bien conocía ya. La otra, por el contrario, se
trataba de una absoluta desconocida que se acercaba mirando a su alrededor
con curiosidad. Era más menuda que Verónica, con el cabello rubio y corto
peinado con raya al lado y un vestido de tirantes que se ajustaba a la
perfección a un cuerpo esbelto y voluptuoso. Diego y yo nos levantamos
educadamente para recibirlas y la chica me saludó con un firme apretón de
manos.
– Hola, soy Melania – se presentó esbozando una sonrisa traviesa que me
recordó a la que solía poner Paula cuando hacía alguna diablura. Admito
que me cayó bien de inmediato. – Tenía ganas de conocerte, Diana. He oído
muchas cosas de ti…
– ¡Espero que no todas sean malas! – repliqué devolviéndole la sonrisa y
efectuando un gesto con la mano instándola a tomar asiento.
– Oh, no, ¡para nada! – negó ella lanzando una mirada de reojo a una
cohibida Verónica, que permanecía de pie con una expresión tensa en el
rostro, como si no estuviera del todo segura de la idoneidad de aquella
pequeña reunión. – Todo lo contrario – agregó antes de posar sus ojos en
Diego con gesto valorativo – Y tú eres el famoso Diego…
– El mismo – respondió mi amigo extendiendo la diestra para devolver el
apretón de manos que le ofrecía Melania. Conociéndole, le habría hecho
picadillo la mano, pero la chica apenas se dio por enterada. – ¿Queréis
tomar algo? – preguntó a continuación clavando su oscura mirada en la
recién llegada.
– Una Coca Cola Light estaría bien.
– Otra para mí – dijo Verónica sentándose a mi lado mientras trataba de
quitarse un poco de encima a Óscar, empeñado en plantarle el morro sobre
las piernas.
Diego preparó las bebidas sirviéndolas en vasos altos con mucho hielo y
las ofreció a las invitadas con galantería sin dejar de mirar de reojo a una
Melania que se acomodaba en su asiento cruzando las piernas con
coquetería, consciente, quizá, del intenso escrutinio al que estaba siendo
sometida. Sonreí de forma inconsciente; conocía a mi amigo lo suficiente
como para saber que la recién llegada le atraía. ¡Vaya, aquello iba a ser
interesante!
La conversación fluyó desde un primer momento de forma natural a pesar
del gesto ceñudo de Diego, quien se fue relajando con el transcurso del
tiempo. Melania hablaba por los codos mientras el resto reíamos de sus
ocurrencias hasta que, viendo que se alargaba la velada, Verónica y yo
preparamos una cena improvisada tras acostar a una somnolienta Paula
junto a su inseparable Pipa.
Después, ya anocheciendo, continuamos con la charla sin entrar en temas
que, por obvias razones, resultarían peliagudos teniendo en cuenta la
profesión de unas invitadas que hasta hacía no mucho nos habían vigilado
con siniestras intenciones. Nadie adivinaría el motivo por el que los cuatro
que estábamos allí nos conocíamos, desde luego.
Las horas transcurrían mientras compartíamos anécdotas y disfrutábamos
de un excelente vino blanco semi dulce que Diego había encontrado,
felizmente, en la pequeña bodega del sótano de la casa. La oscuridad de la
noche, dueña absoluta del jardín que nos rodeaba, creaba una atmósfera
íntima y acogedora. Verónica, que compartía conmigo sofá, me observaba
de vez en cuando con disimulo dando pequeños sorbos de su bebida. En un
momento dado, incapaz de esperar más tiempo para tocarla, quise agarrar su
mano y enlazar mis dedos con los suyos. Ella se resistió con gesto de apuro,
pero desistió tras escuchar a una achispada Melania comentar la jugada:
– No te reprimas, Vero, ¡si lo estás deseando!
– ¡Qué chistosa! No deberías beber más, que te va a sentar mal – replicó la
aludida en tono furioso. – Además, luego tienes que conducir.
– ¿Eso significa que no vas a volver conmigo? – inquirió entonces Melania
arqueando una ceja cómicamente y provocando de inmediato una risotada
por parte de Diego, fiel seguidor desde hacía ya un buen rato de todo lo que
soltase la rubia por la boca. Yo aproveché para mirar a Verónica con gesto
inquisitivo, pues, aunque la mayoría de las noches se quedaba a dormir
conmigo, en ocasiones volvía a su casa esgrimiendo todo tipo de excusas
que olían a dilema interno.
– Eso significa que se acabó el vino – contestó Verónica agarrando la copa
de su amiga hasta depositarla lejos de su alcance.
– ¡Aguafiestas!
Más tarde, cuando dimos por finalizada la velada pasada ya la media
noche, sonreí secretamente al constatar que Verónica no hacía amago de
marcharse. Acompañamos a Melania y a Diego hasta la puerta y los
despedimos con la sospecha de que aquellos dos habían congeniado más de
la cuenta. Ya interrogaría a Diego al día siguiente, pues en aquel momento
lo único que tenía en mente era llevarme a la cama a aquella escurridiza
subinspectora que me miraba con una sonrisa seductora provocándome un
hormigueo en el estómago de pura expectación.
La besé allí mismo, sin más testigos que una luna casi llena y unas
estrellas que parpadeaban con timidez. La brisa nos acariciaba el rostro al
tiempo que nuestros labios se encontraban en una danza íntima y sensual. El
universo parecía conspirar para unirnos en aquel instante único.
– Te quedas… – murmuré contra su boca, deslizando las manos por su
espalda hasta introducirlas por debajo del fino vestido que llevaba y
posarlas sobre aquellos glúteos increíbles.
– Me quedo – confirmó ella de forma casi ininteligible, sin separar apenas
los labios de los míos e introduciendo a continuación la lengua en mi
interior en un gesto posesivo que me encantó.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero cuando noté su mano bajando la
cremallera de mi falda e iniciar una lenta exploración sobre mi monte de
Venus comprendí que no podía esperar más. Abrí ligeramente las piernas
para facilitar su labor y aparté el elástico de sus braguitas buscando con
ansia el punto más sensible de su anatomía. Creo que Verónica se
encontraba en el mismo punto de excitación que yo, pues su cuerpo se
amoldó al mío abrazando mi cadera con su pierna derecha en una postura
incómoda pero efectiva.
¡Jesús!, ¿qué era aquel torrente desbordante que parecía nacer de lo más
profundo del cerebro para expandirse por cada una de las células que
componían mi cuerpo? ¿Sentiría Verónica algo parecido o solo era cosa
mía? Aquella duda me mortificaba. Las veces que había intentado hablar
con mi bella acompañante sobre ello me había encontrado con un
hermetismo por su parte prácticamente infranqueable.
Decidí dejarme llevar por el momento y desechar cualquier pensamiento
no relacionado con lo que estaba ocurriendo en la oscuridad de aquel
inmenso jardín. Poco después, cuando sentí que Verónica convulsionaba
contra mí, la abracé con fuerza antes de dejarme llevar por un orgasmo que
tuvo la virtud de nublarme la vista y liberar mis músculos. Después,
recompuse mi ropa con rapidez y la levanté en volandas con la intención de
llevarla cargada entre mis brazos hasta el interior de la casa.
– ¿Quieres hacer el favor de bajarme? – pidió ella, entre risas, besando mi
cara con gesto amoroso.
– ¡Ni hablar! – negué sujetándola con fuerza para evitar que se escurriera
de entre mis brazos. – Siempre he querido hacer esto con alguien.
– ¿Y me ha tocado a mí hacer de conejillo de indias? – se quejó en tono
jocoso. – Quiero terminar la noche de una pieza…
– Tranquila que no tengo intención de dañar tu preciada anatomía.
Más tarde, ya desnudas y tumbadas sobre la cama, escuché que Verónica
decía con voz queda:
– Me encantas…
– ¿Cómo has dicho?
Lo había escuchado perfectamente, pero quería volverlo a oír. Era la
primera vez que me decía algo semejante.
– Nada.
– ¿Cómo que nada?, ¡repítelo!
– No he dicho nada – reiteró ella besándome en la comisura de los labios
con gesto travieso.
Preferí no insistir y perderme en sus brazos hasta quedarme
profundamente dormida con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello.

VERÓNICA.
El agua de la ducha caía sobre ella en forma de delicadas gotas que fluían
sobre su rostro para luego deslizarse por el resto del cuerpo abrazando
suavemente cada curva y cada recoveco. Los brazos, alzados para
masajearse el cuello cabelludo con champú, mostraban la firmeza y
tonicidad de sus músculos mientras su pecho reaccionaba con sutileza al
estímulo del agua. Yo llevaba un buen rato admirando en silencio aquella
fascinante escena desde el quicio de la puerta. Sabía que estaba invadiendo
la intimidad de mi anfitriona, pero me sentía incapaz de alejarme de allí.
Una vez más, me pregunté cuánto duraría aquel estado de profunda
contradicción en el que me encontraba inmersa y del que me sentía incapaz
de escapar. Anhelaba liberarme de su influjo con la misma intensidad con la
que deseaba sus besos. Toda una locura.
– ¿Qué?, ¿te gusta el espectáculo? – preguntó de improviso Diana con una
sonrisa socarrona, todavía con los ojos cerrados.
– Ehhh… ¡perdona!, estaba buscando un cepillo para el pelo – me excusé
con torpeza soltando lo primero que se me ocurrió. – ¿Tienes alguno por
aquí? – añadí reprendiéndome por haberme dejado pillar infraganti en un
momento de debilidad. ¡Maldita mujer!
– Tienes en el primer cajón, aunque puedes quedarte un rato más, si
quieres. Aún queda enjuagarme… – dijo ella en tono de guasa girando con
descaro el cuerpo hacía mí. Odiaba reconocerlo, pero su belleza no se
limitaba a una mera apariencia física, sino que de alguna manera conseguía
extenderse a su esencia, a su espíritu.
– ¡Idiota! – farfullé antes de dar media vuelta y alejarme de allí como alma
que lleva el diablo.
¡Pedazo de engreída!
Detestaba que pensara que para mí ella podría llegar a ser algo más que un
simple divertimento.
Me tumbé en la cama a revisar los mensajes del móvil y comprobé que
tenía una llamada perdida de Melania. Decidí devolverle la llamada de
inmediato, pues no era del todo habitual que mi amiga estuviese despierta
antes de las doce un sábado por la mañana. Lo más seguro es que quisiera
comentar la velada de la noche anterior. Rápidamente me calcé unas
zapatillas de deporte y, todavía en pijama, me dirigí al piso de abajo para
salir al jardín; allí podría hablar con total privacidad.
– ¿Por qué no me lo has cogido antes? – inquirió mi amiga en tono
acusatorio en cuanto descolgó el aparato. ¡Otra como mi madre!
– ¡Será porque no vivo pendiente del móvil! – contesté con sorna
encaminándome a la zona de la piscina mientras esquivaba a los perros,
empeñados en pasar entre mis piernas y hacerme tropezar – Bueno, ¿qué te
pareció Diana? – pregunté sin ganas de andarme por las ramas. Sentía
curiosidad por conocer la opinión de Mel sobre la que se había convertido,
muy a mi pesar, en la principal causa de mis desvelos.
– ¿Qué me va a parecer? – inquirió a su vez ella de forma retórica. – Es…
– se interrumpió durante un par de segundos, buscando quizá la palabra
adecuada, hasta que terminó por decir: – es imponente. No me extraña que
estés colada por ella.
– Yo no estoy colada por ella – repliqué de inmediato, pronunciando las
tres últimas palabras como si me diesen alergia.
– ¡Si tú lo dices!
– Pues claro que lo digo, ¡so boba! Si me hubiese colado por todas las
personas con las que me he acostado, sería la mujer más enamoradiza a este
lado del hemisferio.
– Vale, vale, ¡entendido! Queda claro que tu interés por Diana es
únicamente carnal y superficial – dijo ella con voz de falsete, como si no
creyera en absoluto en mis palabras. – Hablemos ahora de Diego – agregó a
continuación cambiando de tono. Me había percatado del ligero coqueteo
que había tenido lugar la noche anterior entre aquellos dos, pero confiaba en
que mi amiga tuviese el suficiente criterio como para no enredarse con
alguien así.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Cómo que qué pasa con él?, ¡pues que es el tío más atractivo que he
conocido en los días de mi vida!
– ¡Mel! – exclamé escandalizada. – ¡Ese hombre es un sicario!, ¿acaso se
te ha olvidado?
– Bueno, que yo sepa está retirado, ¿no? Además, eso ocurrió hace mucho
tiempo. Según su ficha policial, en esa etapa era casi un crío.
– Un crío con las manos manchadas de sangre, ¡recuérdalo!
– Y que ha trabajado hasta hace nada para la mujer con la que te estás
acostando, ¡recuérdalo tú también!
– ¡Está bien!, ¿y qué me quieres decir con todo esto? – pregunté con
impaciencia, empezando a arrepentirme de haberle devuelto la llamada.
– Que anoche me besé con él…
– ¿Con Diego? – pregunté estúpidamente, pues era obvio a quién se
refería.
– ¡Pues claro!, ¿con quién va a ser?
– Dios mío, Mel. ¿Tú estás loca? Ese tipo es un bruto…
– Es un bruto guapo y encantador. Además, besa muy bien.
– ¿Solo os habéis besado o algo más?
– Nos besamos cuando ayer me acompañó al coche, pero hemos quedado
para otro día.
– ¡Señor! – exclamé respirando con profundidad en un intento de
tomármelo con calma. – Nos estamos buscando la ruina. Deberíamos dejar
de relacionarnos con esta gente antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué?
– ¡Y yo que sé!, prefiero ni pensarlo…
– Tú eres libre de dejar lo que quieras, pero ya te digo que ese tío va a
acabar entre mis sábanas más pronto que tarde – fue la descarada respuesta
de mi amiga antes de soltar una risotada.
– Mira, ¡allá tú!, ya hablaremos más tarde de esto; ahora tengo que dejarte
– me despedí clavando la vista en Diana, quien se dirigía hacia mí
esbozando una sonrisa cálida y acogedora que provocó un latigazo en
alguna zona indeterminada del pecho.
– De acuerdo, ya hablaremos – escuché decir a Mel antes de colgar la
llamada. Aquella idiota se estaba metiendo, al igual que yo, en camisa de
once varas, aunque ¿quién era yo para decirle nada?
– ¿Algo importante? – preguntó Diana señalando mi móvil con un ligero
gesto de cabeza mientras se retiraba un mechón de pelo rebelde del rostro.
– En realidad no. Era Mel.
– ¿Lo pasó bien ayer?
– Sí, claro; estuvo a gusto.
– ¿Te ha dicho algo de mí…?
– Nada en particular… – mentí considerando que, por algún motivo, no me
apetecía inflar más su ya formidable ego.
– ¡Ya! – exclamó alzando una ceja con expresión escéptica. – ¿Y de Diego
tampoco ha dicho nada? Yo creo que hicieron buenas migas.
– Pues tampoco me ha dicho nada – volví a mentir encogiéndome de
hombros con indiferencia. – De todas formas, no creo que tenga demasiadas
cosas en común con él, ¿no crees?
– Detecto cierto tonillo receloso – señaló ella cruzando los brazos en
actitud inquisitiva. – ¿Qué pasa?, ¿mi amigo no es bueno para tu amiga?
– Pues ahora que lo dices, no lo creo. No me fio de ese esbirro tuyo tan
tétrico.
Ella me observó en silencio durante unos segundos antes de contestar con
voz helada:
– Ten cuidado con lo que dices. Diego no es solo un amigo, es familia,
¿entendido?
– Entendido – respondí en el mismo tono de voz. De pronto me sentí como
si de nuevo tuviese once años y mi madre me abroncara por decir algo
inconveniente. ¿Me lo merecía? No lo sé.
Fuimos a desayunar sin añadir palabra, y agradecí que Paula apareciera en
seguida aliviando en parte la tensión que, de pronto, se había establecido en
el ambiente. La niña había normalizado por completo que yo me quedase a
dormir con frecuencia en el cuarto de su madre y, afortunadamente, ya no
preguntaba más al respecto.
– Vero, ¿cuándo me vaz a llevar otra vez a hacer zurf?
– Pues un día de estos – respondí vagamente sabiendo que, con la próxima
llegada de mis padres, no iba a tener tiempo para hacer demasiadas cosas.
– ¿Mañana?
– Mañana no puedo, que trabajo, cariño.
– ¿Y el zábado que viene?
– El sábado que viene tampoco voy a poder, que vienen mis padres de
visita a pasar unos días a la isla y tendré que estar con ellos.
– ¡No zabía que tuviezez padrez
– Y yo no sabía que venían de visita – intervino Diana con gesto de
extrañeza.
– Bien, pues ahora ya lo sabes – repliqué sin dejar de dar vueltas con la
cucharita a mi recién preparado Nespresso para deshacer el azúcar.
– ¿Cuánto tiempo se van a quedar?
– Diez días. Han reservado en el Meliá, aunque me tocará ejercer de hija
modelo y hacer vida con ellos para que se queden contentos.
– ¿Loz voy a conocer? – preguntó Paula levantándose de la mesa y
llevando torpemente su plato al fregadero.
– No lo creo… Te aburrirías con ellos, Paula
No entraba en mis planes que mis padres conocieran a Diana, por
supuesto. ¿Qué pensarían si supiesen quién era en realidad? Mejor no
comprobarlo.
Terminamos el desayuno sin volver a tocar el tema, pero cuando más tarde
me quedé de nuevo a solas con Diana en la intimidad de su dormitorio,
comentó:
– Así que vienen tus padres…
– Sí, vienen.
– ¿Seguiremos viéndonos mientras estén aquí? – inquirió tumbándose
perezosamente sobre la cama sin quitarme de encima la mirada. Su tono de
voz, más seco de lo habitual, indicaba que se avecinaba tormenta.
– No lo creo – admití cambiándome con rapidez y sustituyendo el pijama
por unos pantalones cortos y una camiseta.
– No lo crees… – repitió chasqueando los dedos en un gesto repleto de
hastío que me irritó.
– A ver, entre el trabajo y ellos, no voy a tener demasiado tiempo – aclaré,
incómoda por tener que dar explicaciones a alguien con quien ni siquiera
tenía una relación mínimamente formal.
– Entiendo – musitó con voz de querer decir todo lo contrario. – Así que te
acuestas conmigo, pero ni te planteas la idea de presentarme a tus padres,
aunque solo fuese como una simple amiga.
– En el fondo te hago un favor. ¡No sabes tú lo pesados que son! – dije
tratando de quitar hierro al asunto.
Ella permaneció unos segundos en silencio fijando la mirada en el techo en
actitud meditabunda, como si de pronto hubiese allí algo interesantísimo
que observar. Después, dirigió de nuevo su atención hacia mí antes de decir:
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Claro…
– Dime entonces: ¿qué soy yo para ti?
– ¿Cómo que qué eres para mí? – repetí tratando de ganar algo de tiempo.
No estaba preparada para tener una conversación de ese tipo.
– Ya sabes a lo que me refiero. Llevas dos semanas haciendo el amor
prácticamente todas las noches conmigo, pero eres incapaz de admitir algún
tipo de sentimiento hacia mí – dijo levantándose de la cama de un ágil
movimiento para acercarse a mí con gesto reflexivo. – Me desconciertas –
agregó encogiéndose de hombros con frustración.
– ¿Y quién dice que hacemos el amor? – pregunté rebelándome de
inmediato contra aquella expresión. Hacer el amor con Diana Salazar no
entraba, ni muchísimo menos, en la idea que yo tenía de aquella relación.
– ¿Cómo lo llamarías tú?
– Sexo entre adultos – repliqué sin estar del todo convencida de la
veracidad de mis palabras. El aroma de su cuerpo, una mezcla entre gel y
champú, inundaba mis fosas nasales empujándome a acercarme más a ella,
pero resistí el impulso manteniéndome en el sitio. Empezaba a preocuparme
aquella estúpida tendencia de dejarme llevar por mis más básicos instintos
sin escuchar las advertencias proferidas por mi relegado sentido común.
– Así que, según tú, esto no es más que sexo entre adultos – murmuró
estirando la mano hasta tocarme con suavidad la barbilla en un gesto
electrizante que me recordó a aquel primer beso que intercambiamos en el
vestíbulo de la casa. – ¿Eso es todo?
Quise decir que sí, que eso era todo lo que había entre nosotras, pero el
contacto de sus dedos me confundía y me hicieron vacilar. Ella debió de
leer la duda en mi cara y esbozó una sonrisa de autocomplacencia que me
enfureció. Detestaba la facilidad con la que ejercía su poder de seducción
sobre mí. De pronto recordé aquellas palabras que me había dirigido con
gran convicción: “te arrodillarás ante mí”, y sentí el impulso de sublevarme
contra semejante idea.
– Sí, eso es todo – afirmé en un tono de voz un tanto seco que,
extrañamente, no provocó reacción alguna en mi interlocutora. Al contrario,
me observó con atención durante unos segundos sin dejar de acariciarme el
rostro, como si quisiera grabarse a fuego cada una de mis facciones. Mi piel
reaccionó al contacto de inmediato y un escalofrío me recorrió la espalda
antes de propagarse por el resto del cuerpo liberando miles de diminutos
destellos de placer. Mis sentidos se agudizaron a medida que sus dedos
recorrían los rasgos de mi cara hasta detenerse en la comisura de la boca.
Fue entonces cuando me acerqué a ella cediendo al deseo de besarla, pero,
para mi sorpresa, se retiró de un sutil movimiento que me dejó de lo más
desconcertada. Tardé un par de segundos en comprender que me estaba
rechazando. Era la primera vez que me hacían una cobra en toda mi vida y
admito que no me sentó especialmente bien.
– Bien, pues si eso es todo, esto es todo – declaró ella alejándose de mí
hasta quedar ligeramente apoyada contra el borde de la cama.
– ¿Cómo que esto es todo? – inquirí todavía confundida por aquel cambio
de actitud tan repentino.
– Pues que creo que este sexo entre adultos me empieza a dejar de gustar –
explicó con una sorna que me pareció fuera de lugar.
– ¿Cómo que te ha dejado de gustar? – repetí con una sensación de
incomodidad, o quizá de alarma, procedente de algún rincón recóndito de
mi mente.
– Que no me apetece acostarme con alguien que describe esta relación con
semejante frialdad.
– ¿Estás cortando conmigo…? – pregunté con incredulidad. Siendo
honesta, ni siquiera había barajado la posibilidad de que Diana pudiese
cortar conmigo en algún momento, y menos aún después de un encuentro
tan apasionado como el de la noche anterior.
– Veo que lo has entendido – admitió suspirando con resignación y
adoptando una expresión de indiferencia algo desconcertante. – Puedes
venir a ver a Paula cuando quieras, aunque llama siempre a Héctor antes de
venir, por favor.
– ¿Y todo esto es porque no te quiero presentar a mis padres?
– Eres demasiado inteligente como para hacer una visión tan simplista del
asunto – replicó con un desdén que, debo reconocer, me escoció bastante.
Me sentí como una alumna corta de entendederas con dificultades para
comprender las lecciones del profesor – Me gustas, pero no me apetece
seguir acostándome con quien parece calcular de forma constante el tiempo
de vida que le queda a esta especie de relación, o como lo quieras llamar.
– No se trata de eso…
– ¿Pues de qué se trata entonces?, ¡ilumíname, por favor!, y no me vengas
otra vez con el cuento ese de mi pasado, por favor.
– Es que, precisamente, se trata de eso Diana. De tu pasado, de quién
eres…
– ¿Y qué demonios se supone que puedo hacer al respecto?, ¿acaso tengo
la posibilidad de volver atrás y cambiar las cosas?
– ¿Lo harías acaso?, ¿cambiarías las cosas si pudieses volver atrás?
Ella meditó por unos segundos la cuestión antes de responder con voz
pausada:
– No, no cambiaría nada de mi pasado, al menos en lo que tú te refieres.
– ¿Lo ves? Ahí está el problema. ¡Ni siquiera te arrepientes de lo que has
hecho!
– Exacto. No me arrepiento en absoluto.
– Tienes una desfachatez infinita, ¿lo sabías?
– Puede, aunque a mí me preocuparía más la hipocresía de la que haces
gala.
– ¿Hipocresía?, ¿yo?
– Sí, tú. Te acuestas conmigo cada noche para luego pasarte el día
recordándome que esto no es más que una especie de aberración. ¿Quién se
gasta aquí mayor desfachatez?
– ¡Yo jamás te he dicho tal cosa! – traté de defenderme sin demasiada
convicción.
– No lo has dicho, pero lo insinúas con tus silencios y tus actos.
– ¡Venga ya, Diana! No creo que esperases poemas de amor por mi
parte… – repliqué pasándome la mano por el pelo con inquietud. Aquella
conversación me empezaba a irritar. ¿De verdad estaba cortando conmigo?
– Y desde luego, no esperes que nunca, jamás, me arrodille ante ti, ni física
ni figuradamente. Deberías hacerte mirar ese ego tan desmesurado que
tienes – añadí incapaz de contener mi frustración y recordando, una vez
más, sus palabras de la noche anterior. Jamás me sometería a ella ni
admitiría ningún tipo de sentimiento amoroso.
– Ah, ¿no? – inquirió ella en tono escéptico y acercándose de nuevo a mí
hasta cogerme del mentón de un movimiento brusco que me confundió.
Después me dedicó una sonrisa perversa antes de decir: – Veo que quieres
hacer difícil lo fácil. Muy bien, ¡como tú quieras!
Por un momento pensé que me iba a besar, pero, muy al contrario, me
empujó ligeramente la cabeza hacia atrás en un gesto despectivo antes de
dirigirse hacia la puerta sin añadir palabra.
– ¿A dónde vas? – pregunté tratando de salir del profundo desconcierto en
el que me encontraba. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Me había despertado
sintiendo sus besos sobre mi rostro y ahora cortaba conmigo sin
contemplaciones…?
– Eso, querida, no es de tu incumbencia. Héctor te acompañará a la salida
– respondió, cortante, antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras
de sí. Yo tardé unos segundos en reaccionar y empezar a soltar todo tipo de
improperios por la boca. ¿Qué pretendía aquella imbécil de mí?, ¿que me
comportara como una corderilla enamorada rendida a sus pies? ¡Iba lista!
Tardé unos minutos en recoger mis pertenencias y bajar con paso ágil las
escaleras en dirección a la salida. Por un instante pensé en buscar a Paula
para despedirme de ella; sabía que la iba a echar de menos, pero el extraño
nudo que de pronto sentía en la base del estómago me convenció de que lo
mejor era salir de aquella casa sin mirar atrás. Más adelante ya decidiría si
visitar a la niña de tanto en cuanto o si, por el contrario, y con todo el dolor
de mi corazón, pasar página definitivamente.
En el jardín me esperaba Héctor, que me escoltó a la salida con una
expresión intrigada en las toscas facciones de su rostro. Imagino que se
estaría preguntando por qué diablos su jefa le había ordenado asegurarse de
que abandonase la casa. Confieso que el detalle me dolió.
Arranqué furiosa el coche, apretando con fuerza el pedal del acelerador
hasta dejar atrás aquella urbanización a la que dudaba mucho regresar
jamás. Aquel día rebasé todos los límites de velocidad habidos y por haber,
y al llegar a casa me pareció un auténtico milagro que la Guardia Civil no
me hubiese detenido por el camino para endosarme una más que merecida
multa de circulación.
CAPÍTULO 22.
DIANA.
– Diego, creo que deberías irte ya a casa y dejarme sola. Parecemos una
pareja hetero en busca de morbo. Además, mientras estés conmigo, no se
me va a acercar nadie...
– ¡Tonterías!, eres la sensación de la noche – afirmó mi amigo en tono
burlón propinándome un ligero codazo en las costillas que le devolví de
inmediato. – Por cierto, ¿qué te parece esa de allí? – preguntó señalando sin
demasiado disimulo a una morena exuberante de pelo rizado que llevaba
una camiseta de tirantes a punto de reventar, un maquillaje de dos
centímetros de profundidad y unas uñas rojas tamaño xl que daban miedo
solo de mirarlas.
– ¡Por Dios! Está claro que no tenemos el mismo gusto en mujeres… –
repliqué tras echar un rápido vistazo a la morena, quien me observaba a su
vez con gesto interesado. Jamás discutiría con Diego por una mujer.
– ¡Afortunadamente no! – exclamó él con aire ligeramente ofendido antes
de acabarse de un trago su ron con cola y dejar el vaso vacío sobre el trozo
de barra del que nos habíamos adueñado; desde allí controlábamos a la
mayoría de chicas que iban y venían en aquella sofisticada discoteca para
mujeres donde habíamos acabado tras efectuar una rápida búsqueda por
internet – Yo nunca me enredaría con una policía tan arrogante y estirada
como esa idiota con la que has estado – agregó de forma un tanto maliciosa.
– No, tu prefieres enredarte con otra policía que te maneja con el dedo
meñique – contraataqué con el ceño fruncido. Llevaba un buen rato sin
acordarme de ella, ¿por qué demonios había tenido que mencionarla?
– Todavía no ha nacido la mujer que me pueda manejar… – contestó en
tono algo beligerante. – Ni siquiera Mel – agregó segundos después sin
demasiada convicción. Desde que había tenido un par de citas con la amiga
de Verónica, Diego se pasaba el día distraído esperando que Melania
contestara sus mensajes o devolviera sus llamadas. ¡Dios santo!, ¿desde
cuándo nos habíamos ablandado tanto? ¿dónde quedaban los orgullosos y
amenazadores Diego y Diana de antaño, esos cuya mera presencia
provocaba un temor reverencial a todo el que nos conocía?
– Si tú lo dices…
– Lo digo.
Yo respondí con un mudo gesto de incredulidad antes de señalar mi vacío
botellín de Coca Cola Light a una de las solícitas barwoman que atendían la
barra con gran eficacia. Necesitaba espabilarme. No era aún ni la una de la
madrugada, pero tenía sueño y me apetecía volver a casa por mucho que
estuviese de acuerdo con Diego en que había demasiadas mujeres en el
mundo como para obcecarme con una sola de ellas. Además, en aquel sitio
había donde elegir: numerosas representantes del sexo femenino se
encontraban diseminadas a lo largo y ancho de aquella inmensa y ruidosa
sala. Muchas estaban en grupos, otras solas, pero la mayoría parecía tener
un objetivo en mente: escanear discretamente con la mirada a su alrededor
en busca de posibles intereses amorosos.
– Lo que no entiendo es cómo demonios has acabado tú también enredado
con una oficial del policía después de reprenderme tanto por ese mismo
motivo… – comenté extendiendo un billete de 20 euros a la camarera en
cuanto me acercó el refresco. Ella pretendió darme el cambio, pero yo lo
rechacé con un gesto despreocupado. De inmediato me gané una sonrisa de
agradecimiento por su parte, ¿o me sonreía por algo más…?
– En eso llevas razón – admitió Diego pasándose la mano por el flequillo y
marcando, de paso, unos escandalosos bíceps que con otro tipo de público
hubiese causado auténticos estragos. – Parece una broma de mal gusto, la
verdad.
– ¡Y tanto! – corroboré tratando de eliminar de mis pensamientos a una
Verónica que, muy a mi pesar, parecía estar instalada en ellos de forma
permanente. Todavía estaba asimilando que aquella estúpida hubiese dejado
pasar casi dos semanas sin intentar contactar conmigo de alguna manera. Ni
una llamada, ni un mensaje, ¿habría calibrado mal la situación? Hubiese
jurado que la terca policía daría su brazo a torcer de alguna manera, pero
empezaba a temer haberme equivocado. Quizá debería haberla tratado con
más delicadeza, pero lo cierto es que me había sacado de mis casillas con su
definición, tan irritante y simplista, de lo que supuestamente había entre
nosotras. – Por cierto, ¿qué sabes de Verónica? – inquirí incapaz de reprimir
por más tiempo aquella pregunta que llevaba bailando en mis labios durante
parte de la noche.
– En realidad nada – respondió Diego en tono cauteloso – aunque si
quieres puedo preguntar a Mel al respecto; he quedado mañana con ella.
– ¡No! – exclamé moviendo con énfasis la cabeza hacia ambos lados –
déjalo, no preguntes nada. En el fondo, casi prefiero no saber nada de ella –
añadí observando a mi alrededor en busca de alguien que me distrajera la
noche y devolviendo, de paso, algunas de las miradas que sentía fijas en mí.
Nadie me interesó demasiado en un primer momento, aunque había una
rubia de sonrisa burlona que acabó por llamar mi atención. La chica era la
única de un grupo de cinco amigas que no se había dignado a mirarme en
todo el tiempo que llevaba allí, lo cual me empezaba a parecer una osadía
imperdonable.
– Como quieras – dijo Diego siguiendo la dirección de mi mirada. – ¿La
rubia? – preguntó a continuación con gesto valorativo.
– Sí, la rubia – admití sorprendida – ¿Cómo lo has sabido?
– Bien vestida, esbelta y pinta de seductora – enumeró mi amigo sin
apartar los ojos de la chica, que parecía muy divertida en plena
conversación con una de sus acompañantes. – Es tu tipo.
– ¿Tú crees que alguna de las otras será su novia?
– Ni idea, ¿por qué no vas y se lo preguntas?
– No pienso hacer eso.
– ¿Miedo escénico?
– ¡No seas bobo, claro que no!, pero no pienso ir a preguntarle si tiene
novia.
– ¿Cómo lo vas a hacer entonces?
– Ummm... Lo estoy pensando.
– Apuesto a que no eres capaz de ligártela en los próximos quince minutos
– dijo Diego entonces, en tono retador, sabiendo a la perfección que soy
incapaz de resistirme a una buena apuesta.
– ¡Ah!, ¿no?, ¿qué apostamos?
– Simplemente el saber que eres capaz de hacerlo.
– ¡Está bien! Quince minutos a partir de ahora – acepté mirando el reloj
antes de dar un sorbo a mi Coca Cola para dejarla de nuevo sobre la barra.
En ocasiones como esa me hubiese encantado tolerar mejor el alcohol,
aunque sabía que aquella era una batalla perdida. Tendría que ir a pecho
descubierto y utilizar la mejor de mis sonrisas.
Me acerqué con decisión al grupo de chicas hasta que éstas interrumpieron
por completo su conversación para fijar su atención en mí.
– ¡Hola! – saludé en tono alegre.
– ¡Hola! – contestaron las cinco casi al unísono, observándome de arriba a
abajo con expresión valorativa. Decidí no andarme por las ramas y
dirigirme directamente a la rubia. El tiempo corría y, además, no estaba para
cortejos largos.
– Tienes pinta de jugar bien al billar… – dije señalando con un leve gesto
de cabeza la mesa de billar que se vislumbraba al otro extremo de la sala.
– La verdad es que no tengo ni idea – contestó ella clavando los ojos en mí
y colocándose el pelo con coquetería. De cerca era aún más guapa de lo que
parecía y su lenguaje corporal indicaba bandera verde.
– Estás de suerte, soy una excelente profesora – declaré con todo mi
descaro tras echar un leve vistazo a Diego, que contemplaba la escena de
lejos con atención.
– ¿Y a tu novio le parece bien que des clases particulares de billar…? –
inquirió ella en tono dubitativo mientras sus amigas seguían la conversación
sin perder detalle. Así que la chica sí que se había fijado antes en mí y sabía
perfectamente por quién iba acompañada ¡Interesante!
– No es mi novio, es solo un amigo – aclaré encogiéndome de hombros
con aire despreocupado. – Además, es gay – añadí divertida solo de pensar
en lo que diría Diego si supiera que le acababa de cambiar de orientación
sexual.
– Bueno, en ese caso, vamos si quieres – aceptó ella acercándose un poco
más a mí con gesto confianzudo. La chica me gustaba, pero me hubiese
gustado muchísimo más sin la inoportuna imagen de Verónica irrumpiendo
en mis pensamientos. De nuevo maldije a aquella estúpida subinspectora
que había tenido la audacia de no volver a mí con las orejas gachas. ¿Acaso
no añoraba aquellas noches, hasta altas horas de la madrugada, plagadas de
besos y confidencias? ¿Se trataba de una cuestión de orgullo o,
simplemente, no sentía hacía mí ni una décima parte de lo que yo sentía por
ella? Eran preguntas para las que no tenía respuesta y que, honestamente,
me exasperaban. Lo mejor sería pasar página por mucho que mi lado más
rebelde se opusiese a ello con inusitada resistencia.
Agarré a la chica de la mano y tiré de ella con desenvoltura para guiarla a
través de la masa de gente que se interponía en el camino hasta la mesa de
billar. Ella no se resistió al contacto, al contrario, apretó sus dedos contra
los míos provocándome una sensación un tanto extraña.
– Me llamo Alejandra, por cierto – dijo aproximando su boca a mi oído
para hacerse oír por encima de la música – Pero me puedes llamar Ale…
– Yo soy Diana – me presenté a mi vez soltándole la mano con suavidad
antes de rodear el billar y seleccionar un par de tacos. Después le ofrecí uno
con gesto cortés.
– Diana – repitió ella en tono algo burlón, aceptando el taco y acariciando
la pulida madera de su superficie –. Tienes nombre de diosa…
– Sí, pero a mí no me gusta perseguir animales – repuse en el mismo tono
tras recordar que Diana era la diosa romana de la caza.
– ¡Ya tenemos algo en común, entonces! – exclamó ella ayudándome a
colocar las bolas en su sitio y rozando su hombro con el mío en un
movimiento casual, ¿o quizá no tanto?
Durante la siguiente hora traté, un tanto infructuosamente, de enseñar a mi
sexi alumna a golpear con el taco la bola blanca mientras hablábamos de
todo un poco y flirteábamos con descaro.
– Me temo que no estoy hecha para este juego – admitió la rubia, en un
momento dado, tras depositar el taco sobre el fieltro verde que cubría la
mesa y acercarse peligrosamente hacia mí.
– Creo que llevas razón – reí sin moverme un ápice del sitio. La chica era
tan simpática como atractiva, pero había algo en todo aquello que no me
terminaba de convencer y me impedía disfrutar del momento en toda su
plenitud. Apenas me llevó un par de segundos comprender el motivo: ella
no era Verónica.
– Están a punto de cerrar, ¿te apetece que vayamos a otro sitio?
La pregunta quedó en el aire durante unos preciosos segundos que yo
utilicé para sopesar rápidamente mis opciones. La propuesta era tentadora,
y en otro momento ni siquiera hubiese dudado, pero aquella noche no me
veía compartiendo cama con nadie, la verdad. Quizá había llegado el
momento de dar por finalizada la velada y retirarme a casa.
– Estoy un poco cansada y mañana he quedado para jugar al tenis bastante
pronto – me excusé sin faltar del todo a la verdad. – Aunque podemos
quedar otro día si quieres – añadí enseguida tras ver su cara de desilusión.
– Quiero – contestó ella enfocando la mirada hacia mi boca sin demasiado
disimulo. La atmósfera, de pronto, estaba llena de tensión y anticipación, y
cuando su rostro se aproximó al mío, mis labios se humedecieron a la
espera del contacto. Fue entonces cuando la mente me jugó una mala
pasada, arruinando por completo el momento ¿Se puede saber qué diablos
pintaba, otra vez, la imagen de Verónica ahí en medio?
Quizá fuese culpa de aquella maldita canción de Alicia Keys que sonaba
en esos instantes, “No one”, y que me recordaba poderosamente a la
subinspectora, pero el caso es que pocas veces en mi vida me había dado un
beso tan descafeinado como aquel. Cuando, segundos después, me separé
con suavidad dándolo por terminado, vislumbré la duda en el rostro de Ale.
– ¿Algún problema? – inquirió ella con gesto de extrañeza.
– ¡Ninguno! Es simplemente que… digamos que hace poco que lo he
dejado con alguien y me ha resultado raro besar a otra persona – expliqué
sintiéndome rematadamente idiota y tratando de abstraerme de la letra de
aquella odiosa canción que, machacona, se obstinaba en recordarme
momentos que deseaba olvidar. ¿Por qué me seguía sintiendo tan vinculada
a alguien que ni siquiera había llegado a considerarse mi novia?
– Entiendo – murmuró mi rubia acompañante observándome con
suspicacia. – Y eso significa que… – agregó dejando la frase en el aire con
la clara intención de que la terminara yo.
– Significa que, con ciertas cosas, prefiero ir despacio.
– ¡Conste que no te estaba pidiendo en matrimonio! – aclaró ella
mostrando las palmas de las manos en un ademán burlón.
– ¡Mejor! – contesté riendo –. Soy poco amiga del matrimonio.
– ¿Y de las cenas en buena compañía?, ¿eres amiga...?
– De eso sí, por supuesto.
– Entonces quizá te invite a cenar un día de estos… Si me das tu número
de teléfono, claro está.
– Te lo doy sin problemas.
– ¿Qué tal te vendría mañana…?, ¿estás libre?
– Estoy libre – admití pensando que, en cualquier caso, me vendría bien
estar distraída y aquella chica era de lo más agradable.
La música cesó y los camareros empezaron a recoger las copas con la clara
intención de desalojar a los clientes del local. Yo me despedí de Ale con un
simple beso en la mejilla antes de pedir un taxi para volver a casa, pues
Diego hacía tiempo que había abandonado la discoteca tras comprobar que
me dejaba en buena compañía.
Aquella noche, ya en casa y una vez acostada en mi solitaria cama, traté de
conciliar el sueño hasta que me cansé de contar ovejas y dar vueltas entre
las sábanas. Decidí bajar a la piscina, huyendo del calor sofocante de la
noche, y me arrojé desnuda al agua para nadar con brío en un intento de
soltar la tensión acumulada.
Odiaba sentirme vulnerable. Hubiese pagado millones por librarme de
aquel espantoso sentimiento llamado amor que parecía nacer del mismísimo
averno. ¿Cuánto tiempo me duraría aquello? Empezaba a detestar a
Verónica con la misma intensidad con la que la amaba. Un completo
despropósito.
Me dormí tumbada en una hamaca y envuelta en una toalla mientras
escudriñaba, somnolienta, las centelleantes estrellas que parecían
observarme desde la infinidad del firmamento. Cuando desperté, horas
después, el sol comenzaba a asomar en el horizonte tiñendo el cielo de
tonalidades doradas.

VERÓNICA.
– Entonces, ¿habéis roto definitivamente?
– No se puede romper lo que nunca existió – contesté a Mel observando
reflexivamente mi vaso sin decidirme a dar otro sorbo de aquel brebaje que
servían en la cantina de la comisaria y que, supuestamente, era café. – En el
fondo no ha sido más que una historia algo morbosa, unas cuantas noches
de sexo, nada más. Además, me alegro de que se haya terminado. No me
convenía.
– ¡No me vengas con chorradas! – exclamó mi amiga y compañera
reclinándose en su asiento con gesto de impaciencia. – Independientemente
de que te conviniera o no, sabes que ha sido algo más que eso, ¿por qué te
empeñas en negarlo?
– Yo no me empeño en nada – repliqué encogiéndome de hombros. – Tan
solo estoy pasando página de algo que tampoco ha significado gran cosa
para mí – agregué tratando de dar convicción a unas palabras que, por algún
motivo, me sonaron ficticias.
– ¡Está bien!, si tú lo dices…
Seguía sin tener noticias de Diana, aunque tampoco las esperaba. La
colombiana era orgullosa e intuía que no movería un dedo por contactar
conmigo. En el fondo entendía su postura e imaginaba que se sentiría
desairada por mi actitud, aunque, ¿qué esperaba de mí?, ¿que gritara a los
cuatro vientos mi relación con una ex – narcotraficante?
No, era mejor así, por mucho que tuviese que lidiar cada día con aquel
desconcertante deseo de volver a verla, de sentir el tacto sedoso de su piel o
de escucharla suspirar contra mi oído mientras mi cuerpo se estremecía de
puro placer. ¡Dios santo!, tenía que dejar de pensar en esas cosas. Es más,
tendría que dejar de pensar en cualquier cosa relacionada ella. El problema
estribaba en que era más fácil decirlo que hacerlo.
– ¿Qué planes tienes para este sábado? – pregunté entonces tratando de dar
un giro a la conversación y alejar de mi mente aquel tema que solo me
causaba un nudo molesto en el fondo del estómago.
– Más vale que no preguntes lo que no quieras saber – contestó Mel con
una sonrisa pícara que me hizo comprender al instante cuáles iban a ser sus
planes para ese día.
– ¿Otra vez Diego…? – inquirí algo sorprendida. Sabía que aquellos dos
habían tenido alguna que otra cita, pero tenía la esperanza de que el idilio
no se alargarse mucho más. En el fondo me sentía un poco culpable de que
se hubiesen conocido por mi causa.
– Sí, otra vez él – admitió ella dando vueltas a su botella de agua mineral
con gas hasta hacerla tambalear peligrosamente sobre la mesa. – ¡Y no me
vengas con sermones de que no me conviene, por favor, que ya soy
mayorcita!
– ¡Tú verás lo que haces!, yo no te voy a decir nada más. Como bien dices,
eres mayorcita.
– ¡Mejor así! Por cierto, hoy estoy libre... Podríamos salir juntas y quemar
la noche. Han abierto un sitio nuevo en el centro que me gustaría conocer.
– ¡Uf!, justo hoy he prometido a mis padres que cenaría con ellos –
contesté frunciendo el ceño en un ademán involuntario. Desde que mis
queridos y pesadísimos progenitores habían puesto un pie en la isla, mi vida
social se había convertido en una quimera. – Tendré que llevarlos a algún
sitio que no esté mal…
– ¿Cómo llevas la visita?
– Digamos que se me está haciendo un poco interminable, ¡no me dejan un
minuto libre!
– Oh, vamos, ¡si tus padres son encantadores! – exclamó Mel en tono
recriminatorio. – Conmigo fueron simpatiquísimos el otro día.
– Para un ratito serán simpáticos, pero luego…, ¡aguántalos todo el día! –
me lamenté antes de dar un sorbo a lo que quedaba de mi café, ya frío, y
arrepintiéndome en el acto de mi gesto. – Mi madre está pesadísima con
todo lo que tenga que ver con mi vida personal y mi padre no deja de
recordarme que estoy a tiempo de volverme a Madrid y ejercer como
abogada.
– ¡Joder con tu padre!, ¿todavía sigue con eso?
– Todavía…
– A los padres no hay quien los entienda. Si por los míos fuera, todavía
estaría viviendo en el pueblo repartiendo barras de pan en el negocio
familiar y aburriéndome como una ostra.
– ¡No te veo yo de panadera! Eres demasiado movida – comenté en tono
de burla tras echar un rápido vistazo a mi reloj de pulsera. Era hora de
volver al trabajo si pretendía irme a casa a mi hora.
– ¡Ni yo a ti de abogada! Eres demasiado íntegra – replicó ella, riendo,
mientras se levantaba dando por finalizado el café del medio día.
El resto del día transcurrió sin pena ni gloria, aunque una extensa reunión
con Arribas a última hora de la tarde terminó por provocarme dolor de
cabeza. El comisario había cumplido su palabra nombrándome
subinspectora tras cerrar la operación Pantera, pero el nivel de exigencia al
que me tenían sometida aquellos dos empezaba a desesperarme. Esperaba
que se relajasen de una vez y me dejasen trabajar en paz.
Rondaban ya las ocho de la tarde cuando llegué a casa. Me duché y me
cambié con rapidez antes de recoger a mis padres en el hotel y poner rumbo
al restaurante que había elegido para la cena. Aquel pequeño ritual que
repetíamos prácticamente todas las noches me empezaba a resultar
agotador. Si se llegan a quedar un par de semanas más, acaban conmigo.
CAPÍTULO 23.
DIANA.
– Entonces, ¿a qué te dedicas exactamente? – preguntó Alejandra con
gesto interesado sin dejar de juguetear con la carta que nos había entregado,
minutos antes, el ceremonioso maître de aquel restaurante tan chic al que
había insistido la rubia en invitarme.
– A las inversiones inmobiliarias – respondí sonriendo, sin faltar un ápice
a la verdad, aunque sin intención de entrar en detalles. No me sentía del
todo cómoda hablando de mis ocupaciones laborales por mucho que de un
tiempo a esta parte me hubiese convertido en una respetable ciudadana y
fiel cumplidora de la ley. – ¿Y tú? – pregunté a mi vez, más por cortesía que
porque de verdad me interesara a lo que se dedicara mi bella compañera de
mesa.
– Soy profesora de infantil – aclaró dedicándome una sonrisa amable que
me hizo sentir un poco mal. Era consciente de estar allí tratando de olvidar
a quien se había convertido en la causa oficial de todos mis males y quizá
no fuese del todo justo dar alas a aquella chica tan simpática a la que
dudaba mucho que pudiera corresponder.
– Tiene que ser un trabajo de lo más interesante – comenté
identificándome en el acto con Pinocho, pues no había nada que me
pareciese más aterrador que dedicarse a dar clase a un grupo de pequeños
monstruos de la edad de Paula.
– No sé por qué, pero algo me dice que no envidias mi trabajo – replicó mi
acompañante antes de soltar una risita divertida y desplazar la mirada por
mi rostro, de los ojos a los labios, en un movimiento triangular. La chica era
atractiva y no tenía un pelo de tonta, y por primera vez pensé que de haberla
conocido en otro momento la cosa podría haber sido bien diferente. ¿En qué
momento se me había ocurrido enamorarme de nadie?
– Digamos que prefiero tratar con adultos, aunque tienes toda mi
admiración, desde luego.
– ¿Saben ya lo que van a querer? – interrumpió el maître, que apareció
casi de la nada y me provocó un micro infarto que me hizo dar un respingo
sobre el asiento mientras me llevaba inconscientemente la mano al costado
derecho en busca de un revólver inexistente. ¿Cuándo conseguiría quitarme
ese gesto?
– Sí, lo sabemos – contestó Ale tras dirigirme una mirada interrogativa a la
que yo respondí asintiendo levemente con la cabeza.
Hicimos nuestros pedidos e iniciamos una conversación animada que,
contrariamente a lo que podría esperarse para una primera cita, no decayó
en momento alguno. El local, iluminado por velas dispuestas de forma
estratégica por las mesas y ambientado con una música suave, destilaba una
atmósfera tranquila y romántica que inducía a relajarse y a beber el vino
blanco que habíamos pedido por recomendación del atento maître.
Al llegar a los postres me sentía a gusto y relajada, y una parte de mi
mente barajaba seriamente la posibilidad de acabar la noche acompañada de
aquella simpática y divertida mujer con la que compartía mesa. Fue
entonces cuando escuché una voz familiar que me hizo mirar a mi alrededor
con gesto de sorpresa en busca de su procedencia. Mi corazón se disparó al
localizar a Verónica sentada a un par de mesas de distancia y acompañada
de una pareja de mediana edad y aspecto elegante que tenían toda la pinta
de ser sus padres. Estaba impresionantemente guapa, con un vestido blanco
de verano que realzaba su bronceado y el pelo recogido en una frondosa
coleta que le caía, ondulante, hasta mitad de la espalda.
– ¿Pasa algo? – preguntó Ale girando un poco la cabeza y siguiendo la
dirección de mi mirada.
– No – negué, dubitativa – es solo que acabo de ver a una… conocida.
– ¿Esa del vestido blanco?
– Esa.
– ¿Y cómo de conocida es…?
– Digamos que bastante, aunque…– me interrumpí sin saber muy bien
cómo continuar – ahora forma parte de mi pasado – agregué obligándome a
retirar la mirada de una Verónica todavía desconocedora de mi presencia
allí.
– ¡Entiendo! – exclamó mi acompañante con expresión comprensiva. – No
tienes del todo mal gusto…
– Lo que no tengo es el don de la oportunidad.
– ¿Por qué lo dices?
– Es una larga historia; quizá te la cuente otro día.
– ¡Como quieras!, pero te aviso de que tu conocida nos acaba de ver y por
poco se queda bizca, aunque ahora trate de disimular.
– ¡Ignorémosla!
– Me parece una idea magnífica…

VERÓNICA.
– Vero, ¡que te estoy hablando!, ¿quieres que compartamos un entrante?
La voz de mi madre llegó hasta mí como un ruido tremendamente molesto
mientras yo fingía leer la carta del menú con atención.
– ¿Cómo dices?
– ¡Niña!, es la tercera vez que tu madre te pregunta lo mismo, ¿estás tonta
o qué te pasa? – intervino mi padre con su habitual sutileza. No era de
extrañar que su apodo en el mundo judicial fuese “el Ogro”. Aquel mote le
iba como anillo al dedo.
– Perdona mamá, estaba distraída mirando la carta – me excusé –. Pide lo
que quieras y compartimos, sí. ¡Y tú, papá, deja de llamarme “niña”, que
tengo casi treinta años!
– Creo que voy a pedir el entrecot de la casa – anunció mi padre ignorando
mi comentario y haciendo una seña al camarero para que se acercara a
nosotros. Yo había perdido el apetito por completo y pedí lo primero que se
me ocurrió tratando con todas mis fuerzas de no mirar hacia la mesa de la
esquina, esa en la que estaba sentada Diana con una rubia bastante guapa
que no dejaba de observarla con gesto embelesado. No me extrañaba. Diana
estaba deslumbrante, he de admitirlo, con su densa melena perfectamente
peinada y esa expresión de confianza en el rostro de quien sabe que su
belleza atrae las miradas ajenas.
Creo que jamás había sentido con anterioridad esa mezcla de tristeza,
enojo y frustración que experimenté en aquellos precisos momentos, ni
tampoco el espantoso nudo en el estómago que amenazaba con hacerme
vomitar todo lo que me entrara por la boca. ¡Dios!, ¿por qué se le había
ocurrido a aquella idiota ir a cenar precisamente allí?, ¿y quién era esa
especie de Barbie de aspecto sexi a la que, por alguna siniestra razón, me
apetecía estrangular con mis propias manos?
La cena se convirtió en una especie de pesadilla en la que mis padres no
dejaban de hablar tratando de integrarme en una conversación que ni me
importaba ni era capaz de seguir. Toda mi atención se centraba, muy a mi
pesar, en lo que ocurría a un par de mesas de distancia.
Me sorprendió la indiferencia que Diana demostraba hacia mí, pues no se
dignó a mirar ni una sola vez hacia donde yo me encontraba. ¿Podría ser
que no me hubiese visto? No, imposible. Aquella estúpida sabía de sobra
que yo estaba allí, por supuesto. Admito que su actitud me afligía, aunque
más me dolía cada vez que la veía reír divertida por los comentarios de la
rubia. ¡Condenada Barbie!, ¡ojalá se la llevaran los demonios!
– ¡Vero!, ¿no te gusta la ensalada? – inquirió mi madre interrumpiendo por
un momento el hilo de mis envenenados pensamientos. ¿Qué me estaba
pasando? – ¡Te has dejado la mitad!
– No tengo mucha hambre esta noche.
– ¡Tonterías! – exclamó mi padre señalando con el tenedor mi plato con
gesto autoritario – ¡Haz el favor de comer, que estás delgadísima! No sé qué
os pasa a las mujeres hoy en día con la comida. ¡Tanta obsesión con el
pollo, la ensalada y el gimnasio no puede ser buena!
– Claro, es mejor hacer como tú y echar barriga, papá, ¡di que sí! –
contraataqué volcando mi ira sobre él, que me observó con gesto
contrariado antes de replicar:
– ¿Se puede saber qué te pasa esta noche? No abres la boca salvo para
decir sandeces.
– No me pasa nada, solo estoy un poco cansada. Esta semana he tenido
mucho trabajo.
– No me extraña, ¡con ese trabajo de infierno que tienes!
– ¡Fernando!, no empieces otra vez con eso, por Dios, ¡mira que eres
pesado! – le recriminó mi madre con una mirada asesina. – ¡Tengamos la
fiesta en paz!
– Es verdad, papá, tienes una manía persecutoria con ese tema de hacértelo
mirar – apuntalé yo colocando el cuchillo y el tenedor en paralelo sobre mi
plato y apartándolo ligeramente de mí. Apenas había probado bocado, pero
mi estómago, en clara rebeldía, me impedía comer más.
– ¡Está bien, está bien! – cedió mi padre levantando las palmas de la mano
en señal de rendición antes de concentrarse nuevamente en terminar su
espléndido entrecot a la pimienta – No diré nada más sobre ese tema. Si te
empeñas en trabajar en algo mal pagado y que, encima, es para hombres,
¡allá tú!
– ¡Fernando!
– ¡Menos mal que lo ibas a dejar ya, papá!
– Como quieras, ¡cambiemos de tema entonces! – dijo fijando su mirada
en mí con expresión pensativa durante unos instantes – Tu madre y yo nos
preguntamos si estás saliendo con alguien aquí…
¡Jesús!, casi prefería volver al tema de mi carrera profesional. ¿Qué
diablos estaba pasando aquella noche?, ¿por qué el universo parecía
confabularse contra mí?
– Pero si ya le dije el otro día a mamá que no – aclaré con voz cansina sin
poder evitar que mis ojos se desviaran, de nuevo, a la mesa del rincón.
– Ya, pero conmigo no lo has hablado, ¿no estás con nadie, entonces? –
insistió él con gesto intrigado antes de llevarse el último trozo de su bistec a
la boca.
– ¿Otra vez?, ¡que no!
– Pero si estuvieses con alguien, ¿sería con un hombre o una mujer? –
continuó mi padre con aquel improvisado interrogatorio, incapaz de
abandonar la esperanza, quizá, de que en algún momento pudiera volver al
redil de la siempre ortodoxa heterosexualidad.
– Fernando, ¿quieres dejar de preguntar tonterías? – intervino mi madre en
tono agrio acudiendo a mi rescate. – Ya sabes que a Vero le gustan las
chicas.
– Bueno, yo solo preguntaba. ¡Lo mismo había cambiado de opinión!
– Es cierto, papá, ¿quién sabe? ¡Lo mismo tú también cambias de opinión
y te empiezan a gustar los hombres! – dije con bastante mala idea y
consiguiendo que a mi padre se le fuera el trago de agua por el lado malo y
comenzara a toser, atragantado, sin dejar de lanzarme miradas furibundas.
Deseé que aquella especie de tortura culinaria terminase cuanto antes para
poder irme a casa, encerrarme en mi habitación y rumiar la rabia que se
había adueñado de mi persona desde el mismo momento en el que había
divisado a Diana acompañada por esa rubia peligrosamente atractiva.
Siempre he detestado los celos, tanto los propios como los ajenos, pero he
de admitir que aquella presión que sentía en mitad del pecho impidiendo al
oxígeno llegar con normalidad a mis pulmones era nueva para mí.
Estuve a punto de fingir un repentino dolor de cabeza para evitar los
postres y acelerar la cena, pero cuando vi que Diana se levantaba de su
mesa y se disculpaba con su acompañante para dirigirse a los lavabos, me
faltó tiempo para excusarme a mi vez con mis padres y seguirla hasta el
fondo del restaurante.
La encontré apoyada contra uno de los lavabos en actitud relajada, como si
estuviera esperando tranquilamente mi llegada. Aquello me enfureció aún
más. Odiaba ser tan previsible, sobre todo ante ella.
– ¡Hola! – saludó con una sonrisa burlona en cuanto cerré la puerta de los
aseos a mis espaldas.
– Hola – le devolví el saludo en un tono de voz algo fúnebre y
agradeciendo internamente que no hubiese nadie más en los lavabos en esos
momentos.
– No sabía que te gustara este restaurante.
– En realidad es la primera vez que vengo, pero mis padres habían oído
hablar del sitio y les apetecía venir – aclaré acercándome a ella un par de
pasos, pero sin dejar de mantener una prudente distancia.
– Te pareces a ellos… Tienes un aire a ambos.
– No sé si eso es bueno o malo.
– ¿Cómo estás? – inquirió entonces ignorando mi comentario y sin dejar
de mantener un contacto visual conmigo, intenso y directo, bastante
incómodo.
– Bastante bien – contesté obligándome a mantenerle la mirada sin apenas
pestañear. – ¿Y tú?, te veo bien acompañada – agregué tratando de indagar
sobre lo que me llevaba martirizando durante toda la cena.
– Estoy bien también… – respondió ella ladeando ligeramente la cabeza
sin dejar de examinarme, como si quisiera valorar con atención mi reacción
a sus palabras.
Yo permanecí inmóvil unos segundos a la espera de que ella dijera algo
más, pero no lo hizo. Su actitud fría y burlona me inducía a pensar que
estaba disfrutando del momento, aunque, en el fondo, ¿quién era yo para
reprocharle que me hubiese sustituido tan exitosamente en tan corto espacio
de tiempo? Ni era su novia ni lo pretendía ser, por lo que nada que decir.
Aun así, la odié con toda mi alma mientras sentía que la adrenalina se
desplazaba con fuerza por mi corriente sanguínea.
Me lavé las manos tratando de aparentar indiferencia y abandoné los baños
no sin antes despedirme con un seco “buenas noches”. Después regresé a mi
mesa y terminé la cena obligándome a no mirar más allá del metro cuadrado
que me rodeaba. Cuando nos trajeron la cuenta, una vez acabados los
postres, no quedaba rastro de Diana ni de la rubia en todo el restaurante.
Volví a casa acompañada de una desesperante sensación de impotencia.
Me dolía la mandíbula de tanto apretarla y tenía ganas de matar a alguien
solo de imaginar a Diana besándose con otra mujer. Tuve el absurdo
impulso de llamarla e interrumpir su cita, pero mi orgullo me lo impidió.
Además, probablemente se encontraría ya en brazos de aquella Barbie de
larga melena, y en lo último en lo que pensaría sería en mí. Debía olvidarme
de ella de una vez por todas.
Me acosté sabiendo a ciencia cierta que aquella noche no pegaría ojo.

DIANA.
– Entonces, ¿seguro que no quieres subir a casa a tomar algo?
La pregunta de Alejandra quedó suspendida en el aire durante unos
segundos mientras yo acariciaba inconscientemente el suave volante del
coche sopesando, por segunda vez, la tentadora proposición.
– Lo siento, no puedo. En otra ocasión, quizá – rechacé de nuevo la oferta,
incapaz de seguir adelante con la cita sin eliminar previamente de la mente
la imagen de una Verónica grabada a fuego en mi retina.
– ¿Tiene algo que ver con la conocida del restaurante?
– Puede ser – admití con voz queda sin querer entrar en detalles.
– Entendido… – musitó ella suspirando con resignación. – Si alguna vez
cambias de idea, ¿me llamarás?
– Por supuesto.
– Pero no tardes mucho, ¿vale? – dijo entonces tomándome de la barbilla
para depositar un suave beso sobre mis labios que me pareció más fraternal
que otra cosa. Después salió del coche cerrando la portezuela del copiloto
con exquisito cuidado y entró en el portal de su casa sin mirar atrás. Yo la
seguí distraídamente con la mirada hasta que desapareció de mi campo
visual y permanecí unos minutos reflexionando antes de decidirme a
materializar la idea que llevaba un buen rato rondando por la cabeza.
Escribí la dirección de Verónica en el sofisticado navegador del vehículo y
arranqué el motor para incorporarme al escaso tráfico nocturno. Nunca
había estado en su casa y dudaba mucho de que fuese buena idea aparecer
así, sin avisar y a esas horas de la noche, pero comprendí que ya nada ni
nadie podría hacerme cambiar de idea. Necesitaba hablar con ella y
averiguar si la actitud distante y apática con la que me había tratado durante
el breve diálogo mantenido en los lavabos del restaurante era real o, por el
contrario, no era más que una pose con la que esconder sus verdaderos
sentimientos hacia mí. ¿Le había molestado verme en compañía de
Alejandra? Intuía que sí, aunque ¿se trataba de pura vanidad o había algo
más? Una incógnita más que resolver.
Tardé menos de quince minutos en llegar al edificio de piedra blanca
donde vivía la subinspectora y aparcar el coche en la acera de enfrente. El
aire estaba impregnado de una temperatura suave y agradable, y los escasos
peatones que paseaban por la calle eran, en su mayoría, veinteañeros
ruidosos en busca de fiesta. Un hombre con gesto somnoliento salió en ese
momento del portal y yo aproveché para colarme dentro tras saludar con un
formal y correcto “buenas noches”.
Subí las escaleras hasta la tercera planta y me tomé un tiempo antes de
decidirme a llamar al timbre del piso de la izquierda tras recordar aquel dato
del expediente que en su momento leí sobre Verónica. Esperaba que mi
memoria no me fallase, pues equivocarme de casa a aquellas horas de la
noche no parecía del todo buena idea, desde luego.
Esperé unos segundos en medio de un silencio sepulcral. El aire parecía
llenarse de pura expectativa mientras mis pulsaciones se aceleraban. ¿Cómo
reaccionaría Verónica ante aquella inesperada visita? Las dudas me
carcomían. Por un instante consideré que la vida atesoraba grandes
paradojas, pues ahí estaba yo, con el corazón en un puño por una cuestión
puramente emocional que en otro tiempo hubiese considerado del todo
banal. ¿Dónde estaba la Diana de sangre fría y nervios de acero que se
había enfrentado a peligros tan reales como la cárcel, la traición, la tortura o
incluso la muerte? Admito que en esos momentos la eché de menos.
Unos pasos acercándose al otro lado de la puerta interrumpieron el hilo de
mis pensamientos. De inmediato recoloqué la postura al tiempo que me
forzaba a esbozar una sonrisa cautivadora.
Esperaba no tener que irme de allí con el orgullo dañado y el corazón roto.

VERÓNICA.
¿Se puede saber quién diablos llamaba al timbre de mi casa a la una y
media de la madrugada?, ¿sería otra vez la vecina del cuarto, requiriendo mi
ayuda para controlar al descarado adolescente que tenía por hijo? El hecho
de que los vecinos supiesen que era subinspectora de policía tenía sus
inconvenientes, desde luego.
Avancé descalza por el estrecho pasillo del piso agradeciendo, en el fondo,
la aparición del inesperado visitante. Me empezaba a cansar de dar vueltas
por la cama intentando conciliar un sueño que, rebelde, se resistía a llegar.
Aproximé el rostro cautelosamente contra la mirilla de la puerta principal y
mi sorpresa fue monumental. Abrí la puerta, todavía perpleja, para
encontrarme cara a cara con una Diana que me miraba con una sonrisa
perversa, como si no tuviese la más mínima duda de que el insomnio que
me dominaba fuese por su causa.
– ¿Qué haces aquí…? – pregunté tras obligarme a reaccionar y
apartándome un poco para permitirle la entrada.
– Bueno, conducía de regreso a casa y he pensado en hacerte una visita –
respondió con aplomo, como si el hecho de venir a verme a esas horas
intempestivas, después de haber estado haciendo vete tú a saber qué con la
Barbie aquella, fuese lo más normal del mundo.
– ¿A estas horas?
– Tampoco es tan tarde…
– ¿Y tu amiguita?, ¿te ha dado calabazas o qué? – inquirí tratando de que
la ira que comenzaba a bullir en mi interior no se reflejara en mis palabras.
Jamás había protagonizado una escena de celos y no quería, bajo ningún
concepto, que aquella fuese la primera vez.
– ¡En absoluto! – negó alzando las cejas en un gesto bastante chulesco que
consiguió irritarme todavía más. – Pero no es ella quien en verdad me
interesa… – matizó a continuación, consiguiendo que mi corazón empezase
a bombear sangre a un ritmo frenético.
– Ah, ¿no?
– Sabes que no.
¿Cómo se suponía que debía actuar? Pensé en algo ocurrente que decir,
pero mi cerebro parecía por completo paralizado, ocupado tan solo en
apreciar, una vez más, la extraordinaria armonía del rostro de la colombiana
y el pestañeo grácil y lento con el que parecía ocultar al resto de los
mortales un secreto conocido solo por ella.
– ¿A qué has venido exactamente, Diana? – pregunté entonces tras
recolocarme la camisa del pijama con calma, como si su presencia no me
afectara lo más mínimo.
Ella se aproximó peligrosamente hacia mí antes de decir:
– ¿Tú qué crees…?
Estábamos tan cerca que podía aspirar el olor de su cuerpo,
seductoramente familiar, lo que me provocó una violenta sacudida interior
que traté por todos los medios de ignorar. Ella debió de percibirlo de alguna
manera, pues me dedicó una sonrisa cautivadora que amenazó con derretir
el poco autocontrol que aún conservaba. Deseaba besarla como el que
anhela beber de una jarra de agua fresca tras un largo periodo de tiempo
atormentado por la sed, pero la imagen de la rubia, todavía fresca en mi
memoria, consiguió detener mis impulsos durante unos segundos más.
– No creo que esto sea buena idea…– susurré. Notaba el calor de su
aliento sobre mi cara como una caricia suave y enloquecedora.
– Pues a mí me parece una idea increíblemente buena – respondió ella,
susurrando también, tras fijar la vista en mis labios con expresión de deseo.
Por un instante maldije mi incapacidad para resistirme a los innegables
encantos de aquella discípula de Belcebú, pero después, incapaz ya de
silenciar por más tiempo mi propio anhelo, la agarré con fuerza de las
muñecas y la atraje hacia mí cegada, a partes iguales, por la rabia y el
deseo. Ella no opuso resistencia; sencillamente se dejó llevar, apretándose
contra mí hasta fundirnos en un beso intenso que pronto se convirtió en una
danza armoniosa con vida propia.
Minutos después la guie hacia el dormitorio sin separar mi boca de la suya
mientras nos quitábamos la ropa con urgencia desesperada; cuando la
empujé contra la cama de un movimiento brusco, ya estábamos desnudas de
cintura para arriba. La habitación destilaba puro fuego y el aire que
respirábamos se impregnaba de una sensualidad apabullante.
Por un momento nos detuvimos a miramos a los ojos con complicidad,
como si de alguna manera quisiéramos ralentizar la experiencia. Su mirada
brillaba bajo la suave penumbra de la noche y sus labios se entreabrían en
un gesto lleno de voluptuosidad. Era la imagen más sexi que había visto en
toda mi vida.
Terminamos de desvestirnos sin dejar de acariciarnos, explorando
mutuamente cada rincón y cada curva de nuestros cuerpos. Presionábamos
los labios con fuerza, liberando una pasión apenas contenida y sin intención
de disimular el sentimiento de posesión que nos invadía. Al tenderme sobre
ella, apreté las caderas contra su cuerpo enredando mis piernas entre las
suyas. Enseguida sentí la humedad de su sexo bajo mi muslo y comenzamos
a movernos a un ritmo inicialmente lento que se fue intensificando a
medida que pasaban los segundos. Cuando me aparté lo justo para posar la
mano en su entrepierna y alcanzar a tocarla, ella aprovechó para imitar mi
gesto.
– Veo que tenías ganas de verme… – comenté en tono socarrón con una
sonrisa.
– Te podría decir lo mismo – respondió sosteniéndome la mirada tras
soltar una breve carcajada que se me antojó lo más seductor que podría
escuchar a este lado del hemisferio.
La acaricié con suavidad, primero por fuera, con movimientos circulares y
lentos, hasta que hice resbalar mis dedos dentro de ella. Notaba su
respiración cada vez más agitada, lo que me transmitía una extraña
impresión de dominio y de íntima posesión que me hizo querer más.
Comprendí que, de alguna forma, necesitaba sentir que era mía.
– Necesito más… – susurró ella con voz ronca en una muda súplica que
contribuyó a humedecer más, si eso era posible, la zona de mi entrepierna.
Yo obedecí sin detener el movimiento de mi mano, descendiendo por su
cuerpo y dejando un reguero de besos hasta llegar a su pubis. Ella se
retorció de placer al notar la calidez de mi lengua en su zona íntima,
atrayéndome con delicadeza hacia sí con las manos enredadas en mi pelo.
Las sutiles indicaciones que me daba presionando con sus dedos finalizaron
con una serie de largos espasmos tras alcanzar el clímax.
Todavía con la respiración agitada, y sin haberme dado casi tiempo a
reubicarme a su lado, Diana buscó mi boca con la suya mientras colaba la
mano entre mis muslos. Después introdujo el dedo corazón en mi interior de
un movimiento firme y delicado que me hizo liberar un gemido
involuntario. La excitación acumulada me jugó una mala pasada y, casi sin
poder evitarlo, me abandoné a un orgasmo intenso y descontrolado al
tiempo que ella presionaba su mano contra mi sexo en un intento de
prolongar el momento.
– ¿Ya...? – preguntó Diana arqueando una ceja en ademán burlón.
– Sí, ¡ya! – admití – pero que no se te suba demasiado a la cabeza, ¡me has
pillado desprevenida! – bromeé acariciándole el puente de la nariz.
– ¡Ya! La culpa es de la logística… Intentaré llamar antes la próxima vez –
ironizó atrapando mi mano para besar una por una las yemas de los dedos.
Podía vislumbrar su sonrisa, franca y deslumbrante, a pesar de la penumbra
que inundaba la habitación y, por un instante, deseé detener el tiempo y
congelar ese momento en el que nos mirábamos con fijeza compartiendo un
silencio solemne, ajenas al mundo exterior. Fue entonces cuando, quizá por
primera vez, me planteé con franqueza la cuestión que tantas veces había
eludido en los últimos tiempos: ¿estaba enamorada de Diana Salazar?
Puede que fuese hora de dejar de negar lo evidente y admitir que la
respuesta a mi pregunta era un rotundo sí.
Aquella innegable y reciente certeza me llevó a considerar una nueva
cuestión: ¿estaría Diana también enamorada de mí?
Quizá solo me viese como un capricho curioso, una anécdota que recordar
dentro de su devenir amoroso. Reconozco que semejante posibilidad me
provocó una incómoda presión en el pecho que me hizo remover inquieta
en el sitio hasta que ella me abrazó amoldando su cuerpo al mío. ¡Dios,
mío!, ¿dónde me estaba metiendo? Además ¿qué tipo de pareja
formaríamos?, ¿la recién nombrada subinspectora de policía del
departamento de narcóticos y la extraficante retirada, o eso quería hacerme
creer, pero nunca arrepentida de su pasado? Parecía el argumento de una
telenovela de bajo coste.
Permanecimos unos minutos en silencio mientras yo analizaba la espinosa
cuestión desde distintas perspectivas y exploraba sus posibles
implicaciones. Dudaba mucho de que en un futuro pudiese llegar a sentir
algo de semejante intensidad, sin mencionar que no me veía capaz de
librarme de la ambivalencia emocional en la que me había instalado, con
aquellos sentimientos tan contradictorios y descontrolados.
– ¿En qué piensas? – inquirió Diana con expresión intrigada.
– En nada – mentí – no pienso nada – reiteré, incapaz de compartir unos
pensamientos que me costaba asimilar.
Ella fijó la vista en el techo con el ceño ligeramente fruncido, como si
también estuviese lidiando con una idea especialmente inquietante. Por un
momento cogió aire como si fuese a decir algo, pero no llegó a pronunciar
ni una sola palabra. En su lugar, se acurrucó en mi pecho y yo la rodeé con
mis brazos para luego quedarnos profundamente dormidas.

DIANA.
Las persianas a medio cerrar del dormitorio permitían que la luz del sol se
filtrase con sutileza al interior, creando un juego de sombras y destellos
dorados que danzaban sobre las paredes convirtiendo la estancia en un
refugio tranquilo del que no me apetecía, ni muchísimo menos, escapar.
Llevaba un rato sentada a los pies de la cama observando dormir a
Verónica y sin pensar en otra cosa más que en la increíble firmeza de la
línea de su mandíbula, la expresión de abandono de su rostro o el contorno
de su cuerpo desnudo bajo las sábanas. Cuando me sentí incapaz de resistir
más tiempo sin tocarla, me acerqué a ella gateando sobre la cama hasta
besar su cuello con toda la delicadeza de la que fui capaz. Ella tardó unos
segundos en abrir los ojos y enfocarlos hacia mí con expresión somnolienta.
– Buenos días… – susurró esbozando una sonrisa perezosa.
– Buenos días.
– Soñaba que una mujer perversa llamaba a la puerta de mi casa en plena
noche para colarse en el interior y arrastrarme hasta la cama a hacerme todo
tipo de actos licenciosos.
– ¿Actos licenciosos? – repetí soltando una carcajada y apartándole un
mechón de pelo rebelde del rostro.
– Sí, muy licenciosos.
– ¿Y tú no colaborabas en ellos?
– ¡En absoluto! Yo no era más que una víctima inocente – aclaró ella
acariciando mi barbilla con gesto cariñoso.
¡Que todos los días del resto de mi vida comenzaran así, por favor!
Abrí la boca para realizar una contrarréplica ingeniosa, pero el sonido del
timbre proveniente de la entrada del apartamento me lo impidió.
– ¡Dios, debe de ser mi padre! – exclamó Verónica con voz alarmada antes
de levantarse de un salto de la cama y rebuscar entre su ropa para ponerse lo
primero que encontró a mano. – ¿Qué hora es?
– Las diez y media pasadas – respondí comenzando a vestirme también de
forma apresurada y sintiéndome como una adolescente a la que han pillado
en falta. – ¿Se puede saber qué demonios hace tu padre aquí a estas
horas…?
– A veces viene para hacer running conmigo por la playa. ¡No me
acordaba de que habíamos quedado hoy! – explicó cogiendo nerviosamente
un cepillo de la cómoda y pasándoselo por el pelo en un vano intento de
poner en orden su desordenada cabellera, muy perjudicada por el encuentro
de la noche anterior. – ¡Esto me pasa por meterme con su barriga!
– No me preguntes por qué, pero no me imaginaba a un juez haciendo
deporte… – bromeé tratando de relajar el ambiente y maldiciendo por lo
bajo al inoportuno papaíto. Aún no lo conocía, pero ya le estaba empezando
a coger manía.
– Ahora me arrepiento de haberle animado a hacerlo – se lamentó ella
calzándose unas zapatillas de running. – Lo mejor es que intente librarme
de él. Tú espera aquí, que ahora vuelvo – agregó antes de salir de la
habitación cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.
Cuando regresó, minutos después, se encontró el cuarto algo más recogido
y la cama hecha. Yo había aprovechado también para terminar de vestirme
y, de paso, curiosear un poco por la habitación tratando de conocer un poco
más a fondo a mi anfitriona.
– Le he dicho que se vaya adelantando, que iré en un rato – me informó en
tono de disculpa tras introducir las manos en los bolsillos traseros del
pantalón con ademán inquieto. Su lenguaje corporal revelaba una distancia
emocional que no estaba minutos antes. ¿Qué demonios había pasado? De
nuevo renegué para mis adentros de aquel condenado juez y de su nefasta
idea de aparecer por allí para arruinarme la mañana.
– No te preocupes, yo también tengo cosas que hacer– mentí adoptando un
tono despreocupado y esperando que fuese ella quien plantease la
posibilidad de vernos más tarde.
– ¿Quieres desayunar algo antes de irte? – ofreció sin mucho
convencimiento. La conexión afectiva de la noche anterior había
desaparecido por completo, como si una barrera invisible hubiese surgido
de la nada dividiendo en dos mitades el espacio de aquella habitación. ¿Por
qué se comportaba con tan repentina frialdad?
– No, no tengo hambre – contesté sin faltar un ápice a la verdad. De pronto
sentía el estómago un poco revuelto. – Mejor me voy a casa…
– Espera, te acompaño.
Me dirigí a la puerta principal sin añadir palabra, preguntándome si lo
ocurrido la noche anterior no habría sido más que un espejismo absurdo.
Aquella estúpida pretendía dejarme ir sin intentar aclarar antes la situación
en la que nos encontrábamos.
– ¿De verdad vas a dejar que me vaya así…? – no pude evitar inquirir
finalmente tras girar el cuerpo para encararla con gesto de sorpresa.
– ¿Así cómo? – preguntó ella removiendo los hombros con nerviosismo,
como si de pronto no tuviese ni idea de cómo manejar la situación.
– ¡Señor, dame paciencia! – exclamé fijando por un instante la vista en el
techo con desesperación. – Vamos a ver, guapita, ¿a ti qué demonios te
ocurre? – agregué, furiosa – ¿te despiertas acariciándome la cara para
después invitarme, sutilmente, a que me vaya de tu casa?
– No te estoy invitando a que te vayas – respondió ella desviando la
mirada.
– ¡Ya! – exclamé con cierto retintín –. Y lo de anoche, ¿significa algo para
ti?
– Yo no te pedí que vinieras…
– No te he preguntado eso – insistí. Necesitaba respuestas, y las necesitaba
ya. La noche anterior había estado a punto de sincerarme y revelar mis
sentimientos hacia ella, pero mi instinto, o quizá el miedo al rechazo, me lo
impidieron. Debería haber sacado el tema entonces, en la complicidad de la
cama, y no en mitad de aquel recibidor repleto de tensión.
Ella meditó por un momento su respuesta antes de admitir con un suspiro
de resignación:
– Sí, significa algo, por supuesto. Como comprenderás, no me voy
acostando con cualquiera.
– Bien – respiré con alivio. – Entonces, ¿qué te parece si me explicas, de
una vez por todas, lo que sientes hacia mí? – inquirí incapaz ya de
guardarme durante más tiempo aquella dichosa pregunta que tanto me
atormentaba.
– No se trata de lo que sienta o deje de sentir hacia ti, se trata de lo que
puedo, o no, permitirme tener contigo.
– ¿Siempre has tenido esa manía de no contestar a lo que se te pregunta?
– Solo cuando la pregunta es inconveniente – replicó cruzando los brazos
con un aire desafiante que, admito, me irritó. Me recordaba a un hermoso
felino que, acorralado, se prepara para atacar. Sus ojos, por lo general
expresivos y radiantes, poseían un matiz más oscuro, con las pupilas
ligeramente contraídas. Su mandíbula, tensa, revelaba un enfado que quizá
fuese más contra sí misma que contra mí. A pesar de ello, su atractivo era
innegable; era como si la intensidad de sus emociones añadiera una capa
adicional de complejidad a su belleza, creando un contraste intrigante entre
la furia y la elegancia.
– ¿Y se puede saber por qué es inconveniente esa pregunta?
– Oh, vamos, ¡Diana!, lo sabes perfectamente. Tú y yo jamás
podríamos…– se interrumpió por un instante, como si no supiese muy bien
qué palabras utilizar con exactitud – tú y yo jamás podríamos tener algo
serio, y lo sabes – concluyó frunciendo el ceño con expresión de
determinación.
– Nunca te he pedido matrimonio, que yo sepa – repliqué en un tono
burlón que incluso a mí me sonó ofensivo – ¡No te hagas ilusiones!
– Tranquila, ¡nunca he esperado eso! – contestó ella con una chispita de
furia en los ojos. ¿Le había molestado mi comentario? Apostaría a que sí. –
¿Qué es lo que quieres de mí, Diana?
– De momento me valdría con un poco de sinceridad por tu parte… –
respondí suavizando el tono y relajando los hombros – Olvídate por un
momento de mi apellido y mi pasado. Soy Diana, simplemente Diana. Con
honestidad, ¿qué sientes por mí?
Ella no contestó de inmediato. Fijó la vista en el suelo con gesto pensativo
durante unos segundos antes de decir:
– ¿Sabes?, nunca me has parecido una mujer a la que le preocupen
demasiado los sentimientos, ni los propios ni los ajenos.
– Las apariencias, a veces, engañan.
– Sí, pero otras veces no, y lo que se ve, es lo que hay.
– ¿Qué me quieres decir con esto…?
– No es tan difícil de entender. Has mencionado la palabra honestidad,
¿acaso sabes lo que significa?
– Quizá tú podrías enseñarme su significado, ¿quién mejor para hacerlo
que toda una agente de la ley? – repliqué enarcando las cejas con gesto
socarrón. Aquella estúpida me estaba empezando a poner nerviosa. Intuía
que sus sentimientos hacia mí eran más profundos de lo que dejaba
entrever, ¿tan importante era aquel rancio código moral por el que se regía y
que le impedía relacionarse conmigo con un poco de normalidad?
– No deberías burlarte de según qué cosas…
– Es que me empiezo a cansar de según qué cosas.
– Ese no es mi problema, aunque, ¿sabes lo que en verdad me gustaría?
– ¡Ilumíname, por favor!
– Me encantaría poder retroceder en el tiempo y que te convirtieses en otra
persona – dijo en tono reflexivo, como si no fuese la primera vez que
tuviese aquel extraño pensamiento – pero sé que eso es imposible – añadió
con un gesto de derrota que me exasperó.
– Creo que fue Homero quien dijo aquello de “dejemos que el pasado sea
solo eso: pasado”
– Me temo que no es tan fácil en este caso.
– A veces nos empeñamos en ver difícil lo que, en el fondo, no lo es tanto.
Ella apartó la vista de mi rostro para fijarla con atención en el anillo que
siempre llevaba en el dedo anular de la mano derecha, como si de pronto
hubiese algo fascinante que observar allí. Después, propuso con cierta
timidez:
– Quizá podríamos seguir viéndonos de vez en cuando, sin compromisos
ni complicaciones, y sin esperar nada más...
Admito que la oferta me resultó tentadora. La posibilidad de tener a
Verónica entre mis brazos, aunque fuese de aquella manera ocasional que
me proponía, me parecía infinitamente mejor que olvidarme de quien, para
mi desgracia, se había convertido en el objeto de mis anhelos más secretos.
Valoré la propuesta a toda velocidad mientras ella esperaba mi respuesta
con expresión intrigada, aunque la repentina sensación agridulce que se
apoderó de mí hasta impregnar cada partícula de mi cuerpo me empujó a
rechazarla con firmeza.
– Me conoces lo suficiente como para saber que soy una persona de todo o
nada.
– ¡Como quieras! – exclamó ella removiéndose inquieta en el sitio y
cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. Sus labios, que normalmente
se curvaban con gracia, se fruncían en un gesto que revelaba cierto
desconcierto. – Que sea nada, entonces.
– Muy bien, que sea nada – acepté con un sabor amargo en la boca – Lo
mejor es que me vaya – anuncié a continuación con contundencia. Mis
palabras resonaron con fuerza en el aire, rellenando el espacio existente
entre ambas. Aquello tenía toda la pinta de ser una despedida definitiva y,
por un efímero instante, me arrepentí de no haber aceptado sus condiciones,
pero mi orgullo, o quizá mi instinto, me contuvieron. Siempre he pensado
que para ganar al ajedrez es necesario sacrificar algunas piezas, aunque en
aquella ocasión tenía serias dudas de salir airosa de tan extraña partida.
– De acuerdo – asintió abriéndome educadamente la puerta y retirándose
un paso hacia atrás para permitirme el paso. – Dile a Paula que…– se
interrumpió con expresión dubitativa – ¡déjalo!, mejor no le digas nada.
Yo comprendí que no tenía intención de ver a la niña de nuevo, y creo que
fue aquel detalle lo que me desmoronó. El nudo formado en la base de mi
estómago amenazó con salir por la garganta, razón por la que me fui de allí
con toda la entereza de la que me vi capaz, bajando las escaleras de dos en
dos hasta llegar a la calle.
El fresco aire matutino me ofreció un alivio inmediato mientras que el
cielo, iluminado por un sol radiante, me recordó la amplitud de un mundo
que iba mucho más allá de todo lo que se pudiese relacionar con aquella
imbécil integral y su odioso sentido del honor.
Me dirigí al coche con la cabeza en plena ebullición. Cada uno de mis
pasos resonaba con fuerza en mis oídos enfatizando la introspección del
momento. Necesitaba tiempo. Tiempo para pensar y, sobre todo, tiempo
para olvidar. Siempre me había gustado ser la autora de mi propia historia y
así debía volver a ser.
Conduje con los ecos del rechazo resonando en mi mente como un mantra
caprichoso y molesto. Cada recuerdo compartido y cada palabra
pronunciada se volvieron una dualidad dolorosa de lo que podría haber sido
y lo que nunca llegaría a ser. ¿Cuándo diablos se me había ocurrido la
absurda idea de enamorarme?, aunque ¿acaso una puede negarse a caer en
esa especie de abismo emocional llamado amor? Me temía que no.
Recorrí los últimos kilómetros que quedaban hasta llegar a mi casa
escuchando a todo volumen “Unstoppable” de Sia.
Una canción muy adecuada para aquel momento, sin duda.
CAPÍTULO 24.
Mes y medio después.
VERÓNICA.
– ¡Vero!, ¿quieres otra copa? – la voz de Adrián, un tipo alto y de sonrisa
contagiosa recién incorporado a la brigada, llegó a mis oídos a pesar del
volumen de aquella música atroz capaz de destrozar los tímpanos de todo
ser viviente con un mínimo de sensibilidad. De nuevo me pregunté qué
pintaba yo en aquel garito de mala muerte al que mis compañeros iban cada
viernes por la noche a revivir, una y otra vez, aquella especie de
competición para ver quién era capaz de beber más cerveza, contar los
peores chistes o trasnochar más.
– Claro, ¿por qué no? – contesté jugueteando con el vaso en el que apenas
quedaba ya algo del líquido ambarino que alguien, no recordaba quien, me
había traído hacía ya un buen rato. Sabía que al día siguiente tendría una
resaca de caballo, pero aquella noche, por algún motivo del todo
desconocido, me apetecía beber hasta perder el control.
– ¡No puedo creer que el nuevo también esté colado por ti! – exclamó Mel
en tono rencoroso sin dejar de observar con descaro el trasero del chico, que
se alejaba hacia la barra tras dedicarme una mirada conquistadora a la que
apenas presté atención.
– Te lo regalo… – concedí, magnánima, tratando de acomodarme lo mejor
posible en aquella especie de sofá destartalado al que me había arrastrado
mi amiga para conversar a solas sin la constante intromisión del resto de
compañeros, algo subidos de alcohol a aquellas horas de la madrugada.
– ¿Vas a estar mucho más tiempo así?
– Así, ¿cómo?
– ¡Así de insoportable! – aclaró propinándome un pequeño empujón en el
hombro – Llevas toda la noche soltando impertinencias. Menos mal que la
mayoría está como una cuba y mañana apenas se acordarán de nada. ¿Se
puede saber que mosca te ha picado?
– No me ha picado nada – negué sin demasiada convicción.
– Oh, ¡venga ya, Vero! No es solo hoy. Llevas todo el verano muy
irritable… ¿tiene Diana algo que ver en ello?
– ¡Por supuesto que no tiene nada que ver! – repliqué de inmediato sin
poder evitar una chispita de furia en mi tono de voz. – Además, te he dicho
varias veces que no quiero hablar de ella.
– No veo yo que te funcione mucho esta técnica de obviar su existencia.
Sigues pensando en ella, ¡reconócelo!
– Te equivocas – mentí apartando la mirada de los ojos de mi amiga que,
inquisitivos, parecían taladrarme la cabeza en busca de la verdad.
– Entonces, ¿por qué no puedo ni mencionar su nombre sin que te
moleste?
– Porque no me interesa su vida para nada.
– ¡No te lo crees ni tú! – exclamó Mel soltando una risita burlona de lo
más irritante.
– Además, prefiero no tener nada que ver con delincuentes profesionales,
por muy ricos y atractivos que sean – aclaré con cierta malicia. Sabía de
sobra que, contra todo pronóstico, Mel continuaba su idilio con Diego, lo
que hacía que mi amiga tuviese un contacto directo con Diana que, por
alguna razón, me molestaba.
– Eres muy cansina con ese asunto, ¿lo sabías?
– ¡Lo que tú digas!
La llegada de Adrián portando una copa, que me ofreció con gesto solícito,
interrumpió nuestra conversación. Casi mejor.
– Te debo una – dije dedicándole al chico una sonrisa de agradecimiento
antes de dar un breve sorbo a la bebida, que descendió por mi garganta
despertando un calorcillo en el estómago confortable. No me importaba que
estuviese fuerte, pues el alcohol actuaba como un bálsamo temporal que
adormecía aquella sensación de vacío de la que no conseguía liberarme.
– Mejor me debes un baile… – contestó él tomándome de la mano y
tratando de arrastrarme a la pista de baile. Quizá hubiese llegado el
momento de hablar abiertamente en el trabajo de mi orientación sexual. Así
evitaría ciertas situaciones que empezaban a parecerme un tanto incómodas.
– ¡Espera, Adrián!, mejor dentro de un rato – me disculpé zafándome
hábilmente de su mano y sentándome de nuevo en el sofá. – Luego te
busco, cuando me termine la copa, ¡te lo prometo! – mentí con descaro.
El chico me miró con gesto decepcionado antes de recuperar de nuevo la
sonrisa y alejarse de allí sin dejar de observarme de reojo para unirse al
ruidoso grupo de compañeros que charlaban próximos a la barra.
– ¡Dios le da pan al que no tiene dientes! – musitó Mel con gesto de
resignación y haciéndome reír por primera vez en lo que llevaba de noche.
– Confieso que últimamente no me apetece ir a ninguna panadería…
– ¿Por qué no admites de una vez por todas que la echas de menos?
Abrí la boca para negar, una vez más, la mayor, pero algo en la expresión
de mi amiga me hizo cambiar de idea.
– ¿Y de qué me serviría reconocer algo así? – pregunté a regañadientes,
removiendo los hombros con inquietud.
– De entrada, para ser honesta contigo misma.
Yo permanecí unos instantes en silencio mientras mis pensamientos
volaban hacia un lugar distante, lejos de la realidad que me rodeaba, hasta
que la imagen de Diana Salazar emergió en mi conciencia como un
vendaval que todo lo arrasa. Cada detalle de su rostro se presentó con una
claridad apabullante, desde sus ojos de mirada profunda hasta las líneas
suaves de una sonrisa siempre misteriosa. Reconozco que me estremecí.
Hacía tiempo que no me permitía el lujo de pensar abiertamente en ella,
pues cada vez que caía en la tentación me invadía una sensación dolorosa
que tardaba en desaparecer.
– ¡Está bien!, ¿qué sabes de ella? – cedí, por fin, dejando escapar la
pregunta que llevaba tiempo quemando en mi garganta. Desde que Diana
había abandonado mi apartamento, mes y medio atrás, no había vuelto a
tener noticias de ella. Admito que las primeras semanas no dejaba de revisar
el móvil buscando alguna señal de vida por su parte, pero cuando
comprendí que no la iba a recibir, decidí pasar página y olvidarme de una
historia que traía bajo el brazo un sinfín de problemas con los que no me
apetecía lidiar. Otra cosa es que fuese más fácil decirlo que hacerlo, pues el
recuerdo de la colombiana solía transitar libremente por mi mente hasta
aparecer en el momento menos oportuno, consiguiendo mantenerme en un
estado de permanente desazón de lo más fastidioso.
– ¿Qué prefieres, la versión corta o la larga? – inquirió a su vez Mel en
tono socarrón sin dejar de mirar con ojo crítico a un morenazo de anchas
espaldas que bailaba espantosamente mal.
– Empieza por la corta y sigue por la larga – sugerí acomodando con
inquietud la espalda en el respaldo del viejo sofá. ¿Y si Diana estuviese
saliendo con otra persona, como, por ejemplo, con la rubia aquella del
restaurante? Comprendí que una noticia de ese calibre me caería como un
tiro en pleno estómago.
– Bien, para empezar, ha estado un mes de crucero por las islas griegas
muy bien acompañada.
– Acompañada, ¿por quién...? – pregunté con la boca repentinamente seca.
Quizá sería mejor no saberlo, pero la curiosidad era demasiado fuerte como
para resistirme a ella.
– ¡Veo que te interesa la información!
– ¡Solo en su justa medida! – repliqué tratando de adoptar un tono casual
mientras el alcohol ingerido a lo largo de la noche empezaba a rebelarse en
el fondo de mi estómago.
– ¡Claro!, solo en su justa medida – repitió con voz de falsete antes de dar
un trago a su bebida.
– ¡¡Mel!!, ¿me lo vas a decir de una vez?
– ¡Está bien! – exclamó riendo. – Ha estado acompañada por Paula y
Diego, ¿por quién te pensabas? – explicó elevando maliciosamente una ceja
antes de añadir en tono resignado: – A mí también me invitó a ir, pero ya
sabes que no tengo vacaciones hasta dentro de unos días, igual que tú.
Yo inspiré con alivio antes de preguntar:
– Y ahora, ¿está en Mallorca?
Ya me imaginaba que habría estado parte del verano fuera de la isla, pero
pensar que en ese momento podría estar a media hora de distancia en coche
me revolucionó la sangre muy a mi pesar.
– Sí, está aquí – asintió – aunque puede que no por mucho tiempo –
agregó con expresión pensativa.
– ¿Por qué dices eso?
Una punzada de inquietud se deslizó con sigilo en mi conciencia.
– Porque está considerando seriamente la idea de abandonar Mallorca e
irse a vivir a Panamá.
– ¿Panamá… el país?
De pronto sentía dificultad para tragar, como si mi cuerpo respondiera a la
noticia antes de que la mente la procesase por completo.
– ¿Conoces otro Panamá? – inquirió Mel con aire de suficiencia antes de
añadir con fastidio: – Y encima Diego está pensando seriamente en ir con
ella.
Me quedé en silencio, limitándome a observar con gesto distraído las
payasadas que hacían mis compañeros en mitad de la pista de baile mientras
obligaba a mi cerebro a funcionar a toda velocidad. La idea de que Diana
abandonara la isla para no regresar jamás me parecía, de pronto,
deprimente.
– ¿Y bien?, ¿no vas a decir nada al respecto?
– ¿Y qué quieres que diga? No es asunto mío donde vaya o no a vivir
Diana Salazar – repliqué todavía conmocionada por la noticia.
– Quizá podrías hacerle cambiar de idea y evitar que se vaya.
– ¿Y a santo de qué querría yo impedir tal cosa?
– No lo sé, ¡tú sabrás!
De nuevo se hizo el silencio entre nosotras mientras la música, en una
mezcla vibrante y envolvente, se filtraba en el espacio que anteriormente
llenaban las palabras.
– ¿Y tú por qué crees que podría hacerle cambiar de idea? – pregunté, por
fin, encogiendo los hombros en señal de rendición.
– Pura intuición – respondió mi amiga con expresión de seguridad, como
si no tuviese la más mínima duda de la veracidad de su conjetura.
– ¿No tienes algo más fiable que tu intuición?
– Diego es hermético en todo lo relacionado con Diana, si es a lo que te
refieres. No suelta palabra al respecto por mucho que he intentado tirarle de
la lengua varias veces – explicó agitando su copa y fijando la mirada en el
contenido de ésta, como si buscara respuestas o inspiración en el suave
movimiento del licor.
– ¡Juro que no entiendo por qué soy incapaz de olvidarme de ella! –
admití, incapaz ya de seguir negando por más tiempo ante Mel aquella
encarnizada batalla interna existente entre mi mente y mi corazón.
– ¡Veo que por fin lo reconoces! – exclamó ella soltando una risita antes de
mirar al techo juntando las manos en posición de rezo – ¡Aleluya!
– A veces pienso que es una especie de aberración – musité dando otro
sorbo a mi bebida de forma un tanto mecánica y pensando que quizá el
alcohol me estaba empujando a decir tonterías.
– ¿El qué?
– ¿Qué va a ser?, el hecho de que me guste, precisamente, quien representa
todo aquello contra lo que juré luchar: la codicia, la inmoralidad, la
ilegalidad…
– ¡Bienvenida al mundo real, Blanca Nieves! – contestó en tono burlón,
levantando su copa en un brindis imaginario antes de llevársela a los labios.
– Pero te voy a decir algo – dijo a continuación tras acercarse a mí como si
fuera a desvelarme uno de los grandes secretos de la vida. Comprendí que
ella también estaba un poco afectada por el alcohol – ¡Es imposible elegir
de quién nos enamoramos!
– Lo sé – admití a regañadientes, confesando de forma indirecta aquella
idea que tanto tiempo llevaba rechazando pero que se había convertido ya
en una verdad absoluta: estaba completa e irremediablemente enamorada de
Diana.
– Así que… ¡por fin admites que la quieres!
– Creo que es hora de irme a casa – dije ignorando su comentario y
llevándome las manos a la cabeza para masajear las sienes en un gesto
inconsciente. Necesitaba pensar con claridad, y para ello necesitaba
eliminar cuanto antes el alcohol de mi organismo. Una noche de sueño y un
ibuprofeno por la mañana para mitigar la resaca serían suficientes. Después,
ya decidiría qué hacer.
– Antes vas a tener que librarte de Adrián… Ahí viene otra vez a la carga –
anunció Melania observando con una sonrisa divertida al moreno, que se
acercaba con vete tú a saber qué intenciones.
– Chicas, me envían a por vosotras… – anunció en cuanto se acercó lo
suficiente como para hacerse oír por encima de la música.
– Pues vais a tener que arreglaros sin mí, me voy a casa – respondí
levantándome de mi asiento y cogiendo el bolso de un solo movimiento.
– Yo también me voy, estoy cansada y mañana tengo un partido de pádel
por la mañana – intervino Mel levantándose a su vez.
– ¡Un momento! – exclamó Adrián cogiéndome del brazo y acercándome
a él hasta que pude oler su aliento a cerveza. Admito que el gesto me irritó.
– ¿Y mi baile?
– Otro día será – contesté forzando una sonrisa y tratando de librarme de
sus zarpas.
– ¡Mejor hoy! – insistió enseñándome su nívea dentadura con aire
seductor.
– Adrián, cariño – dije acercándome a él hasta casi rozar mis labios contra
su oreja – ¡me gustan las chicas!
– ¿Cómo dices…? – preguntó adoptando una expresión de sorpresa tan
genuina que me hizo sonreír, divertida. Parecía un niño descubriendo el
secreto que envuelve a Santa Claus.
– Que me gustan las chicas… – repetí antes de besar su mejilla y alejarme
de él con gesto decidido. Después agarré a Mel del brazo para arrastrarla
camino a la salida.
– ¿Se puede saber qué le has dicho…? – inquirió mi amiga, intrigada, en
cuanto salimos al aire fresco de la calle. – ¡Menuda cara de bobo se le ha
quedado!
– Que me van las tías – expliqué riendo al tiempo que esquivaba a un
peatón que andaba por la acera con aire despistado. Sabía que el lunes por
la mañana la noticia se habría corrido como la pólvora por todo el
departamento, pero, para mi sorpresa, me daba exactamente igual.
Mel soltó una carcajada apretándome el brazo afectuosamente antes de
proponer:
– ¡Compartamos un taxi! Ninguna de las dos estamos para conducir y, ya
de paso, hablamos de cómo lo vas a hacer.
– ¿Hacer el qué…?
– ¿Qué va a ser? – dijo mirándome como si de pronto me faltase un hervor
– ¡Reconquistar a Diana!
CAPÍTULO 25.
DIANA.
– ¿Juegaz conmigo al Dance?
– Ahora no, cariño, que estoy ocupada. Pregúntaselo a María mejor –
respondí en tono desganado sin apartar la vista de la pantalla de mi portátil.
Buscar una casa apropiada en Ciudad de Panamá no era tan fácil como a
priori había imaginado. De todas las propuestas enviadas por la agencia
inmobiliaria, tan solo una me gustaba, aunque tampoco me terminaba de
convencer del todo. Al final, me iba a ver obligada a ir en persona para
elegir sobre el terreno.
– ¡Ella no zabe bailar! – replicó Paula torciendo el gesto y cruzando los
brazos en ademán disconforme. Desde que le había informado de lo del
traslado y, sobre todo, de que tendría que hacer el curso en un nuevo
colegio, la niña estaba de lo más irritable. Solo la promesa de ir al Disney
World de Orlando un par de veces al año había conseguido mitigar su
enfado lo suficiente como para no hacerme del todo la vida imposible.
– Bueno, pues díselo a Diego, que está en la piscina.
– Ya ze lo he dicho y no quiere...
– Espérate a que termine, y juego contigo.
– ¿Por qué ya nunca viene Vero?
La pregunta me hizo dar un pequeño respingo sobre mi asiento; hacía
semanas que no escuchaba a nadie pronunciar su nombre.
– Ya te expliqué que trabaja mucho y no tiene tiempo… – respondí
tratando de infundir a mi voz una seguridad que, incluso a mí, me sonó a
falsa. Todavía me escocía el tema, y aunque el sentido común me empujaba
a seguir adelante y olvidarme de ella, algunos recuerdos se aferraban a mi
conciencia desafiando todos los intentos de desvincularme emocionalmente
de quien tan claro tenía que no deseaba formar parte de mi vida.
– ¡Puez yo quiero que venga! – replicó Paula con esa cadencia que usan
los niños cuando piden algo que consideran poco probable que consigan. –
Ella ez la que mejor juega...
– Ya hemos hablado de eso varias veces, Paula. Y ahora, déjame un rato
sola, por favor. – dije en tono autoritario dando por zanjada la conversación.
La niña me contempló durante unos segundos con expresión enfurruñada
antes de dar media vuelta y abandonar mi despacho con su fiel Pipa
pisándole los talones.
Yo fijé la vista con aire pensativo en el esplendoroso sauce que se veía a
través de la ventana mientras volteaba con mis dedos el pisapapeles de la
pantera. ¿De verdad era buena idea abandonar España y empezar de nuevo
en otro sitio? Panamá era un país con un clima envidiable, gente amable,
buenos colegios para Paula y, sobre todo, unas autoridades poco dispuestas
a hacer preguntas a quien llegaba allí con el dinero por delante. Todo
encajaba, aunque, ¿por qué entonces tenía la sensación de que no era una
decisión acertada? Quizá debería pensarlo mejor y postponer la idea por un
tiempo.
El sonido del teléfono móvil interceptó el hilo de mis pensamientos
devolviéndome de golpe a la realidad que me rodeaba. Me bastó una rápida
ojeada a la pantalla del aparato para comprobar la identidad de la persona
que llamaba. ¡Santo Dios, era Verónica! Durante semanas había esperado
una llamada por su parte hasta que me di por vencida tratando de
convencerme a mí misma de que el agua y el aceite no eran buena
combinación.
¿Qué querría ahora? Tomé el teléfono entre mis manos, pero mi orgullo
me impidió descolgarlo y permití que la llamada se desvaneciera en el aire
sin respuesta. Si quería algo de mí, fuese lo que fuese, tendría que
trabajárselo más.
El resto de la tarde transcurrió con espantosa lentitud mientras esperaba
recibir otra llamada suya o, incluso, un mensaje escrito. Nada de eso ocurrió
y mi sorpresa inicial se convirtió en decepción. ¿Debería, quizá, devolverle
la llamada?
No, era preferible esperar acontecimientos. Algo me decía que, tarde o
temprano, tendría noticias de la bella policía.
Lo mejor sería que me fuese a dar un paseo por la playa acompañada por
Óscar, siempre dispuesto a salir a cualquier hora del día o de la noche.
El mar siempre conseguía sosegar mi espíritu y desvanecer mis
preocupaciones, cosa que empezaba a necesitar con urgencia.

VERÓNICA.
– La Doña no está en casa – me informó escuetamente Héctor asomando
su corpachón tras aquel ancho portón de madera que me resultaba tan
familiar.
– ¿Y se puede saber dónde está…? – pregunté colocando los brazos en
jarra y sin dejarme amilanar por la sequedad de su tono de voz. Comenzaba
a anochecer y temía que Diana hubiese salido a cenar con alguien. Si fuese
así, ya no podría hablar con ella hasta el día siguiente. ¿Por qué demonios
no me habría devuelto la llamada?
– No estoy autorizado a dar esa información.
– ¿Y Diego?, ¿está en casa?
– No.
– De acuerdo. ¿Me puedes decir, al menos, sobre qué hora volverá tu
Doña? – inquirí pronunciando la última palabra con cierta sorna.
– Tampoco estoy autorizado a dar esa información – contestó el
colombiano con voz cansina mientras comenzaba a inspeccionarse las uñas
con ademán despreocupado, como si mi presencia allí le estuviese
aburriendo. ¡Idiota! Aquel hombre me sacaba de quicio.
Un movimiento a sus espaldas llamó de inmediato mi atención. Se trataba
de Paula, que asomaba la cabeza por el hueco de la puerta con gesto de
curiosidad.
– ¡Vero! – exclamó esquivando con decisión a Héctor para salir a la calle
en cuanto me reconoció – ¿Por qué no haz venido antez? – preguntó
acercándose a mí con aire receloso.
– He tenido mucho trabajo – me excusé sin demasiada convicción y
sintiéndome al instante un poco culpable. ¿Cómo hacer entender a una niña
de siete años cuestiones que ni yo misma entendía del todo? – Pero te
prometo que a partir de ahora nos veremos mucho más – añadí sin estar del
todo segura de poder cumplir algo que, contrariamente a lo que sucedía
antes, ya no dependía de mí.
– Paula, entra, por favor – intervino Héctor agarrándola del brazo y
tironeando de ella con suavidad hacia atrás. La niña se rebeló
contorsionando el cuerpo hasta liberarse del firme agarre del colombiano.
– ¡Déjame en paz, Héctor! – exigió en un tono autoritario sorprendente
para alguien de su edad. Yo sonreí considerando, una vez más, que era
digna aprendiz de su madre.
– ¡Está bien! – resopló el hombre torciendo el gesto y dando un par de
pasos hacia atrás con aire de resignación.
– Paula, ¿sabes dónde está tu madre? – aproveché para preguntar mientras
me agachaba hasta colocarme a la altura de la niña.
– ¿Para qué lo quierez zaber?
– Tengo que hablar con ella.
– ¿De qué? – insistió la niña con expresión desconfiada. Era obvio que
tendría que volver a ganarme su confianza. El tiempo transcurrido sin tener
contacto con ella no había pasado en balde.
– De cosas de mayores – respondí sintiéndome de inmediato un poco
estúpida por utilizar aquella respuesta tan manida.
– ¿Cómo cuález? – continuó indagando tras cruzar los brazos en ademán
inquisitivo. ¡Solo me faltaba eso, tener que responder al interrogatorio de
una niña de siete años! – Ademáz, creo mi madre eztá enfadada contigo…
– Ah… ¿sí?

– Zí. Ze pone de mal humor cuando pregunto por ti.


– ¡Así que preguntas por mí! – exclamé sonriendo con satisfacción.
– A vecez – admitió la pequeña a regañadientes, como si le hubiese pillado
en falta con algo un tanto vergonzante.
– Escucha, si me dices donde está, vengo luego a jugar un rato al ping
pong contigo – propuse en tono cómplice cambiando de estrategia.
Ella dudó por un momento antes de responder con expresión maliciosa:
– Vale, pero también me tendríaz que llevar mañana a la playa con la tabla
de zurf.
– ¡Hecho! – respiré aliviada antes de ofrecerle la diestra para cerrar el trato
aún sin tener del todo claro que pudiese respetar mi palabra.
– Ze ha ido a dar un pazeo por la playa con Ózcar – explicó Paula
apretando mi mano y dedicándome, por primera vez desde que había
llegado, una sonrisa amistosa. Yo la besé en la frente antes de alejarme con
paso decidido camino a la playa, impulsada por una urgencia que parecía
darme alas en los pies.
Tardé poco más de diez minutos en llegar al borde de la playa y
adentrarme en ella bajo la luz de una luna que iluminaba mis pasos y que
conspiraba, cómplice, para crear un ambiente de suspense. ¿Cómo me
recibiría Diana? ¿se alegraría de verme o, por el contrario, me trataría con
frialdad? La duda me atormentaba e inconscientemente disminuí la
velocidad de la marcha tratando de recuperar una confianza en mí misma
que en esos momentos brillaba por su ausencia.
La playa, en su mayoría desierta, se extendía en la oscuridad de una noche
coronada por un cielo plagado de estrellas. Oteé el horizonte en busca de
Diana, pero tan solo divisé a alguna que otra pareja de enamorados
paseando de la mano o besándose discretamente tumbados sobre la fina
arena.
El ruido de mis pisadas, apenas audible, se mezcló con el murmullo del
mar mientras recorría la playa en línea recta. El movimiento de las olas
parecía sincronizarse con el latir de mi corazón en una armonía perfecta y
misteriosa. Avancé unos cientos de metros antes de que mis ojos
vislumbraran, por fin, la silueta de una mujer acompañada por un perro que
me resultó familiar. Me acerqué con sigilo hasta comprobar que, en efecto,
se trataba de ella. Nadie más era capaz de andar con aquellos movimientos
gráciles y elegantes, como si cada gesto estuviera imbuido de una danza
invisible que solo ella pudiese percibir. Caminaba con aire distraído, y su
perfil, iluminado por la luz lunar, revelaba una serenidad que se vio
interrumpida al alzar la mirada y encontrarse conmigo.
El universo pareció contraerse en mitad de aquella playa casi desierta
mientras ambas nos quedábamos inmóviles y con los músculos tensos,
como dos felinos que, tras encontrarse en mitad de la noche, se estudian
mutuamente antes de cualquier interacción. Solo la actuación del perro que,
contento, se acercó a mí meneando el rabo, rompió la tensión del momento
y nos hizo reaccionar.
– Hola, Óscar – saludé al can palmeándole el lomo mientras aprovechaba
para recomponerme un poco sin dejar de observar de reojo a Diana, quien
se aproximaba a mí con paso decidido. La penumbra resaltaba la delicadeza
de sus facciones, creando un juego de luces y sombras sobre su rostro que
resultaba del todo hipnótico.
– Hola, Verónica – dijo ella en tono cauteloso, como si no se creyera del
todo que me encontrase allí. Era la misma voz que recordaba, un tanto
ronca y definitivamente sensual. Noté los vellos de la nuca erizarse en una
muda respuesta a su saludo.
– Hola, Diana – respondí sin saber muy bien qué hacer con las manos
cuando el perro se alejó de mí para olisquear un rastro sobre la arena.
– Imagino que este encuentro no es una casualidad…
– Imaginas bien – admití tragando saliva. De pronto me sentía torpe y
vacilante.
– Si has venido a notificarme una multa de tráfico, no me parecen horas, la
verdad… – comentó ella esbozando una sonrisa burlona y removiendo la
arena con el pie en un gesto que podría ser de impaciencia o, quizá, de pura
expectación.
– ¡Muy graciosa! – repliqué fijando la vista en la negrura del horizonte
marino, buscando allí la inspiración necesaria para abordar aquella
conversación.
– ¿A qué has venido, entonces?
La pregunta quedó suspendida en el aire durante unos segundos, enredada
entre el sonido del oleaje marino, mientras ella me observaba con gesto
indescifrable a la espera de mi respuesta. Yo sentía la piel arder, y sus
labios, ligeramente entreabiertos, me traían recuerdos perturbadores. Tuve
el impulso de contestarle con un beso, pero el miedo al rechazo me impidió
ejecutar la idea.
– Quería verte – respondí, incómoda, dibujando con el pie en la arena un
triángulo equilátero en un vano intento de calmar los nervios.
– ¿A mí?, ¿a una traficante sin escrúpulos que desayuna niños crudos cada
mañana? – inquirió cruzando los brazos en un ademán que me pareció
defensivo.
– No, a una extraficante arrepentida que se va a desprender de gran parte
de su fortuna a modo de redención.
– ¿Cómo has dicho? – preguntó elevando las cejas cómicamente, como si
no hubiese escuchado del todo bien mis palabras.
– Que vas a tener que descapitalizarte a favor de buenas causas – expliqué
con toda la firmeza de la que fui capaz.
La expresión de estupefacción que adoptó su rostro me hizo sonreír de
forma involuntaria. Por una vez parecía una chiquilla confundida y no la
mujer segura de sí misma que yo conocía. Inspiró con fuerza antes de
contestar:
– Primero, yo no estoy arrepentida de nada, y segundo, ¿por qué demonios
habría de hacer tal cosa?
– Porque si me quieres a mí, tendrá que ser así.
El tiempo se congeló durante unos segundos mientras el sonido del mar
parecía intensificarse a mis oídos. Diana me observó en silencio con
expresión valorativa, analizando, quizá, los pros y contras de aquella
propuesta algo loca que llevaba tiempo germinando en mi cabeza.
– ¿Y se puede saber qué te hace pensar que te quiero a ti? – preguntó, por
fin, inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante en señal de interés.
– Bien, reconozco que es algo que no tengo del todo claro, pero este es un
momento tan bueno como otro para que me lo aclares, ¿no crees? – sugerí
cambiando el peso de una pierna a otra e intentando apaciguar los
pensamientos que se agolpaban, confusos, en mi mente. ¿Y si no me quería
ya? o, peor aún, ¿y si nunca me había querido en realidad? El temor a
recibir un rechazo por su parte empezaba a ser abrumador.
– No, no, no – negó ella moviendo la cabeza a ambos lados con énfasis
tras clavar la vista en el mar con gesto de determinación. – Eres tú quien ha
venido aquí a proponerme… – se interrumpió por un instante buscando,
quizá, las palabras adecuadas – a proponerme no sé muy bien qué, así que
explícame qué es lo que quieres exactamente de mí.
No me lo iba a poner fácil, aunque puede que me lo mereciera. Maldije
aquella vergüenza que me invadía y que me impedía actuar con normalidad.
La idea de exponer mis más íntimos sentimientos ante aquella fascinante y
misteriosa mujer me provocaba una sensación de inseguridad desconocida
hasta entonces por mí.
– ¡Está bien! – exclamé bajando la voz hasta dejarla en apenas un susurro.
– Digamos que he pensado que tú y yo podríamos… – me detuve
acariciándome nerviosamente el pelo, incapaz de terminar la frase.
– ¿Podríamos qué? – inquirió ella en tono impaciente y curvando la
comisura de los labios en una sonrisa algo perversa.
¡Jesús!, ¿por qué me lo estaba poniendo tan difícil?
– Pues que podríamos ser algo así como… ¿novias? – terminé por decir de
forma atropellada. Las declaraciones de amor no eran lo mío, aunque más
valía una cicatriz por valiente que la piel intacta por cobarde.
– ¡Novias! – repitió ella enarcando cómicamente una ceja, como si de
pronto aquello le pareciese lo más divertido del mundo. No era aquella la
reacción que esperaba de ella, desde luego.
– No sabía que mi propuesta te fuese a hacer tanta gracia… – repliqué algo
ofendida, apartándome un poco hasta pisotear con ganas los restos de un
pequeño castillo de arena.
– Digamos que me sorprende – aclaró ella utilizando un tono de voz que,
de alguna manera, me dio a entender que mi planteamiento no le parecía del
todo mal, lo que me hizo suspirar de puro alivio – En cualquier caso, tu
oferta me parece insuficiente – agregó acariciándose el mentón con aire
pensativo.
– ¿Insuficiente? – repetí un tanto confusa. – ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que, por una vez y sin que sirva de precedente, quiero oírte
decir lo que sientes por mí. Y sin ahorrar palabras, por favor, ¡expláyate!
Así que se trataba de eso. Diana quería rosas y corazones. ¿Cómo diablos
se hacía eso? No sabía ni por dónde empezar.
Respiré con profundidad tratando de ordenar mis ideas. Entraba en un
terreno virgen, al menos para mí, pues nunca había sido dada a expresar mis
sentimientos más íntimos. Quizá porque tampoco antes había tenido a una
Diana Salazar en mi vida.
– Bien – comencé a decir con aire inseguro – lo cierto es que yo… quiero
decir, tú…

¿Desde cuándo no era capaz de confeccionar una frase completa con


sujeto, verbo y predicado?

– ¿Qué pasa conmigo? – insistió ella dando un paso al frente hasta


quedarse peligrosamente cerca de mí. La fragancia de su perfume llegó
hasta mí mezclada con el olor a mar, lo que me trajo al instante una cascada
de recuerdos que me hizo perder el hilo de los pensamientos – ¿Me vas a
tener esperando toda la noche? – agregó bajando sensiblemente el tono de
voz hasta dejarlo en un susurro suave y dulce que me supo a caricia.

– Tú eres, eres…
– ¿Yo soooooy qué?

– Eres un problema para mí – acerté a decir sintiéndome como una especie


de idiota incapaz de conectar la lengua al cerebro.

– ¿Vas a volver con eso de nuevo? – inquirió ella, molesta, apoyando las
manos en las caderas en actitud desafiante. – Si has venido a decirme solo
que…

– Eres un problema para mí porque no dejo de pensar en ti – la interrumpí


en tono firme tras recuperar milagrosamente la capacidad de expresión oral
–. Me paso el día preguntándome qué estarás haciendo, si pensarás en mí y
con quién estarás, esperando cruzarme contigo en cualquier sitio o recibir
una llamada equivocada… – continué del tirón sin apenas respirar, como si
de pronto las palabras fluyeran de mi boca por propia voluntad y sin la
correspondiente orden del cerebro.

– ¿Y…?

– Sé que estás pensando en irte a vivir fuera, pero creo que es un tremendo
error.

– ¿Un error?, ¿por qué?

– Porque estoy enamorada de ti, y si desapareces de mi vida me harías


muy infeliz, lo que caería sobre tu conciencia.

– ¿Cómo has dicho?

Su cara de asombro era digna de enmarcar.

– ¿Tengo que repetir todo desde el principio? – pregunté a mi vez con


gesto burlón. Necesitaba rebajar la repentina solemnidad que se había
instalado en el ambiente –. No sé si seré capaz… – añadí introduciendo las
manos en los bolsillos de mi pantalón con tal fuerza que tuve miedo de
atravesarlos.
– Solo lo último.
– ¡Está bien!, estoy enamorada de ti – admití de nuevo. Era consciente de
la vulnerabilidad que encerraban mis palabras y busqué en sus ojos indicios
de su posible reacción, pero no encontré nada – He de reconocer que en mi
cabeza sonaba mejor, pero es que no estoy muy acostumbrada a…
No pude terminar la frase. Ella me sujetó por ambos lados de la cara hasta
unir nuestros labios en un beso que me supo a pacto de amor.
– ¿Se puede saber por qué no me has dicho todo esto antes, so idiota? –
dijo instantes después, casi sin separar su boca de la mía. – ¿Tú sabes las
semanas que me has hecho pasar?
– ¿Deduzco que tú también estás enamorada de mí? – inquirí a modo de
respuesta esbozando una sonrisa de satisfacción.
– Pienso esperar unos cuantos meses antes de confesar tal cosa… –
respondió ella con una expresión rencorosa que me hizo reír. Diana Salazar
me quería, ¿podía haber algo mejor en el mundo?
– ¿Acaso piensas cumplir tu amenaza y obligarme a que me arrodille antes
de confesarlo? – pregunté, divertida, mientras rodeaba con mis brazos su
cintura para atraerla aún más hacia mí.
– No de momento, aunque quizá me guarde esa baza para un futuro –
afirmó mirándome a los ojos con un brillo inusual que me hizo estremecer.
– Queda por discutir lo de tu descapitalización – susurré besándole con
cariño la punta de la nariz para suavizar de alguna manera aquel espinoso
asunto.
– ¡Dios mío!, ¿lo dices en serio?
– Completamente en serio. Debes donar parte de lo que tienes. Estoy
segura de que te vas a sentir mejor.
– ¡No lo tengo yo tan claro…! – se lamentó inspirando con fuerza. – ¿De
cuánto estamos hablando?
– ¿Qué tal el 50% de todo lo que tengas? – planteé sin saber muy bien
cómo iba a poder controlar tal cosa, pues ni siquiera tenía una idea
aproximada de la fortuna que podría llegar a poseer.
– ¿¿Perdona??
El gesto de su cara era tan cómico que estuve a punto de soltar una
carcajada, pero me contuve considerando que no era aquel un tema,
precisamente, para tomárselo a risa.
– Lo que has oído, cariño. Debes hacerlo si no por ti, por mí.
Era la primera vez en mi vida que utilizaba aquel apelativo cariñoso, pero,
curiosamente, no me resultó extraño hacerlo.
– ¿Y no podemos hablar de esto con calma más adelante?
– No. Tiene que ser ahora – contesté con firmeza resistiendo a duras penas
el deseo de dejarme llevar y continuar besándola.
– ¡Serás policía, pero tienes alma de atracadora! – replicó ella antes de
entrecerrar los ojos con gesto calculador valorando por unos segundos mi
propuesta. – Dejémoslo en un 10 mejor.
– Un 30 y de ahí no pienso bajar – sentencié considerando que aquella
debía ser, con toda seguridad, la negociación más extraña en la que había
participado jamás.
– ¡Pues sí que me va a salir caro el noviazgo…! – se quejó en tono amargo
fijando por un momento la vista en el cielo estrellado con aire de mártir –.
Hagamos una cosa: discutamos las cifras en otro momento, pero te prometo
que algo haré al respecto – propuso antes de besarme de nuevo con la
intención, quizá, de dar por zanjado el insólito acuerdo.
– ¿Tengo tu palabra? – insistí separándome lo justo de sus labios como
para poder articular la frase. Necesitaba saber que cumpliría su promesa,
aunque algo me decía que, a pesar de su pasado, podía fiarme de ella.
– La tienes, pero tendrás que vigilarme muy de cerca para comprobarlo,
¿no crees? – respondió guiñándome un ojo con picardía.
– Tranquila, no creo que eso vaya a ser un problema – respondí riendo
antes de acercarme más a ella hasta juntar nuestras bocas en un contacto
emocionante y lleno de pasión.
Aún no sé muy bien como acabamos tumbadas en la arena, pero a punto
estuvimos de estrenar sexualmente nuestro recién inaugurado noviazgo de
no ser por las voces de unos bañistas nocturnos que se acercaron a nosotras
ignorantes por completo de la exhibición pública de amor que estábamos
protagonizando.
– Será mejor que nos levantemos – susurró Diana apartándose de mí con
una sonrisa cómplice y abrochándose con premura todos los botones de la
camisa que yo, no sin cierto esfuerzo, había conseguido liberar.
– ¡No sabía que estuviera tan concurrida esta playa por la noche…! –
comenté riendo por lo bajo y recolocándome también la ropa.
– ¿Qué te parece si continuamos en casa? – propuso ella levantándose de
un movimiento ágil y tendiéndome la mano.

– Me parece una idea excelente…

La noche se convirtió en testigo directo de aquel increíble paseo de vuelta


a casa en el que parecíamos ser las únicas habitantes de un universo íntimo
y particular donde el presente se fusionaba con el pasado y el futuro en una
amalgama casi perfecta.
Conversábamos entre susurros, intercambiando confidencias que en otra
época me hubiesen parecido rematadamente cursis pero que en esa ocasión
consideré de lo más apropiadas. Nuestras manos, entrelazadas, creaban un
nexo tangible que iba más allá de la mera conexión física.
De vez en cuando nos deteníamos para besarnos hasta que una de las dos
se separaba, riendo, y tiraba de la otra obligándola a seguir caminando.
EPÍLOGO.
3 meses después.
DIANA.
– ¡Recuérdame qué estoy haciendo aquí, por favor! – rogué observando
con inquietud aquel majestuoso edificio del centro de Madrid en el que
vivían los padres de Verónica.
– ¿Otra vez…? – preguntó Verónica en tono resignado mientras me
retiraba con el dorso de la mano una pequeña mota de polvo instalada en el
cuello de mi camisa. – Vas a acompañar a tu queridísima novia a la fiesta
de cumpleaños de su padre – agregó antes de sacarme la lengua en un
ademán burlón.
– Ya, pero la fiesta estará llena de jueces y gente de ese tipo – me quejé,
una vez más, a pesar de haber tenido esa misma conversación varias veces
durante los últimos días. – Lo mismo cae azufre del techo en cuanto ponga
un pie ahí dentro, ¿no habías pensado en semejante riesgo?
– ¡No digas tonterías! – rio ella agarrándome con decisión de la mano y
tirando de mí hacia el interior del portal – Nadie más que mis padres
conocen tu pasado, ya lo sabes.
– Sigo sin entender por qué demonios les ha tenido que informar sobre
eso, ¿de verdad era necesario?
– Te aseguro que mi padre habría indagado sobre ti en cuanto te hubiera
conocido. Es preferible que lo hayan sabido por mí y así tener la ocasión de
dar mi versión del asunto.
– ¡Tu versión, Dios santo! Prefiero no saber ni cual es…
– Casi mejor.
– Está bien, pero ¿no hubiese sido mejor conocerlos en otra ocasión y no
con tanta gente alrededor?
– ¡Diana! – exclamó con gesto de impaciencia – ¡Deja ya de quejarte! Esta
es una ocasión tan buena como cualquier otra. Además, hoy estás
impresionante… – agregó acariciando mi cuerpo con una mirada valorativa
que me hizo estremecer. – Quieran o no, les vas a encantar.
– ¡Si alguien me hubiese dicho que iba a tener de suegro a un juez…!
– ¿Suegro? – repitió con una sonrisa divertida. Creía que eras de las que no
se casaba, o al menos eso me dijiste una vez.
– Puede que haya cambiado de idea – admití entrando en el portal y
observándome de reojo en el gigantesco espejo de cuerpo entero que
atravesaba el vestíbulo.
– ¿Me estás proponiendo algo? – preguntó ella deteniéndose en seco y
dirigiéndome una mirada intrigada.
– ¿Te gustaría? – inquirí a mi vez con cautela considerando que, por
primera vez en mi vida, no me importaría tener un compromiso de ese tipo.
– ¡Podría ser! – respondió pasándose la mano por el pelo con aire
pensativo.
– A Paula le encantaría…
– Lo sé.
– Y en una sociedad conyugal de gananciales podrías tener un mayor
control sobre mis bienes para hacer todas esas barbaridades que pretendes...
Verónica rio con ganas antes de plantear:
– ¿Me estás intentando convencer de que abandone la soltería?
– ¡Quizá!
Ella me observó durante unos instantes antes de extender el brazo y
deslizar el dedo pulgar sobre mis labios en un gesto posesivo que me
encantó. Yo se lo besé sin retirar la vista de sus ojos. El ambiente, de
pronto, se había teñido de una solemnidad reverente.
– Podemos hablarlo más tarde… – susurró dedicándome una sonrisa
conquistadora que agudizó en el acto mis cinco sentidos.
– Sí, podemos hablarlo más tarde.
Entramos en el ascensor sonriendo, cogidas de la mano e inmersas en
fascinantes pensamientos.
FIN.
Si realmente has disfrutado de esta lectura, no dudes en valorarla o incluso
dejar una reseña. Disponer de vuestras impresiones es fundamental para
cualquier autor, lo anima a continuar y ayuda a otros lectores a elegir entre
la variada oferta existente.

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