Leyendas de Zacatecas Ramos
Leyendas de Zacatecas Ramos
Leyendas de Zacatecas Ramos
En el marco de la puerta que daba acceso a la cocina estaba un perico sobre una estaca, parlando lo más del día y llamando
por su nombre a casi todos los parroquianos; un perezoso gato café, de pelo esponjoso, pasaba buenos ratos durmiendo
debajo de alguna de las mesas, mientras que un perro negro de pelo sedoso y brillante, haciendo honor a su nombre de
Centinela, permanecía sentado a la entrada de la fonda; recibiendo, de cuando en cuando, las caricias de los visitantes y
sin hacerle extrañamiento a una murga callejera que casi a diario deleitaba a la concurrencia durante las horas de la
comida. Contábase entre los abonados allí nuestro capitán, objeto de especiales atenciones y deferencias por parte de la
dueña, así como también veíase honrado frecuentemente el establecimiento con las visitas de un empleado público
llamado Juan Ponce, no menos atendido que el anterior. El mencionado Juan Ponce era un pícaro de siete suelas, de rostro
rubicundo y de algo más edad que el soldado, sin querer decir con esto que llegase a la madurez.
Eran de verse las buenas migas que hicieron desde el primer día de conocerse los dos personajes, siendo rara la vez que
Augusto iba sin la compañía de Ponce a tomar sus alimentos, y se procuraban tanto y la familiaridad de ambos llegó al
grado de no poder estar el uno sin el otro, en sus ratos de ocio. Aunque dejamos ya dicho que entre los dos repartía sus
atenciones la guapa moza, era manifiesta, sin embargo, su predilección por el capitán, para quién abrigaba la más secreta
pasión, sin que él hubiese caído en la cuenta. Diariamente, las sobre mesas prolongábanse más de lo debido, y
especialmente en las noches, hasta horas muy avanzadas, no siendo raro que los sorprendiese la aurora en su animadas
charlas; ya refiriendo el presuntuoso militar sus temerarias hazañas; ya haciéndolos pasar Juanito Ponce amenos ratos con
chistes y agudezas; ya Amparito entonando sentimental canción de la paloma, con su voz entonada y quejumbrosa,
canción de muy agrado de sus amigos, porque les traía a la memoria sus mejores recuerdos, y por estar muy en boga en
aquel entonces, habíanle granjeado fama a la muchacha de buena cancionera, cuya fama pregonaba a los cuatro vientos
sus numerosos admiradores y todos aquellos de sus parroquianos a quienes les había tocado en suerte regalarse con las
dulzuras de sus garganta. Al apagarse los últimos acordes de su guitarra, el militar y el empleado premiaban su labor con
nutridos y prolongados aplausos. No fueron pocas las veces en que los dos amigos, después de cenar, salieron de allí con
muchos otros militares y civiles, en animado gallo, a canturrear, a los acordes de la orquesta, al pie de los balcones de las
guapas zacatecanas recorriendo así de este modo y manera, las románticas calles de la Muy Noble y Leal Ciudad de
Zacatecas. En esta forma gastaban entre ellos la vida, distribuyendo el tiempo entre las obligaciones de su profesión y las
continuas parrandas y disipaciones.
Veía Amparito de la Felicidad írsele el gozo al pozo, con la marcha del Capitán, pues a más de amarlo con ternura y venirle
de perlas el familiar trato de los amigos, veía ascender las utilidades de su negocio con el producto del licor que esas
veladas en buena cantidad se consumía, cuya cuenta quedaba siempre a cargo del militar, quien religiosamente la cubría
en los días de pago. Secreta angustia le robaba la tranquilidad. A las nueve de la noche, poco más o menos, se presenta
en la fonda, seguido de Ponce y varios oficiales de su mismo cuerpo que junto con él debían salir a campaña, y de algunos
jóvenes de la flor y nata de la sociedad zacatecana. Al traspasar los umbrales del establecimiento, son saludados con las
vivas notas de la marcha guerrera, ejecutada por la mejor orquesta de la ciudad, mandada de antemano por los amigos
del Capitán.
Se comió y se bebió, se charló mucho y todos brindaron por el feliz éxito de la campaña que iba a emprender el militar.
Cuando los humos del alcohol hubiéronse subido a la cabeza, la cordialidad estaba en su apogeo y Amparito, en
competencia con la orquesta, deleitaba a la concurrencia con las canciones de su vasto repertorio, los asistentes pidieron
a coro refiriera el Capitán cierta aventura suya muy interesante, no conocida de muchos de los allí presentes. El Capitán
accede. Juanito Ponce, a quien habían hecho mucho efecto las libaciones, dejándose llevar de su carácter guasón, hace
sátira del relato del militar, dando lugar a un diálogo de pullas y chifletas entre los amigos.
En lo más acalorado de la discusión, manifiesta el Capitán, picado en su amor propio, que su valor nadie lo puede poner
en duda y que se siente capaz de arrastrar la más temeraria de las empresas. El empleado público, queriendo llevar la
broma hasta el último grado, le propone hagan la apuesta, consistente en que cualquiera de los dos que muriese primero
haría un baile en el panteón en donde estuviese sepultado, en honor del vivo viniendo personalmente por él para llevarlo.
Estaba en efervescencia la cuestión, eminente era el peligro de estallar, por cuya causa los comensales para poner fin a
tan inútil discusión y con el ansia de saber el desenlace del interesante relato del Capitán, manifiestan que en lugar de
apuesta se haga un solemne juramento de llevar a efecto la proposición de Ponce y se deje terminar el asunto en Paz de
Dios. En tanto, Amparito de la Felicidad había descolgado un Santo Cristo y encendido un cirio para el juramento.
El soldado, rodilla en tierra y con la diestra extendida ante el Crucifijo jura por Dios, que hará si muere antes de su amigo,
Juan, un baile en su honor en donde él esté sepultado, viniendo por él para llevarlo a la fiesta. Todos atónitos contemplan
el cuadro. La luz con destellos rojizos, realzaba la majestad del Cristo. Juan Ponce imita a su amigo y rodilla en tierra hace
igual el juramento. Honda impresión causó a todos los contertulios aquel caso nacido de una broma y quitóles el deseo
de seguir adelante la fiesta, por lo cual la orquesta no volvió a tocar. Desagrado y temor reflejaban los rostros de los
espectadores. Uno a uno sin decir palabra, fueron despejando el lugar, a poco la fonda quedó desierta. Tan sólo Amparito,
de punta ante una silla colocaba el Crucifijo en su sitio.
Hacía tres meses que el Capitán se encontraba en campaña, una tarde un soldado disperso llevó a la fonda la noticia de la
derrota del regimiento y dio pormenores a la bella Amparito, de la trágica muerte del Capitán. Al saber la triste nueva, la
muchacha no pudiendo disimular la pena que le causó, derramó cuantioso llanto en presencia del soldado y estuvo largo
tiempo sumida en la reflexión vistiendo de riguroso luto. La familia de Pavón, que hacía pocos días había llegado a radicar
a Zacatecas, tomó empeño en traer los restos del infortunado Capitán y una vez ellos en la ciudad, le dio cristiana sepultura
en el panteón del Refugio, habiéndole rendido sus compañeros de armas los honores de ordenanza. Muy lejos estaba
Juanito Ponce de imaginarse el triste fin de su amigo, porque a la semana escasa de haber salido a campaña, lo había
comisionado el Gobierno del Estado, para desempeñar una inspección minuciosa en la Oficina de Rentas de Juchipila.
La moza, pudiendo apenas dar crédito a que no supiese nada del suceso que durante muchos días había conmovido a la
ciudad, se ve obligada a contar la tragedia del infortunado Capitán Pavón y como viera que el rostro de su amigo expresara
una sonrisa de incredulidad, le recuerda el juramento a que está obligado. Ponce, haciendo gala de valor ante la joven,
llena una copa de vino y avanza hacia el retrato. Ante él, hace un discurso asegurando que le sobrara ánimo para cumplir
el juramento, y por lo tanto esperábalo para llevarlo a efecto, si era que el Cristo ante quien lo había hecho la toma de
verdad en serio. Por último, termina su oración invitándolo a su casa a la fiesta preparada para la noche. A las diez de la
noche la casa de Juan Ponce rebosaba de invitados, encontrándose el baile en privanza. A las doce, todo mundo al
comedor. Poco antes de terminar la cena, llaman a la puerta y una criada ocurre a abrir.
Vuelve luego al comedor y dice: – Señor Juan, un militar desea hablar con Usted. – ¿No le ha dicho su nombre? – contesta
el interpelado – ¿No, no señor – ¿Es viejo o joven? – No lo sé señor porque no le he visto la cara, está embozado en su
capa y solo pude distinguirle su kepí bordado de oro y las botas de charol muy relucientes. – Diga usted, manifiesta Ponce
visiblemente sobresaltado hoy no puedo recibirle porque tengo visitas, que vuelva mañana. Salió la criada con el recado,
regresando a poco, decir que el militar insistía en hablarle y que si no le era posible salir le permitiera pasar, pues su asunto
era muy urgente. Un frío mortal invade a Ponce quien recuerda al punto el juramento que hacía tres meses y la escena de
la mañana en la fonda, y temblando de presentimiento mándale pasar.
En esto entra el militar embozado en una capa negra y sin decir palabra siéntase en una silla. Mil preguntas le hacen sin
lograr contestación pues el permanece mudo sin descubrirse el rostro. La mayor parte de los convidados que habían sido
testigos del juramento hecho en la fonda de la Luz de Aurora, no apartaban los ojos de los dos sujetos y lanzaban miradas
elocuentes a Ponce, como preguntándole si a él le infundía pavor el acontecimiento. Este casi no respiraba. Cuando hubo
terminado la cena el militar habló así: -” Amigo Juan Ponce un juramento hecho hace seis meses ante la imagen de un
Cristo crucificado y del cual son testigos todos los aquí presentes, me ha hecho levantarme de mi tumba para dar
testimonio de que con el nombre de Dios tres veces Santo no se puede jugar impunemente, y ahora por caridad te pido
en nombre de la amistad íntima que en vida nos tuvimos, me acompañes a cumplirlo, para que mi alma pueda descansar
en el Señor”.
Los presentes estaban inmóviles como petrificados en los asientos, Ponce, sacando fuerzas de flaqueza, toma su sombrero
y acompaña al militar. Algunos de los más animosos entre los contertulios corrieron al balcón, alcanzando a ver como
desaparecían las siluetas de los dos amigos al fondo de la calle de los Gallos, que en ese momento la luz de la luna plateaba.
Ni una palabra pronunciaron en el camino. Al llegar a la Plazuela de Zamora detiénese Ponce en la calle que hace esquina
con la calle de Manjares, donde existía por aquel entonces una tienda de abarrotes denominada “El Pabellón Mexicano”
en la actualidad se llama solamente “El Pabellón”. En la planta alta del edificio vivía un virtuoso sacerdote ya entrado en
años, amigo consultor de la familia Ponce y con quien Juanito se confesaba cada año por la cuaresma.
El farol dejaba ver el rostro lívido y desencajado de Ponce y la lúgubre figura del Capitán Augusto Pavón. Juanito rompe el
silencio pidiendo permiso de subir a la casa para dar un recado urgente. Este asiente con un leve movimiento en la cabeza.
En un abrir y cerrar de ojos tenemos a Ponce frente al sacerdote, poniéndole al tanto de lo que acontece. Sorprende
mucho al sacerdote el relato de la extraña aventura y de momento no acierta a aconsejarle nada, más una vez pasada la
primera impresión y como hombre ducho en reflexiones, piensa entonces las cosas y teniendo en cuenta las circunstancias
que mediaron el juramento, no duda que Dios permita levantarse a un muerto de su tumba para evidenciar la
trascendencia de un acto en el cual como testigo Su Divina Majestad deba intervenir.
En tanto, el Capitán había llamado a la puerta, Ponce siente el frío de la muerte correrle por todo el cuerpo. Sale sin decir
palabra, atraviesan las calles los dos, la de Manjarrez y del Refugio y al llegar donde hoy se levanta la planta de luz eléctrica
y antaño fuera lomerío, ve Juan una gran claridad coronado los cerros, donde partía en dirección a ellos un haz de la luz
refulgente que les alumbraba el camino, y al fijar en él los ojos se encandilaba, no pudiendo distinguir en él lo que había
detrás de la iluminación. Cuando estuvieron cerca de ella, una pesada puerta se oye rechinar sobre sus goznes y al abrirse
escuchase las notas lúgubres de música, sólo hasta entonces pudo darse cuenta Ponce de que se encontraba a las puertas
del Panteón del Refugio, convertido a esas horas en sala de baile. Algo horripilante debió ofrecerse a su vista y su terror
llegó al colmo cuando el militar que hasta esa hora había permanecido embozado, se descubrió y tomándolo del brazo le
instaba a pasar, Juan no fue dueño de sus actos y sintiendo venírsele el mundo encima cayó al suelo desmayado.
El sacerdote, que a larga distancia seguía a la pareja, solamente vio la claridad que coronaba a los cerros y el haz de luz
que de ella partía, alumbrando el camino de los protagonistas, y cuando ésta de pronto se extinguió, corrió a saber el fin
de su protegido, el cual yacía en la tierra a las puertas del Panteón del Refugio. Costóle un poco de trabajo al padre hacerle
recobrar sus facultades y con bastante dificultad le llevó a casa. Después de lo acontecido, todo quedó en paz y en profunda
calma, solamente la luna, desde su azul mansión, estaba atónita tras de contemplar un raro acontecimiento. Al día
siguiente la versión fue del dominio público en la ciudad y aseguraban los serenos de aquellos arrabales haber visto muy
entrada ya la noche, por espacio de dos horas, una intensa luz en aquel rumbo, como si el Panteón del Refugio estuviese
iluminado.
Durante largo tiempo Juan Ponce fue popular en Zacatecas y en todas partes asaltaba lo la gente ávida de conocer su
aventura, y al referírsela él con todos sus pormenores, terminaba siempre en las solemnes palabras que le dijera la noche
de la fiesta su amigo el Capitán Pavón, al venirlo a visitar de ultratumba. No se puede jugar con el Santo Nombre de Dios
impunemente
Más a pesar de su indumentaria, su aspecto era repulsivo, por tener el rostro cubierto de cicatrices, los ojos ribeteados de
rojo y el cuerpo contrahecho. Nunca hablaba con nadie, ni iba a la iglesia, ni daba limosna, su puerta y su corazón estaban
cerrados al bien. Una vez llamó a su puerta una infeliz mujer a quien su marido, un borracho perdido, había golpeado y
arrojado del humilde cuarto en que vivían, llevando un niño en los brazos y pedía por caridad, un pedazo de pan y que se
le permitiera pasar la noche detrás de la puerta, por temor de que su marido la encontrase, Ella no sabía la fama de aquella
mujer y si llego allí fue porque vio luz en la torre, la “bruja” no quiso socorrerla y debió asustarla el mico, porque la
encontraron muerta, con el terror pintado en su rostro cubierto de arañazos, el niño había desaparecido. Los vecinos
furiosos pretendieron asaltar la casa y hacer un acercamiento, pero se los impidió el Comisario del barrio y como nada le
pudieron probar a doña Marciana, no se hizo justicia con la “bruja”.
Pero el odio de la gente estaba encendido y no podía salir de su casa porque la esperaba un diluvio de pedradas, su puerta
estaba bloqueada de basura y desperdicio y en vano pedía auxilio a las autoridades porque nadie acudía. Por fin, una
noche se oyó una detonación y los aterrados vecinos pudieron ver salir llamas azules y rojas del torreón de marras, nadie
fue a auxiliarla porque creyeron cándidamente que a la “bruja” se le había llevado el diablo. Al día siguiente se presentaron
las autoridades y penetraron al antro; arriba en el torreón de marras, encontraron el cadáver de Doña Marciana
desfigurado por la explosión, sobre de ella, estaba el mico haciendo horribles visajes dando agudos chillidos, tuvieron que
lazarlo para poder acercarse a la puerta, sólo que los lazadores apretaron tanto que lo ahorcaron. No se supo que motivó
la explosión, ni lo que hacía Doña Marciana en su laboratorio.
La casa fue demolida buscando tesoros que no se encontraron, el vulgo llamó al callejón donde estaba ubicada la casa “El
Callejón del Mono Prieto”
– ¿Quién llama? (Una mujer de clase humilde, vestida de negro y cubierta la cabeza con un rebozo contesto)
– Yo padrecito, que vengo a rogarle me haga la caridad de acompañarme, para auxiliar a un enfermo muy grave que tengo
en casa.
Como respuesta el sacerdote salió en seguida con su petaca de mano detrás de la mujer que le servía de guía. Atravesaron
obscuras y apartadas callejas que desembocan en la antigua plaza de toros y al llegar a ésta, la mujer se detuvo y abrió de
una mísera habitación, a la que pasó el sacerdote. El cuarto estaba desmantelado, a la débil luz de una vela de sebo que
estaba a la tabla de un viejo y desvencijado cajón de madera, distinguió el sacerdote al enfermo, el cual yacía sobre un
sucio petate en el suelo, junto a la pared en el rincón de la estancia. Cercando al paciente estaba colocado un rustico y
tosco banco de madera de tres patas y esto constituía todo el mobiliario de la habitación.
El padre se sentó en el banco y se quedó mirando al enfermo, el cual era un hombre entre los 50 y los 60 ańos, alto, con
el cuerpo enflaquecido, rostro enjuto, demacrado y de amarillento color cadavérico, ojos verdes sin expresión que fijaba
con insistencia en las vigas del techo, su anhelante y fatigosa respiración que anunciaba el estertor de la agonía, se
interrumpía a intervalos por una tos seca y cascada, un sudor frío le humedecía la frente y febril temblor le sacudía su
cuerpo. El padre le tomó una mano y la encontró yerta, con el frío de la muerte, por el cual comprendió la gravedad del
enfermo y sin más tiempo que perder le dijo:
Al oír esto, la mujer que había estado contemplando la escena, salió a la calle. El sacerdote abrió su petaca y saco la estola,
se la colocó sobre los hombros y volvió a decir al enfermo:
El enfermo, no obstante, su gravedad, tenía completa lucidez e hizo una larga confesión de sus culpas, la que terminó entre
sollozos, signo inequívoco de su gran contrición. El señor cura el terminar éste el relato de sus pecados, le confortó con
sus consejos y le dio la absolución. Luego, volvió a abrir la petaca, sacó lo necesario y le administró la extremaunción. Al
cabo de ponerle los santos oleos, se quitó el padre la estola y la colocó sobre una estaca de madera que estaba clavada en
la pared, cerró su petaca, se despidió tiernamente del enfermo y de su mujer y se fue a su casa.
Al día siguiente, como no encontraba la estola en su petaca, recordó que había dejado olvidada en la casa del enfermo y
preguntó al sacristán:
– Dime, ¿No han traído la estola de la casa del enfermo que fui a confesar anoche?
Intrigado busco al dueño del edificio, quien, al escuchar el relato del padre, le respondió:
– Padrecito, es muy raro lo que usted me dice, ¿no sería un sueño? hace más de dos años que tengo estos cuartos
desocupados y han permanecido cerrados. ˇCréame que me da miedo padrecito! Pero pronto saldremos de dudas, usted
dice que la estola la dejó colgada en una estaca y ahora vamos a desengañarnos.
Al meter el dueño la tosca, antigua y pesada llave de hierro en la chapa; el padre vio que era la misma con que la mujer
había abierto la puerta la noche anterior. El pasador al girar dio un rechinido, lo cual hacía notar que hacía largo tiempo
que no se habría. Cuando la puerta se abrió, percibieron un fuerte olor a humedad; el padre encendió un cerillo y ambos
vieron enormes telarañas colgando del techo y numerosas ratas corriendo asustadas. El piso estaba enlosado y cubierto
por una gruesa capa de polvo; sin embargo, la estola estaba colgada en la estaca, tal como el padre había asegurado.
Este suceso causó tremenda sensación. Se dice que el padre Ezqueda adquirió un fuerte padecimiento hepático,
ocasionado por un derrame de bilis, a resultado del cual murió después de haber confesado al enfermo
Se rumoraba que traficaba con alhajas robadas, pero nadie se atrevía a denunciarla. En una ocasión llegaron unos titiriteros
a esta ciudad y pusieron su carpa en la plazoleta de las carretas, eran tres hombres y dos mujeres con aspectos de gitanos;
uno negro parecía el jefe. Una semana duró la carpa dando exhibiciones diarias, y cosa rara, “Doña Cajón” que nunca iba
a ninguna parte, asistía todas las noches a las funciones. A la salida el negro la acompañaba hasta su casa.
Pocos días después hubo cambio de personal en el rastro y el nuevo mozo no sabía de la obligación de llevar la carne a la
casa de “Doña Cajón” Por la noche los aullidos de los perros se hacían insoportables, hasta que los vecinos alarmados por
aquella espantosa jauría se vieron obligados a quejarse a las autoridades, que inmediatamente tomaron parte en el asunto,
ya que ni de día de noche cesaban los dolorosos alaridos.
El espectáculo que presenciaron los curiosos que fueron acompañando a las autoridades fue horrible, en un inmundo
cuarto yacía “Doña Cajón” cual una Jezabel devorada por los perros. En un armario fuertemente defendido, había multitud
de joyas y entre ellas los robadas a la virgen de Patrocinio, igualmente que sus vestiduras. Todo mundo atribuyó justo
castigo del cielo la muerte horrible de la prestamista.
LA CALLE DE MANJARREZ
La casa que, ocupada Don Abraham Manjarrez, el
prestamista, era un verdadero antro. Desde su ruinosa
fachada, sus ventanas enrejadas que nunca se abrían, la
ancha puerta del zaguán claveteada con gruesos clavos y
resguardada por una gruesa cadena. Todo esto
alumbrado por un sucio farol, le daba el triste aspecto de
una prisión en donde el viejo usurero guardaba
celosamente los tesoros que acumulaba, y a su nieta, la
bellísima Raquel a quien nadie conocía.
Toda clase de negocios sucios era la ocupación de Don Abraham, prestar con gran usura sobre hipotecas, denunciar bienes
eclesiásticos que luego iban a para en sus manos, regentear casas de juego y cantinas. Era odiado por todo el mundo, los
chicos lo apedreaban y la puerta, así como la fachada estaba llena de dibujos gigantescos y letreros insultantes; su
fanatismo religioso lo hacía correr de los cerdos, las pobres gentes que lo sabían, amarraban uno de estos animales cuando
no tenían para pagarles la renta y era día de cobro; con la seguridad de que no se acercaría el judío por horror al animal
inmundo. En las piezas que habitaba reinaba el abandono y la pobreza; solo en el segundo patio de la casa cambiaba la
decoración como por arte de magia, en medio de un corredor encristalado había un hermoso jardín cubierto de flores;
una fuente, una gran pajarera, un palomar y dos hermosos pavos reales completaban la prisión dorada de Raquel, la nieta
del viejo avaro.
Las piezas lujosamente amuebladas en que habitaba la señorita. No tenía ventanas a la calle, sino que recibía la luz por el
techo por medio de traga luces de colores, sin embargo, Raquel era feliz acostumbrada al encierro. Nada ambiciosa ya que
Una noche llamaron a la puerta y el viejo judío fue a investigar por el postigo; como acostumbraba antes de abrir a sus
numerosos visitantes, el que llamaba era un caballero cubierto con una capa cuyo embozo le cubría la mitad del rostro, al
ser interrogado dijo que llevaba un asunto de mucha urgencia por lo que fue introducido a la pieza en donde el judío
trataba sus asuntos; al descubrirse el caballero se vio que era un joven apuesto y arrogante, que sin estrechar la mano que
le tendía el usurero, sacó de su bolsillo con incrustaciones de marfil que le tendió a Don Abraham, diciéndole que por
tener un compromiso de honor iba a empeñarle muy a pesar suyo la única alhaja que le quedaba de su madre hacía pocos
años. Al abrir el estuche, el judío no pudo reprimir una exclamación de asombro al ver en el fondo de terciopelo negro un
collar de perlas de incomparable belleza; y en su imaginación vio a Raquel luciendo en su garganta el maravilloso collar.
Como una casualidad se abrió la puerta que comunicaba a la alcoba del viejo y apareció Raquel, que creyéndole solo le
iba a dar las buenas noches. La emoción del joven no es para ser descrita, al ver aquella aparición celeste en aquel antro
infernal.
La niña por su parte vio en aquel caballero, al príncipe azul con quien soñaba; el abuelo al ver la turbación de su nieta, le
ordenó imperiosamente que se retirara; la niña quiso obedecerlo, pero la pesada puerta no cedía a sus débiles esfuerzos,
el joven galantemente le ayudo; Raquel, trémula y ruborizada le dio las gracias y desapareció en las sombras del pasillo.
La confusión del joven fue tanta que acepto sin saber lo que hacía, las condiciones que le impuso el judío a cambio de la
preciosa joya y salió con un puñado de dinero que mal le sacaría de apuros, ya que su situación era muy difícil. El joven se
llamaba Álvaro de buen rostro y era de una ilustre familia.
Por vez primera Raquel reflexionó en el infame proceder de su abuelo cuando este le mostró el collar diciéndole que podía
contarlo como suyo, ya que el dueño no podría salvarlo nunca; que las hipotecas de sus bienes estaban en su poder y que
tendría buen cuidado de acabarlo de arruinar.
Después de una noche de horrible insomnio, Raquel decidió devolver el precioso collar a su dueño. Rogó a Sara su fiel
sirviente, que le ayudara a sustraer las llaves del viejo sin que se diera cuenta; Sara tenía una droga con la que dormía a la
madre de Raquel cuando presa de dolores insufribles, no podía descansar; le dio una dosis de vino al viejo en el vino que
tomaba en la comida, y le hizo un efecto tan rápido que se durmió sentado en un sillón, le quitaron las llaves, abrieron el
cofre de las joyas, sacaron un precioso estuche, buscaron los documento de las hipotecas de don Álvaro y una gruesa suma
de dinero. Haciendo un paquete lo llevó Sara a la casa del señor Buen rostro con una esquela que decía (Ha mi adorado
hijo Alvarado, su madre desde el cielo). La alegría de Raquel se tronco en angustia al ir a ver a su abuelo y encontrarlo
muerto con el rostro horriblemente desfigurado; cayo desmayado a sus pies, ahí la encontró Sara que, al ver el desastroso
efecto de la droga, huyo por temor a la justicia, dejando a la pobre niña abandonada a su suerte.
Cuando las autoridades llegaron, Raquel estaba loca y nada pudo declarar, fue llevada a una casa de salud de Guadalajara.
Los bienes del judío fueron rematados por falta de herederos; Don Álvaro, comprendiendo el inmenso sacrificio de la
joven, trato inútilmente de verla, no se lo permitieron porque en su locura era furiosa. La casa fue demolida e hicieron
una vecindad en el lugar que ocupó.
Desde hacía algunas noches, que, al dar las doce campanadas, se es cuchaban las notas dulces de un violín tocado por un
joven desconocido, que apoyado en el poste de un farol que alumbraba débilmente la desierta calle, arrancaba a su
instrumento melodiosos himnos de amor. El músico era un joven indígena, recogido y educado por los religiosos del
convento de San Agustín, que le habían enseñado las artes y ciencias que ellos sabían.
Su nombre era Gabriel García, y Beatriz lo conoció en un concierto de la casa del Conde de San Mateo; pues debido a las
buenas referencias que le daban los religiosos a Gabriel, era éste admitido en todas las reuniones de la aristocracia de
aquel entonces. Beatriz lo oyó tocar y su alma vibró el compás de la maravillosa música del artista, y una elocuente mirada
sirvió para le entregara el corazón. El músico que estaba subyugado, por la hermosura peregrina de aquella niña rubia,
comprendió el mudo lenguaje de sus miradas y la adoró con todas las fuerzas de su alma india; aunque sabía que era un
amor sin esperanza.
Desde entonces, todas las noches al filo de la media noche, iba Gabriel frente a la casa de su adorada a desahogar su
corazón por medio de su música dulcísimo. Beatriz burlando la vigilancia de su dueño subía al mirador encristalado para
escuchar a su amado. Mas una noche, la fatalidad del destino tendió sus redes; Don Diego se retiraba más tarde que de
costumbre, y se encontró con el concierto frente a su casa; a la luz del farol reconoció inequívocamente a Gabriel.
Ciego de ira, le ordeno que se retirase antes de que lo apalearan sus sirvientes; Gabriel contestó que se retiraba porque
tenía que hacerlo, y no por miedo a los palos, pues no era ningún perro y sabía defenderse con la espada en la mano como
un caballero; pero viendo el ademán de sacar la espada de Don Diego, le dijo que con él no se batiría porque lo respetaba
demasiado. El señor de Gallinar, loco de rabia, le lanzo los peores insultos llamándolo indio mal nacido, aventurero y
cobarde seguidos de una bofetada. Gabriel no aguantó más y arrojando su violín en medio de la calle desenvainó su espada
y se puso en guardia con el propósito de defenderse sin agredir a su agresor.
La lucha fue reñida por parte de Don Diego que quería toda costa acabar con su adversario, ya que Gabriel solo se limitaba
a parar los golpes, cosa que irritaba más y más al viejo. Viendo que la lucha se prolongaba sin conseguir su propósito, el
señor de Gallinar, quiso dar la estocada final y se tiró a fondo, clavándose en la espada de Gabriel que solo quiso desviar
la mortal estocada, Don Diego se desplomo lanzando una horrible blasfemia; y dejando ver así que se le escapaba la vida.
Gabriel horrorizado se arrodillo a socorrer al moribundo; cuando se abrió el portón de la casona y salió un criado del señor
de Gallinar que había presenciado la lucha, al ver a su señor herido de muerte y a su agresor inclinado ante él, sacando un
puñal del cinto se lo clavó a Gabriel en la espalda y corrió a esconderse dentro de la casa.
Entonces se oyó un alarido de agonía, seguido del estrépito de cristales rotos: Era que Beatriz, mudo testigo de estas
horribles estas escenas, se había desmayado y su cuerpo, falto de apoyo, rompía los cristales del mirador, para caer y
estrellarse en las piedras de la calle, junto con el violín del amado.
Desde esa fecha 2 de noviembre de 1763 se llamó: LA CALLE DE TRES CRUCES La cual actualmente se localiza exactamente
en donde termina la avenida Hidalgo y comienza la calle Juan de Tolosa, un poco más allá del palacio de gobierno del
estado y con dirección a las lomas de Bracho.
LA FILARMONICA
Aquella hermosa mañana de 1600, todo era entusiasmo y
alegría en la quinta llamada: Villa de Rosas, pues era esperada
con ansia la llegada de sus nuevos moradores el bizarro
capitán Don Jorge Temiño de Bañuelos y su bellísima esposa
Perla Santini; hija de y un músico italiano que acababa de
morir en Veracruz. La única condición que había puesto la
gentil desposada para dejar aquellas hermosas tierras y
venirse a vivir a esta barranca, fue que viviera alejada de toda
sociedad por razón de su luto. Y el enamorado esposo le
mandó construir la Villa a orillas de nuestra ciudad.
Fue construida en medio de un jardín cubierto de rosas, de ahí el nombre de la villa; tenía una fuente de cantera rosa
labrada y cuyos surtidores parecía que murmuraban y en su entorno cientos de palomas. Los salones majestuosamente
amueblados al estilo de aquella época y en el salón principal un fino piano, porque la joven señora amaba la con pasión la
música. La mansión era un estuche digno de tan hermosa “perla”.
Tarde a tarde se escuchaba por la villa la voz cristalina de Perla acompañada del piano que cantaba bellas canciones de su
país; la dicha de los enamorados era tal, que se creían estar en el paraíso. Mas esta dicha fue de poca duración; el capitán
fue llamado a combatir a los caxcanes, los cuales se habían amotinado y tuvo que partir con el corazón destrozado y
dejando a Perla sumida en la mayor desesperación y tristeza.
Las risas no volvieron a escucharse ni las canciones; una inquietante y muda tristeza se apoderó de Perla y solo el piano
era su única distracción, pero sus melodías eran tan tristes como su alma. En vano sus amigos trataron de distraerla, pero
ella cerró la puerta a todos, sólo los nativos que formaban la servidumbre le servían de compañeros. Se pasaba los días
sentada en el ventanal, esperando la llegada de su amado; en sus largas noches de insomnio tocaba el piano hasta el
amanecer. La gente o los pocos caminantes que pasaban por allí la creyeron loca y empezaron a llamarle “La Filarmónica”.
Una noche que tocaba como nunca, se interrumpió la melodía sin volver a comenzar; el vigilante se extrañó de esto,
porque estaba acostumbrado a oírla tocar toda la noche. Al día siguiente la camarera la encontró muerta sobre el piano,
como una flor marchita.
Días después llegó la noticia de que el capitán había muerto en un ataque de los indios. La fecha y la hora coincidían con
las de la muerte de su amada esposa. Los parientes del capitán heredaron todos los bienes, pero nadie quiso ocupar la
finca quedando totalmente abandonada.
A lo largo de los años, gente que pasaba por ese lugar y después de la media noche aseguran que se ilumina el ventanal y
se escucha una música maravillosa, y al despuntar el alba se apaga la luz, y un tristísimo lamento se escucha hasta muy
lejos.
El nombre de Villa de Rosas, quedó olvidado, ahora la siguen llamando “La Filarmónica”.
Ante tal espectáculo los jóvenes lanzaron gritos de alegría y se dedicaron a escarbar alrededor de la piedra. ˇEsto es oro,
si oro puro! Decían. Sin duda esta es la línea de una buena veta. Al paso de un buen tiempo lograron sacarla con enorme
esfuerzo y se la llevaron hasta el arroyo que baja de Vetagrande y quedaron extasiados frente a ella. A pesar de estar
sumamente cansados no podían dormir con solo pensar en lo que disfrutarían su tesoro. A ratos se miraban uno al otro
con gran recelo y desconfianza.
Nadie sabe lo que paso el resto de la noche, pero al día siguiente, un pastor los encontró muertos y dio aviso de inmediato.
El representante de la autoridad que en ese entonces era el señor Diego Romo levantó el acta que dice: La causa de ambas
muertes es por riña entre ellos mismos. Los motivos a la fecha permanecen en un total misterio, quizá fue la codicia, la
piedra fue olvidada pues no tenía ningún valor alguno, estaba compuesta, por arsénico y azufre.
Cuenta la leyenda que varias personas encontraban en esa piedra un lugar adecuado para afilar su cuchillo o su machete
pero al hacerlo, se transformaba en un ser agresivo y atacaba a toda persona sin razón aparente, como fueron varias las
personas que sufrieron de esta transformación, la piedra adquirió fama de propiciar crímenes, pues todos lo que afilaban
ahí todos sus cuchillos o instrumentos de labranza se tornaban en seres como poseídos por el maligno, lesionando a sus
compañeros o amigos.
Por consecuencia creció la cifra de hechos sangrientos, ante tales sucesos se reunieron el gobernador del estado y el tercer
Obispo se Zacatecas, Fray Buenaventura, y decidieron tomar medidas para remendar tan caótica situación. El Obispo
acompañado por Fray Félix Palomino y cuatro diáconos salieron al anochecer camino a Vetagrande a realizar un conjuro
contra las fuerzas demoníacas de aquella piedra. Después de esto se la llevaron a un sitio escogido por el obispo fuera del
alcance de los pendencieros. Este fue en el alto del muro posterior de la catedral, precisamente debajo de la campana
chica.
Este se puede ver desde donde arranca la calle del Ángel a espaldas de Catedral. Si usted tiene dote de observador, quizá
notara algo más con relación a la maléfica piedra.
El señor Ponce y Ponce, con sus cincuenta años, viudo y dueño de importante caudal, llenaba las ambiciones de Don Pedro,
que de la escasa herencia que había dejado su padre, solo le restaba la vieja casona en que vivía en el callejón que lleva
su nombre y dicha casa estaba hipotecada. Por eso la negativa de su hija daba al traste con sus proyectos y no resolvía sus
apuros económicos.
La razón que tenía María Leonor para desobedecer a su padre, era que estaba enamorada locamente y era correspondida,
del joven José Manuel Zamora, ahijado de Doña Catalina de Sandoval, señora muy rica y virtuosa, muy amiga de la difunta
madre de Ma. Leonor. Seis meses hacía que los jóvenes se amaban, protegidos por Doña Catalina que había prometido a
la madre de la niña velar por su felicidad y confiada en la caballerosidad y buena prenda de su ahijado, creía que era el
partido que mejor le convenía ya que Ma. Leonor era pobre y ella pensaba donar a José Manuel todos sus bienes.
Pero la ambición de Don Pedro derrumbó tan dulces ilusiones, furioso por la negativa de su hija se pasó a investigar el
motivo y mandó a una mulata que ejercía los más bajos oficios, a que averiguara todo lo concerniente a su hija y a sus
amistades. Antes de una semana, la bruja le llevó los datos más exactos que hubiera deseado saber, y supo que todos los
días un embozado seguía a su hija cuando ésta iba a oír misa al convento de la Merced acompañada de una vieja sirvienta;
que terminada la misa la esperaba el embozado, que ya descubierto era un apuesto galán joven quien le ofrecía el agua
bendita que ella agradecía con la más dulce sonrisa; que la volvía a seguir hasta su casa y que antes de entrar en ella se
volvía Ma. Leonor a verlo y él se despedía con una profunda reverencia y lo más terrible, que por las noches, después del
toque de las animas, iba el embozado a platicar por un postigo que daba al crucero detrás de la casa.
El furor de Don Pedro no tuvo limites, pensó castigar duramente a su hija y al galán, y una diabólica idea le ofreció dulce
venganza. Corrió entonces el rumor que se trataba de derrocar al alcalde mayor, Don Juan de León Valdez, quien tenía un
poder feudal en esta ciudad, la noticia le pareció de perlas a Don Pedro que fue presuroso a pedir audiencia al señor
alcalde mayor, para hablarle confidencialmente de un asunto de vida o muerte. Inmediatamente fue recibido y puso en
obra su astuto plan. Dijo al señor alcalde que sabía que un individuo rondaba su casa con el propósito de asesinarle por
ser él tan adicto al gobierno y a otras personas más, que era un espía de los descontentos al régimen de la nueva España,
que, si lograba aprenderlo, le encontrarían documentos que probarían lo dicho por él.
El señor de León Valdez no dudó de la verdad del denunciante por tenerlo en la más alta estima y en agradecimiento a su
celo, le despidió afectuosamente que ordenaría la aprensión del misterioso embozado cuanto antes. Don Pedro llamo a la
mulata y le entregó una carta para el joven que iba a rondar su casa, advirtiéndole que no le dijera quien la mandaba.
Aquella carta estaba escrita en términos comprometedores.
Esa noche al llegar José Manuel al crucero de Quijano, le entregaron una carta que guardó en su bolsillo sin abrir; acaba
de abrir el postigo la blanca mano de su amada cuando apareció un puñado de guardias y le intimó a prisión por lo que
sin despedirse de su amada siguió a los guardias. Loca de terror corrió la niña a refugiarse en su oratorio cuando le salió
al paso Don Pedro, quien sin preguntarle de dónde venía, le dijo únicamente: “El cielo siempre castiga la desobediencia”
Horas más tarde entraba al convento de la merced (Hoy ex -escuela normal) María Leonor, donde profeso de religiosa y
murió con olor a santidad. La plazuela donde muriera angustiosamente José Manuel Zamora, llevó como nombre su
apellido.
LOMAS DE BRACHO
Gozaba de fama de Tenorio Don Juan Bautista de
Bracho y Echegaray, se debía en parte a los
comentarios que hacían sus numerosos amigos,
quienes en cuanto sabían de alguna conquista, la
propagaban a los cuatro vientos, exagerando las
proezas amatorias de Don Juan, con el propósito de
adularle.
Entre las bellezas del barrio de mineros “la pinta” destacaba Rosa Lujan, muchacha alegre y coqueta, que aceptaba
relaciones con todo el que la pretendía sin formalidad alguna. Por lo que muchas veces corrió sangre por causa de sus
locuras. A ella no le importaba el amor de los mineros, ella segura de su belleza, ambicionaba más; quería nada más que
al señor de Bracho y Echegaray y cosa rara era que éste no se fijara en ella a pesar de ser tan bella, quizás por su condición
de huérfana de uno de los capataces, hacía que éste la respetara. El señor de Bracho salía dos veces al año en visita de
inspección de sus minas de Sombrerete y su ausencia duraba de dos a tres meses. Una vez que se fue de viaje Rosa
desapareció, todos creyeron que se había fugado con él, la madre de Rosa desolada, pero al mismo tiempo sumisa a los
señores de la hacienda. No solo no protestó, sino que prohibió a sus hijos que hicieran gestión alguna. Dos meses más
tarde recibía un recado del hospital de San Juan de Dios, de que Rosa se encontraba moribunda. Corrió la infeliz mujer al
lado de su hija y apenas pudo reconocerla; estaba tan extenuada y desfigurada que nadie la hubiera reconocido. No podía
hablar, solo en la mirada aterrorizada de sus ojos se sabía que tenía vida. Horas después moría sin pronunciar el nombre
del causante de su desgracia, llegó a su última morada en hombros de sus tres hermanos y de Saturnino, el último de sus
novios. Cuando le arrojaran la última paletada de tierra, los cuatro hombres juraron vengarse.
Días después regresaba Don Juan de su viaje y mucho se extrañó de que le imputaran el rapto de Rosa; negó rotundamente
el hecho y se ofendió de que lo creyeran capaz de tal felonía. Una noche que, por ser día de pago, volvía de una de sus
minas y fue agredido por cuatro hombres que lo asaltaron por sorpresa en terrenos cercanos a su casa. El mozo que lo
acompañaba huyó cobardemente.
Años después, un mendigo ciego y repugnante, hizo una declaración “In articulo mortis” Don Juan no había sido el raptor
de Rosa, sino un aventurero francés de apellido Langot, gambusino de oficio y quien estaba enamorado de Rosa, pero sin
la esperanza de ser correspondido por ella. Motivo por el cual decidió raptarla con ayuda del declarante; fue conducida a
un socavón abandonado en la mina San José de García, allí fue víctima de los peores tratos y vigilada para que no escapara.
Aterrorizada la infeliz, mal alimentada y sin esperanzas de libertad, fue perdiendo la razón y la salud. Viéndola en trance
de muerte, resolvieron deshacerse de ella por temor a que los denunciaran y una noche la llevaron por los cerros y la
dejaron cerca del hospital. Su crimen no quedo impune, un día que los dos criminales trataban de barrenar una veta,
estalló el barreno, antes de que pudieran ponerse a salvo. El francés murió horriblemente destrozado, su ayudante quedo
ciego y mantuvo el secreto por temor a la justicia. Ahora que nada tenía que temer reivindicaba, aunque tarde, la memoria
de Don Juan.
Los seńores de Bracho descansan al lado de su hijo, en el hoy ruinoso panteón de las lomas de Bracho.
LA MUJER DE PIEDRA
Si alguna vez se ha dado una vuelta por el panteón de Herrera,
también conocido como “el Panteón de los Pobres”, tal vez haya
visto a La Mujer de Piedra, una escultura rodeada de leyendas
En la primera versión, se cuenta que una mujer muy mayor perdió a su único hijo, quien se encargaba de cuidar de ella,
por eso ella iba todos los días a visitarlo al Panteón de Herrera.
Con el paso de los días, la mujer no era capaz de aceptar esa pérdida y no pudo seguir su vida con normalidad, pues dejó
de ir por las mañanas para entrar durante las noches a dormir sobre la tumba.
Ahí entre rezos y sollozos, la mujer se aferraba muy fuerte a la lápida de su hijo, mientras en una de sus manos sostenía
una vela para iluminarse en medio de la noche.
Se dice que la mujer cada vez dedicaba más tiempo para acompañar la tumba de su hijo y a la vez ella descuidaba de su
salud y de su cuidado personal.
Tanto así que, llegado el momento, la mujer murió sobre la tumba en la posición que siempre asumía.
Sin que nadie se diera cuenta, así pasaron días, meses, años y el cuerpo de la mujer quedó envuelto en tierra y polvo, la
brisa de las mañanas convirtió la tierra en lodo y pasado el tiempo se petrificó.
Otra versión de la “La Mujer de Piedra” dice que las penas de esta mujer no venían de la muerte de su hijo, sino de la
mortificación que él le causaba.
En esta historia, la mujer tenía como hijo a un hombre alcohólico, que solo se dedicaba a despilfarrar su dinero en bebida
y se dedicaba a vivir de parranda en parranda.
Lo cual siempre tenía preocupada a la mujer, que siempre esperaba por él, ya que podía pasar días lejos de casa, para
luego volver golpeado y sin dinero.
A pesar de que el hijo siempre prometía reponer su vida, siempre la defraudaba, volviendo a la mala vida.
La mujer no comía bien por mantener a su hijo, ni dormía por esperarlo todas las noches, ya que llegaba muy tarde de sus
borracheras y con el paso del tiempo se enfermó.
Una noche, el hombre tocó y al ver que nadie le abría, muy molesto la tiró a patadas. Al entrar, halló a su madre muerta
en el piso, ella tenía una vela en la mano y reposaba con una expresión de tristeza.
Al verla así, su vida cambió para siempre, pues, luego de esa tragedia se dedicó a ser un hombre de bien y trabajador, que
con el paso de los años juntó el dinero suficiente para hacerle esa tumba a su madre.
La realidad es…
La verdad es que Guillermo era un cantero zacatecano, que, a sus 20 años, se enfrentó a la muerte de su madre. Pese a su
pérdida, siguió trabajando muy duro y realizó esta escultura.
Con esta mujer de piedra ganó un premio en la Feria Nacional de San Marcos y posteriormente dedicó esta obra para
conmemorar la muerte de su madre.
Sin importar la versión de esta leyenda, no cabe duda de que es una de las historias predilectas de los zacatecanos y es
una leyenda pintoresca que es digna de contarse mientras se celebra el venidero Día de Muertos.
Así que ya sabe si para estas fechas piensa darse una vuelta al Panteón de Herrera no pase la oportunidad de mirar de
cerca esta estatua y comparta estas historias, para seguir con la leyenda.
Estos pequeños seres viven ahí, pero de su trabajo en la mina no sacan piedras preciosas, sino que nacen niños de las
paredes del Cerro de La Bufa.
A cada niño lo monitorean para saber sus cualidades y cada uno de los duendes elige a su favorito para que compita y sea
el próximo Año Nuevo.
Después de que cada duende sube a un escenario y dice las cualidades de su niño, el jefe de los duendes tiene que decir
el nombre del ganador.
De esta manera antes de que termine diciembre ya hay un ganador y viene los momentos difíciles.
El primero de ellos es que el niño ganador es preparado para hacer su viaje por todo el mundo y el duende que lo cuidó
tiene que despedirse de él.
De esta manera ya es tiempo para el proceso más triste de los seres que viven en el Cerro de La Bufa.
Cuando se va el Año Nuevo es de fiesta, pero luego viene el funeral de Año Viejo.
Esa estrella es un viejecito con largas barbas y hasta bastón, a quien los duendes reciben, dan de comer y lo consienten.
Y justo a la media noche, los duendes hacen una fiesta en el Cerro de La Bufa, pues le desean lo mejor al recién nacido, ya
que es su hora de ser el Año Nuevo, el que viajará por todo un año alrededor del mundo.
Y al igual que el Año Viejo, regresará a su hogar un año después, ya que ahí será su última morada.
Un triste adiós
Después de una enorme fiesta, los duendes se preparan para el funeral del Año Viejo, a quien le lloran y sufren por su
partida.
Cuenta la leyenda que algunos se han aventurado a ir a ver cuándo se abre la compuerta, pero como el brillo de las
entrañas de La Bufa es demasiado, los ciega la luz y no ven nada.
Hasta se dice que muchos han quedado ciegos por atreverse a desafiar la privacidad de los duendes.
Dicen que cada fin de año hay un ritual increíble con los duendes que viven en la Bufa, quienes eligen al Año Nuevo desde
siempre.
Quienes han tratado de ver la entrada a las entrañas de La Bufa se ha quedado ciego.
La leyenda de la Princesa de la Bufa cuenta que hace muchos años existió una hermosa princesa que vivía en la capital
Zacatecana y era cortejada por un brujo que esperaba quedarse con su fortuna. Al ser rechazado, el hechicero lanzó un
embrujo a la joven como castigo y la condenó a vivir en la punta del cerro de la Bufa hasta que alguien pudiera rescatarla.
La princesa salía a caminar cada jueves festivo por la mañana en espera de un joven que la rescatara y la ayudara a romper
el hechizo. Sucedió entonces, un día, un hombre que paseaba por el cerro encontró a una bella joven detrás de unas rocas,
ella suplicaba su ayuda. La princesa le pidió que la llevara en sus brazos a la puerta de la entrada de la Basílica de Zacatecas,
para así, romper el hechizo.
La hermosa princesa le dijo al joven que, si la ayudaba, él podría casarse con ella y le daría todas sus riquezas, sin embargo,
había algunas condiciones que tenía que cumplir: al llevarla sobre su espalda, pase lo que pase, escuche lo que escuche,
no podría voltear por ningún motivo hacia atrás, de hacerlo, la bella muchacha se convertiría en horrible serpiente y todo
termina ahí.
El hombre aceptó ayudar a la princesa a romper el hechizo, pero después de un tramo de recorrido empezó a escuchar
voces, sonidos de animales y amenazas. Hizo su mayor esfuerzo por no voltear, sin embargo, sintió un enorme peso sobre
sus hombros y la curiosidad le ganó, de inmediato la bella princesa se transformó en una terrorífica serpiente.
Se dice que la princesa continúa en la punta del cerro de la Bufa esperando a que llegue un joven que la ayude a romper
la maldición.
Entre los muchos cerros que uno puede ver, hay gente que
asegura que, al interior, aún hay riquezas sin descubrir, entre
piedras de oro y vetas de plata.
En específico se piensa que el Cerro de la Bufa aún luego de siglos de explotación minera, todavía se guarda un gran
tesoro en su interior, el cual solo se puede encontrar a cierta hora del día.
Esta leyenda se remite a la época colonial. Desde entonces se decía que en el Cerro de la Bufa hay una caverna con
paredes de oro, pisos de plata, y todo iluminado por el resplandor de piedras preciosas.
Según dicen, todas estas riquezas brillan con tanta intensidad en cierta posición del sol que las ilumina y que uno puede
ver a lo lejos, parado a las faldas del Cerro de la Bufa.
A buscar la riqueza
Desde la época de la conquista se dice que este extraño brillo en las alturas del cerro atrajo la atención de algunos
aventureros que fueron ahí buscando oro y plata.
Todos ellos, desde luego fracasando. Entre los pocos que se lanzaron a la aventura y lograron regresar se dice que en lo
alto del cerro solían hallarse en lo alto a una mujer muy hermosa.
En las madrugadas, antes de que saliera el sol que les mostrara el camino, los viajeros se encontraban a esta mujer
posada en lo alto del cerro, completamente vestida de blanco y emitiendo un extraño brillo.
En la vereda parece estar a la espera de los viajeros, para pedirles ayuda, pues alega que este es el día de su boda pero
que se ha pedido.
Por lo que luego le pide al aventurero que la ayude a ir a la Basílica de Zacatecas. Así encandilados por el rostro y el aura
de la novia, el aventurero se desvía de su búsqueda del tesoro y lleva a la mujer a su destino.
Esto luego de que le promete una gran recompensa por llevarla al altar. Así van la novia y el hombre tomados del brazo,
mientras poco a poco el aventurero puede sentir cómo el camino se hace más pesado.
Mientras se lleva a la mujer del brazo (los que han regresado) dicen que la mujer les habla acerca de quién será su
esposo. Se escucha su ilusión y les cuenta la historia de ese hombre que parece admirar tanto.
Lo extraño es que cada viajero, escucha una historia que le recuerda a su propia vida. Y en el momento en que están por
preguntarle cuál es el nombre de su prometido, la mujer lo suelta de la mano.
Entonces se pone detrás de ellos y ordena que sigan caminando hasta el destino y pone la condición de que deben llegar
hasta el altar sin mirar atrás, si es que quiere la recompensa.
En ese lapso del camino la mujer lo acompaña y se comporta traviesa riendo mientras parece susurrar con otras voces,
su guía entonces siente escalofríos en la espalda, percibiendo que no van solos.
En este punto las historias terminan, porque al ya no aguantar más, todos se dan la vuelta buscando a la novia. Algunos
dicen que ella desaparece y otros tantos que en el lugar que estaba encuentran serpientes.
Nunca nadie ha contado qué pasa si se llega hasta la iglesia sin mirar atrás, algunos piensan que ahí está el tesoro del
Cerro de la Bufa y otros tantos piensan que la novia te lleva a tu perdición.
Así que querido lector, usted se atrevería a buscar el tesoro del Cerro de la Bufa
La piedra fue llevada al templo el 15 de junio de 1790 y aún permanece en el lugar, siendo de los más grandes atractivos
de las personas que conocen la historia.
El milagro de la resurrección
En el pedestal que sostiene la roca se relata que un hombre asesinó a otro con la piedra, arrepentido de sus actos, le
rogó al Señor de Plateros que salvara la vida de su víctima. Tras las plegarias, el hombre resucitó y llevó la piedra al
templo para dar testimonio del milagro.
Entre las leyendas que se han difundido, se dice que el hombre asesino estaba fastidiado de la compañía de su víctima;
otros cuentan que eran hermanos.
Asimismo, se dice que cuando la piedra fue llevada al templo aún tenía rastros de que había aplastado al hombre, pero
con el paso de los años se han perdido.
Reflexiona
• ¿Estás de acuerdo con está justificación?
• ¿Qué piensas que sucedió con el marido?
• ¿Cómo crees que termine la historia?
Al aumentar los rumores acerca de La Zacatecana y el criado, ella optó por matarlo, dándole sepultura en el mismo lugar
que a su marido. Ambos cuerpos fueron encontrados en el año de 1906.
Una mañana del mes de abril, amaneció en la banqueta que ve a la plazuela de "Las Tamboras" el cuerpo de La Zacatecana,
acribillado a puñaladas. Nunca se supo quién fue el autor de este crimen, pero el pueblo y sus gentes, al saber la infidelidad
que había cometido, colgaron su cuerpo en el balcón principal de su casa.
Durante muchos años, esta casa estuvo deshabitada, ya que los vecinos decían que por las noches se escuchaban ruidos
y apariciones extrañas.
Actualmente esta antigua casona se encuentra en remodelación y alberga el Museo de La Casa de La Zacatecana.
Cuando Xúchitl comprendió que su padre había muerto, deshaciéndose de la mano de su prometido, se arrojó sobre el
cadáver, pidiendo que le llevara consigo.
Después de los funerales del último Señor de Tlacuitlapán, quedaron en libertad sus servidores y Xúchitl se fue a vivir con
ellos. Xolótl también quedó libre y en vano rogaba a Xúchitl que se casara con él, en cumplimiento de la voluntad de su
padre; ella le contestaba que su pesar era tan grande que no quería saber nada de amores. Pero la verdad era que la ironía
del destino, Xúchitl se había enamorado del Capitán
D. Gonzalo de Tolosa, sobrino del conquistador Don Juan de Tolosa. Lo había conocido en la prisión y a su poderosa
influencia debía que ni su padre, ni ella, ni ninguno de sus servidores fueran maltratados; su padre fue debidamente
atendido durante su enfermedad y sus funerales fueron dignos de su rango; por eso lo amaba con todas sus fuerzas de
alma virgen.
Él también la quería y sólo esperaba, para hacerla su esposa, que dejara la religión de sus mayores y se hiciera istiana. Fray
Diego de la Veracruz, había emprendido la catequización de la princesa que avasallada por el amor de Don Gonzalo se
rendía sumisa a todas las exigencias de éste. Un día supo Xólotl que su adorada Xúchitl se casaba con el Capitán después
de abjurar sus religiones y recibir el bautismo con el nombre de María Isabel. La desesperación del indio no tuvo límites;
impotente para vengarse de un enemigo tan poderoso que todo lo arrebataba de una vez: sus dominios, sus riquezas, el
amor de la que iba a ser su esposa y hasta la fe en sus dioses. Desde entonces, entre las ruinas de un templo que había
por el antiguo reino de Tlacuitlapán, se veía un indio triste y demacrado, mal cubierto con un manto de lana, contemplando
el camino que llevaba a la Capilla de Mexicapan, levantada por los españoles para culto de la Virgen de los Remedios.
Después de que se perdía esta comitiva, se echaba a llorar el indio y se escondía entre las ruinas, donde tenía su morada.
Un día no se le vio más, lo buscaron y lo encontraron muerto y con asombro reconocieron al que fuera soberbio y valiente
Xólotl y entre sus dedos encontraron una flor, símbolo de su amor por Xúchitl que significaba flor. Tiempo después abrieron
un callejón en el sitio que ocupan las ruinas de aquel templo, el vulgo lo llamó “Callejón del Indio Triste”