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About, Edmond. La Nariz de Un Notario

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EDMUNDO ABOUT

LA NARIZ DE UN NOTARIO

TRADUCCIÓN DE CARLOS DE PINEDA


BUENOS AIRES

1916

INDICE

I.—El oriente y el occidente se acometen: la sangre corre ya.

II.—La caza del gato.

III.—Donde defiende el notario su pellejo con más éxito.

IV.—Chebachtián Romagné.

V.—Grandeza y decadencia.
VI.—Historia de unas gafas y consecuencias de un catarro
nasal.

A M. ALEJANDRO BIXIO

Permitidme, señor, que encabece este humilde trabajo con el


nombre ilustre y querido de un hombre que ha consagrado
toda su vida a la causa del progreso; de un padre que ha
ofrecido sus dos hijos a la liberación de Italia; de un amigo
que se ha apresurado a darme una prueba de simpatía al
siguiente día de Gaetana.

E. A.

LA NARIZ DE UN NOTARIO
I

EL ORIENTE Y EL OCCIDENTE SE ACOMETEN: LA


SANGRE CORRE YA

Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal


que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna,
el notario más notable de Francia. En la época aquella
contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, y
poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada
y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio
admirable. Su nariz (la parte más prominente de su cuerpo),
se retorcía majestuosa en forma de pico de águila. Aunque
alguno no me crea, su nítida corbata blanca le sentaba a
maravilla. ¿Era debido esto a que la usaba desde su más
tierna infancia, o porque se surtía de ellas en alguna tienda
afamada? Yo opino que eran ambas razones a un tiempo.

Una cosa es atarse en torno del cuello un pañuelo de


bolsillo blanco, hecho una torcida, y otra muy distinta
formar, con arte y perfección, un espléndido nudo de
inmaculada batista, cuyas puntas iguales, almidonadas sin
exceso, se dirigen simétricamente a derecha e izquierda.
Una corbata blanca elegida con acierto y anudada con
esmero no es un adorno sin gracia; todas las mujeres os
dirán lo mismo que yo. Pero no basta anudársela con
maestría y con primor; es preciso, además, saberla llevar;
esto es cuestión de práctica. ¿Por qué parecen los obreros
tan torpes y desmañados el día que se casan? Porque suelen
colocarse para el acto de la boda una corbata blanca sin
previa preparación.

Se acostumbra uno en seguida a llevar los más exorbitantes


tocados: una corona por ejemplo. El soldado Bonaparte
recogió una que el rey de Francia había dejado caer en la
plaza de Luis XV: colocósela él mismo, sin que nadie le
hubiese dado lecciones, y Europa declaró que aquel tocado
no le sentaba muy mal. Animado por el éxito, no tardó
en introducir la moda de las coronas en el círculo de su
familia y de sus íntimos. Todos los que le rodeaban se la
encasquetaron, o así lo pretendieron por lo menos. Pero
este hombre extraordinario no pasó nunca de ser un porta-
corbatas mediocre. El vizconde de C***, autor de varios
poemas en prosa, había estudiado bien la diplomacia, o sea
el arte de ponerse la corbata con fruto.

Asistió, en 1815, a la revista de nuestro último ejército,


algunos días antes de la campaña de Waterloo; y, ¿sabéis lo
que más llamó su atención en aquella fiesta heroica en que
se desbordó el entusiasmo desesperado de un gran pueblo?
Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada.

Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido


medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert,
y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de
Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía
de notario por derecho de herencia. Hacía más de dos siglos
que esta ilustre familia se transmitía, de varón en varón, el
estudio de la calle de Verneuil con la más elevada clientela
del faubourg Saint-Germain.

El cargo no había sido cotizado, toda vez que jamás había


salido de la familia; pero, a juzgar por los beneficios de los
cinco últimos años, no era posible evaluarlo en menos de
trescientos mil escudos. Es decir, que producía un promedio
anual de unas noventa mil libras. Desde hacía más de dos
siglos todos los primogénitos de la familia habían sabido
llevar la corbata blanca con tanta desenvoltura como llevan
los cuervos sus mejores plumas negras, los borrachos
su amoratada nariz, o los poetas sus raídas vestimentas.
Heredero legítimo de un nombre y de una fortuna, el
joven Alfredo había mamado en los pechos de su madre
la elegancia y distinción, al par que los buenos principios.
Despreciaba tanto como se merecen las innovaciones
políticas introducidas en Francia a partir de la catástrofe
de 1879. A su juicio, la nación francesa componíase de
tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión
respetable y compartida hoy aún por un reducido número
de senadores. Se colocaba modestamente a sí mismo en uno
de los primeros puestos del estado llano, no sin sustentar
ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza.
Sentía un profundo desprecio hacia el grueso de la nación
francesa, ese hacinamiento de obreros y campesinos que
recibe el nombre de pueblo, o de vil plebe. Procuraba
rozarse con él todo lo menos posible, por respeto a su
amable persona, a quien cuidaba y quería con pasión. Sano,
esbelto y vigoroso como un sollo de río, estaba convencido
de que aquella gentuza era una especie de morralla creada
por la Providencia expresamente para nutrir a los señores
sollos.

Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas;


estimado en el Palacio, en el círculo, en la cámara de
notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en
la sala de armas; buen tirador de punta y de contrapunta;
excelente bebedor y amante generoso, mientras tenía el
corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango;
acreedor bondadoso, mientras cobraba los intereses de su
capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir, limpio
como un luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los
domingos a los oficios de Santo Tomás de Aquino, y los
lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más
perfecto gentleman de su época, así en lo físico como en lo
moral, a no ser por una deplorable miopía que le condenaba
a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de
oro y las más finas, ligeras y elegantes que salieron jamás
de los talleres del celebre Mateo Luna, del muelle de los
Plateros?

No las llevaba siempre puestas, colocándoselas tan sólo en


su despacho, o en casa de sus clientes, cuando tenía que
leer alguna escritura. No es necesario decir que los lunes,
miércoles y viernes, al entrar en el templo de la danza,
tenía muy buen cuidado de desenmascarar sus bellos ojos.
Ningún cristal bicóncavo velaba en semejantes ocasiones, el
brillo encantador de sus pupilas. Es muy cierto que no veía
gota, y que saludaba a veces a una figuranta tomándola por
una estrella; pero marchaba siempre con el aire resuelto de
un Alejandro al entrar en Babilonia. Por eso las muchachas
del cuerpo de baile, que se complacen en poner remoquetes
a las personas, lo habían bautizado con el sobrenombre de
Vencedor. Un turco muy grueso, secretario de la embajada
de su país, era conocido entre ellas por el mote de Tranquilo;
un consejero de Estado se llamaba Melancólico; un secretario
general del ministerio de***, muy vivo y bullidor, era
conocido por M. Turlu, y por eso Elisita Champagne,
conocida también por Champagne II, recibió el nombre de
Turlurette cuando salió de los corifeos para elevarse al rango
de sujeto.

El párrafo precedente va a dar mucho que pensar a mis


lectores de provincias (si es que tengo la suerte de que
este relato traspase alguna vez las fortificaciones de
París). Oyendo estoy desde aquí las miles de preguntas
que dirigen al autor mentalmente. «¿Qué se entiende por
el templo de la danza? ¿Y por cuerpo de baile? ¿Y por
estrellas de la Opera? ¿Y por corifeos? ¿Y por sujetos? ¿Y
por figurantas? ¿Qué secretarios generales son esos que
se codean con tales gentes, a trueque de que les pongan
remoquetes? Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre
de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo
L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la
danza?»

¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre


de posición y de sólidos principios. El templo de la danza
era, en aquellos tiempos, un amplio salón cuadrado,
rodeado de viejas banquetas de terciopelo rojo, en el que
se daban cita los hombres más distinguidos de París. A
él concurrían no solamente los banqueros, los secretarios
generales y los consejeros de Estado, sino hasta duques
y príncipes, diputados y prefectos, y los senadores más
partidarios del poder temporal del Papa; sólo faltaban los
prelados. Veíanse en él ministros casados, y hasta los más
casados de todos los ministros. Al decir que se veían no
quiero significar que los he visto yo mismo; desde luego
comprenderéis que los pobres periodistas no entraban
en aquel lugar como en el molino. Un ministro tenía en
sus manos las llaves de aquel salón de las Hespéridos, y
nadie podía penetrar en él sin la venia de Su Excelencia.
¡Por eso tenían que ver las rivalidades, los celos y las
intrigas! ¡Cuántos gabinetes han sido derribados bajo los
más diversos pretextos, pero, en el fondo, porque todos
los hombres de Estado tenían la pretensión de reinar en el
templo de la danza! ¡No os imaginéis, sin embargo, que
todos estos personajes acudían a aquel lugar atraídos por
el cebo de los placeres ilícitos! Su intención se limitaba a
fomentar un arte eminentemente aristocrático y político.

El transcurso de los años es posible que haya hecho cambiar


todo esto, porque las aventuras del señorito L'Ambert
no datan de la semana pasada. No quiere decir esto, sin
embargo, que se remonten a ninguna época antidiluviana;
pero razones de alta conveniencia impídenme precisar la
fecha exacta en que este funcionario ministerial cambió
su nariz aguileña por una nariz recta. Por eso he dicho en
aquellos tiempos, hablando de una manera vaga como los
fabulistas. Contentaos con saber que la acción tiene lugar en
cierta época de los anales del mundo, comprendida entre el
incendio de Troya por los griegos y el del palacio de estío,
de Pekín, por el ejército inglés: dos memorables etapas de la
civilización europea.

Un contemporáneo y cliente del señorito L'Ambert, el


marqués de Ombremule, decía en el Café Inglés cierta
noche:

—Lo que nos distingue del común de los hombres es el


fanatismo que sentimos por el baile. La canalla se desvive
por la música. Se cansa de aplaudir cuando escucha las
óperas de Rossini, de Donizetti y de Auber: diríase que un
millón de notas, revueltas en sabrosa ensalada, tiene un
no sé qué que halaga los oídos de esas gentes. Llevan su
ridiculez hasta el extremo de cantar ellos mismos, con sus
roncas y estridentes voces, y la policía les permite que se
reúnan en ciertos anfiteatros para destrozar algunas arias.
¡Buen provecho les haga! En cuanto a mí, jamás me detengo
a escuchar una ópera; me contento con mirarla; voy a ver
la parte plástica, que es la única que me divierte, y me
marcho después. Mi respetable abuela me ha contado que
todas las damas encopetadas de su tiempo sólo iban a la
Opera atraídas por el baile, y no regateaban sus aplausos
a los bailadores. Nosotros, a nuestra vez, protegemos a las
bailarinas: ¡maldito él que piense mal!

La duquesita de Biétry, joven, linda y olvidada, tuvo la


debilidad de reprochar a su esposo los hábitos que había
aprendido en la Opera:

—¿No os da vergüenza de abandonarme en un palco, con


todos vuestros amigos, para correr no sé adónde?

—Señora—respondiole él,—cuando se tienen fundadas


esperanzas de lograr una embajada, ¿no es lo más natural
que estudiemos la política?

—Convenido; pero creo que habrá en París mejores escuelas


para ello.

—Ninguna. Aprended, querida mía, que la danza y


la política son hermanas gemelas. El tratar de agradar
constantemente, el cortejar al público, y tener siempre el
ojo fijo sobre el director de orquesta, y refrenar su propio
semblante, y cambiar a cada instante de traje y de color, y
saltar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y
volverse con rapidez, y caer nuevamente de pie, y sonreír,
en fin, con los ojos llenos de lágrimas, ¿no es, acaso, dicho
en pocas palabras, el programa del baile y la política?

La duquesa sonrió, perdonó y se echó un amante.

Los grandes señores, como el duque de Biétry, los hombres


de Estado como el barón de F..., los grandes millonarios
como el diminuto señor St..., y los simples notarios como
el héroe de esta historia, codeábanse en el templo de la
danza y entre los bastidores del teatro. Ante la sencillez
e ignorancia de estas ochenta ingenuas que componen el
cuerpo de baile, son iguales todos ellos. Se les conoce con
el nombre de abonados, se les sonríe gratuitamente, se
cuchichea con ellos en los rincones, se aceptan sus confites,
y hasta sus diamantes, como galanterías sin consecuencias y
que a nada comprometen a las que los reciben. La gente se
imagina sin razón que es la Opera un mercado de placeres
y una escuela de libertinaje. Nada de eso: se encuentran allí
virtudes en mayor número que en ningún otro teatro de
París. ¿Por qué? porque la virtud es allí más apreciada que
en ninguna otra parte.

¿No es cosa interesante el estudiar de cerca este pequeño


pueblo de jóvenes, casi todas ellas de humildísima
procedencia, y a quienes el talento o la belleza pueden
elevar en un momento a las más encumbradas esferas
del arte? Muchachitas de catorce a diez y seis años de
edad, la mayor parte de ellas alimentadas con pan seco
y con manzanas verdes en una buhardilla de obreros o
en la garita de un portero, vienen al teatro con vestidos
de tartán y con zapatos viejos, y su primer cuidado es
correr a mudarse de traje, sin que nadie pueda notarlo.
Un cuarto de hora después, bajan al templo de la danza
esplendorosas, radiantes, cubiertas de seda, de gasas y
de flores, todo a costa del Estado, y más brillantes que los
ángeles, las hadas y las huríes de nuestros sueños. Los
ministros y los príncipes les besan las manos y se manchan
sus irreprochables trajes negros con el albayalde que ellas
llevan en los brazos. Se recitan a sus oídos madrigales
nuevos y viejos que sólo a veces comprenden. Algunas
suelen tener talento natural y da gusto hablar con ellas.
Estas no duran allí mucho tiempo.

Un campanillazo indiscreto llama a las hadas al teatro; la


muchedumbre de abonados las acompaña la entrada del
escenario, las retiene y entretiene detrás de los bastidores
móviles. Hay virtuoso de estos que desafía la caída las
decoraciones, las manchas de petróleo los quinqués y los
más diversos miasmas por el placer de oír murmurar a una
vocecita ronca estas encantadoras palabras:

—¡Demonio! ¿Cómo me duelen los pies!

Levántase el telón y las ochenta reinas efímeras mariposean


gozosas bajo las ardientes miradas de un público
entusiasmado. Cada una de ellas ve, o cree adivinar, dos,
tres, diez adoradores más o menos conocidos. ¡Cuánto
disfrutan mientras permanece levantado el telón! Se
consideran hermosas, están ataviadas ricamente, ven todos
los gemelos fijos en sus personas, sienten la admiración que
producen y no tienen que temer los silbidos ni la crítica.

Por fin suenan las doce de la noche y cambia la decoración


como en los cuentos de hadas. La Cenicienta sube con su
hermana mayor, o con su madre, hacia las económicas
cumbres de Batignolles o de Montmartre. ¡La pobre cojea
un poquito! El lodo inmundo salpica sus medias grises. La
excelente madre de familia que ha cifrado sus esperanzas
todas en esta querida hija, no cesa, durante el camino, de
inculcarle sabias máximas de moderación y moral.

—Marcha siempre derecha por el camino de la vida, hija


mía—le dice,—¡cuidado con tropezar! Mas si el implacable
destino te tiene deparada esa desgracia, ¡cuida mucho de
caer sobre un lecho de rosas!

No siempre son escuchados estos prudentes consejos. A


veces el corazón puede más que la cabeza, y se han visto
bailarinas casadas con bailadores. Se dan casos de jóvenes,
bellas como la Venus de Anadyomene, renunciar a cien mil
francos en joyas por unirse ante el altar con un empleado
de dos mil. Otras abandonan a la suerte el cuidado de su
porvenir y labran la desesperación de sus familias. Unas
esperan a que llegue el 10 de abril para disponer de su
corazón, porque se han jurado a sí mismas a ser juiciosas
hasta los diez y siete años. Otras encuentran un protector de
su gusto y no se atreven a confesárselo: temen la venganza
de un consejero refrendario que ha jurado matarla, y
suicidarse en seguida, si ama a otro que no sea él. Claro que
lo ha dicho en broma, como podréis comprender; pero en
este mundo especial se toman las palabras en serio. ¡Qué
supina ignorancia y sencillez es la de estas muchachas! Hay
quien ha oído disputar a dos jóvenes de diez y seis años
sobre la nobleza de su origen y la categoría social de sus
respectivas familias.

—¡Miren la impertinente!—decía la mayor de ellas;—¡los


aretes de su madre son de plata y los de mi padre de oro!

Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado


mariposeando mucho tiempo de la morena a la rubia,
había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos
azules. La señorita Victorina Tompam era honesta, como
se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de serlo.
Excelentemente educada, por otra parte, era incapaz de
adoptar una resolución extrema sin antes consultar a sus
padres. De unos seis meses acá, se veía constantemente
asediada muy de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-
Bey, el corpulento turco de veinticinco años de edad, a
quien hemos dicho que designaban con el remoquete
de Tranquilo. Ambos le habían espetado muy razonados
discursos, en los que su porvenir jugaba papel importante.
La respetable señora Tompain había logrado, sin embargo,
que su hija se conservase en un justo medio, esperando
que uno de los rivales se decidiese a plantear el asunto en
forma de negocio. El turco era un buen muchacho, honrado,
decente y tímido. Esto no obstante, habló al fin, y fue
escuchado.

Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño


contecimiento, excepto el señorito L'Ambert, que había
marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un
tío suyo. Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina
Tompain poseía un brazalete de brillantes, unas dormilonas
de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente
de su cuello a manera de araña de salón. Ya hemos dicho
al principio que el notario era miope; así es que no pudo
ver nada de lo que debía haber notado en seguida, ni aun
siquiera las sonrisas picarescas con que fue acogido a su
entrada. Anduvo dando vueltas de un lado para otro,
charlando sin cesar alegremente, y deslumbrando a todo
el mundo, como siempre, con su proverbial elegancia,
esperando con impaciencia la terminación del baile y la
salida de las jóvenes. Habíanse cumplido sus cálculos: el
porvenir de la señorita Victorina se hallaba asegurado,
gracias a su excelente tío de Poitiers, que había tenido la
inmejorable idea de morirse en el momento más oportuno.
Lo que se conoce en París con el nombre de pasaje de la
Opera es una red de galerías más o menos estrechas, más
o menos alumbradas, de muy diversos niveles, que unen
el bulevar, y las calles Lepeletier, Drouot y Rossini. Un
largo corredor, descubierto en su mayor parte, se extiende,
desde la calle Drouot a la calle Lepeletier, normalmente
a las galerías del Barómetro y del Reloj. En su parte más
baja, a dos pasos de la calle Drouot, ábrese la puerta falsa
del teatro, la entrada nocturna de los artistas. Cada dos
días, a eso de la media noche, una oleada de trescientas
o cuatrocientas personas pasa tumultuosa ante los ojos
vivarachos del digno papá Monge, conserje de este paraíso.
Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines
y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores,
administradores y abonados salen juntos a la calle en
confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot,
los otros suben la escalera que conduce, por una galería
descubierta, a la calle Lepeletier.

A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería


del Barómetro, Alfredo L'Ambert esperaba fumando un
cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo,
con un fez escarlata, aspiraba a intervalos iguales el
humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de un
dedo. Alrededor de ellos, más de veinte pisaverdes, unos
paseando nerviosos, otros, con más calma, a pie firme,
esperaban igualmente cada uno por su lado. Y los cantantes
atravesaban tarareando, y las sílfides, arrastrando un
poco el pie, pasaban cojeando, y, de minuto en minuto,
una sombra femenina, negra, parda o marrón, deslizábase
entre los escasos mecheros de gas, desconocida para todos,
excepto para los ojos del amor.

Las parejas se reconocen, se abordan y se marchan sin


despedirse de los otros. Pero, ¿qué ocurre? he aquí un ruido
extraño y un tumulto inusitado. Dos sombras han pasado
veloces, dos hombres han corrido, dos fuegos de cigarro se
han aproximado uno a otro; se han oído dos voces exaltadas
y el estruendo de una rápida querella. Los paseantes se han
amontonado en un punto; mas no han encontrado a nadie.
Maese Alfredo L'Ambert se dirige, completamente solo,
hacia su carruaje, que le aguarda en el bulevar; y a la luz de
un farol lee, encogiéndose de hombros, esta tarjeta de visita,
salpicada de sangre:
AYVAZ-BEY

SECRETARIO DE LA EMBAJADA OTOMANA

Calle de Granelle Saint-Germain, 100.

Escuchad lo que iba diciendo entre dientes el atildado


notario de la calle de Verneuil:

—¡Maldita aventura! ¡Que me lleve el diablo si sospechaba


siquiera que le hubiese dado derechos a este animal de
turco!... porque, ¡vaya si lo es!... Pero, ¿por qué no me habré
puesto las gafas?... Parece que le he pegado un puñetazo en
la nariz... Sí, sin duda: su tarjeta está manchada de sangre,
y mi mano lo está también. Heme aquí frente a un turco por
una imperdonable torpeza; porque yo no tengo motivos
para querer mal a ese pobre muchacho... La chica, por otra
parte, me es del todo indiferente... ¡Que se la quede en buen
hora! ¡Degollarse dos personas decentes por la señorita
Victorina Tompain!... El maldito puñetazo es lo que no tiene
arreglo...
Esto decía entre dientes, entre sus treinta y dos dientes
más blancos y afilados que los de un lobo. Ordenó a su
cochero que se retirase a casa, y se dirigió, a paso lento,
hacia el círculo de los Caminos de Hierro. Allí encontró
dos amigos y les refirió su aventura. El anciano marqués
de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el
joven Enrique Steimbourg, agente de cambio, juzgaron
unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo.

II

LA CAZA DEL GATO

Un filósofo turco ha dicho:

«No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la


nariz son los más desagradables de todos.»

Y el mismo pensador, añadió con razón en el capítulo


siguiente:

«Pegar a un enemigo delante de la mujer a quien ama, es


pegarle dos veces: le hieres en el cuerpo y en el alma.»

He aquí por qué el paciente Ayvaz-Bey enrojecía de cólera


mientras acompañaba a la señorita Tompain y a su madre
al piso que les había amueblado. Despidiose de ellas a la
puerta, subió con rapidez a un carruaje, y se hizo conducir,
derramando abundante sangre, a casa de su colega y amigo
Ahmed.

Ahmed se hallaba entregado al sueño, bajo la salvaguardia


de un negro fiel; pero, si bien es verdad que está escrito:
«No despertarás a tu amigo cuando duerma», escrito está
también: «Pero despiértale si hay peligro para él o para ti»,
y se procedió a despertar al buen Ahmed.

Este era un turco de elevada estatura, de unos treinta y


cinco años de edad, muy flaco y delicado, con largas piernas
arqueadas; pero, por lo demás, un muchacho excelente,
dotado de talento natural. Por más que digan, hay también
gentes de mérito entre los turcos. Cuando descubrió la
cara ensangrentada de su amigo, empezó por hacerle traer
una gran aljofaina de agua fresca, porque está escrito: «No
deliberes antes de haber lavado tu sangre: tus pensamientos
serían confusos e impuros.»

Limpio ya, mas no tranquilo, contó Ayvaz a su amigo la


aventura, ardiendo en santa cólera. El negro que escuchaba
su relato, ofreciose en seguida a tomar su kandjar, e ir a
matar a L'Ambert. Ahmed-Bey le dio las gracias por sus
buenas intenciones, y lo echó a puntapiés de la estancia.

—¿Y qué haremos ahora?—preguntó el bueno de Ayvaz;—


¿qué haremos, amigo mío?

—Una cosa muy sencilla—replicó el interrogado:—mañana


por la mañana le cortaré la nariz. La ley del Talión está
escrita: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por nariz.»

Advirtiole Ahmed que el Korán era, sin duda alguna, un


buen libro; pero que estaba ya un poco anticuado. Los
principios del honor han cambiado desde los tiempos de
Mahoma. Aparte de que, aun queriendo, aplicar la ley al pie
de la letra, Ayvaz sólo tendría que devolver un puñetazo al
señor L'Ambert.

—¿Con qué derecho le cortarías la nariz si él no te ha


cortado la tuya?

¿Pero quién sería capaz de hacer entrar en razón a un


hombre joven a quien acaban de apabullar la nariz en
presencia de su amante? Ayvaz sentía sed de sangre, y
Ahmed tuvo que halagarle sus deseos.

—Sea—le dijo.—Representamos a nuestro país en el


extranjero, y no debemos recibir una afrenta sin dar una
gallarda prueba de valor. Pero, ¿cómo podrás batirte en
duelo con el señor L'Ambert, con arreglo a la costumbre de
este país? Jamás has manejado una espada.

—¿Qué haría yo con una espada? Quiero cortarle las


narices, te repito, y una espada no me serviría para eso...

—Si al menos tirases bien con pistola...

—Pero, ¿estás loco? ¿cómo habría de cortar a ese insolente


las narices con una pistola? Yo... ¡Sí, es cosa resuelta! Ve a
entrevistarte con él, y concierta el duelo para mañana. ¡Nos
batiremos a sable!

—Pero, desdichado, ¿qué harás tú con un sable? No dudo


de tu valor, pero te digo, sin que mis palabras te ofendan,
que no tienes la fuerza de Pons.

—¡Qué importa eso! Levántate y ve a decirle que tenga a mi


disposición su nariz mañana por la mañana.

El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo


para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en
vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea,
como al poder temporal los pontífices romanos? Vistiose,
pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-
Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose
conducir al hotel del señorito L'Ambert. La hora no podía
ser menos oportuna, pero Ayvaz no quería desperdiciar un
solo instante.

El dios de las batallas tampoco lo quería; por lo menos,


todo induce a creerlo así. En el momento en que el primer
secretario iba a llamar a la puerta de maese L'Ambert,
tropezose con el enemigo en persona, que regresaba a pie,
conversando con sus dos testigos.

Al divisar el señorito L'Ambert los bonetes encarnados


de nuestros dos personajes, comprendió a qué habían
venido, saludolos cortésmente y tomó la palabra con cierta
altanería, no exenta de distinción.

—Caballeros—les dijo,—como soy el único habitante de


este hotel, no temo equivocarme al suponer que me hacéis
el honor de venir a mi domicilio. Soy L'Ambert, si me
permitís que me presente yo mismo.

Llamó, empujó la puerta, atravesó el patio con sus cuatro


acompañantes, y los condujo a su despacho. Allí dieron sus
nombres los dos turcos, presentoles el notario a sus amigos,
y se alejó para que pudiesen tratar el asunto con entera
libertad.

En nuestro país no puede efectuarse ningún duelo


sin contar con la voluntad, o por lo menos con el
consentimiento, de seis personas. En el caso presente, sin
embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería
decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero
no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una
bailarina de la Opera, comprometería gravemente los
prestigios de su bien acreditado bufete. El marqués de
Villemaurin, anciano refinado y persona competentísima en
materias de honor, dijo que el duelo es un acto noble en el
que todo, desde el principio hasta el fin de la partida, debe
ser extremadamente correcto. Ahora bien, un puñetazo
en la nariz por una señorita Victorina Tompain constituía
el más ridículo comienzo que se puede imaginar. Por otra
parte, afirmó por su honor, que el señor Alfredo L'Ambert
no había visto a Ayvaz-Bey, ni había tenido intención de
pegarle a él ni a nadie. El señor L'Ambert había creído
reconocer a dos señoras, y se había acercado con viveza a
saludarlas.

Al llevarse la mano al sombrero, había dado un fuerte


golpe, sin la menor intención, a una persona que venía
en sentido opuesto. Se trataba, por lo tanto, de una
imperdonable torpeza, de un incidente sencillo, sin la
menor importancia, que no pueden jamás constituir una
ofensa. Dada la posición social y educación de maese
L'Ambert, no podía nadie suponerle capaz de dar un
puñetazo a Ayvaz-Bey. Su bien conocida miopía y la
semioscuridad del pasaje eran las culpables de todo. En fin,
el señor L'Ambert, accediendo a los deseos de sus testigos,
estaba dispuesto a declarar, en presencia de Ayvaz-Bey, que
lamentaba muy de veras el haberle causado daño de una
manera completamente involuntaria.

Este razonamiento, tan justo de por sí, acrecentó la


autoridad, por todos reconocida, del orador. Era el señor de
Villemaurin uno de esos caballerosos sujetos que parecen
haber sido respetados por la muerte para recordarnos
los usos de las edades históricas en estos tiempos de
degeneración que atravesamos. Según su fe de bautismo,
no contaba nada más que setenta y nueve abriles; pero,
por los hábitos y costumbres de su cuerpo y de su espíritu,
pertenecía sin duda al siglo xvi. Pensaba, hablaba y obraba
como si hubiese servido en el ejército de la Liga y traído
a mal traer al Bearnés. Realista convencido y católico
austero, era tan implacable en sus odios como apasionado
en sus afecciones. Su valor, su lealtad, su rectitud, y su
caballerosidad hasta cierto punto exagerada, causaban la
admiración de la juventud inconsciente de hoy. Nada le
causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los
chistes por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos
tolerante, el menos amable y el más honrado de todos los
ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después
de las jornadas de julio; pero se alejó de Holy-Rood, al
cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de
Francia no tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó la
absoluta, y se cortó para siempre los bigotes, que conservó
en una especie de joyero, con la siguiente inscripción: Mis
bigotes de la Guardia Real. Sus subordinados todos, oficiales
y soldados, sentían por él gran estima, pero también gran
terror. Referíase en secreto que este hombre inflexible había
metido en el calabozo a su hijo único, joven militar de
veintidós años de edad, por un acto de insubordinación. El
muchacho, digno hijo de tal padre, negose resueltamente
a ceder, cayó enfermo y murió en el calabozo. Este nuevo
Bruto lloró a su hijo, erigiole una tumba suntuosa, y lo
visitó con inconcebible regularidad diez veces por semana,
sin olvidar este deber en ninguna época ni edad; pero no
se encorvó bajo el peso de sus remordimientos. Marchaba
derecho, erguido; ni la edad ni el dolor habían logrado
doblar sus anchas y robustas espaldas.

Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los


ejercicios de su juventud, que tenía más fe en el juego de
pelota que en los médicos, para conservar imperturbable
salud. A los setenta años habíase casado, en segundas
nupcias, con una joven noble y pobre, que le había hecho
padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo
bien pronto. El amor a la vida, tan poderoso en los viejos de
esta edad, sólo medianamente preocupábale, a pesar de ser
dichoso en la tierra. Había tenido su último lance de honor
a los setenta y dos años, con un bravo coronel de cinco pies
y seis pulgadas de estatura, a consecuencia de una cuestión
política, según unos, y de celos conyugales, según otros.
Cuando un hombre de su rango y su carácter abrazaba
la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre
el notario y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y
ordinario, la paz parecía firmada de antemano.

Tal fue el parecer de M. Enrique Steimbourg, que no era


ni lo bastante joven, ni lo suficientemente curioso para
desear a toda costa el espectáculo de un duelo; y los dos
turcos, hombres de buen sentido, aceptaron, de un modo
provisional, la reparación que se les ofrecía, pero pidieron
que se les autorizara para ir a consultar con Ayvaz. Los
otros dos, entretanto, esperaron allí mismo que regresasen
de la embajada. Eran las cuatro de la madrugada; pero
el marqués no quiso dormir, pues no se lo permitía su
conciencia; estaba decidido a dejarlo todo arreglado antes
de meterse en la cama.

Empero el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras


de conciliación de sus amigos, sufrió un terrible acceso de
cólera verdaderamente turca.

—¡Ni que estuviera yo loco!—exclamó, blandiendo el


chibuquí de jazmín que le hiciera compañía,—¿Pretenderéis
persuadirme de que he sido yo quien con la nariz ha
dado un golpe en el puño a M. L'Ambert? Él fue quien me
agredió, y la prueba es que se ofrece a presentarme sus
excusas. ¿Pero a qué tanto hablar? ¿no es suficiente prueba
la sangre que he derramado? ¿Puedo acaso olvidar que
Victorina y su madre han sido testigos de mi afrenta?... ¡Oh,
amigos míos! ¿no me queda otro remedio que morir, si no le
corto hoy mismo la nariz a mi ofensor!

De mejor o peor grado, fue preciso reanudar las


negociaciones sobre esta base algo ridícula. Ahmed y el
intérprete tenían el espíritu lo bastante razonable para
vituperar a su amigo, pero poseían también un corazón
demasiado caballeresco para abandonarle en la mitad
del camino. Si el embajador, Hamza-Bajá, se hubiese
encontrado en París, hubiera zanjado la cuestión sin duda
alguna, imponiendo su autoridad; pero, desgraciadamente,
desempeñaba al mismo tiempo las embajadas de Francia y
de Inglaterra, y se hallaba entonces en Londres. Los testigos
del bueno de Ayvaz anduvieron yendo y viniendo, entre la
calle de Granelle y la de Verneuil, sin lograr que el asunto
avanzase lo debido, hasta las siete de la mañana. A esta
hora, perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos:

—¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con


haberme birlado a la Tompain, se complace en hacerme
pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez
pudiera creer que tengo miedo de cruzar con él mi acero.
Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos de dejar
zanjado el asunto esta misma mañana. Haré enganchar el
carruaje en diez minutos, y nos marcharemos a dos leguas
de París. Aplicaré a mi turco el correctivo merecido, en
menos tiempo del que se tarda en contarlo, y antes que los
periodicuchos que viven del escándalo se den cuenta del
lance, estaremos de vuelta en mi despacho.
Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones;
pero acabó por confesar que M. L'Ambert se veía obligado
a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto,
y merecía una severa lección. Ninguno dudaba de que el
belicoso notario, ventajosamente conocido en todas las salas
de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar
a aquel osmanlí la cortesía francesa.

—Amigo mío—decía el anciano Villemaurin a su cliente,


dándole palmaditas sobre el hombro,—nuestra situación
es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el
derecho. ¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso:
poseéis un corazón animoso, y una mano firme y rápida.
Acordaos tan sólo de que no debemos tirarnos nunca a
fondo; porque el duelo se ha hecho para corregir a los
necios, mas no para destruirlos. Sólo los torpes matan a sus
adversarios so pretexto de enseñarles a vivir.

La elección de armas correspondía en buen derecho al


excelente Ayvaz; pero el notario y sus testigos pusieron
mala cara al enterarse de que había escogido el sable.
—Es el arma predilecta de los militares—dijo el
marqués,—o el arma de los burgueses que no quieren
batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable!

Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se


trajeron dos sables del cuartel del muelle de Orsay, y
quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña
aldea de Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux.
Eran las ocho y media.

Todos los parisienses conocen este lindo grupo de


doscientas casas cuyos habitantes son más ricos, más
limpios y más instruidos que la generalidad de los
aldeanos. Cultivan la tierra como jardineros, y no como
campesinos, y los campos de su término parecen en
primavera un pequeño paraíso terrenal. Un prado de fresas
floridas se extiende, cual manto argentado, entre un prado
de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele
el perfume penetrante de la acacia, tan agradable al olfato
de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de
Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar
a paso lento, con una regadera en cada mano, son casi todos
pequeños capitalistas.
Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina del
puchero, y prefieren el pollo asado. Pagan el sueldo de
un instituidor y un médico comunal, construyen, sin
necesidad de levantar empréstitos, un ayuntamiento y una
iglesia, y votan a mi espiritual amigo el doctor Veron, en
las elecciones municipales. Sus muchachas son preciosas, si
no me es infiel la memoria. El sabio arqueólogo Cubaudet,
archivero de la subprefectura de Sceaux, asegura que
Parthenay es una colonia griega, y que su nombre se deriva
de la palabra Parthemos, virgen o mujer joven (expresiones
sinónimas entre los pueblos cultos). Pero esta digresión nos
aleja del bueno de Ayvaz.

Llegó el primero al lugar de la cita, todavía encolerizado.


¡Con qué furor paseaba por la plaza de la aldea, esperando
al enemigo! Ocultaba bajo sus vestidos dos formidable
yataganes, de finísimas hojas de Damasco. ¿Qué digo de
Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan una
barra de hierro con igual facilidad que si se tratase de un
espárrago, con tal de que sean manejadas por un brazo
vigoroso. Ahmed-Bey y el fiel intérprete seguían a su amigo
y le daban los más sabios consejos: atacar con prudencia,
descubrirse lo menos posible, comenzar la partida con un
salto, en fin, cuantas recomendaciones pueden hacerse a un
novicio que se presenta por primera vez en la liza, sin haber
aprendido a tirar.

—Gracias por vuestros consejos—respondía el obstinado;—


pero no necesito tantos requisitos para cortarle las narices a
un notario.

El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre


dos cristales de gafas, a la puerta de un carruaje. Pero M.
L'Ambert no descendió, limitándose a saludar. El marqués
echó pie a tierra, y vino a decir a Ahmed-Bey:

—Conozco un sitio excelente, a veinte minutos de aquí;


tened la amabilidad de subir nuevamente al carruaje, con
vuestros amigos, y seguirnos.

Tomaron los beligerantes un camino transversal, y


descendieron a un kilómetro del caserío.

—Señores—dijo el marqués,—podemos ir a pie hasta aquel


bosquecillo que allí veis. Los cocheros pueden esperarnos
aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico;
pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de
traernos el de la localidad.

El cochero del turco era uno de esos merodeadores


parisienses que circulan después de media noche bajo un
número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta
de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar. El muy
truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le mandaban
detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo
de las mantas.

—¡Buena suerte, caballero!—le dijo al valiente Ayvaz.—


Nada tenéis que temer, porque yo doy la suerte a mis
clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno
que había muerto a su adversario. Por cierto que me dio
veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy refiriendo!

—Yo te daré cincuenta—respondiole Ayvaz,—si quiere Dios


que realice la venganza que medito.

M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado


conocido en las salas de esgrima de París para haber
tenido jamás ninguna ocasión de batirse. Por eso, en el
verdadero terreno del honor, era tan nuevo como Ayvaz:
se comprende, por lo tanto, que aunque hubiese vencido
en diferentes asaltos a los maestros y prebostes de varios
regimientos de caballería, experimentase una sorda
trepidación, que no era miedo, pero que producía efectos
análogos a éste. La conversación durante el camino había
sido animada: había hecho gala ante sus amigos de una
alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido
tres o cuatro cigarros, y arrojádolos al poco de empezados.
Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso
firme, demasiado firme tal vez. En el fondo de su alma
sentía cierta aprensión completamente viril, completamente
francesa: desconfiaba de su sistema nervioso, y temía no
parecer todo lo valiente que era.

Parece que las facultades del alma se multiplican en los


momentos críticos de la vida. Por eso a M. L'Ambert,
a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el
pequeño drama en que iba a representar tan importante
papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior,
los que hubieran pasado completamente inadvertidos
para él en circunstancias ordinarias, atraían y retenían su
atención con un poder irresistible. A sus ojos, la naturaleza
se hallaba iluminada por una nueva luz, más clara, más
transparente, más límpida, más cruda que la luz apagada
del sol. Su preocupación subrayaba, por decirlo así, todo lo
que sus ojos veían. En una revuelta del sendero, descubrió
un gato que caminaba a paso lento por entre dos hileras
de grosellas: uno de esos gatos tan comunes en las aldeas,
largo, flaco, de piel blanca llena de manchas rojizas; uno
de esos animales medio salvajes que a favor de los cuales
hacen renuncia sus amos, con una esplendidez nada
común, de todos los ratones que atrapan. El que atrajo la
atención de L'Ambert había visto, sin duda, que la morada
de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y buscaba en
plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del
señorito L'Ambert, después de haber errado algún tiempo
a la ventura, sintiéronse atraídos y como fascinados por
el gesto de aquel gato. Observolo atentamente, admiró
la flexibilidad de sus músculos, el vigoroso perfil de sus
mandíbulas, y creyó hacer un descubrimiento trascendental,
digno de un naturalista, observando que el gato es un tigre
en miniatura.

—¿Qué diablo miráis en ese punto?—preguntole el


marqués, dándole, con cariño, una palmada en el hombro.

Volvió el notario a la realidad de la vida, y respondió con el


tono más desenvuelto del mundo:

—Ese estúpido animal me ha distraído. No podéis


imaginaros, marqués, los estragos que estas bestias
ocasionan en la caza. Se comen más nidadas que perdigones
tiramos nosotros. ¡Si tuviese una escopeta!...

Y acompañando el gesto a la palabra, hizo ademán de


echarse la escopeta a la cara, señalando al animal con el
dedo. El gato comprendió la intención, dio un salto atrás
y fugose, para reaparecer doscientos pasos más lejos,
lavándose la cara, entre unas matas de colsa, como si
aguardase a los parisienses.

—¿Te has propuesto seguirnos?—exclamó el notario


repitiendo la amenaza. La prudentísima bestia huyó de
nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque
donde iban a batirse. M. L'Ambert, con la superstición del
jugador que va a exponer una suma importante, quiso
ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra;
mas, como errase el golpe, el gato trepó a un árbol, y allí se
estuvo quedo.

Entretanto, los testigos habían elegido el terreno y echado


a suerte los puestos. El mejor tocó a M. L'Ambert. La
suerte quiso también que se empleasen sus armas, y no los
yataganes japoneses, que tal vez le hubiesen impuesto.

A Ayvaz todo le tenía sin cuidado: cualquier arma era


buena para él. Contemplaba la nariz de su enemigo como
mira el pescador una trucha apetitosa suspendida del
extremo de su caña. Despojose vivamente de la ropa que
no consideró indispensable, arrojó sobre la hierba su fez
rojo y su levita verde, y se arremangó hasta el codo las
mangas de la camisa. Es de suponer que los turcos más
dormidos se despierten al tintineo de las armas. Aquel
grueso muchachote, cuya fisonomía no tenía nada de
paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus
ojos lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués,
retrocedió dos pasos, y entonó en idioma turco una
improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la
amabilidad de anotar y traducirnos:
—Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al
malvado que me ofende! La sangre se lava con sangre.
Me heriste con la mano, yo te heriré con el sable. Tu rostro
mutilado hará reír a las mujeres hermosas: Schelosser
y Mercier, Thibert y Savile, te volverán la espalda con
desprecio. Perderás para siempre el perfume de las rosas de
Izmir. ¡Que Mahoma me dé fuerzas, que el valor no tengo
que pedírselo a nadie! ¡Hurra! ¡que armado estoy para el
combate!

Dicho esto, lanzose sobre su adversario, atacándole en


tercia o en cuarta, pues no entiendo una palabra de estas
andanzas, ni él, ni su adversario, ni los testigos tampoco.
Pero una oleada de sangre brotó de la punta del sable, unas
gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió aligerada su
cabeza del peso de su nariz. Quedábale aún de ella una
parte para muestra, mas, tan insignificante, que no merece
la pena de que la mencionemos siquiera.

M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez


en seguida para echar a correr, con la cabeza agachada,
como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento,
un cuerpo opaco cayó desde lo alto de una encina. Un
minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el
sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea.
Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay.

—¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario


de París precisa vuestros servicios con urgencia. Colocaos
nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro
cráneo pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre
vuestros rojos carrillos, como el rocío sobre dos peonías en
flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de
vuestro respetable traje negro!

Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para


entrar en funciones sin demora. Hablaba a tontas y a locas,
con voz temblorosa y jadeante.

—¡Bondad divina!...—decía.—Dios os guarde, señores;


reconózcanme como un nuevo servidor. ¿Acaso está
permitido ponerse de esta manera? ¡Esto es una mutilación,
demasiado bien lo veo! Decididamente, ya es tarde para
tratar de reconciliaros: el mal no tiene remedio, ya está
hecho. ¡Ah, señores, señores! ¡la juventud jamás dejará de
ser joven! Yo también estuve a punto de dejarme arrastrar
por el criminal deseo de mutilar o destruir a un semejante.
Fue en 1820. ¿Y qué hice, señores míos? Pues darle toda
clase de excusas. De excusas, sí, y me jacto mucho de ello,
y con tanto más motivo cuanto que toda la razón estaba
de mi parte. ¿No habéis leído, por ventura, las admirables
páginas de Rousseau contra el duelo? Son verdaderamente
irrefutables: un trozo admirable de crestomatía moral y
literaria. Y observad que Rousseau no dijo todavía en este
asunto la última palabra. Si hubiese estudiado el cuerpo
humano, esta obra maestra de la creación, esta imagen
admirable de Dios sobre la tierra, habría demostrado, sin
duda, que es gran pecado destruir un conjunto tan perfecto.
Y no lo digo, en verdad, por la persona que ha recibido
el golpe. ¡Dios me libre de tal cosa! ¡Tendría, sin duda,
razones poderosas que respeto! ¡Pero si se supiese cuánto
trabajo nos cuesta a los pobrecitos médicos el curar la más
insignificante herida! Cierto que de eso vivimos, y de las
enfermedades; pero, a pesar de todo, preferiría privarme
de muchas cosas y no comer nada más que una tajada de
tocino y un trozo de pan moreno, a tener que ser testigo de
los sufrimientos del prójimo.

El marqués interrumpió sus clamores.


—Vaya, doctor—le dijo,—que la ocasión no es la más
oportuna para filosofar. Este hombre se desangra como
un buey, y es preciso, ante todo, tratar de contener la
hemorragia.

—Sí, señor—replicó vivamente el medicucho,—¡la


hemorragia! esa es la verdadera palabra. Felizmente, todo
lo tengo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática,
preparada según la fórmula de Brocchieri; yo la prefiero a la
de Lechelle.

Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert,


que se había sentado al pie de un árbol y sangraba con
tristeza.

—Caballero—le dijo entre profundas reverencias,—podéis


creerme que lamento sinceramente el no haber tenido el
honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento
menos desagradable que este.

Levantó melancólicamente la cabeza el señorito L'Ambert, y


contestole con acento dolorido:
—Doctor, ¿perderé la nariz?

—No, señor, no la perderéis. ¡Válgame Dios, caballero!


¿cómo podríais perderla de nuevo, si la habéis perdido ya?

Y mientras se expresaba de esta suerte, vertía el agua de


Brocchieri sobre una compresa.

—¡Cielos!—exclamó de repente,—tengo una idea, caballero.


Puedo responderos del órgano tan útil como agradable que
acabáis de perder.

—¡Hablad pronto, por favor! Mi fortuna será entera para


vos. ¡Ah, doctor! antes que vivir desfigurado de esta suerte,
es preferible morir.

—Eso suele decirse... ¡pero vamos a ver! ¿dónde está el


trozo de nariz que os han cortado? No soy yo un cirujano
de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré
de hacer volver las cosas a su primitivo estado.

El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y


corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de
M. Steimbourg. Los turcos, que se paseaban juntos y
cariacontecidos, porque el fuego de Ayvaz-Bey habíase
extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus
antiguos enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los
combatientes habían pisoteado la fresca y naciente hierba;
recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario
no hubo forma de encontrarlas. En cambio, vieron un gato,
el horrible gato blanco con manchas rojizas, que se relamía
con placer los labios ensangrentados.

—¡Maldición!—exclamó el marqués, señalando al animal.

Todo el mundo comprendió el gesto y la exclamación.

—¿Será tiempo todavía?—preguntó el notario.

—Tal vez—contestó el médico.

Y todos corrieron hacia el gato. Pero el astuto animal no


estaba por dejarse cazar, y corrió a su vez como alma que
lleva el diablo a sus talones.
Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni
volverá a ver tampoco, una caza semejante. Un marqués,
un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de
aldea, un lacayo con gran librea y un notario sangrando en
su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras un miserable
gato. Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas,
y cuantos objetos encontraban al alcance de sus manos,
atravesaron los caminos y los claros, y se internaron,
bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque.
Ya agrupados, ya dispersos; unas veces escalonados sobre
una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la
bestia; apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos,
trepando a los árboles, destrozándose el calzado con las
raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas
de los arbustos, arrollábanlo todo como una tempestad;
pero el gato endiablado corría más que el viento. En dos
ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas
logró escapar, forzando el cerco. Un momento pareció como
rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer
saltar de un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas.
El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz sobre él, alcanzolo
en pocos saltos y lo agarró por la cola. Pero el tigre en
miniatura conquistó su libertad mediante un terrible
zarpazo, y escapó fuera del bosque.

Entonces comenzó la persecución a través de la llanura. Si


largo era el camino que llevaban ya recorrido, inmensa era
la planicie que, en forma de tablero de ajedrez, se extendía
delante de los cazadores y de su codiciada presa.

El calor era sofocante; gruesos nubarrones negros se


amontonaban por occidente; el sudor corría copioso por
todas las frentes; pero nada fue capaz de detener el furor de
aquellos ocho hombres.

M. L'Ambert, lleno todo de sangre, no cesaba de animar


a sus compañeros con el gesto y con la voz. Los que
nunca han visto a un notario corriendo tras sus narices
no podrán hacerse cargo de su ardor. ¡Adiós frambuesas
y fresas! Por dondequiera que pasaba el alud, quedaba la
cosecha apabullada, destruida, aniquilada; todo eran flores
mustias, brotes rotos, ramas tronchadas, tallos pisoteados.
Sorprendidos los campesinos por la invasión de aquel
azote nunca visto, arrojaban las regaderas, llamaban a sus
vecinos, reclamaban el auxilio de los guardias rurales,
exigían que les indemnizasen los daños y perjuicios, y
lanzábanse en persecución de los cazadores.

¡Victoria! ¡el gato ya está preso! Hase arrojado a un pozo.


¡Cubos! ¡cuerdas! ¡escalas! Todos abrigan la esperanza,
la casi seguridad de recuperar las narices del señorito
L'Ambert intactas o poco menos. Mas ¡ay! que este pozo no
es un pozo como todos los demás. Es la boca de una cantera
abandonada cuyas galerías forman una vasta red de más de
diez leguas, y se extienden en todas direcciones, hallándose
en comunicación con las catacumbas de París.

Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los


campesinos las indemnizaciones que exigen, y se emprende
el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial.

Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un


pato, y ya recuperada la calma por completo, vino a ofrecer
su mano a M. L'Ambert.

—Caballero—le dijo,—lamento sinceramente que mi


obstinación haya llevado las cosas hasta este extremo. La
Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida
por su culpa, y hoy mismo rompo con ella, pues no podría
verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois
testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como
asimismo estos señores, por devolveros lo perdido. Ahora,
permitidme esperar que este accidente no sea del todo
irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que
existen en París cirujanos más hábiles que él; creo haber
oído decir que la cirugía moderna poseía secretos infalibles
para restaurar las partes del cuerpo humano mutiladas o
perdidas. M. L'Ambert aceptó, con el humor que pueda
suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se
hizo conducir al faubourg Saint-Germain en compañía de
sus dos amigos.

III

DONDE DEFIENDE EL NOTARIO SU PELLEJO CON MÁS


ÉXITO

El cochero de Ayvaz-Bey era un hombre dichoso si los hay.


Aquel bribón empedernido fue menos sensible a la propina
de cincuenta francos que al placer de haber conducido a su
cliente a la victoria.

—¡En verdad que me agrada la manera que tenéis de


arreglar a las personas!—le dijo al bueno de Ayvaz.—Bueno
es saber cómo las gastáis. Si alguna vez os piso un pie, me
apresuraré a pediros mil perdones en el acto. Ese pobre
señor se verá negro si quiere tomar rapé. ¡Vamos, vamos! si
alguien vuelve alguna vez a sostener ante mí que los turcos
son unos torpes, ya sabré qué responderle. ¿No os dije que
os daría buena suerte? Eso me sucede siempre. Conozco,
en cambio, un viejo que le ocurre lo contrario: da siempre
la mala pata a sus clientes. Ni por casualidad conduce
una vez sola al terreno del honor a nadie que salga ileso...
¡Arre, pajarita! ¡vamos, que conduces a un héroe! ¡Hoy te
envidiarían los caballos de los césares de Roma!

Estas burlas crueles no lograron desarrugar el entrecejo


de los turcos, y el cochero, en vista de que sus palabras no
hacían gracia, adoptó el prudente partido de callarse.

En otro carruaje infinitamente más elegante y mucho mejor


entroncado, lamentábase el notario en presencia de sus dos
amigos.

—Todo concluyó para mí—les decía;—soy hombre muerto;


no me queda otro recurso que saltarme la tapa de los sesos.
¿Cómo presentarme de nuevo en sociedad, en la Opera,
ni en ningún otro teatro? ¿Queréis que comparezca ante el
mundo con esta cara grotesca y lamentable, que excitará en
unos la risa y en otros la compasión?

—¡Bah!—respondiole el marqués,—la gente se acostumbra


a todo. Y, en último caso, si el mundo nos causa espanto,
permanecemos en casa.

—¡Permanecer siempre en casa! ¡bonito porvenir!


¿Imagináis, por ventura, que han de venir las mujeres a
buscarme a domicilio, en el estado en que me encuentro?

—¡Os casaréis! He conocido a un teniente de coraceros que


había perdido un brazo, una pierna y un ojo. Cierto que no
era el terror de los maridos, ni el ídolo de las mujeres; pero
se casó con una buena muchacha, ni fea ni bonita, que lo
quiso con toda su alma, y lo hizo dichoso por completo.
No debió de parecerle al notario demasiado consoladora
semejante perspectiva, porque exclamó con acento
desesperado:

—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

—¡Demontre!—exclamó el marqués,—¡qué importancia


concedéis a las mujeres! ¡Ni que ellas lo fuesen todo! Hay
en el mundo otras cosas agradables. ¡Se dedica uno a mirar
por su salud, qué diablo! A encarrilar su alma, a cultivar su
espíritu, a hacer bien a su prójimo, a llenar los deberes de su
estado. ¡No es preciso poseer una nariz prominente para ser
buen cristiano, buen padre de familia y buen notario!

—¡Notario!—replicó él con amargura poco disimulada,—


¡notario! En efecto, eso aun lo soy. Ayer era un hombre de
mundo, un verdadero gentleman, y, hasta puedo decirlo
prescindiendo de falsas modestias, un caballero cuyo trato
se disputaban todos. Hoy sólo soy un notario. ¿Y quién sabe
si lo seguiré siendo mañana? Una indiscreción del lacayo
bastaría para divulgar esta estúpida aventura. Con dos
palabras que diga cualquier periódico, la justicia se verá
obligada a perseguir a mi adversario, y a sus testigos, y a
vosotros mismos, señores. Y heme entonces aquí conducido
ante el tribunal correccional, y teniéndole que referir dónde,
cuándo y por qué he perseguido a la señorita Victorina
Tompain. Suponed un escándalo semejante, y decidme si el
notario podrá sobrevivirle.

—Amigo mío—le dijo el marqués,—os asustáis de peligros


imaginarios. Las gentes de nuestro mundo, de este mundo
a que vos pertenecéis también, poseen el derecho de
rebanarse el cuello impunemente. El ministerio público
cierra los ojos cuando se trata de nuestras querellas, y no
hay justicia que valga. Comprendo que se metan un poco
con los periodistas, los artistas y otros seres de condición
inferior cuando se permiten tirar de la espada: conviene
recordar a esas gentes que tienen puños para batirse, y
que basta con creces esta arma para vengar la clase de
honor que poseen. Pero porque un caballero se conduzca y
proceda como tal, la justicia no tiene nada que decir, y nada
dice. Yo he tenido unos quince o veinte lances desde que
dejé el servicio, y algunos, en verdad, bien desgraciados
para mis adversarios; y, sin embargo, ¿habéis leído mi
nombre alguna vez en la Gaceta de los Tribunales?
M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert
que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos
sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil
desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a
aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida
de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le
habían hecho ganar. Pero era un buen muchacho y hombre
de bastante talento, e hizo, a su vez, algunos razonamientos
acertados al notario, para consolarle en su aflicción. A su
entender, M. de Villemaurin ponía las cosas peor de lo que
ya estaban: existían otros recursos. Decir a M. L'Ambert
que quedaría desfigurado para toda su vida, era desesperar
demasiado pronto de la ciencia.

—¿De qué nos serviría haber nacido en el siglo XIX, si


el menor accidente hubiera de ser, como antaño, un mal
irreparable? ¿Qué superioridad tendríamos entonces
sobre los hombres de la Edad de Oro? No blasfememos
del nombre sacrosanto del progreso. La cirugía operatoria
se halla, gracias a Dios, más floreciente que nunca en la
patria de Ambrosio Paré. El buen doctor de Parthenay
nos ha citado los nombres de ciertos ilustres maestros que
descuellan por la habilidad con que reparan con éxito
las injurias que sufre el cuerpo humano. Ya estamos a las
puertas de París; enviaremos a preguntar a la farmacia
más próxima, y en ella nos darán la dirección de Velpeau
o de Huguier; vuestro lacayo irá a buscar en seguida a
cualquiera de estas dos eminencias, y os lo traerá a vuestra
casa. Tengo la seguridad de haber oído decir que los
cirujanos rehacen un labio, un párpado o una oreja: ¿es
acaso más difícil restaurar una nariz?

Por muy vaga que fuese esta esperanza, reanimó, sin


embargo, al infeliz notario, que había dejado de sangrar
hacía ya media hora. La idea de volver a ser lo que era y de
reanudar el curso normal de su vida, prodújole una especie
de delirio. ¡Qué verdad es que nadie sabe apreciar la dicha
de estar completo hasta que no la ha perdido!

—¡Ah, amigos míos!—exclamó frotándose las manos de


esperanza,—mi fortuna pertenece al hombre que me cure.
Por grandes que sean los tormentos que me esperen, los
sufriré gustoso si me garantizan el éxito. ¡Ni el dolor ni los
gastos me harán retroceder!
Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de
la calle de Verneuil, mientras buscaba su lacayo la dirección
de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le
condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para
ir a tranquilizar a su mujer y a sus hijas, que no le habían
vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.

Solo consigo mismo, ante un espejo de Venecia que le


mostraba sin piedad su nueva imagen, cayó Alfredo
L'Ambert en un abatimiento profundo. Aquel hombre
fuerte, que no lloraba jamás en el teatro por ser cosa
propia de las gentes del pueblo; aquel gentleman de frente
bronceada, que había enterrado a sus padres con la
impasibilidad más serena, lloró la mutilación de su bella
persona, y se bañó en lágrimas de egoísmo.

Su lacayo vino a arrancarle de su amargo dolor


prometiéndole la visita de M. Bernier, cirujano del Hospital,
miembro de la Sociedad de Cirugía y de la Academia de
Medicina, profesor de clínica, etc., etc. El criado había ido a
buscar al más próximo, y no anduvo desacertado, porque
M. Bernier, si bien no estaba a la altura de los Velpeau,
los Manee y los Huguier, ocupaba un lugar muy honroso
inmediatamente después de ellos.

—¡Que venga!—exclamó M. L'Ambert.—¿Por qué no


está aquí ya? ¿Creen, por ventura, que me encuentro en
situación de esperar?

Y se echó a llorar de nuevo. ¡Llorar en presencia de sus


domésticos! ¿Es posible que un sablazo modifique en tales
términos las costumbres de un hombre? Seguramente
era preciso que el arma del buen Ayvaz, al cortar el canal
nasal, hubiese conmovido el saco lagrimal y los tubérculos
mismos.

Enjugose el notario los ojos para leer un grueso volumen


en 12º, que le habían traído con urgencia de parte de M.
Steimbourg. Era la Cirugía operatoria, de Ringuet, excelente
manual enriquecido con unos trescientos grabados. M.
Steimbourg había comprado el libro, al dirigirse a la Bolsa,
y se lo enviaba a su cliente para tranquilizarle sin duda.

Pero el efecto que le produjo su lectura fue muy otro de lo


que se había supuesto. Cuando hubo hojeado el notario las
primeras doscientas páginas, y visto desfilar ante sus ojos
la serie lamentable de ligaduras, amputaciones, resecciones
y cauterizaciones, dejó caer el libro y se echó en una
butaca, apretando los ojos con horror. Mas esta precaución
no evitole seguir viendo pieles seccionadas, músculos
separados por pinzas, miembros seccionados a grandes
tajos, huesos aserrados por manos de operadores invisibles.
Los rostros de los operados que se ven en los dibujos
anatómicos, parecíanle tranquilos, resignados, insensibles
al dolor, y preguntábase si tal dosis de valor podía ser
compatible con la naturaleza de las almas humanas. Seguía
viendo, sobre todo, al cirujano de la página 89, todo vestido
de negro, con un cuello de terciopelo en su levita. Este
fantástico ser tiene la cabeza redonda y algo grande, la
frente despejada, y asierra con esmero y seriedad los dos
huesos de una pierna viva.

—¡Monstruo!—exclamó, sin poder contenerse, M.


L'Ambert.

Y en aquel mismo instante, vio entrar al monstruo en


persona, y el criado anunció a M. Bernier.

El notario retrocedió, reculando, hasta el rincón más oscuro


de su cuarto, con los ojos desmesuradamente abiertos, la
mirada extraviada, y extendiendo hacia adelante los brazos,
como para rechazar a un enemigo. Castañeteando los
dientes, murmuró con voz sofocada, como en las novelas de
Javier de Montepin:

—¡Él! ¡él! ¡él!

—Caballero—dijo el doctor,—siento haberos hecho


aguardar, y os suplico que os calméis. Ya conozco el
accidente de que acabáis de ser víctima, y me atrevo a
esperar que el mal tenga remedio. Pero nada podremos
hacer si tenéis miedo de mí.

La palabra miedo tiene siempre un sonido desagradable


para los oídos franceses. M. L'Ambert descargó con el pie
un fuerte golpe sobre el suelo, avanzó decididamente hacia
el doctor, y le dijo con una risita demasiado nerviosa para
ser natural.

—¡Vamos, doctor! tenéis, al parecer, ganas de broma.


¿Tengo cara, por ventura, de cobarde? Si lo fuese, no
me hubiera puesto en el trance esta mañana de que me
descompletasen mi pobre humanidad. Pero, mientras os
estaba esperando, he hojeado un libro de cirugía, y acababa
en este momento de ver en él la figura de un cirujano que
tiene cierto parecido con vos, cuando, al entrar, me habéis
hecho el efecto de un aparecido. Añadid a esta sorpresa
las emociones sufridas esta mañana, y quién sabe si acaso
también algún movimiento febril, y me perdonaréis lo que
de raro hayáis notado en la acogida que os hice.

—¡En hora buena!—dijo M. Bernier, recogiendo el libro


del suelo.—¡Ah! ¡leíais a Ringuet! Es muy amigo mío.
Recuerdo, efectivamente, que me hizo representar en un
grabado, con arreglo a un croquis de Leveillé. Pero sentaos,
por favor.

Calmose un poco el notario y refirió al doctor los


acontecimientos de la jornada, sin echar en olvido el
incidente del gato que, por decirlo así, habíale hecho perder
por segunda vez su tan llorada nariz.

—Es una gran desgracia—observó el cirujano,—pero es


posible repararla en el término de un mes. Supuesto que
tenéis en vuestro poder el libro de Ringuet, poseeréis
seguramente algunas nociones de cirugía.

M. L'Ambert confesó que no había llegado aún a ese


capítulo.

—Pues bien—replicó M. Bernier,—voy a condensároslo en


cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer la nariz
a los imprudentes que la han perdido.

—¿Pero es de veras, doctor?... ¿es posible ese milagro?...


¿Ha encontrado la cirugía la manera de...?

—Ha encontrado tres sistemas nada menos. Descartemos


el método francés, pues no lo considero aplicable al
caso vuestro. Si la pérdida de sustancia fuese menos
considerable, podría despegar los bordes de la herida,
avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos de primera
intención. Mas no hay que pensar en esto.

—De lo que me alegro infinito—contestole el notario.—


No podéis imaginaros, doctor, hasta qué punto la idea de
heridas avivadas y de bordes suturados me descomponen
los nervios. ¡Examinemos otros medios más suaves, yo os lo
ruego!

—La cirugía raramente procede con dulzura; pero, en fin,


os queda la elección entre el sistema indio y el italiano.
El primero consiste en cortar en la piel de vuestra frente
una especie de triángulo, con el vértice hacia abajo y la
base hacia arriba, con el cual se fabrica la nueva nariz. Se
despega este trozo de piel en toda su extensión, salvo el
vértice inferior que debe permanecer adherido. Se le hace
girar sobre este vértice, a fin de que me quede siempre hacia
fuera la epidermis, se le rebate hacia abajo y se cosen sus
bordes a los de la herida. En otros términos, puedo haceros
otra nariz bastante presentable a expensas de vuestra
frente. El éxito de la operación es casi cierto; pero siempre
conservaréis en la frente una extensa cicatriz.

—No quiero cicatrices, doctor; no las quiero a ningún


precio. Os digo más, doctor (y perdonadme esta debilidad),
desearía que, a ser posible, no me hicieseis ninguna
operación. Acabo de sufrir una hace poco, de manos de ese
turco condenado, y, para prueba, ya basta. Se me hiela la
sangre al recordar la sensación solamente. Tengo tanto valor
como cualquier otro hombre, mas tengo nervios también.
La muerte no me asusta, pero el sufrimiento me aterra.
Matadme, si queréis, pero, ¡por Dios no me cortéis más
nada!

—Caballero—replicole el doctor, con cierto dejo de ironía,—


si tal prevención sentís contra las operaciones, hubierais
debido llamar a un médico homeópata en vez de hacer
venir a un cirujano.

—No os burléis de mí, doctor. No he sabido reprimirme


ante la idea de la operación india. Los indios son salvajes
y tienen una cirugía digna de ellos. ¿No habéis hablado
también de un sistema italiano? No me agradan los
italianos por su política. Son un pueblo ingrato, que ha
observado la conducta más negra con sus legítimos amos;
pero, en materia de ciencia, no siento ninguna prevención
contra esos bribones.

—Muy bien—respondió el doctor,—optad, si os place, por


el método italiano. Da a veces resultados excelentes, pero
exige una inmovilidad y paciencia de la que tal vez no seáis
capaz.
—Si sólo se trata de inmovilidad y paciencia, os respondo
en absoluto de mí.

—¿Sois capaz de permanecer, por espacio de treinta días, en


una posición extremadamente molesta?

—Sí.

—¿Con la nariz cosida al brazo derecho?

—Sí.

—En ese caso, os cortaré del brazo un trozo triangular de


piel, de quince o diez y seis centímetros de longitud, por
diez u once de anchura...

—¿Que me cortaréis a mí ese trozo de piel?

—Sin duda.

—¡Pero eso es espantoso, doctor! ¡desollarme vivo! ¡sacarme


el pellejo a tiras! ¡eso es bárbaro, inhumano, propio de la
Edad Media, digno sólo de Shiloock, el judío de Venecia!
—Lo de menos es la herida del brazo. Lo difícil es
permanecer cosido a sí mismo por espacio de treinta días.

—A mí sólo me horroriza el corte del escalpelo. Cuando


se ha sentido ya el frío de la hoja de acero al penetrar en la
carne viva, se horripila uno al pensarlo. Una vez, y nada
más, mi querido doctor.

—Siendo así, caballero, no hay nada que aquí exija mi


presencia: Os quedaréis sin nariz para toda vuestra vida.

Esta especie de condena sumió al pobre notario en


profunda consternación, que le hizo recorrer la estancia a
grandes pasos, mesándose los cabellos de su hermosa y
rubia cabellera como un loco.

—¡Mutilado!—exclamaba, llorando;—¡mutilado para


siempre! ¡No hay remedio para mí! ¡Si existiese alguna
droga, algún tópico misterioso cuya virtud devolviera la
nariz a los que la han perdido, lo compraría a peso de oro!
¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! Hasta sería capaz de
fletar para ello un buque si no hubiera otro remedio. ¡Pero
nada! ¿de qué me sirve ser rico? ¿de qué sirve que seáis
un cirujano ilustre, si toda vuestra habilidad y todos mis
sacrificios no sirven absolutamente para nada? ¡Riqueza,
ciencia! ¡he aquí dos palabras hueras!

Pero M. Bernier le respondía de vez en cuando, con


imperturbable calma:

—Permitidme que os corte un trozo de piel del brazo, y os


reconstruiré la nariz.

M. L'Ambert pareció decidirse un instante. Quitose


la levita y arremangose la manga de la camisa; pero
cuando vio abierto el estuche del cirujano, y brillaron
ante sus aterrados ojos las hojas relumbrantes de treinta
instrumentos de suplicio, palideció intensamente y se
desplomó, desmayado, sobre una butaca. Algunas gotas de
agua con vinagre le devolvieron el conocimiento, mas no la
resolución.

—No pensemos más en esto—dijo recuperando la calma.—


Nuestra generación posee toda clase de valores, mas se
arredra ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos
han criado envueltos entre nubes de algodón en rama.

Pocos instantes después, aquel joven, que profesaba los más


religiosos principios, púsose a blasfemar de la Providencia.

—En realidad—exclamó,—el mundo es una gran


trapisonda, ¡bendigamos por ello al Creador! Con mis
doscientos mil francos de renta, me quedaré para el resto
de mi vida tan chato como una calavera; en tanto que mi
portero, que no tiene jamás en el bolsillo diez escudos,
lucirá la nariz de un Apolo de Beldevere. ¡La Suprema
Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no acertó a prever
que un turco me cortaría la cabeza por saludar a la señorita
Victorina Tompain! Hay en Francia tres millones de
pordioseros, todos los cuales juntos no valen medio franco,
¡y no puedo yo comprar a peso de oro la nariz de cualquiera
de esos miserables!... Y, después de todo, ¿por qué?

Su rostro iluminose por un rayo de esperanza, y añadió, con


tono más dulce:

—Mi anciano tío de Poitiers, en su última enfermedad,


se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la
vena cefálica mediana: un antiguo servidor prestose a
suministrársela. Mi bella tía Giromagny, cuando aún
conservaba su belleza, hizo arrancar un incisivo a una de
sus doncellas más hermosas para reemplazar un diente
que acababa de perder. Este expediente dio un resultado
magnífico, y no costó arriba de tres luises. Doctor, vos me
habéis dicho que, a no ser por la trastada de ese maldito
gato, hubierais podido colocarme nuevamente la nariz en
su sitio, cosiéndomela con cuidado. ¿Me lo habéis dicho, o
no?

—Sin duda, y os lo repito.

—Y si lograse comprar la nariz de algún pobre diablo,


¿podríais también colocármela en reemplazo de la mía?

—Claro está que podría...

—¡Oh, magnífico!

—Pero no me prestaría a hacerlo, ni ninguno de mis colegas


tampoco.
—¿Y por qué, queréis decirme?

—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy


estúpido que sea, o muy hambriento que se halle el paciente
para consentir en ello.

—A la verdad, doctor, que confundís mis nociones relativas


a lo justo y a lo injusto. Yo me hice reemplazar, cuando fui
llamado a filas, mediante un centenar de luises, por una
especie de alsaciano, de pelo alazán tostado. A mi hombre
(porque era bien mío) hubo de llevarle la cabeza una bala
de cañón, el 30 de abril de 1849. Y como dicha bala me
estaba destinada a mí por la suerte, puedo decir con verdad
que el alsaciano en cuestión vendiome su cabeza y toda su
persona entera por un centenar de luises, o algo más. El
Estado no sólo toleró, sino que aprobó esta combinación;
vos tampoco tendréis nada que objetar; es muy posible que
vos mismo hayáis comprado también al mismo precio un
hombre entero, que se haya matado por vos. ¡Y sois capaz
de escandalizaros porque ofrezco doble precio, al primer
bribón que se presente, por sólo la punta de la nariz!

El doctor detúvose un momento a meditar una respuesta


lógica. Pero, como no la encontrase, dijo al señorito
L'Ambert:

—Si bien no permite mi conciencia desfigurar a otro hombre


en beneficio vuestro, creo que podría, sin escrúpulo, cortar
del brazo de cualquier perillán los pocos centímetros
cuadrados de piel que os hacen falta.

—¡Vaya, doctor! ¡tomadlos de dónde mejor os plazca, con


tal de que reparéis este estúpido accidente! Busquemos en
seguida un hombre de buena voluntad, y ¡viva el método
italiano!

—Os prevengo de nuevo, sin embargo, que tendréis que


permanecer un mes entero en una situación bien molesta.

—¡Qué me importan todas las molestias del mundo, si al


cabo de ese mes puedo presentarme de nuevo en el foyer de
la Opera!

—Convenido. ¿Habéis pensado ya en alguien? ¿Acaso ese


portero de quien ahora poco hablabais...?
—¡Me parece muy bien! Será fácil comprarlo, con su
mujer y sus hijos, por un centenar de escudos. Cuando
Barberau, su antecesor, se retiró no sé adónde, para vivir
de sus rentas, un cliente recomendome a este, que se estaba
literalmente muriendo de hambre.

Llamó M. L'Ambert, y ordenó al ayuda de cámara, que se


presentó al instante, que hiciera subir a Singuet, el nuevo
portero.

Acudió el hombre, y lanzó un grito de espanto al


contemplar el rostro de su amo.

Era el verdadero tipo del pobre diablo parisiense, que


es el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de
treinta y cinco años de edad, al cual todos le hubieran
echado sesenta, a juzgar por su aspecto flaco, amarillo y
desmirriado.

M. Bernier examinolo atentamente y le mandó volver otra


vez a la portería.

—La piel de este hombre—dijo—no sirve para nada.


Acordaos que los jardineros toman las varas, para efectuar
sus injertos, de los árboles más sanos y rollizos. Elegidme
a un mozo fuerte y rebosando salud entre vuestra
servidumbre; de sobra los tendréis.

—Sí, pero no será empresa fácil convencerlos. Mis criados


son todos caballeros, que poseen capitales y valores en
cartera, y especulan al alza y a la baja, como todos los
criados de casa grande. No creo que haya ninguno entre
ellos que quiera comprar con el precio de su sangre un
dinero que se gana tan fácilmente en la Bolsa.

—Pero tal vez halléis alguno que por abnegación y cariño...

—¿Abnegación y cariño entre estas gentes? ¡Creo que


os burláis, doctor! Nuestros padres tenían servidores
abnegados: nosotros sólo poseemos unos grandísimos pillos
que medran a nuestra costa, y, en el fondo, tal vez salgamos
ganando. Nuestros padres, que se veían amados por estas
gentes, creíanse obligados a pagarles en la misma moneda.
Sufrían sus defectos, asistíanlos en sus enfermedades,
alimentábanlos en su vejez: esto era insoportable. Yo pago
a mis criados para que me sirvan bien, y, cuando no estoy
satisfecho de ellos, los despido, sin meterme a averiguar si
es falta de voluntad, vejez o indisposición lo que motiva su
mal comportamiento.

—Entonces no encontraremos en vuestra casa el hombre


que precisamos. ¿Tenéis alguno a la vista?

—¿Yo? Ninguno. Pero es igual; el primer advenedizo, el


mozo de cordel de la esquina, el aguador que grita en este
momento en la calle.

Sacó del bolsillo las gafas, levantó ligeramente la cortina,


examinó, a través de aquéllas, la calle de Beaune, y dijo al
doctor:

—He ahí a un muchacho que no tiene mala cara. Tened la


bondad de hacerle señas, porque yo no me atrevo a mostrar
a los transeúntes mi rostro.

M. Bernier abrió la ventana en el momento en que la


víctima elegida gritaba a plenos pulmones:

—¡Agua muy fresca!


—¡Muchacho!—gritole el doctor,—dejad vuestro tonel y
subid por la calle de Verneuil, si queréis ganar un buen
puñado de luises.

IV

CHEBACHTIÁN ROMAGNÉ

Llamábase Romagné, por su padre. Sus padrinos le habían


puesto, al bautizarle, Sebastián; pero, como era natural de
Frognac-les-Mauriac, departamento de Cantal, invocaba
a su patrón bajo el nombre de Chan Chebachtián. Todo
hace presumir que había escrito su nombre con ch; pero,
afortunadamente, no sabía escribir. Este hijo de la Auvernia
contaba veinticuatro o veinticinco años de edad, y poseía
la constitución de un verdadero Hércules: alto, grueso,
rechoncho, colorado; fuerte como un buey de labor, dulce
y fácil de conducir como un corderillo blanco. Imaginaos
un hombre fabricado de la pasta mejor, al par que la más
grosera.

Era el mayor de diez hijos, entre mujercitas y varones, que


tragaban y bullían bajo el techo paternal. Su padre poseía
una cabaña, un pedazo de tierra, algunos castaños en el
monte, media docena de cerdos, y dos brazos para cavar
el terreno. La madre hilaba cáñamo; los varones ayudaban
al padre; las mujercitas arreglaban la casa y se cuidaban
las unas a las otras, haciendo la mayor de niñera de la más
pequeña, y así todas las otras, hasta terminar la escala.

El joven Sebastián jamás brilló por su inteligencia, ni por su


memoria, ni por ningún don intelectual; pero, en cambio,
poseía un corazón excelente. Le habían enseñado algunos
capítulos del catecismo como se enseña a los mirlos a silbar
cualquier tonadilla; pero siempre profesó los sentimientos
más cristianos. Jamás abusó de sus fuerzas contra las
personas ni contra los animales; evitaba las querellas y
recibía con frecuencia coscorrones, sin devolverlos jamás.
Si el subprefecto de Mauriac hubiese querido conceder
una medalla de plata, no hubiera tenido más que escribir a
París, porque Sebastián había salvado a muchas personas,
con grave exposición de su propia vida, y en especial a
dos gendarmes que estaban a punto de ahogarse, con sus
caballos, en el torrente del Saumaise. Pero a todo el mundo
le parecían sus actos meritorios la cosa más natural, ya que
los ejecutaba por instinto, y a nadie se le ocurría concederle
una recompensa, considerándolo casi como a un perro de
Terranova.

A la edad de veinte años entró en quintas y obtuvo un


número alto, gracias a una novena que hizo, en unión
de su familia. Después de esto, resolvió marcharse a
París, siguiendo los usos y costumbres de la Auvernia,
para ahorrar algunos centenares de francos, y volver
después a ayudar a sus padres. Le dieron un traje de
pana y veinte francos, que en Mauriac constituyen una
cantidad importante, y aprovechó la ocasión de marchar
un camarada que conocía el camino de la capital. Hizo el
camino a pie, invirtiendo en él diez jornadas, y llegó fresco
y dispuesto a trabajar, con catorce francos y medio en el
bolsillo, y los zapatos sin estrenar, en la mano.

Dos días más tarde, rodaba un tonel por el faubourg de


Saint-Germain, en compañía de otro camarada que no
podía ya subir las escaleras, porque se había relajado.
En pago de sus servicios, recibió alojamiento, cama,
manutención y ropa limpia, a razón de una camisa cada
mes, sin contar el franco y medio semanal que le daba
su patrón para sus gastos de soltero. Con sus economías,
compró, al cabo del año, un tonel de lance, y se estableció
por su cuenta.

El éxito que obtuvo fue asombroso, y superior a cuanto


pudo esperarse. Su ingenua cortesía, su incansable
amabilidad y su intachable honradez, captáronle la simpatía
y protección de todo el barrio. De dos mil escalones que
solía subir al principio, llegó a siete mil gradualmente.
Por eso enviaba hasta sesenta francos mensuales a las
buenas gentes de Frognac. La familia bendecía su nombre
y lo encomendaba a Dios con fervor, mañana y tarde, en
sus plegarias; sus hermanos menores tenían pantalones
nuevos, y se pensaba nada menos que enviar a los dos más
pequeños a la escuela.

Su vida, sin embargo, a pesar de soplarle la fortuna, en


nada había cambiado: acostábase al lado de su tonel, en
un mal bodegón, y renovaba la paja de su lecho sólo dos
veces al mes. Su traje de pana estaba más remendado que
el vestido de un arlequín. La verdad es que en vestir habría
gastado bien poco, a no ser por los malditos zapatos que
consumían cada mes un kilogramo de clavos. En el comer
era donde no escatimaba lo más mínimo. Adquiría, sin
regatear, diariamente cuatro libras de pan, y hasta, a veces,
solía regalarse el estómago con un trozo de queso o de
cebolla, o con media docena de manzanas, compradas en
el puente nuevo. Los domingos y días festivos permitíase
el lujo de comer sopa y carne, y el resto de la semana se
chupaba los dedos recordándolo. Pero era demasiado buen
hijo y buen hermano para permitirse jamás el despilfarro de
tomar un vaso de vino. «El vino, el amor y el tabaco» eran
para él artículos fabulosos, que sólo conocía de oídas. Con
mucha mayor razón ignoraba los placeres del teatro, tan
caros para los obreros de París. Nuestro hombre prefería
acostarse a las siete, sin que le costara un céntimo, a
aplaudir a M. Dumaine por medio franco.

Tal era, en lo moral y en lo físico, el hombre a quien M.


Bernier llamó, en la calle de Beaune, para que cediese un
buen trozo de su piel a M. L'Ambert.
Advertidos los criados, hiciéronle pasar en seguida.

Avanzó tímidamente, con el sombrero en la mano,


levantando los pies cuanto podía, y no atreviéndose a
sentarlos sobre la alfombra. La tormenta de aquella mañana
lo había salpicado de lodo hasta las axilas.

—Si me llaman para que suministre agua a la casa—dijo


saludando al doctor, y convirtiendo en ches cuantas eses
tenía que pronunciar,—le...

M. Bernier cortole la palabra.

—No, amigo mío; no se trata de nada relacionado con


vuestro comercio.

—¿De qué se trata, pues?

—De otra cosa completamente distinta. Al señor le han


cortado la nariz esta mañana.

—¡Ah, demontre! ¡pobre hombre! ¿Quién ha hecho esa


villanía?
—Un turco; pero esto es lo de menos.

—¡Un salvaje! Sabía ya de referencia que los turcos eran


salvajes; pero no creí que les dejasen venir a París. Esperad
un momento, que voy a avisar a un gendarme.

M. Bernier contuvo este alarde de celo del buen auvernés,


y explicóle, en pocas palabras, la clase de servicio que se
pretendía que prestase. Creyó, al principio, que se burlaban
de él, porque se puede ser un excelente aguador sin tener la
más pequeña noción de rinoplastia. Hízole comprender el
doctor que se deseaba tenerle embargado durante un mes, y
comprarle unos ciento cincuenta centímetros cuadrados de
su piel.

—La operación no es nada en sí—le dijo,—y os garantizo


que os hará sufrir bien poco; pero os advierto, en cambio,
que tendréis que tener una paciencia enorme para
permanecer un mes inmóvil, con el brazo cosido a la nariz
del señor.

—Paciencia no me falta—respondió nuestro hombre;—para


algo soy auvernés. Pero para que yo pase un mes en esta
casa prestando a este señor un importante servicio, será
necesario que me abonen los jornales de esos días.

—Desde luego. ¿Cuánto exigís? Sebastián meditó unos


instantes.

—En conciencia—dijo al fin,—ese trabajo bien vale cuatro


francos diarios.

—No, amigo mío—respondiole el notario;—ese trabajo vale


mil francos al mes, o sea, treinta y tres francos diarios.

—No—replicó el doctor, con acento autoritario;—eso vale


dos mil francos.

L'Ambert inclinó la cabeza, y no se atrevió a objetar.

Romagné pidió permiso para terminar aquel día su trabajo,


dejar en el bodegón su tonel y buscar quien le reemplazase
durante el mes.

—Por otra parte—dijo,—no vale la pena de comenzar hoy


mismo, para sólo medio día.

Demostráronle que el caso era urgente, y tomó, en vista de


ello, sus medidas. Mandaron a buscar a uno de sus amigos,
el cual prometió reemplazarle por espacio de un mes.

—Tú me traerás el pan todas las noches—le dijo Romagné.

Pero se apresuraron a decirle que la precaución era inútil,


pues le darían de comer en la casa.

—Eso dependerá de lo que me cueste—observó él.

—M. L'Ambert os dará de comer gratis.

—¡Gratis! eso ya es distinto. He aquí mi piel. Cortadmela


cuanto antes.

Romagné soportó la operación como un valiente, sin


pestañear siquiera.

—Esto es un placer—decía.—Me han contado de un


auvernés de mi país que se hacía petrificar en una fuente
mediante un franco por hora. Prefiero dejarme cortar a
pedazos. No es tan molesto, y produce mucho más.

M. Bernier cosiole el brazo izquierdo al rostro del notario,


y ambos hombres permanecieron, por espacio de un mes,
encadenados uno al otro. Los dos hermanos siameses que
excitaron un día la curiosidad de toda Europa no estaban
tan indisolublemente unidos. Pero aquéllos eran hermanos,
acostumbrados a soportarse mutuamente desde la más
tierna infancia, y habían recibido la misma educación.
Si uno hubiese sido aguador y el otro notario, tal vez no
hubiesen dado el espectáculo de una amistad tan fraternal.

Romagné jamás se quejaba de nada, por muy extraña


que la nueva situación le pareciese. Obedecía como un
esclavo, o, por mejor decir, como un buen cristiano, todos
los mandatos del hombre que le comprara su piel. Se
levantaba, se sentaba, se acostaba, se volvía hacia la derecha
o la izquierda, según el capricho de su señor. No obedece
con tanta sumisión al Polo Norte la aguja imantada, como
Romagné a M. L'Ambert.

Esta heroica mansedumbre enterneció el corazón del


notario, que, a decir verdad, nada tenía de blando. Sintió
por espacio de tres días una especie de gratitud por los
buenos cuidados que le prodigaba su víctima; mas no tardó
en cobrarle antipatía y hasta horror.

Un hombre joven, activo y lleno de salud, no se acostumbra


nunca, sin trabajo, a la inmovilidad absoluta. ¿Qué no será
cuando se trate de permanecer inmóvil al lado mismo de un
ser inferior, sucio y sin educación? Pero lo había querido así
la suerte. Era preciso vivir sin nariz o soportar al auvernés
con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él,
llenar al lado suyo, y en la situación más incómoda, todas
las funciones de la vida animal.

Era Romagné un digno y excelente joven; pero roncaba


como un órgano. Adoraba a su familia y amaba a su
prójimo; pero jamás se había bañado en su vida por temor
de malgastar el agua, objeto de su comercio. Poseía los
sentimientos más delicados del mundo; pero no sabía
imponerse los sacrificios más elementales que la civilización
recomienda. ¡Pobre M. L'Ambert! ¡y pobre Romagné
asimismo! ¡qué noches y qué días! ¡qué lluvia de puntapiés!
Inútil es decir que Romagné los recibía sin quejarse,
temeroso de que un falso movimiento diese al traste con el
experimento del doctor Bernier.

El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle


todos sus compañeros de aventuras, que se burlaban del
auvernés. Enseñáronle a fumar cigarrillos, y a beber vino y
aguardiente. El pobre diablo se entregaba a estos placeres
con la ingenuidad de un piel roja. Lo emborracharon,
lo ahitaron de manjares, le hicieron descender todos
los escalones que separan al hombre de la bestia. Era
preciso educarle nuevamente, y aquellos buenos señores
acometieron esta difícil tarea con placer mefistofélico. ¿No
era, por ventura, una cosa divertida y agradable la empresa
de desmoralizar al auvernés?

Cierto día le preguntaron en qué pensaba emplear los cien


luises de M. L'Ambert cuando acabase de ganarlos.

—Los emplearé en papel del cinco por ciento, y me


producirán cien francos de renta—contestoles.

—¿Y después?—preguntole un emperejilado millonario


de veinticinco años de edad.—¿Serás más rico con eso?
¿serás más dichoso acaso? ¡Tendrás treinta céntimos de
renta diaria! Si te casas, lo cual es inevitable, pues eres de la
madera de que se fabrican los imbéciles, tendrás doce hijos
al menos.

—¡Es posible!—replicó el auvernés, riendo de buena gana.

—Y, en virtud del Código civil, linda invención del Imperio,


le dejarás a cada uno de ellos un par de céntimos al día.
En tanto que, con dos mil francos, puedes vivir un mes
lo menos como un rico, conocer los placeres de la vida y
elevarte muy por encima de tus semejantes.

Romagné se defendía como un gato panza arriba contra


estas tentativas de corrupción; pero hubieron de descargar
tantos golpes sobre su espeso cráneo, que acabaron por
abrir en él un pequeño orificio por donde penetraron las
ideas falsas, y se fueron apoderando de su cerebro.

También acudieron las damas, de las cuales conocía


L'Ambert muchísimas en todas las capas sociales. Romagné
presenció las escenas más diversas; escuchó numerosas
protestas de amor y fidelidad que carecían de verosimilitud.
M. L'Ambert no sólo no se recataba de mentir como
un bellaco en su presencia, sino que, en ocasiones,
se complacía, en la intimidad, en mostrarle todas las
falsedades que forman, por decirlo así, el cañamazo donde
se borda la vida elegante.

¡Y el mundo de los negocios! Romagné creyó descubrirlo,


como Cristóbal Colón, porque no tenía de él noción alguna.
Los clientes del notario no se recataban de él para tratar
las mayores enormidades: hablaban en su presencia como
pudieran hacerlo delante de una docena de ostras. Vio
padres de familia que buscaban el modo de despojar a
sus hijos en provecho de una amante o de alguna obra
piadosa; jóvenes que estudiaban la manera de robar la dote
a su futura esposa por medio de un contrato; prestamistas
que exigen el diez por ciento sobre primeras hipotecas y
prestatarios que hipotecaban fincas imaginarias.

Carecía de talento y su inteligencia no era muy superior a la


de cualquier perro de aguas; pero su conciencia se le reveló.

—Vos no poseéis mi estima—le dijo un día al notario,


creyendo hacerle un gran bien.
Y la repugnancia que L'Ambert sentía por él trocose en odio
mortal.

En los últimos ocho días de su forzada intimidad


sucediéronse las tempestades casi sin interrupción.

Al fin adquirió Bernier la plena convicción de que el trozo


de piel había arraigado en la cara del notario, a pesar de
los innumerables tirones que sufriera. Desunió a los dos
enemigos, y modeló una nariz a L'Ambert con el trozo
de piel que había cesado ya de pertenecer al auvernés. Y
el acicalado millonario de la calle de Verneuil, arrojó dos
billetes de a mil francos al rostro de su esclavo, diciéndole:

—¡Toma, infame! El dinero es lo de menos; pero me has


hecho gastar lo menos cien mil escudos de paciencia. Vete
ahora mismo de aquí; sal de mi casa para siempre, y haz de
modo que nunca jamás, en mi vida, vuelva a oír pronunciar
tu nombre.

Romagné diole las gracias, con gesto no desprovisto de


altivez, se bebió una botella de vino en la cocina, tomó un
par de copitas con Singuet, y marchó tambaleándose hacia
su antiguo domicilio.

GRANDEZA Y DECADENCIA

M. L'Ambert volvió a entrar en el mundo con éxito; casi


podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más
estricta justicia diciendo que se había batido como un león.
Los viejos notarios sentíanse rejuvenecidos por su valor.

—¡Ved ahí—decían,—lo que somos cuando se nos pone


en ciertos trances! ¡Los notarios son tan hombres como
cualquier otro! La suerte de las armas hizo traición a maese
L'Ambert; pero supo adoptar al caer un bello gesto: ha sido
un Waterloo. ¡Aunque digan lo que quieran, somos gentes
decididas!
De esta manera se expresaban el respetable maese
Clopineau, y el digno maese Labrique, y el untuoso maese
Bontoux, y todos los nestores del notariado. Los jóvenes
hablaban en parecidos términos, con ciertas variantes
inspiradas por los celos.

—No queremos renegar—decían,—de maese L'Ambert:


ciertamente que nos honra, aun cuando nos compromete
un poco; pero cada uno de nosotros hubiera procedido
con el mismo valor, y quién sabe si con menos torpeza. Un
funcionario público no debe dar estos escándalos. No se
debiera ir nunca al terreno del honor más que por causas
confesables. Si yo fuese padre de familia, preferiría confiar
mis asuntos a un hombre prudente, y no a un héroe de
aventuras dudosas, etc., etc.

Pero la opinión del bello sexo, que es la que prevalece,


habíase declarado en favor del héroe de Parthenay. Tal vez
no hubiera contado con tan rara unanimidad si se hubiese
conocido el episodio del gato; quizás también ese sexo tan
encantador como injusto habría condenado a L'Ambert si
hubiese tenido la avilantez de reaparecer ante el mundo
sin nariz. Pero todos los testigos habían guardado la mayor
discreción acerca del ridículo incidente del gato, y M.
L'Ambert, lejos de estar desfigurado, parecía haber ganado
en el cambio.

Una baronesa observó que su fisonomía era más dulce


desde que llevaba la nariz recta. Una vieja canonesa,
dechado de malicia, preguntó al príncipe de B... si no haría
bien en buscarle querella al turco. El aguileño príncipe
gozaba de una reputación hiperbólica.

Alguno preguntará cómo las damas del gran mundo


podían interesarse en peligros que no habían sido corridos
por ellas. Los hábitos de maese L'Ambert eran bien
conocidos, y se sabía que una gran parte de su corazón
y de su tiempo los empleaba en la Opera. Pero el mundo
perdona fácilmente estas distracciones a los hombres que
no se entregan a ellas por completo. Representa el papel del
fuego, y se contenta con lo poco que le dan. Se agradecía a
M. L'Ambert que no estuviese perdido más que a medias,
cuando tantos, a su edad, están perdidos del todo. No
dejaba de frecuentar las casas honradas, conversaba con
las viudas, bailaba con las solteras y tocaba en ocasiones
el piano de una manera aceptable; no hablaba, en fin, de
caballos a la moda. Estos méritos, bastante raros por cierto
entre los jóvenes millonarios del faubourg, le concillaban la
benevolencia de las damas. Una linda devota, la señora de
L..., habíale demostrado durante tres meses que los placeres
más vivos no consisten en la disipación y el escándalo.

No se crea por eso que había roto en absoluto con el


cuerpo de baile; la severa lección recibida no le había
hecho concebir el menor horror hacia aquella hidra de cien
encantadoras cabezas. Una de sus primeras visitas fue para
el templo donde brillaba la señorita Victorina Tompain. ¡Allí
sí que se le tributó un recibimiento entusiasta! ¡Con qué
amistosa curiosidad corrió todo el mundo a su encuentro!
¡Qué dulcísimos dictados! ¡qué apretones de manos tan
cordiales! ¡Cuántos labios hechiceros se alargaron hacia él,
en forma de tentador hocico, para recibir un beso amistoso,
sin la menor consecuencia! El notario estaba radiante. Todos
sus amigos de los días pares, todos los altos dignatarios de
la francmasonería del placer, le dieron la enhorabuena por
su curación milagrosa. Reinó durante todo un entreacto en
aquel reino envidiable. Le hicieron referir su aventura y
explicar el tratamiento del doctor Bernier, admirando todos
la habilidad con que estaban dados los puntos de sutura,
que apenas se conocían.

—Imaginaos que ese excelente Bernier ha completado mi


persona con la piel de un auvernés. ¡Y qué auvernés, Dios
mío! ¡El más estúpido y sucio de la Auvernia! Nadie lo
diría al ver el trozo de piel que me ha vendido. ¡Qué horas
tan desagradables me ha hecho pasar el muy burro!... Los
mozos de cordel que veis por las esquinas son petimetres al
lado suyo. Pero, gracias al cielo, ya me veo libre de él. El día
en que le pagué sus servicios y lo puse de patitas en la calle,
se me quitó de encima un peso inmenso. Se llama Romagné,
¡bonito nombre! Jamás lo pronunciéis en mi presencia.
¡Si queréis que viva largos años, no me habléis jamás de
Romagné!

La señorita Victorina Tompain no fue, por cierto, la última


en cumplimentar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado
indignamente, dejándole cuatro veces más dinero del que
valía ella. El magnánimo L'Ambert hubo de mostrarse con
ella dulce y clemente.

—No os guardo rencor—le dijo,—ni a ese bravo turco


tampoco. Sólo tengo un enemigo en el mundo: un auvernés
llamado Romagné.

Y pronunciaba su nombre con una entonación cómica que


hizo gracia a todo el mundo. Creo que aun hoy día la mayor
parte de aquellas señoritas dicen: «Mi Romagné, cuando
hablan de su aguador.»

De esta suerte transcurrieron los tres meses de estío. La


estación fue deliciosa y casi todas las familias se ausentaron
de París. La Opera viose invadida por provincianos y
extranjeros. M. L'Ambert frecuentola bastante menos que
otras veces.

Casi todos los días, al sonar las seis de la tarde, despojábase


de la gravedad del notario y partía para Maisons-Lafitte,
donde había alquilado un chalet, y adonde acudían a verle
sus amigos y hasta sus amiguitas. Jugaban en el jardín
a toda clase de juegos campestres, y os garantizo que el
columpio nunca holgaba.

Uno de los más asiduos y animados concurrentes era


el agente de cambios, M. Steimbourg. La aventura de
Parthenay habíale ligado a L'Ambert con lazos más
estrechos. M. Steimbourg pertenecía a una buena familia de
israelitas convertidos; su cargo valía dos millones y poseía
una fortuna de medio millón, de suerte que ya se podía
trabar amistad con él. Las amantes de los dos amigos se
llevaban bastante bien, lo cual equivale a decir que sólo se
peleaban una vez por semana. ¡Qué bello es contemplar
cuatro corazones que laten al unísono! Los hombres
montaban a caballo, leían el Fígaro, o comentaban los
chismes de la ciudad; las damas se echaban mutuamente las
cartas, con gracia sin igual: ¡una edad de oro en miniatura!

M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su


familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había
hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él
por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que
no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente
coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en
una casa de fósiles. Por el contrario: tratábase de una
familia moderna y perfeccionada. Padre e hijo eran dos
buenos compañeros que se daban mutuas bromas acerca
de sus calaveradas. Las muchachas habían visto cuanto
se representaba en el teatro, y leído cuanto se ha escrito.
Pocas personas conocían mejor que ellas la crónica elegante
de París; les habían sido mostradas, en el teatro y en el
bosque de Boloña, las más celebradas bellezas de todas las
clases sociales; las habían llevado a presenciar las ventas
de los mobiliarios más ricos, y disertaban de la manera
más agradable sobre las esmeraldas de la señorita X... y
las perlas de la señorita Z... La mayor, la señorita Irma
Steimbourg, copiaba con verdadera pasión los trajes y
sombreros de la señorita Fargueil; la menor, había enviado
a uno de sus amigos a casa de la señorita Figeac para que
le pidiese la dirección de su modista. Una y otra eran ricas
y poseían buena dote. Irma le gustó más a L'Ambert. El
apuesto notario pensaba de vez en cuando que medio
millón de dote y una mujer que sabe llevar un traje no son
cosas despreciables. Viéronse con frecuencia, casi una vez
por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de
noviembre.

Tras un otoño dulce y brillante, cayó como una teja el


invierno. Es un hecho bastante conocido en nuestros climas,
pero la nariz de L'Ambert dio pruebas, en esta ocasión,
de una sensibilidad extraordinaria. Enrojeciose un poco
al principio, después mucho; fuese hinchando por grados
hasta tornarse deforme. Después de una partida de caza
alegrada por el viento Norte, experimentó el notario
intolerable comezón. Mirose en el espejo de un mesón, y
desagradole en extremo el color de su nariz. A decir verdad,
parecía un sabañón mal colocado.

Consolose pensando que un buen fuego le devolvería su


figura natural, y, en efecto, el calor se la descongestionó
y rebajó su color durante algunos momentos. Pero, al
siguiente día, la comezón presentose nuevamente, los
tejidos se inflamaron mucho más, y presentose de nuevo la
coloración rojiza, acompañada de ciertos tintes violáceos.
Ocho días sin salir de su casa, sentado delante del hogar,
borraron tan fatales matices; pero reaparecieron, a pesar de
las pieles de zorra azul, a la primera salida.

Muerto de susto L'Ambert, envió a buscar en seguida al


doctor Bernier. Este acudió a toda prisa; diagnosticó una
ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua
helada. Sin embargo, la nariz no tuvo alivio, a pesar de la
refrigeración, y el doctor no salía de su asombro al ver la
persistencia del mal.

—Tal vez tenga razón Dieffembach—dijo al notario,—al


asegurar que la piel puede morir por un exceso de sangre, y
recomendar que se le apliquen sanguijuelas. ¡Ensayemos!

Aplicose a L'Ambert una sanguijuela en la punta de


la nariz, y, cuando se desprendió, harta de sangre,
reemplazósela por otra, y así sucesivamente, dos días y dos
noches. La hinchazón y la coloración desaparecieron por
algún tiempo; mas sus efectos no fueron de larga duración.
Fue preciso recurrir a otro expediente. Pidió M. Bernier
veinticuatro horas para reflexionar, y se tomó cuarenta y
ocho.

Cuando volvió al hotel de M. L'Ambert, estaba preocupado


y daba muestras de una timidez excesiva, y tuvo que
realizar sobre sí mismo un gran esfuerzo para decidirse a
hablar.

—La medicina—dijo al fin,—no explica satisfactoriamente


todos los fenómenos naturales, y vengo a someteros una
teoría que carece de todo fundamento científico. Mis
colegas se burlarían de mí si les dijese que un pedazo de
piel arrancada del cuerpo de un hombre puede permanecer
sometida a la influencia de su primitivo poseedor. No cabe
duda alguna de que es vuestra propia sangre, puesta en
circulación por vuestro corazón, bajo la acción del cerebro,
la que afluye a vuestra nariz; y, sin embargo, tentado estoy
de creer que ese imbécil de auvernés no es extraño a estos
sucesos.

M. L'Ambert lanzó una exclamación de disgusto y de


sorpresa. ¡Decir que un vil mercenario, a quien había
religiosamente pagado su servicio, podía ejercer una
influencia oculta sobre la nariz de un funcionario público,
era una impertinencia!

—Es mucho peor aun—replicó el doctor,—es un absurdo. Y,


sin embargo, os pido autorización para buscar a Romagné.
Tengo necesidad de verle hoy mismo, aunque no sea más
que para convencerme de mi error. ¿Habéis conservado sus
señas?

—¡No lo permita Dios!

—Pues bien, yo trataré de averiguarlas. Tened paciencia, no


salgáis para nada de vuestra habitación, y suspended entre
tanto toda medicación.
Buscó en vano durante quince días. Recurrió a la policía,
que le tuvo despistado por espacio de tres semanas. Un
agente sutil y lleno de experiencia descubrió todos los
Romagnés de París, excepto el que se buscaba. Encontró un
inválido, un tratante en pieles de conejo, un abogado, un
ladrón, un corredor del ramo de mercería, un gendarme y
un millonario, todos de este mismo apellido. M. L'Ambert
se abrasaba de impaciencia al lado del hogar, y contemplaba
con desesperación su nariz color de escarlata. Por fin se dio
con el domicilio del aguador, pero éste ya no vivía en él.
Los vecinos refirieron que había hecho fortuna y vendido su
tonel para gozar de la vida.

M. Bernier dio una terrible batida por las tabernas y demás


lugares de placer, en tanto que su enfermo permanecía
sumido en la mayor melancolía.

El 2 de febrero, a las diez de la mañana, el atildado notario


calentábase tristemente los pies y contemplaba horrorizado
aquella peonía florida en medio de su rostro, cuando un
alegre tumulto conmovió toda la casa. Abriéronse las
puertas con estrépito, de los pechos de todos los criados
escapáronse gritos de alegría, y se vio aparecer al doctor,
trayendo de la mano a Romagné.

Era el verdadero Romagné; pero, ¡cuán cambiado estaba!


Sucio, embrutecido, feo, con la mirada apagada, el aliento
mal oliente, apestando a vino y tabaco, rojo de la cabeza
a los pies como un cangrejo cocido, era el prototipo del
erisipelatoso.

—¡Monstruo!—le dijo M. Bernier,—se te debería caer la


cara de vergüenza. Has descendido a un nivel más bajo
que el de los brutos. Conservas todavía la cara del hombre,
pero no su color. ¡En qué has empleado la fortunita que te
proporcionamos? Te has revolcado en el cieno de todos los
vicios, y te he encontrado en las afueras de París, tirado
como un cerdo en el suelo de la taberna más inmunda.

El auvernés elevó hasta el doctor su mirada, y le dijo con su


amable acento, embellecido con este dejo propio del pueblo
bajo parisiense:

—¡Y bien, qué! Que he empinado un poco el codo. ¿Es acaso


una razón para decirme esa sarta de necedades?
—¿A qué llamas necedades, majadero? Te reprocho tus
torpezas. ¿Por qué no colocaste tu dinero a interés en vez de
bebértelo?

—¡Fue el señor quien me dijo que me divirtiese!

—¡Tunante!—exclamó el notario,—¿fui yo quien te aconsejó


que te fueses a emborrachar fuera de las fortificaciones, con
aguardiente y vino tinto?

—Cada uno se divierte como puede... He estado con mis


camaradas.

—¡Vaya unos camaradas!—dijo el médico, no pudiendo


reprimir un movimiento de cólera.—¿De manera, truhán,
que llevo a cabo una cura maravillosa, que me llena de
gloria y esparce por París mi bien ganada fama, y que
acabará por abrirme las puertas del Instituto, y tú, en unión
de unos cuantos borrachos de tu misma calaña, vais a hacer
zozobrar la más divina de mi obras? ¡Si sólo se tratase de
ti, grandísimo bellaco, te dejaríamos obrar como quisieses!
Es un verdadero suicidio físico y moral; pero un auvernés
más o menos poco importa a la sociedad. ¡Pero se trata de
un hombre de mundo, de un rico, de tu bienhechor, de mi
cliente! Tú lo has comprometido, desfigurado, asesinado
con tu mala conducta. ¡Mira bien en qué estado lamentable
has puesto al señor el rostro! El infeliz contempló la nariz
que había contribuido a formar, y rompió en amargo llanto.

—Es una verdadera desgracia, señor Bernier; pero pongo a


Dios por testigo de que no he tenido yo la culpa. Esa nariz
se ha deteriorado ella sola. Yo soy un hombre honrado, y os
juro que no he puesto mi mano en ella.

—¡Imbécil!—tronó M. L'Ambert,—jamás comprendes


las cosas... por más que, en realidad, no es menester que
comprendas. Se trata únicamente de que digas sin rodeos
si quieres cambiar de conducta y renunciar a esa vida de
crápula que me mata de rechazo. Te prevengo que tengo
el brazo muy largo, y que, si persistes en tus vicios, sabré
ponerte pronto a buen recaudo.

—¿Preso?

—Preso.
—¿Preso entre los criminales? ¡Gracias, señor L'Ambert!
¡Eso sería la deshonra de mi familia!

—¡Seguirás bebiendo, o no?

—¡Ah, Dios mío! ¿cómo beber cuando no se tiene dinero?


Todo lo he gastado ya, señor L'Ambert. Me he bebido los
dos mil francos íntegros; me he bebido mi tonel y cuánto
poseía, y no hay un alma en la tierra que ya quiera abrirme
crédito.

—Me alegro, perillán; hacen todos muy bien.

—Tendré que ser juicioso a la fuerza. La miseria me


amenaza, señor L'Ambert.

—¡Te repito que me alegro!

—¡Señor L'Ambert!

—¿Qué?
—Si tuvieseis la bondad de comprarme un tonel nuevo para
ganarme la vida honradamente, os juro que volvería a ser
un buen sujeto.

—¡Buena fuera! Lo venderías al día siguiente para


emborracharte.

—No, señor L'Ambert, ¡os lo juro por mi honor!—Esos son


juramentos de borracho.

—¿Queréis entonces que me muera de hambre y sed? ¡Un


centener de francos, mi buen señor L'Ambert!

—¡Ni un solo céntimo! La Providencia te puso en mi camino


para devolver a mi rostro su aspecto natural. Bebe agua,
come pan seco, prívate de lo más necesario, muérete de
hambre, si puedes; sólo a ese precio podré recobrar mis
facciones y volveré a ser el mismo.

Romagné inclinó la cabeza y retirose arrastrando los pies y


saludando a los presentes.

El notario recuperó su alegría y el médico sus ensueños de


gloria.

—No quiero alabarme a mí mismo—decía modestamente


M. Bernier,—pero Leverrier descubriendo un planeta por la
fuerza del cálculo, no ha realizado un milagro tan grande
como yo. Adivinar, por el aspecto de vuestra nariz, que un
auvernés ausente y perdido en la baraúnda de un París,
se halla entregado a la crápula, es remontarse desde el
efecto a la causa por caminos que la audacia del hombre no
había intentado aún. En cuanto al tratamiento de vuestra
enfermedad, se halla indicado por las circunstancias. La
dieta aplicada a Romagné es el único remedio que puede
curaros. La suerte ha venido a servirnos de un modo
maravilloso, puesto que este animal se ha comido hasta su
último céntimo. Habéis hecho perfectamente en negarle
el socorro que os pedía: todos los esfuerzos del arte serán
vanos mientras tenga que beber ese hombre.

—Pero, doctor—le interrumpió L'Ambert,—¿y si no


fuera ese el origen de mi mal? ¿y si sólo se tratase de una
coincidencia fortuita? ¿No habéis dicho vos mismo que a
veces la teoría...?
—He dicho, y lo repito, que en el estado actual de los
conocimientos humanos, vuestro caso no admite ninguna
explicación lógica. Es un hecho cuya ley se desconoce. La
relación que hoy hallamos entre vuestra nariz y la conducta
de este auvernés, nos abre una perspectiva, engañosa tal
vez, mas, sin duda alguna, inmensa. Esperemos algunos
días: si vuestra nariz se cura a medida que Romagné se
enmienda, se verá reforzada mi teoría por una nueva
probabilidad. No respondo de nada; pero presiento una ley
fisiológica, hasta aquí desconocida, y que me consideraré
muy feliz si puedo formularla. El mundo de las ciencias
se halla lleno de fenómenos visibles producidos por
causas desconocidas. ¿Por qué la señora de L..., a quien
conocéis como yo, tiene en el hombro izquierdo una cereza
perfectamente pintada? ¿Es, acaso, como dicen, porque,
hallándose encinta su madre, sintió ésta grandes deseos,
que no pudo satisfacer, de comerse una cesta de cerezas
expuestas en el escaparate de Chevet? ¿Qué artista invisible
ha dibujado esta fruta sobre el cuerpo de un feto de seis
semanas, del tamaño de un langostino mediano? ¿Cómo
explicar esta acción especial de lo moral sobre lo físico?
¿Y por qué la cereza de la señora de L... adquiere cierta
tumefacción y sensibilidad en el mes de abril de cada año,
cuando están flor los cerezos? He aquí unos hechos ciertos,
evidentes, palpables, y tan inexplicables como la hinchazón
y rubicundez de vuestra nariz. ¡Pero tengamos paciencia!

Dos días después la hinchazón la nariz del notario cedía


de un modo visible, pero su color rojo persistía. Al final
de la semana, su volumen habíase reducido más de una
tercera parte. Al cabo de quince días, perdió por completo
la piel, crió seguida otra nueva, y recuperó su forma y color
primitivos.

El triunfo del doctor era evidente.

—Mi único sentimiento—decía,—es que no hayamos


guardado a Romagné en una jaula, para observar en él, al
mismo tiempo que en vos, los efectos del tratamiento. Estoy
seguro que ha estado, durante siete u ocho días, cubierto de
escamas como un pez.

—¡Que el diablo cargue con él!—observó cristianamente el


notario.

Este, a partir de aquel día reanudó su vida ordinaria: salió


carruaje, a caballo, a pie; danzó los bailes del faubourg, y
embelleció con su presencia el foyer de la Opera. Todas las
mujeres lo acogieron perfectamente, en el mundo y fuera
de él. Una de las que más tiernamente le felicitaron por su
curación fue la hermana mayor de su amigo Steimbourg.

Esta amabilísima joven, que tenía costumbre de mirar a los


hombres cara a cara, observó que M. L'Ambert había salido
de la última crisis más hermoso que nunca. Y en realidad,
parecía como si aquellos dos o tres meses de enfermedad
hubiesen dado a su rostro un no sé qué de perfecto. La
nariz, sobre todo, aquella nariz recta, que acababa de
recuperar sus ordinarias dimensiones después de una
dilatación excesiva, parecía más fina, más blanca y más
aristocrática que nunca.

Esta era también la opinión del acicalado notario, que


se contemplaba en todos los espejos con una creciente
admiración de su persona. ¡Había que verlo frente a frente
de su imagen, sonriendo, endiosado, a su propia nariz!

Pero a la vuelta de la primavera, en la segunda quincena


de marzo, mientras la generosa savia hacía retoñar las
lilas, llegó a creer M. L'Ambert que sólo a su nariz le eran
negados los beneficios de la estación y las bondades de la
naturaleza. En medio del renacimiento general de todas
las cosas, palidecía como una hoja de otoño. Sus alas,
adelgazadas y como desecadas por el viento del desierto,
adosábanse cada vez más a su tabique central.

—¡Demontre!—decía el notario, haciéndole una mueca al


espejo,—la distinción es cosa bella, lo mismo que la virtud;
pero esto ya es demasiado. Mi nariz va adquiriendo una
elegancia inquietante, y, si no trato de darle alguna fuerza y
color, muy pronto no será que una sombra.

Diose en ella un poco de colorete; pero sólo logró hacer


resaltar más aun finura increíble de aquella línea recta y sin
espesor que dividía su rostro en dos mitades. La fantástica
nariz del desesperado notario hacía recordar la varilla de
hierro que proyecta su cortante sombra sobre la esfera de
los relojes de sol.

En vano sometiose a un régimen más alimenticio el


indignado millonario de la calle de Verneuil. Considerando
que una buena alimentación, digerida por un estómago
sólido, aprovecha por igual a todas las partes del cuerpo,
se impuso la dulce ley de embaularse sendas tazas de
caldo, sendos tajos de carne ensangrentada, regados con
los más generosos vinos. Decir que estos manjares elegidos
no le hicieron efecto, sería negar la evidencia y blasfemar
de las comidas regaladas. M. L'Ambert adquirió en poco
tiempo hermosos mofletes rojos, un pescuezo muy digno
de cualquier ternero apoplético y una respetable panza.
Pero la nariz parecía una especie de socio negligente o
desinteresado, que no se ocupa en cobrar sus dividendos.

Cuando un enfermo no puede comer ni beber, se le sostiene


a veces por medio de baños alimenticios, que penetran a
través de los poros de la piel hasta los centros vitales. M.
L'Ambert trató a su nariz como a un enfermo a quien es
preciso alimentar por separado a cualquier precio. Adquirió
una bañera de plata sobredorada, y, seis veces al día,
introducíala en ella y la mantenía pacientemente sumergida
en sendos baños de leche, de vino de Borgoña, de caldo
substancioso y hasta de salsa de tomates. ¡Trabajo perdido!
la enferma salía del baño tan pálida y delgada y en estado
tan deplorable como estaba antes de entrar.
Todas las esperanzas parecían ya perdidas, cuando un día
M. Bernier diose un golpe en la frente y exclamó:

—¡Pero si hemos cometido una falta imperdonable! ¡un


error digno de colegiales! ¡y he sido yo! ¡yo mismo, cuando
este hecho constituye una confirmación aplastante de mi
teoría...! No lo dudéis, caballero: el auvernés está enfermo, y
es preciso curarle a él para que sanéis vos.

El desdichado L'Ambert mesose los cabellos. ¡Cuánto


se arrepintió de haber plantado a Romagné de patitas a
la calle, y de haberse negado a socorrerle, y olvidado el
quedarse con sus señas! Representábase al pobre diablo
consumiéndose sobre un camastro, sin pan, sin rosbif y
sin vino de Châteaux-Margaux. Esta idea destrozaba su
corazón. Asociábase a los dolores del infeliz mercenario. Por
primera vez en su vida compadeciose de los sufrimientos
del prójimo.

—¡Doctor, querido doctor!—exclamó, estrechando la mano


de Bernier,—¡daría toda mi fortuna por salvar a ese valiente
muchacho!
Cinco días después, el mal había avanzado más aun. La
nariz no era más que una película flexible, que se plegaba
bajo el peso de las gafas, cuando M. Bernier vino a decirle
que había encontrado al auvernés.

—¡Victoria!—exclamó entusiasmado el notario.

El cirujano encogiose de hombros y contestó que la victoria


parecíale dudosa por lo menos.

—Mi teoría—añadió,—está plenamente confirmada, y,


como fisiólogo, tengo que declararme satisfecho; pero,
como médico, quisiera ante todo curaros, y el estado en que
he visto a ese infeliz no me inspira demasiadas esperanzas.

—¡Vos le salvaréis, doctor!

—Por lo pronto, no me pertenece actualmente: se encuentra


al servicio de un colega mío que le estudia con cierta
curiosidad.

—Ya lograréis que os lo ceda. ¡Lo compraremos, si es


preciso!
—¡No soñéis siquiera en eso! Un médico no vende nunca
a sus enfermos. Los mata algunas veces, en interés de la
ciencia, para ver qué tienen dentro; pero traficar con ellos...
¡jamás! Mi amigo Fogatier me cederá, tal vez, vuestro
auvernés; pero el pobre está muy enfermo, y, para colmo
de desgracia, se halla tan aburrido de la vida, que quiere
a todo trance morirse. Rechaza las medicinas, y, en cuanto
a los alimentos, tan pronto se queja de no tener suficiente,
y reclama a grandes voces su ración entera, como rechaza
cuanto le dan, y trata de matarse por hambre.

—¡Pero eso es un crimen! ¡Yo le hablaré! ¡yo le haré oír el


lenguaje de la religión y la moral! ¿Dónde se encuentra?

—En el hospital, sala de San Pablo, número 10.

—¿Tenéis vuestro carruaje a la puerta?

—Sí.

—Pues partamos. ¡Ah, infame! ¡quiere morirse! ¿Ignora por


ventura que todos los hombres son hermanos?
VI

HISTORIA DE UNAS GAFAS Y CONSECUENCIAS DE UN


CATARRO NASAL

Jamás predicador alguno, jamás Bossuet ni Fenelón,


jamás Massillon ni Fléchier, jamás el mismo Mermilliod,
desplegaron desde su sagrada cátedra una elocuencia más
persuasiva y untuosa que la empleada por M. Alfredo
L'Ambert ante el lecho de Romagné. Dirigiose primero a
la razón, después a la conciencia, y por último al corazón
del enfermo. Recurrió a lo profano y lo sagrado, citó
textos de filósofos y santos. Mostrose fuerte y benigno,
severo y paternal, lógico, acariciador y hasta complaciente.
Demostrole que el suicidio es el más bochornoso de los
crímenes, y que era menester ser bien cobarde para afrontar
voluntariamente la muerte. Hasta se atrevió a emplear una
metáfora tan nueva como atrevida, comparando el suicida,
al desertor que abandona su puesto sin permiso de su cabo.

El auvernés, que no había tomado nada en las últimas


veinticuatro horas, parecía bien aferrado a su idea.
Permanecía inmóvil y terco ante la muerte, como un asno
ante un puente. A los argumentos más hábiles, respondía
con impasible dolor:

—No vale la pena, señor L'Ambert; hay demasiada miseria


en este mundo.

—¡Bah, amigo mío! la miseria fue instituida por Dios, que la


creó para excitar la caridad de los ricos y la resignación de
los pobres.

—¿Los ricos? He pedido trabajo a todo el mundo, y me ha


sido negado en todas partes. ¡He pedido limosna y me han
amenazado con la policía!

—¿Por qué no os dirigisteis a vuestros amigos? ¡A mí, por


ejemplo! ¡a mí, que tanto os debo! ¡a mí, que tan agradecido
os estoy! ¡a mí, que por mis venas corre vuestra propia
sangre!
—¡En seguida! ¡para que me hicieseis poner nuevamente de
patitas en la calle!

—¡Mis puertas estarán siempre abiertas para vos, lo mismo


que mi bolsillo, igual que mi corazón!

—¡Si siquiera me hubieseis dado cincuenta francos para


comprarme un tonel de ocasión!

—¡Pero, animal!... animal querido, quiero decir...


¡permíteme que te maltrate un poco, como en los tiempos
en que compartía contigo mi mesa y mi lecho! no son
ya cincuenta francos los que pienso darte, sino mil,
dos mil, tres mil... ¡diez mil! mi fortuna entera deseo
compartirla contigo... a prorrateo, naturalmente, de
nuestras necesidades respectivas. ¡Es preciso que vivas! ¡es
menester que seas feliz! He aquí la primavera que vuelve,
con su cortejo de flores y la dulce melodía de las aves que
trinan en la enramada. ¿Serás capaz de abandonar todo
esto? ¡Piensa en el inmenso dolor que ocasionarías a tus
infelices padres, que te aguardan en tu país! ¡piensa en tus
pobres hermanos! ¡en tu madre, sobre todo, amigo mío,
que no podría sobrevivirte! ¡Volverás a verlos a todos! O,
mejor dicho, no: permanecerás en París bajo mi protección,
conviviendo conmigo en la intimidad más estrecha. Quiero
verte dichoso, casado con una mujer bonita y hacendosa,
padre de dos o tres hermosas criaturas. ¡Sonríe, hombre,
sonríe! ¡Toma este plato de sopas!

—¡Gracias, señor L'Ambert. Guardaos esas sopas; ¿para qué


las he de tomar? ¡Hay tanta miseria en el mundo!

—Pero, hombre, ¿no te juro que se han acabado ya tus


malos días para siempre? ¿que me encargo de tu porvenir,
bajo mi fe de notario? Si accedes a vivir, se acabarán tus
sufrimientos, no volverás a trabajar, ¡tus años constarán de
trescientos sesenta y cinco domingos!

—¿Sin lunes?

—Y de lunes también, si lo prefieres. Comerás, beberás,


fumarás buenos habanos. Serás mi comensal, mi amigo
inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser
un segundo yo?
—No, no; ya que he comenzado a morir, lo mejor es acabar
cuanto antes.

—¡Ah, pedazo de alcornoque! ¡Voy a contarte, animal,


el destino que te aguarda! No se trata ya solamente de
las penas eternales que en tu obstinación endiablada
acercas más a ti cada minuto; en este mundo, aquí mismo,
mañana, quizás hoy, antes de ir a pudrirte a la fosa común,
te llevarán al anfiteatro. Te tenderán sobre una mesa de
piedra, y partirán tu cuerpo en pedazos. Uno henderá, a
fuerza de hachazos, tu abultada cabeza de mulo; otro te
abrirá el pecho en canal para ver si es posible que exista un
corazón dentro de tan estúpida envuelta; otro...

—¡Por favor, señor L'Ambert, que no quiero que me corten


a pedazos! ¡prefiero comer las sopas!

Tres días de sopas y su robusta constitución arrancáronle de


aquel amargo trance, y fue posible transportarle en carruaje
al hotel de la calle de Verneuil. El mismo M. L'Ambert lo
instaló con solicitud maternal. Alojolo en la habitación de
su propio ayuda de cámara, para tenerle más cerca. Por
espacio de un mes ejerció con verdadera abnegación las
funciones de enfermero, pasando bastantes noches en claro,
a la cabecera de su lecho.

Estas fatigas, lejos de alterar su salud, devolvieron a su


rostro su frescura y lozanía habituales. Cuanta mayor
asiduidad desplegaba en el cuidado de su enfermo, más
lozana y vigorosa tornábase su nariz. Repartía su vida
entre el estudio, el auvernés y el espejo. En este período fue
cuando escribió, distraídamente, sobre el borrador de una
escritura de venta: «¡Qué dulce es hacer bien a su prójimo!»
Máxima un poco vieja en sí misma, pero nueva en absoluto
para él.

Cuando entró Romagné en el período de franca


convalecencia, su huésped y salvador, que tantas veces le
había trozado el pan y partido los biftecs, le dijo:

—A partir de este momento, comeremos siempre juntos.


Sin embargo, si prefieres comer en la cocina, también serás
allí perfectamente alimentado, y es posible, tal vez, que te
encuentres más a gusto.

Romagné, a fuer de hombre juicioso, obtó por la cocina.


Supo conducirse en ella de tal suerte, que se captó la
simpatía y el aprecio de todos. Lejos de prevalerse de la
amistad que le unía con el amo, mostrose más humilde
y más modesto que el último marmitón. Era un criado
que M. L'Ambert había puesto a sus servidores. Todo el
mundo utilizaba sus servicios, se burlaba de su acento y
le daba palmadas amistosas a la espalda, sin que a nadie
se le ocurriese darle nunca una propina. M. L'Ambert lo
sorprendió varias veces sacando agua, cambiando de sitio
los muebles más pesados, encerando los pisos de madera.
En tales ocasiones le tiraba de la oreja aquel amo ideal, y le
decía:

—Entretente, si quieres, no hay en ello inconveniente por


mi parte; pero no te fatigues demasiado.

El infeliz muchacho, confundido por tantas bondades, se


escondía en su habitación y lloraba de ternura.

Pero no pudo conservar por mucho tiempo aquel cuarto tan


cómodo y aseado, contiguo a las habitaciones del amo. M.
L'Ambert le hizo saber, de un modo delicado, que echaba
mucho de menos la vecindad de su ayuda de cámara, y el
mismo Romagné solicitó autorización para alojarse en las
buhardillas, adjudicándosele entonces un cuartucho que las
freganchinas no habían querido nunca.

«¡Dichosos los pueblos que no tienen historia!» ha dicho un


sabio. Sebastián Romagné fue dichoso por espacio de tres
meses; pero, al comenzar el verano, empezó a tener historia.
Su corazón, largo tiempo invulnerable, fue herido por las
flechas del amor. El antiguo aguador entregose, atado de
pies y manos, al dios que perdió a Troya. Advirtió, mientras
preparaba las legumbres, que la cocinera tenía unos ojillos
grises muy bonitos, y unos mofletes rojos muy hermosos.
Un suspiro, capaz de echar a rodar las mesas, fue la primera
manifestación de su mal. Quiso explicarse, pero ahogó
la emoción en su garganta las palabras. Apenas si, en su
excesiva timidez, se atrevió a aprisionar a su Dulcinea por
el talle, y a besarle los labios con pasión.

Esto bastó, sin embargo, para que lo comprendieran. Era la


cocinera una persona capaz, que le llevaba a él siete u ocho
años, y ya bastante ducha en las lides del amor.
—Ya me hago cargo—le dijo ella;—deseáis casaros conmigo.
Perfectamente, amigo mío; podremos entendernos si traéis
algo por delante.

Él respondió ingenuamente que traía por delante todo


lo que puede exigirse a un hombre, es decir: dos brazos
vigorosos y acostumbrados al trabajo. La señorita Juanita
riósele en sus barbas y habló con más claridad; el a su vez
soltó la carcajada, y le dijo, con la más amable confianza:

—¿Pero es dinero lo que deseáis? Deberíais haberlo dicho


desde luego. ¡Tengo más dinero que peso! ¿Cuánto deseáis?
Fijad vos misma la suma. ¿Os contentaríais, por ejemplo,
con la mitad de la fortuna del señor L'Ambert?

—¿La mitad de la fortuna del amo?

—Ciertamente. Me lo ha dicho más de cien veces. Yo poseo


la mitad de su fortuna; pero no hemos repartido el dinero
todavía: me tiene guardada mi parte.

—¡Qué gran majadería!


—¿Majadería? Esperad, que ahora entra él. Voy a pedirle mi
cuenta y os traeré a la cocina todo mi capital.

¡Pobre inocente! sólo obtuvo de su amo una buena lección


de gramática parda. M. L'Ambert le enseñó que prometer y
dar no son palabras sinónimas; dignose explicarle (porque
estaba de buen humor) los méritos y peligros de la figura
llamada hipérbole; y le dijo, por último, con, tono dulce, es
verdad, pero tan firme que no admitía réplica:

—Romagné, he hecho mucho por vos, pero quiero hacer


más todavía al alejaros de este hotel. El simple buen sentido
os dice que no os halláis en él en calidad de dueño; quiero
llevar mi bondad hasta el extremo de admitir que estéis
en él como un ayuda de cámara; en fin, me parece que os
haría un gran perjuicio manteniéndoos en una situación
mal definida que pervertiría vuestros hábitos y falsearía
vuestro espíritu. Llevando un año más esa vida parasitaria
y ociosa, perderíais por completo el amor al trabajo. Os
convertiríais en un vago, y los vagos, permitidme que os
lo diga, son el azote de nuestra época. Poneos la mano
sobre vuestra conciencia, y decidme si os agrada semejante
perspectiva. ¡Pobre Romagné! ¿No habéis echado de
menos muchas veces el título de obrero, que es vuestro
más noble blasón? Porque vos sois de aquellos seres que la
Providencia ha creado para ennoblecerse con el sudor de
su frente; pertenecéis a la aristocracia del trabajo. Trabajad,
pues; no ya como otras veces, entre privaciones y dudas,
sino con una seguridad que yo garantizo y una abundancia
proporcionada a vuestras modestas necesidades. Yo saldré a
los gastos de la primera instalación; yo os procuraré trabajo.
Si, lo que no considero posible, os faltasen los medios de
existencia, acudid a mí en seguida, que siempre os acogeré
con afecto paternal. Pero renunciad al absurdo proyecto de
casaros con mi cocinera, porque no debéis enlazar vuestra
suerte a la de una simple criada, y no quiero, por otra parte,
chiquillos en mi casa.

El infeliz lloró copiosamente y se deshizo en protestas de


sincero agradecimiento. Debo decir, en descargo de M.
L'Ambert, que hizo las cosas con bastante generosidad.
Vistió de pies a cabeza a Romagné, amueblole un quinto
piso, en la calle del Cherche-Midi, y le dio quinientos
francos para que fuese viviendo mientras le encontraba
trabajo. Aún no habían transcurrido ocho días, cuando le
hizo entrar, como peón de albañil, en una fábrica de espejos
de la calle de Sèvres.

Transcurrió mucho tiempo, seis meses por lo menos, sin


que la nariz del notario sufriese la menor novedad digna de
especial mención. Pero un día en que nuestro funcionario
descifraba, en compañía de su oficial mayor, los pergaminos
de una noble y rica familia, rompiéronsele por la mitad las
gafas, y cayeron sobre la mesa.

Este pequeño accidente no le causó grandes molestias.


Púsose provisionalmente unos quevedos con resorte de
acero, e hizo cambiar el armazón de sus gafas en el muelle
de los Plateros. Su óptico, M. Luna, apresurose a pedirle mil
perdones, enviándole unas gafas nuevas, que se rompieron
también por igual sitio antes de transcurrir veinticuatro
horas.

Otras terceras sufrieron la misma suerte; trajeron por cuarta


vez otras nuevas, y les ocurrió en seguida otro tanto. El
óptico no sabía ya cómo excusarse. En el fondo de su alma,
hallábase persuadido de que M. L'Ambert tenía la culpa de
todo.
—Este señor no es razonable—decía a su mujer,
mostrándole los estragos de los cuatro últimos días;—usa
gafas del número 4, que son forzosamente muy pesadas;
quiere por coquetería una montura muy liviana, y tengo la
seguridad de que trata a sus gafas como si fueran de hierro
forjado. Si le hago la menor observación se enfadará; lo
mejor será que le envíe otras nuevas con la montura más
recia, sin decirle una palabra.

La señora de Luna encontró la idea excelente; pero las


quintas gafas corrieron la misma suerte que las cuatro
precedentes. Esta vez, M. L'Ambert montó en cólera, a
pesar de no habérsele hecho ninguna observación, y mandó
a buscar otras gafas a un establecimiento rival.

Pero hubiérase dicho que todos los ópticos de París se


habían puesto de acuerdo para que se rompiesen sus
gafas en la nariz del pobre millonario. Nada menos que
doce sufrieron igual suerte, unas tras otras. Y lo más
maravilloso del caso era que los lentes de resorte de acero,
que reemplazaban a las gafas durante los interregnos,
manteníanse vigorosos y firmes.
Ya sabéis que la paciencia no era la virtud favorita de M.
Alfredo L'Ambert. Hallábase un día furioso, pateando sobre
unas gafas, haciéndolas pedazos con sus tacones, cuando le
anunciaron la visita del doctor Bernier.

—¡Demontre! llegáis a tiempo—exclamó el notario,


colérico.—¡Estoy, por lo visto, hechizado! ¡el diablo ha
tomado posesión de mi persona!

Las miradas del doctor fijáronse en seguida en la nariz de


su cliente; pero encontrándola, al parecer, sana, de buen
aspecto, y fresca como una rosa.

—Me parece—observó,—que marcha todo muy bien.

—De salud, sí, en efecto: me encuentro perfectamente; pero


estas gafas endiabladas no hay forma de que se mantengan
enteras.

Y refirió al doctor toda la historia.

Este se quedó pensativo, y dijo al cabo de un rato:


—El auvernés anda por medio. ¿Tenéis aquí alguna de las
monturas rotas?

—Debajo de mis pies tengo la última.

Recogiola M. Bernier, examinola con una lente, y le pareció


que el oro estaba como argentado en los alrededores del
sitio de la rotura.

—¡Diablo!—exclamó.—¿Habrá hecho Romagné alguna


calaverada?

—¿Qué calaveradas queréis que haya hecho?

—¿Le tenéis todavía en vuestra casa?

—No; el pillo me ha abandonado. Trabaja en la ciudad.

—Espero, sin embargo, que esta vez habréis conservado sus


señas.

—Sin duda. ¿Queréis verle?


—Cuanto antes.

—¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente!

—Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné.

Un cuarto de hora después nuestros dos personajes


descendían a la puerta de los señores Taillade y Compañía,
en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con
trozos de cristal azogado, indicaba claramente el género de
industria a que se dedicaba la casa.

—Henos aquí—dijo el notario.

—¡Cómo! ¿está empleado el auvernés en este


establecimiento?

—Sin duda alguna: yo mismo le he buscado esta colocación.

—Vamos, el mal no es tan grande como llegué a suponer.


Pero, de todas maneras, habéis cometido una imprudencia
imperdonable.
—¿Qué queréis decir?

—Entremos.

La primera persona que encontraron en el interior del


edificio fue al auvernés, en mangas de camisa, los puños
arremangados, azogando la luna de un espejo.

—¡Hola!—exclamó el doctor,—lo que yo había previsto.

—¿Pero qué?

—Que se azogan las lunas con una capa de mercurio


aprisionada bajo una hoja de estaño, ¿comprendéis?

—Todavía no.

—Vuestro animal tiene los brazos embadurnados de


mercurio hasta los codos; ¿qué digo? hasta las axilas.

—Mas no veo la relación...

—¿No veis que, siendo vuestra nariz una fracción de su


brazo, y poseyendo el oro una deplorable tendencia a
amalgamarse con el mercurio, jamás podréis evitar que se
os rompan vuestras gafas?

—¡Demontre!

—Tenéis, sin embargo, el recurso de usar gafas con montura


de acero.

—Me es lo mismo.

—En ese caso, no corréis peligro alguno, salvo, quizás,


algunos accidentes mercuriales.

—¡Ah, no! Prefiero que Romagné trabaje en otra cosa.


¡Ven, Romagné! Deja lo que estás haciendo y vente con
nosotros al instante. ¿Quieres acabar de una vez, pedazo de
zopenco? ¿No sabes a lo que me expones?

Habiendo acudido el dueño del taller al escuchar el rumor


de la conversación, dio el notario su nombre, con tono
bastante infatuado, y recordó que él había recomendado
a aquel hombre por mediación de su tapicero. M. Taillade
respondió que lo recordaba muy bien, y explicole que,
para hacerse agradable a M. L'Ambert, y captarse su
benevolencia, había promovido al auvernés de peón de
albañil a azogador.

—¿Hace quince días de eso?—preguntole el notario.

—Sí, señor, ¿lo sabíais ya?

—¡Demasiado, por desgracia! ¡Ah, señor! ¿cómo puede


jugarse con cosas tan sagradas?

-¿Yo...?

—No, nada. Pero por mí, por vos, por la sociedad toda
entera, ponedle nuevamente a trabajar de albañil; pero no,
mejor será que me lo devolváis; me lo llevaré conmigo.
Pagaré lo que sea necesario, pero el tiempo apremia.
¡Prescripción facultativa!... Romagné, amigo mío, es preciso
que me sigáis. Habéis hecho vuestra fortuna; ¡cuanto tengo
os pertenece!... ¡No! pero venid de todos modos; ¡os juro
que no quedaréis descontento de mí!
Y sin dejarle apenas tiempo para cambiarse de traje,
llevóselo como arrebata el ave de rapiña a su presa. M.
Taillade y sus obreros tomáronle por un loco. El bueno de
Romagné levantaba los ojos al cielo, y se preguntaba qué
querrían de él otra vez.

Su destino fue decidido durante el camino, mientras él


cazaba moscas al lado del cochero.

—Mi querido cliente—decía el doctor al millonario,—es


preciso que no perdáis nunca de vista a ese muchacho.
Comprendo que le hayáis arrojado de vuestra casa, porque,
a decir verdad, su trato no debe ser muy agradable; pero no
debisteis alejarle tanto, ni pasar tanto tiempo sin procuraros
noticias de él. Alojadle en la calle de Beaune, o en la de la
Universidad, próximo a vuestro hotel. Dedicadle a un oficio
menos peligroso para vos, o mejor, si queréis, pasadle una
pequeña pensión sin darle ningún oficio: si trabaja, se fatiga
y se expone. No conozco oficio alguno en que el hombre no
exponga su piel ¡es tan fácil, por desgracia, un accidente!
Dadle lo suficiente para que pueda vivir sin hacer nada.
¡Guardaos bien, sin embargo, de tenerle en la abundancia!
Volvería a beber, y ya sabéis las consecuencias fatales que
os reporta a vos ese vicio. Con cien francos al mes, y la casa
pagada, creo que tendrá suficiente.

—Tal vez sea demasiado... no porque me parezca la


cantidad excesiva, sino porque preferiría darle de comer sin
que pudiera emplear un solo céntimo en vino.

—Dadle, pues, cuatro luises, pagados en cuatro plazos: los


martes de cada semana.

Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos


mensuales, pero el auvernés respondió con desprecio,
rascándose la oreja:

—¿Ochenta francos nada menos? ¡Para eso no valía la pena


que me arrancaseis de la calle de Sèvres! Allí ganaba tres
francos y medio diarios, y enviaba dinero a mi familia.
Dejadme trabajar en los espejos, o dadme tres francos y
medio.

Y no hubo más remedio que acceder, puesto que era el


dueño de la situación.
Pronto comprendió el notario que había adoptado el
partido más prudente. El año transcurrió sin accidente
alguno. Se pagaba a Romagné todas las semanas, y se le
vigilaba diariamente. Vivía honradamente, llevando una
existencia tranquila, sin más pasión que el juego de bolos.
Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se
posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del
dichoso millonario.

Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del


invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su
boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano
marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.

—Y bien, amigo mío—le dijo,—¿cuándo celebráis vuestras


bodas?

—Pero, señor marqués, si es la primera noticia que tengo


sobre ese particular.

—¿Esperáis, por ventura, que os pidan vuestra mano?


¡Al hombre toca hablar, qué demontre! El joven duque de
Lignant, un verdadero caballero y un excelente muchacho,
no ha esperado a que yo le ofreciese mi hija: ha venido,
ha agradado, y se acabó. De hoy en ocho días firmaremos
el contrato. Ya sabéis, querido amigo, que es asunto que
os atañe. Permitidme que acompañe a esas señoras hasta
el coche, y nos acercaremos al círculo. Por el camino
hablaremos. Pero cubríos, ¡qué diablo! No había visto que
permanecíais con el sombrero en la mano. ¡Cuando menos
se piensa se atrapa un resfriado!

El anciano y el joven caminaron del brazo hasta el bulevar,


uno hablando y el otro prestándole atención. Y L'Ambert
entró en su casa dispuesto a redactar el contrato de
matrimonio de la señorita Carlota Augusta de Villemaurin.
Pero había pillado un terrible constipado, que no le
permitió hacer nada. El acta fue redactada por su oficial
mayor, revisada por los encargados de los negocios de
ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante
cuaderno de papel timbrado, en el que no faltaban más que
las firmas.

Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes,


trasladose en persona al hotel de Villemaurin, a pesar de
una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos
de sus órbitas. Sonose las narices por última vez en la
antecámara, y los lacayos temblaron en sus asientos cual si
hubiesen oído la trompeta del juicio final.

Un criado anunció a M. L'Ambert. Llevaba puestas sus


costosas gafas de oro, y sonreía gravemente, cual convenía
en semejantes circunstancias.

Con su historiada corbata, sus guantes impecables, sus


zapatos de baile, el sombrero debajo del brazo izquierdo, y
el contrato en la mano derecha, fue a presentar sus respetos
a la marquesa, atravesó con modestia el círculo formado
por los que la rodeaban, inclinose ante ella, y le dijo:

—Cheñora marquecha, aquí teneich el contrato de boda de


vuechtra cheñorita hija.

La señora de Villemaurin fijó en él sus ojos espantados.


Un ligero murmullo elevose entre los circunstantes. M.
L'Ambert saludó de nuevo, y añadió:

—¡Dioch mío! cheñora marquecha, que día tan felich va a


cher echte para todoch!
Una mano vigorosa asiole por el brazo izquierdo,
haciéndole girar sobre sí mismo. Volviose, y reconoció al
marqués.

—Mi querido notario—le dijo éste, arrastrándole hasta


un rincón,—el carnaval permite indudablemente muchas
cosas; pero recordad quien sois, y cambiad de tono si os
place.

—Pero, cheñor marquech...

—¡Otra vez!... Ya veis que soy paciente, pero os ruego no


abuséis. Excusaos ante la marquesa, leednos el contrato de
boda, y buenas noches.

—¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach


buenach nochech? ¡Cualquiera diría que he cometido una
torpecha, cheñor mío!

El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas


a los criados que circulaban por el salón. Entreabriose la
puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara:
—¡La servidumbre del señor L'Ambert! Aturdido, confuso,
fuera de sí, el pobre millonario salió haciendo reverencias
en todas direcciones y no tardó en encontrarse en su
carruaje, sin saber por qué ni cómo. Se golpeaba la frente,
se arrancaba los cabellos y se pegaba pellizcos en los
brazos para despertarse a sí mismo, por si, como creía,
era juguete de un sueño. Pero no; no dormía; veía la hora
que marcaba su reloj, leía los nombres de las calles, a la
claridad de las luces del gas, y reconocía las muestras de
los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho?
¿Qué conveniencias había violado? ¿Qué inconveniencia
o qué majadería suya podía haber dado lugar a que le
tratasen de aquel modo? Porque, en fin, la duda no era
posible: en la casa del señor de Villemaurin lo habían
puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato de matrimonio
estaba allí, en su mano! ¡aquel contrato redactado con tan
singular esmero, en tan brillante estilo, y cuya lectura no
había sido escuchada!

Sin haber podido dar con la solución a aquel problema,


encontrose en el patio de su hotel. El rostro de su portero
inspiróle una idea luminosa.
—¡Chinguet!—gritó.

El escuálido Singuet no se hizo llamar otra vez.

—Chinguet, te daré chien francoch chi me dichech la


verdad; y chien puntapiech chi me ocultach alguna cocha.

Singuet le miró con sorpresa, y sonrió con timidez.

—¡Chonríech, dechalmado! ¿por qué? ¡Contechta


encheguida!

—¡Dios mío!—dijo el pobre diablo;—el señor dispensará...


que me haya permitido... pero el señor imita perfectamente
el acento de Romagné.

—¡El achento de Romagné! ¿quién? ¡yo! ¿Hablo como un


auvernech?

—Demasiado lo sabe el señor. Hace ya ocho días de esto.

—¿Pero qué echtach dichiendo, pollino? ¿cómo he de


chaber yo una cocha chemejante?

Singuet elevó los ojos al cielo, pensando que su amo se


había vuelto loco; pero M. L'Ambert, aparte de aquel
maldito acento, gozaba de la plenitud de todas sus
facultades. Interrogó por separado a toda su servidumbre, y
se persuadió de su desgracia.

—¡Ah, infame aguador!—exclamaba,—¡ah, criminal! Echtoy


cheguro de que habrá hecho alguna majadería. Que vayan a
buchcarle; pero no, que voy a buchcarle yo michmo.

Corrió a pie hasta la casa de su protegido, subió a saltos


hasta el quinto piso, llamó sin lograr despertarle, y,
enfurecido y colérico, no encontrando otro expediente,
forzó a empujones la puerta de la habitación.

—¡Cheñor L'Ambert!—exclamó Romagné.

—¡Tunante de auvernech!—respondiole el notario.

—¡Cheñor mío!
—¡Chinvergüencha!

Ya eran dos a destrozar el idioma.

La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto


de hora, en medio de la mayor algarabía, sin que se aclarase
el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima;
el otro se defendía diciendo que era inocente.

—Echpérame aquí—dijo, para acabar M. L'Ambert.—M.


Bernier, el médico, me dirá echta noche michma lo que hach
hecho.

Despertó a M. Bernier, y le refirió, con la consabida che,


cuanto le había ocurrido aquella noche.

—Mucho ruido y pocas nueces—le contestó el doctor,


riendo de buena gana.

—Romagné es inocente; la culpa es toda vuestra.


Permanecisteis con la cabeza descubierta a la salida de los
Italianos: de ahí procede todo el mal. Padecéis un fuerte
ataque de coriza, y habláis por la nariz: por eso os expresáis
en auvernés. Esto es muy lógico. Volved a vuestra casa,
aspirad bastante acónito, conservad los pies calientes y la
cabeza abrigada y, en lo sucesivo, adoptad toda clase de
precauciones contra los constipados, pues ya sabéis cuáles
han de ser para vos sus consecuencias.

El desdichado notario regresó a su hotel maldiciendo como


un condenado.

—De manera—pensaba;—que mis precauciones resultan


infructuosas. Por mucho que me esmere en mantener y
vigilar a ese bellaco de aguador, me jugará constantes
trastadas, y seré siempre su víctima, sin poderle acusar
nunca de nada; ¿a qué entonces, tantos gastos? Se acabó: ya
estoy cansado: economizaré su pensión.

Y dicho y hecho. Al día siguiente, cuando el pobre Romagné


vino, todavía aturdido, a cobrar la pensión de la semana, lo
echó a la calle Singuet, y anunciole que no harían nada por
él en lo sucesivo. Encogiose de hombros el auvernés, a fuer
de hombre que, sin haber leído las epístolas de Horacio,
practica el Nil admirari por instinto. Singuet, que lo quería
bien, preguntole a qué pensaba dedicarse, contestándole
él que buscaría trabajo. Al fin y al cabo, aquella forzada
ociosidad le aburría demasiado.

M. L'Ambert sanó de su coriza y alegrose de haber borrado


de su presupuesto la partida correspondiente a Romagné.
Ningún otro accidente vino a interrumpir después el curso
de su dicha. Hizo las paces con el marqués de Villemaurin
y con toda su clientela del faubourg, a la que había
escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo
abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía,
sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg.
¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y
mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban
por completo. La bella y avisada muchacha tendiole la
mano a la inglesa, y le dijo con desparpajo:

—Negocio concluido. Mis padres están de acuerdo


conmigo; ya os daré mis instrucciones para la canastilla
de boda. Procuremos abreviar todas las formalidades para
poder marcharnos a Italia antes de que termine el invierno.

El amor prestole sus alas. Compró, sin regatear, la canastilla,


encomendó a los tapiceros la tarea de alhajar el cuarto de
su señora, encargó un coche nuevo, eligió dos caballos
alazanes de la más rara belleza, y aligeró la publicación de
las amonestaciones. El banquete de despedida de soltero
que ofreció a sus camaradas, inscrito está con letras de oro
en los fastos del Café Inglés. Sus amantes recibieron su
postrer adiós, y sus correspondientes brazaletes, con mal
contenida emoción.

Los partes de casamiento anunciaban que la bendición


nupcial tendría efecto el día 3 de marzo, a la una en punto,
en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. Inútil parece
advertir que se había colgado el altar y se había engalanado
el templo como en las bodas de primera categoría.

El día 3 de marzo, a las ocho de la mañana, despertose


espontáncamente L'Ambert, sonrió satisfecho a los primeros
rayos del sol que penetraron alegres por su entreabierta
ventana, tomó el pañuelo de debajo de la almohada, y se lo
llevó a la nariz a fin de esclarecer sus ideas. Pero el pañuelo
de batista sólo encontró el vacío: la nariz ya no existía.

El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y


maldición! como dicen en las novelas de la antigua escuela.
Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay.
Correr a su lecho, registrar cobertores y sábanas, mirar por
detrás de la cama, sondar los colchones y el somier, sacudir
los muebles próximos, y poner patas arriba cuanta cosa
había en el cuarto, fue obra de pocos instantes.

¡Pero nada! ¡nada! ¡nada!

Colgose del cordón de la campanilla, pidió auxilio a


sus criados y juró echarlos a todos, como a perros, si no
encontraban la nariz. ¡Inútil amenaza! La nariz era más
imposible de encontrar que la Cámara de 1816.

Dos horas transcurrieron en medio de la agitación, el


desorden y el ruido.

Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita


gris con botones de oro; la señora de Steimbourg, en traje
de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas,
que iban y venían y giraban sin cesar en torno de la
bella Irma. La blanca novia, embadurnada en polvos de
arroz, como un pez antes de ser introducido en la sartén,
temblaba de impaciencia y maltrataba a todo el mundo con
admirable imparcialidad. Y el alcalde del distrito décimo,
con su faja reglamentaria, paseábase por un gran salón
vacío preparando una improvisación. Y los mendigos
privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a
cajas destempladas a dos o tres intrigantes, llegados de
no sé dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M.
Enrique Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya
media hora, en el fumador de su padre, extrañábase de que
su querido Alfredo no hubiese llegado aún.

Por fin perdió la paciencia, corrió a la calle de Sartine, y


encontró a su futuro cuñado lleno de desesperación y de
lágrimas. ¿Qué podía decirle, para consolarle, de semejante
desgracia? Paseose largo rato en torno suyo, repitiendo sin
cesar:

—¡Demonio! ¡demonio! ¡demonio!

Se hizo referir dos veces el fatal acontecimiento, e intercaló


en la conversación algunas sentencias filosóficas.

¡Y el maldito cirujano sin venir! Habían ido a avisarle con


urgencia, a su casa, al hospital, a todas partes. Llegó por fin,
y comprendió a primera vista que Romagné había muerto.

—Lo sospechaba—exclamó el notario, llorando con mayor


amargura, si es posible.—¡Bestia de Romagné! ¡Criminal!

Esta fue la oración fúnebre del desdichado auvernés.

—Y ahora, doctor, ¿qué haremos?

—Buscar otro Romagné, y repetir la operación; pero ya


habéis experimentado los inconvenientes de este sistema,
y, si queréis creerme, será mucho mejor que recurramos al
método indio.

—¿A cortarme la piel de la frente? ¡eso jamás! Prefiero


mandarme hacer una nariz de plata.

—Hoy día se fabrican bien elegantes, por cierto—dijo el


doctor.

—Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano


a un inválido con la nariz de plata. Enrique, amigo mío,
¿qué os parece?
Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió.
Fuese a comunicar la noticia a su familia y a recibir órdenes
de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la
desgracia de su prometido.

—¿Os imagináis—exclamó,—que me caso con el notario


por su cara? ¡Para eso me hubiera casado con mi primo
Rodrigo, que, aunque menos rico, es mucho más guapo
que él! Doy mi mano a M. L'Ambert porque es un hombre
galante, que ocupa una posición envidiable en el gran
mundo; por su carácter, sus caballos, su hotel, su talento, su
sastre; todo en él me agrada y me encanta. Por otra parte, ya
estoy vestida de novia, y, de no verificarse el matrimonio,
padecería mi reputación. Corramos a su casa, madre mía;
¡lo aceptaré tal cual es!

Pero cuando se halló presencia del mutilado, cesaron sus


entusiasmos. Desplomose desmayada, y, cuando recobró el
conocimiento, rompió a llorar copiosamente.

En medio de sus sollozos, oyose un grito que parecía partir


de lo más profundo del alma:
—¡Oh, Rodrigo!—exclamó,—¡que injusta he sido contigo!

M. L'Ambert permaneció soltero. Hízose fabricar una nariz


de plata esmaltada, cedió su bufete a su oficial mayor, y
compró una casita, de modesta apariencia, cerca de los
Inválidos. Algunos buenos amigos alegraron su morada.
Proveyose de una bodega abundante y bien surtida, y se
consoló como pudo. Las botellas más preciadas de Château-
Yquen, y las mejores cosechas de la hacienda Vougeot son
para él.

—Poseo un privilegio sobre todos los demás hombres—


suele decir a veces, bromeando;—¡puedo beber cuanto me
venga en gana sin que se me enrojezca la nariz!

Ha permanecido fiel siempre a sus principios políticos:


lee los buenos periódicos, y hace votos por el triunfo de
Chiavone; pero no le envía dinero. El placer de amontonar
luises le produce una dicha incalculable. Vive entre dos
vinos y entre dos millones.

Una noche de la semana pasada, en que caminaba despacio,


con el bastón en la mano, por una de las aceras de la calle
de Eblé, lanzó inopinadamente un grito de sorpresa. ¡La
sombra de Romagné, vestido de pana azul, habíase erguido
ante él!

¿Era realmente su sombra? Las sombras no llevan nada, y


ésta llevaba una cesta en la extremidad de un palo.

—¡Romagné!—gritole el notario.

El otro levantó la mirada, y respondió con su voz reposada


y tranquila:

—¡Buenach nochech, cheñor L'Ambert!

—¡Hablas, luego vives!—dijo éste.

—Chiertamente que vivo.

—¡Miserable!... ¿qué has hecho de mi nariz?

Y, mientras se expresaba de este modo, habíale agarrado


por el cuello, y lo sacudía bruscamente.
El auvernés desasiose con trabajo, y le dijo:

—¡Dejadme, por piedad, que no puedo


defenderme! ¿No obchervaich que choy manco?
Cuando me chuprimichteich la penchión,
coloquéme en el taller de un mecánico, y hube de
dejarme el brazo tomado en un engranaje!

FIN

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