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El Carbó de Mis Recuerdos...

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EL CARBÓ DE MIS RECUERDOS

Julieta Carranza de Amante


Gen es una pequeña palabra de resonancias latinas, que como en la antigua Roma s
igue siendo entrañable pues encierra tal cúmulo de maravillas y de asombros, de
particularidades inmersas en el yo o en el mundo, de las cuales es casi imposibl
e medir su importancias, somos una parte viva de nuestros ancestros, y fue el am
oroso cofre de los cuerpos de nuestros padres, abuelos y bisabuelos el que trans
portó el color de nuestros ojos, cabellos y piel, carácter, inclinaciones, enfer
medades. Los genes siguen siendo cada vez más una asombrosa realidad.
No sientan pues, monótona y pesada la enumeración de los nombres de mis antepas
ados pues hay tal intensidad de sentimiento en ello que al nombrar a los míos no
dudo que el que lee anteponga los nombres venerados de los suyos en homenaje a
lo que fueron y para recordar lo que hoy somos.

“Estación Carbó”
A escasos ocho kilómetros de la carretera internacional, en el punto llamados “E
l Oasis”, se sigue el camino hacia el poblado en un valle amplio y fértil, que
tiene como fondo la Sierra de Rayón hacia el Oriente y el resto de sus alrededor
es son vasta llanuras, ahora convertidas en vergeles a partir de los años sesent
as y setentas en que se establecieron las instalaciones del centro de investigac
ión Cipes y en el cual un destacado sonorense, Alfonso Reina Celaya tuvo primord
ial intervención. Ahora jóvenes entusiastas algunos carbonenses y otros empresar
ios de Hermosillo, cultivan en gran escala variedades de hortalizas y frutales q
ue han dado al poblado una fisonomía diferente. El Carbó de mis recuerdos, y del
que quiero intentar una semblanza, más de sus habitantes que de su fisonomía co
mo poblado ya que ésta es bastante llana.
Retrocedamos en el tiempo muchos años que aunque los he vivido felizmente dejan
un lugar a los recuerdos infantiles que siempre están impregnados de la sencille
z y naturalidad de la propia tierna edad.
Mi escuela, aquella escuela, “Francisco I. Madero” es una escuela de regular tam
año, de ladrillos sin sacar a plano y de ventanas chicas. Al director le decían
el Pirulí, era delgado, no muy alto, de bigote recortado, mi primera maestra fu
e María de Socorro Dávila Carranza y era mi prima.
Al profesor Pirulí se le llamaba así porque trajo a Carbó la novedad de esos dul
cecitos que vendía en la escuela. Su nombre era o es, no sé si aún viva, Luis Sá
nchez de la Vega y fue el primer esposo de la afamada Claudia Ahumada, bella mu
chacha a la que de niña admiré tanto que así se llamó la favorita de mis muñecas
. Ella después se casó con un gringo. Si hubo alguien que sin proponérselo contr
apunteó en mi mente los eternos conceptos del bien y del mal, fue ella. No disti
ngo bien que me impresionaba más: su belleza o su fama.
Carbó es un pueblo dividido por los rieles, como se le dice allí por la vía del
ferrocarril, y el carbón, los aceites, silvatos, conductores , fogoneros, maquin
istas y pósters, eran en esa época, a mediados de los treintas, los acontecimie
ntos y personajes que regían la vida económica del pueblo. Puedo afirmar que mi
abuelo materno, Silvestre Tobin Murphy fue uno de los fundadores del pueblo, qu
e como sabemos se originó a la entrada del ferrocarril, en el último cuarto del
siglo pasado, pues él llegó allí procedente de San Francisco a dirigir la const
rucción de la vía y después fue empleado de confianza de los directivos de la em
presa fundadora. Era originario del condado de Wesford en Irlanda, se casó en Sa
n Miguel de Horcasitas con Dolores Rodríguez y procrearon una gran familia.
La vida social del Carbó de entonces era activa y movía un gran número de famil
ias con sus paseos a San Miguel, de donde eran muchos de sus pobladores, sus con
ciertos de aficionados a beneficio de alguna obra colectiva y sus bailes que ame
nizaban la orquesta de Magallanes.
El jefe de la estación era don José Shapperd, persona agradabilísima y fina. Sie
mpre vestido impecable de blanco, acompañado de su esposa la navojoense Luisa Ro
mo, iniciaba los bailes amén de terminarlos.
Uno de los personajes inolvidables en la vida de mi pueblo, fue el profesor Fran
cisco Navarro, aunque no lo recuerdo en la escuela si en las tertulias, donde er
a imprescindible dado su carácter alegre que todo lo resumía espontáneo con una
carcajada, era alto y grueso y tenía una expresión: ‘ahí está’, que usaba para
todo. Su mujer, Carlota, era una personita retraída pero amable que tenía una ca
sa limpísima y bonita cuyo fin trágico fue injusto. Su suicidio en un flamazo de
petróleo conmovió a propios y extraños. La hija de ambos, Olga, heredó el carác
ter alegre de su padre y reside aún (murió hace muchos años) en Carbó.
El profesor Navarro, siendo una persona de buen vivir y aspecto por demás inocen
te, fue el primer “empresario” que organizó y regenteó en un pueblo de costumbre
s sanas y vivir pacífico el primer “congal” palabra de reminiscencias segurament
e afrocubanas y de sentido por demás comprensible, que escuché por primera vez.
Lo llamó Xochimilco y su nombre llamativo y alegre vino a degenerar por obra de
la plebe en “la cochi” o “bachimba”. Es de imaginarse el revuelo y la especula
ción que entre los hombres causó la estupenda noticia, y en corrillos alegres, e
n las esquinas y changarros, comentaban con carcajadas, murmullos y codazos el
suceso del día. Entre las mujeres las expresiones eran las consabidas, “lo que n
os faltaba, de por sí hay más flojos y borrachos que gente de trabajo entre la h
ombrada y ahora con esa fregadera del demonio, menos los vamos a ver. Ya verás T
elésfora, ahora sí sabremos lo que es andar en trapos de jeringa, pa’ avisarles
si se enferma o se mueren los buquis. Y con otra, la llegada de esas cuscas le p
egará un ayudón a una que otra pajuela solapada por aquello de la competencia”.
Mientras el profesor Navarro se frotaba las manos : “ay stá, ay stá”.
No crean que esta definiciones las saqué del “canillitas” de don Artemio del Val
le Arizpe, son del más puro lenguaje carbonense.
Recuerdo a muchas personas que formaban el engranaje de la vida diaria del Carbó
de entonces. Mi tía Dolores, mi querida tía bolita, tenía unos vecinos muy sing
ulares en la personas del Sr. Echeverría y su esposa Virginia, a quienes con tod
a y su números descendencia se les conocía como los “momos”. Doña Virginia y sus
hijas se sentaban todas las tardes en la “banqueta”, en la saludable tarea del
“despiojo”, formando una escalera de cinco o seis empiojados. También tenían la
particularidad de estrenar y no quitarse el estreno hasta que se les caía a peda
zos. Por eso en mi familia la que se repite un estreno se les dice: está como la
s “momas”.
El almacén o express es una construcción de piedra que se eleva bastante del su
elo para proteger tanto la carga, correspondencia y otros enseres como a los pr
opios moradores del pueblo en caso de inundación, ya que el río Zanjón corre a s
ólo unos cuantos metros de la vía. Recuerdo al encargado de los pantalones atado
s con una piola a la cintura, bastantes años encima, de los cuales hacía muchos
que no tocaba el agua, al que todo Carbó conocía como don José Express.
Entonces no había restaurantes por lo que las “mesitas” que ponían a ambos lados
de los rieles eran lugar de reunión de parejas y novios a la llegada del tren.
Las reinas de esta sabrosa vendimia eran la Porfiria y la Nacha que con gran d
esparpajo y salero ofrecían a gritos el sabroso pollo con papas que le dio fama
al pueblo. En este ambiente festivo se esperaba el tren del sur con su carga d
e viajeros, plátanos pasados y frescos de Nayarit, mangos y dulces.
Numerosas familias de extranjeros han sido siempre residentes de Carbó, como Fer
nando y Carmelita Forté, los Arnold, los Martens, doña Carlota de Campillo y sus
hermanos Hugo y Enrique Martens, este último esposo de mi tía Ernestina Carran
za, en cuyo rancho cerca de fondeo “Los Pápagos” que era la casa de mis tíos abu
elos paternos, oí por primera vez un fonógrafo, y en las voces cantarinas de los
Hermanos Aguila : “Cisne que Dios pintó en cristal, dame el marfil, de tu perfi
l ritual”.
La Tinita chiquita, dueña del fonógrafo fue esposa de Hugo Arnold hijo.
Don Juan Higginberg y su esposa Mercedes mujer austera y amable vivían enfrente
de la escuela. El era un hombrón alto y fuerte, vestido a la inglesa con ropa gr
uesa y sarakof; era minero, y usaba unas botas descomunales, atadas con unos cor
dones también descomunales, que cerraba no en ojillos sino en una especie de gan
chos de metal. Y por esa razón seguramente todos lo conocían por el “higginbota
”.
Su hijo Lorenzo era el galanazo del pueblo. Residía en Los Ángeles California, y
venia a romper corazones ocasionalmente. En una de tantas visitas se enamoró, o
ella de él, de Bertha Campillo, esposa de mi tío Adalberto Carranza, era alto o
jos azules y perdulario, el caso es que Bertha se fue con él, abandonando a mi t
ío, que por haber sufrido un envenenamiento quedó paralítico y sólo lo recuerdo
muy blanco y delgado balbuceante y enfermo, atendido por sus hermanos en Los Páp
agos.
De Lorenzo y Bertha y su vida en común no tengo datos. El fin de ella fue muy tr
iste, separada de él y trabajando en una tintorería de Tucsón, una caldera le pr
endió fuego. Había sido una joven bonita y resuelta, que dio pie para que sus fa
miliares y amigos de mi casa atribuyeran la enfermedad y muerte de mi tío a sus
malas artes y abandono.
Uno de estos inolvidables personajes, fue para mi y para todos los que lo conoc
ieron muy querido. El doctor Francisco de Paula Molina antiguo residente de Herm
osillo, donde tuvo consultorio por la calle Yáñez casi esquina con Obregón, fue
esposo de mi tía Carmen Carranza que murió muy joven. Su segunda esposa fue Loli
ta Loustaunau, también hermosillense que al separarse de él vivió siempre en Los
Ángeles con sus hijos: César, René, Amalia, Lolita Armando y Consuelo, quienes
en esos años nos visitaban seguido y en el rancho de mi familia se organizaban c
acerías y barbacoas para agasajarlos.
Su última esposa era una muchacha muy joven llamada Anita. Para nosotros fue sie
mpre mi tío Poncho; nos hacia parodias de canciones de moda con las que reíamos
encantados una muchedumbre de sobrinos, recuerdo una melodía americana llamada “
Buffalo”, un foxtrot muy rítmico y con su música nos cantaba:

“La Panchita del Chorny


Tiene un balde y un bacín
Con caca, con caca”.
El Chorny era el herrero del pueblo y por supuesto la Panchita era su mujer.
Era aficionado de la poesía, parsimonioso y altivo, mirando siempre a sus pacien
tes en actitud doctoral. Llego a Carbo, a principios de los años treintas a ejer
cer su profesión y refugiarse en la familia nuestra, la de su primera esposa de
la que siempre recordó su bondad y belleza. En alguna de tantas visitas al ranch
o, se inspiro en la flor de Carbo y le canto mas o menos así:
“Regalo de los campos eres
Flor del Carbó.
De tu frágil albura
Recela el tulipán.
Que no iguala jamás
Tu impoluta blancura
Pues su color opaca
Con tiesura formal
Con el verano pareces
Mientas la brisa suavemente mece
Tu transparente garbo,
De vestirte del aire
Y traslucir el cielo
Con humildísimo afán”.
A mi me parece un soneto, llano o suelto sin las estrecheces silábicas del endec
asílabo.
Los Martínez, dueños de la mejor hostería del pueblo, el Hotel Pacifico (donde a
hora hay un expendio y en sus alrededores una horrible postal de borrachos sobre
las banquetas), eran una familia de numerosas mujeres y solo tres varones.
Todas bonitas, alegres y serviciales. Vestidas elegantemente a lo Bow o a la Neg
ri.
Anita y Carlota fueron las primeras voces que escuche en los inolvidables días d
e “ofrecer”, en mayo. Llenaban la pequeña iglesia pueblerina con suaves y altas
notas:
“Dulcísima Virgen
Del cielo delicia
Recibe propicia
Mi ofrenda de amor”.
Les decían con cierta envidia irónica, Las Morras, no con la acepción que tiene
ahora la palabra, sino porque a su padre le decían El Morro. Martínez, tal vez p
or morro Martínez, tal vez por morro o moreno.
Su gentileza daba a sus fiestas alegría y cierto renombre pues fueron anfitrione
s de algunos políticos de la época como el general Medina Beitia y Leo Dávila qu
e fue diputado. Uno de sus hermanos Guilebaldo, fue esposo de la profesora Elisa
Shnierle, mi maestra de segundo año, normalista y educadora mesurada y talentos
a que vivió en Carbó hasta su viudez, y después en Hermosillo con su hija Olimpi
a.
Otro de los hijos, Luis, del que pocos recuerdan su trágico fin, fue arteramente
asesinado en pleito de caballos, crimen sin castigo, pues el asesino huyo refug
iándose al amparo de su poderosa familia de Sinaloa.
La economía del pueblo iba en torno a la pequeña agrícola y la ganadería en mayo
r escala, de Estación Selva se embarcaba considerable número de reses hacia Esta
dos Unidos igual que hoy en día; Selva el feudo de los Cubillas, es importante e
mbarcadero de crías de registro, ellos son los descendientes de mi tío Manuel Cu
billas, El Zeta, y salida natural del ganado de numerosos vecinos entre ellos mi
hermano Roberto y mis primos. Recuerdo con nostalgia y cariño al Zetita, hombre
visionario y audaz de un carisma e inteligencia notables; su muerte puso en vel
o de luto en los corazones de todos los que lo tratamos y quisimos.
Vienen a mi memoria las gentes y sus casas. Casi todo el pueblo pertenecíamos a
una clase media trabajadora y con comodidades que iban desde casa de material o
de adobe y algunos hasta en carro: Repasando sus calles, veo la casa de don Dolo
res Preciado y su esposa Antonia, la Toña, y don Lolo Preciado, unas cuadras del
ante , la casa y taller mecánico de don Francisco Islas, contraesquina de la esc
uela. Un poco después, en la calle contigua, la casa y negocio de Ignacio Bravo,
que tenía una buena barbería, por ahí cerquita, vivía Enrique Acosta y su famil
ia, con su negocio de refresquería, donde íbamos por las tardes a saborear sus r
aspados de “rosa y vainilla”. No se conocían las paletas heladas, solo las había
en Hermosillo por la calle Serdán en la paletería “El oso blanco”.
Felipe Valdez y su familia eran especialistas en barbacoas y compadres de mis pa
pás. Del otro lado de los rieles, frente al almacén del Express, vivía la famili
a Noriega. Uno de ellos al que le decían el Cabezón Noriega ponía frente a su ca
sa una mesa basta con travesaños a los lados de donde pendían en gruesos ganchos
de fierro pulpas, lomos y menudos; por las mañanas antes que el sol calentara v
endía el producto de su negocio de compra venta de ganado.
Le seguían las casas de los Forte, los Davidson, después la casita de Pancho Nav
arro y Carlota, luego la casa de Guillebaldo Martínez y Elisa, y por ultimo una
gran casa muy espaciosa de dona Carlota Martens de Campillo y sus hijas Lola y M
aría.
En la cerca de enfrente, muy distante por estar la vía de por medio, en una esqu
ina estaba un cuartito aislado, con reja gruesa en lugar de puerta: era la cárce
l.
A prudente distancia estaba el hotel propiedad de Carmelita López y su hermana,
creo que se llamaba Unión, después el Hotel Pacifico, calle de por medio vivía l
a familia de Pascual Camou.
Enfrente de lo que sería el kiosco, había entonces una arboleda de eucaliptos do
nde jugábamos y muy cerca, en la esquina, la casa de mi abuela Dolores de Tobin,
enseguida la de mis tíos Eleazar y María de Carranza, contigua estaba la casa d
e las Momas.
Había a un costado de la iglesia un cementerio abandonado, entre las tumbas caíd
as, ya sin leyendas que identificaran, jugábamos a las escondidas.
Calle de por medio a la casa de mi abuela, quedaban las propiedades de la famili
a Lau Tapia.
Doña María, la mamá de los Lau era una persona muy querida, mujer generosa y aus
tera de la que recuerdo una figura muy delgada vestida siempre de negro. María D
olores y María Teresa eran jovencitas muy activas en las cosas relacionadas con
la iglesia y obras de caridad, además, damas finísimas, con grandes relaciones e
n Hermosillo. Su hermano Pancho, comerciante (La Favorita) en gran escala en ese
tiempo es el esposo de Betina Martens, hija de mi tia Ernestina. (Hubo por ahí
otro hermano Tapia, Beto, que murió siendo dueño del Casino a mediados de los 70
)
Los recuerdos de mis padres en el rancho Los Mochis, a nueve kilómetros de Carbó
, tenían siempre una gran nostalgia por sus padres, con los que vivieron recién
casados.
“Pues sí, Magui”, decía mi padre mientras cortaba tiras delgadas de cuero para h
acer una reata, “antes de cumplir los veinte años me fui a aventurar y a trabaja
r al Boludo. Allí te hacías hombre o te fregabas, el trabajo era duro, los horar
ios al filo, sin descanso ni para chuparse un “margaritas”, pero saliendo de la
mina ya era otra cosa. En un gañerón habían acondicionado las cocinas, y las com
idas se servían al punto y sabrosas, y a un ladito, en una casa de madera muy bu
ena, abrieron una cantina, un bar decían, ¡Ah, estos gringos! Después llegaron u
nas muchachotas de Douglas, a servir las mesas. Traian unos vestiditos de cola,
muy elegantes, pero eso no impedía mirarles el trasero”.
Hizo un alto al rasgarse un dedo con la alezna: “¡Chistes craist, san of a gan!”
decia mirando de reojo con malicia esperando la respuesta de mi madre. –“Sí, ya
me imagino, le contestó, el caso que te han de haber hecho, si no sabías inglés
”.
-“Pues fijate que sí, Magui, porque para esas cosas no se necesita hablar mucho”
. Mi madre dejó a un lado el mantel que bordaba en esos días.” Para cuando pidan
a la Maguita”, decía e iba hilando recuerdos, -“parece que estoy viendo a tu pa
pá Juanito y su vaso de bacanora todos los días, al hacer “la mañana” como decía
, con su traje negro y parecido a una patriarca rodeado de sus quince hijos y ni
etos.
¡Que bonitos eran los Pápagos en aquella época, la casa tan espaciosa, rodeada d
e trojes, el cementerio junto al arroyo, y tantos recuerdos!”-. y seguía mi madr
e recordando.
-“Mi papá murió en 1907. Se sentaba con un tazón de arroz con leche todas las ta
rdes y hablaba entre los dientes una jeringoza que sólo mi mamá entendía. Había
llegado a Irlanda a principios de los 80’s, en que fue contratado para la entrad
a del ferrocarril de Nogales a Guaymas”.
Rodeados de hijos, sobrinos y sirvientes dejaban correr sus recuerdos y añoranza
s de tiempos y personas que ya son una sombra.
Con el hermoso y brillante mes de octubre, que en los pueblos y ranchos de Sonor
a es particularmente importante, por la conjunción benéfica del natural cambio d
e clima en que desciende un poco la pesantez del verano, las cosechas, moliendas
, “corridas” de ganado, herradero y otras tantas actividades que renuevan los án
imos y enriquecen con el ambiente llegaba de los Mochis a Carbó, un joven que tr
aía una carga de alegría y emoción al ya de por sí mejorado ambiente ranchero. S
u nombre era Alonso, no se su apellido pero ni falta que hacía, causaba revuelo
lo mismo entre vaqueros, cocineras y patrones. Aparte de ser vaquero hábil y tra
bajador, que se alquilaba por temporadas, posiblemente por el natural motivo de
su carácter festivo y bohemio, tocaba la guitarra y cantaba con una maestría y
un gusto que al rato se corría la voz de su llegada y la vaquerada de San José y
de San Ramón se dejaba venir.
Después de la comida comenzaba a rasguear arpegios y tonados al tiempo que nos d
ecía a las mas chicas: -“vénganse mi’ jitas, vamos a ensayar una canción muy bon
ita que acaba de llegar a Carbó, ustedes me oyen y después yo les digo donde ent
rar-“ Y comenzaba:
“Dispense usted señorita
La falta de conversación
Si no me caso con otra
Es por casarme contigo”.
-“Ahora me contestan bien afinaditas:”
“Señor no puedo dar mis amores
Soy virgencita
Riego las flores.
Y entre las flores me encontraras”.
Al rato de ensayar y haceros reír, se acercaba al balcón que tenía el cuarto de
mi hermana Margarita que daba al patio posterior de la casa y en cuyo jardincito
tapiado caminaban unas tortuguitas, con las conchitas laqueadas con el pincel d
e las uñas.
Alonso le decía al tiempo al tiempo que tocaba sus mejores arreglos: -“Sal Magui
ta, ya se que estas aquí. Ayer vi el carro del Williard en Carbó y me dijo que h
abias venido de Nogales.
El Williard era Willian Coker que después fue el esposo de mi hermana, un cromo
de muchacha con ojos de cielo y sonrisa luminosa.
La susodicha no se dignaba contestar, de seguro absorta de la lectura de alguna
novela; pero a la hora de juntarse con el frente de la casa a escuchar las canci
ones y novedades que traía Alonso, se hacia una verdadera fiesta presidida por m
is papás, que sólo terminaba al recordar que al día siguiente empezaba “la corri
da” desde las 2 ó 3 de la mañana, en que patrones y vaqueros a caballo juntaban
el ganado para la venta mayor del año.
Del pueblo de mi infancia ya no quedaba gran cosa. Florecen otros tiempos, aires
de progreso.
Su gente sigue siendo sencilla y bronca, muy de acuerdo con su situación geográf
ica de norteño agringados, con su rodeo anual donde lucen sus toros de registro,
con sus ríos de cerveza, y sus vaqueros de botas y sombreros desde Stetson 10 x
hasta gorras con su marca preferida de tractor o de cerveza, con algo del far w
est arizonense.
Estación Carbó dejó de existir y dio paso a un pueblo progresista: Carbó, Sonora
.

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