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La Identidad de La Escuela Católica - Introducción y Capítulo 1

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LA IDENTIDAD DE LA ESCUELA CATÓLICA

PARA UNA CULTURA DEL DIÁLOGO1


Instrucción de la Congregación para la Educación Católica

Introducción
1. En el Congreso Mundial titulado Educar hoy y mañana. Una pasión que se renueva,
organizado en 2015 por la Congregación para la Educación Católica en Castel Gandolfo, al que
asistieron representantes de escuelas católicas de todos los niveles y procedencias, uno de los
puntos más destacados y considerados de actualidad en el debate general fue la necesidad de una
mayor conciencia y consistencia de la identidad católica de las instituciones educativas de la
Iglesia en todo el mundo. Esta misma preocupación ha sido recordada en las últimas Asambleas
Plenarias de la Congregación, así como en los encuentros con los Obispos durante las visitas ad
limina. Al mismo tiempo, la Congregación para la Educación Católica se ha visto confrontada con
casos de conflictos y recursos causados por diferentes interpretaciones del concepto tradicional
de identidad católica de las instituciones educativas ante los rápidos cambios de los últimos años,
en los que se ha desarrollado el proceso de globalización junto con el crecimiento del diálogo
interreligioso e intercultural.
2. Ha parecido oportuno, por tanto, ofrecer, dentro de la competencia de la Congregación
para la Educación Católica, una reflexión y unas orientaciones más profundas y actualizadas sobre
el valor de la identidad católica de las instituciones educativas en la Iglesia, para ofrecer unos
criterios adaptados a los retos de nuestro tiempo, en continuidad con los criterios que siempre han
sido válidos. Además, como dijo el Papa Francisco, “no podemos construir una cultura del diálogo
si no tenemos identidad”[1].
3. La presente Instrucción, fruto de la reflexión y la consulta en los distintos niveles
institucionales, pretende ser una contribución que la Congregación para la Educación Católica
ofrece a todos los que trabajan en el ámbito de la educación escolar, empezando por las
Conferencias Episcopales, el Sínodo de los Obispos o el Consejo de Jerarcas, hasta los Ordinarios,
los Superiores de los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, así como
los Movimientos, las Asociaciones de Fieles, otros organismos y personas que tienen en común la
solicitud pastoral por la educación.

1
El texto complete se encuentra en el siguiente link: https://www.vatican.va
4. Al tratarse de criterios generales, destinados a toda la Iglesia para salvaguardar la unidad
y la comunión eclesial, deberán ir actualizándose en los distintos contextos de las Iglesias locales
dispersas por el mundo, según el principio de subsidiariedad y el camino sinodal, dependiendo de
las distintas competencias institucionales.
5. La Congregación para la Educación Católica espera que esta contribución sea acogida
como una oportunidad para reflexionar y profundizar en este importante tema que se refiere a la
esencia misma y a la razón de ser de la presencia histórica de la Iglesia en el campo de la educación
y de la escuela, en obediencia a su misión de anunciar el Evangelio enseñando a todas las naciones
(cfr. Mt 28, 19-20).
6. La primera parte de la Instrucción enmarca el discurso de la presencia de la Iglesia en el
mundo escolar en el contexto general de su misión evangelizadora: la Iglesia como madre y
maestra en su desarrollo histórico con los diferentes énfasis que han enriquecido su labor en el
tiempo y el espacio hasta nuestros días. El segundo capítulo trata de los diversos sujetos que operan
en el mundo escolar con diferentes roles asignados y organizados, según las normas canónicas en
una Iglesia con sus múltiples carismas donados por el Espíritu Santo, pero también de acuerdo con
su naturaleza jerárquica. El último capítulo está dedicado a algunos puntos críticos que pueden
surgir en la integración de todos los diferentes aspectos de la educación escolar en la vida concreta
de la Iglesia, tal como resulta de la experiencia de esta Congregación al tratar los problemas que
le llegan de las Iglesias particulares.
7. Como se ve, no se trata de un tratado general y menos aún de un texto completo sobre el
tema de la identidad católica, sino de una herramienta deliberadamente sintética y práctica que
puede servir para aclarar algunos puntos de actualidad y, sobre todo, para evitar conflictos y
divisiones en el ámbito esencial de la educación. De hecho, como observó el papa Francisco al
relanzar el evento de un Pacto educativo global, “educar es apostar y dar al presente la esperanza
que rompe los determinismos y fatalismos con los que el egoísmo de los fuertes, el conformismo
de los débiles y la ideología de los utópicos quieren imponerse tantas veces como el único camino
posible”[2].Sólo una acción fuerte y solidaria de la Iglesia en el campo de la educación en un
mundo cada vez más fragmentado y conflictivo puede contribuir tanto a la misión evangelizadora
que le encomendó Jesús como a la construcción de un mundo en el que los hombres se sientan
hermanos, porque “estamos convencidos de que sólo con esta conciencia de hijos que no son
huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros”[3].
Capítulo I:
Las escuelas católicas en la misión de la Iglesia

La Iglesia madre y maestra


8. El Concilio Ecuménico Vaticano II recuperó de los Padres, entre otros, la imagen
maternal de la Iglesia, como icono expresivo de su naturaleza y misión. La Iglesia es madre
generadora de creyentes, porque es la esposa de Cristo. Casi todos los documentos conciliares se
basan en la maternidad de la Iglesia para desvelar su misterio y su acción pastoral, así como para
extender su amor en un abrazo ecuménico hacia sus “hijos separados” y creyentes de otras
religiones, hasta alcanzar a todos los hombres de buena voluntad. El Papa Juan XXIII abrió el
Concilio liberando la irreprimible alegría de la Iglesia por ser madre universal: “gaudet mater
Ecclesia”.
9. El icono de la Iglesia Madre no sólo expresa ternura y caridad, sino también el poder de
guía y maestra. El mismo Papa ha asociado el término “madre” con el de “maestra”, porque “a esta
Iglesia, columna y fundamento de la verdad (cfr. 1Tim3,15), confió su divino fundador una doble
misión, la de engendrar hijos para sí, y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud
por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con
el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia”[4].
10. Por lo tanto, el Concilio afirmó que “debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la
vida del hombre, incluso la material en cuanto está unida con la vocación celeste para cumplir el
mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los hombres el misterio
de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le toca también una parte en el progreso y en
la extensión de la educación. Por eso el Sagrado Concilio expone algunos principios fundamentales
sobre la educación cristiana, máxime en las escuelas”[5]. De este modo, resulta evidente que la
acción educativa llevada a cabo a través de las escuelas no es una obra filantrópica de la Iglesia
para responder a una necesidad social, sino una parte esencial de su identidad y misión.

Los “principios fundamentales” de la educación cristiana en las escuelas


11. En su declaración Gravissimum educationis, el Concilio ofreció algunos “principios
fundamentales” sobre la educación cristiana, especialmente en las escuelas. En primer lugar, la
educación, como formación de la persona humana, es un derecho universal: “Todos los hombres,
de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen el
derecho inalienable de una educación, que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente
sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y, al mismo tiempo, esté abierta a
las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad y la
paz. Mas la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin
último y al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y de cuyas
responsabilidades deberá tomar parte una vez llegado a la madurez”[6].
12. Siendo la educación un derecho de todos, el Concilio apeló a la responsabilidad de
todos. En el primer lugar se sitúa la responsabilidad de los padres y su derecho prioritario en las
elecciones educativas. La elección de la escuela debe hacerse libremente y según conciencia; de
ahí el deber de las autoridades civiles de posibilitar diferentes opciones dentro de la ley.
El Estado tiene la responsabilidad de apoyar a las familias en su derecho a elegir la escuela y su
proyecto educativo.
13. Por su parte, la Iglesia tiene el deber de educar “sobre todo, porque tiene el deber de
anunciar a todos los hombres el camino de la salvación, de comunicar a los creyentes la vida de
Cristo y de ayudarles con atención constante para que puedan lograr la plenitud de esta vida. La
Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene su vida del espíritu
de Cristo”[7]. En este sentido, la educación que la Iglesia persigue es la evangelización y el cuidado
del crecimiento de los que ya caminan hacia la plenitud de la vida de Cristo. Pero la propuesta
educativa de la Iglesia no se dirige sólo a sus hijos, sino también a todos los pueblos para
“promover la perfección cabal de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrestre
y para configurar más humanamente la edificación del mundo”[8]. La evangelización y la
promoción humana integral se entrelazan en la labor educativa de la Iglesia, “la cual no persigue
solamente la madurez de la persona humana, sino que busca, sobre todo, que los bautizados se
hagan más conscientes cada día del don de la fe mientras son iniciados gradualmente en el
conocimiento del misterio de la salvación”[9].
14. Otro elemento fundamental es la formación inicial y continua de los maestros[10]. “De
ellos depende, sobre todo, el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus
principios. Esfuércense con exquisita diligencia en conseguir la ciencia profana y religiosa avalada
por los títulos convenientes y procuren prepararse debidamente en el arte de educar conforme a
los descubrimientos del tiempo que va evolucionando. Unidos entre sí y con los alumnos por la
caridad, y llenos del espíritu apostólico, den testimonio, tanto con su vida como con su doctrina,
del único Maestro Cristo”. Su “función es verdadero apostolado […] constituyendo a la vez un
verdadero servicio prestado a la sociedad”[11].
15. El éxito del itinerario pedagógico se basa principalmente en un principio
de colaboración mutua, sobre todo entre padres y maestros. En particular, éstos últimos deben ser
un punto de referencia para la acción personal de sus alumnos, siendo deseable que “terminados
los estudios, sigan atendiéndolos con sus consejos, con su amistad e incluso con la institución de
asociaciones especiales, llenas de espíritu eclesial”[12]. A partir de estas premisas, es deseable que
exista una sana cooperación —a nivel diocesano, nacional e internacional— para fomentar entre
las escuelas católicas y no católicas la colaboración necesaria para el bien de la comunidad humana
universal.[13]
16. En lo que respecta a las escuelas católicas, la declaración conciliar marca un hito
importante, ya que, en consonancia con la eclesiología de la Lumen gentium[14], concibe las
escuelas no tanto como instituciones sino como “comunidades”. El elemento característico de la
escuela católica no es solo perseguir “los fines culturales y la formación humana de la juventud”,
sino también “crear un ambiente comunitario escolar, animado por el espíritu evangélico de
libertad y de caridad”. Por ello, la escuela católica tiene como fin “ayudar a los adolescentes para
que en el desarrollo de la propia persona crezcan a un tiempo según la nueva criatura que han sido
hechos por el bautismo”, y “ordenar últimamente toda la cultura humana según el mensaje de
salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van
adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre”[15]. De este modo, la escuela católica prepara a
los alumnos para que ejerzan su libertad de forma responsable, formándoles en una actitud de
apertura y solidaridad.

Desarrollos posteriores
17. La declaración conciliar Gravissimum educationis se propuso exponer solo “algunos
principios fundamentales sobre la educación cristiana, máxime en las escuelas”, confiando a “una
Comisión especial, una vez terminado el Concilio”[16], la tarea de desarrollarlos más
ampliamente. Este es uno de los compromisos de la Oficina Escuelas de la Congregación para la
Educación Católica, que dedicó varios documentos a profundizar en aspectos importantes de la
educación[17], en particular, el perfil permanente de la identidad católica en un mundo cambiante;
la responsabilidad del testimonio de los profesores y directivos laicos y consagrados; el enfoque
dialógico de un mundo multicultural y multireligioso. Además, las escuelas católicas no pueden
ignorar que los alumnos deben también ser iniciados “conforme avanza su edad, en una positiva y
prudente educación sexual”[18].

El perfil dinámico de la identidad de la escuela católica


18. La escuela católica vive en el curso de la historia humana. Por ello, está continuamente
llamada a seguir su flujo para ofrecer un servicio educativo adecuado a su presente. Las
instituciones educativas católicas testimonian una gran capacidad de respuesta a la diversidad de
situaciones socioculturales y asunción de nuevos métodos de enseñanza, permaneciendo fieles a
su propia identidad (idem esse). Por identidad se entiende su referencia a la concepción cristiana
de la vida[19]. La declaración conciliar Gravissimum educationis y los documentos de
profundización que le siguieron trazaron el perfil dinámico de las instituciones educativas en los
dos términos “escuela” y “católica”.
19. Como escuela, posee esencialmente las características de los institutos escolares de
todo el mundo, que, a través de una actividad educativa organizada y sistematizada, ofrecen una
cultura orientada a la educación integral de las personas[20]. De hecho, la escuela como tal, “a la
vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto
juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas,
promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre
los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la mutua comprensión”[21]. Por lo
tanto, para poderse definir escuela, una institución debe saber integrar la transmisión del
patrimonio cultural y científico ya adquirido con la finalidad educativa primaria de los individuos,
a los que hay que acompañar hacia un desarrollo integral respetando su libertad y vocación
individual. La escuela debe ser el primer ámbito social, después del familiar, en el que el individuo
tenga una experiencia positiva de relaciones sociales y fraternales como condición para convertirse
en personas capaces de construir una sociedad basada en la justicia y la solidaridad, que son
requisitos para una vida pacífica entre los individuos y los pueblos. Esto es posible a través de la
búsqueda de la verdad que es accesible a todos los seres humanos dotados de racionalidad y
libertad de conciencia como herramientas que sirven tanto en el estudio como en las relaciones
interpersonales.
20. Como católica, además de tener las características mencionadas que la diferencia de
otras instituciones eclesiales como parroquias, asociaciones, institutos religiosos, etc., la escuela
tiene una cualidad que determina su identidad específica: se trata de “su referencia a la concepción
cristiana de la realidad. Jesucristo es el centro de tal concepción”[22]. La relación personal con
Cristo permite al creyente proyectar una mirada radicalmente nueva sobre toda la realidad,
asegurando a la Iglesia una identidad siempre renovada, para fomentar en las comunidades
escolares respuestas adecuadas a las cuestiones fundamentales de toda mujer y todo hombre. Por
tanto, para todos los miembros de la comunidad escolar “los principios evangélicos se convierten
en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo metas finales”[23]. En otras
palabras, se puede decir que, en la escuela católica, además de las herramientas comunes a otras
escuelas, la razón entra en diálogo con la fe, que permite acceder también a verdades que
trascienden los datos de las ciencias empíricas y racionales por sí solas, para abrirse a la totalidad
de la verdad con el fin de responder a las preguntas más profundas del alma humana que no se
refieren solo a la realidad inmanente. Este diálogo entre la razón y la fe no constituye una
contradicción, porque, en la investigación científica, a las instituciones católicas les corresponde
“unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo
se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya
la fuente de la verdad”[24].
21. La identidad católica de las escuelas justifica su inserción en la vida de la Iglesia,
teniendo en cuenta su especificidad institucional. De hecho, la pertenencia de la escuela católica a
la misión de la Iglesia “es cualidad propia y específica, carácter distintivo que impregna y anima
cada momento de su acción educativa, parte fundamental de su misma identidad y punto central
de su misión”[25]. En consecuencia, la escuela católica “se sitúa dentro de una pastoral orgánica
de la comunidad cristiana”[26].
22. Carácter distintivo de su naturaleza eclesial es su ser escuela para todos, especialmente
para los más débiles. Así lo atestigua la historia que ha visto surgir “la mayor parte de las
instituciones educativas escolares católicas como respuesta a las necesidades de los sectores menos
favorecidos desde el punto de vista social y económico. No es una novedad afirmar que las escuelas
católicas nacieron de una profunda caridad educativa hacia los niños y jóvenes abandonados a sí
mismos y privados de cualquier forma de educación. En muchas partes del mundo, todavía hoy,
es la pobreza material la que impide que muchos niños y jóvenes sean instruidos y que reciban una
adecuada formación humana y cristiana. En otras, son nuevas pobrezas las que interpelan a la
escuela católica, la que, como en tiempos pasados, puede encontrarse con incomprensiones,
recelos y carente de medios”[27]. Esta solicitud se ha manifestado también a través de la fundación
de escuelas profesionales, que han sido un baluarte para la formación técnica basada en los
parámetros de la inteligencia manual, así como a través de una oferta formativa adaptada a las
cualidades de personas con capacidades diferentes.

El testimonio de los educadores laicos y consagrados


23. Otro aspecto importante, cada vez más relevante para lograr la formación integral de
los escolares, es el testimonio de los educadores laicos y consagrados. En efecto, “en el proyecto
educativo de la escuela católica no existe, por tanto, separación entre momentos de aprendizaje y
momentos de educación, entre momentos del concepto y momentos de la sabiduría. Cada
disciplina no presenta sólo un saber que adquirir, sino también valores que asimilar y verdades que
descubrir. Todo esto, exige un ambiente caracterizado por la búsqueda de la verdad, en el que los
educadores, competentes, convencidos y coherentes, maestros de saber y de vida, sean imágenes,
imperfectas desde luego, pero no desvaídas del único Maestro”[28].
24. El educador laico católico en las escuelas y en particular en las católicas “realiza una
tarea que encierra una insoslayable profesionalidad, pero no puede reducirse a ésta. Está
enmarcada y asumida en su sobrenatural vocación cristiana. Debe, pues, vivirla efectivamente
como una vocación”[29].
25. Para las personas consagradas “el compromiso educativo, tanto en escuelas católicas
como en otros tipos de escuelas, es […] vocación y opción de vida, un camino de santidad, una
exigencia de justicia y solidaridad especialmente con las jóvenes y los jóvenes más pobres,
amenazados por diversas formas de desvío y riesgo. Al dedicarse a la misión educativa en la
escuela, las personas consagradas contribuyen a hacer llegar al más necesitado el pan de la
cultura”[30]. “En comunión con los Pastores, desempeñan una misión eclesial de importancia vital
en cuanto que, educando, colaboran en la evangelización”[31].
26. El carácter especifico de los fieles laicos y de las personas consagradas se ve reforzado
por el hecho de compartir la misión educativa común, que no se limita a la escuela católica, sino
que “puede y debe abrirse a un intercambio enriquecedor en un ámbito mayor de comunión con la
parroquia, la diócesis, los movimientos eclesiales y la Iglesia universal”[32]. Para educar juntos
hace falta también un camino de formación común, “inicial y permanente, capaz de captar los
desafíos educativos del momento presente y de aportar los instrumentos más eficaces para poder
afrontarlos […]. Esto implica, en relación a los educadores, una disponibilidad al aprendizaje y al
desarrollo de los conocimientos, a la renovación y a la puesta al día de las metodologías, pero
también a la formación espiritual, religiosa y a la misión compartida”[33].

Educar al diálogo
27. Las sociedades actuales se caracterizan por su composición multicultural y
multireligiosa. En este contexto, “la educación se encuentra hoy ante un desafío que es central para
el futuro: hacer posible la convivencia entre las distintas expresiones culturales y promover un
diálogo que favorezca una sociedad pacífica”. La historia de las escuelas católicas se caracteriza
por la acogida de escolares de diferentes orígenes culturales y pertenencias religiosas. “Se requiere,
en este ámbito, una fidelidad valiente e innovadora al propio proyecto educativo”[34], que se
expresa a través de la capacidad de testimonio, de conocimiento y de diálogo con las diversidades.
28. Una gran responsabilidad de la escuela católica es el testimonio. “La presencia cristiana
en la realidad multiforme de las distintas culturas debe ser mostrada y demostrada, es decir, debe
hacerse visible, susceptible de ser encontrada, y debe ser actitud consciente. Hoy día, a causa del
avanzado proceso de secularización, la escuela católica se halla en situación misionera, incluso en
países de antigua tradición cristiana”[35]. Está llamada a un compromiso de testimonio a través de
un proyecto educativo claramente inspirado en el Evangelio. “La escuela, incluida la católica, no
pide la adhesión a la fe; pero puede prepararla. Mediante el proyecto educativo es posible crear las
condiciones para que la persona desarrolle la aptitud de la búsqueda y se la oriente a descubrir el
misterio del propio ser y de la realidad que la rodea, hasta llegar al umbral de la fe. Luego, a
cuantos deciden traspasarlo, se les ofrece los medios necesarios para seguir profundizando la
experiencia de la fe”[36].
29. Además del testimonio, otro elemento educativo de la escuela es el conocimiento. Tiene
el importante fin de poner en contacto a las personas con el rico patrimonio cultural y científico,
prepararlas para la vida profesional y favorecer el entendimiento mutuo. Ante las continuas
transformaciones tecnológicas y la omnipresencia de la cultura digital, la competencia profesional
debe adquirir siempre nuevas habilidades a lo largo de la vida para responder a las exigencias de
los tiempos “sin perder esa síntesis entre fe, cultura y vida, que es la clave peculiar de la misión
educativa”[37]. El conocimiento debe apoyarse en una sólida formación permanente que permita
a los profesores y directivos caracterizarse por una gran “capacidad de crear, de inventar y de
gestionar ambientes de aprendizaje ricos en oportunidades”, así como “de respetar las diversidades
de las ‘inteligencias’ de los estudiantes y de conducirlos a un aprendizaje significativo y
profundo”[38]. De hecho, acompañar a los escolares en el conocimiento de sí mismos, de sus
aptitudes y recursos interiores para que puedan vivir conscientes de sus opciones de vida no es
algo secundario.
30. La escuela católica es sujeto eclesial. Como tal, “comparte la misión evangelizadora de
la Iglesia, y es lugar privilegiado en el que se realiza la educación cristiana”[39]. Además, el
diálogo es su dimensión constitutiva ya que la misma encuentra su desarrollo precisamente en la
dinámica dialógica trinitaria, en el diálogo entre Dios y el hombre y en el diálogo entre los
hombres. Por su naturaleza eclesial, la escuela católica comparte este elemento como constitutivo
de su identidad. Por tanto, “debe practicar la ‘la gramática del diálogo’, no como un expediente
tecnicista, sino como modalidad profunda de relación”[40]. El diálogo combina la atención a la
propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto a la diversidad. De este modo, la
escuela católica se convierte en “una comunidad educativa en la que la persona se exprese y crezca
humanamente en un proceso de relación dialógica, interactuando de manera constructiva,
ejercitando la tolerancia, comprendiendo los diferentes puntos de vista, creando confianza en un
ambiente de auténtica armonía. Se establece así la verdadera ‘comunidad educativa’, espacio
agápico de las diferencias”[41]. El papa Francisco ha dado tres indicaciones fundamentales para
favorecer el diálogo, “el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad de las
intenciones. El deber de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo real sobre la base de
la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al otro. La valentía de la alteridad, porque
al que es diferente, cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un enemigo, sino que
se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina convicción de que el bien de cada uno
se encuentra en el bien de todos. La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto
expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el
camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en
cooperación”[42].
Una educación en salida
31. El papa Francisco, dando resonancia al Concilio Vaticano II, ante los desafíos
contemporáneos, reconoce el valor central de la educación, que forma parte del amplio proyecto
pastoral de una “Iglesia en salida” que “acompaña a la humanidad en todos sus procesos”,
haciéndose presente en una educación “que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino
de maduración en valores”[43]. Con pasión educativa, el Papa llama la atención sobre algunos
elementos básicos.

La educación es “movimiento”
32. La educación es una polifonía de movimientos. En primer lugar, parte de un movimiento
de equipo. Cada uno colabora según sus talentos personales y asume sus responsabilidades,
contribuyendo a la formación de las nuevas generaciones y a la construcción del bien común. Al
mismo tiempo, la educación desencadena un movimiento ecológico, ya que contribuye a la
recuperación de diferentes niveles de equilibrio: el equilibrio interior con uno mismo, el equilibrio
solidario con los demás, el equilibrio natural con todos los seres vivos, el equilibrio espiritual con
Dios. También da lugar a un importante movimiento inclusivo. La inclusión, que “es una parte
integral del mensaje salvífico cristiano”[44], no es sólo una propiedad, sino también un método de
educación que acerca a los excluidos y vulnerables. A través de ella, la educación alimenta
un movimiento pacificador, que genera armonía y paz[45].

Un pacto educativo global


33. Estos movimientos convergen para contrarrestar una emergencia
educativa generalizada[46]cuyo origen reside en la ruptura del “pacto educativo” entre
instituciones, familias y personas. Estas tensiones reflejan también una crisis en las relaciones y
en la comunicación entre generaciones, una fragmentación social que se hace aún más evidente
por la primacía de la indiferencia. En este contexto de cambio de época, el papa Francisco propone
un pacto educativo global que sepa encontrar respuestas convincentes a la actual “metamorfosis
no sólo cultural sino también antropológica que genera nuevos lenguajes y descarta, sin
discernimiento, los paradigmas que la historia nos ha dado”[47].
34. El camino del pacto educativo global tiende a favorecer las relaciones interpersonales,
reales, vivas y solidarias. De este modo, inicia un proyecto a largo plazo destinado a formar
personas dispuestas a ponerse al servicio educativo de su comunidad. Una pedagogía concreta —
basada en el testimonio, el conocimiento y el diálogo— es un punto de partida para el cambio
personal, social y medioambiental. Por ello, se necesita un “pacto educativo amplio y capaz de
transmitir no sólo el conocimiento de contenidos técnicos, sino también, y sobre todo, una
sabiduría humana y espiritual, hecha de justicia” y comportamientos virtuosos “capaces de ser
realizados en la práctica”[48].
35. Una alianza educativa global se hace concreta también a través de la armonía de la
coparticipación. Esta tiene su origen en un profundo sentido de la implicación, entendido como
una “plataforma que permita que todos se comprometan activamente en esta labor educativa, cada
uno desde su especificidad y responsabilidad”[49]. Esta invitación adquiere un gran valor para las
familias religiosas con carisma educativo, que a lo largo de los tiempos han dado vida a tantas
instituciones educativas y formativas. La difícil situación vocacional puede vivirse como una
oportunidad para trabajar juntos, compartiendo experiencias y abriéndose al reconocimiento
mutuo. De este modo no se pierde de vista el objetivo común ni se dispersan las energías positivas
para “acomodarse a las necesidades y desafíos de cada tiempo y lugar”[50].

Educar a la cultura del cuidado


36. Esta capacidad de adaptación encuentra su razón de ser en la cultura del cuidado, que
nace en la “familia, núcleo natural y fundamental de la sociedad, donde se aprende a vivir en
relación y en respeto mutuo”[51]. La relación familiar se extiende a las instituciones educativas,
que están llamadas “a transmitir un sistema de valores basado en el reconocimiento de la dignidad
de cada persona, de cada comunidad lingüística, étnica y religiosa, de cada pueblo y de los
derechos fundamentales que derivan de estos. La educación constituye uno de los pilares más
justos y solidarios de la sociedad”[52]. La cultura del cuidado se convierte en la brújula a nivel
local e internacional para formar personas dedicadas a la escucha paciente, al diálogo constructivo
y al entendimiento mutuo[53]. Así se crea el “tejido de las relaciones a favor de una humanidad
capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad”[54].

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